Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro Fernando Vela

El arte al cubo y otros ensayos

Cuadernos Literarios

Madrid 1927, 98×143 mm, 144 págs.

[lomo] “19 · El arte al cubo · Fernando Vela”. [cubierta] “Fernando Vela. El arte al cubo y otros ensayos. (Viñeta.) Cuadernos Literarios”. [contracubierta] “Los Cuadernos Literarios…”. [contracubierta trasera] “Cuadernos de Ciencia y de Cultura…”. [cubierta trasera] “Cuadernos Literarios…”. [3] “El arte al cubo y otros ensayos”. [5 = portada] “Fernando Vela. El arte al cubo y otros ensayos. Madrid 1927”. [6] “Propiedad reservada. Imprenta Ciudad Lineal. Madrid. Teléfono 50.018”. [7-20] “El arte al cubo”. [21-64] “Desde la ribera oscura (para una estética del cine)”. [65-99] “Sobre el problema de la filosofía”. [101-109] “Anatomía de una rana”. [111-143] “La vida de los termes”. [144 = colofón] “se acabó de imprimir este libro en la imprenta de la ciudad lineal año mcmxxvii“.

Se trata del primer libro firmado por Fernando Vela (1888-1966) –funcionario del Cuerpo Pericial de Aduanas, periodista y cofundador en 1923, junto con José Ortega y Gasset (1883-1955), de Revista de Occidente, de la que fue secretario de redacción hasta 1936–, lleva el número 19 de los Cuadernos Literarios distribuidos por “La Lectura”, y está formado por cinco ensayos todos ya éditos (sin que en el libro se mencione esta circunstancia ni se diga, obviamente, dónde fueron publicados anteriormente):

“El arte al cubo” (7-20, publicado en Revista de Occidente, abril 1927, tomo 16, nº 46, págs. 79-86, a propósito de la “Sinfonietta” con la que Ernesto Halffter ganó en 1925 el primer premio en el concurso nacional de Bellas Artes).

Desde la ribera oscura (para una estética del cine)” (21-64, publicado en Revista de Occidente, mayo 1925, tomo 8, nº 23, págs. 202-227, comentario al libro del húngaro Béla Balázs, Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films, 1924).

“Sobre el problema de la filosofía” (65-99, publicado en Revista de Occidente, enero 1927, tomo 15, nº 43, págs. 49-68, comentario del libro de Bernardo Groethuysen, Introduction à la pensée philosophique allemande depuis Nietzsche, 1926).

“Anatomía de una rana” (101-109, publicado en El Sol, jueves 19 de enero de 1922, sugerido por el prólogo del libro La rana viajera de Julio Camba).

“La vida de los termes” (111-143, publicado en dos partes en los “Folletones de El Sol”, 17 y 24 de marzo de 1927, sugerido por La vie des termites, 1926, de Mauricio Maeterlinck; al margen de que el dramaturgo y naturalista belga hubiese plagiado bastante sobre las termitas del etólogo afrikáner Eugenio Marais).

Aunque el libro lleva fecha de 1927 su presencia no se hace notar hasta los primeros meses de 1928. Adviértase que tres de las primeras menciones a este libro se deben a Ernesto Giménez Caballero, que incluso se preocupa por publicar una foto del autor en La Gaceta Literaria. No se olvide que ya en el primer número de este periódico de las letras, como lo definió Ortega a modo de editorial, figura Vela como responsable, dentro del Comité Redactor, de la sección de filosofía (entendida, por cierto, como una ciencia: “Ciencias: Filosofía: F. G. Vela. Matemáticas: T. R. Bachiller…”). Como es sabido Ortega encomendó a Fernando Vela hacerse cargo de la sección de filosofía de La Gaceta Literaria, delegando Fernando Vela a su vez en el joven cartero y estudiante de filosofía y matemáticas Ramiro Ledesma Ramos.

Desde la ribera oscura (para una estética del cine)

El propio Spengler, en su Decadencia de Occidente, habla de las tumbas de los faraones, de las catedrales góticas, de lord Balfour, pero no del cine. Ha derruido nuestra muralla de la China, y vemos la China, la India, las culturas exóticas. Ha roto el hechizo de la cultura clásica, pero prosigue en los temas clásicos consagrados: la geometría, la escultura, la música, la tragedia, la arquitectura. Alguna alusión fugitiva a la novela, una a los deportes, ninguna al cine, al baile ruso. Sin embargo, si hay síntomas de enfermedad o salud en Occidente, deben de ser éstos y no otros. Spengler podía hablar en una academia, pero no en un café. [22]

Una aireación de la cultura se produce cuando se descubren otras culturas. Es como abrir un hueco en la pared de la casa sobre el jardín del vecino. Pero hay otro sistema de ventilación: introducir un nuevo tema entre las meditaciones de la cultura, y esto es como ampliar la casa y meter dentro el jardín. De las dos obras de reforma, sin duda la última exige subversión más honda del edificio, mayor audacia en el arquitecto. Por eso ha sido fácil encontrar en China una pintura, pero es difícil descubrir en el cine un auténtico arte de especie nueva, incatalogable. Por eso se ha incluído apresuradamente el bolchevismo eslavo entre los fenómenos políticos; pero todavía se ignora en qué categoría confinar la actividad deportiva del mundo.

Un hecho nuevo ingresa al punto en la ciencia física, porque, en realidad, ya se produce dentro de ella, en el recinto de un laboratorio; el físico es como el [23] delineante, que varía, complica o completa en un detalle un esquema ya trazado. Inventado el átomo, el electrón venía inminente; era una etapa más allá en el mismo camino lógico; bastó perfeccionar, según su mismo principio, la máquina de triturar intelectualmente materia. Pero en las ciencias cuyos temas nuevos nacen espontáneamente en el caos de la vida, el teórico opera como el dibujante que ha de trazar por vez primera un esquema simple y lineal de un objeto natural poco conocido y todavía mal aislado, entretejido con su contorno. La dificultad de esta transposición aumenta cuando este contorno es también el nuestro inmediato.

Un ejemplo es el cine. «Ante las puertas de vuestras doctas academias –dice Bela Balazs{1} a los estéticos e historiadores [24] de arte– está desde hace años un nuevo arte pidiendo entrada. El arte del cine reclama voz y voto, un representante entre vosotros; quiere ser digno objeto de vuestras meditaciones y que le dediquéis un capítulo en esos grandes sistemas de estética en que se habla hasta de la curva de las patas de las sillas y del arte del peinado y, sin embargo, ni siquiera se menta al cine». Los poetas no andan remisos en admitir el cine en la buena compañía de las artes. Juan Cocteau ha dicho: Cinema, dixième muse. Pero es que los poetas están habituados a descubrir las cosas más insospechadas –verdaderas realidades, sin embargo– en el inmediato contorno y a trasponerlas en seguida a otro tono. Los estéticos son menos generosos que los poetas, como esos criados de aristócrata más encopetados que el propio patrón, y los poetas se pasan con frecuencia y dilapidan. Es preferible. La sospecha de que [25] estamos ya en otra época o muy cerca de sus lindes nos impone aquel criterio del personaje de novela que a cada paso repetía: «¡Hurra por las cosas nuevas!»

Los historiadores rebuscan el origen del arte en las costumbres primitivas, como quien revuelve con un palo una apagada hoguera de salvajes. No se les ha ocurrido mirar a su alrededor por si acaso algún arte está naciendo. Aquellas primeras películas en que unos negros bailan, unos bañistas se salpican, y vuelan y desaparecen fantásticamente unos muebles, valen tanto como unas pinturas rupestres. Son las pinturas rupestres del cine.

El cine podría servir a esta investigación. Pero el estético, dispuesto a encontrar el rudimento originario de todas las artes en un pirograbado polinesio, nunca admitirá que un nuevo arte germina allí donde su mujer y sus hijas van jueves y domingos entre la merienda y la cena. [26] Primero, porque el salvaje nos parece fecundo y el burgués estéril. Después, porque tanto hemos santificado el arte, que sólo creemos dignos de su nacimiento lugares de penumbra, santificados a su vez por algún mito o misterio, como esa proximidad a la matriz de la vida que hace suponer impulsiones oscuras, casi divinas, del espíritu todavía inconsciente de la humanidad.

Tal vez el caso del cine fuera decisivo para la ciencia estética. Decisivo y trastornador; porque quizá la primera conclusión estableciera que un arte puede nacer también del afán simple e intranscendental de gozar, de divertirse. Pero precisamente porque se juzga una diversión corriente y actual, se excluye desde luego y por principio al cine del círculo de las solemnes beautyes oficiales que representa el estético.

En este error incurrimos todos. Al entrar en una Exposición de pintura nos [27] percatamos de que hemos dejado nuestro mundo para entrar en otro distinto; esta sensación nos certifica de que allí está recluso el «arte», consagrado como tal desde hace muchos siglos. Pero en el cine no sentimos diferencia ninguna de temple; está a nuestra misma temperatura, a nuestro tono y compás, todo él joven y vivo, y se nos adapta y nos envuelve como una camiseta de sport. Ante la pintura siempre percibimos la diferencia de edades: ella es mucho más vieja. El cine tiene los mismos años que nosotros los primeros futbolistas. Probablemente, hace siglos que los hombres no han sentido esta sensación de exacta contemporaneidad –de compañerismo juvenil– con un arte. Tal vez por eso nos sea posible ahora comprender algo del arte.

La mayor objeción contra el cine está en su progenie. Es hijo del capitalismo y de la máquina; por tanto –concluyen [28] los estéticos–, es un prosaico producto industrial; sin embargo, el cine es el primer rayo de luna que el hombre ha visto poblado de fantasmas. De igual manera que para los bolchevistas rusos el hijo de patrono sigue siendo, aun desaparecido el capitalismo, tan patrono como su padre, por la misma razón que el hijo de negros es también negro, el cine arrastra consigo ese estigma original e indeleble. Pero en su principio todas las artes ostentaron un acusado carácter social, y el arte primitivo un cariz mágico. El arte del cine también tenía que ser primero una creación social, naturalmente, de la sociedad de nuestro tiempo –industrial y capitalista– y no de la época gótica. Es absurdo pensar que el resultado de una gigantesca aportación de toda clase de fuerzas puede coincidir con el arte que el poeta refina en la soledad.

De ahí deriva el caos del cine, esa [29] mezcla de realismo y fantasía, de barbarie y ternura… De éste, como de otros enigmas semejantes, me reveló una vez la clave la catedral gótica que navega, anclada, con su único mástil, sobre los tejados de mi ciudad. Fue cuando entre la hojarasca de un capitel descubrí, dejada allí, como una deyección en un rincón, por el obrero tallista, la figura de un hombrecillo lujurioso, y luego, por todas partes –hasta en las peanas de los santos–, imágenes de incubos, micos, una fauna monstruosa sobre la cual se eleva la catedral con todas sus idealidades; con su única torre, huso alrededor del cual mi adolescencia devanaba sus ensueños. Desde entonces, la catedral gótica se me aparece como la representación más cabal de un alma humana, con su parte cavernaria y animal y su ápice místico.

El poeta individual es monótono. Pero un pueblo aporta en tropel todas sus [30] tendencias e impulsiones, altas y bajas, groseras y refinadas, lo mismo al templo gótico que al cine capitalista. Para uno y otro arte, la primera calificación valorativa es la de enorme.

* * *

«La invención de la imprenta –dice Bela Balazs– es causa de que con el tiempo el rostro del hombre se haya hecho ilegible; los hombres pueden comunicarse tan fácilmente por medio del papel, que han descuidado todas las demás formas de comunicación.»

Esta expresión, inexacta en su sentido literal, es aceptable si se hace de la imprenta el símbolo de la cultura intelectualista. No es preciso que la palabra esté escrita para que ya sea una forma de contacto indirecto con las cosas y los seres. Si un objeto está próximo, lo tocamos; si algo más lejos, le señalamos [31] con el dedo; pero mentarle con la palabra es igual que apuntar mediante un mapa y un cálculo balístico.

Sin necesidad de imprenta, las lenguas llevan en sí una tendencia natural a la abstracción; a mayor antigüedad del idioma, mayor abundancia de formas abstractas. El salvaje dispone de más palabras que un herbolario para denominar las plantas, pero carece de vocablos para conceptos como planta, árbol, vegetal. Esta gradual abstracción de las lenguas cultas revela en el hombre civilizado un alejamiento de la realidad inmediata, una visión grosso modo, porque las semejanzas de las cosas son siempre masas mucho mayores que sus diferencias. En realidad, es una pérdida de vista.

Vemos mal por abuso de la abstracción y del concepto, pero también por las necesidades de la acción. La acción nos propone un blanco tras otro; pero [32] apuntar es ver el blanco y no ver todo lo demás. Después, el roce persistente de las manos utilitarias soba, desgasta las cosas y nos las deja sin facciones.

Las razas jóvenes e incultas poseen un vocabulario de gestos más extensos que el nuestro y con otras significaciones. Tal vez ésta es la razón de que descuellen en el cine los norteamericanos, que son bastante jóvenes para gesticular expresivamente y bastante civilizados para que sus gestos sean sinónimos de los nuestros. La palabra va reduciendo la expresividad del gesto. Como se vale de conceptos más o menos generales, sólo puede expresar por aproximación el estado interior; el residuo queda confiado a un ademán supletorio. A veces el sentimiento es repentino, pero la palabra es lenta. A veces es una fusión de sentimientos simultáneos, pero la palabra es sucesiva. En cambio, en el lenguaje visible y orgánico de los gestos y ademanes el [33] sentimiento se presenta por sí mismo como la belleza en el rostro bello y vive corporalmente ante nosotros. Pero al hombre moderno sólo le queda el muñón de los gestos, que agita siempre del mismo modo como un manco de junto al hombro.

El cine es el reaprendizaje, la reeducación de este inválido. «El hombre vuelve a hacerse visible», dice la fórmula fundamental que encuentra Bela Balazs; «el cine desentierra al hombre sepulto bajo conceptos y palabras para sacarlo de nuevo a una inmediata visibilidad».

* * *

El cine nos enseña a ver, y con su gran lupa y su reflector nos lleva los ojos como de la mano y nos obliga a palpar ocularmente el contorno de las cosas, a fijarnos en los mil movimientos de una mano que abre una puerta, nos [33] sitúa a la vez en distintos puntos de vista, a la derecha, a la izquierda, cerca, lejos, arriba, abajo. A veces enseña su lección con insistencia, con impertinencia, dando con el puntero en la pantalla.

El cine nos estaciona largo rato ante un objeto, un rostro, una mano que escribe. Esta parada en el tubo de metropolitano que es el cine no nos impacienta. El cine está haciendo la microscopia de los movimientos puestos sobre su portaobjetos, está haciendo con sus rayos X la espectroscopia intratómica de gestos y cosas; mil rayas espectrales parecen bailar en la pantalla. Así como en el interior de los cuerpos está la región prolija y vibrante de los átomos, más allá del mundo borroso de la abstracción intelectual y la práctica utilitaria abre el cine el más rico, intenso y claro de la visualidad pura. Allí, el gesto, del cual corrientemente sólo percibo, como de un disparo, el principio y el fin, [35] se me descubre complejo mundo de vibraciones espirituales. Entro en mi despacho preocupado de una carta guardada; cuando empuño la llave, ya veo abierto el cajón; la trayectoria de la mano se me ha tornado invisible, se me ha perdido, y con ella una parte de mi propia vida; pero el cine me la restituye íntegra y, además, analizada. Otras veces no son movimientos: son objetos inmóviles; entonces, la visión de la pantalla semeja una «naturaleza muerta» de pintor.

Cuando los estéticos dicen despectivamente que el cine copia la realidad, quieren significar por «realidad» la vulgar y diaria. Pero hay muchas «realidades» en el mundo real; aquella de que se vale el cine no es la tosca e incompleta, de retícula gruesa, que permite ver una atención apresurada hacia fines prácticos, sino otra realidad más interior, a la cual se penetra por los trechos de invisibilidad de la nuestra cotidiana. [36] El ingreso en ella nos proporciona sorpresas inesperadas. Más de uno ha exclamado en el cine: «¡Me parece que veo las cosas por primera vez!» Se siente el placer de la súbita evidencia; se siente el placer del descubrimiento. Se me entenderá mejor si hablo del goce de descubrir encantos secretos.

«Nada interesa tanto al hombre como el hombre mismo», escribió Goethe. El cine –decíamos– enseña a ver; humanicemos la frase con algunos pronombres personales; «nos enseña a vernos». Nuestro conocimiento de los demás hombres se hace por vía intuitiva y por vía racional. Pero la proporción de la mezcla no siempre es igual. En nuestra época superintelectualizada no damos por conocida a una persona hasta que la hemos tratado, es decir, mientras su personalidad no se ha desarrollado ante nosotros en una serie de palabras y actos sucesivos; necesitamos un verdadero [37] proceso con hecho de autos, declaraciones y testimonios. En otras, por el contrario, el hombre poseía una fina sensibilidad para percibir de golpe en la visión la totalidad de una persona. El animal muestra perfecto este instinto; el salvaje se le acerca. A nosotros todavía nos queda el apéndice caudal: la persona se nos oculta bajo una niebla de palabras, conceptos y actos empíricos; pero alguna vez esta niebla se descorre de improviso, y entonces podemos sacar una de esas preciadas instantáneas psicológicas que recatamos como un desnudo sorprendido a través de una cerradura.

Esta ceguera tiene su fenómeno correlativo: la torpeza de nuestra expresión corporal. Diríase que nuestro cuerpo se ha hecho opaco o que la luz interior se ha alejado y sólo se deja ver por las partes más tenues y transparentes, como los ojos. El cine nos enseña a [38] vernos; nos enseña también a dejarnos ver, a traslucir, a impregnar de espíritu el cuerpo y ponerlo en la epidermis, como hacen las doncellas con su rubor.

Este carácter de cultura visual no es privativo del cine. Por el contrario, es el rasgo de familia, la pinta del naipe de la época, del palo de triunfo. Desde un cierto día, por todas partes ha empezado a hablarse de «fisiognomía» y «conocimiento fisiognómico»{2}. En unos casos trátase realmente del conocimiento del alma por la intuición de la estructura corporal; de un modo más o menos consciente, nunca le ha faltado al hombre, pero ahora la ciencia intenta llevarlo a matemática precisión{3}. Los casos [39] más significativos, sin embargo, son aquellos en que se extiende por analogía el concepto, porque revelan que el método intuitivo ha penetrado hasta en lo que parecía dominio exclusivo de la racionalidad. El cine es el arte que corresponde a esa ciencia.

Sin conocimiento fisiognómico no sería posible el arte del cine; asimismo, la perfección del cine y del conocimiento fisiognómico se implican mutuamente. Son dos corredores del mismo equipo que, cuando uno se atrasa, el otro le entrena hasta que vuelve a emparejar. Por esto el cine cada vez admite menos la caracterización aproximada del teatro; día por día se hace más exacto y riguroso y exige la más perfecta correlación entre el espíritu y el cuerpo, entre el tipo físico y el carácter psíquico, entre el gesto y el estado pasajero del alma. Es muy probable que alguna vez sirva el cine para el análisis de los [40] movimientos del ánimo –y su precisa diferenciación y catalogación–, como ha servido para descomponer el vuelo de los pájaros. El público de cine conoce a su manera más sentimientos que un psicólogo; sobre todo, esos sentimientos polifónicos (como pena-alegría, deseo-repulsión, placer-dolor) y otros muchos, simples y compuestos, para los cuales todavía faltan palabras.

Una filosofía había separado el alma del cuerpo; otra intenta reunirlos de nuevo. Pero como esos novios que ya se han poseído cuando los padres preparan la presentación, su boda se ha consumado hace tiempo en el cine, el deporte y la danza, esas tres invenciones de una juventud alegre para quien el cuerpo existe, precisamente porque ha sido espiritualizado y hecho trasparente. No es la primera vez que una cosa adquiere y fortifica su realidad gracias a su unión con aquella que la niega. Sin esta nueva [41] adolescencia del cuerpo humano no serían posibles Douglas Fairbanks ni las películas de Douglas Fairbanks, actor, deportista y danzarín en la vida y en el cine{4}.

No haya temor a un próximo salvajismo. La cultura camina algo hegelianamente por análisis y síntesis sucesivas. Dos cosas se dan originariamente juntas, con el tiempo; el intelecto logra trazar entre ambas una ranura, luego las separa, aleja y acaba oponiéndolas como antitéticas. Pero al fin se realiza la síntesis consciente, más sabrosa, en que cada elemento goza y se empapa del otro como la estofa en el baño de púrpura.

* * *

…siempre el cine nos arrastra demasiado lejos. Es una cinta sin fin, una [42] acera roulante. Volvamos a los elementos primarios: la fotografía instantánea, la pantalla, el proyector{5}.

La fotografía instantánea secciona la corriente fluida y suave de la vida. La placa es como el cristal que detiene un vuelo; la sorpresa se revela en el rostro de susto, en el gesto interrumpido, en la postura inestable. La instantánea sucesiva del cine es el micrótomo del continuo visual, es una guillotina de repetición que decapita al reo conforme va andando, una y otra vez, a cada décima de segundo; pero, como en las historias terroríficas, el decapitado indemne sigue su marcha con el gesto de la más extraña expresión, hasta que el navajazo siguiente le muda la horrible mueca. A cada instantánea surte la sangre del cuello de la vida, con la misma efusiva abundancia en la primera ejecución que en la última. [43] Después sobre el lienzo, van superponiéndose las lonchas cortadas, y otra vez queda recompuesta la corriente. Pero ahora ya es una síntesis de los momentos más nerviosos, un movimiento mondado, un movimiento sin puntos muertos, una descarga de pistola Star en una calle de Barcelona.

¿Qué raro azar explica el concurso milagroso de tantas circunstancias favorables? Este disparo de luz necesita una pantalla donde estrellarse; es una condición puramente física. Sin embargo, el lienzo vive, responde; no es la cuartilla del poeta, la tela del pintor. El fenómeno es conocido de los empresarios que han querido sustituir el lienzo por pantallas opacas de plata. Nuestra sociedad metalizada tiene la superstición de los metales preciosos, y ya los médicos recetan a los nuevos ricos oro coloidal cuando caen con pulmonía. La mejor pantalla de cine es la sábana humilde, [44] la sábana de los sueños, la sábana de los fantasmas del pueblo y de los miedos infantiles. Ninguna otra materia da mejor rendimiento fantasmagoral.

El lienzo subraya, reduplica la gesticulación. En cierto modo la caricaturiza. Toda sombra sobre una sábana es una sombra chinesca. La figura pierde la carne inútil, y entonces la expresión centrifugada se sale al perfil, agresivamente, como un ejército a cubrir las fronteras. Si el perfil se mueve, los salientes se aguzan y por ellos se escapa el fluido y saltan las chispas de la expresión siguiendo la ley eléctrica de las puntas.

No es necesario que las figuras proyectadas sean siluetas; en cuanto hay una sombra, queda agravada; en cuanto hay un perfil, queda acusado dos puntos más de la cuenta justa. La película en colores fracasa y fracasará siempre porque restituye a estos seres inverosímiles de luz y sombra el color y la carne que [45] perdieron merced a un refinado secuestro en la cámara oscura; el arte exige por cada elemento de realidad conservado la extirpación de otro. Pero también fracasa porque el color suprime esta insinuación de sombra chinesca que es uno de los ingredientes más simples del encanto del cine.

Mientras la película pasa, el lienzo barrido por mil líneas, compone a las cosas en movimiento un fondo vibrante, rayado, futurista, una atmósfera dinámica, algo así como la diafanidad de una hélice de avión en pleno vuelo.

Tampoco el proyector y su rayo luminoso parecen otra cosa que una necesidad óptica. Un estético piensa así; un marino de guerra, no. A veces, en los puertos a altas horas de la noche, ser ve un haz de luz errante por el cielo. Un oficial de guardia sobre la cubierta de un acorazado se entretiene haciendo girar un proyector; ilumina una torre, [46] la ese de un camino lejano, una aldea en un pliegue de la montaña; después cansado ya de las realidades terrestres, dispara la claridad hacia las estrellas. No podemos negar a este oficial, que desde su barco lanza cables de luz a las cosas náufragas en las tinieblas, aficiones sobresalientes de poeta. ¡Qué descubrimientos patéticos en la soledad, el silencio, la noche con estos gemelos de campo! El proyector del cine conserva íntegro este carácter poético. Diríase que no proyecta escenas, sino que pasea su haz luminoso por la noche del mundo y nos descubre, aquí una ciudad extraña, allí el Transiberiano que llega, o un baile en una embajada, o el rincón de un cuarto, o una escena de crimen que la distancia hace silenciosa.

Los mismos instrumentos físicos del cine –antes de intervenir los actores, el autor, un argumento– contienen un poder elemental de poetización. Todo el [47] arte del cine es mecánico, hasta que el flujo de imágenes sale por el cañón del aparato; también la estatua exige cincel, martillo y andamio. Pero desde aquel punto, el cine es el único arte inmaterial: trabaja con pura luz y pura sombra. Aún podríamos añadir como elementos primarios el silencio, la oscuridad del cine. Cuando sobre la almohada observo mi ensueño incipiente, veo coagularse la luz interior sobre la misma pupila del ojo, en tanto el resto del espacio visual permanece oscuro. El cine imita la distribución de luces del teatro del ensueño. El ensueño como el cine, es un teatro de bastidores de sombra.

* * *

Observa Balazs en el capítulo principal, «Esbozo de una dramaturgia del cine», que en el teatro diferenciamos la obra de su representación. El público [48] verifica la justeza de los actores por las palabras que oye, de igual manera que el melómano sigue el concierto en la partitura abierta sobre sus rodillas. Por el contrario, para el espectador no hay en el cine, además de la representación, tras ella o bajo ella algo como un texto, una partitura, una obra independiente. En el cine, obra y representación son una misma cosa. Pero hablar de ambas, ya es separarlas, aun cuando sea para volver a reunirlas en seguida; por eso afirmo, más extremoso que Balazs: en el cine solamente hay representación. Todavía este término no significa sin equívoco nuestra idea, porque representar es hacer de símbolo o delegado de otra cosa que no se presenta por sí misma. Más exacta es esta otra fórmula: en el cine, todo es presentación.

Si el público de teatro confronta el tipo y el gesto del autor con las palabras del texto, no es menos cierto que [49] en caso de un desacuerdo compensa el defecto, mientras no rebasa cierta medida, con el sentido de las palabras. Estas se concentran sobre el cómico y forman su verdadera envoltura. El teatro permite cierto margen de inexactitud presentativa. Basta que la caracterización externa del actor se aproxime al tipo, casi siempre convencional, del personaje. Tampoco los gestos de teatro necesitan un ajuste perfecto con las palabras; son éstas las que acaparan la importancia, y, en realidad, gesto y ademán, sin existencia independiente, se limitan a acompañar y subrayar.

Pero en el cine no hay manera de rectificar las diferencias. El personaje es lo que parece; es exactamente igual a su apariencia. «En el teatro, el director de escena encuentra completamente hechos y terminados en el texto del drama los caracteres y las figuras, y sólo ha de buscar un representante»; pero el [50] director cinematográfico «no busca un representante, sino el carácter mismo, y él es quien con su elección crea la figura». En efecto, preferimos en el cine las figuras auténticas, no escogidas entre los actores para ser figuras, sino escogidas entre las figuras para ser actores, tal vez de una sola película. Actor que no sea él mismo el personaje que representa, es denunciado por el cine como estafador{6}. El cine descubre todas las mixtificaciones y falsedades{7} con sus lentes de aumento y su cruda luz de laboratorio o quirófano. El cine es el mejor fisonomista; ante la pantalla no sabemos qué nos pone delante, si un [51] espíritu, si un rostro. Se ocurre la pregunta de Goethe: «¿Qué es lo exterior en el hombre?» Diríase que la laminación sufrida por los seres cinematográficos ha acercado tanto su interior a su exterior, que ha hecho de ambos una sola cosa.

Esta transparencia corporal culmina en la operación cinematográfica que ya he llamado microscopia del gesto. A veces, en medio de una escena, la acción se interrumpe y la pantalla nos presenta exclusivamente la faz del protagonista. El campo de visión se ha reducido y el rostro aparece, aislado de su anterior contorno, ampliado de tamaño. Con este simple cambio de enfoque, el cine remeda los movimientos psíquicos de la atención, que, en efecto, significan concentración en un punto, angostura diafragmática, acercamiento al objeto y como una más intensa iluminación. A través de la lupa del cine distinguimos en el rostro de la actriz todos [52] los accidentes de la piel, la fina malla de sus células. Sin embargo, no nos quedamos en la mera percepción visual de este paisaje dérmico, sino que cada pliegue del rostro nos parece tan elocuente como un rostro entero; cada parcela de esta carne móvil, empapada de espíritu; cada célula, célula de la expresión total y el grano de esta retícula, como el grabado, que con la interposición de su materia presta cuerpo a la belleza del dibujo.

Por una conocida ilusión óptica, el movimiento parece acelerarse a medida que el móvil se aproxima. Si el cine transcribiera la realidad, los gestos de este rostro inmediato se desarrollarían en la pantalla con mayor rapidez que la escena de donde ha sido extraído. Pero el director de escena ha recomendado a la actriz la suma lentitud y al operador el mayor número de disparos por segundo. El ademán, el gesto, deja [53] entonces de ser una acción para fluir como una silenciosa melodía. Es el aria moderna, la romanza de los divos y estrellas del cine. La película suspende el cuento y, por un enfoque distinto, la narración se convierte en poesía, la épica en lírica. Esa melodía del rostro cambia, fluctúa a cada nota, como un nácar que pasa por iris distintos, y descubre la compleja interioridad del gesto –del cual en la vida corriente apenas si distinguimos los trazos más rudos–, la riqueza de su contenido, la evolución orgánica del sentimiento.

En el cine todo está presentado y todo está en la superficie. Esta es la posibilidad inmensa y la angosta limitación del cine; su cuenca minera, estrecha y profunda. Porque hay estados interiores capaces de patentizarse, sin residuo, en el cuerpo; pero hay otros que sólo en la palabra encuentran vehículo para alquilar. El mismo vocablo estado («estoy alegre», [54] «estoy triste») se aplica con mayor propiedad a los primeros. Parécenos, en efecto, que en ellos interviene a un tiempo toda nuestra persona, mientras que en los demás sólo por partes y en veces; parécenos sentir en ellos una peculiar temperatura casi física que nos los hace íntimos. La ciencia psicológica confirma estas aprensiones; en el cerebro no existen centros especiales –y periféricos– para tales estados, y a ellos colabora en tal proporción el cuerpo, que estas alteraciones fisiológicas son, para algunos psicólogos, la causa, no la consecuencia de la emoción. En esos estados –las emociones– se consuma la plena y total unión del alma y el cuerpo, en que éste se diafaniza como la cuerda visitada por la música. Ellos son los más adecuados al cine. El actor de cine, ante un triángulo, es incapaz de expresar su definición, pero sí que el triángulo es sentido, por ejemplo, como un objeto siniestro, [55] de significación espantable. Charlot siente las puertas cerradas como un perro. El personaje de cine, además de ver las cosas, ha de sentirlas. Por eso nos parece infantil y primitivo (a veces neurótico, alcohólico, convulso), porque vive todavía en el estado emocional, anterior a la especialización del intelecto. Así, por ejemplo, el habla visible del buen actor de cine no es la modulación de los labios impuesta por la fonética de la palabra ya hecha, sino la expresiva gesticulación bucal previa a la palabra, de la cual ésta nació posteriormente por enfriamiento y condensación.

Pero que todo está presentado quiere decir también que todo está en el presente. El cine apenas pide nada a la memoria. La imagen poética, por ejemplo, se realiza en la cabeza del lector mediante una recordación. El arte del cine no permite tan dulces remembranzas. Es un poco bárbaro. Nos boxea en nuestras [56] butacas, nos aprisiona y martiriza, porque toda sensación de presente, es decir, de un tiempo insustituible por otro, es angustiosa. Y justo porque el cine condensa los instantes y empuja al presente para que pase y deje en seguida de serlo, más ruda impresión de presente causa cada uno de ellos. Son instantes en silueta.

Si hubiese de poner al cine un lema de escuela artística yo escogería éste, por alguna utilizado: «más real que lo real». Los elementos de realidad que conserva están más acusados que en nuestro mundo ordinario. Tal vez este relieve cortante sea preciso para imprimirlos a golpe, de suerte que, a la par de percibidos, quede certificada su autenticidad.

Entonces, ¿cómo el cine puede ser un arte, es decir, un modo de desrealización? Una de esas coincidencias milagrosas que sólo ocurren en el arte [57] –un cuadro es una coincidencia milagrosa de objetos y colores bellos– ha juntado en el cine dos poderes igualmente formidables de realización y desrealización. Aquélla es únicamente medio para ésta. En una película reciente, el tapiz volador del cuento árabe pasea una pareja feliz sobre las calles de Bagdad, pobladas de una multitud boquiabierta. El efecto fallaría si todos los elementos del cuadro, sin exceptuar el tapiz, no fuesen percibidos, en fotografía como auténticos. En el cine, la irrealidad se presenta con los mismos caracteres de la realidad; la desrealización es conseguida por igual procedimiento que la realización. Por eso queda plenamente efectuada. El tapiz volador de la película es un legítimo tapiz mágico.

Cuando los estéticos tropiezan con la rigurosa exactitud del cine, renuncian a seguir, como si se les hubiera opuesto un muro infranqueable. Sólo es un cristal. [58] Contra él se rompe la cabeza el ciego{8}.

La butaca del cine es nuestro Clavileño de madera. Cuando sumidos en la oscuridad, como Don Quijote con los ojos vendados, el operador tienta la clavija, al punto nos vemos transportados en la noche tan cerca del cuerpo claroscuro de la luna, que casi la pudiéramos asir con la mano.

«La fotografía no puede dar lugar a un arte», dice el estético. Precisamente, la fotografía hace capaz al cine de todas las fantasmagorías e inverosimilitudes, sin que las cosas pierdan nunca, a través de todas sus vicisitudes, su potencia objetiva; todos hemos visto en el cine la metamorfosis de un objeto, su evasión [59] del mundo visible, la duplicación de un personaje, &c. Estas son las más sencillas. En un suplemento de la Prager Presse (26 de abril de 1925) encuentro dos fotografías enigmáticas bajo estas palabras, poco explícitas: «Por el empleo del cine-Cubor, invención del ingeniero Cernovicky, se pueden realizar multitud de ilusiones ópticas que hasta ahora no se habían logrado, tales como escenas en un mundo invertido, en la cuarta dimensión, movimiento de la realidad, etcétera». Pero el cine ni siquiera ha menester tales ingenios y complicaciones.

En el interior de todo cuento funciona un mecanismo de desrealización que trasluce como dibujado en línea de puntos. Es un objeto que confiere a su dueño poderes extraordinarios: las botas de siete leguas, el sombrero de Fortunato. Es el mismo protagonista: Pulgarcito, los enanos, los gigantes. Es el mundo al revés. [60] En definitiva, todos estos recursos mágicos de los cuentos no son otra cosa que puntos de vista insólitos desde los cuales se recogen visiones extrañas y, por así decir, antinaturales del mundo.

Fortunato hacía girar su sombrero de picos y se tornaba invisible. Desde su escondrijo inencontrable presenciaba el desarrollo de escenas que acontecían como si él estuviera ausente. ¿Qué visión más inusitada que aquella de donde no estamos? En su Ensayo de una dramaturgia dedica Balazs un capítulo a la cinematografía de animales. «Hay cosas en el cine cuyo particular encanto consiste en que muestran la naturaleza en estado original, aún no influida por el hombre. El placer de ver animales en el cine está en que no representan sino que viven ante nuestros ojos… Este acecho significa una relación personal, una actitud muy peculiar frente a la naturaleza que tiene el colorido de una rara aventura. [61] Pues ver la naturaleza desde muy cerca sin que ella nos vea es muy poco natural… En casos tales parécenos haber sorprendido un profundo misterio, una vida recóndita… Pertenece al más hondo anhelo metafísico del hombre el ver cómo son las cosas cuando no estamos entre ellas». El telecine es el punto de vista invisible, el verdadero sombrero de Fotunato.

Bien claro es mecanismo de las botas de cien leguas, la perspectiva visual del gigante que brinca de monte en monte. Y ¿cuál es el punto de vista de ese cinematográfico «mundo al revés» en que los nadadores saltan secos del agua y el tiempo retrocede hacia su origen? La física relativista da la respuesta, hasta hace poco imposible.

Con mayor frecuencia, el cine se sitúa en el punto de vista de Pulgarcito, de los enanos, del niño. En el centro de una escena, la pantalla nos acerca de pronto [62] el rincón de un cuarto, un metro cuadrado de suelo, los bajos misteriosos de una mesa… «Los niños –piensa Balazs razonando la intervención de actores infantiles en el cine– conocen los secretos de las habitaciones mejor que los adultos, porque todavía pueden gatear por debajo de los muebles. Los niños ven el mundo en aumento. Los adultos, en cambio, empujados hacia lejanos fines, pasan por alto las intimidades de las emociones angulares. Sólo el niño que juega se detiene en los detalles. Por esta razón, el niño está más en su casa en la atmósfera de la película, que sobre el tablado escénico». Pero esta conclusión desprovista de lógica no nos importa. La perspectiva pueril de Pulgarcito nos asoma, por los poros y rendijas de nuestro mundo, a otro sorprendente y desconocido, como el paisaje de una gota de agua mirada al microscopio. Lo maravilloso está inserto dentro de la [63] misma realidad, y a lo mejor, como en el cuento árabe, se tira un hueso de aceituna y se mata al tierno hijo de un efrit. Verlo o no verlo estriba únicamente en el punto de vista.

No es preciso que el cine nos presente al amo de las botas o del sombrero maravilloso, si proyecta sobre el lienzo el panorama reflejado en su retina; los ojos de Pulgarcito nos sirven de estereóscopo. El cine contiene tantos de estos aparatos mágicos, como instrumentos musicales arrastra el hombre-orquesta.

Los que han visto la infantilidad del cine han visto bien, aunque no hayan sabido discernir sus causas. Esta infantilidad es la objeción de los hombres superiores –literatos, pintores, estéticos, etcétera– contra el cine. ¿Prefieren entonces un arte para viejos? Nada deducen de que estos resortes funcionen todavía sin fallar nunca su efecto, que varíen tan poco, que sean tan simples, que, en fin, [64] perdure en el hombre una parte siempre fresca y niña. Tal vez el adorador de la evolución se desconsuele de esta persistencia del niño en el hombre maduro de un siglo que va a la proa de los siglos. Pero más bien es motivo de optimismo que no se haya agotado y desecado todavía la fuente de la puerilidad.

* * *

Aún podría hablar del cine como arte objetivo (desaparece la subjetividad del autor y hasta su nombre, y pasa a ocupar su lugar la dirección de escena, encargada de hacer que las cosas se realicen y se vean bien) y del cine como creador del internacionalismo concreto. Mas no quiero valerme del cine para desarrollar un largo metraje. De otra parte, a veces me seduce la manera de Joubert: «Yo soy como un arpa eólica, que suena cuando el aire la roza, pero sin llegar a formar nunca una melodía completa».

——

{1} En su libro Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films («El hombre visible o la cultura del cine»), del cual este ensayo es, en parte, comentario y complemento, y en parte, rectificación.

{2} Un sistema de este «conocimiento fisionómico» ha sido esbozado por primera vez en las conferencias de José Ortega y Gasset: «Temas de antropología filosófica» (Madrid, abril de 1925).

{3} Véase, por ejemplo, Kretschmer: Genio y figura, en el número II (agosto 1923) de la Revista de Occidente.

{4} «Todos los movimientos de la juventud actual significan el redescubrimiento del cuerpo humano» –dice el sociólogo Honigsheim.

{5} Balazs, en su libro, los olvida por completo.

{6} En el teatro, las variaciones de un mismo personaje cortado a la medida de un actor han producido muchas obras malas y muy pocas buenas; en el cine, las películas donde un actor realiza su único y verdadero papel son las mejores; por ejemplo, las de Charlot.

{7} «El cine no soporta la máscara como el teatro». Balazs.

{8} Léase, por ejemplo, el artículo de Conrado Lange: Bewegungs photographie und Kunst (Zeitschrift für Aesthetik; tomo XV, p. 88). Bela Balazs no entra en este problema estético; verdad es que se limita a una dramaturgia del cine.

(Fernando Vela, El arte al cubo, Madrid 1927, páginas 21-64.)


«Don Fernando Vela ha dado a los Cuadernos literarios uno sobre El arte al cubo. (Revelación de un crítico estricto, sólido y espléndido.) También Mauricio Bacarisse ha publicado literatura en esa misma Colección.» (E. Giménez Caballero, “Revista literaria ibérica”, Revista de las Españas, nº 19, marzo 1928, pág. 95.)

Un libro de Fernando Vela

No hay triunfo más puro ni más concreto que el de Fernando Vela en Madrid. Los asturianos saben de este escritor que vivió las dos terceras partes de su juventud entre ellos, adscrito a toda obra del espíritu, marcándole un contorno fino, sonriente, equilibrado, docto como él es, en suma. Este ovetense representativo es el propio Oviedo europeo, el último, el de la Universidad, el Ateneo y la “peña” del Campoamor o de la “Braserie”. Tiene todas las gracias modernas y el fondo típico, característico inviolable del viejo ovetense. Fernando Vela es el cónsul en Madrid de la Asturias nueva, el que mejor la representa. Yo diría su arquetipo.

Su éxito en Madrid, repito, es de los duraderos, de los que van agrupando valores hasta arrojar la suma de las máximas jerarquías. Su nombre va unido a la empresa intelectual más fértil de nuestro momento a la “Revista de Occidente”. Su periodismo está vivo en los editoriales de “El Sol” a los que ha marcado ese tono estricto y airoso que los hace inconfundibles en la Prensa mundial. Es, en realidad, un ensayista que hace periodismo sin contaminarse con lo que el periodismo tiene a veces de facilidad y superficialidad. Cuando se examine el avance de la Prensa española en estos últimos veinte años el nombre de nuestro paisano será el de un precursor.

El nombre de Fernando Vela suena entre los mejores con acento de respeto y de simpatía. Él trabaja callado, sin prisa, en su obra que no se evapora en la actualidad sino que va sedimentándose cada día. Como que es el pensamiento, la inteligencia y la cultura.

Ahora ha publicado un libro con cinco de sus mejores ensayos. No trato de hacer una crítica de este volumen que lanza “La Lectura” en sus “Cuadernos”, sino de notificarlo a los lectores de La Voz de Asturias. Porque el autor ni siquiera se ocupará de que su volumen llegue a las librerías. En ese libro hay una muestra espléndida del intelecto más equilibrado de la juventud literaria actual y la prosa más certera, transparente y ceñida de cuantos escriben prosa en la hora presente. Nos encanta la objetividad con que Vela enfoca los problemas, el punto crítico en que han sido logradas las ideas, la lozanía del lenguaje, el movimiento reposado y brillante de las metáforas, la cultura que esmalta y afirma los juicios. Y, sobre todo, la ironía ovetense, aro de luz que ciñe cada ensayo y filtra en él las gracias de un pensamiento que no pierde jamás su geométrica elegancia. “El arte no es nunca ingenuidad, sino ironía”, dice nuestro paisano con una frase que suscribiría “Clarín”.

El libro de Fernando Vela lleva el título del primer ensayo: “El arte al cubo”. Se examina en él la obra del joven compositor Ernesto Halffter. Después está “Desde la ribera oscura”, un maravilloso estudio del arte del cinema. Le siguen una crítica filosófica y esa deliciosa “Anatomía de una rana” donde está el mejor estudio del humorismo de Julio Camba. Completan la obra dos ensayos acerca de “La vida de los Termes” de donde Vela extrae símiles profundos para enfrentarse con los problema sociológicos palpitantes.

Lo que más sorprende, desde luego, es el aire alegre, limpio, fresco, que la prosa de Vela imprime a los temas más profundos, desconcertantes y pavorosos. Solo una inteligencia tan fina puede traer a los planos de la sensibilidad moderna ideas motrices, pesadas y soberbias como las que se examinan en esas páginas. Y, sin embargo, esos problemas aparecen aéreos, claros, casi inmateriales en su tejido que pudiéramos llamar poético tan pronto la pluma de Vela cae sobre ellos y los levanta con el imán de su estilo vigoroso y armónico.

Quiero copiar aquí para mis amigos de Oviedo una feliz alusión a la Catedral que encuentro en uno de los ensayos. Dice: “De ahí deriva el caos del cine, esa mezcla de realismo y fantasía, de barbarie y ternura... de este, como de otros enigmas semejantes me reveló una vez la clave la Catedral gótica que navega, enclavada, con su único mástil, sobre los tejados de mi ciudad. Fue cuando entre la hojarasca de un capitel descubrí, dejada allí, como una deyección en un rincón, por el obrero tallista, la figura de un hombrecillo lujurioso, y luego, por todas partes –hasta en las peanas de los santos– imágenes de íncubos, micos, una fauna monstruosa sobre la cual se eleva la Catedral con todas sus idealidades; con su única torre, huso alrededor del cual mi adolescencia devanaba sus ensueños. Desde entonces la Catedral gótica se me aparece como la representación más cabal de un alma humana, con su parte cavernaria y animal y su ápice místico”.

¿No es verdad que no hay quien ofrezca una impresión tan exacta, tan honda y al mismo tiempo tan lírica de la Catedral relacionándola con un problema de estética contemporánea?

Felicitémonos, asturianos, de tener aquí este símbolo de la Asturias europea alternando con los mejores de nuestra “élite” intelectual.

J. Díaz-Fernández

(La Voz de Asturias, Oviedo, jueves 29 de marzo de 1928, última página.)

Los ensayos de Fernando Vela

Creo que este librito, El Arte al cubo, que aparece en la serie de los “Cuadernos literarios”, es el primer libro de Fernando Vela.

Los “Cuadernos literarios” son una selección adornada por nombres ilustres y en que figuran también autores jóvenes distinguidos y prometedores, algunos de los cuales podrían pretender ya el título de jóvenes maestros si aquí estuviera en uso, como en Francia.

Aunque sea el primer libro (para mí lo es, si bien la bibliografía de los nuevos autores, por no estar bastante popularizada, puede reservar sorpresas), no es la revelación de un escritor desconocido. La parte que otorgan a la literatura los periódicos permite que un escritor pueda ser conocido, estimado y hasta famoso sin haber publicado un solo libro. Cavia era célebre antes de que saliera su primer volumen. Las hojas sueltas de su vasta producción estaban diseminadas en periódicos, y sólo faltaba encuadernarlas en libros. Era un maestro disperso. Por eso el primer libro no nos ofrece siempre una virginidad literaria.

Vela es conocido no sólo como periodista excelente, sino como escritor culto. Esencialmente culto, y aun “cultista”, de fina marca intelectual. Su puesto de secretario de la Revista de Occidente le erige en una especie de Privat Docent de esta Universidad literaria del siglo XX. Carlyle decía que la verdadera Universidad moderna era una biblioteca. Este símil, pues como símil hay que tomarlo, puede extenderse a las revistas que combinan la didáctica con la poesía. Algo de Universidad circulante y “popular” (el radio del pueblo, para las efectos de la cultura, varía según las épocas y la difusión de los conocimientos) tienen las bibliotecas y las revistas cultas.

* * *

Vela es conocido y estimado en el círculo selecto de los aficionados a las nuevas letras, los curiosos de ellas y los oficiantes. Hay escritores de circulación extensa y vulgar, pero que no gozan de una estimación literaria completa, y hasta pueden estar fuera de la literatura, como dijo Anatole France de Olmet. Paul Souday ha dicho que hacer una revista teatral es un arte mecánico, como fabricar un reloj de sobremesa. Arte mecánico o industrial hay en otras producciones artísticas de más pretensiones, y, si bien se mira, una revista podría ser una verdadera obra artística, una estupenda “féerie”, sin necesidad de otras hadas que las del tablado; el fruto, en fin, de la compleja colaboración de varias artes. Pero los autores son, por lo general, más modestos, y el público también, en sus aspiraciones. Un director genial de teatro, ese nuevo tipo de oficial de la belleza que se está iniciando, podrá rehabilitar a la revista.

Frente a esos escritores de circulación extensa y vulgar hay otros escritores de circulación selecta y reducida, estimados entre los cultos, pero poco populares. Por ahí empiezan generalmente los escritores nuevos de mérito. El caso más feliz es aquel en que se funden las dos circulaciones, o, si se quiere, la circulación y la consideración. Es el caso del genio o de los ingenios sobresalientes. Hoy la facilidad y abundancia de la letra impresa hace casi inverosímil el genio desconocido. El gran arte tiene más probabilidades que nunca de llegar a ser popular ahora que el pueblo de las letras tiene muchos más habitantes y no es necesariamente plebe.

* * *

Cinco ensayos comprende el “Cuaderno literario” de Vela: “El Arte al cubo", comentario sobre la estética de la música nueva; “Desde la ribera oscura (Para una estética del cine)”, “Sobre el problema de la filosofía”, “Anatomía de una rana” (acerca de La rana viajera de Julio Camba, a quien llama el más intelectual de los humoristas) y “La vida de los termes”. La variedad de estos asuntos, que van desde las ciencias naturales a la estética del arte nuevo, que Juan Cocteau ha llamado, con alguna exageración, la décima Musa (“Cinema dixième Muse”), acredita a la vez una curiosidad intelectual muy varia y una cultura muy extensa, pues Vela discurre acerca de tan diferentes temas como hombre de lectura y de pensamiento sobre todos ellos.

En muchas cuestiones y particulares no pienso como Fernando Vela; pero me atrae la finura intelectual con que ejercita el arte de disociar las ideas, como dice Remy de Gourmout, y de refinarlas. Hay ahora en la estética como una nueva y delicada escolástica que sobresale en la sutilidad.

Respecto a la música, a su filosofía o a su metafísica, creo que la interpretación más profunda, aunque no sea del siglo XX, es la de Schopenhauer, que veía en la música la voz de la Voluntad, de lo subconsciente, de lo que está debajo de la Representación. La música no puede ser clara en sentido intelectual; no es “racional”, sino emocional. La razón no tiene otro instrumento que la palabra. La música, a mi parecer, sigue siendo sirena; pero no es necesariamente una sirena triste.

Es perspicaz la observación que hace Vela; estamos en tal situación, que la música necesita evocar otra música; sí; así es en las promociones recién acuñadas del modernismo, palabra vieja cuyo contenido real se renueva. El intelectualismo, el “alejandrinismo” de nuestra época hace que todo se refiera a un antecedente culto; que ante el cuadro, la música o el poema se evoque un recuerdo erudito o se establezca una relación erudita, interpuesta entre el contemplador y la Naturaleza. Es un mediador que complica las cosas, que a veces enriquece el goce artístico y otras deforma la emoción, apartándola de sus fuentes puras y originales.

E. Gómez de Baquero

(El Sol, Madrid, 8 de abril de 1928, pág. 2.)

Fernando Vela

«el arte al cubo [fotografía] Fernando Vela. Autor de “El Arte al Cubo”, que acaba de aparecer en Cuadernos Literarios. (La Lectura.)» (La Gaceta Literaria, nº 33, Madrid 1 mayo 1928, pág. 7.)

«Don Fernando Vela ha dado a los Cuadernos literarios uno sobre El arte al cubo. (Revelación de un crítico estricto, sólido y espléndido.) También Mauricio Bacarisse ha publicado literatura en esa misma Colección.» (E. Giménez Caballero, “1928: total de libros”, La Gaceta Literaria, nº 50, Madrid 15 enero 1929, pág. 3.)

«Que lo dicho por Fernando Vela con respecto a la música –“El arte al cubo”–, se aplique propiamente a la literatura y tendremos una aproximación a la fórmula empleada por la experiencia de Bergamín para infundir a su prosa un encanto cercano, aprendido tan lejos.» (Rafael Porlán y Merlo, “Enemigo que huye”, Mediodía, Sevilla, febrero 1929, nº 14, pág. 22.)

«Banquetes literarios: El de Camba. A Julio Camba, el enemigo de los banquetes, le han dado uno sus amigos y admiradores. Ya que al gran humorista le habían por cable escamoteado de esta vida podía asistir desde la otra como convidado de piedra. Y así fué cumpliendo con su destino y recibiendo el homenaje de sus lectores. Desde este Mirador, para adherirnos al banquete, nada mejor que leer el magnifico ensayo que el fino espíritu de Fernando Vela dedicó a Camba en su libro El arte al cubo. Subrayemos el párrafo final: “Cuando nuestro aparato intelectivo ha jugado todas sus ruedas y operado todos sus movimientos sin resultado útil, y se encuentra con la incongruencia oculta, el espíritu se ríe de sí mismo, la razón se burla de la razón. Es la pura risa intelectual esta que hallamos en la obra de Camba.”» (Guillén Salaya, “Mirador literario”, El Imparcial, Madrid, domingo 14 abril 1929, pág. 8.)

«Un scriptor germànic, Béla Balazs, comentat per Fernando Vela (El Arte al Cubo), n'ha parlat agudament. Els termes, però, que l'inclouen, són de categoria inesgotable.» (Guillem Díaz Plaja, “Una cultura del cinema. Plasticitat”, Mirador, Barcelona, 28 novembre 1929, nº 44, pág. 6.)

«Revalorización de la superficies, El cinema tiende a la revalorización de las superficies. Del mundo sensible que nos rodea. Béla Balasz (comentado por Fernando Vela: El arte al cubo); ha sido quien ha hecho sobre este fenómeno –sensacional– un más afortunado hincapié. El adjetivo “superficial”, dejando su viejo sentido peyorativo, por el auge de la cultura sensorial. Y ésta es una forma de superación del siglo XIX: la posibilidad de enfrentar estos dos conceptos –Profundidad y Superficie– sin sombra de rubor.» (Guillermo Díaz Plaja, “Una cultura del cinema”, La Gaceta Literaria, nº 79, Madrid 1 abril 1930, pág. 6.)

«Bela Balazs fa notar com al teatre sol diferenciar-se l'obra de la representació. Al cinema sols hi ha representació. O millor encara –com vol Fernando Vela–, presentació. “El personatge… és exactament igual a la seva aparença.” Quan al cinema soviètic el personatge camperol és representat –presentat– precisament per un campero, no es fares més que posar en pràctica aquesta teoria. Al teatre no existeis la microscopia del gest de què Fernando Vela parlava (1. El arte al cubo. Cuadernos literarios de La Lectura, Madrid).» (Guillem Díaz Plaja, “Mímica i Teatre”, Mirador, Barcelona, 18 septiembre 1930, nº 86, pág. 5.)

[ Los Cuadernos Literarios ]

Los Cuadernos Literarios no pretenden ser una colección análoga a las que ya circulan en la librería española. Sin desdeñar al gran público, cuya avidez de lectura parece colmada por la incesante producción novelesca, querrían los Cuadernos Literarios hablar a un núcleo de lectores que no limitan su curiosidad a la ficción narrativa, y ofrecer al mismo tiempo a los escritores que hoy cultivan géneros menos solicitados campo modesto e independiente.

En el própósito de los Cuadernos Literarios está el responder con la fidelidad posible a las corrientes espirituales, quizá un poco antagónicas, para vistas de cerca, que se van marcando en nuestros días. Junto a la obra del hombre consagrado con personalidad definida, cabe aquí la tentativa del escritor joven que ve claro su propósito. Pretenden, en suma los Cuadernos Literarios ser un reflejo de la vida literaria contemporánea, sin reducirla al círculo intelectual de un grupo, de una tendencia o de un país.

[contracubierta.]

[ Cuadernos de Ciencia y de Cultura ]

Cuadernos de Ciencia y de Cultura
publicados

I. P. Dorado Montero: La naturaleza y la Historia. Metafísica y Psicología. 3,00 pesetas.

II. G. Marañón: Gordos y flacos. Estado actual del problema de la patología del peso humano. 2,00 pesetas.

III. Eugenio d'Ors: Una primera lección de Filosofía. 1,50 pesetas.

IV. José M. Sacristán: Figura y carácter. 2,00 pesetas.

V. Manuel Bastos Ansart: Los mecanismos del movimiento en el hombre y en los animales. 2,00 pesetas.

VI. S. Carnot: Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego y sobre las máquinas aptas para desarrollar esta potencia.

VII. Luis Fortún: Tuberculosis. Evolución y estado actual de su concepto patológico como base del problema práctico.

[contracubierta trasera.]

Cuadernos Literarios

Primera serie

Pío Baroja: Crítica arbitraria. 1,00 ptas.

Santiago Ramón y Cajal: Pensamientos escogidos. 1,50 ptas.

D. de Regoyos: España Negra. 1,75 ptas.

Ramón Menéndez Pidal: Un aspecto en la elaboración del «Quijote». 1,50 ptas.

Alfonso Reyes: Calendario. 2,25 ptas.

J. Moreno Villa: Comedia de un tímido. 1,25 ptas.

Segunda serie

Enrique Díez-Canedo: Algunos versos. 1,75 ptas.

Andrenio: Cartas a Amaranta. 2,25 ptas.

Ramón Gómez de la Serna: Caprichos. 1,75 ptas.

J. Gutiérrez Solana: Dos pueblos de Castilla. 1,25 ptas.

Gerardo Diego: Manual de espumas. 1,25 ptas.

Azorín: Racine y Moliére. 1,50 ptas.

Tercera serie

Eugenio d'Ors: «Religio est libertas». 1,00 ptas.

Félix Urabayen: Vida ejemplar de un claro varón de Escalona. 1,00 ptas.

Benjamín Jarnés: Ejercicios. 1,75 ptas.

Manuel Azaña: La novela de Pepita Jiménez. 1,50 ptas.

Mauricio Bacarisse: El Paraíso desdeñado. 1,00 ptas.

Fernando Vela: El arte al cubo y otros ensayos. 1,75 ptas.

Cuadernos en preparación

A. Espina, A. Machado, M. de Falla, J. Ortega Gasset, F. García Lorca, Corpus Barga, Gabriel Miró, R. Pérez de Ayala, P. Henríquez Ureña, Jorge Guillén, Enrique de Mesa, Pedro Salinas, &c.

Venta exclusiva en «La Lectura»
Paseo de Recoletos, 25. Madrid.

[cubierta trasera.]