Filosofía en español 
Filosofía en español

Miguel Delibes Setién  1920-2010

Novelista español, periodista y catedrático de Derecho mercantil, nacido y muerto en Valladolid, individuo de número de la Real Academia Española de la Lengua desde 1975 (nº 390), fue el último de los académicos de la lengua que ingresó en la institución en vida del general Franco. Se dio a conocer como escritor al recibir el Premio Nadal en 1947 por La sombra del ciprés es alargada. Subdirector desde 1952 del diario El Norte de Castilla, de Valladolid, y su director entre 1958 y 1963. En 1964 permanece unos meses en los Estados Unidos como profesor visitante de la Universidad de Maryland. En 1982 recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (junto con Gonzalo Torrente Ballester). En 1991 recibe el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 1998 publica El hereje, su última gran obra, y ese mismo año recibe el Premio Nacional de Narrativa.

Responde al cuestionario del vidrioso agente Sergio Vilar en Manifiesto sobre Arte y Libertad. Encuesta entre los intelectuales y artistas españoles (Las Américas Publishing Company, Nueva York 1963, págs. 117-118).

Miguel Delibes

Nació en Valladolid en 1920. Doctor en Derecho. Perito e intendente mercantil. Catedrático, por oposición, de Historia de la Cultura en la Escuela de Comercio de la sobredicha ciudad. Es subdirector del diario vallisoletano El Norte de Castilla. Se dio a conocer como escritor con La sombra del ciprés es alargada, con cuya novela obtuvo el Premio Nadal 1947. A esta obra siguieron: Aún es de día, Mi idolatrado hijo Sisí, Diario de un cazador, por el que se le concedió el Premio Nacional de Literatura “Cervantes” de 1955, La partida, El loco, Los raíles, La barbería, Siestas con viento sur (Premio Fastenrath), Diario de un emigrante, La hoja roja, Por esos mundos y Las ratas.

Respuestas

(“…creo que aunque no muy ordenadamente –ya ve usted hasta qué punto me molestan las vallas y los casilleros– respondo a todo lo que me pregunta…”)

Pienso, en efecto, que el arte debe basarse únicamente en la libre actitud creadora del artista y, consecuentemente, toda presión exterior –bien sea de absoluto dirigismo o simplemente de orientacionismo– atenta contra los resultados estéticos. El arte debe servir al arte, lo que no quiere decir que en el arte no repercutan, o puedan repercutir, las circunstancias históricas, políticas o sociales del momento. En este sentido siempre hubo obras de arte “comprometidas” o “inspiradas” por una determinada situación política como podemos observar si repasamos las culturas orientales, o las de Grecia y Roma clásicas.

En todo caso el artista debe vigilar su libertad interior y ser consecuente con ella. La coacción nunca podrá amordazarle. El arte es uno solo, de manera que al artista que se le veda un medio de expresión, hallará en seguida otro para sustituirle. Es imposible imponer silencio al hombre que tiene algo que decir. Rafael Alberti a quien en la Argentina de Perón se le ponían dificultades para publicar sus poemas, vivió varios años pintando cuadros y biombos.

De lo antedicho se deduce que al artista, aun cuando nunca sea posible reducirle a la mudez, precisa un clima de libertad para realizarse. Lógicamente es razonable que luche y se rebele ante un medio que le es adverso, que trata de ahogar –o de encauzar– su voz. La sociedad no sé si merecerá esta actitud abnegada del artista pero sí la merece el Arte. La sumisión a un programa o a unas consignas representa el primer indicio de esterilidad. Nada tengo, sin embargo, contra aquellas normas que en los países liberales, tratan de imponer un coto a la pornografía y a la disolución de los sentimientos nobles y elevados, por más que quien en esto incurre por sistema haya renunciado de antemano a su condición de artista, se ha prostituido.

Sergio Vilar, Manifiesto sobre Arte y Libertad. Encuesta entre los intelectuales y artistas españoles, Nueva York 1963, páginas 117-118.

Responde en 1973 como “escritor” al cuestionario de Fernando Lázaro Carreter en su encuesta Literatura y educación, publicada en 1974:

Miguel Delibes

1. Creo que es muy escasa esa atención. Y, sin embargo, la literatura se abre paso. En el último lustro el promedio de libros editados en el país ronda los 15.000 títulos anuales. Y hay que pensar que cuando las editoriales lanzan tantos libros es por la sencilla razón de que alguien los demanda. Y esto ha sucedido así a pesar de que las ayudas oficiales han sido mínimas. Cuando estas ayudas han desbordado lo habitual, como ha ocurrido, por ejemplo, con el lanzamiento de la Biblioteca RTV, para lo cual se puso la televisión al servicio del libro, los resultados han sido espectaculares. Por experiencia propia puedo decir que de mi novela La hoja roja, incluida en aquella colección, se han vendido más de un millón de ejemplares. No quiero pensar en la cara que hubiera puesto ante esta cifra el gran novelista Pío Baroja quien se resistía a admitir que de La sombra del ciprés es alargada, mi primera novela, premiada con el Nadal, se hubieran colocado 5.000 ejemplares en tres meses. Estos datos sugieren que la afición literaria en el país se ha desarrollado increíblemente en los últimos 50 años, con una aceleración especialmente importante de 1960 a esta parte, período en que han nacido las colecciones de bolsillo y las ediciones populares.

Alguien ha afirmado que lo que sucede es que el libro ha entrado en el delirio consumista y que hoy se compran libros, pero no se leen. No estoy de acuerdo en absoluto con esta afirmación, que se me antoja gratuita. Después de ponerse a la venta mi novela La hoja roja, en la Biblioteca RTV, recibí docenas de cartas de gentes sencillas, que evidentemente no tenían una relación cotidiana con la literatura, que inquirían de mí, como autor, detalles y precisiones sobre la acción y los personajes. Pocos meses después, en una conferencia que pronuncié en León, observé que entre el auditorio había personas que no habían tenido tiempo de cambiarse el mono de trabajo –tal cosa no tenía precedentes en mi vida de escritor– y que si acudían allí era para contemplar “en vivo” al creador de unos personajes que de una u otra forma les habían conmovido. El libro, sin duda, había llegado a sectores no habituados a manejarlos. Esto prueba dos cosas: primera, que la sensibilidad del pueblo reclama su parte en la emoción artística (su disposición a asumirla se manifiesta ya en la aceptación de seriales y canciones, de corte, generalmente melodramático, lo que quiere decir que el despertar de la afición literaria ya se ha producido) y, segunda, que para colmarla debidamente el pueblo únicamente necesita orientación y que el producto literario se ponga económicamente a su alcance.

2. La ley fundamental de la ecología de que todo influye y es influido por todo, tiene, a mi ver, aplicación en la literatura. También aquí todo va enlazado, todo se religa. La enseñanza influye en la creación y la creación en la enseñanza. A la vez, la enseñanza de la literatura, determina el afinamiento del espíritu crítico y éste influye en aquélla. La vocación literaria –de creador y de lector– se produce, salvo excepciones prematuras, en las aulas. No soy amigo de divagaciones. El grupo de narradores objetivistas, el segundo y definido que aflora en la España de la postguerra, nace en la Universidad y, más concretamente, en las Facultades de Filosofía y Letras de Salamanca y Madrid. Los nombres de Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, José Luis Castillo-Puche, José M.ª de Quinto, Medardo Fraile y Jesús García Fernández (geógrafo, pero con una preocupación patente por la expresión literaria) significan mucho, a mi entender, en la literatura española contemporánea. Algo semejante podríamos decir del grupo catalán coetáneo a aquél: los Goytisolo, Ana María Matute, &c. ¿Significa esto una floración, simultánea, enteramente casual de vocaciones literarias? El afilado sentido crítico de este grupo, su anhelo por poner al día, por entonar con las corrientes narrativas europeas y americanas la novela española contemporánea, ¿se produce por azar, en un determinado momento de la vida española? Yo no puedo aceptar esto. Yo me inclino a pensar que entre los años 50 a 60, en las Facultades de Filosofía y Letras de Salamanca, Madrid y Barcelona, existen unos profesores que aciertan a activar unas vocaciones latentes. Esta irrupción simultánea de escritores de primera fila no puede ser fruto de la casualidad, y prueba, por otra parte, que hoy existe una inquietud en los jóvenes que no siempre se satisface en la tecnología. Y aun es muy posible que sin esa coincidencia fortuita profesor-creador (en potencia) en las aulas, el alumbramiento del grupo objetivista a que aludo no se hubiera producido.

3. A la vista de lo antedicho, tal posibilidad se me antoja deplorable, aunque no me sorprende. La sociedad actual carga el énfasis en el consumo. El consumo es una meta. La idea de progreso va en la actualidad enlazada a la posesión de cosas, lo que quiere decir que el progreso se mide en dinero. La divisa es la nueva diosa de unas comunidades movidas casi exclusivamente por resortes económicos. Esta tendencia se acentúa en nuestro país, un pueblo en vías de desarrollo y al que la única noticia que le encandila es la del aumento de la renta “per capita”. A los pueblos les mueven hoy menos los poetas que los tecnócratas. Pero así nos crece el pelo. En nuestros días no se duda en sacrificar una laguna, un bosque o un paisaje, en aras de una urbanización o una factoría. Provocar una catástrofe ecológica no nos desazona si, de inmediato, vamos a cobrar las rentas. Las perspectivas de futuro apenas si cuentan en nuestras decisiones. En semejante contexto, nada puede extrañarnos que se posponga el nacimiento posible de una docena de escritores al alumbramiento de un técnico. Esta idea de progreso, indudablemente, es mezquina. Pero los tiros van por ahí. Las invocaciones al contrapeso espiritual o a la cultura milenaria de occidente apenas son otra cosa que frases, pura retórica de discurso. Los hechos las contradicen; no vemos que se traduzcan en nada práctico. Yo recuerdo que en las Facultades de letras de las universidades norteamericanas me decían: “la parte del león de los presupuestos para educación se la lleva la Ciencia; nosotros vivimos de las migajas”. Sin embargo, las migajas en USA son todavía una cifra abultada. Los americanos, pese a rendir culto a la técnica, aún son capaces de pagar un millón de pesetas a un novelista extranjero por doce lecciones a dieciséis alumnos a punto de graduarse. ¿Qué tendríamos, entonces, que decir aquí? La comunicación, el diálogo, la lectura reposada, el humanismo, en suma, son valores en decadencia pero yo no puedo prescindir de ellos a la hora de medir el progreso y el desarrollo de un pueblo. Inmolar la naturaleza o el estudio de las Humanidades, o las dos cosas, al progreso tecnológico es un disparate que pagaremos caro. Un pueblo sin literatura –teatro, novela, poesía, ensayo– es un pueblo muerto.  

4. No me es fácil a mí aconsejar sobre esta materia. Desconozco la actual organización de los estudios de Humanidades. Pero, de entrada, se me ocurre que estas enseñanzas, para que despierten entusiasmo en el alumnado deben ser antes que impartidas, compartidas. De este modo la enseñanza memorística, reducir la disciplina a un estudio de la sucesión cronológica de hombres y escuelas, me parecen enfoques miopes y pasados de moda. El estudio de la literatura debe ser vivo, directo. La literatura no es solo belleza. Hay en ella un contenido sociológico que, como exponente de una u otra época, no tiene precio. Estudio, pues, de formas y contenidos. La Revolución Francesa no puede comprenderse sin los enciclopedistas, ni la soviética sin los novelistas rusos del XIX. La idea de que la literatura es una actividad reaccionaria, no tiene, a mi ver, sentido. Desde este punto de vista, esto es, como reflejo de la dinámica histórica, la literatura me parece insustituible. De aquí deriva la importancia que para mí tiene la interpretación de textos. Esta interpretación, llevada a cabo libremente, con participación del alumno, en discusiones abiertas y aun apasionadas, contribuirá a fomentar el espíritu crítico, tan importante para los futuros estudiosos como para los futuros creadores, como para los futuros ciudadanos.

5. Yo nunca he visto bien el nombramiento de catedráticos a dedo, designación irritante sin duda para todos aquellos que han dedicado media vida y todo su esfuerzo para acceder a este puesto. En cambio me parece plausible que ocupe circunstancialmente una cátedra todo aquel que tenga algo que enseñar. Después de todo, esto no es inventar nada. En numerosos países extranjeros existe la figura de “profesor visitante”, que es un señor, de dentro o de fuera, con unas dotes o unos saberes reconocidos cuya transmisión a los alumnos puede ser interesante como complemento de la labor del maestro. Entonces, en el plano concreto de la enseñanza de la literatura, cabe facilitar contactos entre creadores y estudiantes. El creador, con toda seguridad, no alcanzará la altura didáctica del maestro, pero sus intervenciones pueden ser valiosas –para completar la labor de aquél– como testimonio de literatura viva: génesis, intención, proceso de elaboración de un poema o una novela. Estos contactos, junto con coloquios francos, contribuirán a incrementar el interés por una disciplina ya de por sí sugestiva. Al propio tiempo, cabe la constitución en las aulas de grupos teatrales (o lo mismo podríamos decir, la edición de una revista literaria) orientados por autores, actores o directores profesionales. Yo he visto funcionar grupos de teatro estudiantiles en USA (Nueva York) y Francia (Montpellier), y me ha sorprendido, no solo la calidad de las representaciones, sino el grado de abnegación, amor propio y entusiasmo que aquellos son capaces de poner en el montaje de la obra. Entiendo, en suma, que todo lo que coopere a hacer más viva la enseñanza de esta asignatura es positivo. Como es positivo todo cuanto fomente la participación del estudiante y su colaboración con el maestro.

Literatura y educación, Encuesta realizada por Fernando Lázaro Carreter, Madrid 1974, páginas 221-227.

Firmante en julio de 1974 de un escrito contra las “Agresiones a la cultura” encabezado por José Luis L. Aranguren.

1976 «Con este espíritu se ha iniciado la búsqueda por parte de Castilla y León de sus señas de identidad. De una corriente de opinión en este sentido se ha pasado a la creación de un organismo que aglutine esfuerzos: el instituto Regional Castellano-Leonés. Para estudiar su constitución se reunieron en la histórica villa de Lerma, en Burgos, 150 representantes de las nueve provincias, aunque se registraron algunas ausencias como la de Santander. Se hallaban entre los asistentes el procurador en Cortes por Soria Fidel Carazo, el escritor Miguel Delibes y el periodista César Alonso de los Ríos, por Valladolid, lo que da idea de la heterogeneidad de puntos de partida, unidos por la común preocupación por los problemas de la región.» (“El colmo: Castilla y León, contra el centralismo”, Blanco y Negro, Madrid 24 de enero de 1976, págs. 31-32.)

1981 «Formamos el Comité Español del Congreso por la Libertad de la Cultura, con sede (clandestina, evidentemente) en Madrid y secretariado en Barcelona, que llevaba yo mismo. Presidió el primer Comité Pedro Laín Entralgo y lo formaban Fernando Chueca, que sería el segundo presidente, Enrique Tierno Galván, José Luis Aranguren, José Luis Sampedro, José Luis Cano, Antonio Buero Vallejo, Julián Marías, José Antonio Maravall, Joaquín Ruiz Jiménez, Dionisio Ridruejo y Carlos María Bru, entre los asistentes asiduos a las reuniones. Otros nombres se adhirieron con posterioridad o estuvieron desde el principio aunque con presencia menos activa: recuerdo los de Julio Caro Baroja, Domingo García Sabell, Paulino Garagorri, Raúl Morodo, Ramón Piñeiro, Carlos Santamaría, Miguel Delibes y algún otro nombre que, posiblemente, se me escapa ahora, además de Pablo Martí Zaro, quien acabó ocupando la secretaría después de los acontecimientos que explicaré a continuación. Posteriormente, cooptamos para el Comité, en Cataluña, a Mariá Manent, Josep M. Vilaseca i Marcet, Llorenç Gomis y Josep Benet, aparte de la colaboración de otros muchos amigos.» (José María Castellet, «El diálogo durante los años sesenta o la institucionalización en la clandestinidad», en Relaciones de las Culturas castellana y catalana: Encuentro de Intelectuales: Sitges, 20-22 diciembre 1981, Servei Central de Publicacions de la Presidència, Generalitat de Catalunya, Barcelona 1983, pág. 120-ss.; en La cultura y las culturas, Editorial Argos Vergara, Barcelona 1985, pág. 112-115.)

1999 «Todavía en el último año, Miguel Delibes presenta, en su celebrada novela El hereje, como “vanguardia intelectual” de España que fue aplastada por la Inquisición a unos individuos de la élite que se reunían en cenáculos protestantes, como si la prole de Lutero (que decía Machado refiriéndose a Ortega) hubiera podido ser la salvación del pensamiento español. Es la misma actitud que parte de la izquierda española, una “izquierda negra” que exalta la recuperación que el pensamiento español habría experimentado en las primeras décadas del siglo que acaba, encuentra en el llamado “tiempo de silencio”, identificado con el franquismo, y que por fortuna se habría vuelto a recuperar con la transición democrática, a partir de 1975: la categoría filosófico histórica que esta “metodología negra” envuelve es la categoría del “retraso histórico” que, a su vez, está vinculada a la idea de una historia lineal de la humanidad, ya sea entendida como una línea de progreso permanente, ya sea como una línea de progreso en zigzag. En efecto, la metodología negra examina sistemáticamente la historia del pensamiento español (y aún la historia de España) como la historia de una sociedad que se rezaga una y otra vez del ritmo de la historia universal, sobrentendiendo que este ritmo está marcado por otras naciones europeas (Francia, Inglaterra, Alemania) y una historia que sólo podría recuperar el “ritmo de vida” incorporándose definitivamente al proceso europeo. “España es el problema y Europa la solución”.» (Gustavo Bueno, “La esencia del pensamiento español”, El Basilisco, nº 26, 1999, página 77.)

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