Francisco Giner de los Ríos
Una prueba fehaciente de la desorientación del espíritu público en España es la casi absoluta carencia de correlación entre los grandes hombres y los grupos que ejercen la dirección en la vida colectiva nacional. A los psicólogos incumbe investigar las concausas de que en la hora actual, como en otros tiempos, existan constantemente interferencias que han constituido y constituyen verdaderas soluciones de continuidad entre la élite y la denominada opinión general del país. Circunscribiéndonos al último tercio del siglo pasado y a lo que va del presente, puede decirse que, no obstante la relativa dinamización de las energías latentes en el cuerpo social de la nacionalidad, en España no se tiene una noción clara y definida del valor representativo de los hombres insignes: investigadores, pedagogos, poetas, juristas, literatos, agitadores y estadistas. La ligereza y la superficialidad que algunos tratadistas antroposociólogos descubrieron en los pueblos meridionales, es posible que sea cierta, por lo menos en algunos respectos, aunque en los últimos lustros algunos pueblos que pueden clasificarse entre los meridionales, merced a la influencia de una labor cultural intensiva, adquirieron, al mismo tiempo que una mayor consistencia en el propósito, un sentido de realidad.
Esta transformación en el modo de ser íntimo de la mente colectiva, contribuyó poderosamente a estimular la actividad del agregado social entero en Francia, en Italia y en Rumania, los tres pueblos que, con Portugal, guardan más analogías con el nuestro. En todas estas [246] naciones, a medida que se multiplicaron las fuentes de riqueza en virtud del aprovechamiento de sus fuerzas naturales, acrecentóse el afán inquiridor, el deseo de bastarse y aun de superarse a sí mismas, y por último, el de influir en el curso ascendente de la vida internacional. Podría afirmarse que el sentido de la contemporaneidad se caracteriza principalmente por el respeto y la devoción que sienten las clases directoras, las profesionales y aun las muchedumbres por los hombres superiores, desde los imaginativos hasta los gobernantes, sin excluir a los ideólogos y los agitadores; es decir, las cuatro modalidades en que puede clasificarse la potencialidad psicofísica.
La forma de expresión en que se funde el ensueño con el espíritu práctico, puede decirse que es la de enaltecer valorándolo, discreta y mesuradamente, el poder virtual de los hombres generosos y desinteresados, que en nuestra época de objetividad, de análisis, de crítica y de elaboración sintética, constituyen el mejor patrimonio de un pueblo; esto es, la pléyade de hombres que ejercen el apostolado laico, merced a los descubrimientos e inventos científicos, las indagaciones históricosociales y los ensayos de los nuevos métodos y procedimientos en el laboratorio, el gabinete y el taller, que en la cátedra, el libro y el opúsculo formulan los nuevos principios normativos para encauzar la actividad mental o que, por fin, en la tribuna, en la escena, en la Prensa y el mitin, difunden los nuevos postulados de la Ciencia, el Derecho y las reivindicaciones por que suspira intuitivamente la conciencia popular.
No cabe dudar que la colaboración espontánea y sincera de la élite con las muchedumbres significa el mayor triunfo de la cultura contemporánea y el signo que caracteriza el sentimiento general de las grandes colectividades nacionales. El afianzamiento de la unidad italiana debióse, principalmente, a la socialización del desinterés individual que, al sedimentarse en el ánimo de la masa, llegó a crear el interés supremo de la comunidad. Por esto las escuelas filosóficas y las orientaciones científicas influyeron en los sistemas educativos y en los partidos políticos, dejando de ser en aquel país los intelectuales plantas de estufa para convertirse en elementos básicos de la reconstitución nacional. Lo propio aconteció en Francia, donde el resurgimiento después de Sedán fue [247] principalmente debido a la actuación de los grandes prestigios de la intelectualidad, que salvaron a la nación vecina en los instantes difíciles, sirviendo de núcleo director en las más ardorosas campañas, lo mismo cuando se trataba de la reconstitución interior que de las luchas con otras potencias.
La misma oligarquía, que en nuestra época pugna con los sentimientos arraigados en la opinión pública de todos los países adelantados, cuando la desempeñan hombres cultos y que armonizan las necesidades nacionales con el sentido del deber, convirtiéndolo en aspiración cordial, se dignifica e incluso se redime, al convertirse en una aristocracia basada en el saber y en el ejercicio de la virtud. En España, desgraciadamente, el Poder ha carecido de eficiencia, especialmente desde la Restauración acá, a consecuencia del divorcio en que ha vivido con los elementos que podrían calificarse de genuinamente intelectuales. Así se explica que nuestra opinión no haya asignado a los hombres cumbres, unas veces por ignorancia y otras por recelo y aun por temor a toda innovación. Y es que en nuestro país no se ha realizado la evolución en las ideas que en la mayoría de los pueblos del continente, porque todavía predomina en el ánimo de las muchedumbres el mesianismo, concreción que se adapta al modo de ser esquinado, receloso y holgazán de una gran parte del espíritu público. De otra suerte, no podría explicarse el ambiente de frialdad y de desvío que ha circundado a los más eminentes y audaces espíritus renovadores y constructivos, a quienes sólo en contadísimas excepciones les acompañó la aureola popular. Ejemplos de este divorcio, verdaderamente doloroso, entre los intelectuales y el pueblo lo han sido hombres de tanto valer como Ricardo Macías Picavea y Joaquín Costa, a quienes sólo al bajar al sepulcro se les hizo justicia. En este respecto, España tiene el triste privilegio de rendir honores póstumos a las personalidades insignes que en vida no habían conseguido más que éxitos momentáneos, porque la opinión tornadiza las olvidó al día siguiente, sin percatarse de la horrible tragedia que representa para nuestro pobre pueblo el no prestar adhesión sincera y cordial en los instantes adecuados a los espíritus superiores que poseen la clara visión de lo que precisa hacer en cada instante. [248]
Recientemente, con el fallecimiento de Francisco Giner de los Ríos, ha acontecido también que no sólo la masa social, sino sus directores, no han rendido justicia a la sabiduría y la bondad del gran apóstol de la educación hispana hasta que se extinguió para siempre aquella preciosa y ejemplar existencia. La mayoría de nuestra Prensa, lo mismo la de Madrid que la de otras importantes ciudades, con honrosas excepciones, juzgaron la personalidad y la obra del gran maestro con la misma superficialidad, hija de la incomprensión, con que trataron hace algunos años al más excelso de nuestros poetas, Jacinto Verdaguer, llegando a equivocarse lastimosamente los títulos de algunos libros y dando por publicados otros que no llegó a escribir. La tergiversación de los títulos es perdonable, mayormente tratándose de trabajos periodísticos que han de escribirse bajo los apremios del tiempo; pero lo que no admite disculpa es que se atribuyan al maestro obras que no escribió, pues esto no sólo revela un desconocimiento absoluto de su labor, sino una falta de respeto a su personalidad.
La obra de Giner de los Ríos es vastísima, porque, como ha dicho Luis de Zulueta, nada humano le era ajeno. Durante cincuenta años trabajó el ilustre pedagogo con una intensidad asombrosa. Ninguno de los problemas de la cultura dejó de interesar su atención. Don Francisco, que era un espíritu realmente multánime y generosísimo, no podía permanecer indiferente a nada que representara acción. Su vida es toda una ejecutoria. No ya en España, sino en Europa entera, pocos profesores y publicistas consagraron tanta devoción y tanto entusiasmo a la enseñanza, en el sentido más amplio en que ésta pueda ser considerada.
Nació don Francisco Giner de los Ríos en Ronda, en 10 de Octubre de 1839. Su padre, alto funcionario de Hacienda, era originario de Levante. Por línea materna descendía de Andalucía. Su madre era hermana del famoso orador y político Antonio Ríos Rosas. La infancia de don Francisco transcurrió en Cádiz, donde estaba destinado su padre y donde nació su hermano don Hermenegildo. La segunda enseñanza cursóla en Alicante, en la época en que también estudiaba en aquella ciudad don Emilio Castelar. Al ser trasladado a Barcelona su padre, comenzó don Francisco los estudios universitarios en esta [249] capital, siendo uno de los alumnos predilectos de don Francisco Javier Lloréns, quien introdujo en España la doctrina de la escuela filosófica escocesa. Decíame don Francisco en cierta ocasión, que debía a Lloréns sus primeras orientaciones y su constante afán de inquirir. «De Lloréns –añadía– he aprendido también el método y el sentido íntimo del valor social de las doctrinas. ¡Lástima grande que la obra de mi inolvidable maestro, desperdigada en apuntes y discursos, no haya llegado a trascender al público!»
Terminó Giner de los Ríos las carreras de Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Granada habiendo sido durante algún tiempo alumno interno en el Colegio de Santiago, del que era, a la sazón, inspector Fernández Jiménez. El exrector de la Universidad Central, don Francisco Fernández y González, que entonces profesaba en Granada, le inició en los estudios de Estética y Literatura y en la Filosofía germánica. También por aquellos años, del 60 al 62, fue condiscípulo y amigo de don Nicolás Salmerón. Don Francisco se trasladó a Madrid en 1863, y al lado de su tío don Antonio de los Ríos Rosas, dio sus primeros pasos en la corte. Refería en cierta ocasión González Serrano, que Ríos Rosas, hablando con elogio de su sobrino, declaraba que éste había influido en su actuación política con sus conversaciones y sus comentarios acerca del pensamiento filosófico y político de aquel tiempo.
De 1864 a 1866, Giner de los Ríos frecuentó el Círculo Filosófico, el Ateneo, la Universidad y cuantos Centros eran entonces lugares de reunión de la juventud estudiosa que sentía entusiasmos por las nuevas ideas y en los que se elaboraba el espíritu revolucionario. En aquel medio se despertó en él una invencible simpatía hacia la enseñanza. Contribuyó a orientar la vocación didáctica de Giner de los Ríos, su maestro insigne don Julián Sanz del Río, que le consideraba como a uno de sus discípulos más queridos. Por sus especiales condiciones de carácter, y sobre todo por su atracción personal, don Francisco, a pesar de su modestia, hubo de ocupar uno de los primeros puestos entre los afiliados al krausismo, y a principios de 1866, tras brillantes oposiciones, obtuvo la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional en la Universidad de Madrid. [250] Los adversarios del krausismo crearon todo género de obstáculos en las esferas oficiales con objeto de retrasar, si no impedir, que don Francisco Giner pudiera posesionarse del cargo que había obtenido en noble lid, en circunstancias bien difíciles por cierto, pues el año anterior había tenido la desgracia de perder a su madre.
Al posesionarse en 1867 de su cátedra, era objeto de una persecución implacable su idolatrado maestro don Julián Sanz del Río, por haberse negado a hacer la profesión de fe política, religiosa y dinástica que le fue exigida. Sanz del Río fue separado de la cátedra y Giner de los Ríos, por solidaridad moral e intelectual con su maestro, renunció a la suya. Más tarde, don Fernando de Castro y don Nicolás Salmerón fueron también separados de sus cátedras por el ministro Orovio, cuya actitud produjo viva indignación, no sólo entre la opinión liberal de España, sino en los más importantes centros del extranjero, distinguiéndose por su simpatía a los profesores españoles perseguidos, la Universidad de Heidelberg, que dirigió a don Julián Sanz del Río un mensaje de cordial simpatía suscrito por 63 profesores y doctores, entre los cuales figuraban personalidades de gran prestigio en la Ciencia, la Filosofía y demás ramas del saber. También el Congreso de filósofos, que se celebraba en Praga, a la sazón, asocióse a la protesta enviando otro mensaje a Sanz del Río.
Don Francisco hubo de experimentar grandes contrariedades y amarguras al perder su cátedra, pues tenía a su cargo a sus tres hermanos, entonces muy jóvenes, que hubieron de buscar en la enseñanza privada los medios indispensables para su subsistencia. En 1868, al triunfar la Revolución, el Gobierno repuso en sus cargos a los citados profesores, y don Francisco consagróse de lleno a la enseñanza, revelando desde un principio, su fervorosa vocación por la didáctica y prefiriendo la labor oscura del profesor a los triunfos ruidosos que hubiera podido alcanzar en el foro y en la política. A pesar de haber vivido alejado de los negocios públicos y de no haber ingresado en ningún partido, estuvo siempre en estrecha comunidad con las personalidades que más se distinguieron en la política de aquel período. Al instaurarse la República, don Nicolás Salmerón solicitó su [251] concurso, rogándole muy encarecidamente que aceptara la Subsecretaría de Gracia y Justicia.
Aunque don Francisco negóse obstinadamente a los requerimientos de su fraternal amigo, es indudable que fue el alma, por así decirlo, de cuantas reformas acertadas se llevaron a cabo en la enseñanza en aquella época, habiendo contribuido con su consejo, siempre cariñoso, a las iniciativas que tuvieron don José Fernando González y don Eduardo Chao, ambos ministros de Fomento, y el director de Instrucción Pública, don Juan Uña. Por otra parte, don Francisco, juntamente con sus compañeros don Fernando de Castro y don Augusto González de Linares, habíase erigido en defensor, ante el claustro de la Universidad Central, de las reformas introducidas en el plan de estudios.
Acaso el motivo principal de que don Francisco Giner renunciara a intervenir en la política militante debióse a que, a pesar de sus simpatías por el nuevo régimen democrático, le separaban de sus amigos y compañeros hondas diferencias, pues si bien don Francisco era un enamorado de las soluciones avanzadas, y en Filosofía y en las cuestiones sociales no le repugnaban los radicalismos, jamás fue partidario de los procedimientos airados y violentos y tenía poca confianza en los movimientos revolucionarios, pues en más de una ocasión insistió en este punto de mira, afirmando que las revoluciones más profundas apenas sí producen leves modificaciones en la estructura de los pueblos. Tampoco le satisfacían los programas que por aquel entonces lanzaron los distintos grupos republicanos. El único acto político en que intervino, poniéndose en contacto directo con las muchedumbres, fue el mitin de San Isidro, en el que defendió la candidatura de don Nicolás Salmerón.
Al establecerse la Restauración, en 1875, don Francisco Giner atravesó una aguda crisis, pues en aquel mismo año, fue lanzado del profesorado junto con sus compañeros González de Linares, Azcárate, Salmerón, Montalvo, Laureano Calderón, Guzmán Andrés y el profesor tradicionalista Barrio y Mier. Esta hazaña fue también obra de don Manuel de Orovio, que por segunda vez, llevado de su espíritu reaccionario, atentó contra los fueros de la cátedra. Al protestar Giner y sus compañeros de la despótica disposición ministerial, unos fueron [252] procesados; otros, desterrados, y alguno de ellos, encarcelado. Entonces, por simpatía con los perseguidos, renunciaron a sus cátedras Emilio Castelar, Figuerola, Montero Ríos, Moret, Val y Messía, y por haberse asociado a la protesta, fueron suspensos de empleo y sueldo Eduardo Soler, Varela de la Iglesia, José Muro y Hermenegildo Giner.
Respecto a don Francisco, refiere uno de sus biógrafos que, al cursarse su protesta, fue invitado, por indicación de Cánovas, a que la retirara, advirtiéndole que aquel hombre público tampoco estaba conforme con el proceder de Orovio y que el Decreto ministerial no se llevaría a efecto. Giner de los Ríos contestó que Cánovas, como presidente del Gabinete, tenía a su disposición la Gaceta, y podía, por lo tanto, deshacer la iniquidad ministerial, pero que en ningún caso debía esperar de él una acción que pugnaba con su conciencia. A las pocas horas, habiéndose retirado don Francisco a su domicilio, enfermo y con alta fiebre, la Guardia civil se presentó en su casa, trasladándolo, como a un preso vulgar, a un castillo de Cádiz, donde quedó detenido. A los pocos días recibió don Francisco, en la cárcel, la visita del cónsul de Inglaterra, quien le ofreció, no sólo su apoyo, sino el de la opinión británica. Giner, agradeciendo aquella deferencia, llevó su grandeza de alma a disculpar, en cierto modo, al Gobierno, expresando su confianza en que resolvería en justicia. Una parte de la Prensa inglesa, y singularmente The Times, concedió a la expulsión de los profesores españoles una gran importancia, censurando enérgicamente al Gabinete de Cánovas por su arbitraria medida.
Al salir de la cárcel, don Francisco permaneció algún tiempo confinado en Cádiz, y al fin fue destituido, lo mismo que los demás compañeros suyos firmantes de la protesta. En 1876, cuando la persecución dejó de revestir caracteres agudos, reunidos en la Corte la mayoría de los profesores separados de sus cátedras, Giner concibió la idea de fundar un organismo donde pudieran, libres de toda traba, desenvolver un acabado plan pedagógico, continuando las enseñanzas universitarias y manteniendo una relación constante entre todos los que habían sido objeto de persecución y los elementos agrupados en torno a ellos. Este fue el verdadero origen de la Institución Libre de Enseñanza, el centro docente de España en que se [253] concentró la más activa campaña didáctica realizada en nuestro país con una mayor energía psicológica y una más elevada espiritualidad. Con el tiempo, muchos de sus fundadores, entre los cuales figuraron, además de Giner, Figuerola, Salmerón, Moret, Azcárate, Montero Ríos, González de Linares, Laureano, Alfredo y Salvador Calderón, Labra, Eduardo Soler, García Labiano, Messía y Hermenegildo Giner, se apartaron de la Institución o trabajaron por ella de lejos y con intermitencias; pero don Francisco consiguió asociar a su obra a sus discípulos Cossío, Rubio, Altamira, Posada y muchos más, que continuaron manteniendo el fuego sagrado en aquella noble casa de educadores.
Durante los primeros tiempos de la Restauración, la Institución Libre de Enseñanza, puede decirse que logró reunir a las personalidades más ilustres de las Letras, de reunir a las personalidades más ilustres de las Letras, de la Ciencia y de la Acción Social. Allí explicaron cursos don Juan Valera, Uña, Ruiz de Quevedo, el doctor Federico Rubio, Gabriel Rodríguez, Pelayo Cuesta, Labra, Fernández Giménez, Luis Simarro, Quiroga y otros hombres ventajosamente conocidos. En un principio, la Institución fue una especie de Universidad libre, donde los estudios superiores ocupaban el lugar principal; pero a medida que fueron en aumento las defecciones, debidas, unas a la falta de espíritu de continuidad, característica de los intelectuales españoles, y otras a que algunos se convencieron de que el profesar en aquella entidad llevaba aparejado el mote del sistema, como decía González Serrano, que constituía una desventaja para ocupar altos puestos en la política, la Institución modificó en cierto modo sus planes, y desde 1878, don Francisco consiguió orientarlos en el sentido de dedicar preferente atención a la primera y segunda enseñanza.
Desde aquella fecha, fue la Institución una obra esencialmente pedagógica y, acomodándose por completo a lo preceptuado en sus Estatutos, ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político, proclamó tan sólo el principio de la libertad e inviolabilidad de la Ciencia y la consiguiente independencia de su indagación, en absoluto apartada de apasionamientos y discordias, de cuanto no fuera, en suma, la elaboración y la práctica de sus ideales pedagógicos. Decía don Francisco Giner, siempre que tenía ocasión, [254] que, a su juicio, el problema fundamental de España era una cuestión educativa, y durante más de cuarenta años, su espíritu ágil, cultivado, tolerante y sereno, consagró una profunda atención al estudio en el libro y en la realidad de los métodos y procedimientos pedagógicos, con una devoción verdaderamente religiosa. Es de advertir que Giner de los Ríos, fue uno de los pocos educadores españoles que revelaron siempre un hondo sentimiento de religiosidad, pues de otra suerte no podría comprenderse el desinterés y la abnegación que puso en su obra, predominante si no exclusivamente docente. En realidad, la Institución Libre de Enseñanza, fue una obra personalísima del llorado maestro, que por la circunstancia de no haber contraído matrimonio, trató como a hijos, no sólo a sus discípulos, sino a cuantos se acercaban a él en demanda de indicación o consejo para emprender algún estudio. Casi diariamente, por las mañanas, recibía a cuantas personas querían consultarle para que les orientara en materias pedagógicas, filosóficas, jurídicas, sociales, &c., y rápidamente, merced a su memoria prodigiosa y a las copiosas notas que solía tomar de sus lecturas, en pocos instantes facilitaba datos y antecedentes respecto a cualquier disciplina, acertando a condensar en breves términos las principales corrientes del pensamiento y los autores que podían ser consultados en cada caso con mayor provecho. Recuerdo, a este propósito, cuán útil me fue una consulta que hube de hacer al maestro, quince años ha, respecto a la producción intelectual anarquista, asunto que don Francisco conocía admirablemente. Los veinte minutos que duró nuestra conversación, me fueron más provechosos que los cuatro años que llevaba de pesquisas bibliográficas. Hombre vehemente, apasionadísimo, sabía, sin embargo, sustraerse a sus preferencias, inspirando siempre sus consejos en un amplio sentido de objetividad, y había conseguido, merced a su gran disciplina mental, hablar de las cosas que más le repugnaban, o que herían su delicadeza, con una gran benevolencia, que no significaba, en modo alguno, transacción, sino respeto a la opinión ajena y una vaga timidez de incurrir en error.
Una de las pocas medidas laudables adoptadas por el partido liberal fue la del ilustre periodista y diplomático don José Luis Albareda, al reintegrar en sus puestos, en [255] Marzo de 1881, a los profesores que habían sido desposeídos de sus cátedras por el partido conservador en 1875. Desde entonces puede decirse que la labor pedagógica de investigación y de difusión de don Francisco siguió un ritmo ininterrumpido, habiendo ensayado prácticamente, lo mismo en la Institución que en su cátedra de la Universidad y en la Corporación de Antiguos Alumnos, todas las iniciativas que podían ser fecundas para renovar la enseñanza. Las excursiones escolares y la organización de las colonias estivales, que tanto han contribuido o poner en armonía la educación con la higiene, fueron introducidas en España por Rafael Torres Campos, uno de los más distinguidos discípulos de don Francisco. La Escuela Modelo pudo implantarse en España merced a otro infatigable adalid de la puericultura, don Manuel Bartolomé Cossío, quien en 1880 concurrió al Congreso Internacional de Enseñanza celebrado en Bruselas, que marcó una nueva etapa en esta rama de la Pedagogía. Cuatro años después, don Francisco, acompañado de Cossío asistió a otro Congreso celebrado en Londres, de donde importaron los juegos escolares y cuanto concierne a la formación del carácter, pudiendo decirse que la labor de José del Perojo en pro de la educación moral debióse en nuestro país a la inspiración de Giner, que tuvo siempre una gran predilección por alguno de los principios pedagógicos del educacionismo inglés, quizás por el sentido evangélico y el criterio previsor que lo informan. En 1886, en compañía de Cossío y de otros discípulos, Giner de los Ríos, hizo un viaje de algunas semanas a Francia, Bélgica e Inglaterra, y al mismo tiempo que visitaron los Centros oficiales de enseñanza, estudiaron de cerca la organización de las Instituciones docentes creadas por la iniciativa privada, las Asociaciones y las Corporaciones. Durante su viaje, tuvo ocasión de conocer a los más insignes educadores de Europa, entre ellos a H. Marion, Pécaut, Fernando Buisson, G. Compayré, Bréal, James Guillaume, Sluys, Capper, Harris, lord Sheffield y otros muchos, con los cuales mantuvo después continua comunicación epistolar.
Aunque desdichadamente, en España, los problemas de la educación, hasta hace muy pocos años, no fueron acogidos por nuestro profesorado con todo el interés que merecen, es indudable que el relativo avance que [256] se ha operado en cuanto concierne a la Instrucción Pública y la dignificación del Magisterio, débese a los afanes y desvelos de don Francisco y de algunos de sus discípulos, pues desde el Congreso Nacional de 1882 hasta la actualidad, los institucionistas llevaron a cabo una labor obscura, silenciosa, pero provechosísima. Conviene, a este respecto, recordar que en el mencionado Congreso predominaba un espíritu poco elevado, que el elemento burocrático pretendió sofocar toda ansia de mejora y de reconstitución del Magisterio, y que Joaquín Costa y Manuel Bartolomé Cossío, al plantear los problemas pedagógicos desde un punto de vista científico, no lograron apoderarse de la simpatía de los asambleístas, acaso porque la idealidad genial de Costa y la finura percepción de Cossío fueron incomprendidas. Al observar don Francisco, que asistía al Congreso, la reserva y la hostilidad mal encubierta con que habían sido recibidos sus discípulos, profundamente dolorido por el espectáculo, sintió la necesidad de intervenir en el debate, pronunciando un discurso que fue el segundo último acto público de su vida. Cuantos tuvieron la fortuna de escucharle, refieren que la improvisación del insigne maestro fue un discurso repleto de doctrina y de orientaciones científicas, en el que marcó los derroteros que había de seguir la educación en España para dejar de ser una de tantas mentiras convencionales.
Desde entonces, el venerable maestro adquirió la firme convicción de la ineficacia del esfuerzo de los intelectuales para realizar una acción inmediata cerca de las muchedumbres semicultas o analfabetas, y por esto rechazó todos los requerimientos que se le hicieron para que tomase parte en otros Congresos. Fiel a la línea de conducta que se trazara, ni siquiera aceptó la invitación para ingresar en las Reales Academias. Estaba persuadido de que tan sólo era posible una acción útil para el país, preocupándose de formar el espíritu de las generaciones, del porvenir, y de ahí que su ideal fuera la enseñanza de los niños, a la cual se dedicó con tanta o acaso mayor solicitud que a su propia cátedra de Filosofía del Derecho.
La mayoría de los biógrafos de Giner de los Ríos han concedido mayor importancia al publicista que al educador, quizás porque era tarea más fácil hablar de [257] los libros que de su labor silenciosa de apóstol de la enseñanza en la Institución y en la Universidad. Como escritor, la ejecutoria del señor Giner de los Ríos revistió menos valor del que hubiera podido tener de no haber el maestro consagrado tanta actividad a las explicaciones orales y a las conversaciones con sus discípulos. Habiendo podido escribir libros originales, prefirió, casi siempre, reunir resúmenes de lecciones explicadas en cátedra, o comentarios y amplificaciones a las doctrinas de algunos filósofos y juristas. He aquí los títulos de los principales volúmenes: Principios de Derecho Natural (1873), en colaboración con su discípulo, el que fue eminente periodista Alfredo Calderón; Estudios jurídicos y políticos (1875); Estudios filosóficos y religiosos (1876) Lecciones de Psicología (1877), en colaboración con Eduardo Soler y Alfredo Calderón; Resumen de Filosofía del Derecho, que, comenzado en 1883, no se publicó completo hasta 1898; Educación y Enseñanza (1889); Estudios de Literatura y Arte (1899); Estudios y fragmentos sobre la teoría de la persona social (1899); Filosofía y Sociología (1904) y Pedagogía Universitaria (1906).
En la mayoría de estos volúmenes, más que en el texto, se encuentra la personalidad del autor en las notas, y aun a veces, en los comentarios que éstas le sugerían; de suerte que, recogiendo todas las apostillas que puso a sus libros, se podrían reunir las ideas más personales del eximio pensador, quien, llevado de una modestia tan grande como sus dudas, rehuía las afirmaciones categóricas, y por esto jamás daba por resueltos los problemas fundamentales. Y es que su intelecto poderoso veía nuevos puntos de mira que contradecían, en todo o en parte, las fórmulas consideradas por otros autores como definitivas.
Al decir de sus íntimos, don Francisco se resistió siempre a infundir a su estilo la agilidad necesaria para hacerlo grato y asequible. Es probable que su austeridad no se aviniese nunca con las transacciones que imponen al filósofo los gustos literarios y las palpitaciones de la época, a las cuales es difícil sustraerse. De ahí que algunos de sus libros hayan sido calificados de obscuros y su lectura sea un poco difícil para el gran público desprovisto de preparación. [258]
La cultura de Giner de los Ríos era tan vasta y sólida como grande su generosidad de espíritu, firme su sentimiento del deber y hondo su amor a la enseñanza. Conservó de su maestro Sanz del Río la simpatía por el krausismo y orientó su vida y su obra hacia un sincretismo, en el que armonizaba la inteligencia, el sentimiento y la voluntad. En su criterio, en ciertos respectos original, había una perfecta compenetración de ideas y doctrinas, ensamblando principios tan varios, como los sustentados por Montesquieu y Hegel, Taparelli y Stael, y una íntima devoción por algunas fórmulas históricas de la especulación filosófica, advirtiéndose asimismo a veces, una cierta tendencia hacia el misticismo de Tolstoi. Prácticamente, demostró cuánto le cautivaba la vida sencilla. Las características del gran maestro español fueron una completa sinceridad al exponer las doctrinas ajenas, suma prudencia y circunspección cuando debía formular juicios, y un vehementísimo deseo de justicia, de verdadera solidaridad y acendrado humanismo. Suspiraba porque las ideas redentoras se trocaran en ideas fuerzas, que diría Fouillée.
La posición filosófica de Giner tenía su arranque en las doctrinas de Schelling y Krause, las cuales amplió en algunos aspectos, completándolas con los principios sustentados por Ahrens, Röder y Tiberghien. Conocía a fondo el movimiento hegeliano y sus derivaciones hasta llegar a Feuerbach. En algunos puntos de vista coincidió con Compte, Spencer, Stuart Mill y Huxley, y en los últimos tiempos tuvo cierta predilección por el neokantismo y por las tendencias idealistas, que defienden actualmente en Alemania los profesores de la Universidad de Marburgo, Cohen y Natorp, y el de la de Jena, Rodolfo Eucken. Decía Adolfo Posada, que el fundamento primordial y completo de las ideas ginerianas, podía definirse como un positivismo analítico de orientación idealista y trascendente, o, expresado en otros términos, como un idealismo crítico y positivo, que si de una parte, desechaba la llamada bancarrota de la ciencia, por otra, no creía inútil y enojoso el estudio de la Metafísica.
En el aspecto filosófico-jurídico, la obra gineriana descolló en lo relativo al concepto filosófico del Derecho, basado en las teorías de Krause y de sus [259] continuadores, que algunos filósofos alemanes, en particular los neoidealistas, reputan como más útiles y fecundas en resultados para el individuo y la sociedad, que el evolucionismo positivista, singularmente en su forma orgánico mecanicista, defendida principalmente por los sociólogos franceses e italianos. Giner tuvo en poca estima a estos últimos, a quienes consideraba demasiado influidos por la investigación biológica y por la antropocultura. La concepción sustentada por Giner compártenla hoy juristas de gran mérito, la mayoría de sus discípulos, algunos de ellos profesores en la Universidad de Oviedo, y otros en Madrid, Granada y Salamanca. Giner concedió al elemento ético importancia capitalísima, considerándolo superior, por su carácter de inmanencia, a la fuerza externa y coactiva del Derecho como regulador de la vida social. De ahí que pusiera gran empeño en infundir a sus alumnos la rectitud en el propósito, el amor desinteresado a la investigación y el deseo de coordinar el pensamiento con la actuación.
A pesar de que la obra del gran filósofo y jurista español no llegó a ser popular, es indudable que entre la élite es el hombre que consiguió tener un mayor número de adeptos, habiendo ejercido una decisiva influencia en tres generaciones sucesivas de estudiosos. Discípulos suyos fueron don José Caso, Eduardo Soler, Joaquín Costa, Adolfo Buylla, Alfredo Calderón, Manuel Bartolomé Cossío, Clarín, Adolfo Posada, Jerónimo Vida, Antonio Zozaya, Pedro Dorado, Luis Morote, Salas Antón, Bernaldo de Quirós, Julián Besteiro, Martín Navarro, Ildefonso Suñol, Jaime Carner, Luis de Zulueta, Álvaro de Albornoz, Fernando de los Ríos, Elorrieta, Bernia, Francisco Layret, Augusto Barcia y cien más. Aun entre los ultramontanos tuvo sinceros admiradores y conquistó la simpatía y el respeto de sus propios adversarios, quienes pocas veces le atacaron en público, si bien el título de discípulo de Giner, en el primer período de la Restauración, constituyó un obstáculo para vencer en las lides del profesorado. Su cátedra fue considerada como un gabinete de altos estudios, en donde se aprendía a investigar, a discurrir y valorar las doctrinas intrínsicamente. Realmente, en ella, preparó y orientó a un sinnúmero de espíritus cultivados, que más tarde han constituido el núcleo de laborantes [260] más activos y perseverantes con que cuenta nuestra cultura.
A pesar de que en estos últimos años, la personalidad del señor Giner había sido traída y llevada por los periódicos de gran circulación y algunos hombres políticos en sus discursos parlamentarios hicieron referencia a los trabajos del sabio maestro, puede afirmarse que la mayoría de los políticos y periodistas conocen tan sólo a medias su labor.
Los biógrafos del inolvidable don Francisco han relatado varios hechos que demuestran la sinceridad, la modestia, el altruismo del gran pedagogo, quien conservó hasta los últimos años sus dotes prodigiosas de adoctrinados, sin considerarse nunca un maestro, sino más bien un compañero de sus discípulos, a los que trató siempre con un cariño y una solicitud, verdaderamente paternales. Su fallecimiento, ocurrido en Madrid el día 18 de Febrero de 1915, constituyó una pérdida irreparable para España. Su recuerdo será imperecedero; lo fundamental de su obra pedagógica, más que la filosófica, quedará como base inconmovible de nuevas orientaciones para la cultura patria, y su apostolado servirá de ejemplo, como título de nobleza de uno de los hombres más doctos y virtuosos que ha tenido España en nuestra época de arrivismo y claudicaciones.