Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Prólogo

«Il n' y a plus de philosophie en Belgique», me repetía con melancólico acento Mr. de Tiberghien en el despacho de la modesta casita que, ya jubilado, habitaba en Bruselas, rue de la Commune, núm. 4. El buen anciano, que hasta última hora trabajaba y se interesaba por el destino de la humanidad, me preguntó por el estado de la conciencia española, y se sorprendía de lo poco que España, no obstante la extensión de sus dominios, había influido en el pensamiento universal.

No niego que aquella candorosa extrañeza mortificaba un tanto mi amor patrio.

Efectivamente, no sólo resonaban en la cátedra con exclusivo imperio nombres exóticos, sino que en ninguna obra magistral ni compendiosa había leído mi aplicación nada referente a filosofía ni a filósofos españoles. En la mayor parte, silencio absoluto; en alguna que otra, remotísima alusión sin concederles importancia.

Los mismos manuales de Historia de la Filosofía escritos en España, ya que no se acometieron obras de mayor empuje, trazaban toda la historia del pensamiento reflexivo sin mencionar para nada a nuestra patria. Hasta Balmes en su conato histórico-filosófico, prescinde en absoluto de todo nombre español. Solamente, en tiempos ya muy cercanos, D. Federico de Castro hizo una ligera alusión a ciertos pensadores del siglo XVI y su hijo don José agregó notas relativas a algunos modernos.

¿Era realmente el pensamiento español refractario a la filosofía? ¿Acaso no existía pensamiento español? [VI]

Desde las aulas, me perseguía con lacerante tenacidad esta duda estremeciéndome al pavor de verla negativamente resuelta.

No se trataba de un extranjero, era un compatriota, don Baltasar Champsaur, quien lamentándose de que la filosofía española se reduce a citas y alardes de erudición, prorrumpía: «Es preciso, ante todo, fortalecernos en nuestro propio saber; inquirir por nosotros mismos, con nuestras propias manos abrir las entrañas de la naturaleza, poner algo nuestro en la universal colaboración científica, algo original y de alcance, para levantarnos de una vez de la gran postración que sufrimos. De otro modo, la filosofía española seguirá siendo una ilusión, un deseo de algunos pocos» (Nuestra filosofía contemporánea, Rev. Cont., año XVIII, Sept. 1892. Tomo LXXXVII, 15), y proseguía: «Nuestros libros de filosofía, con pocas excepciones, no vienen a ser otra cosa que trabajos de exposición o de crítica, más o menos discretos y eruditos, pero nada más, aunque cueste mucho confesarlo y se quiera asegurar que existe una filosofía española contemporánea. Nuestros pensadores no carecen de talento, hasta cierto punto superior: lo que yo no creo que tengan es originalidad suficiente para influir en el pensamiento filosófico europeo.»

Y tales afirmaciones de un español con apellido francés, hallaban refuerzo en las de un francés, aunque nacido en Menorca, con apellido español: el Sr. Guardia, cuyo desdén hacia la filosofía española, más mortificante por albergarse en persona tan culta y autor de excelentes monografías sobre pensadores españoles, se traducía en despectivos conceptos, en crueles sarcasmos, como si el tema no mereciese más seria y deferente atención.

Desconsolado, trémulo, apliqué el oído al hemisferio opuesto y mi latente deseo creyó percibir en los rumores de su brisa tenues ecos de aliento e indecisas voces de esperanza.

Acaso inexplicables negligencias, la falta de estudio [VII] inmediato del pensamiento español, si censurable en los extraños, culpable e indisculpable en los propios, dejó en la sombra méritos e iniciativas que un tardío, pero redentor esfuerzo lograría reivindicar para gloria de España y bien del mundo. Arrullado por tan dulce ilusión, inicié con entusiasmo, antes que la personal, la investigación bibliográfica de los sabios patriotas, tan superiores a mi parvedad en años, títulos y erudición. Era el pórtico obligado del catecúmeno, la mano paternal que debía guiar los primeros vacilantes pasos, el tributo de respeto a los que antes que yo y mejor equipados emprendieron el áspero camino.

Prescindiendo de levísimas indicaciones, nada interesó mi curiosidad hasta ciertos escritos de mitad del siglo XIX, tales como un brevísimo apéndice agregado por Martí de Eixalá a la versión del Manual de Historia de la Filosofía de Amice (1842), al cual, no sé por qué, atribuye importancia el Sr. Bonilla; otro apéndice, inferior aún, añadido por el P. Monescillo a la Historia elemental de la Filosofía por Bouvier (1846); otro análogo de D. Víctor Arnau al fin del Curso completo de Filosofía (1847) y el libro segundo de la Historia Philosophiae del P. Fernández Cuevas (1858).

En el siguiente decenio, hallamos algunas páginas interesantes de D. Patricio Azcárate en su Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos (1861), pero harto insuficientes; los estudios de Vidart titulados La Filosofía española (1866), los Ensayos críticos sobre filosofía, literatura e instrucción pública, de D. Gumersindo Laverde (1868), compuestos de monografías muy superiores a los precedentes ensayos, y el áureo opúsculo de D. Federico de Castro, Cervantes y la filosofía española, donde no sólo se arriesga a afirmar la realidad de una filosofía nacional, sino a especificar sus vernáculos y peculiares caracteres.

«El hecho más constante de nuestra historia filosófica es sin duda que en ella no nacen ni arraigan, cuando de [VIII] fuera se importan sistemas exclusivos. Séneca en la antigüedad; San Isidoro, Maimónides y Raimundo Lulio en los tiempos medios; Vives, Foxio Morcillo, Servet y aun los mismos místicos y sensualistas, expresan todos síntesis más o menos acabadas y comprensivas. Y cuando tras los dos siglos de sopor, que el despotismo y la intolerancia impusieron al pensamiento ibero, despierta éste en medio de la Europa sensualista, no lo seducen enteramente los maravillosos descubrimientos que en las ciencias naturales había alcanzado aquella doctrina, y de que, por cierto, ningún país estaba más necesitado que el nuestro: sino que, consultando su manera peculiar de ser en esta relación, reproduce Martín Martínez a Doña Oliva (el autor de este párrafo ignoraba, porque aún no se había esclarecido el punto, que Doña Oliva fue un seudónimo de su padre, el Br. Miguel Sabuco), rehácese a Huarte, y con esto se determina la dirección predominantemente escéptica que cuenta por jefes a Martínez y a Piquer; escepticismo que, por lo demás, no consiste sino en apartarse de toda autoridad exclusiva adoptando lo que consideran el mejor de todos los sistemas. De tal modo en nuestra historia filosófica ¡hasta la duda es afirmación, hasta la negación armonía!

Y en otro lugar estampaba estos a modo de interrogativos corolarios: «¿Explicará esto, preguntamos nosotros ahora, la esterilidad relativa de nuestro genio filosófico? ¿Será que nuestro pueblo, como pueblo, esté destinado a no dirigir el pensamiento sino en los períodos sintéticos, tomando en los demás de los otros pueblos sólo lo absolutamente indispensable, para que la reflexión no se apague y la vida racional no se extinga?»

No volvió a renovarse el tema, hasta que Menéndez y Pelayo, con esfuerzo laudabilísimo desde el punto de vista patriótico, interesantísimo por la erudición, aunque poco científico por el apasionamiento, se obstinó en convencer al mundo de la realidad de una ciencia española. No constituyeron los escritos de D. Marcelino armazón sistemática. [IX] Las ideas y datos en ellos contenidos andan dispersos por varias obras y artículos, si bien todos responden a la unidad preconcebida y no ordenada de un pensamiento nacional.

No tropecé con guías ni elementos aportados por la bibliografía hasta la fecha en que llamé a sus puertas. Con posterioridad a mis indagaciones escribió D. Federico de Castro un hermoso discurso inaugural para el Ateneo Hispalense y otro destinado a la apertura del curso universitario, donde, si no se atreve a establecer con la seguridad de antes la existencia de un pensamiento peninsular, sostenía con decisión la realidad de una filosofía andaluza con pronunciado y privativo carácter. Muchos años más tarde, su hijo y sucesor en la cátedra de Filosofía, dio a la estampa un extracto de la Historia de la Filosofía publicada por su progenitor, añadiéndole, a la vez que una más detenida exposición de los recientes sistemas contemporáneos, notas y datos de filósofos españoles, aunque no intentando rebuscar un sello común de nacionalidad hispánica. No sólo con igual carácter, sino desnacionalizándolos para insertarlos en la corriente general de la filosofía europea, el P. Zeferino intercala algunas y apasionadas notas en los tomos III y IV de su no afortunada Historia de la Filosofía.

En suma, notas dispersas, aisladas referencias, golpes de vista parciales, observaciones ingeniosas más o menos sutiles y nobles apasionamientos. Nada reflexivo, sereno, sistemático e imparcial.

Contestando a los adversarios que nos negaban la originalidad, la influencia en la evolución del pensamiento general humano, hasta la capacidad para la especulación, los panegiristas entonaban ditirambos en vez de argumentos, hipérboles en lugar de hechos comprobados y oponían al desdén la energía de la protesta, no la fuerza de la razón.

Con el mejor deseo inscribían en su haber a los profesores oficiales de filosofía, los abreviadores de súmulas, los [X] exegetas, los meros expositores y glosadores, comentaristas y escoliastas, nobles obreros de la vulgarización y no investigadores ni sintetizadores, muy distantes de la categoría de filósofos. En todas partes han existido tales maestros y no en todas partes ha habido una filosofía nacional.

Trataban otros de enaltecer la Mística como planta nativa de España: mas, prescindiendo de si la Mística nacida de la fe y del sentimiento, por su naturaleza refractaría al análisis y a la sistemática reflexión, puede considerarse una filosofía, lo peor consiste en que el misticismo nada tiene de español en su esencia ni en su origen, y aun cuando en nuestros místicos se hallara algo peninsular, habría de considerarse como ese matiz externo que da al cielo en cada lugar el reflejo del agua, de la nieve, del llano o de los montes sobre que despliega su manto, sin que el firmamento, siempre uno, pudiera considerarse distinto en cada región.

Rellenaban otros más perspicaces el vacío con preclaros nombres de teólogos. Melchor Cano, Suárez, Ruiz de Montoya... explotando las analogías entre la Teología y la Metafísica, ya que gravitan ambas sobre el tema fundamental de la Ontología. No observaron o se resistieron a observar la radical diferenciación, el abismo abierto entre ambas disciplinas, pues mientras la segunda analiza, libre de trabas, hasta las raíces de la idea del Ser, la primera arranca de un postulado indiscutible, exaltado por encima de toda investigación personal, previamente impuesto a la inteligencia. Es decir, que el problema ontológico del metafísico deja de ser problema para el teólogo. El dogma sustituye a la tesis.

No puede titularse filósofo escéptico el que duda, ni dogmático el que afirma. Uno y otro serán o un incrédulo o un creyente. Para llamarse dogmático o escéptico en filosofía hay que afirmar o negar, no por espontaneidad de la inteligencia, sino por lógica reflexión, por rígido proceso deductivo, en una palabra, por sistema. [XI]

Aún más penosa impresión de esterilidad me producía la inclusión de poetas, novelistas, preceptistas y oradores. Fernando de Herrera, Mateo Alemán, Cervantes, Luis de León, Luis de Ribera, Quevedo, Gracián... ¡Dios mío! ¿Tan poco, tan casi nada ha producido la reflexión española que hay necesidad de recurrir, de arrebañar en todas las manifestaciones del espíritu para engendrar una apariencia de filosofía? No. Las intuiciones artísticas, por altas y hondas que se estimen; las adivinaciones, por muy cercanas que anden de la verdad; la percepción de relaciones parciales, por agudas o poéticas que luzcan, nada tienen que ver con la labor filosófica, con la reposada investigación, con el escrúpulo del análisis, con la justificación de la síntesis, con la misma intuición genial del filósofo, que no se presenta inesperada y espontánea como la del poeta, sino al término de un proceso lógico, cuando la mente, en pos de lenta y sistemática ascensión, llega a una altura donde inmenso panorama y horizonte se abren a la ya educada retina de sus ojos.

No basta tener talento para creerse filósofo. Claro que en la entraña de todo pensamiento individual o colectivo, sea cual fuere su índole, palpita un germen inconscientemente filosófico, mas la labor filosófica discurre siempre consciente, pudiera llamarse la apoteosis de la conciencia, y los relámpagos mentales no convierten al hombre de talento en filósofo, ni ofrecen segura base para cimentar una filosofía definida nacional.

Resumiendo tantos generosos delirios de grandezas más o menos Justificados, D. Adolfo de Castro exclama triunfalmente: «A pesar de este desdén de algunos sabios hacia España, todavía se lee en los libros escritos de sabios extranjeros el nombre de Raimundo Lulio, como enigma filosófico, deprimido por unos, ensalzado por otros. Ernesto Renán, Luis Figuier, Pablo Antonio Cap, Nourisson y otros muchos hablan de sus escritos. Todavía se escriben libros acerca de Maimónides y de Averroes, como los de Adolfo Frank y de Ernesto Renán, todavía se [XII] publica en lengua italiana la teología moral de Raimundo Sabunde y Sainte Beuve habla de este autor al par de Montaigne; todavía Emilio Saisset escribe de Miguel Servet como filósofo y teólogo; el Padre Bautain publica un libro basado en las doctrinas de Santo Tomás y de nuestro doctor eximio, Francisco Suárez, declarando que su filosofía de las leyes bajo el punto de vista cristiano está tomada de estos dos hombres eminentes».

«Los nombres del Tostado, de Luis Vives, de Melchor Cano, de Eusebio Nieremberg y de Suárez se repiten con elogio por Alzog. El mismo Ernesto Renán trata honoríficamente a Luis Vives. Si Emilio Saisset y Alberto Lemoine al hablar de Descartes no mencionan a Gómez Pereira, Nourrisson sigue proclamando que en la teoría de ser los animales máquinas precedió el filósofo español al francés. Washington Irving y Prescot han encomiado a Fray Bartolomé de las Casas por sus ideas sublimemente humanitarias... Pero ¿a qué seguir enumerando autores? La satisfacción de todo buen español no puede menos de ser cumplidísima al contemplar que aún en el mundo de los sabios se oyen los nombres de nuestros filósofos antiguos.»

A la radiante estrofa del patriotismo respondía el doctor Guardia motejando a los panegiristas de que su carencia de títulos legítimos los impulsase a despojar a otros pueblos de hombres eminentes que hubieran nacido en España si la intolerancia no hubiera obligado a sus padres a emigrar del suelo patrio, cual sucedió con León Hebreo y el gran Baruch Espinosa...; «pero, dice, se necesitaba el nombre de León para inflar la lista de pretendidos platónicos». «Los filósofos no residían en España. El mismo Vives y Fox Morcillo se formaron o filosofaron en el extranjero». «Aquel que distinga la filosofía de la teología, el misticismo, la casuística y la declamación retórica, no se dejará engañar por el fantasma de una filosofía española que no existe y en vano se evocaría de la nada.» (La miseria filosófica de España, Rev. de Phil., 1893.) [XIII]

Coincide con tan adverso fallo el español Ramón y Cajal, estatuyendo en sus Reglas y consejos sobre investigación científica (cap. X) que España es un pueblo intelectualmente atrasado. El mismo Menéndez y Pelayo sembraba en mi alma el desaliento cuando al lado de su optimismo trazaba estas palabras: «España ni antes ni ahora ha tenido ni tiene ciencia desinteresada.» (La ciencia española (1887) t. 1, p. 96, nota.) Cuando la filosofía representa el desinterés absoluto, la conquista de la verdad, virgen purísima, desdeñosa de todo homenaje que lleve distinta intención envuelta, y se esquiva a cuantos la solicitan para ponerla al servicio de estímulos sectarios o egoístas. Como las flores, destinadas a agradar, se creería rebajada con ser útil fuera de la ideal y suprema utilidad.

No obstante, me alentaba mi antiguo y venerado maestro D. Federico de Castro. Según su optimismo, los trabajos de Alemania en la pasada centuria, análisis que se pierde de una parte en el absoluto de Hegel, última evolución del formalismo conceptualista aristotélico, y de otra en el positivismo, nacido del mismo conceptualismo mirado por el lado de la experiencia y la materia, suponen necesariamente un momento, en que, agotadas todas las abstracciones del entendimiento que sólo han podido producir dos fenomenologías, la del sentido y la del entendimiento puro, reinará la razón, se constituirá definitivamente la filosofía, y esta obra sintética no podrá ser reclamada sino por el espíritu latino... Mas, pensaba yo: ¿No existe más espíritu latino que el español? Francia ¿no inició con el cartesianismo todo el movimiento idealista moderno y todo el sensualista que propagó la Enciclopedia?

Schliepacke, uno de los mejores discípulos de Krause, puntualiza más escribiendo: «Es de desear que llegue un día en que, en beneficio de la común cultura, España sea la encargada de llevar la voz del genio latino, que Francia nos ha manifestado durante dos siglos nada más que por cierta predominancia externa y militar». [XIV]

¿Podemos juzgar sinceras estas líneas del escritor tudesco? ¿No serán eco de la lucha, ya declarada, ya sorda, que desde fines del siglo XVIII, preludiada en los días de Klosptock, exacerbada por los Schlegel y los románticos, consagrada urbi et orbi por tres horrorosas guerras, mantiene Alemania con el latinismo representado por Francia? ¿Habla el científico o el patriota? ¿No habrá en sus afirmaciones más odio a Francia que amor a España y a la verdad?

¿Esta fe en el futuro del pensamiento español no tiene más de sueño que de realidad?

El hecho de refugiarse en el porvenir ¿no indica la esterilidad del pasado y del presente?

Al enorgullecernos con esas magnas figuras, Séneca, San Isidoro de Sevilla, Averroes, Tufail, Gabirol, Maimónides, Vives, Fox Morcillo, Pérez y López, Balmes... ¿no nos adularemos demasiado? ¿No pecaremos de narcisismo colectivo?

¿Qué importa? Si el escepticismo supone el suicidio de la inteligencia, el pesimismo, derrota anticipada y convicción de impotencia, acusa el suicidio de la personalidad.

En tal situación de ánimo, anhelando a fuer de patriota alumbrar una filosofía nacional y reprimiendo, a fuer de aprendiz científico, los impulsos sentimentales; comprendiendo que ante la verdad no hay pasión, prejuicio ni estímulo que no deba desaparecer, siquiera al huir se lleve en sus garras lo más intimo, lo más querido de nuestra alma, di en aquellos soles juveniles, engreído con la petulancia y la ilusión de los pocos años, comienzo a mi obra dispuesto a trazar antes que nadie el cuadro histórico de la filosofía española o, si no hallaba sujeto idóneo, a confesarlo con la honradez exigida por la moral científica y presentar los elementos más o menos considerables con que la realidad respondiera a mi ingenua evocación.

Muchos años volaron; lenta y paulatina, mi labor progresaba [XV] en la quietud de los cármenes granadinos, y al trasladar mi residencia, «con sobra de enojos», que decía el poeta, al centro docente de Madrid donde voy dejando los postreros frutos de mi ancianidad, mi empresa se acercaba a su fin y ya me preparaba a darle los últimos toques, cuando trabé amistad con el Sr. Bonilla, amistad que sólo la muerte logró romper y que, por mi parte, ha perdurado más allá de la tumba.

Aprendí entonces que D. Adolfo Bonilla tenia proyectada una Historia de la Filosofía española, prontos para la impresión dos volúmenes, en prensa el primero... Se me había adelantado e inutilizaba sin querer mi ocupación de tanto tiempo. El vacío que pretendió llenar mi presunción estaba colmado por su pericia.

No niego la primera penosa impresión que deprimió mi ánimo, pero tampoco la saludable reacción que confortó mi abatimiento al reflexionar cuánto ganaría la ciencia con tan ventajosa substitución.

Me resigné sin esfuerzo, relegué al olvido mis notas y abandoné para siempre aquella ilusión de la mocedad, noble, aunque sobrado ambiciosa para mis fuerzas.

La muerte arrebató a la cátedra, a la amistad y a la ciencia aquel ilustrado comprofesor en el punto de su apogeo mental, cuando apenas había dado a la prensa los prolegómenos de su obra, la edad antigua y los hebreos. El edificio no se alzó sobre el área trazada. Si realmente existía una filosofía española, su historia continuaba por hacer.

Asaltóme la idea de emprenderla otra vez, aprovechando lo poco publicado por Bonilla, mas pronto me disuadieron dos potísimas razones. Proseguir la admirable labor de mi llorado amigo, se me antojaba profanación, razón subjetiva a que se agregaba otra nacida de la diferencia de criterio. Él, más patriota acaso que filósofo, era un perfecto apologista; yo no pasaba de ser un estudiante.

Resolví, pues, recoger de nuevo mis ideas y mi noción de los hechos y volver, paciente araña de la ciencia, a [XVI] tender los tenues hilos que prendí muchos años antes y que había arrebatado, a mi juicio para siempre, el viento de lo imprevisto.

Ahora bien, al reanudar mi olvidada labor no podía pensar en darle los aires y las dimensiones con que soñé cuando creía la vida casi eterna, ni siquiera las amplias proporciones con que la empezó el Sr. Bonilla.

Transpuesta la frontera de la ancianidad, con más desengaños que días por delante, disminuida mi capacidad de trabajo, se me antoja insigne demencia pensar en obras de larga extensión que, probable, casi seguramente, la muerte dejaría por concluir. Doblando la frente al fallo de la realidad, reduciré mi cuadro hasta donde estime posible, rechazaré lo superfino, renunciaré a pruritos de erudición y procuraré en el límite de mi temor presentar con claridad los hechos, sin descender a pormenores, ateniéndome a la idea fundamental en cada proceso filosófico, tarea de condensación, harto más dura, aunque más breve, que la nuda exposición y detenido análisis; sofocando mi patriotismo hasta donde la pasión no me engañe, facilitando a los que me sigan la metodización de los fenómenos y no sugiriendo prejuicios a la conciencia del lector. Cuando lleguemos, si llegamos, al fin de la penosa jornada, preguntaré otra vez a mi convicción y al público:

¿Han existido filósofos en España?

¿Brindan éstos un carácter común?

¿Podemos proclamar ante el mundo la existencia de una filosofía española?

Con tratarse de conceptos mutuamente complementarios, tan divorciados andan el «sumite materiam vestram» y el manoseado «nosce te ipsum» que nadie podría plantearse el primero sin la previa y casi imposible posesión del segundo. Si se apedrea mi modestia con aforismos clásicos, me abroquelaré en el verso de un gran poeta:

El intentarlo sólo es heroísmo...


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas V-XVI