Filosofía en español 
Filosofía en español


Joaquín Costa

En la cultura española del último tercio del siglo XIX destácanse tres personalidades insignes por la amplitud de su visión por la vastedad de sus conocimientos y por haber realizado una labor que no se contiene en un orden especial, sino que abarca todas las materias históricas y filosóficas. Refiérome a don Francisco Giner de los Ríos, Marcelino Menéndez y Pelayo y Joaquín Costa. La obra de Giner ha trascendido poco al público porque la parte más importante de la misma no son los libros, sino su labor silenciosa y oscura, aunque fecundísima, llevada a Cabo desde hace más de cuarenta años en su cátedra de Filosofía del Derecho de la Universidad Central. De lo que representó la gestión de Menéndez y Pelayo no es esta ocasión oportuna de hablar, pues al insigne polígrafo no se le ha estudiado más que en un aspecto, en el erudito, cuando en realidad lo más personal de Menéndez fueron sus indagaciones históricas y sus bosquejos y ensayos críticos y aun cuando en determinadas ocasiones su objetividad quedó relegada a segundo término, porque el espíritu de secta se le impuso, no cabe negar que en algunos instantes llegó a las más altas cimas de la intelectualidad y que no pocas de sus apreciaciones acerca de las escuelas literarias tienen un valor positivo y jamás podrán confundirse con los juicios de los profesionales de la crítica. Hombre, Menéndez y Pelayo, de una inteligencia privilegiada, aunque jamás renegó de la ortodoxia; como todos los escritores geniales, [134] proyectaba la luz de su cerebro en cuantos problemas eran objeto de su atención obstinada.

Joaquín Costa es un ejemplo de autodidactismo; pero aunque reveló una extraordinaria energía mental, abarcando todas las disciplinas jurídicas y sociales, no puede ser considerado como un tipo representativo de la psicología española, pues si bien en algunos respectos encarna todas las cualidades y defectos de nuestra raza, en su formación intelectual las influencias de la cultura francesa e inglesa modificaron por modo considerable lo autóctono que había en su personalidad. En su producción hay una enorme cantidad de erudición y de cultura, análisis profundos, crítica acerada y un vigor psíquico y una audacia de pensamiento no superados por ningún otro escritor.

Evidentemente, Joaquín Costa ha sido el publicista que logró infundir a sus libros, y especialmente a sus artículos y discursos, una mayor plasticidad, acaso porque nadie tuvo la sinceridad y el altruismo del genial polígrafo aragonés, para expresar sus estados anímicos, dejaba de lado todo retoricismo, él que era uno de los más insignes literatos que ha producido España y que poseía uno de los verbos más elocuentes que han ennoblecido la lengua de Cervantes en nuestro tiempo.

Costa tenía un dominio tal de su ego, y de las cuestiones científicas y sociales, que, estas constituían sus preferencias; trabajaba con tanta honradez y poseía, además tal don de emplear siempre las palabras más adecuadas, que puede decirse que, más que escribir, esculpía en roca viva. Por esto, sin duda, hecha excepción de Pi y Margall, el autor del Colectivismo agrario ha sido uno de los escritores que, lo mismo en la oración ardorosa que en la polémica discreta y docta, y en la exposición severa de hechos y doctrinas, consiguió ser siempre un hablista admirable, dueño de su cerebro y de su pluma, que obedecía siempre los designios de su pensamiento clarividente.

Costa desmiente en parte la idea tan extendida que se tiene acerca de la psicología étnica, suponiendo que existen en nuestro país razas que se distinguen de las demás por poseer características fuertemente acusadas. Así, por ejemplo, se considera a los altoaragoneses como encarnación de la rudeza y la adustez, y sin embargo, [135] Joaquín Costa, que era altoaragonés de pura sangre, fue hombre que hablando y escribiendo acertaba siempre a expresar todos los aspectos de los problemas nacionales y al estudiar los elementos fundamentales de la constitución y vida del pueblo español, demostró una complejidad espiritual extraordinaria, acertando a desentrañar con sutileza de psicagogo, los detalles más nimios y la estructura nérvea y muscular de nuestro país. Lo prodigioso en Costa es que pudiera sustraerse a su origen, a su educación prístina, y al ambiente psicológico y moral en que se desarrolló, reobrando enérgicamente contra todas las influencias ancestrales, y fuese el prototipo de la rebeldía a ultranza y llegase a condensar todas las aspiraciones revolucionarias que latían y latirán en lo íntimo de la subconciencia del pueblo español eternamente oprimido y vejado Costa, Jovellanos, Fernando Garrido y Pi y Margall, han sido, en mi sentir, los únicos españoles insignes que supieron libertarse de las falsas y menguadas tradiciones, pues con su acometividad y su arrojo, trataron de infundir nueva vida a ese cadáver galvanizado que se llama España. Por esto, los que juzgan superficialmente de hombres y cosas, han podido considerar a todos los no conformistas del atraso hispánico, como enemigos del genio español, cuando en realidad, de lo que se mostraban adversarios era de la leyenda que ha falseado el carácter de nuestro pueblo, sumiéndolo en la miseria y la abyeccion.

Nació Joaquín Costa en Monzón –no en Graus, como han dicho la mayoría de sus biógrafos– a 14 de septiembre de 1846. Fue el primer hijo de los once que tuvieron sus padres, modestísimos labradores que en 1852 se trasladaron a Graus en busca de medios más favorables para el trabajo, y por la circunstancia de ser sus antepasados hijos de aquella villa. Joaquín Costa reveló desde niño cualidades excepcionales en la Escuela Elemental de Graus, por cuyo motivo el sacerdote José Salamero, próximo pariente suyo, que se percató de sus dotes, le facilitó, con generosidad digna de elogio, recursos para que se trasladara a Huesca a cursar la segunda enseñanza en el Instituto de aquella capital. Costa, inmediatamente, se granjeó la simpatía de sus profesores y obtuvo a un tiempo los títulos de delineante y agrimensor y de maestro superior, y, [136] pensando seguir la carrera de arquitecto, fue a prestar sus servicios a casa del arquitecto provincial Hilario Rubio. Sentía un ansia tal de aumentar el caudal de sus conocimientos, que no vaciló en desempeñar las ocupaciones más humildes, como el encaramarse a los andamios, revocar paredes y tabiques y levantar minas. En Pertusa existe todavía un molino que se construyó bajo su dirección.

En 1867, algunos amigos de Costa, percatados de que en él había el germen de un hombre excepcional, lograron que aquella Diputación le concediera una pensión para visitar la Exposición Universal que entonces se celebraba en París. Y Costa, que sentía un gran afán por conocer la vida francesa, se trasladó a aquella capital, donde escribió una Memoria, que fue su primer trabajo literario, titulada Ideas apuntadas en la Exposición de París de 1867 (Huesca 1868). Pero al hacer su viaje a Francia no concretó su actuación a exponer lo que había visto en aquel gran certamen, sino que estudió de visu las más importantes bodegas de Burdeos, Medoc y otras, y una vez hubo agotado la pensión, siguió viviendo en Francia más de dos años, para lo cual se dedicó a dar lecciones en un colegio particular, regresando a España al ser llamado al servicio de las armas. Cuenta uno de los biógrafos de Costa, que fue tal la impresión que le causó al visitar la Exposición, un biciclo, que formaba parte de ella, que envío a sus amigos de Huesca una Carta acompañada de unos dibujos describiendo con exactitud aquel raro aparato, que un industrial oscense lo reprodujo en madera, siendo el primer vehículo de este género que circuló en España.

El venerable sacerdote, José Salamero, al regresar Costa de Francia, siguió prestándole recursos para que prosiguiera sus estudios, y así pudo Cursar el Derecho, obteniendo las más altas calificaciones, y en la Licenciatura y el Doctorado, premio en ambos grades en 1872.

Pero considerando Costa que la Jurisprudencia no colmaba sus ansias de saber, simultaneó aquellos estudios con los de Filosofía y Letras, obteniendo al año siguiente, con la nota de sobresaliente, la Licenciatura y el Doctorado. Poco después hizo oposiciones a una plaza de profesor auxiliar vacante en la Central, [137] explicando la cátedra de Legislación comparada, que más tarde ocupó Gumersindo de Azcarate. En las oposiciones a las notarías vacantes en el territorio de la Audiencia de Granada, alcanzó el número 1. Asimismo obtuvo plaza de abogado del Estado, por oposición, en las provincias de Guipúzcoa, Guadalajara y Huesca 1875, 1878, demostrando en el desempeño de estos cargos, a la vez que una gran independencia de carácter, una rectitud acrisolada. Como dato que prueba elocuentemente su modo de ser, podemos recordar que para no plegarse a las ingerencias de la política, renunció al cargo de abogado del Estado, en el cual había encontrado un medio decoroso de subsistencia.

En 1878 hizo oposiciones a las cátedras de Derecho Político y Administrativo, de Valencia, y, a pesar de haber demostrado suficiencia y poseer una preparación realmente estupenda, fue propuesto para cátedra uno de sus contrincantes, Vicente Santamaría de Paredes, inferior a Costa en potencia mental, en cultura y en palabra, pero que, a falta de méritos indiscutibles, era yerno del ilustre Pérez Pujol, a la sazón rector de la Universidad de Valencia. También Costa, que sentía una gran predilección por los estudios históricos y que desde muy joven se reveló como un coloso de la investigación en esta rama del saber, hizo oposiciones a la cátedra de Historia de España, vacante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, por haberse retirado el insigne Castelar del profesorado. Tampoco en esta ocasión el éxito fue el galardón de los merecimientos altísimos del maestro, pues obtuvo la cátedra, si no recuerdo mal, don Juan Ortega y Rubio, que solo fue un mediano cultivador de los estudios de historiografía. Estas pretericiones ocasionaron a Joaquín Costa una vivísima contrariedad, porque él, que era un espíritu noble y recto, no podía avenirse con la injusticia erigida en sistema.

Cuantos le conocimos a fondo y tuvimos el honor de ser amigos íntimos del famoso publicista y conocimos las vicisitudes de su primera época, hemos de achacar el pesimismo que ya entonces se advertía en Costa, por cuanto concierne a la maquina del Estado, al hecho de haber sido víctima de las intrigas y las [138] asechanzas de los burócratas de Academias y Universidades.

Convencido Costa de que era imposible ingresar en el profesorado de aquella época conservando incólumes las convicciones y los puntos de vista doctrinales propios, cambió de rumbo y orientó su actividad hacia la abogacía y los estudios de indagación en el ámbito de la Filosofía, el Derecho, la Historia y la Sociología, llegando a adquirir, como es notorio, justa celebridad en cada una de estas disciplinas. Realmente, fue sensible que Costa no hubiera podido ingresar en el profesorado oficial, porque un hombre de sus dotes habría hecho de la cátedra un verdadero Seminarium a la manera alemana, integrando así su obra, que, cuando menos, en la forma, no ha podido tener unidad ni la debida seriación.

El eminente polígrafo alto aragonés, al convencerse de que el profesorado estaba cerrado a cal y canto para los indagadores que poseían una personalidad definida y puntos de vista originales acerca de los principios fundamentales del Derecho, en vez, de considerarse vencido, trabajó con más empeño que nunca, consagrando su actividad entera a la producción intelectual. A partir de 1876, en que publicó su libro La vida del Derecho, iniciando una serie de ensayos notables, tanto por su contenido doctrinal como por su pasmosa erudición, adquirida toda ella de fuentes inexploradas en Archivos y Bibliotecas; puede, decirse que no cejó un instante en su esforzada labor.

En 1881 Costa, dio forma a sus ideas filosóficas acerca del papel que desempeña el elemento dinámico en el desenvolvimiento de las sociedades, transformando el modo de ser de las leyes, las costumbres, &c., con la publicación de su libro Teoría del hecho jurídico individual y social, que apareció formando el volumen VII de la Biblioteca Jurídica de Autores Españoles. Este libro, a pesar de haber transcurrido 33 años desde su aparición, es el mejor estudio sobre esta materia que ha visto la luz en nuestro país, pudiendo ser considerado como un monumento imperecedero y como la única contribución de alto vuelo que han aportado los tratadistas españoles a la Biología jurídica. Hasta hace diez años, en que Pedro Dorado publicó El Derecho y sus sacerdotes, [139] la orientación marcada por Costa no había sido continuada.

En 1881 reunió Costa, en su libro La poesía popular española y Mitología y Literatura celto hispanas, varios trabajos muy interesantes, dedicados a poner de manifiesto el influjo que tuvieron los bardos en la formación de las ideas y la cultura, y las transformaciones que los conceptos míticos sufrieron en el transcurso del tiempo, pasando de unos pueblos a otros, creando hábitos, instituciones, leyes, &c. Aparte de su valor histórico y de investigación objetiva, es curiosísimo el mencionado libro, porque, Costa, al recoger los materiales, estudiando a fondo el folk lore, probablemente concibió los trabajos que más tarde hubo de escribir respecto al Derecho consuetudinario y al colectivismo agrario.

En 1883 reunió en el libro titulado La libertad civil y el Congreso de jurisconsultos aragoneses varios estudios publicados en distintas ocasiones; pero con un plan único, que continuó en otra obra publicada al año siguiente con el título de Estudios jurídicos y políticos, en la que estudió el concepto del Derecho en la política popular española, algunos aspectos de la historia de las ideas políticas en España, política exterior y colonial, requisitos de la costumbre política según los autores, &c.

Durante aquella época, alternó Costa la producción intelectual con los cursos dados en la Institución Libre de Enseñanza de Madrid, y tomó parte activísima en la organización del Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil, celebrado en 1883, siendo el iniciador de los primeros ensayos llevados a cabo por la Sociedad Africanista, de la que fue en distintas ocasiones su portavoz. Los discursos que pronunció Costa al inaugurarse el primer Congreso Africanista le conquistaron una gran fama de orador fácil, elocuentísimo y arrebatador. Recuerdo a este propósito un episodio que me refirió hace veintiocho años el insigne naturalista Odón de Buen, que entonces comenzaba sus primeras campañas, de regreso de su expedición al Sahara. El presidente de aquel Congreso era Segismundo Moret, a quien estaba confiada la tarea de sintetizar, como presidente, la labor de los asambleístas. Habiendo [140] sufrido una indisposición, no pudo el señor Moret asistir a la sesión de clausura, recurriéndose a Costa para que sustituyera a aquél en tan difícil misión, que se habían negado a aceptar las personalidades que por aquel entonces tenían más fama de doctas y de conocedoras del problema de la colonización. Costa fue al Congreso sin previa preparación y pronunció un discurso admirable, puntualizando cada uno de los problemas que habían de informar el programa a desarrollar por el africanismo español. Y fue tal la clarividencia del maestro, que predijo algunos de los conflictos que más tarde dificultaron la expansión española en Marruecos. Este discurso valió a Costa una gran autoridad, rindiéndose hasta sus mismos enemigos y detractores ante sus grandes merecimientos.

Poco después, Costa tomó parte principal en la campaña librecambista que realizaron Laureano Figuerola, Gabriel Rodríguez, Manuel Pedregal, Moret, Azcárate, Labra y otros, distinguiéndose de sus compañeros, por la profundidad con que trataba el problema arancelario, dejando de lado las cuestiones accidentales y sentando, no solo las líneas generales, sino el detalle de lo que había de representar para España el régimen del libre cambio.

Hasta 1890, se dedicó Joaquín Costa a los estudios históricos con entusiasmo pocas veces igualado. Tanto es así, que cuando se encariñaba con una materia determinada, proseguía la investigación días y más días sin acostarse y con objeto de mantener viva la atención tomaba una taza de café tras otra. A consecuencia del trabajo inmoderado a que se entregó desde 1883 hasta 1890, contrajo una grave enfermedad medular, que se agravó en términos que le alarmaron en el último de los citados años, en que por consejo de los médicos hizo un viaje al extranjero con objeto de consultar a los neurólogos más famosos. Y como quiera que un célebre facultativo de Berna le ordenase un tratamiento de reposo, indicándole la conveniencia de permanecer alejado de los grandes centros urbanos, Costa, a su regreso a España, se propuso cumplir aquella prescripción y para ello solicitó de la Dirección general del Notariado el traslado a Graus con objeto de seguir desempeñando su cargo de notario de Madrid en aquella villa, porque [141] no contaba con más recursos que los que le producía el ejercicio de su cargo. Pero no pudo cumplir su deseo, debido a que los burócratas, que antes le habían impedido el ascenso al profesorado, negáronse a concederle el traslado. No tuvo, pues, Costa, otro remedio, que alternar su estancia en Madrid con algunos viajes a Graus, a donde se dirigía cada vez que se exacerbaba su padecimiento.

En su libro Plan de una Historia del Derecho español en la antigüedad (1889) y poco después en sus Estudios ibéricos (1891-94), llegó a penetrar hasta los orígenes de la vida jurídica en nuestro país y se familiarizó con las fuentes de investigación menos exploradas. El folk lore, del cual hizo un examen muy profundo, le obligó a estudiar en lo más íntimo, la intrahistoria de nuestro pueblo y nadie como Costa penetró en la entraña del alma hispana, pues era tal su conocimiento del modo de ser de nuestras instituciones antiguas, medias y modernas, que puede decirse que reconstituye el pasado de nuestro pueblo, recogiendo todo lo que significó, en el transcurso del tiempo, aspiraciones sofocadas e intentos frustrados. Pero su obra maestra, aquella en que puso de manifiesto sus dotes de indagador preclaro y genial fue Colectivismo agrario en España, doctrinas y hechos (1898), que puede considerarse como un arsenal de conocimientos, en gran parte desconocidos, pues en ella investigó Costa muy a fondo la obra de nuestros escritores y legisladores, de épocas un tanto lejanas a la nuestra, y, apartándose del camino trillado, prosiguió sus estudios de Biología jurídica, proyectando la luz de la historia en los puntos más oscuros del derecho, buscando antecedentes a la doctrina de la nacionalización de la tierra, de los famosos economistas Henry George, Wallace y Collins, desarrollando el proceso del colectivismo en España y analizando con gran sagacidad la doctrina de los precursores del colectivismo agrario contemporáneo.

Refiriéndose al siglo XVI, al que denominó «siglo por excelencia español y período en que nuestra nación cerraba con llave de oro la Edad Media y abría la Edad Moderna», señala Costa el papel que ejercimos los españoles en la Ciencia, siendo los directores y portaestandartes de la civilización aria por todo el planeta. En aquella [142] época alborearon la Geografía Física y la Comparada, la Gramática general, el Derecho natural y de gentes, floreció la teoría de la soberanía, adquirió preponderancia el método filosófico, nuestros tratadistas descollaron en el cultivo de la jurisprudencia romana y se iniciaron los estudios de Antropología, Numismática y Ciencia Penitenciaria.

Lo que fue aquella etapa luminosa de nuestra Historia lo describe Costa con gran seguridad de pensamiento y elegancia de estilo en su libro Colectivismo agrario, reseñando el papel que desempeñaron en la Filosofía del Derecho, la Ciencia del Estado y el Derecho Internacional, Vitoria, Soto, Mariana, Ayala y Suárez, cultivadores insignes de las disciplinas jurídicas y sociales, precursores unos, fundadores otros de doctrinas y sistemas cuyo conocimiento es indispensable para interpretar rectamente la historia interna de nuestro pueblo. Costa ha sido el gran rebuscador de la Historia, de la tradición, de la leyenda y del espíritu latente en las costumbres y habla populares. Prosiguiendo los trabajos de Hinojosa, Pérez Pujol, Altamira y otros, demostró que, habiendo sido España iniciadora del renacer de las disciplinas jurídicas, supo conquistar también blasones en un ramo de cultura tan afín a aquellas como la ciencia social.

El eminente pensador, que amaba a España apasionadamente, trabajó para dar a conocer los tesoros ocultos o semiocultos de nuestra Bibliografía, especialmente en lo relativo a la organización económica de la Sociedad y el Estado, estudiando cada una de las obras que conservan todavía un valor positivo, para indagar en los orígenes de la Sociología en España. Son asimismo admirables sus síntesis de la naturaleza y el valor de la escuela colectivista española, siendo punto menos que imposible extractar el enorme esfuerzo de indagación y de crítica que hubo de realizar en un género de estudios tan difíciles y complejos que nadie había logrado llevar a cabo cumplidamente.

Diecisiete capítulos de la segunda parte del Colectivismo, dedica Costa a la exposición de los hechos, revelando extraordinarias facultades de aprehensión, pues acertó a recoger cuanto había de autóctono en las instituciones económicas españolas concernientes a la [143] propiedad colectiva de la tierra en las regiones y localidades donde el colectivismo se manifestó en toda la primitiva sencillez de su origen. En realidad, y apreciado concretamente el inmenso trabajo de investigación y de erudición contenido en aquellas trescientas páginas dedicadas a los hechos; puede asegurarse sin exagerar, que Costa legó a la posteridad un gran monumento científico y sociológico y que aunque solo hubiese escrito este libro, tendría asegurada una indestructible reputación como historiógrafo y como sociólogo.

Costa, que en distintas ocasiones hubo de intervenir activamente en la realización de grandes empresas de carácter nacional, como la organización de las tareas del Congreso de Geografía Colonial y Mercantil, en 1883, y los trabajos de la Sociedad de Africanistas, sintió en 1899 en su espíritu la imperiosa necesidad de poner un dique a los atropellos y las vejaciones de la Administración pública y los recaudadores de contribuciones, fundando con este motivo la Liga de Contribuyentes de Ribagorza. Esta fue la entidad en que comenzó Joaquín Costa su hermosa y valiente campaña de la Liga Nacional de Productores, que tanta fama le conquistó, llegando desde aquella fecha a ser conocido del gran público, que vio en el insigne pensador no solo el portavoz de las aspiraciones colectivas, sino el hombre síntesis del movimiento reivindicador del alma nacional, vilipendiada y escarnecida por los políticos de oficio. Costa, aunque parezca extraño, hasta que redactó los memorables manifiestos de la Cámara Agrícola del Alto Aragón, era sólo un prestigio para los intelectuales y un pequeño grupo de amigos y discípulos con que contaba en la provincia de Huesca. Tanto es así, que en dos ocasiones consecutivas, al presentarle, contra su voluntad, candidato a diputado provincial por el distrito Tamarite Benabarre, fue derrotado. No ha de sorprender, sin embargo, el hecho de que el nombre de Costa no hubiese llegado a la masa social semiilustrada, ya que en España la incomprensión y la versatilidad son defectos profundamente arraigados en lo íntimo de la subconciencia de nuestro pueblo. A otro insigne aragonés, gloria de la ciencia española, Ramón y Cajal, le había acontecido lo propio que a Costa. Fue preciso que algunos histólogos alemanes se ocuparan con [144] gran elogio de sus descubrimientos importantísimos, para que aquí, en España, repercutiera el triunfo del célebre biólogo, que tanto ha contribuido con su esfuerzo al progreso de la técnica anatómica. Y casos como los de Costa y Cajal, se han repetido, por desgracia, no pocas veces. Laureano Calderón, Ignacio Bolívar, Blas Lázaro, Sales y Ferre, &c., han sido víctimas de la falta de interés de nuestro público por los problemas que plantean la Ciencia y la Filosofía contemporáneas.

Costa no había alcanzado la notoriedad, no digo la fama, que merecía, porque su labor había sido predominantemente investigadora y enfocada hacia los problemas transcendentales del Derecho y de la Sociología; y aunque cultivó casi todas las disciplinas sociales y, singularmente, las cuestiones agrarias, llevó a cabo sus trabajos con tanta objetividad y elevación de miras, que no satisfizo los intereses particulares de los propietarios rurales que gozaban de influencia y por esto no logró crear en torno a su persona un grupo de incondicionales, único modo de granjearse la simpatía primero y más tarde la popularidad. A Costa le repugnó siempre, por otra parte, el inmiscuirse en las luchas bizantinas de los partidos, porque desde muy joven sintió desvío y aversión por la política militante, considerándola mezquina en el propósito y rastrera en los procedimientos. El insigne pensador, que era un temperamento de rancio abolengo español, a pesar de las contrariedades experimentadas en su vida de hombre de ciencia y de acción, al darse cuenta de lo que significaba para España la pérdida de las Colonias; sufrió una agudísima crisis espiritual y comprendió que debía abandonar el gabinete de estudio para ejercer una acción inmediata, con objeto de intervenir rápidamente en la restauración de las energías del cuerpo social hispano. La derrota de 1898 sobreexcitó a Costa, que ya era un carácter naturalmente vehemente, y fue como la causa ocasional que le impulsó a tomar parte activa en la política.

Al salir el eminente polígrafo de su retraimiento, convencido de que con los elementos políticos fautores del desastre era imposible intentar el resurgimiento nacional, concibió el proyecto de incorporar a la vida política a los elementos valiosos que permanecían alejados [145] de la cosa y para ello, aprovechando su ascendiente cerca de la Cámara Agrícola del Alto Aragón, hizo un llamamiento a las clases neutras del país, constituyendo en la Asamblea reunida en Zaragoza en 1899 la Liga Nacional de Productores. En la memoria de cuantos se interesan por los problemas políticos, esta lo que significó aquel movimiento generoso, entusiasta, que, impulsado por Costa, fue el comienzo de la regeneración de la vida nacional. En aquella Asamblea combatió el maestro con gallardía y elocuencia no superadas, los principales defectos de nuestra organización política, económica y social, poniendo de manifiesto los errores y la inconsciencia que habían conducido a España a la pérdida del imperio colonial y a quedar convertida en una nación de segundo orden. Posteriormente, al coincidir en algunos puntos de su campaña con la que llevaban a cabo los elementos económicos y mercantiles que dirigían, entre otros, Basilio Paraíso y Santiago Alba, fundó, de común acuerdo con estos, la Unión Nacional, que, como se recordará, produjo en algunos instantes tan viva impresión en la opinión pública del país que puede decirse que puso al régimen en peligro.

A los pocos meses, convencido Joaquín Costa de que la Unión Nacional había fracasado por no haber cumplido estrictamente el programa dictado en gran parte por él, y persuadido, además, de que algunos de sus compañeros de Directorio, en vez de proseguir la orientación marcada, buscaban, con miras egoístas, la manera de encumbrarse, apoyándose en aquel movimiento, todo generosidad y altruismo; orientó su actuación hacia el campo republicano, defendiendo en varios manifiestos y discursos la necesidad de unir todas las fracciones del republicanismo y alcanzando la popularidad máxima, que le valió el ser elegido diputado en 1901 por Madrid y Zaragoza, y el triunfo moral en Gerona y otras ciudades. Pero, a pesar de que el cuerpo electoral votó a Costa con entusiasmo y le prodiguó sus muestras de adhesión sincera, negóse el eminente tribuno a presentar el acta y tomar asiento en el Congreso, porque entendía que aquella agitación republicana demandaba de los jefes algo más que discursos inflamados por la pasión negativa y preconizaba para aquellos instantes de [146] sobreexcitación el hecho de fuerza que implantase el nuevo régimen.

Al darse cuenta Costa de que los directores de la Unión Republicana desoían sus indicaciones leales para encauzar aquel hermoso movimiento en que toda la democracia republicana de España se había puesto en pie, sintióse de nuevo dominado por el pesimismo y por el tedio y no quiso compartir la responsabilidad de una política archiconvencional en que la vana palabrería lo era todo y dificultaba la acción eficaz y valiente. De ahí que en 28 de septiembre de 1903, fatigado, desilusionado y persuadido de que el partido republicano había, por omisión, contribuido a afianzar el Régimen; lanzase, airado, un anatema vigorosísimo contra cuantos elementos y personalidades políticas contribuían al imperio de la farsa, empobreciendo cada instante más la nación, y se alejase en absoluto de la política militante, dejando, sin embargo, una estela luminosa y un programa que los republicanos no supieron utilizar a tiempo, pero sí algunos hombres monárquicos, que lentamente y aunque desfigurado, han ido incorporándolo a sus planes de Gobierno. En los momentos actuales, en que se puede ya juzgar con cierta serenidad la gestión llevada a cabo por Costa, cabe afirmar, que si bien no logro infundir en los partidos republicanos el sentido transformador a ultranza, por lo que se refiere a la actuación en el aspecto externo, consiguió, no obstante, remover y agitar hasta sus cimientos, el contenido doctrinal, pues es evidente que el influjo de Costa fue grande y en cierto respecto decisivo, ya que trascendió a todas las esferas de la actividad española, sin excepción.

Desde que Costa publicó el admirable programa de la Cámara Agrícola del Alto Aragón, en el que sintetizó todas las ansias de reconstitución y mejora de las costumbres públicas y del régimen político entero, en cuanto se ha discurrido, escrito y hablado, entre nosotros late el espíritu de Costa. Ha sido tan decisiva la influencia ejercida por la breve, pero intensísima, actuación política y social del maestro –dejando aparte la científica– que para estudiar la historia interna de España contemporánea podríamos dividirla en dos etapas perfectamente delimitadas: la anterior a Costa, que se caracteriza por el espíritu de rebaño, que diría [147] Unamuno, y la postcostiana, en que surgen la conciencia y la voluntad sociales que preconiza el sociólogo ruso Novicow. La literatura que llamó Dorado Montero de la regeneración, si bien fue iniciada por Ángel Ganivet con su Idearium español y continuada por Macías Picavea con El problema nacional; llega en los trabajos de Costa, principalmente en sus manifiestos y programas, a su más alto grado analítico y sintético, como expresión de toda la gama de los sentimientos que anidan en el alma del pueblo español. Costa, en este sentido, puede parangonarse con los grandes patriotas de la Europa actual: Kossut, en Hungría; Parnell, en Irlanda, y Mazzini, en Italia.

Después de haber, escudriñado, con perspicacia, en el pasado para descubrir, entre la urdimbre tupidísima de las civilizaciones que se sucedieron en la Península a través de los siglos, la genealogía de nuestra psiquis colectiva, sintió Costa la necesidad de estudiar la situación presente de España y para ello concibió la idea de abrir una información en la sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo de Madrid acerca del tema, que continua siendo de actualidad: «Oligarquía y Caciquismo como la forma de gobierno actual en España: urgencia y modo de cambiarla». En la Memoria que redactó Costa como presidente de la sección, exponiendo con amplitud el tema, planteó en sus distintos aspectos lo que significa para nuestro país el caciquismo y, penetrando en lo íntimo del alma española, puso de manifiesto los vicios, defectos y errores a que dio lugar el caciquismo y a su vez las concausas que lo engendraron. Con gallardía inusitada fue analizando, una tras otra, las derivaciones de la corrupción política y el entronizamiento del poder oligárquico. Como en el discurso pronunciado en los Juegos Florales de Salamanca en 1901 acerca de la crisis política de España, Costa distinguió en la mencionada Memoria las cualidades que caracterizan virtualmente nuestro modo de ser en lo esotérico y las influencias perniciosas que produjeron en el cuerpo social el predominio del favoritismo y la injusticia erigida en norma. Indudablemente Costa, en este estudio, acertó a descubrir el cáncer que devora las entrañas del organismo nacional dominado todavía, de una parte, por el dogmatismo de la Iglesia y de otra por el parasitismo burocrático, los [148] dos factores que más han contribuido a la deformación y anquilosamiento de España. En otro país que no estuviera tan profundamente postrado como el nuestro, la información llevada a cabo por el Ateneo de Madrid, a iniciativa de Costa hubiera sido, sin duda, la iniciación de un movimiento francamente regenerador; aquí sólo tuvo eco entre algunos intelectuales y el grupo de amigos y admiradores que seguían con interés las nobles empresas del gran pensador de Graus.

Costa, en sus últimos tiempos, dedicó principalmente su actividad a la producción intelectual y desde 1904 hasta poco antes de su fallecimiento, ocurrido en aquella vida altoaragonesa en 8 de Febrero de 1911, publicó distintos trabajos, planeó otros que no han llegado a ver la luz y puso en orden algunos de sus ensayos, que han aparecido recientemente con el título genérico de La fórmula de la Agricultura Española, formando los dos primeros volúmenes de las obras completas de Costa, editadas por su hermano don Tomás. Este libro es sumamente interesante y lo constituyen una colección de artículos y ensayos escritos en distintas etapas y obedeciendo a diversas circunstancias, pero con perfecta unidad de plan, método y exposición, estando todo él inspirado en un solo ideal: el de elevar la condición del agricultor y despertar la atención de la opinión pública hacia los problemas agrarios. La fórmula de la Agricultura es una verdadera enciclopedia de las cuestiones jurídico agrarias, consideradas en sus distintos aspectos. Entre otros asuntos, ocúpase Costa, en la primera parte, denominada por él «Agricultura armónica», de la acción de la Naturaleza en la producción agrícola; de la actividad del hombre en la misma; del suelo de la patria y la redención del agricultor; de la Agricultura desértica y del procedimiento para crear los oasis artificiales. Figura también en este volumen su célebre estudio, especie de llamamiento, que tanta impresión produjo, titulado ¡Agricultores, a europeizarse!, que es una de las más inspiradas y vibrantes páginas que escribiera Costa. Termina la primera parte del libro con un análisis concienzudo del cultivo de los cereales en España, demostrando que es antieconómico, y haciendo un bosquejo de lo que podrían significar para la nación las instituciones de crédito territorial y agrícola.

La segunda parte está dedicada a la política [149] hidráulica, la concepción más feliz que tuvo Costa y en la que reveló su clarividencia y su profundo conocimiento de las desdichas de la patria. Los capítulos que consagra a estudiar la misión social de los riegos en España, son admirables y debía este ensayo figurar como libro de texto en todas las escuelas nacionales. También son dignos de ser divulgados los capítulos dedicados a la Agricultura de regadío, nacionalización de las aguas fluviales, plan general de canales, &c. La tercera parte de la obra está dedicada al arbolado y la utilidad inmensa que significa para la vida este gran amigo del hombre. Y en la cuarta y última parte analiza cuantos problemas conciernen a la propiedad de la tierra y la cuestión social, ampliando, en cierto respecto, algunos de los puntos de mira señalados anteriormente en otras obras y en particular en El Colectivismo Agrario.

Es imposible mencionar todos los libros, folletos, memorias y artículos publicados por Costa en revistas y periódicos; su obra fue realmente asombrosa, tanto por lo vasta y compleja, como por lo profunda y originalísima. Pasó el insigne publicista la mayor parte de su existencia, sobre todo la juventud, consagrado a los trabajos de investigación y rebusca y por eso su cultura llegó a ser tan sólida y personal. Tuvo además, como pocos escritores de nuestra época, el don de enfocar los problemas, sintetizando en claros y categóricos términos sus puntos de vista y llegando a formular juicios, exactos y precisos, a veces en frases cortantes y de una elocuencia insuperable. De ahí que sus opiniones hayan llegado a las muchedumbres, que, sin comprender todo el alto sentido del pensamiento de Costa, las diputan como sentencias dictadas por un sabio. Costa, en determinadas ocasiones, interpretó en forma aforística, de modo gráfico y contundente, los anhelos de reconstitución de España que presentía la multitud de los campos y de la ciudad. Su conocimiento de la vida jurídica de nuestro país no ha sido igualado por ningún otro tratadista, pues nadie como él indagó en el modo de ser de nuestro pueblo, pudiendo considerarse en cierto modo definitivos sus estudios acerca de la familia, la propiedad, la organización económica, la vida jurídica, la constitución física, la mentalidad y, en suma, la fisonomía moral [150] del país entero, sus virtudes y defectos, sus ensueños, el alma de la nación y la psicología de la raza.

A raíz de la muerte del solitario de Graus y posteriormente, varios publicistas de nombradía trataron de valorar su obra colosal, discurriendo acerca de los aciertos y equivocaciones de Costa. Pero, en mi sentir, se ha estudiado poco y deprisa lo que representa en su totalidad el esfuerzo del egregio pensador. En realidad esta por hacer el estudio de conjunto de la labor de Costa. Por impresión conocemos los juicios de Unamuno, Martínez Ruiz (Azorín), Gómez de Baquero, Eloy Luis Andre, González Serrano y el de sus admiradores Besces, Adellac y Edmundo González Blanco; pero la crítica sesuda e imparcial todavía no ha hecho un análisis objetivo de lo que representa la personalidad de Costa en el Derecho, la Historia, la Filosofía y la acción social y política de nuestro país.

Es indudable que, a pesar de su gran potencia psicológica, de su cultura portentosa, Costa no pudo sustraerse por completo a las condiciones adversas del ambiente, poco propicias a estudios de alta especulación, como tampoco a la herencia psicológica y a la sugestión que en su ánimo ejerció el nihilismo intelectual de una parte y de otra el férreo dogmatismo del catolicismo, cuyo influjo se advierte en todos los pensadores españoles contemporáneos, desde Pi y Margall a Menéndez Pelayo y de Ganivet a Unamuno. Acaso erró Joaquín Costa en el procedimiento que siguió en sus propagandas y en el tono apocalíptico que empleó al escribir sus Manifiestos, porque las impaciencias y las inquietudes que siente un hombre genial, muy pocas veces pueden ser compartidas por un pueblo latino como el nuestro, en que las clases sociales apenas han comenzado el proceso de diferenciación y las muchedumbres son masas amorfas, sin más aglutinante que el odio y el deseo de venganza. Noción de la medida pocas veces tuvo Costa, porque su noble afán le llevaba siempre hacia los programas enciclopédicos, lo cual se explica por la constitución orgánica, pletórica, del maestro, que propendía fatalmente a la congestión, y por su deseo vehemente de convertir las ideas en realidades.

Su gran saber le inclinaba, al trazar los programas, a abarcar un plan demasiado extenso y por eso en alguna [151] ocasión trató de resolver en globo cuestiones de índole diversa, que demandaban soluciones parciales. También se ha achacado a Costa el no haber seriado con bastante método sus planes de reforma y transformación, y, aunque fuera cierta la imputación, no debe, sin embargo, atribuirse a esto el fracaso de Costa, pues hay que tener en cuenta que en España el fracaso ha sido común a todos los pensadores y políticos que han defendido programas renovadores. Lo mismo los teorizantes, como Pi y Margall y Almirall; que los políticos de la izquierda, como Ruiz Zorrilla; que los gobernantes, como Silvela, Villaverde y Sánchez Toca, fueron al fracaso, quizás más que por errores propios, porque los intelectuales, las clases directoras, la Prensa y todos los elementos sociales más activos y cultos no les prestaron su concurso generoso, leal, con el desinterés y la constancia que son necesarios para que toda obra pueda cristalizar. La Universidad, las Academias, las Corporaciones económicas no tienen un concepto ni aproximado de la misión propulsora y rectora que les incumbe cumplir en la colectividad; y Costa, como antes los ilustres hombres públicos mencionados, no triunfó porque no tuvo a su lado una pléyade de hombres inteligentes, cultos y esforzados que, compartiendo en lo esencial las doctrinas redentoras del maestro, las divulgasen, aclarándolas en lo menester y, completándolas en el detalle, acomodando la acción al pensamiento en cada uno de los principales problemas jurídicos, pedagógicos, económicos, &c., distinguiendo en las soluciones propugnadas por Costa lo que había de ser de inmediata aplicación y aquello que exigía nuevo y más profundo examen.

De todas suertes, a pesar de la carencia de una aristocracia intelectual activa y tenaz, la obra, europeizadora de Costa es imperecedera. Lo fundamental de su pensamiento sigue viviendo en la conciencia de todos los elementos sanos de nuestro país y no cabe duda que más tarde o más temprano triunfará. Los sociólogos más eminentes, como Spencer, Stuart Mill, Schaffle y los mismos panegiristas del futurismo, como el insigne Gabriel Alomar, [152] sustentan la tesis de que el progreso de un pueblo atrasado, indolente y supersticioso, como el nuestro, no puede conseguirlo un solo hombre, ni puede operarse en un breve lapso de tiempo. Más bien hay que esperarlo de las generaciones que nos sucedan, las cuales, haciendo honor y justicia al gran español, incorporarán sus ideas al espíritu regenerador.

Joaquín Costa, desde su tumba, continuará inspirando la actuación de los hombres públicos de hoy y de los de mañana.