Filosofía en español 
Filosofía en español

Ante el fallecimiento de

Santiago González Escudero

León 18 junio 1945 / Oviedo 7 mayo 2008


El miércoles 7 de mayo de 2008 falleció en Oviedo, a los 62 años de edad, el filósofo español Santiago González Escudero.

  1. Fallece Santiago González Escudero, decano de Filosofía, LNE
  2. Fallece el decano de Filosofía, Santiago González Escudero, LVA
  3. Un funeral multitudinario despide al decano de Filosofía, EC
  4. Despedida a Santiago González Escudero, decano de Filosofía, LNE
  5. En recuerdo de Santiago González Escudero, Francisco Noval
  6. Santiago González Escudero, un hombre excepcional, M. J. Blanco
  7. A Santiago González Escudero, Vicente Domínguez
  8. La vida, chicos, José Ramón González García
  9. Santiago González Escudero 'in memoriam', Pedro Manuel Suárez
  10. Santiago González Escudero, Ricardo Menéndez Salmón
  11. Recordando a Santiago González Escudero, M.Á. Navarro Crego
  12. Los postulados de la razón poética..., Enrique Prado Cueva

Fallece Santiago González Escudero, decano de Filosofía

La Nueva España, Oviedo, jueves, 8 de mayo de 2008

Santiago González Escudero / Foto: Luisma Murias

Tenía 62 años y era profesor titular de Historia de la Filosofía Griega

Santiago González Escudero, decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo, falleció ayer a los 62 años a causa de una enfermedad que le fue detectada hace pocos meses. González Escudero, leonés, moderado y afable, era profesor titular de Historia de la Filosofía Griega.

Tras una dilatada trayectoria académica, accedió al decanato en diciembre de 2004 convencido de la necesidad de «potenciar la democracia en la Universidad», algo que «en filosofía es especialmente importante, porque nuestros titulados, al participar en la vida profesional, tienen que transmitir actitudes, no sólo conocimientos», según manifestaba en una entrevista publicada en La Nueva España.

Como decano afrontó una etapa marcada por la adaptación de los estudios a las directrices europeas. Preocupado por las carreras de humanidades, que «se encuentran en una situación francamente difícil», consideraba que estas disciplinas están «siempre en el punto de mira», aunque se mostraba convencido de su relevancia en la sociedad actual.

El funeral por Santiago González Escudero se celebrará hoy a las cinco de la tarde en la iglesia de la plaza de la Gesta.


Fallece el decano de Filosofía, Santiago González Escudero

La Voz de Asturias, Oviedo, jueves, 8 de mayo de 2008

La Universidad de Oviedo decreta tres días de luto

El decano de Filosofía de la Universidad de Oviedo, Santiago González Escudero, falleció ayer como consecuencia de una larga enfermedad. La institución académica ha decidido guardar tres días de luto y ha suspendido las clases en la facultad que González Escudero dirigía desde el mes de noviembre del 2004. El funeral se celebrará hoy, jueves, a las cinco de la tarde en la iglesia de la Gesta, de Oviedo.

Este prestigioso docente fue catedrático del departamento de Griego en el instituto San Martín, de Sotrondio, y en el Alfonso II, de Oviedo. Ya en la Universidad, ejercía como profesor titular de la asignatura de Historia de Filosofía Griega. Su primer escrito profesional fue su propia tesis doctoral que versaba sobre Epicuro y Marx, en concreto, analizaba los precedentes del epicureismo, su desarrollo y su utilización posterior por Carl Marx y Hegel. González Escudero publicó artículos en prestigiosas revistas, como por ejemplo El Basilisco y Psicothema, además de numerosos libros.

Una de las últimas apariciones públicas fue el pasado mes de febrero, cuando participó en el homenaje que tributaron al filósofo de origen mierense José Gaos.


Un funeral multitudinario despide al decano de Filosofía, Santiago González Escudero

El Comercio, Gijón, viernes, 9 de mayo de 2008

Dolor. Gotor y Vázquez dan el pésame a la viuda y los hijos / J. D.
Dolor. Gotor y Vázquez dan el pésame a la viuda y los hijos / J. D.

El funeral por Santiago González Escudero, decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo y miembro de la Sociedad Asturiana de Filosofía, congregó ayer en la ovetense iglesia de La Gesta a decenas de personas. González Escudero falleció en el Centro Médico el pasado miércoles a causa de una enfermedad que se le detectó hace algunos meses.

Nacido en León hace 62 años, deja viuda y dos hijos, Héctor y David. De carácter abierto, tolerante y afable, Santiago González Escudero era profesor titular de Historia de la Filosofía Griega, además de un profesional muy querido en la comunidad universitaria asturiana.

Tras una larga trayectoria académica, había accedido al decanato de Filosofía en diciembre de 2004, un ascenso en el que se fijó como objetivo potenciar la democracia en el seno de la Universidad. Ya como decano afrontó una etapa marcada por la adoptación de los estudios de Filosofía a las nuevas directrices europeas, un proceso en la que alzó la voz por la que consideraba una difícil situación de las titulaciones de humanidades, de las que defendía su vigencia y relevancia en la sociedad actual.

Buena prueba del afecto que le dispensaban sus colegas y alumnos fue el minuto de silencio con el que comenzó la investidura del rector de la Universidad de Oviedo, Vicente Gotor, así como el luto decretado en la Facultad de Filosofía, que ha suspendido durante tres días las clases. Los restos de Santiago González Escudero reposan ya en el cementerio de El Salvador.


Despedida a Santiago González Escudero, decano de Filosofía

La Nueva España, Oviedo, viernes, 9 de mayo de 2008

Santiago González Escudero / Foto: Luisma Murias
Santiago González Escudero Foto: Luisma Murias

El funeral por el eterno descanso de Santiago González Escudero, decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo, se celebró ayer en la iglesia parroquial de San Francisco de Asís. Familiares, vecinos, amigos y compañeros –entre ellos el ex rector de la Universidad de Oviedo, Juan Vázquez, y el rector entrante, Vicente Gotor, que ayer mismo tomó posesión del cargo– despidieron al profesor de Historia de la Filosofía Griega. En la imagen, la familia de Santiago González, que deja viuda y dos hijos, durante el multitudinario funeral de cuerpo presente. El entierro se celebró en el cementerio de El Salvador.


Francisco Noval

En recuerdo de Santiago González Escudero

La Nueva España, Oviedo, martes, 13 de mayo de 2008

Santiago González Escudero fue primero catedrático de Griego en Sotrondio y luego en el Instituto Alfonso II de Oviedo antes de ingresar en la Facultad de Filosofía de nuestra Universidad, en la que fue profesor de Filosofía Griega y, últimamente, también decano. Era especialista en Epicuro y en Marx, y un gran defensor de la enseñanza humanística, de la que él mismo daba ejemplo.

Hace algunos años vino una tarde a nuestro instituto, el Río Nora de Pola de Siero, cuando teníamos un pequeño proyecto de difusión de la lectura y de la escritura llamado La Carpeta y estábamos leyendo a Homero en la Odisea, especialmente el relato del final de aquel banquete en el que Ulises se carga tan espectacular y «cinematográficamente» a los pretendientes de Penélope, comenzando por Antinoo. Recuerdo que a las catorce o quince personas que nos habíamos reunido en la biblioteca nos habló de los rapsodas y de su forma de crear y difundir lo que luego serían los grandes relatos de la cultura griega y de Occidente.

Otra de las cuestiones con él disputadas, si bien en este caso no recuerdo la circunstancia, era el discurso en que Pericles elogia a la democracia ateniense como forma superior de vida en las honras fúnebres a los soldados muertos en las primeras batallas de la guerra del Peloponeso. Elogio sí, pero con intención propagandística y, por tanto, digno de leerse con la debida cautela, en clara contraposición a la lectura que hace K. Popper del mismo texto relatado por Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso.

Hombre afable, radical en sus ideas políticas –creo recordar que había militado en la ORT en los inicios de la democracia–, merece un recuerdo agradecido. Ayudó a profesores de Enseñanza Media a hacer sus tesis doctorales y fue buen amigo de todos. Su despacho siempre lo teníamos abierto y la sonrisa de acogida en cualquier encuentro circunstancial por las calles ovetenses estaba por principio asegurada.

No era persona de grandes discursos y sí de conversación y diálogo, métodos tan indisociables de la profesión que ocupó su vida, la enseñanza. Una enseñanza que profesó como maestro, primero en las enseñanzas medias y luego en la Universidad, con sencillez rigurosa dedicada al trabajo cotidiano y exenta de toda vanagloria.

Sabemos que nuestro amigo vivió «de una manera conforme» como le aconsejaban sus –y nuestros– clásicos. Vaya por tanto este recuerdo de despedida acompañado de una de las Máximas de Epicuro sobre la que, sin duda, desearía disputar en el mismísimo Jardín junto al maestro: «La riqueza conforme a la naturaleza está limitada y es muy fácil de conseguir. Lo que es conforme a las vanas opiniones cae al infinito».

Francisco Noval, del Instituto de Enseñanza Secundaria Río Nora de Pola de Siero.


María Jesús Blanco Acebal

Santiago González Escudero, un hombre excepcional

La Nueva España, Oviedo, miércoles 14 de mayo de 2008

Conocí a Santiago allá por los años setenta a través de mi marido. Habían sido compañeros de Bachillerato en el Instituto Padre Isla de León y, después de muchos años de vidas separadas, volvieron a encontrarse, ya como profesores, en el INB Juan José Calvo de Sotrondio, allá por el año 1977. Era éste el segundo destino de Santiago, después de obtener la cátedra de Griego en 1969, con apenas 24 años, y ocupar su primera plaza en el Instituto de Luarca, donde estuvo tres años y donde nació su segundo hijo, David. Sólo un año antes había nacido el mayor, Héctor. Por aquel entonces, en los tiempos complicados de la transición, Santiago ya hacía oír su voz. Nunca pasaba desapercibido. A pesar de su juventud, era ya un líder sin saberlo y sobre todo sin pretenderlo, en aquellos claustros difíciles de aquellos años difíciles. Luego, tras su paso por los institutos de La Calzada y Lugones, llegó al Alfonso II, donde yo estaba y donde tuve la suerte de ser su compañera y también su amiga. También conocí allí a Rosa Cristina, su otra mitad, gran mujer y mejor persona, que en estos momentos, con el corazón roto, está dándonos lecciones de dominio y entereza.

Eran los años ochenta y los institutos de Bachillerato, como se llamaban entonces, y particularmente el Alfonso II, contaban con profesores excelentes por su calidad y por su categoría profesional. Todavía recuerdo a algunos –José Antonio Monge, catedrático de Latín; Cristina Alas, de Francés; Mary Montero, de Lengua y Literatura; Antonio Blanco, de Física y Química; Francisco Diego, de Griego (al que precisamente sustituyó Santiago); Fernando Arango, de Matemáticas, y un largo etcétera– cuya sola presencia era un lujo para los que llegábamos, aún muy jóvenes y un poco asustados de estar en un instituto emblemático y prestigioso. ¡Qué lejos de ahora en todos los sentidos! Allí me di cuenta de la calidad excepcional de Santiago. No sólo por sus conocimientos en Historia Antigua y Filosofía Griega, sino también en el ámbito de las Ciencias (siempre recordaré una conversación sobre el átomo en la que me dejó boquiabierta), pero sobre todo como persona. Trabajador incansable, compaginaba su trabajo en el instituto, siendo ya doctor, con sus clases en la Facultad como profesor de Historia Antigua. Luego dio el salto definitivo y obtuvo la plaza de profesor titular de Filosofía Griega de la Facultad de Filosofía, en donde permaneció hasta ahora, siendo desde el año 2004 su decano. Qué lujo oírle en los claustros con su palabra siempre acertada y exacta. No se andaba por las ramas, era claro y contundente en sus razonamientos, aunque jamás imponía su criterio. Dejaba hablar y escuchaba siempre sin perder un ápice de lo que oía, con el interés de las personas inteligentes que saben que cualquiera, el más torpe, les puede enseñar algo. Aún recuerdo su sonrisa y sus frases siempre llenas de ingenio y agudeza. Y luego su palabra siempre amable y cariñosa, sin empalagos, en el momento oportuno. No puedo dejar de mencionar su coraje y su valentía, que demostró hasta el final. Recuerdo, hace apenas tres meses, una larga conversación telefónica, la última, mientras estaba inmerso en la oposición de habilitación para la cátedra y que él, con su chispa habitual y quitándole importancia a su proeza, me decía que lo hacía para ver si podía hablar una hora entera sin toser. Aún encima de su mesa, la última tesis doctoral que dirigió, sólo a falta de su defensa, en la que nunca podrá estar. Pero estará de alguna manera en la mente de todos. Los grandes hombres, y Santiago lo era, nunca mueren. En estos días tristes de su desaparición surgen con más fuerza los recuerdos en los que le conocimos y le admiramos. Y eso es lo que queda. Ya no disfrutaremos de su persona, pero ahí está el ejemplo de una vida entregada a los suyos, Rosa, Héctor, David y desde hace ocho meses su nieta Alba, a sus alumnos y a todos los que tuvimos la suerte de conocerlo. Gracias, Santiago. Hasta siempre.

María Jesús Blanco Acebal es profesora del IES Alfonso II y de la ETSIMO.


Vicente Domínguez

A Santiago González Escudero

La Nueva España, Oviedo, sábado 17 de mayo de 2008

El pasado 11 de mayo, en la ciudad polaca de Olsztyn, se estrenó Y fue posible, la primera obra de teatro del cineasta asturiano José Enrique Iglesias Vigil, licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo que, al acabar sus estudios, se fue a estudiar cine y teatro en la Escuela Nacional de Cine de la República de Polonia. Al enterarse de la muerte de Santiago, sintió una apremiante necesidad de escribirme para compartir conmigo la profunda tristeza que le producía esa noticia de la clase de las más funestas que uno puede recibir a lo largo de su vida. José Enrique, entre muchas palabras maravillosas, me comentó que el día del estreno le dedicaría la obra a Santiago. La memoria de Santiago ya en Polonia. No fue el único correo que intercambiamos desde entonces. «Escudero, como le llamábamos –me escribe José Enrique– fue para toda una generación de estudiantes a la que pertenezco un verdadero maestro de esos que te enseñan a leer, a entender las cosas y a crecer con ellas. Santiago fue mi primer profesor de cine y a medida que me he ido formando como cineasta he ido apreciando más aquellas pequeñas charlas sobre la imagen y la filosofía que a veces teníamos. Una vez le comenté que igual me decidía a escribir el doctorado en Filosofía al acabar los estudios de cine. Él me dijo que contara con él, pero recuerdo su sonrisa y su consejo: "Haz cine". Intento en lo posible seguir su consejo».

Desde Munich, José Ramón Gutiérrez González, investigador del proyecto Thesaurus Linguae Latinae de la prestigiosa Bayerische Akademie der Wissenschaften, me envió estas apaciguadoras palabras: «Una pérdida la de don Santiago. Era ciertamente una persona en la que se daba la rara conjunción de dos grandes virtudes, el ser un profundo conocedor de la materia que impartía y, además (cualidad aún más rara), estar dotado de una gran rectitud y humanidad». Y desde Villingen-Schwenningen, en la Selva Negra, José González García: «Somos cientos los alumnos que tuvimos el privilegio de asistir a sus clases y que guardamos el recuerdo de un hombre afable cuya sabiduría sólo era comparable a su entusiasmo por compartirla».

Me envía Rubén Álvarez Arias, desde Madrid, una emocionante carta, firmada por una veintena de ex alumnos que desean publicarla en todos los sitios que puedan, en la que hay muchas sentidas y sinceras palabras: «Pocos docentes despertaban tal admiración y respeto, pocos podían desencadenar tantas conversaciones sobre Filosofía, cine o máquinas de café como Santiago González Escudero. Uno recuerda sus lecciones con una tremenda nostalgia, su entusiasmo al hablarnos del mundo antiguo, de Sócrates y Platón, de Diógenes Laercio o Aristóteles. Somos muchos los que nunca podremos leer un fragmento presocrático, un diálogo platónico o la Poética de Aristóteles y otros cientos de libros sin acordarnos con inmenso cariño de Santiago González Escudero, inolvidable profesor que ya es una parte insoslayable de los mejores años de nuestras vidas».

Desde Canarias, el autor del blog Diálogos desde la ataraxia (menudo nombre, linaje intelectual delatado al instante) escribe que «con un escueto sms de mi hermano Xabel me entero del fallecimiento de Santiago González Escudero, uno de mis profesores en la Facultad de Filosofía y uno de los más grandes especialistas en el mundo Griego a nivel Internacional. Yo, que pertenecía al grupo de iconoclastas irreverentes, al de cínicos (en el sentido más filosófico de la palabra), a los investigadores de chigres y barras de bar, a los librepensadores ausentes de los sectarismos, lo recuerdo con sumo agrado y no puedo menos que expresarle mi más profunda gratitud por los buenos momentos y las enseñanzas que me proporcionó. Su pipa de tabaco con olor goloso, su entrada en clase el primer día, sus aires de profesor preocupado que contrarrestaba con suma afabilidad y sabiduría. Ameno como pocos, siempre estaba dispuesto a atenderte por muy estúpido que fuera el tema por tratar. Alejado de los cánones de lo que debe ser un profesor con tan adusta trayectoria, Don Santiago, sorprendía y mostraba una socarrona sonrisa en nuestras tertulias de pasillo. Apoyó la creación de un Aula de Informática, de la que tan necesitados estábamos; y fue de los pocos que alabó aquel engendro de revista estudiantil –La Caja de Pandora– en la que tuve la oportunidad de participar. Recuerdo que próximo a acabar la carrera fui el único en presentarme a un examen durante el mes de septiembre. Él, sorprendido por la escasa participación estudiantil, rompió el cuestionario que traía preparado y sonriendo me pregunto: ¿A usted le gusta eso de la informática? ¿no? Ya que está usted solo, en vez de las típicas preguntas hágame un ensayo bajo el titulo: La Poética y la Retórica de Aristóteles aplicadas a los medios de comunicación modernos, especialmente Internet y las nuevas tecnologías. Tiene usted toda la mañana. Estaré en el despacho. Buenos días. Y salió por la puerta dejándome perplejo. Efectivamente me llevó cinco horas y una muñeca dislocada de tanto escribir, pero a cambio obtuve una buena nota y mi más sincera admiración».

La noticia de la muerte de Santiago se propagó vertiginosamente como una fulgurante deflagración que con ominoso resplandor ensombreció de golpe, convirtiendo el día en noche cerrada, el ánimo de ex alumnos, compañeros y amigos. Desde Tesalónica, París, Madrid, Barcelona, País Vasco, Santiago de Compostela, Palma de Mallorca, Granada, Las Palmas, por supuesto de todas Asturias, y más, comenzaron a llegarme expresiones de incredulidad, rabia, y pena. Pero siempre, también, acompañadas de palabras verdaderas y preciosas. Y aún continúan una semana más tarde de que Santiago emprendiera camino hacia ese Hades de la Sabiduría del que habla Sócrates en una de nuestras lecturas preferidas, el Fedón de Platón. Ya sé que esto es poetizar, y seguro que de mala manera, no tengo cualidades literarias, pero a Santiago y a mí nos gustaba mucho comentar este diálogo. Cuatro días antes de morir, le acerqué unos bombones y una postal firmada por un grupo de ex alumnos excitados por la ilusión de volver a ser nuevamente sus alumnos en el curso de doctorado que debería haber impartido durante este mes de mayo y parte de junio. La enfermedad ya lo tenía definitivamente de rodillas. Leyó la postal (no sé qué le habréis escrito), la dejó sobre su pecho, y con los ojos pequeños y vidriosos me dijo estas palabras: «Desde un punto de vista moral, esto es lo único valioso e importante». Y entonces, y seguro que muy a pesar de su ejemplar y rara humildad vital, vi, hoy creo que con esos ojos del alma de los que habla Platón (sí, estoy filosófico-poético, ¿algún problema?), la cara del triunfo y el éxito absolutos en el rostro definitivamente vencido por la enfermedad de un hombre que se sabía a unos pasos del «supremo momento de completo conocimiento», como dice Joseph Conrad en Heart of Darkness, novela que tantas veces comentamos.

El día de su funeral, al que asistieron cabizbajos y entristecidos un número inusitado de ex alumnos y alumnos, bajo la lluvia, uno de sus primos de León –donde Santiago nació, fue niño y adolescente–, con aspecto de tipo duro y discurso político igual de contundente, me preguntó: «¿Qué?, y los alumnos con mi primo, ¿qué?». Le dije que se diese la vuelta y que mirase hacia la puerta de la iglesia. Allí, en el suelo, había un precioso ramo de flores, imposible de no ver, y estas dos palabras en la banda: «tus alumnos». Su primo volvió a girar la cara hacía mí, pero ahora ya no tenía gesto de tipo duro. Con inesperadas y súbitas lágrimas en los ojos me dijo: «¡Joder!, estas cosas me emocionan.» Y a quién no. Que dé un paso adelante el insensato que, ya que hay que morir algún día, no anhele, a años luz por encima de todo, de cargos, de premios, de categorías, sobrevivir en la memoria de sus ex alumnos como lo hace Santiago, respetado, admirado, querido, extrañado ya, y, sobre todo, con un sentimiento de inmenso, impagable y perenne agradecimiento. Todo lo demás, relativo e inferior.

El mismo día del fallecimiento de Santiago, Gonzalo M. Peón, uno de los redactores jefe de La Nueva España, buen amigo y compañero de promoción, me pidió que escribiera una semblanza. Desde ese instante, no sé cuántas habré escrito en mi cabeza, todas diferentes, todas iguales. Conocí a Santiago, junto con mis compañeros, el día que en el otoño del 86 entró a darnos clase en quinto de carrera. Pensábamos, y esperábamos, claro, que iba a presentarse y a decir algo parecido a eso que tantas veces habíamos escuchado ya a esas alturas de «la primera no se da, y la última se disculpa». Pues no. Comenzó a hablar de Homero, de los indoeuropeos, de los griegos, y nosotros, yo desde luego, aturdidos. Y casi al terminar la clase nos contó el Juicio de Paris (Alejandro), ese mito que narra la grave y arriesgada decisión que tuvo que afrontar el hijo de Hécuba y Príamo, rey de Ilión (Troya), nada menos que juzgar y sentenciar quién de las tres diosas más poderosas y principales del Olimpo, Hera, Atenea y Afrodita, era la más preciosa y, por tanto, la merecedora de un premio en reconocimiento de esa belleza, una manzana de oro cosechada en el Jardín de las Hespérides, ninfas del atardecer, y que llevaba inscrita la leyenda «para la más hermosa». En cuanto terminó, nos puso una tarea tan extraña como motivadora (era sólo el principio): «El próximo día me traéis un comentario de este mito desde la perspectiva de la mirada de la mujer» (¡ojo!, año 1986). Mis compañeros y yo quedamos desconcertados. Y que nadie piense que mis compañeras se regocijaron porque se sintieran con ventaja. La perplejidad era parecida. Después de la propuesta, escuchamos por vez primera su proverbial y enigmático «la vida, chicos», expresión con la que casi siempre acababa sus clases, hubiese hablado de lo que hubiese hablado. Nunca supe qué quería decir y nunca se lo pregunté, pero esa expresión deshacía la tensión intelectual que suponían sus clases, y era una especie de bálsamo que nos cambiaba el gesto de reconcentrada atención de la cara por una sonrisa.

Acabo de escribir que, desde que Gonzalo Martínez Peón me pidió una semblanza de Santiago, muchas han sido las que he escrito en mi cabeza. Pero como, afortunadamente, el espacio es limitado, tuve que decidir entre glosar la extraordinaria preparación científica y técnica de Santiago para la docencia o relatar su incondicional compromiso con la enseñanza pública y la docencia diaria hasta casi sus postreros días, a pesar de la agresividad del tratamiento que estaba recibiendo, cuando ya no podía con el alma (no faltó ni un solo día a clase hasta que la baja fue ineludible a finales de marzo) o aludir a las inacabables muestras de cariño y buenos deseos de muchos amigos y profesores que le querían y respetaban de nuestro Campus o contar cómo siempre estaba dispuesto a prestar su ayuda a cualquier compañero o alumno de manera totalmente desinteresada u otros muchos relatos más posibles, todos buenos y verídicos.

Estoy seguro de que la mayoría de estas narraciones le habrían incomodado, porque, sobre todo, su humildad era enternecedoramente «desarmante». Así que, al final, me he decidido por el casi único que le habría gustado, aunque su subterránea timidez hubiera aflorado con seguridad, el Juicio de sus alumnos. La sentencia es inapelable: sobre la memoria colectiva de su vida buena, sus alumnos hemos colocado respetuosa y suavemente, sin solemnidades pero con agradecimiento desinteresado y sincero, lo que únicamente los mejores obtendrán al final como nota global, una brillante y esplendorosa manzana de oro, fruta de la inmortalidad que sólo crece en Jardín de las Hespérides, ninfas del atardecer.

Vicente Domínguez es profesor de Filosofía de la Universidad de Oviedo.


José Ramón González García

La vida, chicos

El Comercio, Gijón, martes 20 de mayo de 2008

A finales de los noventa, aún con los estudios sin terminar y animado ante la perspectiva de conocer Salamanca, participé en un congreso de Filosofía Antigua en la capital charra. En las acreditaciones figuraban los apellidos y la Universidad de procedencia, de tal manera que el principal organizador del evento me tomó por uno de los conferenciantes de Oviedo: el profesor González Escudero. No pude por menos que contarle a Santiago tan adulador equívoco. Su comentario fue igualmente divertido y revelador del carácter afable de nuestro inolvidable profesor: «¿qué más quisiera yo que tener un montón de años menos!».

Aquellos que han pasado por una Facultad de Filosofía saben que son los menos quienes asisten a clase, toman apuntes, leen los libros indicados y estudian en casa las materias de examen. Todo eso se da por supuesto y se hace, claro está, pero también entran en juego las charlas y debates en los pasillos, en las cafeterías y parques públicos, donde los estudiantes, muchachos por entonces, se entusiasman o critican acerbamente las teorías expuestas por los profesores en el aula.

Entre estos docentes, pocos despertaban tal admiración y respeto, pocos podían desencadenar tantas conversaciones sobre filosofía, cine o máquinas de café como Santiago González Escudero. Uno recuerda sus lecciones con una tremenda nostalgia, su entusiasmo al hablarnos del mundo antiguo, de Sócrates y Platón, de Diógenes Laercio o Aristóteles. Uno recuerda sus muletillas, como aquella de «hay un libro muy bonito...» (al final de la lección teníamos tres o cuatro títulos en la pizarra que nosotros tratábamos de tomar prestado inmediatamente o encargar en la librería más cercana) o el mítico «la vida, chicos».

Y somos muchos los que nunca podremos leer un fragmento presocrático, un diálogo platónico, la Poética de Aristóteles u otros cientos de libros sin acordarnos con inmenso cariño de Santiago González Escudero, inolvidable profesor que ya es una parte insoslayable de los mejores años de nuestras vidas.

Santiago era un hombre de sólida formación filológica y recurría como nadie en sus clases a la explicación de las etimologías. Acordarse significa volver a pasar por el corazón.


Pedro Manuel Suárez Martínez

La fundación de la institución académica
(Santiago González Escudero 'in memoriam')

El Comercio, Gijón, miércoles 21 de mayo de 2008

La historia de hoy, con ser pequeña, tiene mucho que ver con la Gran Historia de la Academia. Y quizás hubiera debido de ser la primera, pues trata nada menos que de su propia fundación. Pero viene bien a cuento ahora, recién celebrados los fastos de las elecciones a nuevo rector y de su toma de posesión, justamente en el año del IV Centenario, y a cuento también, por desgracia, del mazazo que para muchos supuso el deceso que había tenido lugar el día anterior.

En efecto, ese día anterior al de los fastos fallecía una de las más bellas personas que tuve la suerte de conocer y tratar en la casa, el doctor Santiago González Escudero. Desempeñaba el cargo de decano en la vecina Facultad de Filosofía; pero esa era una mera circunstancia en su vida: ante todo era profesor titular de Historia de la Filosofía Griega, de los de pata negra, pues su conocimiento del Griego Clásico, que tanto defendió en los planes de estudio de esa facultad, lo había acreditado muchos años antes al ganar una cátedra de Griego de Enseñanza Media. No fueron fáciles sus últimos tiempos. A las diarias decisiones propias del cargo, añadiéronse pronto las preocupaciones por la inminente reforma a que obliga el pacto de Bolonia, las de su enfermedad y las de la preparación de una de esas, tantas veces mezquinas, habilitaciones nacionales para el acceso a una cátedra de Universidad. No tuvo suerte; pero siguió su vida tal cual, planeando, estudiando, preparando sus clases, luchando por su facultad, por su supervivencia y eso siempre sonriendo y saludando a diestro y siniestro con estoica entereza. Sólo cuando le fallaron las fuerzas, a traición, hubo de pedir una baja de la que ya no volvió.

Tal coincidencia me permite poner de relieve unas palabras pronunciadas por el ya ex rector, Juan Vázquez, en la toma de posesión del nuevo (ahora sólo) magnífico, Vicente Gotor: decía el 'ex' que el acto que se escenificaba en la sucesión venía a representar la continuidad de la institución por encima de las personas. Afirmación grandilocuente, de salón, pero tautológica en esa circunstancia, pues sucesión y continuidad de la institución ya estaban garantizadas por ley y estatutos.

Muy al contrario, yo creo que son las personas las que están siempre por encima de la institución; sobre todo, las personas que en los momentos de peligro, los de los tornadizos cambios de las leyes, como ahora, se ponen al frente de los suyos, echan mano de todo recurso, se dejan la piel para lograr un objetivo y, si caen o no pueden seguir en la brecha, pasan el testigo, ahí sí, a otra persona que le suceda y garantice la continuidad de la lucha.

Tal es el caso de nuestro querido Santiago (y de su equipo), que sí lo dio todo en sus empeños de que no desapareciera la Facultad de Filosofía, de hacer ver su importancia a la sociedad, de defender el latín y el griego en sus planes de estudio lo mismo que otras materias, etcétera. De ahí que en su memoria me permita hoy, como decía, escribir mi pequeña historia sobre algo tan grande e ilustrativo como fue la dificultosa fundación de nuestra academia, donde algunos perdieron hasta el aliento por hacerla realidad.

Aunque, como muchas de las viejas universidades europeas, la de Oviedo hunde sus raíces más profundas en el soplo carolingio que inspiró la creación de las escuelas catedralicias –la de aquí se documenta ya en el siglo XIII–, hubo de esperar aún un tiempo para serlo de verdad. En efecto, corría el año 1568 cuando moría don Fernando de Valdés Salas «en Madrid abrumado de honores y de rentas», como dice Fermín Canella. En su testamento, encomendado al propio rey Carlos V, dejaba buena parte de su inmensa fortuna para que se levantara un edificio en Oviedo con intención de que se convirtiera en su Universidad y sacara a la provincia de Asturias, si no de su aislamiento geográfico, sí al menos de la ignorancia. De hecho, ya antes había fundado, entre otras obras de caridad, el Colegio San Gregorio, que ocupaba el solar del noble edificio que hace esquina entre las calles San Francisco y Mendizábal, donde se enseñaba Gramática (o sea, Latín) y se sustentaba a colegiales, de origen humilde, asturiano, pero no ovetense. Una universidad era el complemento para el colegio en la mente de Valdés y así lo testó.

Pues bien, nombró el Rey testamentarios que, tras constatar la lentitud habitual de sus gestiones administrativas, quisieron atajar cediendo la Universidad a la Compañía de Jesús, que la aceptó de buen grado, aunque pronto renunció a ella ante las polémicas que tal hecho suscitaba. Contentáronse con erigir el Colegio de San Matías, primero de Asturias, junto a la iglesia de San Isidoro, a expensas de la viuda de Luis de Quijada, mayordomo del Emperador. Mas, pese a que las obras del edificio universitario avanzaran, no eran tiempos como los de ahora o mejor, como los de hace veintitantos años, en que se fundaron universidades casi a razón de una por provincia, a demanda y a golpe de decreto, en un pis pas. Entonces, cualquier papel a gestionar podía tardar meses en ser resuelto. Y así, entre dietas de los tributarios nombrados, sueldos de consultores, tribunos, albaceas, informes, etcétera, pronto se hizo notar la disminución de los recursos destinados a la Universidad, con la consecuente queja de quienes tenían decidida voluntad de llevar a cabo el proyecto de Valdés Salas.

Hicieron suya, entonces, la voluntad del testador el Cabildo, el Ayuntamiento y la Junta General, que instaron reiteradas veces al Gobierno a que se aceleraran los trámites para empezar a dar uso al edificio que se construía. Pasaban los años y, para colmo, a punto de culminar con éxito las gestiones, sumóse al retraso el deseo de Fernando de Valdés Osorio, sobrino primogénito y heredero natural de don Fernando, de incrementar su particular fortuna con la de su tío poniendo todo tipo de trabas a la ejecución del proyecto, primero, y a la dotación de cátedras, después.

Sin embargo, la honradez y pertinacia de nuestro deán Juan de Asiego, al que la historia de nuestra Universidad debe aún rescatar de su injusto olvido y colocar en el lugar de honor que merece, puso en evidencia las maniobras del heredero, con lo que el favorable informe del Fiscal del Consejo de 1604, que autorizaba la fundación de la Universidad y la constitución de sus estatutos bajo amparo del Rey, pudo, por fin, llevarse a cabo. Obtúvose la pertinente bula papal y la Real Licencia ya de Felipe III y, a pesar de otros problemas relativos a las enseñanzas, cátedras, sueldos y demás pormenores, el 21 de setiembre de 1608, festividad de San Mateo, se celebró la primera reunión del Claustro en que tomaron posesión los nuevos profesores elegidos. ¡Sólo habían pasado 40 años! Juan de Asiego fue su rector en 1610.

Pero no todo, en adelante, fueron facilidades, como es sabido; muy al contrario, hubo dificultades y tiempos dolorosos, de nueva lucha. Recordemos el bien cercano provocado por los sucesos de la Revolución del 34, en los que la Universidad estuvo incluso a punto de desaparecer. Pero entonces también se alzaron personas y no instituciones que pelearon porque eso no sucediera, como el recordado rector Leopoldo Alas Argüelles, que todo lo dejó, hasta la vida, porque prosiguiera el General Estudio.

Dos enseñanzas quiero resaltar de esta resumida historia: una es que las universidades son históricamente de las ciudades, y mucho más la de Oviedo, en que sus ciudadanos contribuyeron generosamente con sus donativos a su mantenimiento; de ahí que no tenga sentido llamarla Universidad de Asturias, como algunos quieren, aunque ahora, de facto, lo sea; la otra es que, como he querido hacer ver, son las personas las que están por encima de la institución, las que la hacen, las que con vocación y trabajo la empujan cada día, cada cual desde su puesto, pues no avanza por sí sola.

Querido Santiago: tú fuiste una de esas personas; luchaste y la hiciste a diario; otros se ocuparán ahora de proseguir la tarea, porque es necesario conservar bien lo que se tiene, si se tiene bien y es bueno, ajenos a modas pasajeras, aunque sin dejar de mirar de reojo, con tiento y de acuerdo con nuestras posibilidades, a las demandas sociales, muchas veces también pasajeras. Parafraseando a Horacio, «non omnis morieris» («no morirás todo»).


Ricardo Menéndez Salmón

Santiago González Escudero

El Comercio, Gijón, miércoles 21 de mayo de 2008

La filosofía no sólo aspira a interpretar el mundo, como se suponía que hizo hasta antes de Karl Marx, o a transformarlo, como quería la undécima tesis sobre Feuerbach del padre del materialismo histórico, sino que también intenta dotarnos de una guía razonada para la vida práctica, para el día a día, para lo cotidiano.

En el otoño de 1989, cuando desembarqué en las aulas de la Universidad de Oviedo con apenas dieciocho años, mi profesor de Historia de la Filosofía Griega, Santiago González Escudero, puso estas tres caracterizaciones de la filosofía sobre la mesa y nos invitó a rastrearlas junto a él. González Escudero, que con los años se convertiría, sencillamente, en Santiago, fue, para mí y para muchos otros alumnos de esa malhadada y, a menudo, desprestigiada disciplina que es la filosofía, maestro de conocimiento, pero también, y sobre todo, maestro de vida.

Ahora Santiago ha muerto y yo regreso a sus lecciones pensando en aquellas enseñanzas suyas sobre la muerte, en cómo debíamos leer a Platón para aprender que la filosofía no es otra cosa que un aprendizaje para saber morir, o a su admirado Epicuro, según el cual la muerte no es nada, sólo un tránsito del ser al no ser, del placer y el dolor a la ausencia de experiencia, algo a lo que no debemos temer, pues una vez muertos todo desaparece, incluso el temor.

Como la filosofía, Santiago era un hombre humilde y orgulloso a la vez. No existe paradoja en lo que escribo. Humilde, porque como filósofo nos enseñó que nuestro conocimiento es siempre limitado, falible, condenado a fracasar ante las grandes preguntas de la vida; orgulloso, porque como filósofo nos descubrió que pensar, disentir, no aceptar ningún criterio de autoridad que no sea la razón, es la única esperanza que poseemos para ser no sabios ni felices, pero sí libres.

Pero, además de todo esto, González Escudero, mi querido Santiago, fue un hombre bueno en el sentido más amplio del término: digno, generoso, atento siempre a sus discípulos. Y para ese viaje, el de la bondad, ninguna alforja es lo suficientemente ancha, ningún elogio lo suficientemente sincero, ningún recuerdo lo suficientemente pleno. Descansa en paz, maestro. Nunca te olvidaremos.


Miguel Ángel Navarro Crego

Recordando a Santiago González Escudero

El Catoblepas, nº 75, mayo 2008, página 16

El profesor Santiago González Escudero (1945-2008), que nos ha dejado en fecha todavía reciente, era profesor titular de Filosofía Griega en la Universidad de Oviedo desde 1989, pero con el Departamento de Filosofía venía colaborando desde los años setenta{1}, cuando dicha entidad formaba parte y parte eminente de la antigua facultad de Filosofía y Letras. Más tarde, creada la de Filosofía y Ciencias de la Educación (y la licenciatura de Filosofía «pura», pues así se decía con resonancias tan metafísicas), se incorporó a la misma en 1980 para impartir «Historia filológica de la Filosofía» e «Historia de la Filosofía Griega». En este sentido buena parte de su biografía pública, y más conocida socialmente, corre pareja a los avatares de este marco institucional universitario asturiano (creación de nuevas facultades, cambios de planes de estudio, &c.).

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Enrique Prado Cueva

Los postulados de la razón poética en Santiago González Escudero

El Catoblepas, nº 75, mayo 2008, página 17

La muerte siempre llega, avisando unas veces, inesperadamente otras. Su marcha es inexorable. Tanta es su fuerza que todos, tarde o temprano, habremos de rendirnos a su proyecto. Cuando Alejandro Rivas me llamó para contarme que Santiago se había muerto padecí, una vez más, el geométrico cumplimiento de esa inexorable certidumbre por la que el hombre no puede romper su pacto con la muerte. Ésta es un no-camino que por el propio peso de su gravosa puntualidad se precipita, como los caballos alados del Fedro platónico, sobre cada una de las almas de la ciudad en la que habitamos.

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