Roberto Ardigó
La vida de este egregio filósofo es sumamente interesante, digna de un análisis psicológico, porque en muy contados pensadores contemporáneos existió, como en Ardigó, una total equivalencia entre el pensamiento y la conducta. Ardigó consagró su actividad entera a la Ciencia, sacrificando por ella todas las ventajas inherentes a la alta categoría social que había conquistado en la Iglesia. Al trazar su perfil biográfico solo podremos dar un esbozo de su obra portentosa.
En su figura se observaban todos los caracteres de una potencialidad robusta y enérgica, de un temperamento vigoroso.
Nació este ilustre portavoz del positivismo italiano en Casteldidone (Cremona) el 28 de Enero de 1828, siendo el mayor de cinco hermanos.
En su mocedad fue educado religiosamente por su madre. En 1848 ingresó en el Seminario de Milán, en el que había obtenido una plaza gratuita, cursando el primer año de Teología. En el propio año trasladóse a Mantua, en cuyo Seminario terminó los estudios teológicos. Y en 1851 se ordenó de sacerdote.
La salud de Roberto Ardigó, en su mocedad, fue endeble. Padeció fiebres tercianas y más tarde, trastornos gástricos, que pusieron en peligro su vida.
Cuando estudiaba el quinto curso en el Gimnasio o Instituto fue atacado de viruelas. Uno de sus biógrafos afirma que las perturbaciones gástricas y nerviosas las sufrió hasta 1881. A este padecimiento atribuye Marchesini la profunda tristeza que agobió al filósofo durante un largo período. [16]
En 1854 obtuvo un puesto en el Instituto de Teología sublime de San Agustín, en Viena, para alcanzar la laurea doctoral.
Pero enfermó súbitamente y hubo de regresar a Mantua. En 1863 fue nombrado canónigo de la catedral de esta última ciudad, alternando las funciones propias de su cargo con la enseñanza en el Seminario. Posteriormente ejerció el profesorado en el Gimnasio y en el Liceo, más tarde en el Instituto Técnico explicando Latín, Italiano, Griego, Historia, Geografía, Estadística y Aritmética. Sus superiores le encargaron la explicación del Evangelio, lo que realizaba con devoción y humildad. En 1864 le fue confiada la enseñanza de la filosofía y en 1866 se presentó ante la Universidad de Padua para sufrir el examen de habilitación ante la Junta permanente de enseñanza en Gimnasios y Liceos. En 1871 abandonó la carrera eclesiástica, decisión la más culminante de su vida, y que fue determinante de su posición filosófica. Permaneció en el Liceo de Mantua, dedicado por completo a la enseñanza, hasta 1881, en cuyo año Guido Baccelli, entonces ministro de Instrucción pública, haciendo honor a sus altos merecimientos, le nombró catedrático de Historia de la filosofía en la Universidad de Padua. El 11 de Febrero leyó un discurso proemial y a fines del propio año fue nombrado profesor numerario, cargo que desempeñó sin interrupción hasta poco antes de morir.
La narración de las causas que le decidieron a abandonar los hábitos sacerdotales, cuando sintió flaquear la fe, demuestran el temple de ánimo y la sinceridad con que siempre procediera el venerable Ardigó. En Marzo de 1869 leyó un discurso en el Instituto de Mantua, con ocasión de la fiesta académica anual de aquel establecimiento docente, siendo su trabajo un estudio acerca del filósofo Pedro Pomponazzi, cuya semblanza y análisis de sus obras trazó magistralmente. Ardigó, inmediatamente después de haber leído su discurso, lo publicó íntegro, produciendo un doble efecto de admiración y de disgusto; de admiración entre los elementos librepensadores; de disgusto entre los eclesiásticos. Puede decirse que en aquella ocasión Ardigó se superó a sí mismo.
Los ultramontanos se mostraron implacables con él, [17] a pesar de las gestiones conciliadoras llevadas a cabo por Monseñor Martini, que sentía por Ardigó un cariño paternal.
El ilustre filósofo italiano abandonó la Iglesia católica porque no quiso plegarse, primero, a las indicaciones y más tarde, a los requerimientos de la Curia romana, que pretendía que rectificara los juicios emitidos en su discurso. Por lo mismo que fue siempre un espíritu sutil, entusiasta como el que más de la tolerancia y respetuoso con todas las creencias honradamente profesadas, comprendió que dentro de la Iglesia católica el sentimiento de independencia era incompatible con la rigidez del dogma. Y se encontró en la disyuntiva de decidirse por la Ciencia, a la que le llevaba su anhelo de investigador, o por la devoción religiosa, que le infundiera su madre en la infancia. Y Ardigó, tras una crisis espiritual dolorosa, decidióse por abandonar la Iglesia; y dignamente, sin jactancias, en un documento admirable por la sinceridad de juicio que en él resplandece, declaró solemnemente que se alejaba para siempre del catolicismo.
Ardigó fue constantemente un prototipo de virtud; entre su pensamiento y su vida jamás hubo solución de continuidad. Nadie puede desconocer esta cualidad suya, puesto que en todos sus libros flota el ansia de lograr que en la vida nos comportemos conforme a nuestros ideales. Ardigó era un raro ejemplo de altruismo, de modestia. Jamás olvidará el que esto escribe la vivísima impresión que experimentó al visitar al octogenario profesor en un atardecer del mes de Mayo de 1906. Fue en su misma casa donde Ardigó me dispensó el honor de recibirme, una sencilla casa de un barrio extremo de Padua, donde vivía con la única compañía de una fiel sirviente. En el transcurso de la conversación pude percatarme de la sinceridad con que el maestro había trazado su propio perfil en su libro La morale del positivisti.
Realmente en el hombre resplandecían la serenidad de juicio, la profundidad de pensamiento y el tono elevado, noble y acaso solemne de sus obras. La figura de Ardigó era de las que cautivan desde los primeros momentos. Cuando hablaba, su cara, de ordinario pálida, adquiría una súbita coloración y sus ojos azules, [18] aparentemente apagados, tenían un brillo extraordinario. Se expresaba con calor, acompañando a la palabra, que era recia, un ademán enérgico, revelador de una indómita voluntad. Sus luengas y rizosas barbas, que destacaban del traje negro que vestía diariamente, daban al semblante una expresión patriarcal. Su frente, ancha y espaciosa, los años y el sufrimiento la surcaron de arrugas.
Por su aspecto, recordaba Ardigó a los obispos italianos del Renacimiento. Sin embargo, ni en sus libros ni en su trato se advertía la más mínima reminiscencia del eclesiástico. Era naturalmente, sin esfuerzo, un espíritu libre, inquieto, en quien el afán científico, la busca de la verdad, anuló por completo al hombre confesional. Sólo le quedaba de su pasado la sencillez, el desprecio de los honores y el dinero, la verdadera humildad evangélica. Sentía un gran amor por los libros y, singularmente, por los de los grandes maestros del positivismo. Conocía a la perfección los obras de Spencer, de las que recitaba párrafos enteros de memoria. A pesar de sus años, seguía al día el movimiento filosófico europeo. Todas las mañanas, invariablemente, dedicaba dos o tres horas a la lectura, y cuando escribía lo hacía siempre con la pipa en la boca, perdida en la maraña de sus largos bigotes, pues, a pesar de sus achaques y de la prohibición de los médicos, siguió siendo un empedernido fumador.
En Padua gozaba Ardigó de una gran popularidad. Incluso los niños le conocían y le llamaban il vecchio filosofo. Cuando discurría por la calle todo el mundo se descubría respetuosamente, viendo en el maestro a una de las más legítimas glorias de Italia.
Pero Ardigó no solo era admirado en Padua y en la región veneciana, sino en toda la península. De los publicistas italianos no literatos, los más conocidos, aquellos cuyas obras han tenido mayor núnero de lectores, son, sin duda, Lombroso, Mantegazza, Barzzelotti y Ardigó. En 1898, al cumplir este los 70 años, la ciudad de Mantua le nombró hijo predilecto, y la de Padua celebró el aniversario con gran solemnidad. El escultor Ramazzotti, esculpió un hermoso busto en bronce del maestro, con la siguiente inscripción: Verum ipsum factum, que es la fórmula de su positivismo.
En aquella ocasión Alejandro Groppali y [19] G. Marchesini, sus discípulos predilectos, organizaron un homenaje consistente en la publicación de un libro titulado Del 70º aniversario di R. Ardigó, que contiene notables trabajos, de índole filosófica en su mayor parte, firmados por G. Negri, el célebre historiador; G. Tarozzi, el gran pedagogo; Aquiles Loria, el más famoso economista italiano; Fernando Puglia, el insigne y malogrado jurista siciliano; G. D'Aguanno, el reformador del Derecho civil italiano; G. Ferrero, el historiador de la grandeza y decadencia de Roma; E. Ferri, el sociólogo y exagitador socialista; G. Sergi, el celebre antropólogo, y G. Fanno, A. Faggi, V. Benini, G. Dandolo, &c. Este volumen es interesantísimo, porque se estudia en él la obra total de Ardigó en sus distintos aspectos y en detalle.
Otros actos de menor importancia se realizaron con motivo del homenaje, que constituyó un verdadero plebiscito, al que se asociaron todos los hombres de valer de Italia. Y no podía ser de otra manera; el alma italiana entera se conmovió ante la magnitud de la obra filosófica que representa la vida del insigne profesor, que era toda ella pensamiento.
Una de las causas, acaso la principal, de que Ardigó dejara los hábitos sacerdotales, fue que la meditación de los datos concretos que la observación y la Ciencia le prestaban demostráronle la imposibilidad de explicar los fenómenos del Universo dentro de la concepción católica. Decíame Ardigó, en una de nuestras conversaciones, que las primeras dudas surgieron en su espíritu cuando se dedicaba a la enseñanza de la Historia, la Geografía y la Aritmética, en que, llevado del deseo de ampliar las nociones acerca de estas materias, cultivó la Física y la Zoología, estudiando las obras de algunos naturalistas, entre ellos, Lamarck y Darwin.
—Fue entones –añadió– cuando sentí que todas mis creencias religiosas se desplomaban al rudo embate de la verdad científica, resurgiendo mi espíritu iluminado por una nueva fe, la fe racional.
Para Ardigó la intelectualidad era el fin más atrayente de la vida. En su labios se advertía una gran efusión, su alma entera, dedicada a buscar siempre una última consecuencia a los problemas. [20]
En su personalidad no hicieron mella ni la edad ni los quebrantos de salud. Continuaba su trabajo con la misma agilidad de pensamiento que cuarenta años antes. Produjo un sinnúmero de libros admirables, en los que condensó todo un periodo histórico de la filosofía y en los que existen los gérmenes ideales del porvenir. Las reflexiones de Ardigó son profundas y reveladoras, no solo de gran cultura, sino también de un poderoso impulso personal. De suerte que su pensamiento, además de una concentración ideológica, tiene siempre una indudable originalidad. De ahí que críticos de todas las escuelas, después de discutir su sistema, lo hayan considerado como una obra digna de elogio, porque está siempre animada por el colorido y el sentimiento de la individualidad.
Todo es característico en Ardigó: la manera de investigar; la técnica especialísima con que estructura sus libros; la penetración psicológica y el estilo literario, pulcro, correcto y grave.
El genial poeta Carducci saludaba a Ardigó en los siguientes términos:
«El ingenio más severamente fuerte y más fuertemente nutrido, del que se honra hoy en Italia la filosofía positiva, no vulgarmente y cómodamente ascética.»
La vida de Ardigó es una verdadera escuela en la que podrían aprender cuantos deseen de veras ser fuertes y cultos.
La doctrina filosófica del valor del hecho cuenta en Italia con una tradición gloriosa. Pomponazzi, Leonardo de Vinci, Telesio, Giordano Bruno, Tomás Campanella y Juan Bautista Vico fueron los iniciadores insignes de la escuela filosófica positiva italiana, que en Roberto Ardigó escala las altas cimas del pensamiento. Esta corriente filosófica adquiere el máximo relieve en Ardigó porque este llevará su indagación psicológica hasta los últimos límites y después de un estudio riguroso del hecho consigue, por medio de la prueba y contraprueba, establecer la evidencia científica.
Es indudable, digan lo que quieran los neoidealistas, que al positivismo se debe el resurgimiento actual del pensamiento en todas las esferas. El éxito colosal obtenido por los estudios bioquímicos ha trascendido a todos los órdenes de la actividad mental, multiplicando [21] los elementos del conocimiento. Como método, el positivismo ha constituido el mayor triunfo de la psiquis humana. Ardigó, en sus geniales esbozos de la filosofía de la Naturaleza, amplió considerablemente el realismo positivo. A partir de su libro Pietro Pomponazzi –que, como es sabido, vio la luz por primera vez en 1869– sentó la tesis de que el principio de la libertad de la razón es la piedra de toque del resurgimiento e inspira la concepción monista de la Naturaleza y del espíritu, a la cual debe la mente contemporánea su mayor expansión, puesto que es una visión positiva científica de la que emerge la evolución misma del pensamiento como hecho inconcuso.
La segunda contribución de Roberto Ardigó es su libro La Psicologia como scienza positiva, que apareció por primera vez en 1870 y puede considerarse como una introducción a los sucesivos volúmenes, pues contiene en esquema los principios fundamentales que más tarde Ardigó expuso extensamente. En este libro traza las líneas generales del método que, a su juicio, debía seguirse en el estudio del pensamiento humano para llegar a obtener un conocimiento científico. Hállase dividida esta obra en cinco partes, que llevan los siguientes títulos: La congnizione scientifica, La materia e la forza nelle science naturali, Lo spirito e la coscienza in Psicologia, Il metodo positivo in Psicologia y La Psicologia positiva e il problemi della filosofia. En la primera parte precísase el concepto de la ley como semejanza de hechos y el concepto de ciencia, no de esencia, sino de los fenómenos. En la segunda parte remarca el principio de que los hechos son el punto de partida y la base inmutable de la ciencia por el análisis de los conceptos de fuerza y materia y de sus relaciones. En la tercera parte discute el concepto metafísico del sujeto de los fenómenos psíquicos y fija la noción positiva del yo y del no yo, especialmente en lo que concierne a la demostración de la naturalidad del hecho de la conciencia. En la cuarta parte analiza el principio de que los hechos y, por lo tanto, la observación de los mismos son el instrumento propio de la Ciencia y explica extensamente la aplicación, teniendo en cuenta el método con que deben ser estudiados los fenómenos psíquicos. Ardigó avalora en su análisis el método de la observación [22] introspectiva, inseparable, de la concepción positiva del sujeto psíquico. Expone la teoría monista del principio psicofísico y fija, por último, las bases de la psicología positiva frente a las de la metafísica. En la quinta parte aporta nuevos puntos de vista acerca del concepto antes enunciado de la realidad psicofísica e indica los fundamentos sólidos del positivismo con relación al idealismo y al materialismo, tanto por lo que se refiere al problema gnoseológico como por lo que concierne al problema moral. Contiene, además, el libro algunas notas que ilustran con citas las doctrinas expuestas en el texto, ampliándolas con nuevas consideraciones.
El volumen segundo de las obras completas de Ardigó contiene su notable estudio intitulado La formazione naturale nel fallo del sistema solare. Este es uno de los libros del ilustre filósofo que ha alcanzado mayor éxito. Su plan es vasto y todo él gira en torno a la formación histórica de las ideas vulgares de Dios y del alma. En él delinea Ardigó la teoría general de la formación natural e indaga y comprueba las distintas concepciones de la realidad. Hállase dividida en seis partes. En la primera pone de manifiesto lo que es el sistema solar según los datos de la Ciencia. En la segunda afirma que el sistema solar es una formación obtenida mediante la distinción. En la tercera se declara partidario de la naturalidad del origen del sistema solar. En la cuarta expone su creencia de que el sistema solar, como todas las cosas, está sujeto a las leyes de la muerte. En la quinta sustenta el concepto de que la inteligencia, respecto al orden de las cosas, no es causa, sino efecto. Y en la sexta glosa los conceptos expuestos en la cuarta.
En la revista Rassegna critica, de Nápoles, que dirigía el malogrado profesor A. Angiulli, vio la luz por primera vez el estudio titulado L'Incognoscibile di H. Spencer e il Positivismo, en el que Ardigó demuestra lo erróneo de la concepción del filósofo ingles, contraponiéndole de un lado lo ignoto y de otro lo indistinto.
Otra Memoria notable de Roberto Ardigó es La Religone de T. Mamiani, en la que aquel hace una bella exposición y una glosa de la noción positiva del hecho religioso, rebatiendo la interpretación que había dado Mamiani al fenómeno religioso.
Pero donde más se admira la visión certera de [23] Ardigó es en Lo Studio della Storia della Filosofia, libro en el que traza las líneas de las leyes de la evolución natural del pensamiento y pone de relieve la importancia que reviste el conocimiento de la Historia, singularmente en cuanto dice relación con la Ciencia y la filosofía. Este estudio es la prelación que leyó Ardigó en la Universidad de Padua en 1881 y uno de los trabajos que más afianzaron su reputación ante el mundo docto.
La Morale dei Positivisti es, sin dada, la obra de Ardigó más conocida, la que ha dado lugar a mayores controversias y acaso también sea en la que mejor se transparenta el pensamiento del ilustre filósofo. En el libro primero desarrolla su teoría general y hállase dividido en tres partes. En la primera se ocupa del conocimiento, en cuanto hace referencia al querer, estableciendo el principio de la impulsividad de la idea, y su conexión con el hecho moral, en la Naturaleza y en la convivencia social. En la segunda parte explica su concepto de la índole del hecho volitivo en contraposición a la teoría del libre albedrío, sustentada por los metafísicos, y determina el concepto positivo de la autonomía. En la tercera parte define la moralidad y desenvuelve con amplitud el hecho moral, que para Ardigó reviste un carácter natural, exponiendo su punto de vista acerca de la idealidad en cuanto concierne al derecho, y, por último, se ocupa del egoísmo, de la impulsividad de los ideales sociales, de la posibilidad de la moral sin la religión y de la responsabilidad y de la sanción moral.
Este libro, escrito todo él en un estilo cortado, casi aforístico obtuvo un gran éxito, habiéndose hecho de él varias ediciones en la última de las cuales introdujo el autor importantes modificaciones.
Otro de sus libros más notables es La Sociologia, que en un principio constituía la última parte de La Morale dei Positivisti. Está dividido en cinco capítulos, a saber: el poder civil, la justicia, la autoridad, el orden moral y el poder social. La originalidad de esta obra consiste en que solo se estudia en ella lo fundamental de la sociología, que para Ardigó es la formación natural del hecho característico del organismo social o sea de la justicia.
Sus libros Il vero, La ragione y L'Unitá della coscienza vieron la luz, respectivamente, en 1891, 1894 y 1898 y [24] constituyen una trilogía. En el primero, expone la teoría de las ideas y trata detalladamente del proceso genético de la idea de espacio, de la formación del yo y del no yo y del sentimiento. En el segundo, examina la asociación de las ideas, el valor de la experiencia del razonamiento, la naturaleza del juicio, de la razón y de la ciencia. Y en el tercero –que por haber sido escrito cuando Ardigó contaba más de setenta años algunos de sus biógrafos lo llamaron el testamento filosófico del maestro– resume con nuevas explicaciones y nuevos desenvolvimientos la doctrina expuesta o enunciada en todos los anteriores. Es este un libro fundamental de la concepción ardiguiana en el que se estudia la continuidad del pensamiento y demuestra cómo la meditación es una repetición rítmica siendo al mismo tiempo una y múltiple. Expone la teoría físico-psíquica de la confluencia mental y afirma la unidad de la conciencia, distinguiendo la unidad positiva de la unidad metafísica, así en el mundo de la idea como en la Naturaleza.
El punto de vista filosófico de Ardigó ha sido muy discutido por los idealistas; pero lo fundamental de su concepción ha resistido los embates de la crítica.
En otros respectos L'Inconoscibile di H. Spencer e il Noumene di E. Kant es también un libro admirable por la valentía y el vigor lógico que revela Ardigó al demostrar la insostenibilidad de ambos conceptos.
Posteriormente Ardigó escribió un sinnúmero de ensayos, artículos y notas, cuya enumeración es imposible en un breve ensayo como el presente. En todos estos trabajos afirma el maestro su modo peculiar de apreciar los problemas psicológicos, éticos, religiosos y sociales.
De todos los libros de la última época de Roberto Ardigó destaca el titulado La scienza dell'educazione, que apareció en 1893 y que, por fortuna, ha sido traducido al castellano. Constituye esta obra una honda indagación en la esfera de las cuestiones pedagógicas, llevada a cabo con perspicacia y serenidad. Afirma Groppali que en este libro Ardigó, más que por su cultura, dejóse llevar por su intuición, y que supera por su valor metodológico y por lo certero de sus inducciones a los tratados de Spencer, Bain, Angiulli, Mannheimer, Paulsen y otros.
Ardigó acertó a sistematizar la pedagogía científica de [25] un modo genial y su teoría físio-sociológica es un acabado examen de la educación.
Y ahora, ofrezcamos al lector un esbozo del sistema filosófico del insigne maestro italiano y de los juicios que ha merecido de los principales críticos que, a pesar de las objeciones que han formulado a algunas de las teorías de Ardigó, convienen en considerarle como el filósofo latino que ha llegado a una concepción más original y armónica.
Cuantos hayan leído La Morale dei Positivisti no olvidarán, seguramente, las hermosas páginas en que Ardigó explica su conversión. Ellas revelan la grandeza moral del hombre y constituyen un curioso y edificante documento para la historia de la mente contemporánea. La evolución del pensamiento del filósofo es, en ciertos respectos, parangonable con la del gran historiador Ernesto Renan. Pero en Ardigó toda la potencialidad psicológica se dirige a enaltecer la obra científica sin vacilaciones ni reservas. Estudiando la labor intelectual de Ardigó, puede afirmarse que su conversión no fue debida a ninguna imprevista circunstancia; antes al contrario, ya que desde sus primeros ensayos se transparenta en los mismos una vocación por la Ciencia, que fatalmente había de sobreponerse a las costumbres inveteradas.
El proceso psicológico de Ardigó obedeció a un estímulo interno que le inducía a razonar, llevando su análisis psicológico hasta las ulteriores consecuencias. Acaso su decidida y resuelta vocación por la Ciencia le libró de caer en el elegante escepticismo en que se encerró Renan. Ardigó cambió la propia orientación de un modo definitivo porque su temperamento enérgico y constructor necesitaba llevar a cabo algo más que un acto de mera protesta en contra de un credo religioso determinado, como el catolicismo. Más que un crítico implacable y frío, fue siempre un apasionado y entusiasta propulsor de la concepción laicista, a la cual dio un contenido sustantivo con su doctrina filosófica del monismo positivo, admirable construcción que sorprende por la armonía de sus proporciones y por la grandiosidad ideológica.
Ardigó que había nacido y se desarrolló en un ambiente religioso, conservó en lo íntimo un gran fervor por todo lo que puede significar ampliación del horizonte mental. En los últimos años puede decirse que era un antípoda [26] de lo que fue en su mocedad. Durante más de medio siglo no cesó de avanzar, de suerte que cada uno de sus libros constituye un progreso respecto de los anteriores. En Ardigó no se sabe que admirar más: si la nobleza y austeridad de su conciencia y la presencia de ánimo que demostró durante el curso de la crisis de sus convicciones, o su perseverancia y gallardía en la indagación hasta llegar a su concepto de la perennidad del positivismo. Tal vez por haber sido un caso pocas veces igualado de la confianza en sí mismo de que nos habla Emerson, se libró de la ironía y del diletantismo, que fueron las características de la última época de Renan. Y es que por encima de todas las crisis del espíritu existen en el individuo las cualidades nativas que, más tarde o temprano, se desenvuelven y a la postre se imponen al individuo. Dice Gaetano Negri, que el pensamiento de Ardigó había quedado sepultado en los subterráneos de la catedral gótica de la escolástica y que solo a su audacia se debe el haberlo descubierto y dado a la luz.
Realmente, lo más admirable en el anciano filósofo italiano era la autoconciencia, que le permitió descubrirse a sí mismo. El pensador que en él había latente y que por espacio de muchos años estuvo oculto bajo el teólogo cristiano pudo, por fin, manifestarse tal cual era hasta llegar a anular al eclesiástico, sin imprecarle, más bien teniendo para él un piadoso olvido. Poco a poco fue esfumándose la personalidad del teólogo hasta desaparecer, y entonces sobrevino el hombre de ciencia, libre de todo prejuicio y dispuesto a la investigación como objetivo fundamental de su existencia.
Ardigó llegó a ser un filósofo genial, precisamente porque se consagró por entero a la objetividad que preconiza la Metodología científica y sin titubeos ni desfallecimientos investigó todas las esferas del saber, cultivando las ciencias experimentales, desde la Física hasta la Biología, las ciencias exactas y, por último, las disciplinas religiosas, morales y sociales. La concepción monista de Ardigó, a la que le llevo la filosofía del positivismo, depurada en los errores comtianos y del dogmatismo spenceriano, está acorde con los últimos datos que las conquistas científicas reputan como inequívocos. Si se considera grande la obra de Heriberto Spencer, más grande, porque es más amplia, debe [27] considerarse la de Ardigó. La obra del filósofo inglés tiene innegable valor; pero ha de convenirse en que es predominantemente expositiva. En cambio, la de Ardigó es casi siempre interpretativa. La doctrina del filósofo italiano, que ya ha adquirido en el mundo docto la consideración que merece, tiende, directamente a dar a la labor científica toda la importancia que reviste para interpretar el problema cosmológico en su integridad y claro es también que aquel que afecta a la conducta moral. La ética ardiguiana es, sin disputa, la que preconiza la moral más pura, porque es la más persuasiva de las teorías expuestas en los últimos treinta años y puede sintetizarse así: es la Moral basada en el altruismo como suprema idealidad.
La concepción de Ardigó tiene cierta conexión con la del sociólogo y general austriaco Gustavo Ratzenhofer, casi desconocida en España, y en otro respecto recuerda el filósofo italiano al definidor de la Psicofisiología, el tratadista Fechner. Entre los positivistas es indiscutible que el sabio profesor de Padua ha sido, no solo el más consecuente, sino el que ha dado a esta doctrina un mayor desenvolvimiento, depurándola de los apriorismos que en la primera época la desvirtuaron en parte. Además fue el portavoz y el nombre más autorizado que ha tenido la escuela, no solo en Italia sino en Europa entera. Marchesini, en su libro La vita e il pensiero de Roberto Ardigó, afirma que la filosofía de este podría con mayor propiedad llamarse Positivismo radical.
Ardigó en Italia, como Wundt en Alemania y en ciertos respectos Francisco Giner en España y Fouillée en Francia, significó una corriente ideológica en las distintas esferas de la actividad psicológica. El venerable maestro italiano ejerció un extraordinario influjo durante medio siglo entre la juventud escolar universitaria.
Puede decirse que todo el movimiento intelectual que se desarrolló después de la Unidad italiana y que más tarde dio lugar al desenvolvimiento actual en sus múltiples aspectos, tales como la Pedagogía, las Ciencias Sociales, el despertar del socialismo y la organización obrera, se deben en buena parte a la influencia que en la opinión general del país han ejercido Ardigó y sus discípulos. Nuestro eximio Dorado Montero, en su libro El positivismo en la ciencia jurídica y social italiana, [28] puso de manifiesto hace más de treinta años lo que representaba Ardigó en varias disciplinas científicas y especialmente en la filosofía del Derecho. Puede afirmarse que todos los espíritus reformistas y revolucionarios, en el sentido científico, y en general cuantos hombres han colaborado en la obra de afianzar la Unidad italiana, fueron discípulos de estos tres hombres insignes: Pedro Ellero, Cesar Lombroso o Roberto Ardigó. Es esta una verdad que no dejarán de reconocer, seguramente, cuantos conozcan al día el desenvolvimiento del pensamiento italiano contemporáneo. Aquellos tres nombres representan tres matices, perfectamente diferenciados, de la mentalidad italiana; pero, a pesar de las diferencias que existen entre las tres escuelas que encarnan Ellero, César Lombroso y Ardigó, han tenido estos un punto de vista común: el trabajar con desinterés y entusiasmo por abrir nuevos horizontes a la didáctica, acomodándola a las exigencias de la época. Ellero en el Derecho –y singularmente en el Penal y en lo referente a la prueba por indicios– y en la Economía política; Lombroso en la Antropología criminal, la Psiquiatría y la Medicina legal, y Ardigó en la Psicología, la Educación y la Sociología, simbolizan las tres grandes figuras que, convirtiendo sus cátedras en verdaderos laboratorios de ciencia, han dado a la tercera Italia una pléyade de hombres ilustres que hoy van a la vanguardia de la cultura europea y no solo han enriquecido a su patria, dignificándola y haciéndola fuerte, sino que han extraterritorializado también la producción intelectual italiana, colocándola al mismo nivel de la inglesa, la alemana y la yanqui.
Ardigó, ya cumplidos los ochenta y cuatro años, publicó el volumen XI de sus obras filosóficas, en el que reunió sus últimos trabajos, que ponen de relieve sus dotes características: vigor mental, flexibilidad de espíritu, profundidad de pensamiento y diafanidad en la exposición. ¡Feliz el hombre que llegó a la senectud pudiendo ver cómo fructifica la semilla por él lanzada tras tantos y tantos años de lucha y abnegación! El venerable apóstol del positivismo{1} fue uno de esos casos poco frecuentes dignos de figurar en el interesante libro de Jean Finot La Philosophie de la longevité.
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{1} Ardigó se suicidó hace dos años, en un acceso de delirio senil.