Ramiro de Maeztu
Cuantos se dejaron llevar por un optimismo a todas luces subjetivo, a raíz de nuestro desastre colonial, creyeron, sin duda, que al liquidarse en definitiva los últimos restos de la grandeza y poderío de España, la conmoción que el hecho había de producir en la opinión pública del país, determinaría una corriente psicológica capaz de levantar de su postración al espíritu nacional.
La conciencia colectiva, no obstante las continuas y en ocasiones acertadas campañas estimulantes que emprendieron determinados elementos, como la Cámara Agrícola del Alto Aragón, la Asamblea de las Cámaras de Comercio, y, por fin, la Unión Nacional, no llegó a reobrar, ni siquiera a adquirir una noción de cuáles eran nuestros males, ni los medios y procedimientos para mejorar nuestra situación en todos los órdenes de la actividad, desde lo más elemental de la enseñanza hasta lo más transcendental de la vida de los puebles: el ideal colectivo.
Además de los intentos llevados a cabo por varios núcleos importantes, surgieron individualidades fuentes, temperamentos vigorosos, hombres anhelantes que, sintiendo la necesidad de colaborar en la obra difícil y erizada de peligros, de la entonces denominada regeneración, aportaran su esfuerzo inteligente y sincero al movimiento psicológico y normativo, que se iniciaba en los distintos estamentos de la sociedad española.
No porque el éxito real y efectivo no acompañase a las laudables tentativas que se hicieron para llegar al ansiado resurgimiento, es menos digna de elogio la labor que emprendió aquella pléyade de escritores, [332] ateneístas y pensadores, a quienes se denomina «la generación del 98». De entre todos los intelectuales que hicieron sus primeras armas en aquel período angustioso, no tardó en destacarse la personalidad de Ramiro de Maeztu, que en el semanario Vida Nueva, de Madrid, escribió una serie de artículos notabilísimos, estudiando la vida social española desde un punto de vista muy personal.
Substrayéndose casi totalmente a las influencias del ambiente sentimental y patriotero, forjóse Maeztu una concepción de la realidad hispánica, por demás original, y planteó los problemas colocándose en una posición objetiva, equidistante del lirismo político y del materialismo económico y se hizo cargo de que lo somático tenía tanta o más importancia que el factor ideológico.
En vez de buscar en los libros los elementos de renovación de nuestro conglomerado nacional, proyectó Maeztu su analítica en todos los ámbitos de la actividad del país y descubrió la carencia de nexo entre los diversos factores, que deben constituir el desenvolvimiento colectivo. Acertó a rechazar los tópicos y, puede decirse que en toda su actuación, se advierte un honrado cientificismo pragmático. Maeztu tendía a que nuestros hombres de pensamiento y nuestros estadistas, se preocuparan de convertir las exigencias imperativas de la masa social en ideales fuerzas, que una vez compartidos por la élite de todas las clases de la sociedad, encuadraran en las elevadas esferas del Poder público.
El espíritu innovador de Maeztu y su lógica un tanto positivista respondían, sin embargo, a una alta idealidad; sus principales estudios eran una manifestación concreta y categórica de que no bastaba entonces, como no basta ahora, con diagnosticar nuestros padecimientos, sino que era y sigue siendo indispensable poner una firme, resuelta y sostenida acción, al servicio de los ideales, ya que de otra suerte, todas las fórmulas carecen de eficacia y los más bellos programas son recibidos por la opinión con la reserva natural.
En 1899, en el volumen Hacia otra España, que dedicó al doctor Verdes Montenegro, reunió Maeztu los principales ensayos de aquella notable campaña, en la que conquistó justo renombre y, lo que vale más, afirmó [333] su criterio independiente, libérrimo, basado en el más profundo sentido ético.
Ramiro de Maeztu nació en Vitoria el 4 de Mayo de 1874; su padre era español y su madre inglesa. Cursó el Bachillerato en el Instituto de su ciudad natal. A los quince años hubo de interrumpir los estudios por haber tenido necesidad su familia de ausentarse de España. Residió durante algún tiempo en París, dedicado exclusivamente a los negocios, y después en la Habana, donde también empleó gran parte de su actividad en asuntos mercantiles. A su regreso a España en 1893, desembarcó en Bilbao, y allí permaneció tres años, dándose a conocer como escritor en la Prensa de aquella capital. A los veintitrés años, no acomodándose a su modo de ser el ambiente bilbaíno, se trasladó a Madrid, publicando sus primeros artículos en el semanario Germinal, que dirigía Joaquín Dicenta. A los veinticuatro años ingresó en filas, siendo destinado a un regimiento de guarnición en Palma de Mallorca. Durante su permanencia en la capital isleña, compartiendo los deberes militares con sus aficiones, visitó los centros literarios, donde trabó amistad con Juan Aleover, Miguel S. Oliver, entonces director de La Almudaina; Gabriel Alomar, y otras figuras de las letras baleares. Hallándose en Palma, tradujo y prologó la célebre novela de Sudermann, El Deseo; al propio tiempo, escribió una serie de artículos exponiendo su manera de apreciar la función de la crítica, que aparecieron en El País, de Madrid, y que fueron muy discutidos.
Afirmaba Maeztu, en contra del sentido rígido y severo, predominante en la literatura madrileña, que en los escritores mediterráneos había más substancia y más alientos de modernidad que en los del resto de España.
Terminado el servicio militar, se estableció en Madrid, comenzando su colaboración asidua en El País, y más tarde en El Imparcial, Diario Universal, y en el periódico España, que dirigía el notable articulista don Manuel Troyano, y en el cual afianzó su personalidad Martínez Ruiz, que a la sazón, empezó a firmar con el pseudónimo de Azorín, personaje, principal de su novela La Voluntad.
Al percatarse Maeztu del definitivo fracaso de los escritores y políticos que impulsaron el movimiento de [334] renovación, sintió un hondo desfallecimiento y se ausentó de España en 1904, fijando su residencia en Londres, donde dedicó su actividad a escribir crónicas para La Correspondencia de España y La Prensa, de Buenos Aires. Desde las columnas del antiguo periódico que fundara Santa Ana y que remozó Leopoldo Romero, fue Maeztu orientando al gran público durante un lustro, en lo relativo a las cuestiones económicas y el comercio exterior y los aspectos psicológicos de la vida mercantil. Luego, hacia 1910, fue corresponsal y colaborador del Heraldo de Madrid, en el que expuso con gran brillantez y profundo conocimiento de los hábitos y las tendencias de la política británica, las direcciones del partido liberal, del laborismo y de cuantos organismo y agrupaciones coadyuvaban en la tarea de reconstitución de las fuerzas democráticas de Inglaterra.
De todos los trabajos publicados por Maeztu en el Heraldo, los más sobresalientes fueron los dedicados a la Geografía y a la Psicología de aquel gran pueblo.
La circunstancia de haber estudiado en sus líneas generales la estructura y las funciones del mundo social del Reino Unido, llevó a Maeztu a preocuparse de los fundamentos filosóficos, de las agrupaciones políticas, de las teorías económicas, de las doctrinas sociales y de la organización de la enseñanza, de la beneficencia y la acción corporativa en sus múltiples aspectos.
Sus inquietudes espirituales, su constante laboreo intelectual y su afán indagador y su ansia de buscar nuevos horizontes a la mentalidad española, impulsáronle a hacer frecuentes viajes a Alemania, precisamente en el período de 1909-1914, en que en las Universidades de Jena y Marburgo, ampliaban sus estudios Ortega y Gasset, Federico Onis, Fernando de los Ríos, Rivera Pastor y otros jóvenes profesores.
Temperamento entusiasta y vehemente, halló Maeztu en la cultura teutónica, nuevos estímulos para el alma española, y no vaciló en hacer profesión de fe de neokantiano, considerando que en el idealismo científico alentaban nuevos gérmenes, no sólo psicológicos, si que también éticos.
En ciertos respectos, se explica la sugestión que en Maeztu ejerció la Metafísica tudesca, por cuanto no sólo [335] fueron algunos publicistas y profesores españoles quienes exaltaron las corrientes del pensamiento filosófico alemán, sino que también entre la élite de Francia, Italia y aun de Inglaterra, se produjo el mismo fenómeno. Existía en casi toda Europa una gran admiración hacia la actividad especulativa de Alemania, y fue preciso que viniese un gran acontecimiento como la guerra, para que se desvaneciese la leyenda de la superioridad mental de la Nueva Germania.
Algunos espíritus superficiales censuraron a Ramiro de Maeztu su total alejamiento de la vida pública española, y sobre todo la aversión, que siempre ha sentido el ilustre cronista hacia los militantes de la política, que en vez de realizar la función directora con elevación y desinterés, convirtiéronla en un profesionalismo falto de toda generosidad y de verdadero sentido moral. Maeztu es incompatible con el modo de ser de la política española; su permanencia en Francia e Inglaterra le ha permitido conservar su independencia y afianzarse cada vez más en sus personales puntos de mira. De ahí que nunca halla sentido el deseo de ostentar cargos representativos.
No podía, ciertamente Meeztu, ambicionar la investidura de diputado como han hecho otros escritores –Dionisio Pérez, Ángel Guerra, Azorín, Manuel Bueno, &c., pertenecientes a la llamada «generación del 98»– porque en nuestro país, la toga del legislador está, en general, sometida al mandato de la oligarquía, principal base de sustentación de los partidos turnantes.
Digan lo que quieran los que en Madrid distribuyen los elogios y otorgan reputaciones, Ramiro de Maeztu es acreedor a la gratitud de los hombres que, sinceros y honrados, suspiran por la reconstitución de España. Aunque de un modo un tanto desordenado, sus campañas periodísticas tienen el valor de un apostolado cultural y constituyen una ejecutoria, desde el punto de vista de la civilidad.
Únicamente Miguel de Unamuno supera a Maeztu, en la ardua labor de poner en circualción entre el gran público, ideas, doctrinas y sistemas. En este sentido ha contribuido Maeztu, como pocos intelectuales, a orear el pensamiento político y social de España, a pesar de que su estilo atractivo e insinuante no siempre tiene el calor [336] de convicción indispensable, para apoderarse del ánimo de los lectores.
En los dos últimos lustros, desde las columnas del Heraldo de Madrid, de Nuevo Mundo, La Correspondencia de España y actualmente de El Sol ha vertido Maeztu un enorme caudal de conocimientos, poniendo en relación al público burgués, de suyo distraído y frívolo, con las diversas concepciones estéticas, morales y religiosas, que han ido surgiendo en la Europa Septentrional y en los Estados Unidos; ha reflejado admirablemente un aspecto importantísimo para la vida colectiva de España y que nuestros gobernantes, tienen abandonado: el de los problemas relativos a la educación en su triple fase física, moral e intelectual, aceptando la clasificación de Spencer.
Y ha recogido, con la agilidad de pensamiento que le distingue, la labor interesante y copiosísima de un gran número de pensadores, que en lo que va de siglo, vienen preocupándose de las orientaciones y los métodos preconizados por los grandes psicólogos, en lo que atañe a la formación del carácter.
No obstante las extraordinarias dotes que posee Maeztu, como expositor claro y sistemático y como analista perspicaz, en estos últimos tiempos, cuando se refería a las ideas generales resultaba un poco confuso y algunas de sus críticas respecto a la psicología de las naciones del Viejo Continente y los Estados Unidos, adolecían de vaguedad, unas veces, y otras de apasionamiento. En algunos de sus trabajos en vez de un examen profundo del asunto que trataba, advertíase cierto mariposeo intelectual.
Por otra parte, analizaba a veces, las cuestiones, partiendo de supuestos teóricos que le llevaban a sostener tesis no elaboradas con entera libertad en su espíritu, sino más bien, producto de una reacción del «yo íntimo», al chocar con la realidad ambigua. Y esta manera de apreciar los fenómenos sociales, le llevó en determinadas ocasiones a ser arbitrario y aun injusto.
Juzgando en conjunto la labor del insigne publicista vasco, se observan algunas inconsecuencias, hijas seguramente de su temperamento meriodional, de su vehemencia, por un lado, y por otro, de la falta de coordinación en el estudio y sobre todo, por las influencias [337] encontradas de las lecturas, pues sabido es que Ramiro de Maeztu al igual que el malogrado Jaime Brossa, Luis Araquistain, Gonzalo de Reparaz, Sánchez Díaz y otros, no ha pasado por la Universidad y es un caso de autodidactismo sorprendente.
En un breve lapso de tiempo ha ofrecido recientemente Maeztu dos nuevas muestras de su conocimiento nada común en las cuestiones de actualidad palpitante, acerca de la tragedia europea. Al publicar, primero, su notable opúsculo titulado Inglaterra en Armas, y luego su libro Autority, Liberty and Function in the Light of the War. De este volumen acaba de aparecer una edición castellana, corregida y completamente renovada, con el título de La crisis del Humanismo, que forma parte de la Biblioteca de Cultura moderna y contemporánea de la Editorial Minerva.
Amibos trabajos ofrecen la impresión de que el autor se halla en la plena madurez de su intelecto y que ha evolucionado en el sentido de preferir a las hipótesis los estudios de la realidad viva. La circunstancia de haber viajado por Francia en el primer año de la guerra y de haberse visitado los frentes ingleses e italianos, hubieron de influir poderosamente en el ánimo de Maeztu, poniendo un dique a su fantasía.
En Inglaterra en Armas reunió algunos artículos de indiscutible mérito, en los que resume sus impresiones acerca del frente de batalla británico y de la organización del primer ejército inglés, pintando al mismo tiempo, con sabios trazos el espíritu que alentaba en los tres millones de soldados voluntarios que Inglaterra envió a Francia. En este opúsculo desvaneció Maeztu las prevenciones que existían en una gran aparte de la opinión europea, respecto a los fines atribuidos a la sazón, a los directores de la política del Reino Unido.
En Autority, Liberty and Function in the Light of the War (La crisis del Humanismo), se observa todavía más el cambio operado en Maeztu, quien ha llegado a adquirir una noción amplísima del significado y del valor psicológico y moral, que ha de asignarse a la guerra y su trascendencia para el porvenir de las naciones, así las que fueron beligerantes como las neutrales. Este libro puede considerarse como el mejor de los trabajos que han salido de la pluma de Maeztu, aquel en que todas las [338] cualidades del autor se hallan reflejadas con mayor equilibrio.
La crisis del Humanismo es un libro, nacido a los embates de la gran conflagración europea. Ramiro de Maeztu que ha permanecido más de tres lustros fuera de España, ha estudiado en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Alemania, el pensamiento y la actividad de los pueblos en sus diversos aspectos.
Considera la guerra como el resultado de los principios teóricos fundamentales erróneos que habían prevalecido en el espíritu europeo desde el Renacimiento. En La Crisis del Humanismo, primer volumen de la serie que está escribiendo Maeztu, examinando perspicazmente la más formidable y pavorosa de las pugnas, ve en ella el choque de dos principios irreductibles: la Autoridad vinculada en la Fuerza y la Libertad, surgida del Ideal de Dicha. A juicio del gran escritor, ambos juicios son falsos. Es este un libro profundo, modelo de serenidad, de amplitud de miras y hermosamente estructurado, que tiene un alto valor demostrativo.
En sentir de Ramiro de Maeztu, que es un analista habituado a la observación, no puede verse en la Libertad –fuera de los valores positivos que los accidentes de la Historia ha unido a su nombre–, más que el anhelo individuad de satisfacer nuestro orgullo y nuestra concupiscencia. En La Crisis del Humanismo, resaltan principalmente los capítulos dedicados a desentrañar el principio de autoridad, en el cual no halla el insigne autor más que la conciencia de Poder que quiere afirmarse y acrecerse.
Maeztu, que es un gran escudriñador de los procesos de la Filosofía de la Historia, niega, de un modo absoluto las pretensiones de Derecho legítimo, atribuidas al principio de Autoridad.
El libro de Maeztu, revela una concepción original, pues, al paso que no encuentra el autor, en la Libertad, un principio práctico de asociación, porque los conceptos de Libertad y de Asociación le parecen contradictorios por definición, reconoce en la autoridad un principio de posible triunfo práctico, un hecho maligno..
Aunque no se participe del parecer de Maeztu, ha de reconocerse que lo inspiran móviles elevados y generosos, y que en no pocas páginas, tiene una gran [339] fuerza dialéctica, hasta el punto de que parecen razonamientos sólidos, lo que quizá no son más que errores bellamente expresados.
Cuando se lee a Maeztu es bastante difícil separar el factor reflexivo del imaginativo, y esto hace que el lector no se entregue en absoluto, temiendo encontrar conclusiones que no respondan por completo al proceso lógico del desarrollo de las ideas, como sucede con su afirmación del principio funcional, cuando niega que el individuo pueda adquirir derechos por el mero hecho de ser hombre.
Ramiro de Maeztu, aun siendo un escritor en ciertos respectos contradictorio, y que aún propende a la paradoja, representa en la vida intelectual española, un positivo valor. La posición preeminente que ha alcanzado, la debe única y exclusivamente a sus propios méritos. Jamás tuvo a su lado corifeos que le ensalzaran. El mejor portavoz de su talento, han sido sus trabajos, que podrán adolecer de algunos defectos, pero que significan un esfuerzo no igualado en la Prensa española.