Francisco Ayala
Indagación del cinema
Mundo Latino, Madrid 1929, 102×158 mm, 179 páginas.
[cubierta] “Francisco Ayala. Indagación del cinema. Mundo Latino. Madrid” [lomo] “Francisco Ayala. Indagación del cinema. [Emblema de Mundo Latino]”. [3] “Indagación del cinema”. [5 = portada] “Francisco Ayala. Indagación del cinema. Madrid. Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (S. A.) Mundo Latino. Puerta del Sol, 15. 1929.” [6] “Es propiedad. Compañía General de Artes Gráficas (S. A.) Príncipe de Vergara, 42 y 44. Madrid.». [7] “Programa.” [9-10] “Programa.” [11-18] “Introducción.” [19-72] “Interpretaciones.” [73-151] “Figuras.” [153-178] “Notas de un carnet.” [179] “Obras de Francisco Ayala.” [contracubierta] “[Emblema de C.I.A.P.] Precio 3,50 pesetas. Printed in Spain. Compañía General de Artes Gráficas, S. A. Príncipe de Vergara, 42 y 44. Madrid”.
Francisco Ayala García-Duarte (1906-2009) ya tenía pensado el título de esta colección de ensayos en abril de 1929, recien aparecido El boxeador y un ángel: «–¿Qué obras prepara? –Ahora preparo un libro de cine que tal vez se titule Indagación del cinema, o tal vez de otro modo. Fruto este libro de mi gran entusiasmo por el cine como espectáculo y como arte. Tengo en proyecto, además, una novela, de realización más o menos inmediata.» (conversación con Fidel Cabeza, Diario de Córdoba, 28 abril 1929).
«Sigamos con los jóvenes. Francisco Ayala va a publicar un libro –también el tema es joven– titulado Indagación del cinema. Va a ser difícil contestar a algunos extremos de esta indagación.» (Heraldo de Madrid, 4 de junio de 1929, pág. 5.)
«Nueva Literatura (colección novísima, flamante, a la manera de la “Nova navorum” de la Revista de Occidente) se inicia decisiva con un libro ejemplar: Sobre los ángeles, de Rafael Alberti. A este poeta seguirán Pedro Salinas (Incógnito), García Lorca (Teatro), Dámaso Alonso (Narraciones), Jorge Guillén (Poesía), Francisco Ayala (Indagación del cinema), José Bergamín (La cabeza a pájaros), Vicente Aleixandre (La evasión hacia el fondo), Gerardo Diego (Ensayos sobre poesías).» (El Sol, Madrid, domingo 7 de julio de 1929, pág. 2.)
«Los periódicos han popularizado la noticia: Charles Chaplin, transige con el cine sonoro. “Charlot –ha escrito recientemente Francisco Ayala, en Indagación del cinema– es el hombre de los muelles, de los mercados, de las calles, de los rincones urbanos o suburbanos. El hombre sobrante, desocupado y famélico que emigra y merodea”.» (Rufino Aguirre Ibáñez, “Charles Chaplin, sordomudo”, El Adelanto, Salamanca 15 diciembre 1929.)
«Francisco Ayala. Indagación del cinema. Madrid. Mundo Latino. 1929. 3.50 pesetas. A serious study of the cinema as an important form of contemporary art, as well as a significant sociological influence. The art of the screen may be and often is realistic. When it is so, it tends to present entire a block of reality with all its details, rather than a selection of the more significant or expressive elements thereof. Contemporary life appears upon the screen and the influence of the films upon contemporary life is equally apparent. Only in the case of one artist of the screen (Chaplin) has an unheard-of general popularity coincided with the highest approval of those best qualified to judge. The author's analysis of the art of Chaplin is the best the reviewer has seen. A number of other well-known “stars” are subjected to a criticism severe but just. The author seems to be wrong in supposing that the advent of the “talkie” necessarily means the degeneration of the cinema. - A. L. O.» (Books Abroad, University of Oklahoma, Norman, abril 1930, vol. 4, nº 2, pág. 152.)
Programa
Introducción, 11
Interpretaciones, 19
I. Tipo de arte del cinema, 21
II. Dimensión social del cine, 35
IV. Efecto cómico del ralentí, 57
Figuras, 73
VI. Charlot, 75
1. Charlot, 77
2. “La Quimera del Oro”, 79
3. “El Circo”, 87
4. Charlot en el baile, 94
5. Charlot en el extrarradio, 99
VII. La estrella de Buster Keaton, 103
1. Buster Keaton, 105
2. “El héroe del río”, 115
VIII. Perfil de Janet Gaynor, 119
IX. Menjou, o El actor, 125
X. Greta Garbo, 133
XI. Félix Cat, 139
XII. Josefina Baker, 147
Notas de un carnet, 153
XIII. Dos films documentales, 155
XIV. “Moana”, 163
XV. Rosas chinescas, 169
XVI. Poema, 175
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 9-10.]
Introducción
Yo he pensado el cine, mi coetáneo, con amor, con encanto, y hasta con cierto desenfreno. El cine –no el circo– es el espectáculo que primero me sobrecogió de maravilla, al ofrecerme el único paisaje posible en que los frutos son globos infantiles y en cuyos lagos pueden florecer los gramófonos. (Por aquellos años, el Siglo, reciente, era ese perrillo que se asoma, absorto, a escuchar los delgados estambres de voz que vibran en las corolas azules, verdes, rojas.)
El cine era la nueva cosa estupenda. [14] Todas las fotografías se ponían en movimiento, y los paletos hacían un viaje a la ciudad para ver lo nunca visto.
Después, pasados los años, el Siglo ha sabido encontrar a Dios en todas partes –aun en las que menos pudiera pensarse–, sin perjuicio de que el cine conserve su temblor religioso y su gran prestigio taumatúrgico. En nuestras almas queda, indeleble, la cicatriz de aquella extraña sorpresa, avivada cada día.
El cine ha incorporado a nuestro tiempo –o quizá, por contra, las ha recibido de él– una vibración, una agilidad, una instantaneidad insospechables antes. La pantalla es una concreción de alegrías sueltas, y sí los niños de ahora son más alegres y más rebeldes es porque todos los domingos se [15] zambullen, como en un baño público, en los cines de los barrios. Dan escape a sus fantasías y precisan sus nebulosas ideales; porque el cine es un sueño concreto, cuajado. Quedan libres de ellas para toda la semana. Ya no han de jugar a las bolas en las plazas tristes de las tardes de domingo, ni en los rincones de los jardines. Van al cine, se asoman por esa ventana al mundo poético, adquieren la velocidad del tiempo nuevo y aprenden a no asombrarse de nada, a tomar partido, a sortear los automóviles en las grandes vías, a sonreír anchamente.
No sospechan algunos cuánto higieniza esa ducha de voltios –con independencia de cualquier anécdota–. Ese chorro de luz estremecida es más saludable que el aire de la sierra. Y, en definitiva, una tarde en el [16] cine da la equivalencia –desfile del paisaje– de una excursión en automóvil.
* * *
Por lo que a mí se refiere, sentía el deber –y ya la necesidad liberatoria– de hacer un libro de cine. El cine completa los caminos truncos y ofrece soluciones a lo insoluble. He recibido de él abundantes sugestiones, cierto gusto por las imágenes visuales y gran deseo de movilidad y aire libre.
“Su mismo Boxeador –me decía hace poco el ilustre hispanista Helmuth Petriconi– tiene mucho de película rusa a lo Potemkin, que probablemente ni habrá podido ver usted.” No he podido, en efecto, ver el Potemkin. Sin embargo –o por eso mismo–, [17] reconozco de buena gana la razón de mi admirable amigo. El cine, como un aire rodado, ha penetrado mi piel con su influencia difusa.
Y yo estaba obligado a escribir este libro, que ha de librarme del terrible encanto de la pantalla, peligrosa sirena ya, con el mudo acento y el oleaje de su voz mecánica.
* * *
Pero no he compuesto –al contrario: he hecho trizas– un libro de cine. Un libro que hubiera podido ser sistemático, enterizo, de una pieza. Pero que ha quedado reducido a un manojo de tirabuzones de celuloide; convertido en algo que –como la cabellera de una medusa– no tiene por dónde [18] agarrarse; que puede escurrirse, deshilachado por la actualidad. (Hay que intentar el heroísmo de lo transitorio: acaso haya en las palabras que se lleva el viento una voz que perdure, dormida en las ramas.)
Dados revueltos, puede saltar de ellos la suerte de una interpretación feliz. Encomiendo, pues, el azar de mi mano a la musa negra –que es la musa del cine–, y vuelco el cubilete sobre el mármol. A ver qué sale.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 11-18.]
I. Tipo de arte del cinema
El arte, como proceso espiritual, como actuación, consiste en desprender de la realidad una apariencia orientada por la brújula del sentido estético, no de otro modo que la máquina del fotógrafo desprende una apariencia exactísima, y, sin embargo, independiente, de los objetos colocados en su campo. El toque del arte consiste en herir a la naturaleza en su talón de Aquiles, en ese punto vulnerable, sensible, cuyo contacto –así también en la mujer; así en la caja de caudales– [24] basta a lograr la apertura de su entraña estética.
Ahora bien; esa pura apariencia que es la obra de arte –ajena, por desprendida, a la cosa que imita– puede fingir todo un bloque de la realidad, o componerse de elementos representativos, elegidos en ella como en un desordenado almacén.
Cualquier producción artística –desde una novela de Zola hasta el más abstruso cuadro de Picasso– responde esencialmente a una de ambas técnicas. La última –más valiosa y prometedora, pero también más arriesgada– es la que el arte nuevo ha solido preferir, aceptando de manera resuelta su difícil misión.
Al seguirla, el creador queda libertado y responsable por entero de sus obras. [25] Ni puede ampararse en la fidelidad a un modelo, ni seguir preordenadas directrices. Su construcción carece, como totalidad, de modelo en el mundo externo; sólo recibe de él los elementos llamados a integrarla. Y los recibe confusos, caóticos. El creador se mueve, sin otra guía que su intuición estética, en un orbe de cosas, de sensaciones, de ideas que se presenta revuelto y ajerarquizado a los ojos de su alma. Allí habrá de elegir –nótese el alto significado de la palabra– las piezas necesarias para formar sus máquinas –perfectamente inútiles y sin correspondencia en la ordenación natural del mundo–. Colocará un alba junto a un anochecer; un cabo suelto de música junto a un brazo femenino; la idea de una botella junto a la sensación de un perfume, [26] hasta lograr un bello mosaico. Y al hacerlo no obedecerá a su capricho – lo que ya sería una buena disciplina–, sino a unas normas especiales, pero ciertas, bajo las que su producción es tan homogénea y coherente como el más homogéneo y coherente edificio lógico.
Las obras logradas mediante esta técnica se relacionan con la Naturaleza de un modo fragmentario, desigual, indirecto. Tan pronto aluden a un suceso trivial como a un objeto eterno; tan pronto recogen una fina sensación táctil como remiten a una idea. Sus referencias son múltiples, de procedencias diversas. Obligan a ir a la mar por naranjas y a pedir peras al olmo.
De aquí sus efectos desconcertantes y su impopularidad. [27]
Juzga fácil la opinión vulgar este tipo de arte que deja en libertad al artista. Ignora qué difícil ejercicio es el de la libertad. La libertad no es una fruta al alcance de todas las manos; por lo pronto, requiere un contenido para actuarse. Y –en quien la practica– la arquitectura íntima de un esqueleto. Sin ningún don poético, sin imaginación alguna, cabe lograr un trasunto fiel con visos de arte; pero jamás una forma creada a base de vagas alusiones o referencias remotas.
* * *
El cine, arte popular, suele preferir para la elaboración de sus obras el otro camino, la otra técnica. Suele desprender de la Naturaleza, no ya breves y accidentales puntos de apoyo, [28] sino imágenes enterizas, bloques duros y transparentes, que transpone, íntegros, dotados de una inefable sustancia artística.
Pocas veces el cine procura esa desagradable sensación, ese sabor a tierra que producen las obras realistas. En la pantalla ocurre con frecuencia que –por ejemplo– un hospital cobra temblor de simpatía, o que una carnicería de mármoles ensangrentados se nos evidencia angélica morada. Los efectos de horror o repugnancia que perseguían los realistas se encuentran elididos sin esfuerzo alguno en el cinema, quizá por el mágico alejamiento de la materia que –como a las artes más finas– le está reservado a este arte de luz en movimiento.
La clarividente pupila del cine capta la [29] realidad en sus pulcras apariencias, recogiendo tan sólo aquellas proporciones y aquellas perspectivas dotadas de virtud estética. Al apoderarse de la luz y el movimiento los despoja de toda adherencia extraña y los deja desnudos, tiritando.
Ante su mirada interrogante, el mundo se abre las entrañas en un harakiri extremo para hacer florecer cuanto encierra de ágil, veloz, desprendido y espectacular: de cinemático.
Pasado el crepúsculo de un arte lleno de impurezas, la aurora del nuevo pulverizó la realidad, revolvió sus piezas como fichas de dominó y alumbró obras indecisas, alusivas y nada representativas, abriendo vía a las que hoy son de normal producción en todas las artes. Pero el cine, separándose [30] de la común trayectoria, ha optado por desprender de la Naturaleza bloques íntegros dotados de calidad estética, sin apenas consentir en ellos inmixtión de elementos ajenos a tal calidad. Ha realizado la hazaña que sólo un arte nuevo de raíz hubiera podido realizar.
La literatura joven –lo mismo que las otras artes tradicionales– se plantea y resuelve en aguda hostilidad con su propia tradición. El cinema, recién nacido, ha podido, en cambio, introducir su novedad bajo capa de formas nada violentas ni agresivas, aunque tan flamantes como él mismo.
La musa nocturna del cinema se expresa en un lenguaje directo, pero con prosodia afín a la de las demás voces contemporáneas. Cuando las artes antiguas, [31] queriendo escapar de la embestida homogénea y negra de la multitud, se filtran por los ángulos y emplean una clave que no ya las sustrae a la comprensión fácil de la masa, sino que la confunde e irrita al atribuir un sentido insólito a los valores usuales, haciendo florecer en el repetido engaño la rabia espumeante de la fiera, el cine, fiel a sus propios medios expresivos, los ha impuesto sin licencia, sin lucha casi.
El capote encantado de la pantalla mantiene a la masa en una irrealidad compacta, sin rendijas ni suspicacias. Le ofrece una vertiente cómoda de anécdota o de paisaje humano junto a la otra, menos accesible. Y le evita el golpe seco de su impotencia y su burla en las tablas de lo vedado. [32] El cine no emplea la perentoria defensa de un burladero.
* * *
Y, sin embargo, su evidente preferencia por la técnica directa –por la narración y descripción puntuales–, en desprecio de la constructiva e imaginística, no revela en él modo alguno de incapacidad para su empleo.
Breves y sazonadas experiencias –y hasta una sencilla consideración apriorística, en vista de sus medios– muestran, por el contrario, su especial aptitud para adoptar los aspectos más salientes de tan superior técnica.
Valga como ejemplo el de la imagen. El cine consigue ese divino escamoteo que es [33] la imagen, con limpieza única. Convierte –sin esfuerzo– una copa en una rosa de cristal. La rosa, en una mano; la mano, en un pájaro. O –como en un reciente film alemán– un frutero con dos manzanas en el pecho de una mujer. Todas las imágenes, todas las maravillas caben en su horizonte incoloro.
… Y, no obstante, las emplea con cautela extrema, reduciéndolas a términos secundarios. Prefiere insistir en la disección de fisonomías y, sobre todo, en ese arriesgado juego de luces y sombras, trabado y eterno como una partida de ajedrez, en el que afloran, en ocasiones, estupendos hallazgos.
Los ensayos de cine para minorías dan la impresión de cosa superflua, falsa, pedantesca. No llegan a satisfacer. [34] Hacen preferible el cine de producción industrial. La ley vital del cinema –obra colectiva como un periódico o un edificio– requiere la confluencia de intenciones sociales en su génesis, y luego la proyección sobre una multitud sin playas.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 23-34.]
II. Dimensión social del cine
Es cierto lo que afirmaba Ortega y Gasset: dondequiera que las jóvenes musas se presentan, la masa las cocea.
Y, sin embargo, las jóvenes musas tienen algo de ángeles sociales. Un algo contradictorio que las lleva a sentarse en las gradas de los estadios, entre la multitud enemiga, y a cantar con voces raras de sirena la energía, la violencia, el esfuerzo de fábricas y puertos. [38]
Por otra parte, el cinema y la nueva arquitectura, artes jóvenes, son artes dirigidas a colectividades amplias. Ya es obra infrecuente el palacio construido a servicio de un magnate. O, al menos, no es ésta la construcción típica de nuestros días. Le es, en cambio, el rascacielos –sistema de oficinas, de viviendas idénticas–, cuya belleza nace en la perfecta adecuación a su sentido social, como un resultado armónico de líneas rectas, desnudas, que convierten lo adusto de su imponencia en una gracia audaz, fugitiva, ascendente.
En cuanto al cinema, no sólo madura sus frutos en el haz estrecho, ceñido, de múltiples elementos –según requiere la economía de su producción industrial–, sino que después los proyecta en racimo de luz [39] sobre el público más compacto y extenso que pueda imaginarse.
Antonio Espina ha considerado el cine en sus ensayos a modo de recreo privado, en atención al baño de sombras en que el espectador se sumerge: algo como una lectura plásticodinámica hecha en comunidad de lugar, pero no de espíritu, y en la que cada espectador –enajenado astrónomo en su oscuro silencio– escudriñará por su cuenta el paisaje lunar de la pantalla.
Esto que –además de ingenioso– puede ser cierto en parte, no impide que los datos de la realidad acusen en el cine los caracteres de un arte popular. Y popular con todas sus consecuencias. Los pueblos de la Tierra, en competencia de entusiasmos, se han apresurado a recibir sobre sus cabezas [40] el agua del cinema: el gallo, plano y negro, ha cantado desde su veleta un alba unánime; el león ha sacudido con su bostezo caliente un bosque de nervios; el globo terráqueo ha girado con suavidad sobre su eje, y el vestido de Diana registra cada día un viento internacional... Dentro de este zodíaco de marcas, el cine va cuajando un espíritu nuevo, universal y solidario, a pesar de rebrotes contrarios y tesis rebeldes. Los nombres de sus dioses magnos son familiares –familiarmente modificada su prosodia– entre los niños del mundo entero. Con frecuencia basta un atributo –un sombrero hongo y un bastoncillo, por ejemplo; o unas gafas de carey– para que surjan dóciles a la evocación, vibrando en el aire con el gozo de ser reconocidos. [41]
Estos héroes casi míticos de nuestro tiempo –según la adjetivación de Max Scheler– han solido reobrar, por otra parte, sobre los públicos, marcando a las incoloras multitudes con la impronta de su estilo. No es caso extraordinario sorprender en un cualquiera –a la salida del Metro, en el hall de un Banco– tal movimiento de clara estirpe charlotesca. O en una cualquiera, el gesto de la vampiresa, la sonrisa estereotipada de la mujer fatal. Nuestro paso tropieza con actitudes que reconocemos impuestas a la masa desde el puro cartel de la pantalla, como una propaganda intensa o una orden de gobierno. Ojos asombrados, reacciones, velocidades y hasta una cierta ligereza sentimental muy de nuestros [42] días, sólo pueden explicarse por la influencia de las estrellas.
Nuestro mundo está lleno de sugestiones cinematográficas; nuestro lenguaje, de alusiones. Si se investigase el folklore actual se hallaría en él, omnipresente, la huella de este arte joven.
De este arte que pueden llamar suyo las multitudes de paso llano, sin que ello impida a las minorías –caso desorbitado– acercarse a beber en sus fuentes más claras y declararse satisfechas de sus dones.
Caso desorbitado, nuevo. La popularidad máxima de que hay noticia, la fama mundial que no perdona pueblos negros, colonias, Áfricas ni Oceanías, ha coincidido con el favor y el fervor de los intelectuales en un héroe de la pantalla: en Charlot. [43] Sin que pueda alegarse que el milagro de tan sorprendente ángulo sea premio único a la virtud de un genio único. Personajes de menor envergadura comparten en el ecrán aura popular y estimación inteligente.
El fenómeno, pues, habrá de interpretarse a la luz veloz y cernida de la máquina proyectora.
La proa social, que con tanta dificultad abre paso a otras manifestaciones más puras –esto es, más inútiles– del arte joven, avanza, amplia de espumas, en la seguridad industrial del cinema.
La misma multitud que martiriza a las musas recientes se instala con aplomo en el rascacielos y ante la pantalla viajera. Es posible que, atenta a la necesidad, ignore la belleza de una construcción limpia, [44] armónica y suficiente. Es posible –aunque no probable– que acuda al cine por seguir una anécdota o por el deporte de navegar con una vela empujada por viento de voltios. Pero también es posible que se deleite explorando la animada geografía de un rostro en gran plano, que siga el desfile del paisaje o admire la extremada actuación de un héroe.
La misma existencia de héroes en el cine revela su honda realidad social y su radical popularidad. El siglo último padeció –con el sentimiento individualista dominante entonces– una extraña incapacidad para la elaboración de tales criaturas. Los héroes literarios del XIX eran más bien antihéroes hechos a la medida de cada particular, que tenía conquistado su derecho al [45] lugar común y al decente término medio. Se habían acabado los reyes –tiempos democráticoburgueses– para dejar paso al señor cualquiera de gabán y sombrero hongo.
Hoy, en cambio, un señor de sombrero hongo se hace rey por la gracia de Dios: rey de la risa.
El “hombre nuevo” dispone de un órgano habilitado para la percepción de formas distintas de arte. (Paralelamente, sufre la atrofia del que le servía para captar las prescritas y muertas.)
Y es interesante notar –valga como sintomática indicación– que allí donde se va formando con mayor rapidez un tipo de humanidad elástico y ágil, nada burgués, logrado en vista del patrón juvenil; allí donde los modelos se adelantan a impulso [46] de uno u otro factor, todo el arte nuevo –y no sólo el cinema– se abre como un abanico: si estricto en la base, floreal en su proyección populosa.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 35-46.]
III. Mitología del cinema
Frecuentes primaveras industriales cubren las esquinas de la ciudad moderna de hojas de colores. Cada invasión de carteles pertenece a una especie distinta, única, que debuta así ante los ojos de la multitud, y que luego salta a las vallas del extrarradio, a los cristales del Metro, a los periódicos, a las venas hinchadas del gas Neón, prodigándose con voluntad de obsesionarla… Ocurre a veces que estas efímeras primaveras dejan, perenne, el perfil de un personaje arbitrario, capaz de devenir familiar a todas las miradas. Es la que yo he llamado Eva doméstica, sentada ante la máquina de coser. Es el ígneo caballo; es la muchacha estival del vestido a rayas; es el jocundo anciano de la sombrilla roja. Personajes arbitrarios que viven una vida reducida, pero suficiente. Se mueven, actúan. El viejo regocijado tramonta un seto, huye de un becerro, se deja deslizar por el pasamanos de una escalera. Y la imaginación popular recoge sus movimientos y le incorpora al mundo de los seres de su trato diario.
Ya tenemos un pequeño héroe, un breve mito. El mito de aquel licor, de esa máquina fotográfica; de estas sales de fruta… Nuestro siglo se muestra pródigo en la elaboración de héroes y dioses. Su población mitológica es numerosa y varia. Su Olimpo, abigarrada, pintoresca plaza pública…
* * *
Es digna de asombro la enorme parte que en la fabricación de tales criaturas corresponde al cinema. La musa del cinema aparece cada temporada grávida de seres descomunales que, en un momento –ubicuos–, se apoderan del mundo, para perderse luego como meteoros. Y en algunos casos –los menos– para quedar, bañados en luz propia, estrellas fijas en el arte de siempre.
Los minúsculos cuadrados de celuloide que acuñan sus máquinas son moneda de excelente curso entre los niños de cualquier lugar de la Tierra; la única divisa de universal aceptación. Cada una de estas laminillas, de estos billetes para los tranvías del Paraíso, ofrece al trasluz la imagen de un héroe que tal vez sea un pequeño ser humano: Jackie Coogan, o tal vez sólo el caballo de un jinete del West o un perro policía. Todo héroe de la pantalla –Félix el gato, Charlot, Tom Mix, Douglas Fairbanks el intrépido– es, por ello, la concreción de millones de miradas con carga positiva de voluntad heroica; el esquema resuelto de un querer o un sentir colectivos. Tanto si se trata de los que asumen actitudes radicales del espíritu, caminando bajo el índice de una genialidad irresistible, como si se trata de héroes rudimentarios, personificación de cualquier virtud menor. (A veces la proyección sentimental del público coincide, ínfima, no ya con un personaje, sino con una línea de conducta; tal significa el adjetivo “bueno”, equivalente a “héroe”, que aplica a quien, en la dinámica de la pantalla, asume el papel favorito.)
La multitud contempla al héroe, que despliega su actividad como podría desplegar las alas de su alma para crearse un mundo propio e intransferible. Observa sus movimientos y su actuación; sigue sus pasos, adicta, sean los que sean, con independencia de cualesquiera circunstancias episódicas.
Ya es indicativo el hecho de que cada actor de cine elabore un tipo que –original o individualización de modos genéricos: la flapper, por ejemplo más frecuente–, permanece invariable a través de no importa qué implicaciones argumentales. Este tipo que el actor realiza le encadena como una necesidad. Es la zona en que vive confinado, y desde la que ha de partir para cubrir algunas etapas de su posibilidad infinita.
El héroe cinematográfico sobresale, como un eje, de los polos de cada obra. Le concebimos abstraído de toda situación; le otorgamos un ser independiente. Y podemos reconocerle, no por los rasgos de su fisonomía humana, sino por sus atributos, por su máscara. Sus botas caracterizan a Charlot, como a Mercurio el alado coturno.
* * *
Esta notable propensión del cinema a parir tal raza de criaturas poéticas hace pensar en su costado social como en un elemento indisoluble, ingrediente de su ley vital, si no de su ley artística. Tan aguda facultad de elaborar héroes y crear mitos evidencia, por otra parte, la fiel adhesión del cine a su época; la obediencia con que atiende las voces de su época.
Pero al mismo tiempo le enlaza a formas de arte antiguas y ya exhaustas. El poema épico, la epopeya, parece haber volcado su contenido en el ecrán, inagotable fuente heroica de nuestros días.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 47-55.]
IV. Efecto cómico del ralentí
Farero mágico, el cameraman organiza en su soledad visiones y maravillas, semejante a un demiurgo que manejase y modificase un mundo poblado por la fantasía.
La espléndida cosecha de posibilidades que aun promete el cine (unas implícitas en ulteriores desarrollos de su técnica, y otras, por contra, en las deficiencias de ésta) ha de madurar al contacto de su mano.
Y las últimas, en un sueño de su mano.
Yo he contemplado novelísticamente ese accidente raro en el que se quiebran los personajes por la cintura y ruedan las cabezas en el sótano, mientras las piernas –segregadas, si vivas– recorren la parte superior de la pantalla.
Pero nada tan impresionante como la súbita detención de una cinta. No es posible asistir a suceso más conmovedor. Una cinta se ha detenido de improviso. La vida corre, fluye, líquida y esquiva; pero en un momento la cinta se ha parado como ante la vista de una serpiente. El estrépito visual se ha hecho puro silencio; la mueca se ha enfriado y la sonrisa se ha cuajado. Los automóviles, inmóviles… (El ecrán es una Pompeya insepulta.)
Piénsese qué terrible sentido tiene el caso: un simple accidente nos ha colocado de un tirón frente a la eternidad. También la sangre se detiene en nuestras venas; se han roto las fronteras de la tierra y el cielo, y asoma Dios, dando categoría a lo anecdótico.
Este instante será ya el definitivo. ¡No va más!
…Pero algunos segundos después la cinta reanuda el movimiento. El uno logra su sonrisa; el otro perfecciona su mueca; aquel señor completa el paso iniciado. Y la sensación de lo eterno se despeña por la vertiente cómica.
* * *
Sin llegar a este quiebro, a este duro salto mortal, el ralentí es casi siempre una modalidad de efecto cómico. Y, a veces, incomparablemente cómico.
Con el ralentí, el atleta que salta pierde su peso y su fuerza; el bailarín se destrenza en una danza religiosa; el jinete alcanza un suelo transparente y milagroso…
En su Entr'acte ha utilizado René Clair con certero instinto las posibilidades cómicas del movimiento retardado al presentarnos –en un alarde subversivo– perspectivas imprevistas de una mujer que baila, y que –vista desde abajo– se abre y se cierra ante nuestros ojos como una rosa marina, destruyendo con su lentitud la diafanidad de la atmósfera y hasta la precisión de sus propias líneas. Y sobre todo, al hacernos contemplar aquel vejamen funerario, tan lleno de acritud y sarcasmo, donde el objetivo se ha apoderado del solemne movimiento traslaticio de un entierro, trocándolo en bufa marcha fúnebre; lo ha analizado y lo ha devuelto –maquinaria desmontada– en feliz proyección cómicogrotesca.
En el ralentí hay, en efecto, un desmoronarse lento y angustioso de cenizas o de estatuas de sal. Cuando menos, una sensación blanda y triste como la caída de la nieve. (Un día de nieve es un día al ralentí.) Aplicado a cualquier movimiento, ya de por sí solemne, lo subraya y lo desborda hasta precipitarlo a la sima del ridículo. El ralentí es el espíritu crítico del cine. (Por eso René Clair se ha equivocado en su película desde el momento en que ha pretendido aplicar al entierro, por prurito de simetría, un ritmo veloz. Esta sola pretensión le hace deslizarse por el terreno del disparate: olvida que la cualidad específica del movimiento retardado se halla ausente en el acelerado. Y que las de éste no sirven al fin cómico perseguido.)
El efecto cómico del ralentí nace de una deformación analítica. En general, todo efecto cómico nace de una –tal o cual– deformación. Pero en este caso no se trata de quebrar o sorprender una conducta, imprimiéndole un sesgo imprevisto; no se trata de prolongar una línea del objeto contemplado con propósito de exagerarla y evidenciarla hasta el absurdo. Se trata de descomponer el movimiento, conservando íntegra la estructura del objeto. El ralentí permite al salto su soberbia trayectoria; al baile, su armonía; al paso, su gentileza. Les resta, en cambio, la dinámica del deporte, el frenesí selvático, la velocidad acuciosa. Desnuda de eficacia al esfuerzo. La tensión muscular deviene en él superflua, las actitudes se vacían de contenido.
Y el efecto cómico salta, como una chispa, entre la acción y el resultado.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 57-65.]
V. Los noticiarios
El hombre nuevo, en sus apetencias cotidianas, no sólo pide al cine la inmersión en un baño poético de agua del olvido, sino también, y por contra, algo que ya no bastan a darle el periódico gráfico ni el diario: una presencia exacta de los sucesos, de los acontecimientos que sacuden al mundo con su actualidad.
A esta solicitud responden los noticiarios. En un momento y en un punto determinado de la tierra se produce un hecho. El telégrafo lo dispersa y lo modula. Poco después el noticiario cinegráfico lo multiplica y lo mete por los ojos de todos los hombres de la Tierra.
El noticiario es una bandera internacional –aun contra todas las directrices de voluntad nacionalista– que saluda a los públicos diversos. Al recoger, ubicuo, la actualidad del mundo, ciñe su redondez con un inefable halo. Es un instrumento unificador, que confronta y sintoniza los países.
Pasea su mirada por las tierras y las nieves polares, y contempla las bandadas de aves sobre los acantilados, los rebaños de focas en el agua. Asoma al corazón de África, descubre Oceanía. Aprisiona la nota fragante y delicada, el suceso político, el record, la fiesta, el periplo.
El periódico cinegráfico reúne a su movilidad, a su ligereza encantadora y a su interés documental una belleza que recoge, íntegra, del natural. Una belleza de primera mano.
Y una romántica felicidad de viajes para las amplias multitudes espectadoras.
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En los noticiarios puede hallar satisfactoria aplicación ese invento último del cine sonoro, cuyo comentario marginal rechaza el cine-arte. Arte cabal, el cine dispone de medios de expresión peculiares y suficientes. Todo su proceso técnico, desde los primitivos hasta hoy, consiste en el hallazgo e incorporación de estos medios propios.
El cine parlante, si fuese viable, desviaría el espectáculo en dirección a un teatro falsificado y absurdo.
En cambio, para los noticiarios, cuyo propósito es antes que nada informativo, el cinefón representa un enriquecimiento. La orla sonora acumula un dato más, fuerza la exactitud, y es otra rendija por donde el espectador puede asomarse a presenciar la realidad examinada.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, páginas 67-72.]
Obras de Francisco Ayala
1925. Tragicomedia de un hombre sin espíritu. Novela.
1926. Historia de un amanecer. Novela.
1929. El boxeador y un ángel. Esquemas.
1929. Indagación del cinema. Ensayos.
Próximas a publicarse
Cazador en el alba. Novela.
Medusa artificial. Novela.
[Francisco Ayala, Indagación del cinema, Madrid 1929, página 179.]