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Moral a Nicómaco · libro primero, capítulo VII
La felicidad no es un efecto del azar; es a la vez un don de los dioses y el resultado de nuestros esfuerzos
Todo esto ha dado ocasión a que se pregunte{22} si es posible aprender a ser dichoso, si se adquiere la felicidad por medio de ciertos hábitos, y si se consigue por cualquier otro procedimiento [22] análogo; o si es más bien efecto de algún favor divino, y, si se quiere, el resultado del azar. Realmente, si hay en el mundo algún don que los dioses hayan concedido a los hombres, deberá creerse seguramente que la felicidad es un beneficio que nos viene de ellos; y tanto más motivo hay para creerlo así, cuanto que no hay nada que deba el hombre estimar sobre esto. Por lo demás, no quiero profundizar esta cuestión, que pertenece quizá más especialmente a otro orden de estudios. Pero digo, que si la felicidad no nos la envían exclusivamente los dioses, sino que la obtenemos por la práctica de la virtud, mediante un largo aprendizaje o una lucha constante, no por eso deja de ser una de las cosas más divinas de nuestro mundo, puesto que el precio y término de la virtud es evidentemente una cosa excelente y divina y una verdadera felicidad. Y añado, que la felicidad es en cierta manera accesible a todos, porque no hay hombre a quien no sea posible alcanzar la felicidad, mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya hecho completamente incapaz de toda virtud.
Como vale más conquistar la felicidad a este precio que deberla al simple azar, la razón nos obliga a suponer, que así es realmente como el hombre puede llegar a ser dichoso, puesto que las cosas que siguen las leyes de la naturaleza{23} son siempre naturalmente tan bellas como es posible. La misma regla se aplica a todas las artes, a todas las causas, y sobre todo a la causa más perfecta, porque sería un absurdo inconcebible imaginar, que lo más grande y lo más bello que hay en el mundo esté entregado al azar. La solución del problema que sentamos aquí, surge con completa claridad de la misma definición que hemos dado de la felicidad. La felicidad, hemos dicho, es cierta actividad del alma conforme a la virtud; y por lo que hace a los demás bienes, o están necesariamente comprendidos en la felicidad, o contribuyen a ella como auxiliares y como naturales y útiles instrumentos. Esto, por lo demás, resulta perfectamente de acuerdo con lo que dijimos al comenzar este tratado. El objeto de la política, tal como nosotros le concebimos, es el más elevado de todos, y su cuidado principal es formar el alma de los ciudadanos, y enseñarles, mejorándolos, la práctica de todas las virtudes. Y así no podemos llamar dichosos ni a un caballo, ni a un [23] buey, ni a cualquiera otro animal, porque ninguno de ellos es capaz de la noble actividad que asignamos al hombre. Por la misma razón debe decirse, que el niño no es dichoso, porque su edad no le consiente aún llevar a cabo las acciones que constituyen la felicidad; y los niños, a quienes se aplica algunas veces esta expresión, sólo puede llamárseles dichosos a causa de la esperanza que inspiran, puesto que para la verdadera felicidad se necesitan, como dijimos antes, dos condiciones: una virtud completa y una vida completamente desarrollada.
Acaecen en el curso de la vida muchas vicisitudes y cambios diversos, y puede suceder que después de mucho tiempo de prosperidad ocurran a uno en la ancianidad grandes desgracias como cuenta la fábula de Príamo en los poemas heroicos; y nadie puede llamar dichoso al hombre que tuvo tan gran fortuna y que concluyó tan miserablemente. ¿Quiere esto decir, que nunca debe afirmarse de un hombre que es dichoso mientras tenga vida, y que, según la máxima de Solon, se debe esperar siempre a ver el fin? Si se acepta esta teoría, el hombre no será dichoso hasta después de la muerte. Pero esto es un absurdo patente, sobre todo cuando se sostiene, como hacemos nosotros, que la felicidad es cierta aplicación de la actividad. Si no podemos admitir que el hombre no pueda decirse dichoso hasta después de la muerte, ni tampoco Solon lo pretende, y sí sólo queremos decir, que no se puede llamar con seguridad dichoso un hombre, sino cuando está fuera del alcance de todos los males y de todos los infortunios, esta opinión, así limitada, no deja de prestar materia para la controversia. Al parecer, en este sistema subsisten después de la muerte bienes y males, que deberán experimentarse entonces, como se experimentan durante la vida, sin sentirlos por otra parte personalmente; como, por ejemplo, los honores y las afrentas, o de una manera más general, los sucesos prósperos y los reveses de nuestros hijos y de nuestra posteridad. Esto, como se ve, es bastante embarazoso, puesto que ha podido ser uno dichoso durante su vida, incluyendo la ancianidad, y haber muerto en la prosperidad, y al mismo tiempo haber experimentado una multitud de contratiempos en las personas de sus descendientes. Puede suceder, que entre estos, unos hayan sido virtuosos y gozado de la suerte que merecían; y otros hayan tenido una suerte del todo contraria; porque es claro, que bajo mil [24] conceptos los hijos pueden diferir completamente de sus padres. Es una insensatez admitir, que un hombre, después de la muerte, pueda experimentar a la par de sus descendientes todas estas alternativas diversas, y que junto con ellos sea tan pronto dichoso como desgraciado. Es cierto que, por otra parte, no es menos absurdo suponer, que algo de lo que toca al hijo deje de llegar ni por un sólo instante hasta sus padres.
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{22} Aquí tiene presente Aristóteles la cuestión favorita de Platón. Véanse el Menon, el Protágoras y la República.
{23} Este es el verdadero optimismo.
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