Luis Vidart Schuch (1833-1897) | La filosofía española (1866) |
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< Apuntes sobre la Historia de la Filosofía en la Península Ibérica >
XXXI.
El Sr. Amador de los Ríos en el tomo cuarto de su muy estimable Historia crítica de la literatura española, se ocupa extensamente de los merecimientos de Raimundo Lulio como escritor polígrafo, y termina su reseña en la forma siguiente:
«Raimundo Lulio aparece por lo tanto a la contemplación del historiador como escritor polígrafo, sorprendiéndonos verdaderamente la casi fabulosa fecundidad de su ingenio. Filósofo, teólogo, orador, moralista, jurisperito, médico, matemático, químico, náutico, filólogo, preceptista y poeta; todo lo es al propio tiempo y de todo lega a la posteridad claros y repetidos testimonios, que circulan y perpetúan su nombre en la varia historia de la civilización española. Difundiendo aquí la doctrina del Crucificado, contradiciendo allí los errores de Mahoma; defendiendo acá las excelencias de la teología; e inculcando donde quiera con incontrastable constancia las ventajas que a todos los sistemas llevaba su procedimiento filosófico, [51] Raimundo resplandece en medio de la insólita variedad de las manifestaciones de su inteligencia, por la fuerza de un criterio superior que le lleva a buscar la ley de la unidad y de la armonía, ora dispute con los enemigos de la fe que predica, ora persuada ante el Soberano Pontífice o en el Concilio, ora en fin exponga su doctrina en las escuelas de Montpeller, Nápoles o París, conforme solicitan o exigen las multiplicadas situaciones de su vida.»
XXXII.
La obra más célebre del filósofo mallorquín es el Ars Magna, cuya teoría fundamental consiste en admitir que las leyes del entendimiento son las mismas que las de la naturaleza, y que conocidas las primeras serán conocidas las segundas; idea que con algunas modificaciones viene a ser la misma que sirve en el moderno sistema de Schelling para llegar al conocimiento del absoluto, o primer principio, donde se funda todo lo que es y todo lo que aparece.
También es digno de notarse que en el arte luliana se encuentra el número tres como fórmula necesaria de todo conocimiento y división de toda idea compuesta, lo cual quizá podría [52] considerarse como una confusa inspiración de la celebrada doctrina hegeliana acerca del movimiento dialéctico de la idea por medio de tres términos necesarios, tesis, antítesis y síntesis.
De todo lo dicho se deduce la explicación de los juicios desfavorables que formaron sus contemporáneos, y aun algunos de los escritores posteriores, sobre la significación científica de Raimundo Lulio: las grandes del ingenio humano son siempre desconocidas y negadas durante largos años, porque siendo el sacrificio de la ley general de la naturaleza moral, el martirio del espíritu, es la condición necesaria del triunfo de la verdad y del reinado de la justicia.
XXXIII.
Si las teorías lulianas tuvieron contradictores apasionados que no acertaron a comprender su profundidad y trascendencia científica, también encontraron entusiastas defensores que las levantaron por cima de todas las especulaciones racionales, y las consideraron como la última palabra de la humana sabiduría. Así se formó la escuela luliana, que produjo obras tan dignas [53] de estudio como El árbol de la ciencia de Raimundo Lulio, que escribió Alfonso de Cepeda; el Ars generalis ilustrata, de Francisco Marzal; la Declaración del arte de Raimundo Lulio, de Núñez Delgadillo; los Métodos generales para todas las ciencias, de Sánchez Lizarazu; la Apología de Raimundo, de Arce de Herrera; el Arte general, de Pedro de Guevara, y algunas otras que fuera prolijo enumerar.
A fines del siglo XVIII aún tenía en España secuaces entusiastas la doctrina de Raimundo Lulio. Así fue que habiendo dedicado el maestro Feijóo una de sus Cartas eruditas, publicadas en el primer tomo de la obra que lleva este título, a demostrar el escaso valor científico que en su opinión tenía el Ars magna de Lulio, tuvo que entablar una larga polémica primero con los RR. PP. Fr. Marcos Tronchon y Fr. Rafael de Torreblanca y después con el P. M. Fr. Raimundo Pascual, que con notable copia de autoridades, y no escasa de razones, sostenían que el gran crédito que habían alcanzado en toda Europa las teorías lulianas no carecía de sólidos fundamentos en las esferas de la ciencia.
El Diccionario de ciencias filosóficas, publicado en París el año de 1847, articuló Lulio, resume en las siguientes palabras las varias fortunas y [54] adversidades que ha tenido el sistema filosófico de nuestro célebre mallorquín. Dice así: «Mientras vivió Raimundo Lulio y durante dos siglos después su doctrina domina casi exclusivamente en Mallorca y en una parte de España; tiene cátedras propias en Palma, en Motpeller, en París y en Roma: el santo amparaba al teólogo y al filósofo. Sin embargo, a los elogios que se le han prodigado durante siglos al sistema filosófico de Lulio, se mezclan frecuentemente algunas censuras; en Francia nunca se estableció con entera solidez y sólo tuvo admiradores aislados; ya hemos citado la protesta de la Sorbona referida por Gerson; la crítica, aunque templada, es bastante clara. Hacia la misma época, Raimundo de Sabunde enseñaba en Tolosa siguiendo los principios de Lulio, y obtenía grandes aplausos; Policiano hacía frecuente uso de sus métodos; Cardano sólo veía en el sistema de Lulio un vano alarde de ciencia, una pomposa inutilidad; Cornelio Agrippa proclamaba su poco valor, pero al propio tiempo lo comentaba. Giordano Bruno trató de corregirle y facilitar su uso, tarea penosa que aun obteniendo un éxito lisonjero no estaba a la altura de su ingenio. Los trabajos del jesuita Kircher le daban alguna boga en el siglo XVII: en fin, el mismo [55] Leibnitz, después de grandes vacilaciones, levantando las prescripciones de Bacon, termina por hacer su elogio.»
XXXIV.
En la cita que acabamos de hacer aparece el nombre de Raimundo de Sabunde, que es sin duda alguna el más ilustre entre los lulianos, y en el cual creemos debe terminarse la enumeración de los filósofos españoles de la edad media.
Raimundo de Sabunde nació en Barcelona por los años de 1370. Según algunos biógrafos ejerció la medicina, y según otros se dedicó a la enseñanza de la teología y de la filosofía. Habiendo sido Sabunde invitado para desempeñar una plaza de profesor en la universidad de París, aceptó esta proposición, pero al llegar a Tolosa fue detenido y no se le permitió continuar su viaje. Entonces recibió la investidura del profesorado en esta ciudad, donde explicó filosofía durante algunos años con singular aplauso y estimación de los que escuchaban sus lecciones. En Tolosa fijó definitivamente su residencia Sabunde y allí murió en el año de 1432.
Sabunde escribió varias obras, entre las cuales [56] goza de gran celebridad: La teología natural o el libro de las criaturas, tan apreciada por Montaigne, que la tradujo al francés, y quizá halló en sus páginas la inspiración de alguna de las ideas menos torcidas que se leen en sus celebrados Ensayos.
Grandes elogios han tributado al autor de La teología natural escritores de reconocido mérito. Hugo Grocio dice que Sabunde es un filósofo sutil; Posevino que su juicio es grande y sólido; y Juan Amós Comenio, que sus argumentos no tienen réplica. El célebre humanista Adrián Turnebo, afirma que en La teología natural de Sabunde se halla la quinta esencia de la doctrina de Santo Tomás de Aquino; y Miguel de Montaigne dice que es una obra admirable, en la cual se prueban de un modo inconcuso todos los puntos que se proponen.
Se han hecho multitud de ediciones de la Teología natural, siendo la primera en Estrasburgo el año de 1496 y posteriormente en París, Lyon, Venecia, Francfort y Amsterdam, y se han publicado traducciones en todos los principales idiomas de Europa.
Un sacerdote de la Compañía de Jesús se ocupó desde 1789 hasta 1793 en reformar y traducir al italiano la obra de Raimundo Sabunde. [57] Existe una versión castellana de este trabajo publicada el año de 1854 en la librería religiosa de Barcelona bajo el siguiente título:
Las criaturas. Grandioso tratado del hombre, escrito por Raimundo Sabunde, filósofo del siglo XV. Refundido y adaptado para la juventud del siglo XIX, por un sacerdote de la Compañía de Jesús. Mucho desearíamos que no fuese ésta la única obra que publicase la librería religiosa de las muchas notables que han sido escritas por nuestros teólogos y filósofos de los siglos medios y del renacimiento.
XXXV.
¿Cuál es el juicio que debe formarse sobre cada uno de los tres períodos en que hemos considerado dividida la vida intelectual de la península ibérica, durante la edad media? –Respecto al primer período, que comprende la España visigoda, dice el Sr. Arnau, en el libro que ya otra vez hemos citado: «Esta es, a nuestro modo de ver, la época más gloriosa para nuestra patria, bajo el punto de vista científico; pues aun cuando no vieron la luz obras tan acabadas como en los otros períodos de su historia, se mantuvo viva la llama del saber, al [58] paso que en las demás provincias del mundo romano, a la irrupción de los bárbaros, desaparecieron las letras con todos los demás elementos de la antigua civilización.» Si después de estas atinadas observaciones recordamos lo que expusimos en su lugar oportuno acerca de la transformación del ontologismo realista de los primeros Santos Padres, en el idealismo que de ordinario prevalece en la escolástica por medio del psicologismo de la escuela filosófica de Sevilla, sería absurdo desconocer la alta significación del movimiento científico de nuestra patria en los primeros siglos de la edad media.
La gran cultura de la España árabe, que constituye el segundo período, está reconocida y proclamada por la crítica moderna, que ha demostrado sin género alguno de duda que los escolásticos estudiaban a Aristóteles en los comentaristas árabes; que los médicos y los naturalistas orientales son los únicos que saben algo del mundo de la materia, en aquellos siglos que la fe viva de los católicos sólo hallaba esparcimiento en las hermosísimas visiones de la vida ultra-mundana. Por último, es ocioso recordar que el monje Gerberto, después Papa con el nombre de Silvestre II, que Daniel de Morlay, y que Gerardo de Cremona y otros varios [59] estudiosísimos literatos y naturalistas franceses e ingleses venían a las escuelas orientales de Córdoba, Sevilla y Toledo a adquirir entre los árabes y judíos los conocimientos científicos que no podían encontrar en ninguna otra parte de Europa.
El materialismo y el idealismo lucharon durante toda la edad media bajo el nombre de nominalismo y realismo. El sistema de Raimundo Lulio es la concepción más completa que presenta el escolasticismo realista. Esta sola indicación basta para hacer ver la gran importancia que presenta el estudio de la ciencia española de la edad media, durante el tercero y último período en que la hemos considerado dividida.
XXXVI.
No es, en verdad, la nación española la nación que menos contribuyó a ese gran movimiento intelectual que agitó a Europa después de la toma de Constantinopla por los turcos (1453), llamado, no sin fundamento, el renacimiento de las artes y de las ciencias. Recordemos aquel inmortal hijo de Valencia, Juan Luis Vives del Vergel (1492), cuyo mérito quilataba Andrés Escoto, afirmando que insensiblemente se había [60] formado en Europa un triunvirato científico, compuesto por Budeo, Erasmo y Vives, en que ponía el uno el ingenio, el otro la influencia y Vives un juicio sólido; opinión que confirma moseñor Bouvier, obispo del Mans, en su Historia elemental de la filosofía, diciendo: «que Erasmo, Budeo y Vives eran considerados como los tres primeros sabios de su siglo.»
«Viene al mundo Luis Vives, a fines del siglo XV, decía el Sr. Campoamor al tomar asiento en la Academia Española, y se inaugura la época del renacimiento. Ante este docto escritor, todos los demás escritores de la reforma son meros escribientes. Este gran agitador de la rebelión antiaristotélica, sin ser un económico sembrador de ideas con sistema, ha sembrado, no las ideas, sino los sistemas a granel. Y ya que de idiomas hablo, valiéndome de una imagen gramatical, diré que en la oración filosófica del renacimiento, Vives es la sustancia y sus sucesores son modos; que todos son cualidades, cuyo sujeto de inherencia es el talento de Vives. Este Cervantes de la filosofía hirió de muerte el quijotismo escolástico, [61] que mucho tiempo después fue a exhalar, no muy justamente por cierto, su último suspiro a los pies de uno de los discípulos más prosaicos de Vives, del canciller Bacon de Verulamio.»
XXXVII.
Los elogios que acabamos de transcribir, tal vez parecerán exagerados por la forma humorística con que expresa sus pensamientos el original ingenio del Sr. Campoamor; sin embargo, el mérito de Luis Vives realmente es muy superior al de todos sus contemporáneos. La inmensa mayoría de los escritores del renacimiento se empeñan en poner sus doctrinas bajo el amparo del nombre de un filósofo griego, y Reuchlin (1455) renueva las doctrinas de Pitágoras, Patricio (1529) las de Platón, Lefebvre (1591) las de Aristóteles, y Paracelso (1493) el sincretismo alejandrino; sólo Luis Vives se presenta original, busca el apoyo de sus doctrinas en la razón universal, y llevando a la ciencia una tendencia de trascendental armonismo, en su libro De prima philosophia, trata de concordar la doctrina de los Santos Padres con las de Platón y Aristóteles, según ha demostrado recientemente un ilustrado krausista, discípulo [62] del Sr. Sanz del Río.{19} Los novadores del renacimiento atacaban el escolasticismo bajo el punto de vista de sus consecuencias; Vives se fijó acertadamente en la necesidad de la reforma de los métodos de enseñanza, que era el verdadero origen de los torcimientos del espíritu, cuyos daños se lamentaban.
Los argumentos de autoridad se consideraban en aquel entonces como los más poderosos, y se llamaban príncipes de los filósofos a Aristóteles y Platón, considerando imposible llegar a discurrir nada por cima de las enseñanzas de la docta antigüedad; Vives, oponiéndose a esta generalizada opinión, decía así: «La comparación que hacen algunos de la superioridad de los modernos sobre los antiguos, como un enano subido sobre las espaldas de un gigante, es al propio tiempo pueril e inexacta. Todos somos hombres de la misma especie, sólo que nos hacemos más grandes que los antiguos, añadiendo su talla a la nuestra, con tal que no les cedamos en estudio, vigilancia y amor a la verdad.» De este modo, sin negar Luis Vives que el progreso del presente tiene por origen las enseñanzas [63] del pasado, que es la parte de verdad que encerraba el juicio de sus contemporáneos, sostiene acertadamente que la obra del pasado no es por necesidad más grande que la obra del presente; pues hombres, y hombres de la misma especie, son lo que se suceden sobre la tierra, siendo cada generación sucesora de las que ya fueron, y predecesora de las que serán.
Tales doctrinas filosóficas hacen que justa y atinadamente pueda ser considerado Luis Vives como el precursor de Bacon y de Descartes, y que los más doctos críticos sólo vean en la parte que se refiere a los métodos del Novum organum, una ampliación llena de talento de la obra del filósofo valenciano titulada, De la corrupción de las artes y de las ciencias, verdadero monumento de gloria científica que por sí solo podría bastar para convencer de imperdonable ligereza a los que un día preguntaron, sin duda alguna porque no lo sabían, qué es lo que había hecho nuestra patria en pro del progreso humano y de la civilización europea.
XXXVIII.
Si se dijese que nuestra palabra carece de autoridad para contradecir las opiniones de los [64] profundos sabios que menosprecian las glorias científicas de España, nosotros nos limitaríamos a transcribir el juicio que emite acerca de Luis Vives, uno de los varones más doctos del pasado siglo, el célebre D. Juan Pablo Forner. Dice así este esclarecido escritor en su Oración apologética por la España y su mérito literario: «¿Cuánta enseñanza no comunicó a Europa, al universo, el penetrante, el descubridor, el sagacísimo Juan Luis Vives?... No fue el nombradísimo Bacon más digno del magisterio universal, que le ha adjudicado el olvido del grande hombre que le llevó por la mano y le indicó el camino. Hay grande diferencia del uno al otro, ora se atienda a la extensión de los conocimientos, ora a la perspicacia en descubrir y proponer. No se ofendan los manes del inmortal Bacon; si él hizo admirables pruebas de su profundidad en los medios de desentrañar la naturaleza física, Vives perfeccionó al hombre, demostró los errores del saber en su mismo origen, redujo la razón a sus límites, manifestó a los sabios lo que no eran y lo que debían ser...:
«Vives penetró en lo último de la razón, y siguiendo su norte, fue el primero que filosofó sin sistema y tentó reducir las ciencias a mejor [65] uso. Los siete libros De la corrupción de las artes, única y segura carta de marear en que deben aprender los profesores de la sabiduría a evitar los escollos del error, del engaño, de la opinión, del sistema: los tres Del alma y de la vida, en que ofuscó todo el esplendor de la ambiciosa filosofía de Grecia, enseñando al hombre con propia observación lo que es y a lo que debe aspirar: los tres Del arte de decir, en que ampliando las angostas márgenes en que los estilos de la antigüedad habían estrechado el uso de la elocuencia, lo dilató a cuantos razonamientos puede emplearle el ejercicio de la racionalidad: los cinco De la verdad de la fe cristiana, obra que debe leerse con veneración y admirarse con encogimiento, donde triunfa perfeccionada la filosofía del hombre, llevándole irresistiblemente a la verdad del culto: sus tratados de educación: sus sátiras contra la barbarie, apoyada entonces en la dialéctica: su universal saber, en suma, consagrado, no a la escrutación de la naturaleza que eternamente se resistirá a las tentativas del entendimiento, por lo menos a las mejoras de estas, y a la utilidad con que le convida la inmensa variedad de objetos que le oprimen por el abuso, son en verdad méritos que no sin fundamento obligan a reputarle en [66] su patria por el talento mayor que han visto las edades. Cuando sean más leídas sus obras, cuando más cultivadas las innumerables semillas que esparció en el universal círculo de las ciencias, cuando más observadas las nuevas verdades que en gran número aparecen en sus discursos, los innumerables desengaños con que reprimió los vagos vuelos e intrépida lozanía de la mente, y la facilidad de adoptar por verdad lo que no lo es, entonces confesará Europa que no el amor a la patria, sino el de la razón, me hace ver en Vives una gloriosa superioridad sobre todos los sabios de todos los siglos.»
XXXIX.
Pequeño aparecerá todo lo que digamos de los pensadores españoles de la época del renacimiento después de los justos elogios que hemos tributado a la memoria de Luis Vives. Hay sin embargo nombres y doctrinas que no debemos pasar en silencio.
El médico Juan de Huarte (1520) escribió una obra titulada: Examen de los ingenios, reduciendo a sistema todo lo que en la antigüedad se había escrito sobre la frenología, y poniendo [67] los fundamentos de los sucesivos desenvolvimientos que han tenido estas teorías en los tiempos presentes. También merece recordarse que en el libro de que nos ocupamos trazó el doctor Huarte una división de las ciencias con arreglo a las facultades del alma que se aplican a su estudio, idea que fue copiada por Bacon y después popularizada por D'Alembert en su Discurso preliminar de la Enciclopedia, sin que ninguno de estos dos escritores nombrase el autor español que primero la concibiera.
Jorge Gómez Pereira (1524), que según unos autores nació en Portugal, y según otros en Galicia, publicó en Medina del Campo, el año de 1554, una obra que lleva por título: Margarita Antoniana, donde se halla el silogismo siguiente: lo que conoce es, yo conozco, luego yo soy, repitiendo el hasta ha poco tiempo olvidado razonamiento de San Agustín, un siglo antes de que Descartes escribiese su famoso cogito, ergo sum. También Gómez Pereira sostiene en su obra la absurda teoría de los animales máquinas, que después, presentada por Descartes, llegó a ser admitida por escritores cuya elevada inteligencia parece que debía haberles alejado de semejantes dislates. [68]
XL.
De multum nobili et prima universali scientia, quod nihil scitur, es el nombre de un libro que se imprimió el año de 1526, escrito por el portugués Francisco Sánchez, avecindado ha largo tiempo y que ejercía su profesión de médico en Tolosa de Francia. El título escéptico de esta obra no se halla confirmado en su contenido, pues aun cuando en ella se combate, quizá con exceso, la ciencia escolástica, se respetan casi siempre las nociones eternas de la verdad. La interpretación de las doctrinas del filósofo portugués ha sido objeto de controversia en estos últimos años entre los críticos alemanes, lo cual indica su alta significación científica, que lo que poco vale, si alguna vez logra adquirir el aplauso de los contemporáneos, jamás podrá fijar la atención de los doctos en épocas posteriores donde las pasiones callan y alza su poderosa voz la justicia de los siglos.
Doña Oliva Sabuco de Nantes, natural de Alcaraz, que floreció a mediados del siglo XV, en su obra Nueva filosofía de la naturaleza, indicó las primeras ideas acerca de la fisiología de las pasiones; inició la teoría acerca de la influencia [69] del sistema nervioso en la economía humana, y consideró el cerebro como el sitio en donde reside el alma, conforme a lo que hoy creen algunas escuelas filosóficas. Ya se advierte el atrevimiento y la novedad de las ideas de la ilustre doña Oliva Sabuco, sobre todo, si se tiene en cuenta el idealismo que generalmente dominaba las inteligencias cuando escribió su Nueva filosofía, que si no es un libro materialista, bien puede calificarse de empírico, y aun tal vez de sensualista.
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{19} El Sr. D. Facundo de los Ríos y Portilla, en el discurso que leyó ante el claustro de la Universidad Central, al tomar el grado de doctor en filosofía y letras.
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 50-69.}