Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XIV
El siglo de Oro

§ X
Los eclécticos

Bartolomé de Medina. –Venegas. –Vallés. –Antonio de Guevara. –Arias Montano.

Porque no creyó imposible la conciliación entre ambas derivaciones perfectas socráticas, doy aquí cabida al dominico Fray Bartolomé de Medina, que, por lo demás, profesó la ortodoxia tomista. Dentro de ella, sustentó el probabilismo antes que los jesuítas. Recta et firma sententia dictat et docet; licitum esse indubiis sequi opinionem probabilem. Su Expositio in Primam Partem, Primam [255] Secundam, Secundam Secundae et Tertiam Partem Divi Thomae Summae, se imprimió en Salamanca en 1588.

También Pedro Simón Abril, nacido en Alcaraz de la Mancha en 1530, de quien se ha dicho «excelente gramático y adocenado humanista», publicó Introductio ad Logicam Aristotelis (Tudela, 1572), tradujo los tratados lógicos, éticos y políticos de Aristóteles y los diálogos platónicos Gorgias y Cratilo y adaptó al idioma español el tecnicismo del Organon. Preocupa más a Abril la forma que el fondo filosófico; así, lamenta la pérdida de los grandes maestros antiguos «los quales nos ensenaron en Latín y en Griego, dota y descretamente, las cosas tocante a esta facultad (la Lógica). Lleuonoslos el tiempo y, sepultando todas las buenas letras, trúxonos en lugar dellos vn puro barbarismo, vnos malos escritores de lógica, los quales no entendiendo el lenguaje y artificio de aquellos primeros graues escritores, inuentaron una lógica monstruosa: la qual con grandísimo daño de los buenos entendimientos ha reynado muchos años en las escuelas públicas.» En los Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas y la manera de enseñarlas, señala tres vicios generales y comunes, a saber: la enseñanza en lenguas extrañas, la mezcla de disciplinas y el afán de estudiar por resúmenes para adquirir pronto títulos sin ciencia, defecto éste de que aún adolecemos, y especifica luego los vicios de cada materia particular, incluyendo la teología.

Alejo de Venegas (¿1493-554), auxiliar en la Universidad toledana, escribió Agonía del tránsito de la muerte, funerario libro de ningún valor filosófico, acompañado de un extravagante vocabulario y etimologías disparatadas, y Diferencias de libros que hay en el Universo (1540). Los cuatro libros a que se refiere son: el libro divino (ciencia de Dios), el de la naturaleza (conocimiento del Mundo), el moral (ciencia de los deberes) y el religioso (ciencia del culto). Comienza tratando de concertar la predestinación con el libre albedrío; busca luego el conocimiento de Dios mediante el de las criaturas, estudiando la disposición de los [256] elementos y los fenómenos naturales; en el tercer libro de la primera parte, a que llama libro de la razón, de la que establece paupérrimo concepto diciendo: «no es otra cosa razón sino lo que en romance se llama cuenta, como dezimos que no tiene alguno razón cuando no tiene buena cuenta» y definiéndola «una ponderación de lo que la memoria conserva», vuelve al tema del albedrío y se engolfa en consideraciones de orden religioso y moral, y en el cuarto, después de sentar que «el conocimiento de fe es más noble que el de la opinión y la sciencia», termina apologizando la Escritura y anatematizando a los protestantes, pues «si, como manda el Deuteronomio, quel que no obedeciesse a la determinación de la Iglesia: muriesse luego por ello: porque escarmentasen los otros: las dos Alemanias vuieran tenido la vigilia y el zelo de la casa de Dios, que zelosissimamente se ha tenido en España; no vuiera hecho tanto estrago en las ánimas de los simples la zizaña que sembró Sathanás». Como se ve, el buen auxiliar era hombre de soluciones radicales.

Francisco Vallés, médico, fallecido en 1592, comentó los cuatro libros aristotélicos de los Meteoros (Alcalá, 1558), la Física (id., 1562), publicó Controversiarum medicarum et philosophicarum (1564), en cuyos dos primeros libros trata las materias comunes a filósofos y médicos, o sea los elementos y las propiedades de los cuerpos, y critica las discusiones silogísticas, y, además de otros trabajos ajenos a nuestro estudio, su tratado De sacra philosophia (León, 1588).

Comienza este último comentando pasajes bíblicos y exponiendo opiniones de filósofos helenos, trata de los nombres que tenían los animales en el principio del mundo y, después de considerar el alma humana cual emanación de la divinidad, entra en asuntos más peculiares de la medicina. Sostiene en sus obras que la materia prima se reduce a una ficción, propia de gentes rudas, y que, acéptese el concepto de Platón o de Aristóteles, no es nada (non enim est–dice–quod non est ens). Se aferra a la tesis [257] peripatética de los tres principios y considera las nociones de materia y forma, principios del ente natural.

Añade que los principios son los elementos que están en potencia en las cosas, jamás en acto; que la forma de la cosa es su esencia, conforme al aforismo peripatético Forma est essentia rerum; coloca el principio de individuación en la cantidad y cree que por la contrariedad innata la generación existe, pues supone corrupción de una substancia y transformación ocupando las nuevas el lugar que las anteriores les han cedido, aun sin necesidad de materia común.

A tan superficial concepto, ya combatido por Isaac Cardoso, se opone una mortal objeción. Si ex nihilo, nihil, se impone aceptar una materia común que, metamorfoseándose, sostenga y explique la rotación eterna de la vida. Niega la creación ex nihilo, suponiendo que los cuerpos de los cuatro elementos preexistian a la creación de la luz, generándose todo de la vis repugnandi o ley de contrariedad, sucediéndose los seres unos a otros, como queda dicho.

No estima que la característica del hombre consista en la racionalidad, pues, siendo el sentido inseparable del intelecto, también los brutos se pueden considerar racionales (bruta omnia rationabilia etiam...), sino en la capacidad de aprender.

Peripatético flexible y entusiasta de Pitágoras, Vallés nos ofrece la paradoja de un aristotelismo pitagórico.

Antonio de Guevara (†1545), no vizcaíno según afirma Ticknor, pues en tres pasajes declara ser montañés, cronista del emperador, obispo de Guadix y de Mondoñedo y autor de la disparatada Década de los Césares, se conquistó dilatado renombre. Si no la mejor, es la más conocida de sus obras el Relox de Principes, a que va incorporado el Libro de Marco Aurelio (1529). Fitzmaurice Kelly dice que el Relox de Principes es una «novela didáctica, cuyo héroe es Marco Aurelio». Completamente inexacto. Se trata de dos obras distintas, que pudieran muy bien [258] correr separadas. Guevara anunciaba su Marco Aurelio como traducción de códice florentino, lo cual le valió acerbas censuras y le enredó en apasionadas controversias.

En la edición barcelonesa, harto modificada, de 1647, se dice que la Vida de Marco Aurelio está «sacada al pie de la letra de la historia Imperial y Cesárea, la qual compuso Pero Mexia». El Relox de Principes semeja tela urdida con hilos de Plutarco, de Laercio y hasta de las «Fazañas de los filósofos», con momentos de hábil ejecución y desmayos de afectación retórica. Me limitaré a mencionar Menosprecio de Corte y alabança de la aldea y Aviso de Privados, pequeñas obras que denuncian la lectura de Castiglione y cuyos asuntos revelan los títulos, y Epístolas familiares (1539), a ratos amenas, insoportables a ratos. No comprendo cómo han merecido tanta atención y la versión a varios idiomas, esas obras «dont on aurait de la peine à supporter aujourd'hui la lecture.» (Desessarts: Bibl. d'un homme de gout, T. IV, París, año 7.°) También el Br. Pedro de Rua, en sus epístolas al Obispo, asesta juiciosas censuras a la obra de Guevara.

Mas ninguno cual Benito Arias (1527-98) supo concertar la ciencia con el sentimiento, la erudición con la poesía, Se le conoce generalmente por Arias Montano, aunque no se llamaba así, pues Montano (serrano) no es apellido, sino adjetivo que él se añadió para indicar su patria. Nació en Fregenal; pasó su juventud en Sevilla, donde estudió Filosofía; se vio laureado en Alcalá; cumplió en Inglaterra y en Flandes la difícil misión que le confirió Felipe II de oponerse a la reforma religiosa; asistió al Concilio de Trento, donde su erudición fue admirada por todos, y justamente celebrados sus discursos acerca de la Eucaristía y del divorcio, regresó a su patria y se retiró a la gruta de Alajar (Huelva), conocida por la Peña de Aracena o el Cerro de los Ángeles, a causa del santuario de N. S. de los Ángeles que la corona. No conocemos en toda España lugar más pintoresco que la cima de este cerro, ni gruta más fantástica que la elegida por el sabio Maestro. Allí [259] permaneció entregado al trabajo hasta que se le nombró confesor de Su Majestad. Por este tiempo se encomendó a su ciencia el trabajo de la Biblia políglota. La Universidad de Salamanca levantó acusaciones contra la obra de Arias Montano, mas la superioridad de éste confundió sin esfuerzo a sus detractores.

Volvió Arias a su gruta de Alajar, renunciando las pingües mitras que el rey le ofrecía, y sólo su amor a Sevilla le arrancó a la soledad cuando fue elegido prior del Capítulo de Santiaguistas de la dicha ciudad, donde permaneció hasta su óbito.

Con ser varón tan eminente que no lo pudo haber más en su siglo, no puede Arias Montano considerarse como filósofo, sino teólogo, mas de todo cuanto escriben los entendimientos superiores brotan efluvios de exquisita filosofía. Para lograr el conocimiento supremo, el de Dios, señala dos seguros derroteros: o la revelación directa o la investigación racional. Dios es la Verdad (solus autem dictus est Veritas) y por la razón intenta explicar el origen y proceso de las personas divinas.

Estéril por sí, ahora, como siempre, el eclecticismo preludia los intentos de armonía.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 254-259