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Moral a Nicómaco · libro noveno, capítulo IV

El amigo de sí mismo y el amigo de los demás.
Retrato del hombre bueno y del malo

Los sentimientos de afección que se tiene a los amigos y que constituyen las verdaderas amistades, tienen su origen, al parecer, en la que el hombre se tiene a sí mismo. Así se mira como amigo al que os quiere y os hace bien, aparente o real, únicamente por uno mismo; o también al que desea la vida o felicidad de su amigo sin otra consideración que la del amigo mismo. Esta es la afección desinteresada que sienten las madres por sus hijos, y que experimentan los amigos que se reconcilian después de alguna desavenencia. también se dice a veces que el amigo es el que vive con vosotros, que tiene los mismos gustos, que se regocija con los mismos goces, que se aflige con vuestros pesares, simpatía que se hace notar principalmente en las madres. Veamos algunos de los caracteres por los que se define la verdadera amistad. Estos son precisamente los sentimientos que el hombre de bien experimenta respecto de sí mismo, y que experimentan también los demás hombres en tanto que se creen probos y honrados; porque, como ya he dicho, la virtud y el hombre virtuoso pueden tomarse por medida de todas las cosas. Un hombre semejante está siempre de acuerdo consigo mismo, y desea las mismas cosas en todas las partes de su alma. No ve ni hace para sí más que el bien o lo que le parece serlo. Esto es lo propio del hombre honrado: hacer el bien exclusivamente, hacerlo por sí mismo, por la razón de que está en él y constituye la esencia misma del hombre en cada uno de nosotros. Sin duda quiere vivir y conservarse, pero ante todo quiere hacer vivir y salvar el principio mediante el cual piensa, porque para el hombre honrado la vida es un verdadero bien. Y así cada uno de nosotros quiere el bien para sí mismo. Pero si se hiciese distinto y cambiase de naturaleza, no se deseaban para esta nueva persona todos los bienes que se deseaban para la otra; porque si Dios mismo posee actualmente el bien, es permaneciendo lo que es por esencia; y el principio inteligente es el que en el hombre constituye el fondo mismo del individuo, o por lo menos, parece [249] constituirlo más bien que cualquier otro principio. Por lo tanto, cuando el hombre está dotado verdaderamente de virtud, quiere continuar viviendo consigo mismo, porque encuentra en ello un verdadero placer. Los recuerdos de sus actos pasados están llenos de dulzura, y sus esperanzas respecto de sus acciones futuras son igualmente honestas. Ahora bien; todos estos son sentimientos agradables. Esta multitud de pensamientos llenan su espíritu de las más nobles emociones; y se complace en simpatizar sobre todo consigo mismo, con sus propios goces, con sus propios dolores; porque para él el placer y la pena se ligan siempre a los mismos objetos y no varían sin cesar de uno a otro. Jamás su corazón tiene motivo para arrepentirse, si es posible decirlo. Como el hombre de bien está siempre respecto de sí mismo en estas disposiciones, y como es para un amigo lo mismo que para sí propio, siendo el amigo uno mismo con él, se sigue que la amistad se aproxima mucho a lo que acabamos de decir, y que deben llamarse amigos a los que viven en estas relaciones recíprocas.

En cuanto a la cuestión de saber si hay o no hay realmente amor de sí mismo, la dejaremos por el momento a parte. Nos limitaremos a decir, que hay ciertamente amistad siempre que se encuentran dos o más de estas condiciones que hemos indicado; y que, cuando la amistad es extrema, se parece mucho a la afección que se experimenta por sí mismo.

Estas condiciones, por lo demás, pueden encontrarse en el vulgo de los hombres y hasta entre los hombres malos; pero, ¿no es verdad que no se reúnen en ellos tales condiciones sino en cuanto se complacen a sí mismos y se creen hombres de bien? Porque estas afecciones jamás se producen ni tienen visos de producirse en hombres absolutamente perversos y criminales. Puede decirse, que apenas se encuentran en los viciosos; ellos están siempre quejosos de sí mismos; desean una cosa y quieren otra, absolutamente como los libertinos que no saben dominarse. En lugar de las cosas que ellos mismos creen ser buenas, prefieren las que son para ellos agradables, pero funestas. Otros, por lo contrario, se abstienen de hacer lo que les parece mejor para su propio interés, ya por cobardía, ya por pereza. Hay también otros que, después de haber cometido una multitud de fechorías, concluyen por detestarse a sí mismos a causa de su propia corrupción, miran la vida con horror y concluyen por el suicidio. [250] Los malos pueden buscar personas con quienes poder pasar la vida, pero ante todo huyen de sí mismos. Cuando están solos, su memoria no les presenta más que recuerdos dolorosos; y para el porvenir sueñan proyectos no menos horribles, mientras que, por lo contrario, cuando están en compañía de otro olvidan estas odiosas ideas. No teniendo en sí nada digno de ser amado, no experimentan ningún sentimiento de amor hacia sí mismos; seres semejantes no pueden simpatizar ni con sus mismos placeres ni con sus mismas penas. Su alma está constantemente en discordia, y mientras que por perversidad tal parte de ella se aflige de las privaciones que se ve forzada a sufrir, tal otra se regocija en sufrirlas. Tirando del ser uno de estos sentimientos por un lado y otro por otro, resulta, si puede decirse así, el ser hecho pedazos. Pero como no es posible sentir a la vez placer y dolor, no tarda en afligirse de haberse regocijado, y hubiera querido no haber gustado semejantes placeres; porque los hombres malos están siempre llenos de remordimientos por todo lo que hacen. Así el malo, lo repito, jamás está en disposición de amarse a sí mismo, porque no encuentra en sí nada que pueda ser amado. Si este estado del alma es profundamente triste y miserable, es preciso huir del vicio con todas sus fuerzas y aplicarse con ardor a hacerse virtuoso; porque sólo así se sentirá uno inclinado a amarse a sí mismo y hacerse amigo de los demás{178}.

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{178} Este capítulo es uno de los más preciosos y profundos que ha escrito Aristóteles. Giphanius lo llamó: aureum caput et fere theologicum.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 248-250