Filosofía en español 
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Tomo segundo Carta sexta

La elocuencia es naturaleza, y no Arte

1. Muy Señor mío: Pregúntame Vmd. qué estudio he tenido, y qué reglas he practicado para formar el estilo, de que uso en mis Libros, dándome a entender, que le agrada, y desea ajustarse a mi método de estudio, para imitarle. Siendo este el motivo de la pregunta, muy mal satisfecho quedará Vmd. de la respuesta, porque resueltamente le digo, que ni he tenido estudio, ni seguido algunas reglas para formar el estilo. Más digo, ni le he formado, ni pensado en formarle. Tal cual es, bueno, o malo, de esta especie, u de aquella, no le busqué yo: él se me vino; y si es bueno, como Vmd. afirma, es preciso que haya sido así, como voy a probar.

2. Sólo por dos medios se puede pretender la formación de estilo, el de la imitación, y el de la práctica de las reglas de la Retórica, y el ejercicio. Aseguro, pues, que por ninguno de estos medios se logrará un estilo bueno. No por el de la imitación, porque no podrá ser perfectamente natural; y sin la naturalidad, no hay estilo, no sólo excelente, pero ni aún medianamente bueno. ¿Qué digo ni aún medianamente bueno? Ni aún tolerable.

3. Es la naturalidad una perfección, una gracia, sin la cual todo es imperfecto, y desgraciado, por ser la afectación un defecto, que todo lo hace despreciable, y fastidioso. Todo digo, porque entienda Vmd. que no hablo sólo del estilo. A todas las acciones humanas da un baño un baño de ridiculez la afectación. A todas constituye tediosas, y molestas. El que anda con un aire, o movimiento [45] afectado; el que habla; el que mira; el que ríe; el que razona; el que disputa; el que coloca el cuerpo, o compone el rostro con algo de afectación; todos estos son mirados como ridículos, y enfadan al resto de los hombres. El que es desairado en el andar, o torpe en el hablar, algo desplacerá a los que le miran, u oyen; mas al fin, sólo eso se dirá del que es desairado en lo primero, y torpe en lo segundo. Pero si con la imitación de algún sujeto, que es de movimiento airoso, y locución despejada, afecta uno, y otro, sobre no borrar la nota de aquellas imperfecciones, se hará un objeto de mofa, y aún le tendrán por un pobre mentecato.

4. Sólo una excepción se me ofrece hacer en esta materia, y es a favor de la adulación. Este diabólico hechizo siempre se queda hechizo, de cualquier modo que se confeccione. Necesariamente entra en él la afectación, y con todo siempre agrada. Por más que se coloque la lisonja en voces desentonadas, para los oídos del adulado es más dulce que el canto de las Sirenas.

5. A todo lo demás inficiona, y corrompe la afectación. Es preciso, que cada uno se contente en todas sus acciones con aquel aire, y modo, que influye su orgánica, y natural disposición. Si con ese desagrada, mucho más desagradará, si sobre ese emplasta otro postizo. Lo más que se puede pretender es, corregir los defectos, que provienen, no de la naturaleza, sino , u de la educación, u del habitual trato con malos ejemplares. Y no logra poco, quien lo logra. En esto fácilmente se padece equivocación, tomando uno por otro. De algunos se piensa, que enmendaron la naturaleza, no habiendo hecho otra cosa, que desnudar un mal hábito.

6. Es una imaginación muy sujeta a engaño la de la pretendida imitación del estilo de este, o aquel Autor. Piensan algunos, que imitan, y ni aún remedan. Quiere uno imitar el estilo valiente, y enérgico de tal Escritor, y saca el suyo áspero, bronco, y desabrido. Arrímase otro a un estilo dulce; y sin coger la dulzura, cae en la [46] languidez. Otro al estilo sentencioso; y en vez de armoniosas sentencias, profiere fastidiosas vulgaridades. Otro al ingenioso, como si el ingenio pudiera aprenderse, o estudiarse, o no fuese un mero don del Autor de la Naturaleza. Otro al sublime, que es lo mismo que querer volar quien no tiene alas, porque ve volar al pájaro, que las tiene. ¿Y qué sucede a todos estos? Lo que ya advirtió Quintiliano, que caen con su imaginada imitación en su estilo peor, que aquel que tuvieran, siguiendo el proprio genio, sea el que fuere; porque al fin, éste podrá ser bajo; aquél, sin dejar de ser bajo, toma la deformidad de ridículo: Plerumque declinant in peius, & proxima virtutibus vitia comprehendunt, fiuntque pro grandibus tumidi, pressis exiles, fortibus temerarii, laetis corrupti, compositis exultantes, simplicibus negligentes (Instit. Orat. lib. 10. cap. 2.).

7. Es verdad, que Quintiliano da una instrucción para que no se caiga en este inconveniente, que es, que cada uno examine sus fuerzas, para no emprender más que lo que ellas pueden: In suscipiendo honore consulat suas vires. Pero esto es proponer un medio, o imposible, o punto menos. ¿Quién hay que mida exactamente la extensión de sus fuerzas? En orden a las facultades corpóreas esto es fácil, porque es visible, y palpable. Pero en orden a las espirituales, muéstreseme el hombre, que no piense de sí más de lo que puede. Si esta regla padece alguna excepción, es sólo en los grandes ingenios, cuya penetración es capaz de la reflexión más difícil de todas; esto es, la justa reflexión sobre sí mismos. Pero aún éstos se engañan, si al ingenio no acompaña, o una superior ilustración gratuita, o una índole medrosa, y desconfiada. De ahí abajo todos se engañan en una proporción inversa de la presunción con la habilidad; quiero decir, que tanto padecen mayor engaño en lo que presumen, cuanto es menos lo que alcanzan.

8. Un ejemplar, que muestra cuán expuestos están los hombres a errar en el concepto de que imitan tal, o [47] tal estilo, me presenta cierto Escritor moderno, por otra parte muy capaz, que está persuadido a que su pluma es fiel copista de la de Don Diego Saavedra, cuando los demás hallan de uno a otro estilo la diferencia que hay del noble al humilde, del enérgico al flojo, y del vivo al muerto. Acaso escribiría mejor, si se sacudiese de esa literaria servidumbre: que así la llamo, siguiendo a Horacio, de quien es aquella invectiva: ¡Oh imitatoris servum pecus! En esto, como en otras muchas cosas, cada hombre tiene su carácter, que le distingue, y hace distinguir por los que son dotados de algún conocimiento, los cuales disciernen muy bien lo que es copia, y cuánto dista ésta de la perfección del original. El discreto Conde de Erizeira, que escribió la Vida de Jorge Castrioto, se propuso, como él mismo confiesa, imitar el estilo Castellano de nuestro Don Antonio de Solís; y no negaré, que le imitó, pero quedando un gran intervalo entre los dos. Siguió sus pasos, pero de lejos. Digo lo mismo, que acaso deleitaría más a los Lectores aquel Prócer Portugués, si entregase enteramente su pluma a la dirección de su genio.

9. Y si aún los que son bastantemente hábiles, degeneran tan sensiblemente del modelo, que se proponen; ¿qué sucederá a los que nacieron con un talento, que aún no llega a la mediocridad? Lo que a los grajos, que pretenden remedar el gorjeo de los ruiseñores; lo que al Pastor, que quiere con la zampoña emular la armonía de la lira. En caso que logren alguna ruda semejanza del ejemplar que atienden, será una semejanza como la del mono con el hombre, que eso mismo le hace más feo que otros brutos. ¿Y qué son realmente estos imitadores, sino unos ridículos monos de otros hombres?

10. Si el componer el estilo por imitación sale mal, el formarle por la observancia de las reglas aún sale peor. Las reglas que hay escritas son innumerables. ¿Quién puede hacérselas presentes todas al tiempo de tomar la pluma? Mientras piensa en una, o en dos, o tres, se le [48] escapan todas las demás. No sólo cada periodo, aun cada frase, y cada voz ha de proporcionar a quinientas normas diferentes. No basta que no discrepe de ésta, o de aquélla; es menester que de ninguna discrepe.

11. Lo peor es, que aunque hay tanto escrito de reglas, aún es muchísimo más lo que se puede escribir, porque no hay regla, que padezca sus excepciones; y para las mismas excepciones hay otras excepciones.

12. El genio puede en esta materia lo que es imposible al estudio. A un espíritu, que Dios hizo para ello, naturalmente se le presentan el orden, y distribución, que debe dar la materia sobre que quiere escribir: la encadenación más oportuna de las cláusulas: la cadencia más airosa de los periodos: las voces más propias: las expresiones más vivas: las figuras más bellas. Es una especie de instinto lo que en esto dirige el entendimiento. Mas por sentimiento, que por reflexión, distingue el alma estos primores. En la invención de ellos está ocioso el discurso, dejándolo todo a cuenta de la imaginación.

13. Nadie con razón me podrá oponer el símil de las artes factivas, donde el estudio, y observancia de las reglas hace Artífices peritos, y sin ellas ninguno lo es. No hay paridad de uno a otro. ¿Quién no ve, que si el símil fuese justo, así como sin el estudio de las reglas de la Pintura, nadie se hace ni aún Pintor mediano, así sin el estudio de las reglas de la Retórica, nadie sería ni aún medianamente elocuente? Sin embargo, cada día se ve lo contrario. Amiot de la Housaye dice, que Gastón, Duque de Orleans, que nada había estudiado, hablaba en el Parlamento, siempre que se ofrecía, tan bien como un buen Orador; y Luis, Príncipe de Condé, que estaba instruido en las reglas de la Retórica, apenas acertaba a formar dos cláusulas oportunamente (Mem. Históricas. tom. 2. Condé).

14. Hay una gran diferencia, en cuanto a la aplicación, entre las reglas ordenadas a artificios materiales, y [49] las que dirigen en materias puramente intelectuales. En las primeras es por lo común evidente, y visible la conformidad, o disconformidad con las reglas; v. gr. si una línea es recta, o torcida, si la curvatura de un arco es tanta, o cuanta, la aplicación de la regla, o el modelo quita toda duda. En el uso de las segundas todo va, digámoslo así, a buen ojo. No hay Geometría para medir, si una metáfora, v. gr. salió ajustada, o no a las reglas. De aquí la frecuente oposición de opiniones entre los Retóricos facultativos, cuando se trata de censurar alguna pieza de elocuencia. Y es, que el acierto en esto, como en otras muchas cosas, pende puramente de una facultad animástica, que yo llamo Tino mental. El que tiene esta insigne prenda, sin alguna reflexión a las reglas, acierta; y cuanto con mayor perfección la posee, tanto con más seguridad se pone en el punto debido. El que carece de ella, por más que ponga los ojos en las reglas, desbarra; porque es también menester el Tino mental para discernir, si el rasgo que tira es conforme, o diforme a las reglas, y ése le falta: juzgará que se eleva al estilo sublime, y caerá en el obscuro, y violento; que forma un hipérbole magnífico, y le sacará monstruoso, &c.

15. El símil más justo (aunque no absolutamente perfecto), que en cuanto al uso, y utilidad hallo para el arte de la Retórica, es de la Lógica, o arte Sumulística. Da éste reglas para razonar bien, como aquel para hablar bien. Pero del mismo modo que el que no tiene bastante entendimiento para discurrir bien, discurre defectuosamente por lo común, por más que haya estudiado las reglas Sumulísticas; y el que le tiene, discurre con acierto, aunque las ignore; ni más, ni menos, el que no tiene genio, nunca es elocuente, por más que haya estudiado las reglas de la Retórica; y lo es el que lo tiene, aunque no haya puesto los ojos, ni los oídos en los preceptos de este Arte. He visto (¿y quién no los habrá visto?) muchos Escolásticos, que tenían en la uña [50] todas las reglas de las Súmulas, y apenas razonaban justamente en materia alguna; al contrario experimenté muchos sujetos, que razonaban admirablemente, sin noticia alguna de los preceptos de la Lógica. Estos, sin haber oído jamás hablar de apelaciones, suposiciones, ampliaciones, restricciones, conversiones, equipolencias, modalidades, &c. guiados de la luz nativa de su entendimiento, prueban lo que proponen, sin incurrir en alguno de los vicios, que van a precaver aquellas reglas. Y aquellos, después de quebrarse mucho la cabeza en mandarlas a la memoria, trompican contra ellas a cada paso. Lo cual consiste en que para hablar, y discurrir con acierto, más vale un buen golpe de ojo del entendimiento, que muchos repasos de las reglas; ya porque si no hay bastante capacidad, se yerra muchas veces el uso de ellas; ya porque mientras se pone la atención en alguna, o algunas, se pasan por alto todas las demás. ¿Quién en cada cláusula, en cada proposición, que ha de formar, puede tener presente tanta copia de preceptos, para no discrepar de ninguno de ellos?

16. Lo más que yo podré permitir (y lo permitiré con alguna repugnancia) es, que el estudio de las reglas sirva para evitar algunos groseros defectos. Mas nunca pasaré, que pueda producir primores. La gala de las expresiones, la agudeza de los conceptos, la hermosura de las figuras, la majestad de las sentencias, se las ha de hallar cada uno en el fondo del proprio talento. Si ahí no las encuentra, no las busque en otra parte. Ahí están depositadas las semillas de esas flores; y ese es el terreno donde han de brotar, sin otro influjo, que el que acalorada del asunto, les da la imaginación. Quiero hacer sensible esto con la experiencia.

17. Propóngase a uno, que tuvo estudio, y carece de genio, para que discurra sobre él, no filosófica, sino retóricamente, este trivialísimo asunto: La obligación que tienen los nobles a imitar a sus ascendientes. Considérole desde luego repasando con la memoria las reglas, [51] y ejemplos que leyó en las Instrucciones Oratorias de Quintiliano, en el Tratado de Elocuencia del Padre Causino, y en el Canochiale Aristotélico de Manuel Thesauro. ¿Qué hará con todo eso? Aseguro que nada. Las reglas son unas luces estériles, como las sublunares, que alumbran, y no influyen. Dan un conocimiento vago, y de mera teórica, sin determinación alguna para la práctica. Los ejemplos son hazañas de otros ingenios, que no puede imitar sino quien tenga valentía igual a la suya. ¿Qué importa que yo vea cómo se remonta el Aguila a la segunda región del aire? ¿Podré por eso elevarme a la misma altura, no teniendo las mismas alas, y la misma fuerza?

18. Mas al fin, mi retórico de estudio hará su composición, en que naturalmente habrá mucho de follaje afectado, con nada de gala, o ingenio; porque yo nunca puedo esperar más de quien para la retórica no tiene otro auxilio, que el estudio del Arte. Sea lo que fuere, pretendo que su producción se coteje con el rasgo siguiente, que sobre el mismo asunto produjo por diversión un sujeto de alguna habilidad, pero que jamás había estudiado ni una hoja de Retórica.

19. Es la nobleza semilla de la virtud. Siémbrase en el cuerpo, y fructifica en el alma. Quien comunica la sangre, comunica los espíritus. Aún a largas distancias conserva su purpúreo raudal la dirección que le dio la excelsa fuente de donde se deriva. Del fervor, que la inflama, se levanta la llama, que la ilustra. Sirve la gloria heredada de estímulo contra las perezas del corazón. Preséntase en la memoria; y puesta en la memoria, es despertador de la voluntad. Ofrécele aquel objeto al noble un original, de quien ha de sacar en sí mismo la copia: un espejo, donde vea, no lo que es, sino lo que debe ser: una escuela mental, en quien sus Progenitores son sus Maestros. El que degenera de ellos, se constituye extraño, respecto de los mismos que mira como suyos. Se hace forastero, o huésped intruso en su propia casa. No le [52] queda de la prosapia otra cosa, que el apellido; y aún ese debe hacer la cuenta, que se le adapta como bastardo. Cuando hablare de sus ilustres predecesores, no diga que desciende de ellos, sino que baja, o no sólo que baja, sino que cae. La distancia que hay entre el heroísmo, y la vileza, es el espacio que mide con la caída. La fealdad del vicio duplica su deformidad en quien debiera apropiarse como hereditaria la virtud. Cuantos ascendientes gloriosos jacta, tantos fiscales de su conducta se cuenta. Aquella gloria es su ignominia. Lo mismo que le ensoberbece, le abate, porque no le toca de aquella luz sino el humo. Considérese en el árbol genealógico, que tanto ostenta, como una rama marchita, a quien el aire de la vanidad agita para nada más que hacer ruido. En la Filosofía Etica la nobleza, que no obra, no existe. Los Escudos de Armas, que adornan sus paredes, ennoblecen el edificio, y desdoran la persona. La memoria de triunfos pasados, que abrió el cincel en la frente de la casa, acuerda a todos, que está muerta en el corazón de su dueño.

20. Yo me persuado a que en este breve discurso hallarán los inteligentes sentencias ingeniosas, alusiones oportunas, figuras elegantes, y otros primores de Retórica, que en este Arte tienen sus nombres, y definiciones; pero no sólo las definiciones, pero aun los nombres creo ignoraba el que le hizo: que en esta materia sucede, que el buen genio acierta con las cosas, sin saber ni aún los nombres; y el estudio sin genio, teniendo en la memoria de los nombres, definiciones, y divisiones, no acierta con las cosas. Acuérdome de haber leído, que queriendo un Príncipe hacer un suntuoso Palacio, llamó para ello dos Arquitectos famosos. El uno era un gran dogmático en su Arte, del cual tenía en la uña infinitos preceptos, que había aprendido en varios libros: el otro de poco estudio teórico; pero dotado de insigne numen para la práctica. Llegando el caso de proponerles el Príncipe la obra que intentaba, habló el primero [53] en la materia con mucha erudición, llenando de mil voces Geométricas, y Arquitectónicas un largo razonamiento. Habiendo acabado, le preguntó el Príncipe al segundo ¿qué tenía que decir sobre el caso? Señor, respondió él, yo no tengo que decir otra cosa, sino que haré todo lo que ha hablado mi compañero. Bien clara está al asunto la aplicación.

21. Y si en lo que mira a hablar, o escribir con exornación, gula, y agudeza, basta el genio, y sobra el estudio, como me parece dejo bastantemente probado; con más razón se podrá asegurar lo mismo en orden a la parte más importante, y esencial de la elocuencia, que es la persuasiva. ¿Quién no ve, que ésta meramente es obra de un entendimiento claro, de una perspicacia nativa, la cual representa las razones más oportunas, y eficaces para mover, atentas las circunstancias, a los oyentes, o lectores, sobre el asunto que se propone? Supongo que conduce mucho para ello la claridad, y el orden. Pero estoy siempre, en que esto lo hará mucho mejor el genio que el estudio. Lo mismo digo de las expresiones patéticas para excitar los afectos. Aunque pienso, que en cuanto a la eficacia de éstas están algo engañados, no sólo los Oradores comunes, mas aun los mismos Maestros de la Oratoria. Lo que queda subsistente en el espíritu de los oyentes para moverlos a obrar, cuando llegue la ocasión, aquello que se les ha procurado persuadir, es la fuerza substancial de las razones. Hace sin duda mucho al caso, que las razones se propongan con fuerza, y energía, porque penetran así, y hacen más profunda impresión en el ánimo; pero la virtud excitativa de los afectos, que consiste precisamente en las voces, es de un influjo muy pasajero, que apenas espera para disiparse a que los oyentes desocupen el Teatro.

22. Sólo resta ya decir algo en orden al ejercicio. Veo éste generalmente recomendado; y parece que con razón: ¿porque qué materia hay en que el ejercicio no habilite las potencias, y les preste facilidad, y despejo [54] para ejecutar con más presteza, y perfección? Sin embargo, mi experiencia me hace desconfiar algo de este medio. Diez y siete años ha que estoy ejercitando la pluma en todo género de estilos, porque de todos géneros lo pedía la variedad de los asuntos, el sublime, el mediano, el humilde, el exhortatorio, el narrativo, el increpatorio, tal vez el festivo, &c. y veo bien claro, que con todo este ejercicio, en nada he mejorado el estilo, ni creo que nadie le hallará poco, ni mucho más perfecto en mis últimas producciones, que en las primeras.

23. Quédame, no obstante (por confesarlo todo), un leve recelo, de que en mi genio, o llámese disposición del temperamento, haya algún estorbo oculto, para que en orden a la elocuencia me sirvan los auxilios, que aprovechan a otros. Sé con toda certeza, que me es imposible acomodarse a la imitación de otro algún Escritor. La poca, y ligera lectura, que por mera curiosidad he tenido uno, u otro breve rato en algunos Autores, que han tratado de Retórica, me ha dado a conocer con la misma evidencia, que la aplicación al uso de las reglas, en vez de ayudarme, me embarazaría. Acabada la Gramática, me dieron unas pocas lecciones de Retórica, que olvidé enteramente; y si más hubiera estudiado, más procurará olvidar por la razón expresada, que me estorbaría en vez de aprovecharme. En orden al ejercicio ya tengo dicho. Acaso otros tendrán mejores disposiciones para que la imitación, el ejercicio, y el estudio les sirvan. Pero a todos aconsejaré, que no se fíen al propio dictamen en orden al concepto, que deben hacer de las ventajas, que han adquirido con esos auxilios. Es facilísimo engañarse cada uno a sí mismo en esta materia. ¿Cuántos, pensando que con la imitación han mejorado de estilo, le han empeorado con la afectación? Conozco algunos.

24. Si alguna cosa puede aprovechar en esta materia, es, en mi dictamen, el frecuentar buenos ejemplares [55], así en la lectura, como en la conversación. Pero esto no se haga con la mira de imitar a alguno, o algunos, de que resultarían los inconvenientes que he expresado. Tampoco se ha de poner estudio en mandar a la memoria las voces, o frases, que se oyen, o leen. Sucederá que éstas, en el contexto del que las profiere, están colocadas de modo, que hacen un bello efecto; y traspuestas a otro, tendrán mal sonido. ¿Pues qué fruto se puede sacar de los buenos ejemplares sin este cuidado? No será muy mucho; pero será alguno. Insensiblemente se va adquiriendo algún hábito para hablar con orden. Sirven también las voces, y frases de los buenos ejemplares, que se frecuentan, no poniendo cuidado en estudiarlas, ni usar de ellas. Sin eso se quedarán muchas veces en la memoria, y como espontáneamente se vendrán a veces, sin llamarlas, a la lengua, o a la pluma. De este modo vendrán bien, y caerán en su lugar, como si fuesen producciones del proprio fondo. Este es, en mi sentir el único medio, que hay para ayudar en el estilo la naturaleza con el arte; porque en él toma el arte el modo de obrar de la naturaleza. Es cuanto sobre el asunto puedo decir a Vmd. cuya persona guarde Dios, &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo segundo (1745). Texto según la edición de Madrid 1773 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo segundo (nueva impresión), páginas 44-55.}