Filosofía en español 
Filosofía en español

Juan Carlos García-Borrón Moral  1924-2003

Juan Carlos García-Borrón Moral

Profesor español de filosofía y traductor, nacido en Madrid el 22 de abril de 1924 y fallecido en Lorca (Murcia) el 9 de julio de 2003, dejando viuda a Sacramento Martínez Méndez. Licenciado en Filosofía en la Universidad de Barcelona, el 26 de marzo de 1949 se incorpora, como Catedrático de Filosofía, al Cuerpo de Catedráticos Numerarios de Institutos Nacionales de Enseñanza Media de España, desempeñando su cometido como funcionario en los Institutos de Lorca, «San Vicente Ferrer» de Valencia, que compatibilizó con encargos de curso en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia (1958-1965), y Barcelona (Instituto Experimental «Joanot Martorell»), hasta su jubilación en 1989.

Doctor en 1955 por la Universidad de Barcelona, con la tesis Séneca y los estoicos, contribución al estudio del 'senequismo', dirigida por Joaquín Carreras Artau, defendida el día 6 de octubre de 1955 ante un tribunal formado por Pedro Font Puig, José Ignacio Alcorta Echevarría, Lisardo Rubio Fernández, Jaime Bofill Bofill y el director y padrino de la tesis; obtuvo la calificación de Sobresaliente. Se da la circunstancia de que Juan Carlos García-Borrón fue el primer Doctor que obtuvo el grado en la Universidad de Barcelona después de la guerra civil.

Entre 1965 y 1971 fue también profesor encargado de curso en la Universidad de Barcelona (en la que impartió la asignatura «Historia de la filosofía española»). En 1989 y 1990 impartió cursos en la llamada «Universidad Anthropos». Autor de libros de texto ampliamente utilizados y de numerosas traducciones de textos de filosofía y ensayos (alguna vez bajo pseudónimo, como David Molinet).

[ entrevista autobiográfica revisada ]

«Juan Carlos García Borrón. Nací en Madrid en el año 1924. Mi familia se trasladó a Barcelona en 1935, exactamente el dieciséis de febrero. (Casualmente un año antes de las elecciones.) Llegamos a Barcelona, pues, antes de la guerra. Desde luego que políticamente pasaban cosas de interés, pero no era un momento crítico. Fue un cambio de destino solicitado voluntariamente por mi padre que era funcionario del Estado. Él era también de Madrid pero tenía una gran afición por Barcelona; le gustaba, intelectualmente era una ciudad progresista. Vino por voluntad propia.

Nos trasladamos a Barcelona y aquí hemos seguido hasta hoy. Yo tuve que ausentarme un tiempo puesto que saqué una cátedra fuera; esto fue el año 1949. En el primer destino estuve en Lorca. En 1958 me trasladé a Valencia donde permanecí seis o siete años. De allí volví a Barcelona con la intención de volver a instalarme aquí. Habría tenido oportunidad de ir a otros sitios pero no los aproveché. Creo que puedo considerarme bastante ciudadano de Barcelona.

Desde el punto de vista de los estudios también puedo considerarme barcelonés. Llegué cursando segundo de bachillerato, por razón de la fecha que nací (avanzado abril, a final de curso). Hice aquí todo el bachillerato, toda mi carrera, fui el primer doctor (en todas las facultades) después de la guerra. Se había retirado a Barcelona la potestad de emitir títulos de doctorado (al final de la guerra) y cuando volvió a tener esta potestad el mío fue el primero que se otorgó. De modo que todos mis títulos académicos: el bachillerato, la licenciatura y el doctorado están expedidos en Barcelona.

Lorca fue mi primer destino oficial. Allí me casé y allí nacieron mis primeros hijos. He viajado bastante, sobre todo por España, pero sin estancias prolongadas, [128] como no fuera la del servicio militar, que hice en Logroño.

Al principio fui, naturalmente, hijo de familia, aunque fuese una familia no muy sólida económicamente pero sí lo suficiente para permitirme estudiar en la universidad. Pero antes de lo que era corriente por aquellos tiempos me gané unas pesetas como fundamentalmente suelen hacerlo los estudiantes: con clases particulares en alguna academia y con traducciones de novelas. Desde 1949 trabajo en mi profesión: catedrático de instituto. En la universidad he trabajado también: en Valencia estuve unos años de adjunto, muchos años de encargado de curso. Pero esto era, como solución económica, absolutamente nulo. (No me acuerdo con exactitud pero debían pagar aproximadamente mil pesetas al mes.) Cuando vine a Barcelona también tuve durante los primeros años clases en la universidad pero en las mismas condiciones: como encargado de curso.

Actualmente no tengo nada más que la cátedra de instituto, aparte de trabajos editoriales alguna temporada, algunos artículos y algún librito que he publicado. Pero todo esto no puede considerarse soporte de la economía familiar. Vivo fundamentalmente de la enseñanza.

De la etapa de la República sólo tengo el recuerdo de mis primeros cursos; desde luego es un recuerdo más positivo que negativo. A mí me parece que se abusa mucho de eso de que los estudiantes cada vez estudian menos; creo que también entonces había una mayoría de estudiantes poco aficionados al esfuerzo. Incluso en el aspecto de los profesores también: había profesores buenos y malos, quizás alguno próximo a pésimo, pero en conjunto me parece indudable que el ambiente que se vivía era más propicio a la enseñanza que el que vino después de la guerra. Esto lo recuerdo bien a pesar de que era un niño de diez u once años. Pero me ayudo de recuerdos como las visitas colectivas que hacíamos en bachillerato a monumentos y museos, sesiones especiales de cine (recuerdo concretamente el antiguo Publi). Hacían sesiones dedicadas en exclusiva a alumnos de bachillerato; existía un deseo de promoción de la vida del estudiante más que en los años que siguieron a la guerra. [129] La diferencia principal viene ligada con los distintos profesores, pero también me parece que antes de la guerra había una exigencia de trabajo de parte del profesor superior a lo que me parece que ha sido la tónica media posteriormente.

Es evidente que después de la sangría de la guerra disminuyó el número de profesionales de la enseñanza, y es indudable que es más fácil encontrar buenos profesores cuando el contingente de profesorado oficial es extenso. Aparte de esto me parece bastante ingenuo decir que antes todos eran buenos y después todos malos. No fue así pero lo cierto es que como conjunto el recuerdo que yo tengo de mi bachillerato antes de la guerra es superior al de los años posteriores. Cuando teóricamente debería ser al revés.

En cuanto a la universidad, pues no sé qué decir. Porque la verdad me parece que ahora no es nada modélica y la de antes de la guerra yo no la conocí. Después de la guerra era muy pobre. Pero dentro de todo yo no tengo mal recuerdo de la Facultad de Filosofía y Letras de Barcelona. En los planes de estudio había cosas verdaderamente grotescas. Según nos explicó un profesor de entonces, por un error burocrático, pero en el sentido más superficial de la palabra, en el sentido de traspapeleo, los previsibles tres cursos de especialidad que tenían que darse en la facultad se convirtieron en dos; el papel en el que aparecía el tercer curso se quedó perdido en un cajón. Entonces los títulos de las asignaturas que tenían que darse no tenían ninguna lógica: teníamos «Historia de la Filosofía antigua» y después «Historia de la Filosofía medieval» y allí terminaba todo. No había tercero. Las clases que faltaban se daban de forma no oficial. Los fondos bibliográficos de una universidad eran prácticamente nulos: ni en forma de libros, ni menos todavía en forma de revistas. Además de los fondos antiguos había bastantes cosas escondidas o destruidas. Recuerdo por ejemplo un armario en un pasillo, cerrado con llave; dentro de él se veía a través de los cristales, entre otros, un tomo de El Capital. Naturalmente a nadie se le ocurrió nunca pedir la llave de aquel candado. Sin embargo, en otras universidades debía ser aún peor. En mis primeras oposiciones en las que saqué plaza, con el número 1, era [130] opinión muy generalizada que «los de Barcelona» teníamos una preparación «más amplia y más seria».

La familia de mis padres es una familia reducida. El hecho de que procedieran los dos (mi padre y mi madre) de Madrid y el venimos a Barcelona la redujo a una familia muy atómica. Eramos dos hermanos (una chica y yo) y mis padres. Se llevaban muy bien humana y afectivamente, a pesar de que había grandes diferencias de creencias entre ellos; diferencias de tipo objetivo, que no conllevaban tensiones internas. Mi madre era la típica señora tradicional española, de creencias tradicionales sólidas y rutinarias; en cambio mi padre era un hombre muy progresista, de ideas socialistas, aunque no tuvo en general intervención en la vida política, no ya sólo en plan dirigente sino ni siquiera en el plan de militante. Era un hombre formado en sus años de universitario en el clima de la Institución Libre de Enseñanza pero que luego se orientó a posiciones políticas más socialistas que liberales. No era un hombre partidista sino orientado a un progresismo más o menos socialista. No recuerdo nunca una situación violenta en casa por cuestión de los distintos puntos de vista de mis padres. En cuanto a nosotros, no sé, creo que es un poco ridículo que lo diga, pero creo que éramos buenos hijos. Creo que no se puede observar ningún conflicto en mi familia que haya sido determinante, por lo menos (como diría un psicoanalista) a nivel consciente. Era una familia que si se pasaba de algo era de no autoritarismo. Mi madre por temperamento nunca ha sido una mujer dominante y mi padre, que tampoco lo era por modo de ser, era además liberal por ideología.

Creo que también en mi propia familia nos llevamos bien, a pesar de que en estos tiempos las relaciones con los jóvenes son más tensas. Casi aseguraría que si en lugar de estar hablando yo lo estuviera haciendo uno de mis hijos sin estar yo delante, estaría diciendo aproximadamente lo que yo he dicho sobre el no autoritarismo paternal. Por otra parte, en nuestro caso no existe tampoco oposición entre el pensamiento de mi mujer y el mío.

A mi mujer la conocí como alumna. Era muy joven y por lo tanto no podía tener una historia sentimental [131] muy dilatada anteriormente. Todo fue conocernos y ennoviar en el momento en que terminó el bachillerato. En cuanto dejó de ser alumna mía empezamos a relacionarnos con intimidad de novios y nos casamos. Ella tenía veinte años. En cuanto a mí, era algo mayor. No mucho, porque fui al instituto a los veinticuatro años. No puede decirse que fuese un viejo profesor, pero evidentemente tenía un poco más de historial a cuestas. Pero tampoco había tenido nunca relaciones formales, quiero decir relaciones mantenidas de novia, pre-novia, pretendida o cosa así. En cualquier caso, en este aspecto no se me presentaron complicaciones especiales, y es algo que realmente me salió bien. Nos casamos relativamente pronto; hemos tenido cinco hijos bastante espaciados. La mayor es hoy ya también de la profesión, funcionaria del Ministerio de Educación y Ciencia, y la pequeña tiene todavía diez años. Entre las dos hay tres varones (de veinte, diecisiete y catorce años). Como he dicho, la mayor empieza ahora lo que puede ser su vida profesional y los demás todavía no han abandonado la de estudiante. El balance hasta ahora es absolutamente satisfactorio; no solamente no han tenido ningún tropiezo sino que les ha ido francamente bien. El mayor de los hijos yo diría que tiene casi un excesivo renombre entre sus compañeros, profesores, &c. Está siguiendo mis pasos en el sentido de aceptar toda clase particular que le sale; yo diría que da demasiadas. De su colegio mandan constantemente nuevos padres y nuevas madres. Él, ante el caramelo del beneficio económico no se sabe negar; está actualmente volcado en sus estudios y en estas clases a alumnos atrasados.

Cuando era pequeñito me imagino que tuve que ser un niño piadoso; era un niño bueno y mi mamá me llevaba siempre a misa. Luego creo que el adjetivo que definiría mejor mi posición general religiosa, que naturalmente ha pasado por altibajos, sería el de frío. Esto es el resultado de mi experiencia familiar personal; mis padres se llevaban bien con ideas distintas. Y en cambio los correligionarios de mi padre hubiesen opinado que mi madre era una carca despreciable y desde el punto de vista de las personas que pensaban como mi madre él hubiese sido juzgado de perdido, revolucionario o loco. Sin embargo, ellos se consideraban entre [132] sí como personas dignas, no discutían nunca. Mi padre nunca protestó cuando yo con mi madre me levantaba tempranito para ir a comulgar y a la inversa mi madre tampoco trataba nunca de llevar a mi padre a la iglesia o reprocharle que no lo hiciera. Pienso que por esta razón empecé a considerar que no era una cuestión decisiva la de la afiliación religiosa. Desde el punto de vista de la trascendencia o peso social de las estructuras religiosas, al menos las que yo conocí directamente, que eran las españolas, sí recuerdo que durante toda mi adolescencia y mi primera juventud fui francamente opuesto a todo lo que significase presión o religiosidad impuesta, tanto por parte del Estado como de la familia. Por ejemplo, el hecho de que para dar una clase fuese si no obligatorio el profesarse católico, por lo menos sí obligado el no manifestarse no católico, me parecía muy mal. En este sentido creo que si los que me recuerdan de mi primera juventud me recuerdan como anticlerical tendrían razón.

Yo empecé a escribir en una revista que se titulaba «Estilo» que editaba el SEU de Barcelona. En aquella revista, en un momento dado (la verdad es que no recuerdo por qué, ni siquiera por quién) me nombraron director. Esto me sorprendió bastante ya que yo no era ni siquiera del SEU. Yo naturalmente pertenecía obligatoriamente al SEU como pertenecíamos todos los que estudiábamos en la Universidad de Barcelona, pero no tuve nunca un cargo en el SEU ni lo pedí nunca. Procedía del Frente de Juventudes; esto por lo visto hacia que los dirigentes de la Falange y del SEU consideraran que no necesitaba ninguna otra filiación. El hecho es que yo no me afilié nunca al SEU ni mucho menos a la Falange de los mayores, a los que los jovenzuelos de entonces llamábamos els socis de la Falange; ni siquiera me llegué a enterar de dónde se hacía eso de afiliarse. No he participado nunca del Movimiento aunque sí fui del Frente de Juventudes.

Me hicieron, pues, director de aquella revista. Yo no quería ser director de una revista del SEU sencillamente porque no quería ser del SEU. Me busqué unos colaboradores que fueran amigos, es decir, que independientemente de su procedencia mantuvieran relación conmigo y con la revista. Amigos escogidos; quizá los más activos [133] y los más constantes fueron tres que todavía suenan en actividades más o menos relacionadas con aquélla, bien distintos entre sí: Manuel Sacristán, José M. Castellet y Jesús Ruiz. No compartíamos una ideología común pero éramos amigos. Sin contar con nadie, de una manera milagrosa salió el primer número nuestro. En él desapareció todo lo que no fuese el titular «Estilo» (es decir, suprimimos lo de: «órgano del Sindicato Español Universitario», &c.). Naturalmente también desapareció pronto la revista: se quedó sin subvención y fue sustituida por otra que duró sólo cuatro números. Se titulaba «Quadrante». Esta revista pudo salir con una subvención que concedió alguna caja, no sé exactamente cuál, del SEU o del Frente de Juventudes. Seguramente por la gestión personal de Sacristán, cuyo padre estaba en la administración del SEU y además tenía muchos amigos. Se consiguió alguna subvención aun sabiendo que aquello no aparecía como órgano del sindicato y que además era una fuente de disgustos por el estilo «crítico» en que estaba escrita. Pero se necesitaba un mínimo de dinero por lo menos para pagar al linotipista y todos los gastos de imprenta. Los dos últimos números aparecieron por puro milagro: con anuncios que conseguíamos a nivel personal. Naturalmente, no cobrábamos nada.

No recuerdo si fue en el número cuatro o en el tres que marché al servicio militar. Cuando terminaba este período convocaron oposiciones a cátedra y empalmé mi servicio con las oposiciones. Las gané y fui a Lorca porque en Barcelona no había plaza y Murcia era la única ciudad (con Barcelona y Madrid) que tenía especialidad de Filosofía en la universidad.

Con este grupo de amigos y con todos los demás que pudiera tener en Barcelona fui perdiendo intensidad de relación. En este momento sacaron «Laye». Uno de los grandes ejecutores era también Manuel Sacristán. Me pidieron colaboración y yo la mandaba desde Lorca. Para mí era un boletín que editaban unos amigos, que antes habían estado conmigo en otras aventuras editoriales juveniles más o menos insensatas.

Participé de los ideales revolucionarios de la Falange Juvenil pero de una manera muy breve o muy pronto decepcionada, muy pronto reemplazada por el [134] escepticismo. Creo que en la época de «Estilo» ninguno creíamos ya en aquello. Más que nada participé del estilo, del espíritu de los jóvenes que salíamos al campo y cantábamos esas cosas que ahora se ridiculizan tanto –y yo no veo por qué–: las montañas nevadas y demás. La idea de una vida limpia y generosa, de servicio. En un sentido más estrictamente político creíamos en la superación de las ideas capitalistas. En esto nos sentíamos identificados. Pero me parece que muy pronto perdimos el entusiasmo; no porque nos pareciese que la cosa no se lo merecía, sino porque estábamos absolutamente desengañados. Nos pareció que había sido una bonita ilusión de adolescentes pero nada más.

En el Frente de Juventudes durante algunos veranos fui jefe de campamento (tenía diecisiete o dieciocho años). Eran campamentos para los jóvenes, los que se llamaban «flechas». También estuve en centros de enseñanza: campamentos que se hacían un poco como habían sido antes (en tiempos de la República) las colonias escolares, sólo que naturalmente encuadrados dentro de la Organización y de la mística del Frente de Juventudes. Para guiar estos campamentos asistimos a un «campamento piloto» pero nada más. Después, cuando esto se regularizó se hicieron cursos formales para los jefes. Me encargaron de aquello sin ningún título oficial. Yo, una credencial que diga que soy jefe de campamento no la he tenido nunca. El pase a lo que se llamaba entonces el partido o el Movimiento fue el límite de mi contacto con todo aquello. Lo dejé con la universidad. Seguí sólo en las revistas.

Teníamos un muy definido, muy recio, muy insistente, hasta yo diría un poco monomaníaco y pedante, deseo de crítica. Éramos, digamos, regeneracionistas con un desmedido afán de perfeccionismo en un sentido muy romántico, muy radical, muy juvenil. Había que mejorar la situación de la universidad, había que mejorar infinidad de cosas de tipo específico, pero fundamentalmente nos movía la necesidad de mejorar el país, la sociedad, el hombre. Todo muy relacionado con las aspiraciones metafísico-adolescentes. No era un simple deseo de mejorar un poquito todas las cosas, sino que no nos gustaba el mundo en que vivíamos y teníamos la esperanza de que aquello cambiase con una generación joven [135] dispuesta a autoexigirse mucho, a extremar, el elitismo con un sentido de servicio. De esta parte místico-romántica del Frente de Juventudes, de su espíritu, es de lo que hablaba antes cuando decía que más que una aceptación de la ideología lo que nos movía era este espíritu. La ilusión revolucionaria juvenil de mejorar la sociedad se mezclaba con un absoluto o por lo menos muy profundo desconocimiento de lo que podían ser los medios sistemáticos para intentarlo. Era una posición muy voluntarista.

Para nosotros lo indiscutible era la disconformidad entre lo que queríamos y lo que se estaba haciendo: queríamos más limpieza en los gobernantes (constantemente nos llegaban noticias de lo contrario); se trataba también de mejorar las posibilidades de la juventud, la enseñanza, que estaba catastróficamente mal, &c. El contraste entre las esperanzas y lo que realmente se estaba realizando era grande. Pues teóricamente en España dominaban los principios correspondientes a este espíritu juvenil que nos había gustado. Esta discordancia me parece que fue lo primero que nos separó y lo que dio este tono de escepticismo y de desinterés.

Después de esto vino una mejora en la información de hechos y en la información ideológica; es decir, saber mejor lo que había habido en otros momentos en España, saber mejor lo que había fuera de España, leer las cosas que no nos habían dejado leer. También influyó el viajar, básicamente por España, ver y conocer cosas y aprender de verdad lo que habían dicho muchos autores denostados y prohibidos. Después de este descubrimiento vino la búsqueda de una información auténticamente suficiente en cualquiera de los campos: político, filosófico, &c. Me parece que no fue el descubrimiento de que una línea ideológica debía ser sustituida por otra, sino que lo primero fue la decepción ante la disconformidad entre lo que habían sido unos ideales difusos y la realidad, que no tenía nada de vaga y difusa, pero que era lo más opuesto a lo que pretendíamos defender. (Esta apreciación no se dio sólo en mí sino que creo fue general.)

Unos empezaron con una posición más bien de tipo marxista o filomarxista que luego se radicalizó; otros buscaron una posición más demócrata, en el sentido de [136] la democracia liberal. El desencanto por la situación española se convirtió en algunos en el desencanto por las situaciones totalitarias, de autoritarismo; y entonces se pasaron más bien a una orientación ideológica liberal. Es decir, a partir del descubrimiento personal cada uno toma su propia trayectoria y su propio proceso. Me parece que lo común es este desencanto de la ilusión que nos habíamos creado y luego el descubrimiento ideológico de que lo que se nos había mostrado como despreciable no era tan despreciable; es decir, para ser más exacto, que aquello que se nos había enseñado a despreciar no era tal como se nos había enseñado. Luego había que verlo de otra manera.

En el aspecto fundamentalmente emotivo hubo un apartamiento brusco, muy juvenil, anterior a «Laye» o por lo menos contemporáneo con los primeros momentos de «Laye»; en cambio en el aspecto teórico, más intelectual, más racional, no. En cuanto a mí, creo que no puedo señalar nada que se parezca a una conversión. No me desperté una mañana pensando distinto de como había pensado antes; fue una evolución.

Creo que el pasar a la oposición, aunque yo no participase en la política activa, el pasar a una posición crítica, ha representado para mí el que se me haya truncado la posible trayectoria profesional. Claro que en esto me puedo equivocar; en parte seguro que me equivoco porque todos tendemos a embellecernos y a creer que nuestros fracasos se deben a los malignos o a los perversos más que a nuestras propias limitaciones. No sé hasta dónde llega mi capacidad de autoengaño; entonces me da miedo hablar de esto, no sé si pretendo lo que no es. Ahora bien, yo tengo muy definida esta impresión porque cuando oposité a instituto (hice las primeras oposiciones posibles que se hacían después de como mínimo cuatro años y gané las oposiciones con el número uno votado por unanimidad) en el tribunal había un catedrático universitario que me dijo, con la pretensión de hacer una gracia, el día que celebrábamos la comida con que se festeja el final de las oposiciones, que él estuvo a punto de romper la unanimidad porque no quería votar. Según él yo no era un catedrático de instituto, era un catedrático de universidad.

Aquel señor no me conocía personalmente, sólo me [137] conoció como opositor y sacó esta impresión de mí. Pero en aquella comida le di a conocer algo mejor mi posición y cambió de opinión. Cuando posteriormente fui a recordarle en su cátedra lo que me había dicho (que tenía en su facultad una plaza que me estaba esperando) y que a mí me interesaba puesto que estaba en Murcia, cerca de Lorca –donde yo trabajaba en el instituto–, le dije que allí me tenía. Bien, pues ya no. Desde las oposiciones hasta que yo fui a tomar posesión yo ya no servía para la universidad. Él ya tenía otro chico muy bueno que le iba a hacer aquello. Este «chico muy bueno» en las primeras oposiciones salió catedrático de universidad. Yo creo que esto me da derecho a creer lo que creo. No sé hasta qué punto me engaño pero lo que tengo que agradecer a mi separación de aquellos principios ilusionados es no haber seguido adelante con mi vida profesional. Luego lo he vuelto a intentar varias veces, he vuelto a tropezar con este mismo señor o con otros señores por el estilo; casualmente son señores que han sido después rectores, directores generales, &c. Sistemáticamente me han dejado sin plaza. Es decir, tuve un gran éxito en las primeras oposiciones a instituto cuando no era conocido y una pared cada vez que lo he intentado después, cuando ya era conocido.

¿Qué otra cosa me han hecho? Pues seguramente nada. Dejado de hacer, sí. La primera cosa es la que ya he contado: yo no he podido entrar en la universidad de catedrático a pesar de que lo he intentado y de que siempre que lo he intentado he hecho todos los ejercicios de la oposición y he tenido votos al final.

¿Cargos? La verdad es que no los he tenido, pero tampoco los he querido. Si me los hubieran ofrecido hubiese hecho todo lo posible por rechazarlos. Pero de todas maneras el hecho es que nunca me los han ofrecido. Soy desde 1949 catedrático de enseñanza media; no he tenido en absoluto ningún fallo de tipo profesional, nunca; no he pedido jamás la excedencia ni por enfermedad, y sin embargo nunca he sido propuesto ni siquiera para director. Repito que ni falta que me hace, ni lo quiero ni lo he querido nunca. Seguramente si me hubiesen nombrado yo hubiera hecho lo posible por no aceptarlo. Pero me parece un hecho muy significativo: creo que no se dan muchos casos de un [138] veterano como yo que nunca haya sido propuesto para un cargo.

Me parece que todo esto no tiene más explicación que la de tipo político. ¿Más cosas? Bien, yo creo que en una ocasión –que yo sepa (puede haber habido otras muchas)– se me organizó una caza y quizás un resultado de esta caza fuese este posible veto más o menos explícito al que me he referido antes. No se me impuso ninguna sanción pero sé que esta caza se hizo porque me lo han dicho alumnos que participaron en ella: se buscaron apuntes míos, se llevaron al gobierno civil, al obispado, a intelectuales del régimen para que los estudiasen. Pero repito que no hubo sanción, aunque alguno proponía que fuese suspendido de empleo y sueldo.

Yo creo que no queda nada más que el recuerdo de la ilusión juvenil y el conocimiento de lo que pueden ser en general las ilusiones juveniles. No creo que yo conserve nada. No me atrevo a decir que me he convertido en un pesimista, creo que a mi edad estoy incluso más cerca del optimismo que del pesimismo, pero en todo caso un optimismo absolutamente desprovisto de ilusión y de entusiasmo; más que nada lo que entonces tenía era eso: entusiasmo. Y por eso digo que no conservo nada de aquella época. En el aspecto ideológico tenía cierta fe, cierta esperanza en que las aspiraciones intelectualmente perfeccionistas pudiesen ser favorecidas por las posiciones políticamente elitistas; tampoco conservo esto en absoluto. Aunque sea una palabra tan vana y tan mal tratada, puedo decir que me siento fundamentalmente mucho más demócrata de lo que me sentía entonces.

Desde luego, la mía puede considerarse una generación perdida. Es decir, yo me considero a mí mismo como frustrado. Puedo estar equivocado, es muy probable que lo esté, porque quizá no hubiese tenido más posibilidades en otras circunstancias. Pero son muchas las personas que a mí me parece que podían haber dado mucho de sí y no lo han dado. Personas que no son yo mismo; me parece que esto es un hecho. En este sentido creo que sí, que es una generación completamente perdida. No creo que pueda decirse en cambio que sea una generación que no ha hecho nada; creo que todas las generaciones hacen de puente como mínimo, quizás unas más [139] que otras. Si no hubiese transmisión no habría historia. Esto es evidente. Cada uno en su tipo de actividad ha podido dejar una huella, realizar alguna labor. Es posible que esta labor no haya tenido una proyección política o incluso social, pero aunque no sea más que profesional o amistosa ha tenido que dejar huella necesariamente. Si pienso en mí –no por centrar en mi persona la reflexión sino por centrarla en mi profesión–... es decir yo, o los que como yo tenemos la profesión de la enseñanza, parece indudable que hemos influido de manera patente en generaciones posteriores que han vivido un ambiente de muchas más posibilidades que nosotros pero que han sido un poco, o bastante, puestos en marcha por nosotros.

Aquí creo que yo puedo considerarme en buena posición, ya que desempeñé la enseñanza en una zona muy alejada de Barcelona y muy alejada entonces (hoy ya no tanto afortunadamente) de cualquier tipo de vida intelectual, crítica, política, &c. Lorca era un gran pueblo o una pequeña ciudad completamente muerta. A mí me cabe la satisfacción de poderme creer (y creo que con fundamento) que tengo una gran parte en que aquello dejase de estar intelectualmente muerto. Muchos de los jóvenes (hoy ya no tan jóvenes) que han movido aquello creo que puedo creer que se empezaron a mover en mis clases o en mi casa, a donde iban a la salida de mis clases. ¿Qué hice con ellos? Formar un partido político evidentemente no, tampoco abrirles los ojos a la solución política del país; simplemente, los puse en el camino de buscar por su cuenta y estimularles la curiosidad intelectual en sus dos aspectos: el académico y el práctico. En este punto creo que no me engaño. Otras veces no estoy tan seguro. Pero me lo han dicho demasiadas veces cuando ya no tienen por qué decirlo los propios interesados, que son muchos. (Por citar un caso que ha tenido proyección política y social, el que ahora es presidente del comité local del PSOE era alumno mío.) Son muchísimos los que me han dicho: nosotros nos despertamos en tus clases. Creo que de alguna manera esto es común a todos nosotros, aunque en algunos casos no se note tanto. Cada uno en su campo: el que es crítico de libros en sus críticas, igualmente el crítico de cine, &c.»

(«Juan Carlos García Borrón» [entrevista autobiográfica revisada], en Juan Francisco Marsal, Pensar bajo el franquismo. Intelectuales y política en la generación de los años cincuenta, Ediciones Península, Barcelona 1979, páginas 127-139.)

En la muerte de Carlos García-Borrón

Nacido en Madrid en 1924, Juan Carlos García-Borrón ha muerto en Aguilas. Pasó la mayor parte de su vida en Barcelona. Representaba a toda una meritoria generación de catedráticos de instituto que nos enseñaron a los más jóvenes amar a los filósofos y el filosofar en los tiempos oscuros de la dictadura franquista y en los nada claros tiempos que siguieron. Se ha dicho muchas veces que en aquellos años España era un erial cultural. Pero conviene recordar que en aquel erial hubo personas que ya desde los institutos nacionales de enseñanza media supieron comunicar a los más jóvenes el rigor, el espíritu crítico, la pasión por las ideas y por eso que los clásicos llamaban «verdad». Con la desaparición de García-Borrón hemos perdido a una de esas personas excepcionales.

García-Borrón se había licenciado en filosofía en 1949 y desde esa fecha hasta 1989 ejerció ininterrumpidamente la docencia en varios institutos: en Lorca, en Valencia, en Barcelona. A mediados de los años cuarenta y comienzos de la década de los cincuenta, ya en Barcelona, García-Borrón escribió habitualmente en dos revistas renovadoras de la época: Quadrante y Laie. En esta última colaboró a veces con Manuel Sacristán.

En 1955 obtuvo el primer título de doctor en filosofía que concedió la Universidad de Barcelona después de la Guerra Civil. Lo logró con una tesis sobre Séneca y el senequismo. Por entonces, ya con motivo de la publicación de su tesis, mantuvo una interesante polémica con Américo Castro acerca del senequismo en el pensamiento español. Muchas de las voces filosóficas de grandes enciclopedias (Diccionario Enciclopédico Salvat, Enciclopedia Catalana, Diccionario Enciclopédico Larousse) fueron escritas o rescritas por él. Tradujo además a varios clásicos de la filosofía: a Platón, a Séneca, a Descartes, a Nietzsche, a Bertrand Russell. Pero no sólo tradujo a filósofos, sino también a narradores que han dejado huella. Pocos sabrán que suyas son las traducciones españolas de Ada o el ardor, de Navokov, y de Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer.

Conocí a Juan Carlos García-Borrón en 1966. Enseñaba entonces historia del pensamiento español en la Universidad de Barcelona, una asignatura que nunca tuvo gran predicamento. Y nos enseñó a descubrir autores que nunca antes habíamos relacionado con el filosofar. Se tenía por un estoico y, sí, vivió en «intacto apartamiento», alejado de las modas, del espectáculo y de las polémicas sonadas. Se jubiló aún con júbilo y siguió trabajando. Era (y lo siguió siendo hasta la muerte) un pensador serio, riguroso, contenido, amigo de sus amigos, discreto en el mejor sentido de esta palabra, el que la dio Gracián. Quienes le conocimos le recordaremos como historiador atento de las ideas filosóficas, respetuoso de los contextos, interesado siempre por el vínculo entre filosofía y ciencia. Y, sobre todo, le recordaremos como un maestro que supo serlo en tiempos en que los maestros eran pocos, y seguir siéndolo cuando ya no era docente.»

(Francisco Fernández Buey, El País, viernes 11 de julio de 2003, página 49.)

Bibliografía de Juan Carlos García-Borrón Moral

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