Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVII
El siglo de las luces

§ XII
Los críticos

El P. Dehaxo. –El «Antídoto» del comisario Lamota. –D. Patricio de Azcárate. –Laverde. –Menéndez y Pelayo. –Valera.

La crítica, función modesta y adjetiva o filosofía de segundo orden, aunque útil y meritoria, corresponde a etapas decadentes si a la artillería no sigue la arquitectura.

Entre los críticos del comienzo de siglo, se encuentran ejemplares tan curiosos como el crítico-dogmático Fray Atilano Dehaxo y Solórzano, autor de la obra epistolar El hombre en su estado natural (1819) que, según el benedictino, es la sociedad conyugal, patriarcal y civil bajo la paternal autoridad del gobierno monárquico. Aborda el tema, después de intentar la refutación de los sistemas de Hobbes y Rousseau, y saca por corolario que el gobierno mejor es el monárquico. «¿Qué de gracias, dice, no deberemos rendir al Todopoderoso por haber nacido en la sabia, pacífica, religiosa y católica España, ilustrada con las luces más puras del Evangelio, sin mezcla de sombra... bajo el gobierno paternal de un Monarca tan justo como el señor Don Fernando VII?...» Brisons là-dessus.

Al mismo orden pertenece un grotesco manuscrito conservado en la Biblioteca del Senado, titulado Antídoto que presenta un maestro de primeras letras a sus discípulos para precaverlos de la infernal víbora del Filosofismo... copiado de un Real impreso Y. P. A. L. B. del Señor Don Fernando VII por el comisario ordenador Eusebio Mariano Lamota. Obras de adulación sólo inspiran asco.

D. Patricio de Azcárate (1800-86) llegó hasta el límite [498] de su longevidad trabajando en filosofía, mas su labor reviste carácter histórico y crítico. Ni inventó ni profesó sistema determinado, trató de todos con imparcialidad, y su obra principal, la Biblioteca Filosófica, de que sacó a la luz 26 volúmenes, prestó gran servicio a la difusión de los estudios y acreditó las excelentes condiciones a que me he referido por sus discretas anotaciones a las obras de Platón. Aristóteles y Leibniz, traducidas por él mismo. Sus escritos originales se titulan: Veladas sobre la Filosofía moderna (1854), Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos (1861), Del materialismo y positivismo contemporáneos. La Filosofía y la civilización moderna en España (1886).

D. Gumersindo Laverde y Ruiz (1840-90) no puede considerarse un filósofo. Ni tuvo orientación propia ni siguió con fidelidad escuela alguna. Ni siquiera parece seguro que creyera en la necesidad de la metafísica desconfiando siempre de la razón humana. «Eso, dice su discípulo Menéndez y Pelayo, le llevó hasta la atrevida afirmación, casi rayana en el escepticismo, afirmación que le oí más de una vez en nuestras íntimas conversaciones, de que el grande interés y la grande excelencia de la filosofía no estriban tanto en la solución cuanto en el trabajo de buscarla» (La c. esp., III, p. II). Y doy la razón a D. Gumersindo. Algo indica que trovar proceda de trouver. El trovador halla; el filósofo busca. Hallar depende de la fortuna, el mérito estriba en trabajar sin rendirse, como decía el escritor inglés, en

To strive, to seek, to find and not to yield.

El valor de Laverde estriba en su talento, en el profundo conocimiento de los filósofos y en su pasión por la ciencia española. Débesele el precioso libro Ensayos críticos sobre filosofía, literatura e instrucción pública españolas (1868) y el proyecto no realizado de una biblioteca de filósofos ibéricos. Hallase en sus estudios monográficos [499] alguno tan interesante y concienzudo como el de Fox Morcillo. Aunque era Laverde tan católico que ningún valor asignaba al criterio personal y por entero se entregaba a la fe, todavía le censura Menéndez y Pelayo el «defecto de excesiva tolerancia». ¿Quién diría al ilustre maestro, entonces en el zenit de su apasionamiento, que él llegaría, para bien propio y ajeno, a sentir tanto o más que Laverde esa divina tolerancia, gala de las almas superiores, que ensalzaba por fruto de la fe ilustrada S. Agustín?

D. Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-912), caso de estupenda precocidad, educado en el sentido histórico y positivo de la Universidad barcelonesa, pasó a la de Madrid, donde, temeroso de no aprobar la Metafísica ante el tribunal presidido por Salmerón, se trasladó a Valladolid para ganar la asignatura. Me parece semejante miedo puerilidad sin justificación, disculpable en sus pocos años. Abrigo la firme convicción de que hubiera salido airoso del examen, como tantos otros que valían inmensamente menos, pero de entonces data aquel odio africano a Salmerón, a los krausistas y al krausismo, origen de las crudezas de lenguaje y estilo, que su prudencia se sentía impotente para reprimir.

Menéndez Pelayo no fue filósofo. Ni fundó sistema, ni se adhirió a ninguno. En su vasta bibliografía no figura obra de tema filosófico puro, y, sin embargo, por dondequiera brota la filosofía. Tan pronto truena contra el aristotelismo, base del tomismo, como afirma que al ideal sólo puede llegarse por el camino «que recorrió el genio semi-divino de Aristóteles»; fulmina sus rayos contra el armonismo de Krause y proclama que la verdad es como el mar en que van entrando todos los riachuelos de las filosofías particulares, depuradas en el color y en la calidad de las aguas»; ora se aparta del platonismo, que juzga fuera de la realidad; ora ensalza el misticismo, hijo de Platón, llamándole la más excelsa de las filosofías, y, ya crítico vivista, ya ecléctico, enseña que todo sistema no pasa de forma histórica perecedera y perfectible. [500]

Siempre miró de reojo la escolástica y al mismo Santo Tomás. Por combatir la dialéctica de las escuelas y del santo, riñó animada polémica con D. Alejandro Pidal y con el dominico P. Fonseca. Todos los críticos que rechazan el tomismo ganan sus simpatías. Él mismo se complace en declarar que «ninguno de los principios filosóficos de Santo Tomás ha sido formulado primeramente por el santo, sino que todos estaban contenidos en germen o desarrollo pleno en Aristóteles y sus comentadores, o en los platónicos, o en San Agustín, o en los escolásticos anteriores al santo».

Poseía el Maestro un amplio criterio, cada día mas imparcial y amigo de la verdad por ella misma. No hubiera sido joven si no hubiera mostrado cierto sectarismo en sus primeros escritos, más polémicos que serenos investigadores, y aun ciertas virulencias de estilo que afearían las páginas de los Heterodoxos y de La Ciencia Española de haberlas trazado en la edad de la madurez. Lamentábase él mismo en posteriores años de las que llamaba intemperancias de expresión, nacidas de irreflexivo entusiasmo; mas, una vez pagado el inevitable tributo a los impulsos de la mocedad, la imparcialidad que apuntaba en sus primeros escritos, extendió gradualmente su imperio hasta dominar los arrebatos propios de un generoso temperamento.

Paladín de la intransigencia ortodoxa, sin duda con perfecta sinceridad, fue, a medida que su ilustración aumentaba y su reflexión crecía; que sus propensiones clásicas, la filosofía helénica y la forma horaciana atraían su corazón, disgustándose de su posición de luchador, dando insensiblemente de mano a los problemas religiosos y teológicos, mostrando su repugnancia al ergotismo y su preferencia por el vivismo, incolora filosofía mere-crítica, sin dogmas indiscutibles, y buscando en el exclusivo placer de la bella literatura un refugio, un puerto inaccesible a las borrascas de las ideas. Desde entonces no quiere ser tenido por adicto a ninguna escuela y se proclama «ciudadano libre de la república de las letras». Ya no se deslizaba el [501] pensamiento humano entre dos infranqueables carriles llamados verdad y error; su juicio, fecundado por copiosa lectura y asistido de ingenuo amor a la ciencia, veía la verdad en el cielo de la infinita esperanza y comprendía el error como inevitable condición de la naturaleza finita y constante apelación a nuestra cordial y justa tolerancia. No digo, ni me asisten irrebatibles fundamentos para profesarlo, que en la conciencia del sabio se consumasen ni radicales ni minúsculos cambios; mas salta a la vista que raya un período en su vida desde el cual se nota el desvío por afrontar ciertos temas, el prurito de eludirlos. No más fervorosas protestas, no más terminantes declaraciones, no más aquellas resueltas afirmaciones y sumisiones estampadas en La Ciencia Española y en Los Heterodoxos, antes bien, una laudable circunspección en los juicios, una admirable imparcialidad de criterio, un escrupuloso cuidado de no herir con el concepto ni con la expresión ninguna creencia ni susceptibilidad. El polemista había ascendido a científico; el adalid, a Maestro. Era la metempsicosis del hombre en genio.

Fue Maestro y no se rebajó a ser ministro. Ni se casó ni bulló en política. Tuvo la conciencia de su misión como los santos y los profetas. Al considerar su obra, se dudaría, cual en el caso de Aristóteles, que fuera la de un hombre solo.

¿Qué influencia señaló su paso por la república de las letras? La súbita afición a la filosofía había encendido una fiebre de abstracciones, de sincretismos y de síntesis, que, alejando la reflexión de los hechos, mostraciones del principio, llegaron a divorciar la crítica, casi siempre refleja o de segunda mano, del exacto conocimiento de la realidad juzgada. Menéndez y Pelayo disciplinó toda una generación llevando a la mente la idea de la futilidad e inconsistencia de las generalizaciones cuando los hechos, desconocidos o mal apreciados, no prestaban sólida base a la apreciación. Sólo por tan relevante servicio que convirtió en científica la labor intelectual, demasiado en las nubes para que [502] no la desvaneciese el viento, merecería gratitud eterna de la patria.

Mas, al modo que no hay luz sin sombra, ni tragedia sin parodia, ni bondad sin abuso, la noble empresa de la investigación engendró, al lado de eminentes discípulos, una microbiada de acéfalos que se decoraron con el título de literatos sin otro mérito que pasar horas en las bibliotecas o en los archivos de protocolos anotando minucias y notas de chismografía literaria, labor mezquina, aunque útil, al alcance de cualquier memorialista.

D. Juan Valera (1824-905), representante de España en distintas capitales, parecía nacido para la diplomacia en bonancibles épocas. A un tiempo artista y erudito, platónico y epicúreo, filósofo y poeta, autor y crítico, ático y andaluz, excelente en todo, y, por lo mismo, genial en nada, presenta una personalidad artística de perfección geométrica, sin la menor irregularidad en la expresión, sin el menor atrevimiento en el fondo.

Idólatra de la pulcritud, sacerdote de la distinción, se levanta en pos de la polvareda romántica, como una evocación del siglo de León X con todas la facetas del Renacimiento.

No hablemos de lo que se ha llamado el filósofo. Con todo su alarde de lecturas y alusiones, Valera no pasa de un dilettante de la filosofía. No se abría su mente a reflexión original, andaba muy mundanizado para abstraerse un instante en la intimidad de su pensamiento y era demasiado artista para metodizar.

Su pupila divisaba rápidamente el lado negativo y dejaba escapar el positivo. Tan involuntaria parcialidad le capacitaba para crítico, y el fondo escéptico de su pensamiento contribuía a desenvolver la facultad de apreciación. «Como crítico, escribe Gubernatis, se distingue por la gracia, finura, elegancia, amenidad y erudición», mas tales dotes lucen en toda obra de Valera, sea o no crítica. Su mérito de crítico estriba en que nació y se educó para serlo. [503]


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 497-502