Luis Vidart Schuch (1833-1897) | La filosofía española (1866) |
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< Apuntes sobre la Historia de la Filosofía en la Península Ibérica >
I.
Reinaba ha poco tiempo entre propios y extraños la errada opinión de que la península ibérica no había producido ningún gran filósofo, y que si por maravilla se encontraba algún escritor científico en la patria de Cervantes y Camoens, sus doctrinas sólo eran la representación de una inteligencia aislada y de ningún modo el sazonado fruto de una elaboración intelectual propia de nuestra nacionalidad en sus manifestaciones y caracteres históricos.
La decadencia de los estudios filosóficos en [2] España y Portugal, a contar desde fines del siglo XVI, y la proverbial pereza de los hijos de esta península que desatienden y hasta olvidan sus más legítimas glorias, tales eran las causas que podemos llamar interiores del grave error que pasaba plaza de axioma incontrovertible cuando se trataba de historiar, aun por los más doctos, la significación científica de las naciones europeas.
Causas generales, y por lo tanto de mayor alcance y transcendencia, habían también contribuido al extravío de los juicios históricos en la cuestión que ahora nos ocupa.
La brillante aureola de gloria que rodeó las obras de Bacon y de Descartes, casi desde el primer momento que vieron la luz pública, hizo olvidar el estudio de todas las manifestaciones científicas que les habían precedido, y el materialismo francés del pasado siglo, ridiculizando todas las doctrinas de la católica edad media, llegó a considerar el estudio de la historia como asunto baladí e indigno de ocupar las inteligencias esclarecidas por las enseñanzas enciclopedistas. ¿Quién se hubiera atrevido a recordar los nombres de nuestros moralistas Pedro de Luna y Diego de Valera, de nuestros místicos Ávila y Granada, y de nuestros escolásticos [3] Lulio y Sabunde, sin temer las burlonas sonrisas de los profundos discípulos de Condillac y de Voltaire?
II.
La filosofía novísima ha reconocido la necesidad de la tradición, que es la memoria de la humanidad, para realizar la idea del progreso. La filosofía novísima ve claro que el empirismo del Novum organum scientiarum y el psicologismo del Discurso sobre el método, no son suficientes para resolver todos los problemas científicos, y por una reacción justa y razonada busca en la lógica y en la ontología, menospreciada durante largos años por desatentados novadores, los únicos diques indestructibles que pueden detener el fanatismo de la razón objetiva, cuyo término es el idealismo dogmático.
Hábiles conocedores de esta nueva dirección del espíritu científico los Sres. Laverde Ruiz, Valera, Cuevas, Sanz del Río, Campoamor, Canalejas, Azcárate, Arnau, Monescillo y Ríos Portilla, han consagrado algunos de sus [4] trabajos literarios a recordar los nombres venerandos de muchos sabios españoles y portugueses, dignos de figurar a la par de los más renombrados pensadores y filósofos extranjeros. Han hecho más; han probado que la península ibérica tiene una historia filosófica propia, una sucesión de escuelas en las cuales, si dominan algunas veces los elementos de las naciones extrañas, siempre se hallan modificados por la peculiar índole de nuestro carácter nacional.
III.
¿Dónde debe comenzarse el estudio de la historia de la filosofía ibérica? –Esta cuestión, que es la primera que se ofrece después de hallarse cierto de la existencia de dicha escuela filosófica, la resuelve atinadamente el señor Canalejas en su artículo Del estudio de la historia de la filosofía española, publicado en el segundo tomo de la Revista Ibérica, diciendo:
«Si en efecto el genio de una raza y de un pueblo se encuentran indicados así desde los primeros instantes de la vida histórica, como desde los primeros de su arte, según sostiene [5] el Sr. Amador de los Ríos; si en los poetas hispano-romanos existen ya rasgos característicos del arte español, debemos seguir el mismo camino, y colocar al frente de la filosofía española el nombre de Lucio Anneo Séneca, con tanto mayor motivo, cuanto que Séneca es quizá el autor que ha influido más en nuestra cultura intelectual, y creemos no pecar de extremados si, hablando de escuelas españolas, decimos que en nuestra cultura figura a la par de Aristóteles, y quizá influye más que Platón. Séneca ha creado el sentido moral de nuestro pueblo; así en el último periodo de la edad media, como en el siglo XVII, y aun en el XVIII; sus doctrinas corren de libro en libro, y su nombre se recibe con acatamiento religioso.»
Séneca nació en Córdoba, siendo hijo de Marco Anneo Séneca y de Helvia, ambos españoles, El año de su nacimiento, según infiere Liberto Fromogondo, siguiendo las conjeturas de Justo Lipsio, fue el mismo que el del Salvador del mundo. Parece que abrazó el cristianismo, pues Tertuliano, cuando le cita, dice: Senecam saepe nostrum, y San Gerónimo no usa restricción alguna, y le nombra Senecam nostrum; sin embargo de esto, muchos críticos modernos juzgan que no abandonó el paganismo, [6] fundándose en que las teorías que sostiene en sus obras no se hallan conformes con las enseñanzas católicas. Así es la verdad; las ideas morales que forman el espíritu de las obras del filósofo español sólo pueden considerarse como un estoicismo puramente gentil, que comienza a iluminarse con los primeros resplandores del pensamiento católico. No es, pues, de extrañar la inmensa influencia que las obras de Séneca han ejercido en la civilización ibérica, que la austeridad de las doctrinas de Zenón se conforma bien con el altivo carácter nacional del pueblo de Viriato, y así es que la popularidad de su nombre ha llegado a convertirlo en proverbio, y personas que no saben lo que es ciencia, suelen decir para calificar un varón eminente: «sabe más que Séneca»; y para señalar el paroxismo de la vanidad: «se cree un Séneca.»
IV.
No es solamente el insigne filósofo cordobés, llamado con fundamento por el catedrático don Federico de Castro{3} «el más grande de los [7] filósofos provinciales del imperio romano»; no es el nombre de Séneca el único que puede presentar la España de los cinco primeros siglos de la iglesia católica; algunos otros pensadores florecieron por aquellos tiempos, aun cuando sea menor su celebridad, como también son más pequeños sus merecimientos científicos.
Marco Fabio Quintiliano, nacido en Calahorra a principios del siglo I, escribió unas Instituciones oratorias, obra que puede considerarse como una verdadera estética literaria, y por lo tanto hoy debe ser contada entre el número de las especulaciones filosóficas.
El gaditano L. J. Moderato Columela, que vivía en el año cuarenta y dos de nuestra era, es el autor de un magnifico tratado de agricultura, titulado De re rústica, en el cual se adelanta en muchos puntos a todos los conocimientos de sus contemporáneos. Según Plinio, escribió también una obra sobre los sacrificios antiguos por los bienes de la tierra. Columela sostiene en todos sus escritos las doctrinas pitagóricas, cuya profundidad y verdadero alcance aún está siendo objeto de grandes controversias entre los críticos e historiadores del pensamiento filosófico.
El diálogo entre el emperador español Adriano [8] y el estoico Epicteto, que se halla en la Biblioteca griega de Juan Alberto Fabricio, impresa en Hamburgo el año de 1726; las teorías pitagóricas del valenciano Cayo Junio Hygino; los notables escritos de Anneo Sereno, a quien Séneca llamaba nostrum Zenonem; todos estos nombres y doctrinas muestran claramente el gran desenvolvimiento científico de España durante la época de la dominación romana.
V.
Entre los primeros doctores católicos se cuenta el insigne obispo de Córdoba Osio (256){4} que presidió, como legado del papa San Silvestre, el primer concilio general de Nicea. «Todos los autores contemporáneos, dice el señor Arnau en su Reseña Histórica de la filosofía en España, hacen grandes elogios del modo como desempeñó aquel eminente puesto, y ponderan la elocuencia y vigor con que refutó los errores de Arrio; él fue quien formuló el Símbolo niceno, que con la adición hecha por el sínodo de [9] Constantinopla es el que profesa la Iglesia católica.»
Claro está, que siendo Osio un eminente teólogo conocía los sistemas filosóficos que precedieron al nacimiento del catolicismo, y consagraba a su estudio la constante atención que se requiere para la mayor inteligencia de la verdad revelada. Osio tradujo uno de los diálogos de Platón, el Timeo, lo cual hace suponer con fundamento la preferencia que daba al discípulo de Sócrates sobre los demás filósofos de la gentilidad, conforme en esto al común pensar de los escritores cristianos de su época, que siempre vieron en la teoría platónica de las ideas algo semejante a la relación del Verbo divino con el mundo, según el Evangelio de San Juan y las enseñanzas de San Pablo.
Todos los escritores que se han ocupado de la historia de la Iglesia prodigan el obispo cordobés grandes y singulares elogios. San Atanasio dice «Pater episcoporum magus Osius:» Flórez le llama: «grande entre los grandes:» y el P. Miguel José de Maceda, exclama: «Hosius vere hosius» aludiendo a la significación griega de la palabra hosio.
Osio murió, teniendo ya más de cien años, en el de 257. [10]
VI.
Las escuelas gnósticas tuvieron también su representante en nuestra patria. El famoso heresiarca Prisciliano, nacido en Galicia a mediados del siglo IV, uniendo el maniqueísmo y la antigua cábala de los judíos, formó una doctrina sincrética que en poco tiempo adquirió gran número de sectarios entre todas las clases de la sociedad, como lo prueba el haber sido elevado a la dignidad de obispo de Ávila por la aclamación de los fieles, según se prevenía en la primitiva disciplina de la Iglesia católica.
En el año de 381 se celebró un concilio en Zaragoza, donde se condenaron terminantemente los errores de Prisciliano, y tres años más tarde se reunió otro concilio en Burdeos, el cual anatematizó de nuevo los fundamentos heréticos en que se apoyaban sus teorías.
El emperador Máximo, cediendo a las sugestiones del obispo Itacio, dictó una sentencia arbitraria e injusta, en virtud de la cual fueron degollados Prisciliano y algunos de sus sectarios más principales en Tréveris, el año de 384. Estos lamentables sucesos fueron origen de la [11] secta de los itacianos, que consideraban que la Iglesia debía emplear el hierro y el fuego para exterminar las herejías, doctrina que fue solemnemente condenada por varones que han sido canonizados, y hasta por los santos Pontífices, como contraria a las enseñanzas del divino Maestro, que sólo opuso la palabra recta a la palabra torcida, y que venció con la resignación del sacrificio la tiranía de la fuerza.
VII.
Llegamos a la edad media. En tres periodos cuyas diferencias son bien marcadas, puede considerarse dividida la vida científica de la península, durante esta época histórica. Comprende el primer período desde el reinado de Ataulfo (414) hasta el de D. Rodrigo (710); el segundo desde la batalla del Guadalete (711) hasta la decadencia del poderío de la media luna en la península ibérica, que puede fijarse en la toma de Sevilla por San Fernando (1248); y el tercero desde esta última fecha hasta el renacimiento de las letras, después de la toma de Constantinopla por los turcos (1453).
En la España visigoda, que forma el primer periodo, se presenta la notable figura del [12] discípulo más querido de San Agustín y San Gerónimo, el filosófico historiador Orosio,{5} nacido a fines del siglo VI, según algunos autores, en Braga, y según otros, en Tarragona. La obra más célebre de este escritor en su historia universal titulada Moesta Mundi, que comprende desde principios del mundo hasta el año de 416, en la cual se propuso destruir el error de los paganos, que sostenían que desde la venida de Jesucristo era mayor el número de calamidades que afligían a los mortales.
Se atribuyen también a Orosio una apología del libre albedrío contra Pelagio, y un escrito dirigido a San Agustín sobre los errores de Apolinario y de Orígenes.{6} [13]
VIII.
Sabido es que la herejía arriana era la creencia dominante entre los visigodos. Luchando pues contra los errores anticatólicos de los monarcas y de los más poderosos magnates, escribieron los prelados españoles que vivieron en los siglos V y VI de nuestra era gran número de obras, que en su mayor parte han desaparecido casi por completo. Sólo han llegado hasta nosotros algunos escritos de Liciniano, Justo y Apringio, que vienen a dar una idea, aunque no cabal ni del todo bien sistematizada, de la gran agitación intelectual que en aquel entonces reinaba en la península ibérica.
Como filósofo, Liciniano es el más notable de los tres escritores que acabamos de mencionar. Su epístola al diácono Epifanio, en donde se defiende la espiritualidad del alma con gran copia de razones, es una obra digna de ser meditada, sobre todo por sus teorías psicológicas, que, según nuestra opinión, constituye una de las más importantes manifestaciones del pensamiento en el desenvolvimiento científico de la civilización europea.
Entre los escritores españoles de la época [14] que ahora reseñamos, también merece ocupar un puesto distinguido el obispo San Martín Dumiense, pues aun cuando nacido en tierra extraña, pasó casi toda su vida en nuestra patria, combatiendo la herejía arriana e ilustrando con singular ciencia y doctrina los más profundos problemas teológico-filosóficos. Se conservan del obispo Dumiense su celebrada obra Formula vitae honestae, el tratado De moribus, que forma parte de la biblioteca de los PP., y otros tres tratados titulados: Pro repellenda jactantia, Exhortatio humilitatis y De pascha, de los cuales existen copias en la Biblioteca Nacional de Madrid.
IX.
Todas las obras que dejamos nombradas pueden considerarse como una preparación científica, cuyo sazonado fruto vino a producirse en los pensadores que componen la ilustre pléyade que se conoce bajo el nombre de escuela de Sevilla, y que es verdaderamente la primera manifestación sistematizada de nuestra ciencia nacional. Detengámonos a considerar el origen, [15] desenvolvimiento, decadencia y desaparición de esta famosa escuela, cuya significación, según nuestro juicio, no se ha avalorado en todo lo que realmente merece.
El célebre arzobispo San Leandro puede considerarse como el fundador de la escuela de Sevilla. Nació San Leandro en Cartagena, a principios del siglo VI; subió a la silla episcopal de Sevilla el año de 579; desterrado por el arriano Leovigildo para castigar su constante defensa de la fe católica, pasó a Constantinopla, centro a la sazón de los recuerdos de la cultura griega y de la elaboración científica de los Santos Padres. Cuando Recaredo I abrazó el catolicismo, San Leandro regresó a España, y promovió la celebración del tercer concilio de Toledo (589), terminado el cual, pronunció una elocuente homilía, que se halla en la colección de los concilios. De este modo comenzó la escuela de Sevilla, cuando desaparecía para siempre la herejía arriana, como señal de perdurable alianza entre la fe y la razón de los pensadores españoles.
Se conservan de San Leandro, además de la homilía ya citada, varias Oraciones sobre el salterio y el Oficio gótico de San Vicente. [16]
X.
Muerto San Leandro el 601, sucedióle en la silla episcopal de Sevilla el doctísimo San Isidoro, que es sin duda alguna el más grande de los pensadores que forman la escuela sevillana, y quizá uno de los mayores sabios que ha visto el mundo, si se tiene en cuenta el atraso científico de la época en que le tocó figurar. No son exagerados los elogios que le tributaron sus contemporáneos: antes bien crece su fama conforme pasan los siglos, porque la crítica descubre nuevos y grandes merecimientos en el santo prelado de Sevilla.
Si Braulio decía que no había ciencia que le fuese desconocida, si Elipando le llamaba lucero de Occidente, si San Gregorio el Grande exclamaba al concluir de leer una de sus cartas: –¡Ecce alter Daniel, ecce plus quam Salomon hic! En nuestra época el Sr. Eguren{7} dice que «San Isidoro es una hermosísima figura que la historia ha colocado sobre un magnífico pedestal [17] para que sea objeto de la veneración de los hombres hasta el fin de los siglos;» y el señor Bravo y Tudela{8} afirma que reunía en su persona «la elevación de Platón, la conciencia de Aristóteles, la erudición de Orígenes, la severidad de Gerónimo y la santidad de Gregorio.»
San Isidoro de Sevilla floreció a fines del siglo VI y principios del VII, presidió el concilio cuarto de Toledo y murió el 4 de abril de 636. El año de 1580 se publicó en París una edición completa de sus obras por Mr. Margorin de la Bigne; en 1602 apareció otra nueva edición, también en París, y en 1618 otra tercera en Colonia por el P. Santiago de Bruel, religioso de la abadía de Saint-Germain-des-Prés; y por último, en 1802, D. Faustino de Arévalo publicó en Roma una cuarta edición corregida con notable esmero.
Entre las producciones de San Isidoro merece singular mención el libro de las Etimologías, obra cuya influencia en la filosofía de la edad media está definida con decir que sirvió de texto a Alcuino para formar los extractos que hacía aprender en la corte de Carlo-Magno, como [18] atinadamente ha observado el Sr. Arnau en su Reseña histórica de la filosofía en España.{9}
El octavo concilio de Toledo, verificado el año de 652, llamaba a San Isidoro «el sabio de un siglo y el ornamento de la Iglesia,» añadiendo que si era el último de los Santos Padres por el tiempo, no lo era por la doctrina, y que lo que aparecía aún más admirable es que su ciencia hubiese sido tan eminente aunque Dios le hubiera hecho nacer en el fin de los siglos.
——
{3} Juicio crítico de la Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos del Sr. Azcárate, por el catedrático de metafísica en la universidad de Sevilla D. Federico de Castro, publicado en la Revista Ibérica.
{4} Los números entre paréntesis al lado de los nombres indican los años en que nacieron los escritores a quienes aquellos corresponden.
{5} El alemán Teodoro de Mörner publicó en Berlín el año de 1844 una monografía destinada a dar a conocer la vida y obras de Orosio. ¿Cuándo habrá en España autores que escriban trabajos histórico-críticos sobre nuestros antiguos teólogos y filósofos y lectores que hagan posible la publicación de estos trabajos?
{6} La historia universal de Orosio se conocía generalmente bajo el título de Ormesta, cuya verdadera significación era motivo de grandes dudas. El ilustrado historiador de la literatura romana, F. Schoell, dice que dicho título debe tener su origen en que algún copista ignorante convirtió en una sola palabra la abreviatura del nombre del autor y principio del título de su obra. Es decir: Or. Moesta Mundi, se trasformó en Ormesta.
Orosio es conocido vulgarmente con el prenombre de Paulo, que no le dio jamás ninguno de los escritores de su tiempo, lo cual parece trae su origen de que habiendo visto en las portadas los antiguos códices: P. Orosius, indicando Presbiter Orosis, hubo de inferirse sin más averiguaciones que la P. era la inicial de Paulus; y de aquí el error de los modernos escritores.
{7} Memoria sobre los códices que existen en los archivos eclesiásticos de España, del Sr. D. José María de Eguren.
{8} Historia de la elocuencia cristiana, por D. Antonio Bravo y Tudela, abogado del ilustre colegio de Madrid.
{9} Oigamos lo que dice el presbítero D. Fernando de Castro, catedrático de historia universal de la Universidad de Madrid, acerca de San Isidoro: «Así como hablar de los concilios de Toledo es caracterizar religiosa y políticamente los tiempos visigodos, así hablar del doctor de las Españas es caracterizarlos litarariamente. Porque San Isidoro fue en su tiempo el sabio, no sólo de España, sino de Europa, ya que no por su originalidad, al menos por una erudición tan universal y enciclopédica, que puede decirse que sabía todas las ciencias, que hablaba todas las lenguas, que conocía todas las artes y razonaba discretamente según la expresión de la escritura «desde el cedro hasta el hisopo.» Testimonio [19] elocuentísimo de su saber es el libro de las Etimologías donde definiendo, describiendo e historiando, comprende la gramática y la filosofía, la botánica, la medicina y los instrumentos del arte de curar, la teología racional y revelada, la metalúrgica y la idumentaria, y desde el arte militar y la horticultura hasta los espectáculos y juegos gimnásticos y hasta los oficios mecánicos de su tiempo. Todo el saber erudito de la antigüedad se encierra en semejante libro, que vino a ser como la obra de texto de las escuelas de la edad media, dentro y fuera de España.» (Castro, Caracteres históricos de la Iglesia española, discurso de recepción en la Real Academia de la Historia.)
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 1-18.}