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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo IX

El hombre templado sólo obedece a la recta razón

Veamos otras cuestiones que pueden presentarse aún. ¿Es hombre templado y dueño de sí el que obedece a una razón cualquiera y persevera en la resolución que ha tomado, sea esta o aquella? ¿O lo es sólo el hombre que obedece a la recta razón? Por otra parte, ¿es el intemperante el que no se atiene a la resolución que ha tomado, cualquiera que ella sea, o al razonamiento hecho cualquiera que el sea también? ¿O es el intemperante sólo el que se atiene a una razón falsa y a una resolución que no es buena, como dijimos anteriormente? O más bien, ¿no deberá decirse que el hombre templado es el que accidentalmente puede dejarse llevar de una razón cualquiera, pero que esencialmente se atiene a la verdadera razón y a la voluntad recta, que es la única que debe guiarle? ¿El intemperante no es aquel que no sabe sostenerse firmemente en la razón verdadera y en la sana resolución? Expliquémonos. Cuando se prefiere o cuando se busca una cosa en vista de otra, se busca y se prefiere esta última cosa esencialmente por sí misma, mientras que sólo se busca la primera accidentalmente y de una manera indirecta. La palabra, esencialmente, por sí, expresa en este caso la idea de lo absoluto, de tal manera, que es posible que debido a una razón cualquiera y con relación a ella el uno persista y el otro no persista; pero absolutamente hablando, es en definitiva y únicamente la razón verdadera la que el uno sigue y de la que el otro se separa.

Hay personas que se mantienen firmemente en su opinión, y a las cuales se llama pertinaces, como sucede con aquellos espíritus que no se dejan convencer y que difícilmente y con grandísimo trabajo se puede hacer que muden de convicciones. Este carácter tiene algunos puntos de semejanza con el del hombre templado, que siempre es dueño de sí mismo, como el pródigo con el liberal, y como el temerario con el valiente. Pero difieren sin embargo bajo muchos conceptos. El uno, el templado, no muda de opinión sólo bajo la influencia de la pasión o del deseo. Pero si llegan el caso y la ocasión de hacerlo, el [198] hombre templado, que sabe dominarse, no desea otra cosa que mudar de opinión. El otro, por lo contrario, el pertinaz, no se deja ganar por la razón, porque frecuentemente los pertinaces no se preocupan sino de sus deseos, dejándose llevar por las opiniones que les agradan.

En general, son pertinaces las personas prevenidas con alguna opinión personal, los ignorantes y las gentes groseras. Se aferran a su propia opinión mediante los lazos del placer y del dolor; se muestran gozosos de su triunfo cuando los argumentos de otro no consiguen que mudéis de opinión; y se manifiestan disgustados, si vuestro dictamen ha sido desechado, como los decretos que no son sancionados por el pueblo. Así, los pertinaces tienen más relación con el intemperante que no sabe dominarse, que con el templado que es siempre dueño de sí mismo. Hay casos en que se puede renunciar a la idea que se había concebido al principio, sin que sea efecto de una debilidad o de una intemperancia que haga perder el dominio de sí mismo. En este caso se encuentra Neoptolemo en el Filoctetes de Sófocles; es verdad que es el placer el que le arrastra a no mantenerse en su primera resolución; pero fue un placer noble, puesto que era en el acto digno de alabanza decir la verdad, a pesar de los consejos de Ulises que le aconsejaba dijera una mentira. Y así, no puede decirse de uno que sea incontinente, vicioso e intemperante sólo porque obre bajo la influencia del placer; lo es cuando el placer que le arrastre tiene algo de vergonzoso.

Puesto que puede suceder que se busquen menos de lo que es regular los placeres del cuerpo, y que en esta reserva excesiva se falte igualmente a las reglas de la razón, el hombre verdaderamente templado, que se domina siempre, representará el carácter intermedio entre el que acabamos de indicar y el intemperante. Si el intemperante no obedece a la razón, es porque tiene algo más de lo que debía tener; el otro, por el contrario, tiene algo menos; mientras que el hombre verdaderamente templado subsiste siempre fiel a la razón y no cambia jamás bajo ninguna influencia. Y como la templanza es una cualidad laudable, es preciso, al parecer, que las dos cualidades contrarias sean reprensibles; y así es en efecto como se las juzga a ambas ordinariamente. Sólo que, como la una se muestra en pocas personas y raras veces, resulta de aquí, que así como la [199] sobriedad parece ser la única opuesta a la incontinencia, de igual modo la templanza parece ser la única opuesta a la intemperancia.

Por otra parte, como muchas veces se denominan las cosas en vista de las semejanzas que tienen entre sí, se ha dicho, por asimilación a la templanza ordinaria, la templanza del hombre prudente; pero esta no es más que una aparente similitud. Es cierto que el hombre templado es incapaz de hacer nada contra la razón, dejándose llevar de los placeres corporales, y que en este concepto es la virtud del hombre verdaderamente prudente; pero hay entre ellos esta diferencia, y es que el uno tiene deseos viciosos y el otro no; el uno está constituido de manera que no puede experimentar placeres contra la razón, mientras que el otro puede experimentar un placer de este género sin dejarse por eso arrastrar por él. también bajo este concepto el intemperante y el incontinente se parecen, bien que sean diferentes bajo muchos puntos de vista; pues ambos buscan los placeres del cuerpo; pero el uno se entrega a ellos creyendo que así debe hacerlo; y el otro lo hace creyendo que no debe hacerse.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 197-199