Luis Vidart Schuch (1833-1897) | La filosofía española (1866) |
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Caracteres históricos de la Iglesia Española, por el presbítero D. Fernando de Castro.
I.
Los elementos fundamentales que forman todas las ciencias, se manifiestan desde el primer momento de la vida de la humanidad, y eternamente han existido en Dios. Y sin embargo, el célebre Vico, no cedió a una pretensión vanidosa cuando al publicar un libro de filosofía de la historia, escribió en su portada: «la ciencia nueva.» Expliquemos esta aparente contradicción.
Los elementos fundamentales que forman la filosofía de la historia se habían manifestado [329] desde la más remota antigüedad. En todas las teogonías del antiguo Oriente, se halla el germen de una teoría sobre el destino general de la humanidad. Singularmente en los textos bíblicos y en los primeros historiadores cristianos, las leyes eternas de la historia aparecen ya de todo punto determinadas. El Pentateuco, de Moisés, la Ciudad de Dios, de S. Agustín, las historias de Salviano y de Orosio, definen claramente la ley de unidad humana en la creación genesiaca, la ley de solidaridad en la pena del pecado original, la ley del progreso en el dogma de la redención por la fe y el sacrificio. Vico no añadió nada a estas leyes, ya anteriormente explicadas, quizá desconoció alguna, y sin embargo su libro marca un gran adelantamiento, su libro fue verdaderamente la manifestación de una nueva ciencia, la filosofía de la historia. Y la verdad de esto consiste en que la humana ciencia no es sólo saber, sino más bien saber que se sabe.
II.
La filosofía de la historia ha dado a los estudios sobre la vida de la humanidad una dirección fecundísima en grandes enseñanzas: la [330] filosofía de la historia ha dicho: la humanidad debe tener necesariamente un fin; creyendo en Dios, este fin debe ser el bien; el perfeccionamiento es el camino para ir al bien; la ley del progreso es la ley de la humanidad.
La poderosa inteligencia de Zoroastro, rompiendo la confusión sobrenaturalista en que vivían los pueblos orientales, ya había enseñado que existían desde toda la eternidad dos principios contrarios, el bien y el mal, cuya lucha formaba el tejido de la creación; pero que el término de esta gigantesca lucha sería el triunfo definitivo del principio del bien, el reinado de la justicia. El mundo grecorromano no escuchó tan sublime presentimiento; colocó la edad de oro en la cuna de la humanidad, y dijo con el discípulo de Pitágoras, Ocelio de Lucania, y con el historiador Floro que los pueblos eran estacionarios, y afirmó con el poeta Horacio que las generaciones degeneraban sucesivamente, y enseñó con el filósofo Platón que cuando todos los astros volviesen a ocupar su posición primera, se realizarían sobre el haz de la tierra acontecimientos enteramente idénticos a los que anteriormente habían pasado.
Necesaria fue la revelación cristiana para que comenzase a verse la realización histórica de la [331] ley del progreso. El pueblo de Israel había creído en su futura grandeza, ponía en el porvenir su edad de oro; alzaba templos a la esperanza, mientras los otros pueblos de la antigüedad sólo adoraban la poesía del recuerdo.
Al llegar el prometido Salvador, sus palabras sobre la perfección enseñaron que el hombre es perfectible. Su discípulo más amado, San Juan, en su doctrina sobre el amor divino, continúa esta enseñanza. En los cinco primeros siglos de la Iglesia, San Pablo afirma en algunos versículos de sus epístolas que el hombre ha llegado a su mayor edad: San Juan Clímaco habla de la humanidad progresiva; Orígenes, San Justino, y San Clemente de Alejandría consideran la filosofía griega como una preparación racional de la religión cristiana; y por último, San Vicente de Lerins, siguiendo estas doctrinas, escribe lo siguiente en su célebre Conmonitorio:
«¿No es permitido adelantar en el estudio de la religión? Sí en verdad, y todo lo que más se pueda: preciso sería declararse enemigo de Dios para decir que esto no es lícito y reprobarlo. Pero adelantar en la fe no es trocarla; la perfección supone la permanencia constante, es el crecimiento, no la variación, ni el cambio; [332] progresar no es otra cosa que adelantar y adelantar sin que la cosa deje de ser lo que era, ni se convierta en otra de modo alguno. Yo aplaudo el que una santa emulación inflame tanto a los fieles en particular, como al cuerpo entero de la Iglesia; cada siglo debe enriquecerse con el que le precedió y adelantar en saber, en inteligencia, en gusto por las cosas divinas, sin separarse nunca del mismo sentido, de la misma fe y de los mismos dogmas. (...) Es, pues, menester que la religión cristiana sea reglada en su doctrina y siga las gradaciones de sus mayores desenvolvimientos. Es menester que se extienda con la sucesión de los tiempos, que se asegure con el curso de los años, y que con la serie de los siglos se eleve a la perfección que espera de su celestial origen.»
III.
Durante la edad media la variedad domina en la vida histórica. El cisma griego, niega la unidad en el orden espiritual; las luchas entre el sacerdocio y el imperio, niegan la armonía en el orden social; el feudalismo, niega la autoridad suprema en la esfera política; el misticismo [333] exagerado, condena con una condenación absoluta todas las manifestaciones del espíritu humano, anteriores a la aparición del cristianismo. No era posible entonces la historia universal. Sólo se escribieron crónicas, vidas de santos, leyendas heroicas, se referían los hechos, rara vez se levantaba la consideración del narrador a la indagación de sus causas.
El renacimiento, considerado en sus primeras manifestaciones, fue la evocación de toda la cultura grecorromana. Al negar la inspiración que produjo la virgen cristiana cubierta de honestas vestiduras, se pintaron ángeles que recordaban en demasía las antiguas vacantes coronadas de flores. Al negar la verdad de la filosofía de Santo Tomás de Aquino, se levantaron altares a Platón, a Pitágoras, a Tales de Mileto, a Zenón y también a Aristóteles, afirmando que no había sido comprendido por los doctores escolásticos.
Siguiendo el espíritu de su época el célebre Maquiavelo en sus Discursos sobre Tito Livio, renovó el pesimismo que habían inspirado a Catón de Utica sus últimas palabras, y dijo: «la sociedad camina de lo malo a lo peor.»
Un obispo católico, el águila de Meaux, volvió a proclamar la antigua y casi olvidada [334] disciplina de la historia, según la concepción cristiana. El gran Bousset, dijo: «Después de seis mil años de observación, el espíritu humano no se ha agotado; aún busca y encuentra; y conoce bien que encontrará hasta lo infinito, y que sólo la pereza puede limitar sus conocimientos y sus invenciones.»
IV.
Estaban dados todos los elementos que forman la ciencia de la historia. Los pueblos orientales, el mundo grecorromano y la edad media constituían tres períodos históricos, sobre los cuales cabía la inducción, examinando los hechos, y la deducción, mirando desde el presente todo el camino recorrido.
La privilegiada inteligencia de Juan Bautista Vico reunió reflexivamente las direcciones capitales de los pensadores que le habían precedido en el estudio de las leyes biológicas de la humanidad, y escribió una obra titulada; Principios de una ciencia nueva, conforme a la naturaleza común de las naciones, que forma ya un verdadero sistema de filosofía de la historia.
Todos los talentos del primer orden siguen una tendencia armonizadora, que es el origen [335] de los sistemas sincréticos y eclécticos, hoy generalmente menospreciados, más por el influjo de la moda, deidad que también impera hasta en las regiones de la ciencia, que por desapasionado discurso y prueba verdaderamente racional. En el libro de Vico se descubre fácilmente esta tendencia armónica, que cuando no está bien definida, produce siempre soluciones de término medio. Así acontece en La ciencia nueva. Entre la doctrina del pueblo estacionario, proclamada en el mundo grecorromano, y la idea del progreso, que se halla implícita o explícitamente en las enseñanzas de los primeros Santos Padres, Vico vacila, y establece la teoría de los círculos, dejando entrever vagamente la probabilidad de su mayor comprensión en grados sucesivos. Del mismo modo, Vico conoce la antigua teoría que consideraba al pueblo aisladamente, como en todo semejante al individuo, y por lo tanto sujeto a la ley de nacer, crecer, envejecer y morir; y sabe también que la Iglesia católica considera a la humanidad como toda una; la humanidad es solidaria en el bien por la oración, y solidaria en el mal por el pecado del Paraíso, y entre estas doctrinas buscar un término de conciliación, presentando en la serie lógica que invariablemente recorren [336] todas las civilizaciones la concepción individual del pueblo, y en la ley general de renovación de estas civilizaciones, la idea de la humanidad, siempre una en su esencia, y siempre diferente en sus manifestaciones temporales.
V.
Puestos los cimientos de la ciencia de la historia en la obra de Vico, todos los pensadores dirigieron sus miradas a esta nueva esfera de los conocimientos humanos y se produjeron sistemas sin cuento que recorren todas las fases de la inteligencia individual, desde el empirismo de Montesquieu, Burke y Savigni, hasta el idealismo de Herder, Fichte y Hegel. Pero en medio de esta variedad se oyeron voces poderosas que desde campos muy opuestos proclamaban la ley del progreso humano como verdad inconcusa y que debía ser universalmente admitida. Bacon, en Inglaterra; Condorcet, en Francia; Kant, en Alemania; todos afirmaron bajo distintos conceptos que el hombre es perfectible, que el hombre se perfecciona, que la humanidad progresa. En nuestra España el reformista Feijóo, en su Teatro crítico universal, sólo se atrevió a negar la senectud moral y material del [337] mundo que algunos de sus coetáneos sostenían; y aún mucho después el insigne marqués de Valdegamas, al combatir la concepción del progreso según el racionalismo, llegó a decir que la ley del retroceso es la ley de la humanidad.
El ferviente católico Ozanam, comprendiendo mejor el espíritu de la Iglesia, ha dicho:
«Hay dos doctrinas del progreso: la una ofreciendo a los pueblos un paraíso terrestre al fin de un camino de flores, y que sólo puede producir un infierno terrestre al fin de un camino de sangre; la otra, de origen cristiano, reconociendo el progreso en la victoria del espíritu sobre el sensualismo de la carne, y no prometiendo nada, sino como la prez de este combate.»
Entendida así la ley del progreso humano, bien puede contestarse a las acusaciones de fatalismo y orgullo, que fundamentalmente se lanzan sobre su concepción racionalista, diciendo también con el mismo Ozanam:
«Esta doctrina de fatalismo y orgullo, destruye el orgullo y el fatalismo; por ella la historia del progreso, no es sólo la ley del hombre, sino la ley de Dios, respetando y realizando su obra por medio de seres libres y responsables.» [338]
VI.
En España hace años que se oye la predicación racionalista de la idea del progreso. En libros, folletos y discursos se ha presentado la ley del progreso como la justificación de todas las instituciones, de todas las doctrinas; pudiera decirse, que se ha pretendido llevar el optimismo hasta la negación del crimen individual. Aún más: fundándose en la teoría del progreso se ha pretendido negar toda revelación religiosa, siguiendo en esto las enseñanzas del perpetuo llegar a ser que explicaba Proudon, diciendo: «Que el progreso es la afirmación del movimiento universal, y de consiguiente, la negación de toda forma inmutable, de todas las doctrinas que pretenden poder aplicarse eternamente a cualquier ser; la negación de todo orden permanente, sin exceptuar el orden del universo; de todo sujeto u objeto empírico o transcendental, que no sea transformable.»
Por una reacción fácil de explicar y no justificable, pues, el individuo siempre es libre, los pensadores católicos al llegar a la cuestión sobre la ley del progreso, unos han enmudecido, y otros, siguiendo las tradiciones de Valdegamas, [339] la han negado, considerándola contraria a las enseñanzas cristianas. Si algún escritor oscuro y desconocido ha intentado rebatir tan funesta conclusión, sus esfuerzos han pasado desapercibidos, su voz no era bastante poderosa para que fuese oída entre el fragor del combate que libran las pasiones exacerbadas en el momento histórico en que hoy vivimos.
Para que la idea del progreso cristiano fuese escuchada en medio de esta tristísima contienda, preciso era que la autoridad de la persona llamase la atención sobre una doctrina que es mirada por muchos católicos como próxima al racionalismo, y rechazada por los racionalistas como una forma supersticiosa que admite la acción divina sobre los destinos de la humanidad.
El presbítero D. Fernando de Castro, catedrático en la facultad de filosofía y letras de la Universidad de Madrid, al tomar asiento en la Real Academia de la Historia el día 7 de Enero del presente año (1866), ha presentado en su discurso de recepción la ley del progreso conforme a las doctrinas cristianas, realizando así la aspiración generalmente sentida entre los que creemos que sobre las luchas ardientes de las pasiones debe alzarse siempre serena, [340] siempre universal, católica, la poderosa palabra del sacerdote cristiano.
Reseñando las condiciones personales del señor Castro, ha dicho un articulista que nos ha precedido en el examen de su discurso: «Espíritu reflexivo, inspirado por un alto sentido moral que tiene a un tiempo de la austeridad del estoico y de la dulzura del cristiano; carácter varonil habituado a concertar la franqueza y el desembarazo con la mesura y la circunspección, –concierto tanto raro hoy día, en que suele tomarse por franqueza el olvido de todo respeto divino y humano, y por circunspección, el disimulo y la servil complacencia–; uniendo en su persona el doble ministerio de la fe y la razón, como si quisiera dar con ello testimonio de su íntima alianza, el Sr. Castro, apartado con firme voluntad de la ardiente arena de los partidos políticos, poseía todas las dotes necesarias para abordar convenientemente los arduos problemas que entraña su discurso; y es, en verdad, una lección viva y elocuente para cuantos puedan hallarse en situaciones análogas, por su modestia y por su dignidad, por su perseverancia y por su moderación, por su piedad y por su ciencia. (1) Artículo de D. Francisco Giner, publicado en la Revista Hispano-Americana.» [341]
VII.
Según nuestro juicio, propúsose el Sr. Castro hacer patente, cómo y bajo qué forma se ha cumplido la ley del progreso en la concepción religiosa del pueblo español, sin salir jamás de los límites que marca la ortodoxia católica, y eligió atinadamente por tema de su discurso: Caracteres históricos de la Iglesia española.
Cuando aparece una nueva idea o una nueva doctrina, su primer carácter es la exclusión, la negación de todas las anteriores, podría decirse que es la unidad sin variedad, la unidad ideal. Así, al abrazar el catolicismo los monarcas visigodos, pretenden fundar en la religión concebida abstractamente, todos los fines de la vida humana. Verdad es que la religión es la esfera superior donde vive el hombre, pero la relación del hombre con Dios (religión) necesita la fe como ley del conocimiento en lo divino, la esperanza en la Providencia, como ley de movimiento en el individuo, y la caridad como ley de armonía en el amor a la humanidad, fundado en el amor de Dios.
Aún más: el espíritu del catolicismo exige la bondad en el individuo para llegar al bien [342] social, y desconociendo este sentido real y activo de las virtudes cristianas, los monarcas visigodos forjan un ideal del derecho y escriben en el Fuero juzgo la igualdad legal de visigodos y de hispanoromanos, de conquistadores y de conquistados.
Pero las más santas ideas escritas en los códigos son siempre ineficaces, frecuentemente dañosas, cuando los pueblos sujetos a estos códigos las menosprecian o no las comprenden. El Fuero juzgo no fundió, no podía fundir en una de las dos razas que vivían bajo el cielo de España. El ideal religioso que levantaba el clero no se comprendía sino como el sometimiento total del poder civil a la autoridad religiosa: y por esto Recaredo en el acto de convertirse decía a los obispos: «Acordad lo que debo hacer, y me conformaré con ello.»
La ley, en desacuerdo con el estado social, y la religión no bien observada, produjeron, como naturales consecuencias, la corrupción de las costumbres, el decaimiento de los carácteres, y por último, la pérdida de la independencia nacional en la rota del Guadalete.
«La cimitarra de los árabes, dice el Sr. Castro, rompió la unidad política que habían fundado la espada de Leovigildo, la habilidad de [343] Chindasvinto y la sabiduría de los Concilios de Toledo. Y hablando históricamente, así debía suceder, porque contra las leyes de la naturaleza, contra lo que era el destino de las razas septentrionales, y que venía cumpliéndose en todas ellas, se quiso aquí formar el todo antes de que se desarrollase libre y espontáneamente cada una de sus partes. Se rompió esa unidad y cayó dividida en mil pedazos. ¿Se quebrantó también a la vez la unidad de la Iglesia española?»
Muy fácil era que así aconteciese, teniendo en cuenta las diferencias que se establecieron entre las comarcas dominadas por los árabes y las tierras reconquistadas por los cristianos. Era necesario un fuerte lazo, una forma coercitiva, que prontamente evitase tan inminente peligro.
Es decir; después de la unidad de fe, que según el Sr. Castro forma el primer carácter de la Iglesia española, debía seguir la unidad de disciplina necesariamente exigida por el espíritu del catolicismo. El estado social de Europa durante la edad media, «mezcla informe y confusa de ideas antiguas y nuevas, de instituciones romanas y bárbaras, de razas y pueblos distintos y eternamente rivales, de señores y siervos, de hombres libres y esclavos, de usos, [344] costumbres, derechos, fueros, privilegios y pretensiones en lucha y guerra perpetua, incapaz todo ello de fundar nada general y permanente, debían cambiar y dejar de hostilizarse estos elementos, desde el instante en que se creyese que habían adquirido de por sí bastante fuerza civil para unirse y constituir las unidades superiores inmediatas, llamadas nacionalidades, como base para la inmediata superior europea, y esta para la más alta que se dice universal o de la humanidad.»
«El único elemento de unidad, en medio de tantos contrarios entre sí, era el catolicismo. Un hombre de su seno que, tomando en peso la sociedad entera, la levantase en cuerpo y en espíritu a nuevos destinos y mejores tiempos, educándola, centralizando el poder espiritual, alejando los desmanes del temporal, y moralizando a la vez a los dos, era la suprema necesidad de la época. Este hombre nos lo deparó la Providencia: fue el pontífice San Gregorio VII.
«Mas antes de someter a esta reforma a los reyes y sus reinos era preciso centralizar las Iglesias de esos mismos reinos. Porque si bien es verdad que reconocían todas en principio la autoridad suprema de la Iglesia romana, [345] prácticamente se gobernaban con cierta independencia por medio de sus metropolitanos y primados. Y como estos eran, por lo común, señores feudales, de vida no muy ajustada, y guerreros además, bajo la dependencia de los reyes, de quienes recibían la investidura de los beneficios eclesiásticos, la simonía y el concubinato eran los dos vicios que más se oponían a la unidad e independencia de la Iglesia.»
Debe decirse en honra de España que los reyes y los obispos ya habían comenzado a trabajar en la mejora de las costumbres, como puede verse en los Concilios de León y de Coyanza, mucho antes que Gregorio VII ni como cardenal ni como Pontífice pensara en planes de reforma.
«Sin renunciar a ser católica nuestra nación, continúa diciendo el Sr. Castro; no podía dejar de entrar a formar parte de esa unidad europea en el sentido que la iba a constituir Gregorio VII, arrancando la cristiandad europea del derecho bárbaro feudal, para levantarla a un derecho universal cristiano. Mas el modo puede decirse violento, con que se nos hizo entrar en este camino por manejos de legados, tales como Hugo Cándido y el célebre Ricardo, y la manera depresiva e injuriosa con que se nos quiso [346] reformar por medio de los monjes cluniacenses, a guisa de país sin convertir, ¿aparecen de alguna manera justificados? (...)
«El Concilio de Francfort, al condenar a Félix y a Elipando, había dicho por boca de Carlo Magno, aludiendo a los santos obispos toledanos, «que no es maravilla que los hijos se parezcan a los padres.» Gregorio VII asentía sin duda a esta opinión, pues llegó a afirmar que entre nosotros, por causa de los priscilianistas, arrianos y sarracenos, non solum religio est diminuta, verum etiam mundanae sunt opes labefactae; se atreve aun a denigrar con la calificación de superstición toledana al antiguo rito nacional, en el que tantas generaciones y tan gran número de santos que veneramos en los altares, habían levantado su espíritu a Dios con fervientes plegarias; y a la vez que prodiga lisonjas sin cuento al rey de Aragón, hasta llamarle el nuevo Moisés, por su docilidad en abolir la liturgia española, y por haber hecho su reino tributario de la Santa Sede, trata con desdén a los valientes castellanos, quienes luchando bizarramente contra el agareno, habían sacado ilesa de este naufragio la fe de Cristo y de su Iglesia, e intenta hacer también feudatario de Roma el reino de Castilla.» [347]
«¿Hay exactitud en esas apreciaciones? Se guardaron a las cosas y a las personas los miramientos debidos a lo que hay de sagrado en las unas y de respetable en las otras?»
No en verdad; y sin embargo, de los medios violentos que se usaron en España para llevar a cabo la reforma de Gregorio VII, «el clero español antes de fallarse el proceso contra su disciplina, ha representado, no solo, sino unido con su grey; después de fallado, no se subleva, no desobedece; calla y acata las órdenes del rey y del Pontífice. Conservará un altar en Toledo, y guardará en su corazón un cariñoso recuerdo al culto de sus padres y de su patria: pero sacrificará en aras de la unidad católica la libertad de su disciplina. «E llorando todos e doliéndose por éste trasmudamiento de Iglesia, levantóse entonces allí este proverbio que retraen aún hoy en día las gentes y dicen: Do quieren reyes, allá van leyes.»
VIII.
Después de la unidad de fe y de disciplina, debía definirse claramente la unidad de vida y de costumbres. Tal es la significación de ese insigne monumento levantado al catolicismo en el [348] concilio de Trento, cuya celebración se debió muy principalmente a la iniciativa de nuestra patria. En esta docta asamblea los prelados españoles, singularmente Guerrero, Ayala y Vozmediano, se señalaron por su ciencia y doctrina, combatiendo con gran libertad de espíritu «los abusos introducidos por las decretales isidorianas a fin de fijar en la Iglesia católica cierta unidad de vida cristiana.»
Del mismo modo en la lucha con la herejía de Lutero, los monarcas austríacos prefieren matar al hombre a convertirlo, pero «los españoles de pura raza, los Luises, las Teresas, los Carranzas y Hernandos de Talavera, los Hurtados de Mendoza, Sigüenzas, Nebrijas, Brocenses, Arias Montanos y Marianas: los santos y los sabios, en suma, prefirieron salvarlo por la caridad y la persuasión.»
Este levantado pensamiento guió también a San Ignacio de Loyola cuando al fundar la Compañía de Jesús, intentó «personificar en una institución religiosa la idea de una vida cristiana más en consonancia con la universal de la humanidad. Esta fórmula consiste en hacer una vida concertada por do quiera, con la doble naturaleza espiritual y corporal del hombre y su condición individual y social. Cuadraba a tan [349] noble propósito extender y perfeccionar las excelencias que distinguen al catolicismo del protestantismo. A la independencia de la Iglesia en el Estado, a la belleza del arte armonizada con la severidad de la religión, a un culto expresivo y más conforme a las aspiraciones y dolores del alma humana, convenía añadir una virtud no laxa, no casuística, no exterior ni forzada, sino espontánea, interior, moral y varonil; tampoco fría, desabrida e intransigente, como es la de toda secta, antes bien grave, severa, expansiva, dulce, en una palabra, caritativa; lo cual sería asestar al protestantismo uno de los golpes más certeros que pudieran gravemente herirlo.»
«Para la realización de esta idea de vida humana dentro del catolicismo, han trabajado los jesuitas por diferentes caminos; entregándose unos a la vida contemplativa, otros a la científica, los más pacientes y mejor acondicionados a la enseñanza, los más sagaces y de mundo a frecuentar las cortes y los palacios. A diferencia de las órdenes religiosas de la edad media, no se encerraron en el fin inmediato de la penitencia y de la teología, sino que admitieron todos los estudios contemporáneos, bajo la doble y acertada convicción de que la ignorancia y atraso del clero habían dado ocasión a la [350] herejía, y de que sólo ilustrándolo podría ser esta victoriosamente refutada. Y para tomar parte en todas las relaciones sociales, y para obrar con toda libertad dónde y cómo quiera que conviniese al fin de su instituto, adoptaron el traje del clero secular, se establecieron en las ciudades más populosas, se acomodaron a las leyes de cada país, se educaron a lo cortesano, se dispensaron de las horas canónicas en comunidad, renunciaron a las dignidades eclesiásticas y observaron una conducta irreprensible...»
«Nuestra es a no dudarlo, termina diciendo el Sr. Castro, la iniciativa de una vida cristiana en armonía con las ocupaciones de cada estado, y en virtud de esa ley de desenvolvimiento progresivo a que se presta el catolicismo, y que tan exactamente supo definir Vicente de Lerins en su Conmonitorio, el ideal de la virtud para las personas del siglo, no fue ya el monaquismo con sus rigores y austeridades, sino la Iglesia de Dios, como madre, con sus misericordias y consolaciones.» [351]
IX.
La unidad de relaciones entre la Iglesia y el Estado, es el cuarto carácter histórico que el Sr. Castro encuentra en la Iglesia española, y sin analizar esta parte de su discurso, por hallarse fuera del propósito que ahora mueve nuestra pluma, pasaremos a ocuparnos de las consecuencias que ha visto el nuevo académico en las premisas que deja sentadas, y del modo verdaderamente cristiano como ha entendido y expuesto la realización histórica de la ley del progreso.
A esta importantísima pregunta ¿qué debe hacer la Iglesia española en los tiempos presentes, de conformidad con lo que ha hecho en los pasados? contesta el Sr. Castro diciendo entre otras cosas:
«¡Ah! si el que se honra con hablaros tuviese alguna dignidad o representación en la Iglesia de su país, si valiese algo el interés que siente por el lustre de su estado, si su voz fuese autorizada, él la levantaría tan alto como pudiera para dar la de alerta, y decir; ¡Que no se aparte el clero español de su grey, so pretexto de que se hace civil y se seculariza! ¡Que deseche [352] como un pensamiento peligroso el de mantener la unidad católica en España de otra manera que por el atractivo irresistible de la moderación, de la suavidad y tolerancia cristianas! ¡Qué lejos de juzgar un extravío y sin razón las tendencias de la civilización moderna en lo que no contraríen realmente su fe, las considere como una ley histórica ineludible del progreso humano, consecuencia necesaria de una noción más clara del derecho, el cual va estableciendo con mayor fijeza las atribuciones entre los diferentes poderes sociales, haciendo más imposibles cada día los conflictos entre los reyes y los Pontífices! «¿Qué significa, decía Balmes, ese homenaje tributado a la libertad, a las reformas, a la tolerancia y al progreso? ¿Todos los que lo hacen son débiles o ciegos? Entonces, ¿dónde están los fuertes y los que tienen vista? Es preciso... no lanzar un ¡ay! de espanto a cada paredón que se desploma de los antiguos edificios del mundo político. Todo lo humano envejece, todo se reduce a polvo: los mismos cielos y la tierra pasarán; lo que no pasará es la palabra de Dios.» En este mismo sentido se expresan hoy Ketteler, Darboy, Dupanloup, Gratry, Dollinger, el jesuita Matignon y otros, y del mismo modo pensaron Wiseman y Lacordaire.» [353]
Precisando aún más la cuestión, marcando el fin esencial que cumple hoy realizar a la Iglesia española con respecto al porvenir del catolicismo, dice el señor Castro que debe pedir respetuosamente al Soberano Pontífice la celebración de un concilio ecuménico donde se abra a todas las sectas cristianas un certamen solemne igual al que España promovió en el memorable Concilio Tridentino. «Nunca como hoy, añade el Sr. Castro, debe la Iglesia española, siendo leal a su inmaculada historia y continuándola según el espíritu y necesidades de los presentes tiempos, aspirar y aun procurar por todos los medios pacíficos y caritativos que le sugiera su celo que se reúnan el mayor número posible de fuerzas cristianas para hacer frente a los peligros que corre, no solo el catolicismo, sino toda religión revelada.»
«Mas debe prepararse a la lucha inspirándose del espíritu de Dios y del de su siglo; no olvidar durante ella lo muy admirada y aplaudida que ha sido siempre por su dignidad, circunspección, discernimiento y carácter concienzudo; y tener presente que, sea por prudencia, por cultura, por caridad o por convicción, nuestra sociedad condena igualmente las revoluciones y las persecuciones. Advierta no menos que para triunfar hoy [354] del siglo el catolicismo, necesita moverse en mucho más anchuroso espacio que el de la actualidad. No cabe sino en el mundo. «Es como el grano de mostaza que siendo, al decir del Evangelio, la menor de las simientes, crece y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas.» Desde el momento en que por la exageración y falta de caridad se le estrecha y achica haciéndolo exclusivo de una raza, menos de una nación, menos aún de un grupo de personas que pretenden amoldarlo a sus miras, se le mutila y arrincona, reduciéndolo a la mezquina categoría de secta o de partido. Se le priva de su carácter más honorífico y grandioso: la expansión y la universalidad, lo que precisamente falta a todas las otras religiones, el único lazo que puede unirlo con ella. «Los que así piensan son, como dice el autor de la Vida de César, ciegos y culpables. Ciegos porque no ven la impotencia de sus esfuerzos para suspender el triunfo definitivo del bien; culpables porque no hacen más que retardar el progreso, entorpeciendo su pronta y fecunda aplicación.» En vez de aprisionar al catolicismo dentro de líneas artificiales trazadas por la violencia, en lugar de contener su movimiento expansivo, déjesele volar en alas de la caridad y [355] la tolerancia, como vuelan la Europa y el Nuevo Mundo en las del vapor y la electricidad.»
Al señalar el Sr. Castro los Carácteres históricos de la Iglesia española ha puesto de manifiesto la ley progresiva de la humanidad, realizándose en la institución religiosa sin negar jamás la inmutabilidad del dogma; antes bien afirmándole y extendiéndole desde la unidad de fe hasta la unidad de disciplina, y de aquí, a la unidad de vida cristiana.
Pero este progreso no es una ley ciega y fatal que se realiza sin esfuerzo y sin conciencia por parte de la humanidad. No; el Sr. Castro dice terminantemente al hablar de la caída del reino visigodo, «que el progreso de la civilización humana, aun cuando necesario e indeclinable, no exime de responsabilidad a los individuos ni a las naciones.» El Sr. Castro, conforme con el pensamiento de Ozanam, anteriormente citado, considera todo progreso como el premio de un combate. La fusión de las dos razas que componían el pueblo español, fue el premio del glorioso esfuerzo llevado a cabo en las guerras de la reconquista; la unidad de disciplina fue debida a la abnegación del clero y del pueblo que cedió en su derecho histórico ante una idea de orden necesario; la más clara conciencia de la vida [356] según el cristianismo, al combate que tuvo que librar la Iglesia contra el ascetismo herético de los primeros luteranos.
Así vemos renovada en el discurso del presbítero D. Fernando de Castro, la noble tradición de la Iglesia española, hábilmente concertada con las más levantadas aspiraciones de la filosofía novísima. Espíritus estrechos dicen que para afirmar las creencias tradicionales, es necesario negar toda la ciencia moderan; espíritus malévolos afirman que la religión presente es incompatible con la ciencia del porvenir. ¡Desventurada humanidad, si tales juicios fuesen ciertos! La palabra de un sacerdote católico proclamando la concordia entre la fe y la razón, entre la religión y la ciencia, debe hallar eco en todos los corazones generosos, debe ser atendida por todos los que, sin renegar del espíritu de nuestro siglo, quieran conservar incólumes las creencias de sus mayores.
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 328-356.}