Historia de los heterodoxos españoles Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912)

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I. Propagación del cristianismo en España

Quién fue el primero que evangelizó aquella España romana, sabia, próspera y rica, madre fecunda de Sénecas y Lucanos, de Marciales y Columelas? Antigua y piadosa tradición supone que el Apóstol Santiago el Mayor esparció la santa palabra por los ámbitos hespéricos: edificó el primer templo a orillas del Ebro, donde la Santísima Virgen se le apareció sobre el Pilar: y extendió sus predicaciones a tierras de Galicia y Lusitania. Vuelto a Judea, padeció martirio antes que ningún otro Apóstol, y sus discípulos trasportaron [47] el santo cuerpo en una navecilla desde Joppe a las costas gallegas. Realmente, la tradición de la venida de Santiago se remonta, por lo menos, al siglo VII, puesto que San Isidoro la consigna en el librillo De ortu et obitu Patrum, y aunque algunos dudan que esta obra sea suya, es indudable que pertenece a la época visigoda. Viene en pos el testimonio del Misal, que llaman Gótico o Muzárabe, en estos versos de un himno:

Regens Joannes dextram solus Asiam,
Ejusque frater potitus Spaniam (sic)...
Caput refulgens aureum Spaniae...
{16}

Si a esto agregamos un comentario sobre el Profeta Nahum, que se atribuye a San Julián y anda con las obras de los Padres Toledanos, tendremos juntas casi todas las autoridades que afirman pura y simplemente la venida del Apóstol a nuestra Península. Más antiguas no las hay, porque Dídimo Alejandrino en el libro II, cap. IV De Trinitate, y San Jerónimo sobre el cap. XXXIV de Isaías, ni siquiera nombran al hijo del Zebedeo, diciendo solamente que un apóstol estuvo en España{15}. Temeridad sería negar la predicación de Santiago, pero tampoco es muy seguro el afirmarla. Desde el siglo XVI anda en tela de juicio. El Cardenal Baronio, que la había admitido como tradición de las iglesias de España en el tomo I de sus Anales, la puso en duda en el tomo IX, y logró que Clemente VIII modificase en tal sentido la lección del Breviario. Impugnaron a Baronio muchos españoles, y sobre todo Juan de Mariana en el tratado De adventu B. Jacobi Apostoli in Hispaniam, escrito con elegancia, método y serenidad de juicio{14}. Urbano VIII restableció en el Breviario la lección antigua, pero las polémicas continuaron, viniendo a complicarse con la antigua y nunca entibiada contienda entre Toledo y Santiago sobre la primacía, y con la relativa al patronato de Santa Teresa. La cuestión principal adelantó poco{17}. En cuanto a las tradiciones que se enlazan con la [48] venida de Santiago, hay mayor inseguridad todavía. La del Pilar, en sus monumentos escritos, es relativamente moderna. En 1155, el Obispo de Zaragoza, D. Pedro Librana, habla de un antiguo templo de la Virgen en esta ciudad, pero sin especificar cosa alguna{18}.

Si la venida de Santiago a España no es de histórica evidencia, la de San Pablo descansa en fundamentos firmísimos, y es admitida aun por los que niegan o ponen en duda la primera. El Apóstol de las gentes en el capítulo XV de su Epístola a los Romanos, promete visitarlos cuando se encamine a España. El texto está expreso: δι ύμών είς Σπανίαν (por vosotros, es decir, pasando por vuestra tierra a España). Y adviértase que dice Σπανίαν y no Iberia, por lo que el texto no ha de entenderse en modo alguno de los Iberos del Cáucaso. Fuera de que para el Apóstol, que escribía en Corinto, no era Roma camino para la Georgia y sí para España. No cabe, por tanto, dudar que San Pablo pensó venir a España. Como las Actas de los Apóstoles no alcanzan más que a la primera prisión del ciudadano de Tarso en Roma, no leemos en ellas noticia de tal viaje ni de los demás que hizo en los ocho últimos años de su vida. De su predicación en España responden, como de cosa cierta y averiguada, San Clemente (discípulo de San Pablo), quien asegura que su maestro llevó la fe hasta el término o confín de Occidente (Ep. ad Corinthios), el canon de Muratori, tenido generalmente por documento del siglo II, San Hipólito, San Epifanio (De haeresibus, capítulo XXVII), San Juan Crisóstomo (Homilía 27, in Matthaeum), San Jerónimo en dos o tres lugares, San Gregorio Magno, San Isidoro y muchos más, todos en términos expresos y designando la Península por su nombre menos anfibológico. No se trata de una tradición de la Iglesia española como la de Santiago, sino de una creencia general y antiquísima de la Iglesia griega y de la latina, que a maravilla concuerda con los designios y las palabras mismas del Apóstol y con la cronología del primer siglo cristiano{19}.

Triste cosa es el silencio de la historia en lo que más interesa. De la predicación de San Pablo entre los españoles nada sabemos, aunque es tradición que el Apóstol desembarcó en Tarragona. Simeón Metaphrástes (autor de poca fe), y el Menologio griego, le atribuyen la conversión de Xantipa, mujer del prefecto Probo, y la de su hermana Polixena. [49]

Algo y aun mucho debió de fructificar la santa palabra del antiguo Sáulo, y así encontraron abierto el camino los siete varones apostólicos, a quienes San Pedro envió a la Bética por los años de 64 ó 65. Fueron sus nombres Torcuato, Ctesifon, Indalecio, Eufrasio, Cecilio, Hesichio y Secundo. La historia, que con tanta fruición recuerda insípidas genealogías y lamentables hechos de armas, apenas tiene una página para aquellos héroes que llevaron a término en el suelo español la metamorfosis más prodigiosa y santa. Imaginémonos aquella Bética de los tiempos de Nerón, henchida de colonias y de municipios, agricultora e industriosa, ardiente y novelera, arrullada por el canto de sus poetas, amonestada por la severa voz de sus filósofos; paremos mientes en aquella vida brillante y externa que en Corduba y en Hispalis remedaba las escenas de la Roma imperial, donde entonces daban la ley del gusto los hijos de la tierra turdetana, y nos formaremos un concepto algo parecido al de aquella Atenas, donde predicó San Pablo. Podemos restaurar mentalmente el ágora (aquí foro), donde acudía la multitud ansiosa de oír cosas nuevas, y atenta escuchaba la voz del sofista o del retórico griego, los embelecos o trapacerías del hechicero asirio o caldeo, los deslumbramientos y trampantojos del importador de cultos orientales. Y en medio de este concurso y de estas voces, oiríamos la de alguno de los nueve espíritus generosos, a quienes Simón Bar-jona había confiado el alto empeño de anunciar la nueva ley al peritus iber de Horacio, a los compatriotas de Porcio Latron, de Balbo y de Séneca, preparados quizá a recibirla por la luz que da la ciencia, duros y obstinados acaso, por el orgullo que la ciencia humana infunde, y por los vicios y flaquezas que nacen de la prosperidad y de la opulencia. ¿Qué lides hubieron de sostener los enviados del Señor? ¿En qué manera constituyeron la primitiva Iglesia? ¿Alcanzaron o no la palma del martirio? Poco sabemos, fuera de la conversión prestísima y en masa del pueblo de Acci, afirmada por el oficio muzárabe.

Plebs hic continuo pervolat ad fidem,
Et fit catholico dogmate multiplex...
{20}

A Torcuato se atribuye la fundación de la iglesia Accitana (de Guadix), a Indalecio la de Urci, a Ctesifon la de Bergium (Verja), a Eufrasio la de Iliturgi (Andújar), a Cecilio la de Iliberis, a Hesichio la de [50] Carteya, y a Segundo la de Ávila, única que está fuera de los límites de la Bética. En cuanto al resto de España, alto silencio. Braga tiene por su primer Obispo a San Pedro de Rates, supuesto discípulo de Santiago. Astigis (Écija), se gloría, con levísimo fundamento, de haber sido visitada por San Pablo. Itálica repite el nombre de Geroncio, su mártir y Prelado. A Pamplona llega la luz del Evangelio del otro lado de los Pirineos con el presbítero Honesto y el Obispo de Tolosa Saturnino. Primer Obispo de Toledo llaman a San Eugenio, que padeció en las Galias, durante la persecución de Decio. Así esta tradición como las de Pamplona, están en el aire, y por más de ocho siglos fueron ignoradas en España. De otras iglesias, como las de Zaragoza y Tortosa, puede afirmarse la antigüedad, pero no el tiempo ni el origen exactos. No importa: ellas darán buena muestra de sí, cuando arrecie el torbellino de las persecuciones.

Una inscripción que se dice hallada cerca del Pisuerga, e incluida por primera vez en la sospechosa colección aldina de 1571, ha conservado memoria de los rigores ejercidos en tiempo de Nerón contra los primeros cristianos españoles: his qui novam generi humano superstitionem inculcabant; pero parece apócrifa{21}, y casi nadie la defiende. Hasta el siglo III no padeció martirio en Tolosa de Aquitania el navarro San Firmino o Fermín. En tiempo de nuestro español Trajano ponen la muerte de San Mancio, Obispo de Évora, segunda ciudad lusitana que suena en la historia eclesiástica. A la época de los Antoninos refiere con duda Ambrosio de Morales el triunfo de los Santos Facundo y Primitivo en Galicia; pero otros lo traen (y con fundamento) mucho más acá, a la era de Helagábalo o a la de Gordiano II. Pérez Bayer puso en claro la patria aragonesa de San Laurencio o Lorenzo, diácono y tesorero de la Iglesia de Roma, que alcanzó la palma en la octava persecución, imperando Valeriano. La memoria del espantoso tormento del confesor oscense vive en un valiente himno de Prudencio:

Mors illa sancti martyris
Mors vera templorum fuit..
.{22} [51]

Los versos de aquel admirable poeta son la mejor crónica del Cristianismo español en sus primeros tiempos. El himno VI del Peristephanon describe con vivísimos colores la muerte del Obispo de Tarragona Fructuoso, y de los diáconos Augurio y Eulogio, que dieron testimonio de su fe por los años de 259.

Félix Tarraco, Fructuose, vestris
Attollit caput ignibus coruscum,
Levitis geminis procul relucens.
Hispanos Deus aspicit benignus,
Arcem quandoquidem potens Iberam
Trino martyre Trinitas coronat.

Y torna a recordarlos en aquella brillante enumeración con que abre el himno de los confesores cesaraugustanos, en versos que hace tiempo traduje así:

Madre de Santos, Tarragona pía,
Triple diadema ofrecerás a Cristo,
Triple diadema que en sutiles lazos
        Liga Fructuoso.
Cual áureo cerco las preciadas piedras,
Ciñe su nombre el de los dos hermanos:
De entrambos arde en esplendor iguales
        Fúlgida llama.

Ya lo dijo Prudencio: A cada golpe del granizo brotaban nuevos mártires. Viose clara esta verdad en la última y más terrible de las persecuciones excitadas contra el Evangelio, la de Diocleciano y Maximiano (año 301). Vino a España con el cargo de gobernador o presidente (praeses) un cierto Daciano, de quien en los Martirologios y en los himnos de Prudencio hay larga y triste, aunque para nuestra Iglesia gloriosa memoria. No hubo extremo, ni apartado rincón de la Península, desde Laletania a Celtiberia, desde Celtiberia a Lusitania, donde no llegase la cruenta ejecución de los edictos imperiales. En Gerunda (Gerona), pequeña pero rica por tal tesoro, según dice Prudencio, fueron despedazados

Los santos miembros del glorioso Félix. [52]

A los ocho días padeció martirio en Barcelona su hermano Cucufate, muy venerado en Cataluña con el nombre de San Cugát, y poco después, y en la misma ciudad, la virgen Eulalia, distinta de la Santa de Mérida, a quien celebró Prudencio. Pero ninguna ciudad, ni Cartago ni Roma (afirma el poeta), excedieron a Zaragoza en el número y calidad de los trofeos. Hay que leer todo el himno prudenciano para entender aquella postrera y desesperada lid entre el moribundo paganismo y la nueva ley, que se adelantaba radiante y serena, sostenida por el indomable tesón y el brío heroico del carácter celtíbero. Aquellos aragoneses de fines del siglo III y comienzos del IV, sucumbían ante los verdugos de Daciano, con un valor tan estoico e impasible como sus nietos del siglo XIX ante las legiones del Corso, rayo de la guerra. Y por eso cantó Prudencio, poeta digno de tales tiempos y de tales hombres:

La pura sangre que bañó tus puertas
Por siempre excluye la infernal cohorte:
Purificada la ciudad, disipa
        Densas tinieblas.
Nunca las sombras su recinto cubren:
Huye la peste del sagrado pueblo,
Y Cristo mora en sus abiertas plazas,
        Cristo do quiera.
De aquí ceñido con la nívea estola,
Emblema noble de togada gente,
Tendió su vuelo a la región empírea
        Coro triunfante.
Aquí, Vicente, tu laurel florece:
Aquí, rigiendo al animoso Clero,
De los Valerios la mitrada estirpe
        Sube a la gloria.

Aragonés era, y en Zaragoza fue ungido con el óleo de fe y virtud aquel Vicente, a cuya gloria dedicó Prudencio el quinto de sus himnos, y de quien en el canto triunfal que he citado, vuelve a hablar en estos términos:

Así del Ebro la ciudad te honora
Cual si este césped te cubriera amigo,
Cual si guardara tus preciados huesos
        Tumba paterna. [53]
Nuestro es Vicente, aunque en ciudad ignota
Logró vencer y conquistar la palma:
Tal vez el muro de la gran Sagunto
        Vio su martirio.

El mismo Prudencio tejió corona de imperecederas flores a la virgen Encrates o Engracia en otro pasaje, que, traducido malamente, dice así:

Aquí los huesos de la casta Engracia
Son venerados: la violenta virgen
Que despreciara del insano mundo
        Vana hermosura.
Mártir ninguno en nuestro suelo mora
Cuando ha alcanzado su glorioso triunfo:
Sola tú, virgen, nuestro suelo habitas,
        Vences la muerte.
Vives, y aún puedes referir tus penas,
Palpando el hueco de arrancada carne:
Los negros surcos de la horrible herida
        Puedes mostrarnos.
¿Qué atroz sayón te desgarró el costado,
Vertió tu sangre, laceró tus miembros?
Cortado un pecho, el corazón desnudo
        Vióse patente.
¡Dolor más grande que la muerte misma!
Cura la muerte los dolores graves,
Y al fin otorga a los cansados miembros
        Sumo reposo.
Mas tú conservas cicatriz horrible,
Hinchó tus venas el dolor ardiente,
Y tus médulas pertinaz gangrena
        Sorda roía.
Aunque el acero del verdugo impío
El don te niega de anhelada muerte,
Has obtenido, cual si no vivieras,
        Mártir, la palma.
De tus entrañas una parte vimos
Arrebatada por agudos garfios:
Murió una parte de tu propio cuerpo,
        Siendo tú viva. [54]
Título nuevo, de perenne gloria,
Nunca otorgado, concediera Cristo
A Zaragoza: de una mártir viva
        Ser la morada...

En esta poesía de hierro, a pesar de su corteza horaciana; en estas estrofas, donde parece que se siente el estridor de las cadenas, de los potros y de los ecúleos, hemos de buscar la expresión más brillante del Catolicismo español, armado siempre para la pelea, duro y tenaz, fuerte e incontrastable, ora lidie contra el gentilismo en las plazas de Zaragoza, ora contra la Reforma del siglo XVI en los campos de Flandes y de Alemania. Y en esos himnos quedó también bautizada nuestra poesía, que es grande y cristiana desde sus orígenes. ¡Cómo ha de borrarse la fe católica de esta tierra, que para dar testimonio de ella engendró tales mártires, y para cantarla produjo tales poetas!

Con Santa Engracia vertieron su sangre por Cristo otros diez y ocho fieles, cuyos nombres enumera Prudencio, no sin algunas dificultades y tropiezos rítmicos, en las últimas estrofas de su canto. Y a todos éstos han de añadirse los confesores Cayo y Cremencio,

Llevando en signo de menor victoria
        Palma incruenta.

Y finalmente, los innumerables, de cuyos nombres pudiéramos decir con el poeta:

Cristo los sabe, y los conserva escritos
        Libro celeste.

Ninguna ciudad de España dejó de dar frutos para el cielo, y víctimas a la saña de Daciano. Muchos nombres ha conservado Prudencio en el himno referido, para que los escépticos modernos, incapaces de comprender la grandeza y sublimidad del sacrificio, no pusieran duda en hechos confirmados por autoridad casi coetánea y de todo punto irrecusable. De Calahorra nombra a los dos guerreros Emeterio y Celedonio, a quienes dedicó himno especial, que es el primero del Peristephanon; de Mérida a la noble Eulalia, que tiene asimismo canto aparte, señalado con el número tercero; de Compluto a los niños justo y Pastor; de Córdoba a Acisclo, a Zoilo y a Victoria (las tres coronas). Dejó de hacer memoria de otros mártires y confesores que tienen [55] oficio en el Misal y Breviario de San Isidoro, o están mencionados en antiguos Martirologios y Santorales, cuales son Leucadia o Leocadia (Blanca), de Toledo; Justa y Rufina, de Sevilla; Vicente, Sabina y Cristeta, de Ávila; Servando y Germán, de Mérida; el Centurión Marcelo y sus doce hijos, de León. De otros muchos se hallará noticia en los libros de Ambrosio de Morales, del Padre Flórez y del doctor La Fuente, que recogieron los datos relativos a esta materia, y trabajaron en distinguir y separar lo cierto e histórico de lo leyendario y dudoso.

Juzgaron los emperadores haber triunfado de la locura de la cruz (insania crucis), y atreviéronse a poner ostentosamente en sus inscripciones «Nomine Christianorum deleto qui rempublicam evertebant», «Superstitione Christianorum ubique deleta et cultu Deorum propagato»{23}, epígrafes que muestran el doble carácter de aquella persecución tan política como religiosa. Pero calmóse al fin la borrasca antigua, y la nave que parecía próxima a zozobrar continuó segura su derrotero, como la barca de San Pedro en el lago de Tiberiades. Constantino dio la paz a la Iglesia, otorgándole el libre ejercicio de su culto y aun cierta manera de protección, merced a la cual cerróse, aunque no para siempre, la era de la persecución y del martirio, y comenzó la de controversias y herejías, en que el Catolicismo, por boca de sus Concilios y de sus Doctores, atendió a definir el dogma, fijar la disciplina y defenderlos de todo linaje de enemigos interiores y exteriores.

La insania crucis, la religión del sofista crucificado, que decía impíamente Luciano, o quien quiera que fuese el autor del Philopatris y del Peregrino, había triunfado en España, como en todo el mundo romano, de sus primeros adversarios. Lidió contra ella el culto oficial defendido por la espada de los emperadores, y fue vencido en la pelea no sólo porque era absurdo e insuficiente, y habían pasado sus días, sino porque estaba, hacia tiempo, muerto en el entendimiento de los sabios y menoscabado en el ánimo de los pueblos, que del politeísmo conservaban la superstición más bien que la creencia. Pero lidió Roma en defensa de sus dioses, porque se enlazaban a tradiciones patrióticas; traían a la memoria antiguas hazañas, y parecían tener vinculada la eternidad del imperio. Y de tal suerte resistió, que aun habida consideración al poder de las ideas y a la gran multitud (ingens multitudo) de cristianos, no se entiende ni se explica sin un evidente milagro la difusión prestísima del nuevo culto. Por lo que [56] hace a nuestra Península, ya en tiempos de Tertuliano se había extendido hasta los últimos confines (omnes termini){24}, hasta los montes cántabros y asturianos, inaccesibles casi a las legiones romanas (loca inaccesa). Innumerables, dice Arnobio que eran los cristianos en España{25}. El antiguo culto (se ha dicho) era caduco: poco debía costar el destruirlo, cuando filósofos y poetas le habían desacreditado con argumentos y con burlas. Y no reparan los que esto dicen, que el Cristianismo no venía sencillamente a levantar altar contra altar, sino a herir en el corazón a la sociedad antigua, predicando nueva doctrina filosófica nunca enseñada en Atenas ni en Alejandría, por lo cual debía levantar, y levantó contra sí, todos los fanatismos de la escuela: predicando nueva moral, que debía sublevar, para contrarrestarla, todas las malas pasiones, que andaban desencadenadas y sueltas en los tiempos de Nerón y Domiciano. Por eso fue larga, empeñada y tremenda la lucha, que no era de una religión vieja y decadente contra otra nueva y generosa, sino de todos los perversos instintos de la carne contra la ley del espíritu, de los vicios y calamidades de la organización social contra la ley de justicia, de todas las sectas filosóficas contra la única y verdadera sabiduría. En torno del fuego de Vesta, del templo de Jano Bifronte o del altar de la Victoria, no velaban sólo sacerdotes astutos y visionarios, flámines y vestales. De otra suerte, ¿cómo se entiende que el politeísmo clásico, nunca exclusivo ni intolerante como toda religión débil y vaga, persiguiese con acerbidad y sin descanso a los cristianos? Una nueva secta que hubiese carecido del sello divino, universal e infalible del Cristianismo, habría acabado por entrar en el fondo común de las creencias que no se creían. Poco les costaba a los romanos introducir en su Panteón nuevos dioses.

Pero basta de consideraciones generales, puesto que no trato aquí de la caída del paganismo, tema ya muy estudiado, y que nunca lo será bastante. Volvamos a la Iglesia española, que daba en la cuarta centuria larga cosecha de sabiduría y de virtudes, no sin que germinasen ya ciertas semillas heréticas, ahogadas al nacer por la vigilancia de los santos y gloriosos varones que en todo el Occidente produjo aquella era. Entramos de lleno en el asunto de estas investigaciones.

———

{14} No pongo ésta cita antes de la de San Isidoro, por más que escritores doctísimos hagan remontar este himno al siglo IV. El Padre Flórez demostró que el himno era anterior a la invasión arábiga, pero no que precediese al cuarto Concilio toledano, en que se uniformó la liturgia.

{15} El Padre Daniel Farlatti publicó a fines del siglo pasado la vida de San Clemente, escrita por Hesichio, Obispo de Salona en el siglo V, el cual dice terminantemente que Santiago fue enviado a España por San Pedro. (Maceda, Actas de San Saturnino).

{16} Joannis Marianae e Societate Jesu Tractatus VII. I. De adventu B. Jacobi Apostoli in Hispaniam... Coloniae Agrippinae. Sumptibus Antonii Hierati... Anno 1609, fol. 1 a 31.

{17} El Padre Flórez resume la discusión anterior, y esfuerza todos los argumentos en pro de la venida de Santiago (España Sagrada, tomo III, 1748), excepto el de Dídimo, cuya obra De Trinitate fue publicada la primera vez por el Padre Mingarelli en 1769 (Bolonia). Vid. además el Padre Tolrá, Venida de Santiago a España (Madrid 1797), que pasa por clásico en la materia.

{18} Per Antón Béuter dice que halló escrita la historia del Pilar en un libro de letra antigua de la Biblioteca de la Minerva de Roma. ¡Buena manera de citar, y buena autoridad la de Béuter! Se referirá a algún códice del siglo XIII ó XIV, como el documento que publicó Risco en el tomo XXX de la España Sagrada.

{19} España Sagrada, tomo III, págs. 5 a 39.

{20} A la desembarcación de los varones apostólicos hizo una bella canción el Dr. Agustín de Tejada. (Vid. Flores de poetas ilustres, de P. de Espinosa, Valladolid 1605).

{21} Véase con el núm. 172 en la colección de Masdeu. (Tomo V de la Historia crítica de España). Ambrosio de Morales la insertó también, aunque no tenía de ella toda la certidumbre que quisiera, por no haberla visto. (Lib. IX). También Muratori la da por sospechosa.

{22} M. Aurelii Clementis Prudentii Carmina. (Romae 1789, ed. de Arévalo, tomo II, pág. 928). Pérez Bayer, Damasus et Laurentius Hispanis asserti et vindicati... (Romae 1756). Todavía a principios del siglo pasado acertó a poner nobles acentos en boca del diácono oscense el notable historiador y poeta D. Gabriel Álvarez de Toledo. (Vid. Líricos del siglo XVIII, por D. L. A. de Cueto).

{23} De la autenticidad de estas inscripciones dudan muchos.

{24} Lib: Contra Judaeos, cap. VII.

{25} Libro I, Contra gentes.

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Marcelino Menéndez Pelayo
Historia de los heterodoxos españoles
Librería Católica de San José
Madrid 1880, tomo 1:46-56