Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XV
Aetas argentea

§ I
El siglo XVII

Felipe II acentúa la decadencia. –Analogías con la decadencia de la literatura romana. –Parálisis de la investigación. –Intolerancia religiosa y aislamiento de la mentalidad española. –A fines del siglo la Real Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla introduce el método experimental. –Balance de las tendencias filosóficas en este tiempo.

Con la potente savia, con la hercúlea vitalidad del siglo XV, reforzada en lo espiritual por el Renacimiento y la invención de la imprenta y en lo geográfíco-político por el descubrimiento de un nuevo mundo, se nutrió y resplandeció el siglo XVI; pero esta gloriosa centuria, llamada de Oro por los méritos de la anterior, no supo administrar su pingüe herencia y sembró los gérmenes del decadentismo que debían florecer en su segunda mitad y rendir sus amargos frutos en el siglo XVII. Realizan los Reyes Católicos, sin escrupulizar en los procedimientos, una unidad peninsular incompleta y mal hilvanada, como decía Silvela, que por su viciosa estructura, continúa, por desgracia, siendo litigiosa; estropean el comercio con la expulsión de los israelitas y ahogan el pensamiento con el terror inquisitorial.

Carlos V nos desvía del porvenir colonial comprometiendo al país en inútiles guerras de religión y, al abatir la [296] nobleza, aniquila fueros y libertades municipales, entronizando el poder personal. Felipe II, el menos prudente de los reyes, equivoca su misión, cierra los ojos al destino providencial de la Península y prodiga la sangre de los españoles vertida a ríos por ideales extraños. Y aquel gobernante que consumió todas las fuerzas vitales netas de la nación, restadas a la agricultura y a la industria, abriendo la puerta a la mayor época de miseria que ha conocido España, pues hasta «se pedía limosna de puerta en puerta para socorrer al soberano de dos mundos» (Lafuente, Hist. de Esp., t. XV. p. 29), prohibió, más celoso de la fe que de la cultura, a profesores y estudiantes visitar las universidades extranjeras, aisló la monarquía de la nación, erigió la desconfianza en diplomacia y, al morir comido de úlceras y gusanos, legó su retrato en El Escorial, gigantesco panteón del poderío español, y su testamento en la agonía de un pueblo, por ministerio de su rey, aborrecido en toda Europa.

Entregado por entero al fanatismo, el primer acto de gobierno cuando volvió de los Países Bajos a regir el cetro español, fue un auto de fe... «Presidióle Felipe con toda solemnidad... Uno de ellos (los sentenciados) volviéndose al balcón donde estaba el rey, exclamó: –¿Consentiréis, Señor, que sea quemado? –Yo mismo –replicó aquél con aspereza– llevaría la leña para quemar a mi propio hijo si fuese tan malo como vos». (Cabrera, Hist. de Fel. II.) «Así se expresaba el piadoso monarca, con la misma ingenuidad que cuando declaraba la satisfacción que le producían los autos de fe y cómo, por largos que fueran, no le producían el menor cansancio.» (Op. cit.)

Con razón, después de recordar aquel absurdo principio: «Mejor es no reinar que reinar sobre herejes», añadía D. J. M. López en el Ateneo: «La aplicación de este principio explica las matanzas de los Países Bajos, el exterminio de los moriscos, los autos de fe, el repugnante asesinato de Montigny, las confiscaciones, la ruina de las provincias más prósperas y florecientes del mundo.» [297]

El siglo XVI, momento de exaltación, de empuje, de acción, no se dio cuenta de que España no era nación, ni por su estructura política ni por su ideal. No tenía más vinculo de unidad que la uniformidad católica, es decir, universal, no nacional.

Todavía en la primera mitad del siglo XVII vivió España del prestigio logrado en mejores días. «No hubo, es verdad, ni grandes filósofos, ni publicistas distinguidos; y gracias que alguno alcanzó no común reputación de pensador y escritor entendido, en medio de la compresión que ejercía sobre las inteligencias en estos ramos del saber el severo tribunal del Santo Oficio, y del aislamiento en que vivía España del movimiento intelectual europeo desde Felipe II. En cambio florecieron y brillaron multitud de ingenios en el campo libremente cultivado de las bellas letras y de las artes liberales». (M. Lafuente.)

Si prosperaron las letras al par que decaían los estudios, debióse al impulso anterior, ya que el pensamiento aherrojado no halló otra válvula que el campo neutral de la literatura; mas como las facultades del espíritu, representadas en las distintas ciencias, se auxilian y complementan en mutuo y armónico esfuerzo, el divorcio de la ciencia y las letras no podía continuar. Así, la segunda mitad de la etapa, vacía de ideales, se precipitó por la vertiente de inatajable decadencia, ya iniciada en el siglo XVI, donde el florecimiento de la novela picaresca nos revelaba una España tan grande por fuera cuanto indigente y corroída por dentro.

Durante Felipe III, «que hubiera podido contarse entre los mejores hombres a no haber sido rey» (Malvezzi), y el vesánico Felipe IV, se pierden Cataluña, Portugal y el Rosellón, aumentan los autos de fe, más brazos hay en los 10.000 monasterios de religiosos que en el campo y los talleres, y en los tristes soles del menguado Carlos II, se acaba el comercio americano a manos de los piratas y el país se despuebla hasta el punto de que el Consulado de Sevilla elevó una representación basada en que su [298] vecindario, el más numeroso de Europa el siglo anterior, se había reducido a la cuarta parte. «Fatigaba a todo el reino su general despoblación, se acababan sus familias, los labradores se ausentaban, los criadores se extinguían y los comercios se agotaban». (Céspedes, Hist. de Felipe IV. f. 49 vto.)

En esta pendiente de desmoronamiento, de corrupción, no despertó la contrición el alma del país. Una inconcebible pasividad, una incomprensión fronteriza de la inhibición cerebral y reforzadora de la abulia, paralizó toda reacción saludable. La escolástica ahoga la mística, que, por su índole individualista, llevaba en la médula algo de libertad de pensar; languidecen la lírica y la épica, géneros nobles e idealistas; la escuela sevillana, que cantó los triunfos de la patria, llora, evoca muertas grandezas ancestrales o suspira ante las flores, símbolo de lo pasajero de la vida, y, sobre la ruina de los preceptos clásicos, se levanta un teatro grandioso, pero no de caracteres, que ya no había, sino de intriga, en el cual se refugian todos los elementos líricos y épicos de las centurias anteriores; prospera la sátira, descubriendo en el muro de una sociedad que se desploma las grietas de la caducidad, mientras la novela picaresca sepulta en el cieno de los bajos fondos sociales los sublimes delirios de la caballeresca.

Por esa estrecha relación que existe entre modalidades análogas, nuestro siglo de oro refleja el siglo áureo de Roma, y nuestra majestuosa decadencia la no menos imponente de las letras latinas. Así en el siglo XVI, Cicerón y Tito Livio, los de la prosa viril y abundante, los del estilo periódico, los del lenguaje correcto y lozano, sirven de modelo a nuestros escritores áureos, y nuestros prosistas del siglo XVII, los del concepto alambicado, los de la frase enfática y sentenciosa, ponen los ojos en la severa concisión de Tácito o en la solemne cláusula de Séneca, monarca indiscutible del pensamiento español en la Edad Media, que lograba, tras del pasajero eclipse del siglo XVI restaurar su trono sobre el vencido platonismo.

Es característica de todas las decadencias iniciales esta propensión al estilo cortado, breve, a la frase nutrida de pensamiento y escasa de vocablos. Tal se presenta la manifestación en el estilo del pensamiento conceptista: es decir, del pensamiento que no brota con la soltura y la confianza de la juventud, sino que se recoge, se piensa a sí mismo y revela en la tortura de la frase la labor interna del espíritu. Si algunos escritores no llegaron a adoptar el estilo de la época, fueron los místicos, por su carácter más desligado de presunciones literarias, y algún historiador como Melo; pero Solís, con sus reflexiones rítmicamente dispuestas al final de cada capítulo; Saavedra y, sobre todo, los didácticos moralistas, extremaron el abuso de la gravedad concisa y sentenciosa.

En realidad el siglo XVII carece de substantividad científica y literaria, nutriéndose de la ciencia y el alma de la precedente centuria. El escolasticismo, sostenido por la Iglesia, acaba por desterrar los otros sistemas y domina con absoluto imperio cerrando el paso a toda innovación, aunque bifurcado en tomismo puro, sustentado por los dominicos, y suarismo profesado por los jesuitas. El nominalismo y el lulismo sufrieron excomunión y se interdigo su enseñanza en algunas universidades. La filosofía parece simple huella del pasado y, precisamente a la hora en que el cartesianismo unido al experimentalismo baconiano conmovían los cimientos del edificio escolástico, en España se petrifica el pensamiento, brillando muy contados chispazos de independencia en la noche de la uniformidad tomista enseñoreada de las escuelas.

La intolerancia religiosa ahogó la libre investigación. Diga cuanto guste mi venerado amigo Menéndez y Pelayo, no puede negarse que por miedo al error se cayó en la ignorancia, que los pensadores españoles tuvieron que aprender a imprimir sus libros allende las fronteras y apenas quedó hombre de mérito que no sufriera en mayor o menor escala persecución o vejaciones del odioso Tribunal de la Inquisición. [300]

Los más doctos publicistas se quejaban de las escuelas de Gramática que mermaban el personal a las armas, al campo y a los oficios, provocando con sus declamaciones medidas de gobierno, tales como la de 1623, disponiendo que no existiesen tales escuelas sino en las ciudades donde hay Corregidor y sólo una en cada población (Nov. Rec.). La Compañía de Jesús, entonces cual hoy, obstinada en ahogar la enseñanza oficial, no cejaba en sus fundaciones de estudios para familias nobles, no sin la protesta de las Universidades que veían despoblarse sus aulas. En realidad, poco se perdía, pues las Universidades más concurridas, o sea, las de Salamanca y Alcalá, se hallaban convertidas en focos de pedantería; enseñaban medicina basando este arte en la lógica; educaban para la disputa, no para la investigación; los escolares «iban por las calles proponiendo a los transeúntes temas absurdos de discusión y empleando en ella argumentos no menos absurdos, sembrando sus discursos de citas latinas sin orden ni concierto» (Juderías), con lo cual, su escandalosa conducta y rivalidades de colegios {(1) Ved mi Historia Política de los Afrancesados (l. I, c. III, p. 83-5)}, se tornaron odiosos y despreciables, al punto de suscitar levantamientos populares, como el de Salamanca en 1644, terminando lo ridículo en trágico y la risa en sangre.

A falta de obras científicas, se multiplican los oracionales, escritos de devoción, libritos morales, apologéticas contra las sectas disidentes, comentos de Aristóteles y Santo Tomás.

La filosofía española, dice en substancia D. Federico de Castro, en vista de que todas las direcciones del pensamiento se acercan y comienza a despertarse un sentido tan amplio que Fray Alonso de Chacón y Sepúlveda quieren llevar al cielo a Aristóteles y Trajano, había encontrado un Leibniz colectivo y esperaba su Kant. Kant no pareció y España dejó de filosofar en la segunda mitad de siglo XVII, precisamente en el siglo de la filosofía. [301]

En los comienzos del XVIII se riñó apasionada controversia sobre los conceptos de materia y forma, discusión iniciada en el anterior, defendiendo la opinión aristotélica Vallés, Núñez y Toledo contra Vives y otros. En el XVII rompen el fuego Torrejón y Cardoso.

Mas, al ocaso de esta centuria cupo la gloria de haber mecido la cuna de una institución original, prez de gloria, no sólo para Sevilla, sino para la Ciencia española. Esta admirable institución, que dio sus opimos frutos en el siglo XVIII, era la Real Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla, fundada en 1697. No representaba sólo la egregia Corporación el valor real de una audaz innovación, no marcaba sólo un paso de gigante en la ciencia española, sino que reanudaba el hilo precioso de la tradición científica hispalense, tan brillante en la Medicina.

Las escuelas médicas sevillanas rivalizaron con las cordobesas; en Sevilla estudiaron médicos eminentes de Córdoba; allí ejerció de Cadí y escuchó a varios maestros el inmortal Averroes, a quien los sevillanos defendieron de las persecuciones desencadenadas por el fanatismo; a Sevilla fueron Aben Pace y Aben Tufail; en su suelo nacieron los Ben Zuhr, la más gloriosa dinastía de facultativos que ha conocido el orbe por el profundo saber en relación a la época y por el considerable número de claros maestros que durante varias generaciones la compusieron. También en nuestro titulado Siglo de Oro resplandecieron estrellas de primera magnitud en el cielo de la ciencia patria, tales como Álvarez Chanca, los hermanos Monardes, Simón de Tovar, Díaz Daza y tantos otros. Había proseguido la áurea cadena con Caldera de Heredia, no castellano, como insinúa Hernández Morejón, sino nacido en Sevilla en la collación de San Esteban y bautizado en su parroquial, el 33 de Octubre 1591; Valverde, Pedrosa, Delgado, Lorite..., y a Sevilla correspondía inaugurar el nuevo camino que exigían los progresos de la investigación.

En efecto, dos siglos antes que Claude Bernard, entre [302] el clamoroso aplauso de los sabios, preconizara la necesidad de abandonar la tradición clásica y echarse en alas de la experimentación, la Regia Sociedad Sevillana se erguía con el único fin de combatir el galenismo y lanzarse a toda vela por los mares de la observación personal. Era toda una inmensa revolución inconcebible en la mentalidad de la época y, sobre todo, en la psicología española, y que el fruto correspondió al esfuerzo, lo confirma el principal historiador de nuestra Medicina, al declarar que tales progresos realizó en la Ciencia aquel naciente areópago, «que a los pocos años había llegado su nombre a las naciones extranjeras» (H. Morejón).

La precaria instrucción médica que se daba en las Universidades se reducía a exégesis de aforismos hipocráticos y de las doctrinas contenidas en los catorce libros de la Terapéutica de Galeno, sin clínicas, sin anatomías, sin una sola lección práctica.

Los facultativos revalidados hispalenses constituyeron la Sociedad, y, mirando con desdén a los universitarios o galénicos, no les abrían las puertas de su Senado científico sin previa sumisión a pruebas acreditadoras de su aptitud para el estudio serio y personal. No dejó de mortificar a su «alma mater» literaria tan soberbia actitud, y su Claustro movió a la Sociedad a un pleito, que terminó por el ruidoso triunfo de la Sociedad, representante de las nuevas orientaciones científicas.

Convencida de que nada vive aislado en el mundo, la Real Sociedad de Medicina fomentó las Ciencias auxiliares, instauró un Jardín Botánico, formó espléndido Herbario y hasta admitió, al lado de las otras tres clases de socios llamados Médicos revalidados, Cirujanos y Flamacópolas o farmacéuticos, una cuarta con el título de socios de erudición, compuesta de doctores en distintas facultades que estudiasen la filosofía y la moral de la ciencia médica en su principio y sus aplicaciones. Eran éstos socios o jurisconsultos que disertaban sobre las relaciones del Derecho y la Medicina o teólogos que daban una nota [303] sui generis y juzgados con el criterio actual, podía considerárseles como los payasos de la institución, destinados a amenizar la aridez de las tareas científicas con temas del siguiente jaez:

Disertación moral físico-médica: Si en las que murieron, confiando antes al médico, para su curación, bajo secreto, estar ilícitamente embarazadas, pueda aquél descubrirlo para atender a la vida espiritual del feto, disecando a la madre.

Lección médico-moral: Si se puede, algunas horas después de muerto vulgarmente algún sujeto, absolverle.

Disertación teológica: Del bautismo del feto en el útero.

Disertación físico-moral: De la invalidación del bautismo hecho con el agua destilada de vegetales.

Disertación físico-teológica: De las resurrecciones naturales y milagrosas señales con que se distinguen, y crítica para evitar los engaños.

Disertación físico-teológica: Del poder del demonio en la parte física del hombre.

Lección médico-moral: Si los sordos y mudos de nacimiento son capaces del sacramento de la Penitencia.

Lección médico-teológica: Si el médico que obra según su práctica, aunque contrario al común sentir de los autores, lo haga lícitamente.

Lección físico-teológica: Si en atención a los nuevos experimentos de la elevación de los cuerpos graves, el vuelo de Simón Mago fue natural o prestigioso.

Disertación físico-teológica: Sobre si fue natural o milagrosa la muerte del dragón que se refiere en el libro de Daniel, cap. XIV.

Mas si a los ojos del presente escepticismo provocan hilaridad semejantes problemas, no así ante la conciencia individual y colectiva de aquella fervorosa generación, que hubiera sacrificado gustosa todos los adelantos de la Medicina ante el menor escrúpulo de orden espiritual.

Atenta a recoger todas las noticias que la práctica profesional suministrase y las opiniones de todos los [304] hombres doctos, no limitaba su acción a la localidad, sino se relacionaba con los sabios del mundo entero; los acogía como socios: daba lectura pública a las Memorias que de ellos recibía y hasta los llamaba con carácter de profesores retribuidos a que diesen enseñanza también pública.

No menos atenta a divulgar que a conocer, para que todos aprovechasen las noticias que aprendía, publicó doce tomos de Memorias, y además, ofreció a los autores de trabajos importantes ayudarles a la impresión y aun imprimir ella por su cuenta.

Uno de los mayores servicios que prestó a la patria la Regia Sociedad consistió en la abnegación con que combatió la terrible epidemia que asoló a Ceuta. Encargada de tan peligrosa misión por el Gobierno, al nombrar la comisión que debía trasladarse a la plaza infestada, todos sus miembros se ofrecieron y los elegidos ejecutaron su empeño con heroísmo superior a toda ponderación.

Mas no basta, repetimos, las circunstancias de producir muchos hombres de mérito para apreciar la civilización de un país; mucho más significa esta abundante y espontánea proliferación de Institutos destinados, sin finalidad interesada, al cultivo del saber; pero hay algo más elocuente todavía: el ambiente general favorable, la participación del público, su interés en la labor cultural, y este hermoso espectáculo nos brinda, contrastando con la general decadencia, la reina del Betis. La Real Sociedad daba sesiones públicas bisemanales y después dominicales; en sus abiertas clases se practicaban anatomías y vivisecciones, verdaderas audacias en su época, y crecía tanto la afluencia de personas deseosas de instruirse, que se colocaron agentes de la autoridad a las puertas del local, para evitar la confusión nacida del exceso de concurrentes.

En este siglo la Escolástica vegeta, como toda institución doctrinal que apenas sufre tímida y minúscula oposición; el ascetismo medra con su más alta representación, Mañara, a expensas del misticismo que arroja con Molinos su último resplandor; prosiguen los escritos de magia [305] y las discusiones acerca del alma de los brutos, ya encendidas en la centuria anterior, así como la controversia sobre los conceptos aristotélicos de materia y forma; el materialismo con atenuados matices asoma por los escritos de algunos médicos y sacerdotes que no se dan cuenta del alcance de sus tesis, en tanto moralistas y políticos, como en la decadencia del paganismo, se dan a sí propios el diploma de filosofía.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 295-305