VII. Luciferianos: Vicente
uando en el conciliábulo de Rímini, celebrado en 359, suscribieron algunos Prelados una profesión de fe arriana, prodújose notable escándalo en el orbe cristiano, y muchos Obispos excomulgaron a los prevaricadores. Lucifero, Obispo de Caller en Cerdeña, [80] fue más lejos y se negó a comunicar con los Arrianos ni a recibirlos en modo alguno a penitencia. Sostenida con pertinacia esta opinión, realmente opuesta al espíritu evangélico, que no quiere que el pecador muera, sino que se convierta y viva, nació una secta más cismática que herética, la cual fue refutada por San Jerónimo en el diálogo Adversus Luciferianos. Han querido suponer algunos que San Gregorio Bético perteneció a esta secta, apoyados en el libelo de Marcelino, del cual di noticias al hablar de Osio; en la carta de Eusebio Vercellense, pieza a todas luces apócrifa, y finalmente (y es el único testimonio de peso) en estas palabras de San Jerónimo: Lucifer Calaritanus Episcopus moritur, qui cum Gregorio Episcopo Hispaniarum et Philone Lybiae, numquam se Arianae miscuit pravitati. Resulta de aquí, que Gregorio y Filón no se mezclaron con los Arrianos ni cayeron en su impiedad, pero no que asintiesen con Lucifero en negarles la penitencia. De Lucifero sólo, no de los demás, prosigue diciendo San Jerónimo: Ipse a suorum communione descivit.
No sé qué pensar del presbítero Vicente, cuya historia se cuenta así en el libelo de los Luciferianos: «¡Cuánto sufrió en España Vicente por no consentir en la maldad de los prevaricadores, ni querer seguirles en ella, y por ser de la comunión del Santo Gregorio! Le acusaron primero ante el gobernador consular de la Bética. Acudieron luego un domingo, con gran multitud, a la iglesia, y no encontraron a Vicente, que ya sospechaba y había anunciado al pueblo lo que iba a acontecer... Pero ellos, que venían preparados a la venganza, por no dejar sin empleo su furor, golpearon con estacas a ciertos ministros del Señor, que no tardaron en espirar»{69}. Cuentan luego los autores del libro que aquellos arrianos hicieron prender a algunos de los principales de la ciudad, y mataron a poder de hambre y frío a uno de ellos que se mantuvo constante en la fe. Autores de este tumulto, y aun de la profanación de la iglesia, fueron los dos Obispos Lucioso e Higino. La plebe se retiró con Vicente y levantó templo aparte en un campo vecino a la ciudad. Con lo cual, irritados de nuevo los malos Obispos, llamaron en su ayuda a los decuriones y a la plebe, y dirigiéndose a la capilla recién fundada, quebraron las puertas, robaron los vasos sagrados, y pusieron el altar cristiano a los pies de un ídolo. [81]
Todo esto debe de ser historia arreglada por los Luciferianos a medida de su deseo, pues en ninguna otra parte hay noticia de semejantes atropellos, ni se dice en qué ciudad acontecieron. Hubo un Higino, Obispo de Córdoba, que sonará bastante en el capítulo de los Priscilianistas. El presbítero Vicente o Vincencio, es tan oscuro, que no hay para qué detenernos en su vindicación, cuando faltan datos suficientes, y ni podemos afirmar ni negar que fuese luciferiano. Poco importa.
De alguno de los relatos anteriores hemos de inferir que ya por estos tiempos había arrianos en España; pero no se conservan más noticias que las indicadas, y por eso no les dedico capítulo aparte.
En este momento, pues, cuando la discordia crecía entre nuestros Obispos, y se aflojaba el lazo de unión entre las Iglesias; cuando el grande Osio había muerto, y sus sucesores se hacían encarnizada guerra, y (si hemos de creer al libelo de Marcelino) Arrianos y Luciferianos convertían en campo de pelea el templo mismo, y de África llegaban vientos donatistas, levantó la cabeza el Priscilianismo, la primera de las grandes calamidades que ha tenido que superar la Iglesia española en el largo y glorioso curso de su historia. Verémoslo en el capítulo siguiente{70}.
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{69} Libellus Precum, en Flórez, tomo X, apéndices.
{70} Acerca de San Gregorio Bético véanse: Nicolás Antonio: Bibliotheca Hispana Vetus, tomo I, pág. 138. Flórez: España Sagrada, tomo XII, trat. XXXVII, cap. III.
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