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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo III

De la ignorancia del intemperante

El primer punto que es preciso aclarar es el de si el intemperante sabe o no sabe lo que hace; y si lo sabe, cómo lo sabe. En seguida determinaremos con relación a qué cosas puede ser temperante o intemperante; quiero decir, si con relación a toda especie de placer y a toda especie de dolor, o bien solamente a algunos placeres y a algunos dolores determinados. La temperancia que domina las pasiones, y la firmeza que hace que se sufra todo con constancia, ¿son una sola y misma cosa? ¿Son cosas diferentes? A estas preguntas se pueden añadir otras del mismo género, que tocan igualmente a la materia que aquí estudiamos.

Comencemos este examen preguntándonos si el hombre templado y el intemperante difieren entre sí por sus actos solamente, o si es por la disposición moral en que están cuando obran. Quiero decir, si el intemperante es intemperante únicamente porque ejecuta ciertos actos, o si lo es más bien por la manera como los ejecuta. Preguntémonos igualmente, admitiendo que esta primera solución sea falsa, si el intemperante es intemperante por estos dos motivos a la vez. Veremos en seguida si la intemperancia y la templanza pueden o no aplicarse a todo. Así el hombre a [181] quien se llama intemperante de una manera general y absoluta, no lo es, sin embargo, en todo sin excepción; lo es sólo respecto de las cosas que despiertan las pasiones del incontinente. No se le llama intemperante, porque de una manera general cometa los mismos actos que el incontinente, porque entonces la intemperancia se confundiría por completo con la incontinencia, sino que se le llama así porque lo es respecto de estos actos mismos de una manera particular. El incontinente se ve en efecto conducido a cometer faltas mediante su libre elección, creyendo que es preciso ir siempre tras el placer del momento. El otro, por lo contrario, no tiene pensamiento fijo; pero no por eso persigue menos el placer que le sale al encuentro. Poco importa por lo demás para la cuestión que sea la simple opinión, la opinión verdadera y no la ciencia propiamente dicha, la que haga caer a los hombres en la intemperancia. Sucede más de una vez que teniendo acerca de las cosas una simple opinión, no se experimenta, sin embargo, la menor duda, y se cree que se saben perfectamente mediante la ciencia más acabada.

Si se pretende, pues, que produce siempre una débil creencia lo que sólo es una opinión, y que desde aquel acto se siente uno más dispuesto a obrar contra su propio pensamiento, se seguiría de aquí que no hay diferencia entre la ciencia y la opinión, puesto que hay gentes que no creen lo que es en ellos una opinión con menos firmeza que los que creen porque lo saben de ciencia cierta, como lo prueba bien el ejemplo de Heráclito. Pero saber, en nuestra opinión, puede tener dos sentidos diversos; se dice del que tiene la ciencia y no se sirve de ella, que sabe; así como se dice lo mismo del que hace uso de ella. Por lo tanto será muy diferente ejecutar un acto culpable, teniendo la ciencia de lo que se hace, pero sin ponerla en aquel momento en uso con la intervención del espíritu; y ejecutarlo, teniendo esta ciencia y viendo actualmente la falta que se comete. En este último caso la falta es todo lo grave que puede ser, mientras que no tiene esta gravedad cuando no se ve lo que se hace.

Esto consiste en que las proposiciones y las premisas que determinan nuestras acciones son de dos clases; y puede suceder que aun conociendo unas y otras, se obre todavía contra la ciencia que se posee. Se aplica bien la proposición general, pero se olvida la proposición particular; y los actos que tenemos que practicar en la vida son siempre casos particulares. Hasta en lo [182] general pueden distinguirse diferencias: tan pronto afecta al individuo, como se aplica a la cosa en lugar de la persona. Tomemos por ejemplo esta proposición general: «Las sustancias secas convienen a todos los hombres.» La proposición particular puede ser indiferentemente una de estas: «Es así que este individuo es hombre;» o bien: «Es así que tal sustancia es seca; luego...» Pero es posible que no sepamos si tal sustancia es una sustancia seca; ¿si lo sabemos, que en el momento actual no tengamos la ciencia de ello. Es difícil señalar toda la diferencia que separa estas dos clases de proposiciones; y por consiguiente, puede suceder que en un caso no sea absurdo creer que ella es de tal o cual manera, y que en otro resulte un grandísimo absurdo de creerlo.

Aun se puede obtener la ciencia de una manera distinta de todas las que acabamos de indicar. Así cuando se tiene la ciencia y no se sirve de ella, puede haber una gran diferencia según el estado en que uno se encuentre, de tal manera que puede decirse en cierto modo a la vez que se la tiene y no se la tiene: por ejemplo, en el sueño, en la locura o en la embriaguez. Añádase a esto que las pasiones, cuando nos dominan, producen efectos del todo semejantes. Los arranques de la cólera, los deseos del amor y las demás afecciones de este género trastornan con señales evidentes hasta nuestro cuerpo, y llegan a veces a hacernos perder el juicio. Evidentemente es preciso confesar, que los intemperantes que no saben dominarse están poco más o menos en el mismo caso. El que en estado semejante hagan razonamientos inspirados por la verdadera ciencia, no es una prueba de que estén en su sana razón. Hay gentes que, en medio del desorden producido por estas pasiones, os podrán dar demostraciones regulares, y hasta os recitarán versos de Empédocles, como esos escolares que, cuando empiezan a aprender, encadenan perfectamente los razonamientos que se les enseña, pero que no poseen aún la ciencia, porque para tenerla realmente, es preciso identificarse con ella, y para esto se necesita tiempo. Los intemperantes realmente hablan de moral en tales ocasiones como los actores recitan su papel en el teatro.

Por lo demás, aún podría encontrarse una causa completamente natural de estos fenómenos; y he aquí la explicación. En el razonamiento que obliga a obrar, hay en primer lugar el pensamiento general, y después una segunda proposición que se [183] aplica a hechos particulares, que sólo dependen de la sensación que nos los revela. Cuando de la reunión de ambas se forma en el espíritu una proposición única, necesariamente el alma afirma la conclusión que de ellas sale; y en el caso en que se trata de producir algo, es preciso que obre en consecuencia sobre la marcha. Supongamos, por ejemplo, esta proposición general: «Es preciso gustar de todo lo que es dulce»; y añadamos esta proposición particular: «Es así que tal cosa especial y particular es dulce»; necesariamente el que puede obrar y no está impedido de hacerlo, obrará inmediatamente en consecuencia de la conclusión que saca y tan pronto como la ha deducido.

Supongamos, por lo contrario, que tenemos en el espíritu un pensamiento general que nos impide gustar del placer; y que a su lado otro pensamiento igualmente general nos dice: «todo lo que es dulce es agradable al paladar», con la proposición particular de que tal cosa que tenemos a la vista es dulce. Si este último pensamiento está actualmente en nuestro espíritu y el deseo se encuentra excitado en nosotros, sucede entonces que un pensamiento nos dice que huyamos del objeto; pero el deseo nos arrastra, puesto que todas y cada una de las partes de nuestra alma tienen el poder de ponernos en movimiento. Por consiguiente, casi puede decirse que en este caso son la razón y el juicio los que hacen al hombre intemperante; no que el juicio sea contrario en sí mismo a la razón, sino que indirectamente viene a serlo; porque no es el juicio precisamente, y sí el deseo, el que es contrario a la recta razón. Lo que hace que las bestias no sean intemperantes propiamente hablando, es que no tienen concepciones generales; sólo tienen la apariencia y el recuerdo de las cosas particulares.

¿Cómo se disipará la ignorancia del intemperante? ¿Cómo el intemperante, después de haber perdido el dominio sobre sí mismo, volverá a la ciencia? La explicación que puede darse aquí, es exactamente la misma que para el hombre embriagado y para el que duerme; y como no hay nada que sea especial a la pasión de la intemperancia, los que principalmente deben ser consultados en esta materia son los fisiólogos.

Pero como la última proposición es el juicio formado sobre el objeto sensible, y ella es la dueña en definitiva de nuestras acciones, es preciso que el que está en el acceso de la pasión, no conozca esta proposición, o bien que la conozca de manera que [184] no tenga de ella verdadera ciencia, aun conociéndola. entonces es cuando repite sus bellos discursos, como el hombre ebrio de antes repetía los versos de Empédocles; y su error procede de que el último término no es general, y no lleva consigo la ciencia como la lleva el término universal. entonces pasa realmente el fenómeno que Sócrates indicaba en sus indagaciones. La pasión y sus efectos no se producen en tanto que la ciencia, que debe ser para nosotros la verdadera ciencia, la ciencia propiamente dicha, está presente en el alma; y esta ciencia nunca es arrastrada ni vencida por la pasión. La pasión sólo triunfa de la ciencia debida a la sensibilidad.

He aquí lo que teníamos que decir acerca de si el intemperante, al cometer su falta, sabe o no que la comete; y cómo puede cometerla, sabiendo positivamente que la comete.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 180-184