Origen, ideas e historia de la Institución Libre de Enseñanza
Origen, ideas e historia de la Institución Libre de Enseñanza
Fernando Martín-Sánchez Juliá
Empezó siendo una escuela filosófica, continuó por una secta y ha concluido en una organización eficacísima de protecciones mutuas. Pero escuela, secta u organización, ella ha dirigido la tarea descristianizadora de España desde hace justamente un siglo. Todo ha podido cambiar menos esa su cualidad anticatólica, que se ha manifestado, según las épocas, por francas y escandalosas luchas o en solapadas penetraciones. Unamos a esta enemiga anticatólica el prejuicio de que el pensamiento español estuvo siempre ahogado por la presión religiosa, que no tuvimos verdaderos «siglos de oro» por la intolerancia católica, y así arrastramos como reato un atraso que nos debe avergonzar cuando nos presentamos a los demás pueblos europeos, y tendremos formuladas las dos negaciones constitutivas de la unidad que coligó a los precursores de la Institución, mantuvo unidos a los fundadores, ha dado bases comunes a los directores de la revolución que trajo la República y cierta ligazón a la política de epígonos desaforados, hundidos con el Frente Popular.
Estas dos grandes negaciones son lo único homogéneo entre tantas heterogeneidades de aluvión como en el transcurso de su historia han formado el cuerpo de la Institución Libre. Sólo en los primeros años fue [32] uno el maestro y una la doctrina filosófica de él aprendida. A su muerte se dividieron los discípulos, y, desde entonces (1869), cada cual filosofó como le plugo, manteniéndose, eso sí, en disciplinado acuerdo con los compañeros de secta para todo lo práctico, hasta los tiempos modernos, en que los miembros de la Institución, lejos de tener un origen formativo común, nacieron en muy distintas fuentes; arroyos que venían a buscar el río y afluir al cauce institucionista ya abierto, amplio y caudaloso, donde encontraban ayuda, compañía y corriente que los llevara a desembocar en el ancho mar universitario.
Ni tampoco pretendamos ver diáfanos, con nítidos contornos, los vínculos que enlazaron y unen a los institucionistas entre sí, y las consignas que los guían. Cual en todo lo esotérico y de «iniciación», sería como pretender ver claro arrojando luz sobre la niebla. Algo vislumbraremos; pero jamás se nos revelará entero y neto lo que esconde, lo que oculta en sus grises, confusos, recónditos senos.
En el siglo XIX
El movimiento institucionista tuvo un padre, un profeta, un patriarca –elegid el nombre que os plazca–, que fue don Julián Sanz del Río (1814-1869), y la Institución Libre, su fundador: don Francisco Giner de los Ríos (1839-1915).
Compendio a grandes rasgos de la historia institucionista es el precedente capítulo «Menéndez y Pelayo y la Institución Libre de Enseñanza», escrito por la docta pluma del señor Artigas, el más autorizado representante contemporáneo de la escuela del polígrafo montañés, organizador de su biblioteca, celoso guardián de sus libros, colector de los papeles que el genio dejó [33] desperdigados e investigador de sus valores inéditos{8}.
«Pero la pluma de Menéndez y Pelayo era la de un artista, y a su mágico conjuro se pintaban de sus colores las cosas y las almas de los personajes reencarnaban en sus cuerpos para revivir la historia. De mí sé decir que no hallaría gran dificultad para entresacar..., hasta de los discursos y obras menores, una larga y espléndida serie de retratos vivientes, con el colorido, la expresión y el carácter de los de Velázquez, y esos retratos enseñarían más a nuestros compatriotas, que todos los infolios y disertaciones soporíferas de los eruditos sin alma de artistas», escribía Bonilla San Martín{9}, discípulo predilecto del maestro, arrebatado demasiado pronto a la vida, para desgracia de la ciencia y la universidad españolas. Muchos de esos cuadros fueron trazados retratando figuras y describiendo episodios de la historia del movimiento institucionista. Al escribir ésta, evoquemos aquéllos{10}. [34]
El patriarca de la ideología y los modos que originaron la Institución y han envenenado hasta ahora la enseñanza y las mentes españolas, fue don Julián Sanz del Río, demasiado olvidado para los daños que de él nos han venido. ¿Quién fue este hombre? ¿Cuáles sus ideas? ¿Cuál su obra?{11} [35]
El Hombre
Sanz del Río aflora a la vida pública universitaria en vísperas de la mayoría de edad de Isabel II, con un nombramiento ministerial de catedrático de Filosofía. Va a Alemania, de donde vuelve descreído, y heterodoxo. Durante la «década moderada» se aleja de la Universidad y de Madrid. Retorna cuando el progresismo abre la válvula a todas las libertades, y desde entonces y por quince años (1854-1869) su cátedra congrega a los revolucionarios. Dotado de un diabólico sectarismo proselitista, sus actuaciones universitarias son varias veces temas del Parlamento y cuestiones de Gobierno. Triunfante la revolución de septiembre, le ofreció el Rectorado de Madrid, que no quiso aceptar. Pocas veces la fórmula administrativa hubiera reflejado mejor la realidad: ¡Sanz del Río, rector universitario de la revolución! Murió a los pocos meses, no viejo, de cincuenta y cinco años, cuando ya se presentían los tumultos de los «cantonales» –¡la Patria en astillas– y se vislumbraban los incendios de parroquias y conventos, ¡la Iglesia en pira!
Como tantos otros enemigos de la Iglesia, Sanz del Río debía a ésta su educación. Huérfano a los diez años{12}, un hermano de su madre, canónigo de [36] Córdoba, le tomó a su cargo; estudió en el Seminario de la ciudad de los Califas y en otros centros católicos{13}, hasta que en 1837 vino a la Universidad de Madrid; convivió con una tertulia de progresistas, entre los que debió conocer las ideas de Krause{14}, de las que luego había de ser hierofante y apóstol funesto en España.
Apenas licenciado en Derecho, entra en el profesorado como auxiliar de esa Facultad, y a los tres años, un ministro, don Pedro Gómez de la Serna, al reorganizar los estudios de Filosofía y Letras, le nombra catedrático de Historia de la Filosofía. Aquí empieza, o por lo menos se consolida y hace pública, la desviación ideológica de Sanz del Río. Oigamos cómo la refiere Menéndez y Pelayo:
«Allá por los años 1843 llegó a oídos de nuestros gobernantes un vago y misterioso rumor de que en Alemania existían ciencias arcanas y no accesibles a los profanos, que convenía traer a España para remediar en algo nuestra penuria intelectual y ponernos de un sayo al nivel de nuestra maestra Francia, de donde salía todos los años Víctor Cousin a hacer en Berlín su acopio de sistemas, para el consumo de todo el año académico. Y como se tratase entonces del arreglo de nuestra enseñanza superior, pareció acertada providencia a don Pedro Gómez de la Serna, ministro de la Gobernación en aquellos días, enviar a Alemania a estudiar directamente y en sus fuentes aquella filosofía a un buen señor castellano, natural de [37] Torrearévalo, pueblo de la provincia de Soria, antiguo colegial del Sacro Monte de Granada, donde había dejado fama por su piedad y misticismo, y algo también por sus rarezas; hombre que pasaba por aficionado a los estudios especulativos y por nada sospechoso en materias de religión.»{15}
Sanz del Río lió sus bártulos y emprendió su viaje: París, Bruselas, Heidelberg... ¿Cómo fue reaccionando su espíritu ante las doctrinas que las Universidades extranjeras ofrecían a su estudio investigador o, simplemente, a sus examen curioso? ¿Cuál era el talento del hombre exportado por España para traerle las novedades filosóficas que la europeizaron? De mano maestra los analiza y con juicio severo los juzga el autor de los Heterodoxos, cuya opinión, por dura que parezca, ha sido confirmada, en otras palabras menos cáusticas, por comentadores más afines que adversarios de las tendencias de Sanz del Río, como veremos luego.
«Sanz del Río poseía, antes de su viaje, ciertas nociones de alemán que luego perfeccionó, hasta ponerse en situación de entender los libros y entenderse con las gentes. La visita que hizo en París a Víctor Cousin no le dejó satisfecho; su ciencia le parecía de embrollo y de pura apariencia.» Cousin «será siempre en la historia de la Filosofía un personaje de mucha más importancia que Krause y su servilísimo intérprete, Sanz del Río, y que todos los krausistas belgas y alemanes juntos, porque sabía más que ellos, y entendía [38] mejor lo que sabía, y lo exponía además divinamente y no en términos bárbaros y abstrusos. Enhorabuena que Aristóteles o Santo Tomás, o Suárez, o Leibniz, o Hegel, pudieran calificar de ligera y de filosofía para uso de las damas a la de Víctor Cousin; pero que venga a decirlo espíritu tan entenebrecido como el de Sanz del Río, cuyo ponderado método se reduce a haber encerrado sus potencias mentales en un carril estrechísimo, trazado de antemano por otro, cuyas huellas va repitiendo con adoración supersticiosa, es petulancia increíble. Pero ya se ve, a ojos como los de Sanz del Río, que sólo aciertan a vivir entre telarañas, todo lo que sea luz y aire ha de serles forzosamente antipático.
Así que nada oyó en la Sorbona que le agradase, y para encontrar filósofos de su estofa, y aun no tan enmarañados, pero sí tan sectarios como él, tuvo que ir a Bruselas y ponerse en comunicación con Tiberghien y con Ahrens, que le dio a conocer a Krause y le aconsejó que sin demora se aplicase a su estudio, dejando a un lado todos los demás trampantojos de hegelianismo y cultura alemana, puesto que en Krause lo encontraría todo, realzado y transfigurado por modo eminente. Mucho se holgó Sanz del Río del consejo, sobre todo porque le libraba de mil estudios enojosos y del quebradero de cabeza de formar idea propia de las cosas y de juzgar con juicio autónomo las múltiples y riquísimas manifestaciones del genio alemán. ¡Cuánto mejor encajarse en la cabeza un sistema hecho, y traerle a España con todas sus piezas!
El espíritu de Sanz del Río no sabía caminar un paso sin andadores. Instalado ya en la Universidad de Heidelberg, cayó bajo el poder de Leonhardi y de Roeder, que acabaron de krausistizarle y de taparle los oídos [39] con espesísima cera para que no oyese los cantos de otras sirenas filosóficas...»{16}
Acaso Sanz del Río y Krause eran espíritus gemelos, y por eso el discípulo español se sienta satisfecho a plenitud con las ideas y las prácticas del maestro, muerto un decenio antes. Krause es el filósofo masónico, esotérico, «armónico». Sanz del Río era «hombre de ninguna libertad de espíritu y de entendimiento estrecho y confuso, en quien cabían muy pocas ideas, adhiriéndose estas pocas con tenacidad de clavos. Sólo a un hombre de madera de sectario, nacido para el iluminismo misterioso y fanático, para la iniciación a sombra de tejado y para las fórmulas taumatúrgicas de exorcismo, podía ocurrírsele cerrar los ojos a toda la prodigiosa variedad de la cultura alemana, y, puesto a elegir errores, prescindir de la poética teosofía de Schelling y del portentoso edificio dialéctico de Hegel, e ir a prendarse del primer sofista oscuro, con cuyos discípulos le hizo tropezar su mala suerte. Pocos saben que en España hemos sido krausistas por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza intelectual de Sanz del Río.»{17}
Pronto apuntan en Sanz del Río las dos negaciones que han regido la prehistoria y la historia de la Institución Libre de Enseñanza: el desprecio a los españoles por atrasados y la irreligión, también porque la fe ha sido superada. Veamos el fondo común de estas dos negaciones en la soberbia, cualidad característica de los institucionistas{18}. Las frases con que Sanz [40] del Río las expresa en sus cartas son propias de cualquier joven pedantillo, de los que ha pensionado no pocos la Junta para Ampliación de Estudios. Seguramente que en las cartas que escribían a sus profesores y aun a las mismas oficinas de la Junta, se encontrarán no pocas frases que parezcan copiadas de las del patriarca y padre de la secta. Leámosle: «Sanz del Río temía cándidamente que «esta doctrina fuese demasiado buena o demasiado elevada para los españoles»; pero, con todo, estaba resuelto a propagarla, porque «puede acomodarse a los diferentes grados de cultura del espíritu humano». Ya para entonces había dado al traste con sus creencias católicas. «¿Cree usted sinceramente (escribía a Revilla) que la ciencia, como conocimiento consciente y reflexivo de la verdad, no ha adelantado bastante en dieciocho siglos sobre la fe, como creencia sin reflexión, para que en adelante, en los siglos venideros, haya perdido ésta la fuerza con que ha dirigido hasta hoy la vida humana?»{19}
Regresó de Alemania en 1845. Sus protectores ministeriales le designaron catedrático de Ampliación de Filosofía, que, según sus biógrafos, no aceptó por no juzgarse capacitado para explicarla. No dice tanto Menéndez y Pelayo, como ahora veremos. Mas fuera como fuese, lo cierto es que Sanz del Río no ocupó la Cátedra, se retiró a Illescas, fue otra vez a Alemania y retornó a la villa toledana sin reintegrarse a la Universidad hasta 1854, en favorable coyuntura política. De su voluntario exilio algo, y no sin gracia, nos cuenta don Marcelino: «Sanz del Río hizo dos visitas a Alemania: [41] una en 1844, otra en 1847. En el intervalo de la una y de la otra residió en Illescas, pueblo de su mujer{20}, haciendo tales extravagancias que las gentes le tenían por loco. Y realmente da algo que sospechar del estado de su cabeza en aquella fecha una carta enormísima y más tenebrosa que las Soledades de Góngora, que en 19 de marzo de 1847 dirigió a su mecenas, don José de la Revilla. Allí se habla o parece hablarse de todo, especialmente de educación científica; pero lo único que resulta bastante claro es que el autor pide, en términos revesados y de conjuro, aumento de subvención y de sueldo. Véase con qué donaire escribía Sanz del Río sus cartas familiares: «Ahora, pues, el proseguimiento de este propósito, con la resolución de que hablo a usted, ocúrreseme de suyo considerar lo que me resta de personalidad exterior, digámoslo así, en el sentido del objeto propuesto y de mis relaciones con el Gobierno bajo el mismo respecta..., cuanto más en el caso presente, el todo que en ella se versa trae su principio y conexión directa del Gobierno... En conformidad de esto, he debido yo preguntarme: ¿en qué posición me encuentro ahora con el Gobierno, y cómo obraré en correspondencia con ella... en la condicionalidad y ocasión presente?... ¿Cómo y por qué género de medios conviene que sea cumplido a lo exterior el objeto de mi encargo? Y como parte contenida en este genérico, ¿qué fin inmediato, aun bajo el mismo respecto de aplicación exterior, llevo yo propuesto en la resolución para viajar?»{21}. [42]
«Yo no sé si don José de la Revilla llegó a entender ni aun leer entera esta carta (que en la impresión tiene cuarenta y tantas páginas de letra menudísima, todas ellas tan amenas como el trozo que va copiado); pero es lo cierto que a él y a los demás oficinistas les pareció un monstruo y un genio el hombre que tan oscuramente sabía escribir a sus amigos, hasta para cosa tan trivial como pedir dinero. Así es que determinaron crear para él una cátedra de «Ampliación de Filosofía y su Historia», en el Doctorado de la Facultad de Letras, cátedra que Sanz del Río rechazó al principio, con razones tan profundas que el ministro y los oficiales hubieron de quedarse a media miel, dejándole al fin en libertad de aceptar la cátedra cuando y como quisiera...»{22}.
Hasta 1854 no pidió Sanz del Río su reincorporación a la Universidad, que obtuvo, siendo nombrado catedrático de Historia de la Filosofía. Comienzan los tiempos de oro de Sanz del Río. Corrían vientos muy liberales, que acababan de derribar a gobiernos moderados, caídos entre el estrépito y el descrédito de supuestas o reales inmoralidades administrativas –la Historia se parece– perpetradas en las concesiones de ferrocarriles que entonces se empezaban a construir en España. El torbellino reunió en Vicálvaro las tropas sublevadas al mando de O’Donnell y esparció por [43] España el «manifiesto de Manzanares» que la mano joven de Cánovas del Castillo redactara. Espartero volvió a ser árbitro de la situación y la Reina María Cristina salió por segunda vez de España. Los progresistas gobernaron y las Cortes discutieron modificaciones a la quinta de las Constituciones de las siete que en el siglo XIX tuvo España, resultando la modificada en 1854, más radical que todas sus predecesoras.
La cátedra de Sanz del Río empezó a ser un foco de convergencia e irradiación de todos los sectarismos ideológicos, con evidentes e inmediatas consecuencias políticas, señaladas hasta por la presencia personal de pernajes a las explicaciones del profesor krausista{23}. Fueron quince años de incubación revolucionaria (1854-1869), salpicados de incidentes, en alguno de los cuales, la noche de San Daniel, se derramó sangre moza de estudiantes; período coronado por el triunfo de la revolución de septiembre y concluido, por lo que a la persona de Sanz del Río toca, con su muerte, ocurrida en 1869, ya bajo el Gobierno provisional y en vísperas de la primera República española, que había de presidir fugazmente uno de sus dilectos corifeos y discípulos: Salmerón. «Nadie ignora que en tantos años como Sanz del Río desempeñó la cátedra de Historia de la Filosofía, ni por casualidad tocaba tal historia: bastábale enseñar lo que él llamaba «el sistema», es decir, el suyo, el de Krause, la verdad, lo uno. Lo que habían penado los demás, ¿qué importaba?»{24}. [44]
Carecía de talento para concebir nuevos sistemas, pero estaba dotado de un afán proselitista y de poder sugestivo extraordinario, que explican la fecundidad de su obra, más eficaz fuera de la cátedra y en torno de ella que en sus lecciones universitarias, como pronto veremos.
El discurso de inauguración del curso universitario de 1857 a 1858, hecho con «estilo mejor del que acostumbraba y aun con cierta varonil y austera elocuencia», pero tan hipócrita y «capciosamente preparado, rebosando de misticismo y ternezas patriarcales donde venía a anunciarse a las almas pecadoras una nueva era, en que el cuidado de ellas correría a cargo de la filosofía, sucesora de la Religión en tales funciones, que deslumbró a muchos incautos, y a Orti Lara, que descubrió el veneno, le costó –tolerancia krausista– una represión del Consejo Universitario{25}, y la publicación del Ideal de la humanidad para la vida, de Krause, traducido y aplicado a España por Sanz del Río (1860), catecismo krausista, «bandera de la juventud democrática española», pues contenía doctrinas y consejos políticos muy radicales, libro que Roma puso en su Índice,
acrecieron los clamores contra las enseñanzas de Sanz del Río. Ortí y Lara proseguía bizarramente la campaña iniciada en 1858; y después de haber aprendido muy de veras el alemán y leído por sí mismo todas las obras de Krause, había dado la voz de alerta en un folleto y en la serie de lecturas que celebró en La Armonía (1864-1865). Secundóle Navarro Villoslada, en El Pensamiento Español, con la famosa serie de los «Textos vivos». Aun en el Ateneo, donde comenzaba a dar el tono la dorada juventud krausista, lanzaron Moreno Nieto y otros sobre el sistema la nota de panteísta. Sanz del Río acudió a [45] defenderse de la manera más solapada y cautelosa, por medio de testaferros y de personajes fabulosos, a quienes atribuía sus «Cartas vindicatorias».
Muchas protestas de religiosidad, muchas citas de historiadores de la filosofa, mucha indignación porque le llamaban panteísta. ¿Qué más? Cuando vio a punto de perderse su cátedra, cuando iban a desaparecer sus libros de la lista de los de texto, el Sócrates moderno, el mártir de la ciencia, el integérrimo y austerísimo varón, importunó con ruegos y cartas autografiadas a cuantos podían ayudarle en algo y se declaró «fiel cristiano..., sin reservas ni limitaciones mentales ni interpretaciones casuísticas». ¡Y luego que nos hablen de persecuciones! Si Sanz del Río entendía por «fiel cristiano» otra cosa de lo que entendemos en España, era un hipócrita que quería abroquelarse y salvar astutamente su responsabilidad con el doble sentido de las palabras. Y si se declaraba católico sin serlo, como de cierto no lo era muchos años hacía, digan sus discípulos si éste es temple de alma de filósofo ni de mártir. Naturaleza tortuosa, jamás arrostraba el peligro. Su misma oscuridad de expresión dejábale siempre rodeos y marañas para defenderse.»{26}
«El clamor continuo de la Prensa católica hizo, al fin, abrir los ojos al Gobierno, y tratar de investigar y reprimir lo que en la Universidad pasaba. A principios de abril de 1865 se formó expediente a Sanz del Río, y casi al mismo tiempo a Castelar por las doctrinas revolucionarias que vertía en La Democracia y por el célebre artículo «El Rasgo»{27}. El Rector don Juan Manuel Montalbán se negó a proceder contra sus [46] compañeros y de resultas fue separado: los estudiantes, movidos por la oculta mano de los clubs demagógicos más que por impulso propio, le obsequiaron con la famosa serenata de la noche de San Daniel (10 de abril), que acabó a tiros y no sin alguna efusión de sangre.»{28}.
«Separados de sus cátedras Castelar y Sanz del Río, el nuevo Rector, marqués de Zafra, sometió a cierta especie de interrogatorio a don Fernando de Castro y a los demás profesores tenidos por sospechosos y que no habían firmado la famosa exposición de fidelidad al Trono, comúnmente llamada de «vidas y haciendas». Preguntado Castro si era católico, no quiso responder a las derechas, sino darse fácil aureola de mártir, y fue separado, lo mismo que los otros, en 22 de enero de 1867. Siguiéronle Salmerón, Giner y otros profesores auxiliares»{29}.
Es añeja la costumbre de buscar protestas extranjeras cuando se toman medidas contra los sectarios del krausismo y de la Institución Libre en España. En esta ocasión, los profesores de la Universidad de Heidelberg formularon un escrito de protesta, y el Congreso de Filosofía reunido en Praga publicó otra.
Pocos meses más tarde se sublevaba la Marina en Cádiz. El levantamiento se extendió, y el ejército leal era vencido el 28 de septiembre de 1868 en el puente de Alcolea. A los estridentes sones del himno de Riego [47] cantaba la turba: «Viva Prim, Serrano, Topete –y Espartero, libre campeón– y que el pueblo y el ejército unidos –repitamos: ¡maldito, Borbón!» La Reina, que estaba en San Sebastián, atravesó el día 30 la frontera de Irún, para no volver nunca. Se constituyen por doquier juntas revolucionarias y, pretendiendo regirlas a todas, un Gobierno provisional. La «Gloriosa», preparada por demócratas y republicanos, de la que eran verbos universitarios Sanz del Río y sus discípulos, había triunfado.
Uno de los primeros actos de la junta Revolucionaria de Madrid fue volver a sus cátedras a los profesores destituidos. Se ofreció la Rectoral a Sanz del Río, pero modestamente la rehusó, contentándose con el Decanato de Filosofía y Letras. Sanz del Río, al declinar la oferta del Rectorado; invocando como causa «una enfermedad nerviosa del estómago», dice a don Joaquín de Aguirre que, no obstante, se consagrará a la enseñanza con todas las fuerzas que le quedan, creyendo prestar así un verdadero servicio a la revolución, que debe traer un nuevo sol a nuestro país, hasta hoy tan desgraciado. Un año después murió «en paz con todos los cultos», es decir, a espaldas de la Iglesia, dejando un testamento estrafalario, a tenor del cual se le enterró civilmente, con desusado alarde y pompa anticatólica que suscitó protesta en la misma Universidad{30}.
Moreno Espinosa hizo un catálogo de «santos laicos» y colocó la fiesta de Sanz del Río el 12 de octubre, día en que murió.
Este fue el hombre. ¡Dios le haya perdonado! [48]
Sus ideas
Ya está dicho que Sanz del Río fue krausista e importador del krausismo en España. No nos trajo mi nada grande ni nada nuevo. Hasta en la elección de heterodoxia fue malaventurado el funesto catedrático. Porque en el mismo mal, si es gigantesco, existe no sé qué de diabólica majestad que atrae, subyuga o asusta. No así en Krause, «pensador de tercero o de cuarto orden, a quien casi nadie concede en Alemania la importancia, no ya de Kant, de Schelling, de Hegel o de Schopenhauer, sino ni siquiera la de Herbart, Lotze, Tremdelemburg y Hartmann. Pero en España, por una calamidad nacional, nunca bastante llorada, hemos sufrido durante más de veinte años la dominación del tal Krause, ejercida con un rigor y una tiranía de que no pueden tener idea los extraños; dirección funesta que tanto contribuyó a incomunicarnos con Europa, y que de todo el riquísimo desarrollo del pensamiento alemán en nuestro siglo, sólo dejó llegar a nosotros la hueca, aparatosa y fantasmagórica teosofía de uno de los más medianos discípulos de Schelling, la ciencia verbal e infecunda que se decora con el pomposo nombre de racionalismo armónico.»{31}
Así, nada nuevo nos trajo Sanz del Río, que al fin y al cabo, en las novedades rápidamente captadas son de admirar la presteza de la información y la agilidad mental para asimilarlas y difundirlas. Krause había muerto doce años antes del viaje de Sanz del Río a Alemania; su sistema era la obra de un mediocre en la Patria y los tiempos de Kant y Hegel. «Ya nadie en [49] Europa, a no ser los externos de algún manicomio, puede tomar por cosa grave y digna de estudio una doctrina que tiene la candidez de prometer a sus afiliados que verán, cara a cara, en esta vida, «el ser de toda realidad, por virtud de su propia evidencia». Es mala vergüenza para España que cuando ya todo el mundo culto, sin distinción de impíos y creyentes, se mofaba con homérica risa de tales visiones, dignas de la cueva de Montesinos, una horda de sectarios fanáticos, a quienes sólo daba fuerza el barbarismo (en parte calculado, en parte espontáneo) de su lenguaje, hayan conseguido atrofiar el entendimiento de una generación entera, cargarla de serviles ligaduras, incomunicarla con el resto del mundo y derramar sobre nuestras cátedras una tiniebla más espesa que la de los campos Cimmerios. Bien puede decirse de los krausistas lo que de los averroístas dijo Luis Vives: «Llenó Dios el mundo de luz, de flores y de hermosura, y estos bárbaros le han llenado de cruces y de potros, para descoyuntar el entendimiento humano»{32}.
Y esto lo escribía Menéndez y Pelayo en 1882. Como en su polémica con Gavica había dicho, en un despectivo rasgo de pluma: «¿Qué suerte corre el krausismo? Está hoy más tronado que compañía de la legua...»{33}.
Pero si la doctrina es vieja y mala, ¿no sería el estilo de sus expositores lo que hiciera olvidar lo errado y herrumbroso del fondo? ¡Ah, no! Aún era peor el estilo que las ideas en los krausistas.
«No consiste, no, la originalidad extravagante de [50] Sanz del Río en la invención de una docena de neologismos más o menos estridentes y desgarradores del tímpano. Lo más bárbaro, lo más anárquico, lo más desapacible, tal en suma, que parece castellano de morería, lengua franca de arraeces argelinos o de piratas malayos, es la construcción. ¡Qué amontonamiento de preposiciones! Yo creo que cuando Sanz del Río encontraba en alemán alguna partícula que tuviera varios sentidos, los encajaba todos, uno tras otros, para no equivocarse. ¡Qué incisos, qué paréntesis! ¡Qué régimen de verbos! ¡Y qué tautología y qué repeticiones eternas! Así no ha escrito nadie, a no ser los alquimistas, cuando explicaban el secreto de la piedra filosofal, de la panacea o del elixir de larga vida. ¿Por dónde ha de ser ése el lenguaje de la filosofía»{34}. «No he visto escrito filosófico de krausistas españoles que no sea una pedrada al sentido común y a la lengua.»{35}
Y resumiendo su desprecio por el fondo y la forma, exclamaba conmiserativo: «El que no sienta la profunda ridiculez de todo esto, y crea que tales libros pertenecen a la Ciencia, bastante castigado está con ser krausista y tener que vivir a perpetuidad entre semejante literatura.»{36}
Don Ramón de Campoamor, el eximio poeta, que también tuvo sus aspectos filosóficos, criticó, en términos aún más duros que Menéndez y Pelayo, el estilo incomprensible de Sanz del Río y sus secuaces. Campoamor llamaba a los krausistas en sus polémicas «los Caballeros de la Lenteja», porque esta leguminosa era en la filosofía de Sanz del Río representación de la Humanidad, en un símil ciertamente bien prosaico e impropio. [51]
Don Juan Valera, «mi dulce Valera», como diría Menéndez y Pelayo, hace alarde de su fino ingenio al criticar la «analítica» de Sanz del Río, en un trozo de su famosa novela Pepita Jiménez.
No dejemos pasar inadvertidos los criterios y modos masónicos de Krause, tan bien copiados por sus secuaces españoles:
«La flaqueza intelectual de Krause se revela en mil pormenores; verbigracia, en la importancia que concede al charlatanismo de los ritos francmasónicos, esperando de ellos nada menos que la redención de la Humanidad, o en sus delirios sobre las humanidades planetarias, y el progresivo desarrollo de los espíritus, con otros detalles, o fantásticos o grotescos, más propios de un iluminado vulgar que de un espíritu científico contemporáneo de Hegel{37}.
«Krause no rechaza ni siquiera a los místicos; al contrario, él es un teósofo, un iluminado ternísimo, humanitario y sentimental, a quien los filósofos trascendentales de raza miraron siempre con cierta desdeñosa superioridad, considerándole como filósofo de logias, como propagandista francmasónico, como metafísico de institutrices, en suma, como un charlatán de la alta ciencia, que la humillaba a fines inmediatos y no teoréticos»{38}.
Acaso Menéndez y Pelayo no tenía el dato seguro de que Krause había pertenecido a la masonería. Pero fue así: Krause entró en la masonería en 1806, y después ésta le separó de sus filas.
Croce ha hecho justicia a la opinión de Menéndez y Pelayo sobre el krausismo, tratándole aún con mayor desdén y dureza. «Con fastidio –dice–, casi con disgusto, se pasa de la ciencia que ilumina el [52] entendimiento a algo que oscila entre el charlatanismo y la fantasmagoría, entre la borrachera de palabras y fórmulas vacías y el deseo de despistar a los demás.» Y el generoso aliento español del sabio cántabro envidiaba mejores pero ya imposibles fortunas a nuestra Patria. «¡Qué distinta hubiera sido nuestra suerte si el primer explorador intelectual de Alemania, el primer viajero filósofo que nos trajo noticias directas de las Universidades del Rin hubiese sido don Jaime Balmes, y no don Julián Sanz del Río! Con el primero hubiéramos tenido una moderna escuela de filosofía española, en la que el genio nacional, enriquecido con todo lo bueno y sano de otras partes, y trabajando con originalidad sobre su propio fondo se hubiese incorporado en la corriente europea para volver a elaborar, como en mejores días, algo sustantivo y humano. Con el segundo caímos bajo el yugo de una secta lóbrega y estéril, servilmente adicta a la palabra de un solo maestro, tan famoso entre nosotros como olvidado en su patria.»{39}
La obra
Secta lóbrega, sí; pero estéril, no. Para la ciencia lo fue desde luego, mas para la práctica ha sido perdurable y prolífica. Pocas veces, quizá ninguna, el mal ha sido tan fecundo en la Historia de España. «Porque mucho erraría quien considerase a los krausistas como una taifa de soñadores inofensivos. Todo lo que soñaron, lo han querido llevar a la práctica en la vida. Persuadidos de que el krausismo no es sólo un sistema filosófico, sino una religión y una norma de proceder [53] social, y un programa de gobierno, no hay absurdo que no hayan querido reducir a leyes cuando han sido diputados o ministros. El catecismo de la moral práctica de los krausistas es el Ideal de la humanidad para la vida{40}, que con introducción y escolios de su cosecha, divulgó Sanz del Río en 1860. Las instituciones hoy existentes en la sociedad no llenan, ni con mucho, según Krause y su expositor, el destino total de la humanidad. De aquí un plan de reforma radical de todas ellas: desde la familia hasta el Estado, desde la Religión hasta la Ciencia y el Arte. Lo más curioso del libro son los «Mandamientos de la humanidad», ridícula parodia de los de la Ley de Dios. Forman dos series: una positiva y otra negativa. La primera de doce y la segunda de veintitrés. No es cosa de transcribirlos todos; para muestra basta el número 4: «Debes vivir y obrar como un Todo humano, con entero sentido, facultades y fuerzas en todas tus relaciones»{41}.
Pseudo-religión o sustitutivo de la Religión; una norma moral y un programa de gobierno; he aquí la triple raíz de la fuerza proselitista y expansiva del krausismo y de su hija y legítima heredera la Institución Libre de Enseñanza. A todo lo cual se añadió desde el principio y se ha ido acentuando a medida que los demás resortes de unidad se perdían, el interés común. Cuando en los días contemporáneos los institucionistas no tenían ya unidad de doctrina, ni comunidad de procedencia, ni identidad de formación, ni siquiera el prestigio del anciano presidente indiscutido, sumo sacerdote cuyas palabras se escuchaban como oráculos y cuyo nombre, don Francisco, se pronunciaba con [54] veneración, la recluta se hacía y las afiliaciones se perpetuaban dando todo su valor a la sagacísima frase del autor de Los intereses creados «Para crear afectos, conviene empezar creando intereses». Desde su origen, Sanz del Río y sus discípulos lo entendieron así.
«Porque los krausistas han sido más que una escuela, han sido una logia, una sociedad de socorros mutuos, una tribu, un círculo de «alumbrados», una fratría, lo que la pragmática de Don Juan II llama «cofradía y monipodio», algo, en suma, tenebroso y repugnante a toda alma independiente y aborrecedora de trampantojos. Se ayudaban y se protegían unos a otros; cuando mandaban, se repartían las cátedras, como botín conquistado; todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su aspecto exterior, aunque no se pareciesen antes, porque el krausismo es cosa que imprime carácter y modifica hasta las fisonomías, asimilándolas al perfil de don Julián o don Nicolás. Todos eran tétricos, cejijuntos, sombríos; todos respondían por fórmulas, hasta en las insulseces de la vida práctica y diaria; siempre en su papel; siempre «sabios», siempre absortos en la «vista real» de lo absoluto. Sólo así podían hacerse merecedores de que el hierofante les confiase el tirso en la sagrada iniciación arcana.
Todo esto, si se lee fuera de España, parecerá increíble. Sólo aquí, donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos. En otras partes, en Alemania pongo por caso, nadie toma el oficio de metafísico en todos los momentos y ocupaciones de la vida; trata de metafísica a sus horas, profesa opiniones más o menos nuevas y extravagantes; pero en todo lo demás es un hombre muy sensato y muy tolerable. En España, no; el filósofo tiene que ser un ente raro, que se presente a las absortas multitudes con aquel aparato de clámide purpúrea [55] y chinelas argénteas con que deslumbraba Empédocles a los siracusanos.
Y, ante todo, debe olvidar la lengua de su país, y todas las demás lenguas, y hablar otra peregrina y estrafalaria, en que sea bárbaro todo, las palabras, el estilo, la construcción. Peor que Sanz del Río no cabe en lo humano escribir. El mismo Salmerón le iguala, pero no le supera»{42}.
Alguien creerá irónicamente exagerado el retrato del krausista pintado por Menéndez y Pelayo. Se equivoca. Busque en la biblioteca de sus padres colecciones de revistas o periódicos de aquella época, pídalos en una hemeroteca bien surtida, y verá en ellos no pocas historietas y caricaturas, versos y chirigotas ridiculizando a los filósofos endosados con su Krause{43}. El pueblo sólo se ríe de lo que sabe existe, de aquello que en algún modo conoce, de lo que por algo es «popular». No cabe duda; las exageraciones krausistas eran entonces populares.
Hasta Leopoldo Alas (Clarín), en sus Páginas escogidas, a pesar de ser krausista, critica la amanerada uniformidad de los sectarios de dicha escuela en presentación y modales exteriores, y la vanidad de grupo que les hace creer que ellos poseen toda la verdad y nada más que la verdad{44}.
Pero el krausismo, entre bromas y veras, prosiguió su obra. «Sanz del Río nunca se limitó a la propaganda de la cátedra que, dadas las condiciones del profesor, hubiera sido de ningún efecto. La verdadera enseñanza, la «esotérica», la daba en su casa. Ya con modos solemnes, ya con palabras de miel, ya con el prestigio del misterio, tan poderoso en ánimos juveniles, ya con la tradicional promesa de la serpiente: «Seréis sabedores del bien y del mal», iba catequizando, uno a uno, a los estudiantes más despiertos, y los juntaba por la noche en conciliábulo pitagórico, que llamaban «Círculo filosófico». Poseía especial y diabólico arte para fascinarlos y atraerlos»{45}.
Este círculo filosófico es el antecedente más inmediato y el núcleo generador de la Institución Libre de Enseñanza, que unos diez años después de la muerte del padre y maestro se constituiría con tal nombre, por una causa ocasional casi fortuita, al revuelo de un incidente universitario.
Compañeros y discípulos
Uno de los compañeros de Sanz del Río, en cuya apostasía tuvo éste su parte, fue don Fernando de Castro, ex fraile gilito y ex predicador de Su Majestad. Triste y hasta repulsivo es hurgar en la vida de un cura renegado, pero necesario es –apliquemos palabras [57] del polígrafo cántabro dedicadas a otro respecto del krausismo– para mostrar claro y al descubierto «el fétido esqueleto con cuyas estériles caricias se ha estado convidando y entonteciendo por tantos años la juventud española», y también muy conveniente para invitar a la humildad a los Aristarcos y engreídos Catones de la secta institucionista, que quien tales patriarcas tuvo no puede pavonearse de estirpe consecuente y austera.
Tres sacerdotes que abandonaron la Iglesia, fueron de los primeros seguidores de esa secta, madre de la Institución Libre de Enseñanza. Sus nombres, de oscura memoria, son, además de Castro, los de Tapia y Barnés, apellido este último popularizado durante los tiempos de la funesta República.
«Lo que pervirtió a don Fernando de Castro fue su orgullo y pretensiones frustradas de obispar, su escaso saber teológico, junto con medianísimo entendimiento, la lectura vaga e irracional de libros perversos, la amistad con Sanz del Río y los demás espíritus fuertes de la Central, y, finalmente, los viajes que hizo a Alemania, corroborando sus doctrinas con el trato de Roeder y otros. De las demás causas no hay para qué hablar, puesto que él se guardó el secreto en su conciencia. Él niega que la licencia de costumbres influyese en su vida, y yo no tengo interés en sostener lo contrario. A su muerte se escribió y creyó por muchos que don Fernando de Castro estaba casado (sic), pero sus testamentarios lo desmintieron, y a tal declaración debemos atenernos. Por otra parte, tratándose de un cura renegado, poco importaba que fuera más o menos áspero el sendero que eligió para bajar a los infiernos»{46}.
Los discípulos formados por Sanz del Río [58] empezaron a salir del «Círculo filosófico». Veamos cómo, quiénes y con qué actividades.
«De la primera generación educada por Sanz del Río (Canalejas{47}, Castelar, etcétera) pocos permanecieron después en el krausismo. Este sacó su nervio de la segunda generación u hornada, a la cual pertenecen Salmerón, Giner, Federico de Castro, etcétera.
El representante de los krausistas intransigentes y puros ha sido Salmerón, pero mucho más en la enseñanza y en la vida política que en los libros.
Castelar se educó en el krausismo; pero propiamente hablando no se puede decir de él que fuera krausista en tiempo alguno, ni ellos le han tenido por tal. Castelar nunca ha sido metafísico ni hombre de escuela, sino retórico afluyente y brillantísimo, poeta en prosa, lírico desenfrenado, de un lujo tropical y exuberante, idólatra del color y del número, gran forjador de períodos que tienen ritmo de estrofas, gran cazador de metáforas, inagotable en la enumeración, siervo de la imagen, que acaba por ahogar entre sus anillos a la idea; orador que hubiera escandalizado al austerísimo Demóstenes{48}.
Después de evocar la triste figura de Fernando de Castro, al tétrico Salmerón y al ciertamente más simpático Castelar, aludamos a Azcárate, cuya vida e influencia sobre la sociedad española ha alcanzado hasta [59] nuestros días. Dios, que del mal saca bienes, sacó la vibrante Ciencia española, de Menéndez y Pelayo, de una indignada refutación a frases negadoras de la grandeza del pensamiento hispano que el profesor krausista, fiel a los prejuicios de la secta, escribió. Ya había cruzado con él sus armas don Marcelino cuando le incluía en sus Heterodoxos entre los envenenadores de la enseñanza.
No cabe olvidar a don Eusebio Ruiz Chamorro, catedrático del Instituto Madrileño, el del Noviciado. En su libro, escrito para niños de un país católico, empieza el cortés y mansísimo profesor por llamar «espíritus castrados» a los que se encierran «en los estrechos límites de la religión positiva...». «Luchamos contra la fe (añade). Pasaron los tiempos de los oráculos y las sibilas. Dios no puede violar su naturaleza, poniendo la verdad en depósito de determinada Iglesia.» Y acaba el señor Chamorro prometiendo unos «Sermones religiosos y morales», en que examinará los principales dogmas del Catolicismo a la luz de la razón. Para conocer cómo se está verificando la intoxicación en la juventud y hasta en la niñez de nuestra Patria, no hay documento que dé más luz que el «Catecismo de los Textos Vivos», que desde agosto de 1879 viene publicando en La Ciencia Cristiana el señor Ortí Lara. Allí se podrán ver textos de otros muchos krausistas de segundo orden, «minora sillera», cuya enumeración sería aquí improcedente, ya que de un modo directo no han impugnado el dogma, aunque la heterodoxia se deduzca de todo el espíritu de su doctrina{49}.
Oh, si la pluma de Menéndez y Pelayo hubiera podido agitarse treinta y cuarenta años después de trazar estas líneas (1882) o bajo la República de 1931, triunfo proclamado y época de omnipotencia [60] corruptora docente de la Institución Libre! ¡Lo que hubiese escrito!
Se funda la Institución
Surgió, al fin, el conflicto universitario. Alfonso XII había sido aclamado por Rey de España, y Cánovas del Castillo, presidente de una de las situaciones políticas que más han durado en nuestra historia constitucional, respaldada por fuertes mayorías en las Cortes, empezó a gobernar.
«La infección de la enseñanza, aun en sus grados inferiores, era tal, que el primer Gobierno de la Restauración trató de atajarla, si bien de un modo incompleto, doctrinario, y en sus resultados casi ilusorio. El ministro de Fomento (Orovio), en 26 de febrero de 1875, circuló una orden a los rectores para que no tolerasen en las cátedras ataques contra el dogma católico y las instituciones vigentes, y obligasen a cada profesor a presentar sus respectivos programas. Salmerón, Giner, González Linares, Calderón, Azcárate y algún otro se alzaron en rebeldía{50}, y fueron [61] separados en virtud de expediente. La separación fue justa; no los destierros y tropelías que la acompañaron. Siempre fue la arbitrariedad muy española. Y lo fue también al hacer las cosas a medias. Cierto que salió de la enseñanza la plana mayor krausista, y la siguieron, renunciando sus cátedras, los ex ministros Castelar, Montero Ríos{51}, Figuerola y Moret, sin contar otros profesores más oscuros; pero fueron muchas las [62] protestas a que no se dio curso, y los expedientes terminaron en mera suspensión»{52}.
Los profesores separados, con Giner de los Ríos al frente, constituyeron la Institución Libre de Enseñanza, jurídicamente establecida en 1876, sin otros propósitos visibles que dar educación a los niños y muchachos que les fueran confiados, con arreglo a sus métodos pedagógicos, y ocuparse genéricamente de los progresos en materia de enseñanza. De hecho sirvió, desde el primer momento, para mantener unidos a los que ya sólo por recuerdo de lo que fueron en sus principios seguiremos llamando «krausistas»; dotarles de [63] un centro de reunión en Madrid, conservar su influencia política, unirles, aun repartidos por España, mediante las publicaciones y su Boletín, y preparar la vuelta de todos a la enseñanza oficial, como sucedió cinco años más tarde, según luego relataremos.
El Imparcial de 24 de mayo de 1876 señalaba el nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza de la siguiente manera:
«Del fondo de nuestras luchas políticas, a su calor concebida, pero sin participar de su influencia, surge la idea de crear un establecimiento de enseñanza libre, idea sustentada por los ilustres profesores depuestos de su cargo por haber considerado humillante para la dignidad de la Ciencia el célebre Decreto sobre enseñanza dictado por el señor Orovio.
Reunidos en Junta organizadora los señores don Laureano Figuerola, don Eugenio Montero Ríos, don Segismundo Moret y Prendergast, don Nicolás Salmerón y Alonso, don Francisco Giner de los Ríos, don Augusto González de Linares, don Gumersindo Azcárate, don Laureano Calderón, don Antonio García Labiano y don Jacinto Mesía, redactaron en 18 de marzo último el proyecto para la creación de un establecimiento de enseñanza libre.
El país ha respondido a este llamamiento. Ciento setenta y cuatro socios, entre los que figura el nombre de Tindall, ilustre profesor de la Institución Real de Londres, suscriben ya 201 acciones, que representan la cantidad de 201.000 reales. Por lo demás, la Prensa toda de Europa acoge con simpatía la obra.»
Permítasenos una digresión aleccionadora. Sobre las obras de la Institución Libre llovieron luego las protecciones del Estado. Pero en su nacimiento está ese esfuerzo de los 174 afines a las ideas de la secta suscribiendo 201.000 reales en acciones, que bien pueden equivaler a medio millón de pesetas que se suscribiera hoy. [64] Notemos, de paso, la hipérbole habitual en los institucionistas para asombrar a españoles pacatos: ¡La Prensa de toda Europa!
El fundador
«¡Dios, qué bien barbado era!», pudiéramos repetir con la ingenua exclamación admirativa del trovador de Mío Cid. Barba blanca, ostentosa y cuidada, en los últimos años que nosotros recordamos. Ojos muy vivos, de un extraño brillar; limpia cabeza calva... Impresión de energía mansa en constante acción. Así fue físicamente «Don Francisco».
Menéndez y Pelayo le presentaba en 1882 con estas proféticas palabras : «Después de Salmerón, la mayor lumbrera de la escuela es don Francisco Giner de los Ríos, catedrático de Filosofía del Derecho, y alma de la Institución Libre de Enseñanza; personaje notabilísimo por su furor propagandista, capaz de convertir en krausistas hasta las piedras, hombre honradísimo por otra parte, sectario convencido y de buena fe, especie de Ninfa Egeria de nuestros legisladores de Instrucción Pública, muy fuerte en Pedagogía y en el método intuitivo, partidario de la escuela laica, que nos regalará pronto si Dios no lo remedia; fecundísimo, como todos los krausistas, en introducciones, conceptos y programas de ciencias que nunca llega a explanar»{53}.
Giner era rondeño; había nacido el 10 de octubre de 1839, y después de estudiar Derecho y Filosofía y Letras en Barcelona y Granada, trájole a la Corte su tío Ríos Rosas, en 1863; frecuentó la Universidad, fue discípulo de Sanz del Río, quien en su círculo filosófico le hizo krausista. Ocupa en 1866, a los veintisiete [65] años, la cátedra de Filosofía del Derecho, y cuando, en 1867, Sanz del Río es separado de la Universidad, Giner renuncia también a su cátedra. Repuestos por la revolución de septiembre y muerto el maestro en 1869, Giner de los Ríos se destaca como el sucesor, a pesar de sus treinta años.
Cuando en 1875, después de seis años de intensa acción heterodoxa y revolucionaria en la enseñanza, es nuevamente separado de su cátedra, se le conduce, por breve tiempo, al castillo de Santa Catalina, en Cádiz. A estas persecuciones se refiere Menéndez y Pelayo en lo que más arriba queda copiado.
Según una táctica que después se ha hecho casi secular, los amigos de Giner exageraron las contrariedades de éste en su prisión. Sin embargo, la verdad histórica es muy distinta. Giner de los Ríos, con fecha 18 de abril, escribía desde Cádiz a su compañero de claustro Silvela lo siguiente: «Ya me tiene usted gozando de los beneficios de la libertad relativa, por haberse negado el gobernador a volverme al castillo, según le pedí por escrito cuando me dieron de alta en el hospital, a fin de no utilizar la magnanimidad del Gobierno, cuyos favores renuncio en cuanto de mí dependa.» Esta tenacidad rebelde se cohonestaba muy bien con lo que añadía Giner: «hace un hermoso tiempo», y con vivir en la Plaza de las Flores.
Aprovechó bien sus años Giner de los Ríos en los cinco que le tuvieron alejado de la docencia oficial. Además de fundar la Institución Libre, escribió de todo. Notemos la expansión de su proselitismo, que es característica en esta crujía de su vida: hasta entonces, la mayor parte de sus obras eran didácticas sobre temas elementales de Derecho (1866-74). Ahora publica «Estudios jurídicos y políticos», «Estudios filosóficos y religiosos», «Estudios literarios y artísticos», aborda la Pedagogía y recorre Europa. Religión, Filosofía, [66] Literatura, Arte, Política...; sobre todo eso tienen ya programa y juicio del maestro sus seguidores. Luego, ¡a la acción! Giner era sobre todo un hombre de acción. Buscó en la filosofía lo que creyó indispensable para fundamentar normas de conducta. Aunque parezca una paradoja flagrante, y hasta una inexactitud en los términos, Giner fue un filósofo del entendimiento práctico. Defendió la escuela laica, la coeducación en la enseñanza; negó la diferencia esencial entre el hombre y los animales; a éstos los consideró capaces de derechos y a aquél despojado de Derecho natural... Pero, sobre todo, concibió, planeó, ejecutó, creó; hizo su obra{54}.
El primer triunfo de la Institución
Pasaron cinco años del exilio universitario de Giner y sus amigos. La añoranza del Poder llevó a los «constitucionales» acaudillados por don Práxedes Mateo Sagasta, que eran la izquierda dinástica, y a los «centralistas» de Gamazo y Alonso Martínez, zona media entre Cánovas y Sagasta, a aliarse en el «fusionismo», que ocupó el Gobierno en febrero ,de 1881, con [67] Sagasta de presidente y Albareda de ministro, quien derogó en seguida la orden de los conservadores por la cual se exigía a los catedráticos oficiales que respetaran en sus explicaciones la Religión y la Monarquía, y restituyó a sus cátedras a los profesores separados por heterodoxos y antimonárquicos. Menéndez y Pelayo juzgó que así «se vino a asentar en términos formalmente heréticos la omnímoda libertad de dar a las nuevas generaciones veneno por leche». ¡Y con qué consecuencias para la infeliz España y para la misma Monarquía, que empezaba a suicidarse a los seis años de restaurada!
Volvieron Giner de los Ríos y sus compañeros de Universidad, con libertad de movimientos e intangibilidad de vencedores. Habían hecho la experiencia de la enseñanza privada y tropezado en ella con todas las dificultades económicas y todas las limitaciones pedagógicas a que obligaba el monopolio docente del Estado. Y tanto esfuerzo, ¿para qué? ¿Para formar en exquisiteces de escuela a unas docenas de muchachos que luego, en la Universidad, podían ser conquista apostólica de cualquier catedrático de otros credos? Hombres sagaces los institucionistas, no dejaron baldía la experiencia, y si alguna vez habían pensado sinceramente –permítasenos que con la historia en la mano lo dudemos– en dedicarse a la enseñanza libre, cambiaron de propósito, juzgando que era mucho mejor apoderarse de la enseñanza del Estado ocupando el Ministerio de Instrucción Pública, creando los centros que convinieran a sus fines y moldeando el personal docente oficial a su imagen y hechura. Así los profesores, siendo suyos, los pagaba el Estado; los planes eran suyos y el Estado los imponía; los alumnos serían casi todos los escolares de España, desde los párvulos hasta los doctores. Tan ambicioso proyecto, fuerza es confesar que lo han hecho realidad en su mayor parte, a costa de [68] sesenta años de esfuerzos tenaces, estudiados y perseverantes{55}.
A partir de entonces, el nombre de Giner de los Ríos su actividad hasta su muerte, acaecida en Madrid a los setenta y seis años, el 17 de febrero de 1915, y la obra de la Institución Libre son inseparables en la historia de la enseñanza española. El foco institucionista principal era la Universidad de Madrid, de donde se fue extendiendo a las demás. Sevilla conservó la más pura solera krausista con Federico de Castro y los suyos. En Oviedo se formó otro núcleo muy importante, que se ha perpetuado casi hasta nuestros días y que actuaba en público con un nombre colectivo: «los profesores de Oviedo». Así acudieron, por ejemplo, a la encuesta abierta en el Ateneo de Madrid en torno a la discusión de la Memoria de Joaquín Costa sobre el tema «Oligarquía y caciquismo», y a la que –¡parece mentira por la vulgaridad del fondo de la cuestión!– concurrieron todos los nombres que pesaban algo en la España de hace cuarenta años.
Giner de los Ríos era hombre que seguía con minuciosidad extraordinaria la vida de sus institucionistas. Leyendo mucha correspondencia suya que permanece inédita, se ve cómo trabajaba para traerlos destinados a Madrid, y con cuánta frecuencia les daba noticias de las gestiones que realizaba. A veces no muestra muchos escrúpulos en los medios, porque se leen en sus cartas frases como ésta: «... todo cuanto condujere al éxito, me parecería bien».
Si las cosas dependen de alguna influencia en el [69] Ministerio, no pierde la ocasión Giner de avisar a sus patrocinados de que «ha muerto un cuñado de don Fulano, que es quien puede hacer el nombramiento», y aconseja que «le envíe una tarjeta de pésame, para que le quede agradecido». Otras veces les da tarjetas y cartas de presentación, diciendo claramente que el presentado «es uno de mis compañeros de Institución».
Sabido es que la Institución Libre profesó la costumbre de marchar a la Sierra del Guadarrama en los domingos madrileños.
En las cartas, Giner, cuando encarga algún trabajo o visita en sábado, suele aconsejar que terminen antes del domingo, porque «mañana preferiría verle a usted en la Sierra».
Juicios de Giner de los Ríos sobre el Ejército, con ocasión de la campaña de 1909, no son ciertamente muy favorables a nuestras instituciones armadas. Trató de librar de que fuera al cuartel a uno de sus sobrinos, después conocido como hombre público en los tiempos de la República de 1931. Al encargar gestiones para ello, escribe frases como ésta: «Ni guerra estúpida y bestial, ni vida cuartelera. El regimiento no puede ser un centro de educación aquí donde no lo son ni la escuela ni la Universidad.» Es frecuente, al hablar de planes docentes de la Institución Libre, leer en sus cartas: «Haremos una patria espiritual y europea de este semi Rif.»
Aquella «simpatía por el pensamiento ajeno» que tantas veces recomendó Giner, no la practicaba con sus adversarios ideológicos, y así, de don Rufino Blanco, mártir de la pedagogía católica, se puede leer, entre admiraciones, lo siguiente: «¡Si por desgracia se confirmase la dirección de Rufino Blanco... tal vez no estén los cuerdos en mayoría!» Esta acritud se transmitió de los maestros a los discípulos, y no sólo para personajes españoles católicos, sino también para hombres [70] de izquierda que no pertenecían a la secta de la Institución. Y así se pueden leer recomendaciones como la siguiente: «Deje usted los desahogos a que se entrega Fulano, que es un despechado. Es tan ingenuo que hasta saca a relucir la causa de su despecho, que fue la pensión que le negamos con mucha razón, porque de la otra que se le concedió no sacó más fruto que un escándalo en donde estaba. Hay que librarse de este delicado y pistonudo escritor.»
Sectarios hasta en las polemiquillas menudas, esos hombres que tenían externa fama de ecuánimes, se felicitaban por lo que creían sus pequeños triunfos. Y así Cossío decía que nunca creyó tan hábil para aplastar definitivamente al enemigo con finura, gracia y salero, a un compañero suyo de Institución Libre que había escrito una carta contra un jesuita. Cossío se «había reído mucho leyéndola...»
Los adversarios y la guerra
Frente a frente Menéndez y Pelayo y la Institución Libre de Enseñanza; adversarios por toda la vida del insigne polígrafo y enemigos después de muerto, pues los institucionistas iban criticado sus obras y su memoria, aunque con ellas, como el Cid, ha ganado y todavía vencerá batallas póstumas. Pero en esta guerra, el papel negativo, el ataque menudo o la conjura del silencio es de la Institución. Menéndez y Pelayo construyó su obra positiva cultivando el campo propio y sin preocuparse demasiado del ajeno, pese a que desde él apedreaban su heredad y le arrojaban cizaña a la mies. Trabajó en su edificio, pero, como los bíblicos obreros de Nehemías, tuvo que defender los [71] sillares que una mano colocaba con la espada que esgrimía en la otra.
Muchacho, estudiante de dieciocho años, sufrió su primer encuentro con los krausistas, y su clarísimo talento los conoció de cuerpo entero. Salmerón, el «enfant terrible» de la secta, como ocho años después había de llamarle, anunció a sus alumnos, entre los cuales estaba Menéndez y Pelayo, que no aprobaría a ninguno en los exámenes y todos habrían de repetir curso. Entendió el joven montañés todo lo que en tales rarezas e injusticias se escondía, y lo reveló a su padre en una carta por demás expresiva e inédita hasta ahora{56}; «Tú no comprenderás cuál es la causa de tan [72] extraña conducta –le decía–. Pues esto no reconoce otro motivo que el de hacer de cada uno de nosotros, a fuerza de venir a su cátedra, un sectario de sus doctrinas filosóficas y religiosas. Tú no comprenderás algunas de estas cosas porque no conoces a Salmerón ni [73] sabes que el krausismo es una especie de masonería, en la que los unos se protegen a los otros y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo.»
¡Qué bien definió el genial mozo al krausismo español y a su encarnación visible, la Institución Libre de Enseñanza! Desde 1874, en que eso se escribió, hasta ahora, su verdad pervive.
En el segundo de sus encuentros con los krausistas Menéndez y Pelayo salió a plaza para defender a España de la inculpación de atrasada por la tiranía religiosa. El conjunto de estas polémicas magníficas dieron nacimiento a La Ciencia Española{57}, apología [74] verídica, documentada y vibrante del pensamiento nacional, católico y español. Empezó refutando a Azcárate:
«En una serie de artículos que, con el título de «El Self Government y la Monarquía Doctrinaria», está publicando en la acreditada Revista de España don Gumersindo Azcárate, escritor docto, y en la escuela krausista sobremanera estimado, he leído con asombro y malhumor el párrafo a continuación transcrito: «Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos.»
«Sentencia más infundada ni más en contradicción con la verdad histórica no se ha escrito en lo que va del presente. Y no es que el ilustrado señor Azcárate sea el único sustentador de tan erróneas ideas, antes con dolor hemos de confesar que son harto vulgares entre no pocos hombres de ciencia de nuestro país, más versados sin duda en los libros extraños que en los propios. Y achaque es comunísimo en los prohombres del «armonismo» juzgar que la actividad intelectual fue nula en España hasta que su maestro Sanz del Río importó de Heidelberg la doctrina regeneradora, y aun el mismo pontífice y hierofante de la escuela jactóse de ello en repetidas ocasiones, no yéndole en zaga sus discípulos»{58}.
Tuvo que proseguir refutando a Revilla y a Perojo, institucionistas de menor cuantía.
«¿Es esto la ciencia moderna? ¿Se concibe que en 1877 se haya escrito, para afrenta de la cultura española, un párrafo del tenor siguiente?: «No hay más que recorrer las páginas del sangriento libro del [75] martirologio español, para advertir cómo al primer paso de un talento extraordinario, a la primera creación de un espíritu reflexivo, acudía presurosa la Inquisición a extinguir con el fuego de las hogueras todas sus obras... ¡Cuántos hombres ilustres tuvieron que sucumbir!... Larga sería la lista de los científicos que perecieron en las hogueras de la Inquisición.»
«Y yo ahora, con la conciencia tranquila, seguro de la verdad y de la razón que sustento, pido al señor Perojo las pruebas de todo eso; le pido, es más, le ruego que me nombre un sabio, un solo sabio español que pereciera en las hogueras inquisitoriales. ¿Dónde están?»{59}.
Y al final del grueso libro, tras de tantas parciales refutaciones y brillantísimas exposiciones documentadas, probada hasta la saciedad su tesis católica y española, remataba su obra volviendo al principio en un contundente «ritornello» irónico: «Tenía razón, pues, el señor Azcárate en afirmar que «la vida intelectual en España debió interrumpirse durante largo tiempo», sólo que este largo tiempo comienza por los años de 1790 (plus minusve) y continúa en el presente, sin que se vean trazas de remedio. Como que la decadencia intelectual de España, lejos de coincidir exactamente con la unidad católica fundada y sostenida por el Tribunal de la Fe (es decir, con el tiempo de los Reyes Católicos), coincidía con exactitud matemática con la Corte volteriana de Carlos IV, con las Constituyentes de Cádiz, con los acordes del himno de Riego, con la desamortización de Mendizábal, con la quema de los conventos y las palizas a los clérigos, con la fundación del Ateneo de Madrid y con el viaje de Sanz del Río a Alemania»{60}. [76]
¡«Oh feliz culpa»! la de estos heterodoxos desespañolizados que mereció ser la causa ocasional de La Ciencia Española, de Menéndez y Pelayo.
Otra vez contendió por España y por su Fe Menéndez y Pelayo en la Historia de los Heterodoxos, picota en la que quedaron clavados los retratos realistas de los patriarcas del krausismo y de la Institución, y por la que alcanzarán alguna supervivencia hombres oscuros, que sin la gloria perenne de su impugnador ya estarían olvidados. Recogidos quedan en las páginas anteriores todos los excelentes materiales que Menéndez y Pelayo aportó en sus Heterodoxos para una historia sobre el origen, ideas y obras de la Institución Libre de Enseñanza.
A estas luchas salía el Genio con gozo y orgullo: «Pero loado sea Dios una y mil veces, pues tengo otra vez enfrente a los perpetuos enemigos de la Religión y de la Patria, y con ellos he de cruzar las armas,
Aquí do la lanza cruel nunca yerra»{61}.
No así a otras, pues ni el sectarismo dejaba de hostilizarle ni él de preocuparse por sus incontrastados progresos. He aquí una línea lacónica y elocuentísima; corresponde al 15 de junio de 1882: «¡Con qué pena he visto el grabado que representa el magnífico edificio proyectado para la Institución Libre de Enseñanza! ¿Y los católicos?»{62}.
Han pasado sesenta años desde que Menéndez y Pelayo escribiera esa lamentación, que, por desgracia, como tantas otras veces, y aun con más altas admoniciones, no engendró propósito de la enmienda en aquellos a quienes iba dirigida. [77]
Los sectarios y los institucionistas, que seguían creando sus realidades fuertemente positivas, todavía tuvieron tiempo y voluntad para combatir a Menéndez y Pelayo. Examinar esta conducta es de un gran valor típico, pues quienes tal hicieron y tanto pudieron con quien por su talento genial había de vencerlos y surgir siempre con nuevas glorias tras los combates, ¿qué no habrán logrado con jóvenes sin defensa o doctos de más modestos talentos? ¡Cuántas vocaciones torcidas o quebradas; cuántas mentes esterilizadas por el vacío a su alrededor; cuántas voluntades desfallecidas por las dificultades puestas en su camino o por el silencio hecho a sus alientos y méritos constituyen el triste botín arrebatado al acervo intelectual patrio por el sectarismo español!
De cuatro modos distintos fue combatido Menéndez y Pelayo mientras vivió, y todavía es atacada su obra hasta los tiempos presentes: por la oposición a su persona cuando se trataba de ocupar puestos y cargos culturales; por la conjura del silencio; por el ataque menudo y cominero a un dato, un nombre o una fecha controvertibles que figurase en sus obras; por imputaciones y censuras genéricas y vagas pronunciadas en tono solemne por labios autorizados ante el vulgo.
La lucha contra la persona se llevó, no sólo desde el terreno legal de nombramientos o votaciones para cargos culturales, sino que, a veces, descendió a la intriga menuda y al incorrecto zancadilleo. Vayan tres botones de muestra, en tres coyunturas en que triunfó el polígrafo: una al principio y otras en el cenit de su carrera literaria.
Fue la primera en las oposiciones a la cátedra de Historia de la Literatura española, en la Universidad Central, que consiguió brillantemente a los veintiún [78] años. Pérez Villamil{63}, testigo presencial, nos revela así el incidente: «Desplegó ante un tribunal doctísimo las excepcionales dotes de su talento y de su cultura literaria, hasta arrebatar de entusiasmo al numeroso público que llenaba el paraninfo viejo de la Universidad, que prorrumpió en estruendosos aplausos oyéndole contestar el ejercicio de preguntas y recitar como familiares las poesías latinas de los Padres toledanos.
«El Secretario del tribunal, influido por malos informes y peores amigos, al día siguiente de la manifestación antedicha, leyó a sus colegas el acta de aquella sesión memorable, en la cual se decía que la manifestación era cosa preparada, porque se vio a un sujeto que desde un ángulo del salón sacudía un pañuelo blanco como señal de inteligencia con los manifestantes. La intención de los que movieron aquella intriga era, al parecer, dar motivo a una protesta de coacción en favor de la nulidad de las oposiciones. Huelga decir que el tribunal rechazó el acta y, tras de violenta discusión, el mal aconsejado secretario hubo de rehacerla.»
Y aun los catedráticos sectarios le recibieron como nuevo compañero de esta incorrecta manera: Revilla y Morayta (Gran Oriente de la masonería española y promotor de tumultos escolares perpetuados con el nombre de «La Santa Isabel») y otros correligionarios, no concurrieron a la toma de posesión de Menéndez y Pelayo. ¡Oh tolerancia cortés de los enemigos de la intransigencia inquisitorial!
El foco institucionista de Oviedo le combatió tenazmente cuando se presentó para ser elegido senador por aquella Universidad. Fue ésta una aclara actitud «política» de la Institución Libre, pues desde el punto de [79] vista universitario y cultural ningún prestigio mayor que el de Menéndez y Pelayo podía honrar a una Universidad representándola en Cortes. Mas tampoco empequeñeciendo el asunto hasta reducirlo a una mera elección política, podía don Marcelino ser rechazado de las templadas zonas senatoriales universitarias por ostentar posiciones partidistas extremas. Sobre este punto, su docto y fiel biógrafo don Miguel Artigas nos ha dicho cuanto pueda satisfacer la curiosidad del lector{64}.
No obstante, los institucionistas de Oviedo lucharon con tesón. Le votaron carlistas, republicanos y [80] liberales, y, en cambio, le declararon cruda guerra los representantes de la Institución Libre. Tales eran las noticias que de daba el Marqués de la Vega de Anzo.
Nosotros podemos confirmarlas hoy con el testimonio de un institucionista destacado, amigo del polígrafo. Supo que pretendía la senaduría ovetense, e hizo lo posible, dando vueltas y revueltas a las dificultades, para hacerle desistir de su propósito; no lo consiguió, y el 5 de abril de 1898 le advierte terminantemente que, aun cuando seguirá queriéndole y admirándole personalmente, no cuente con su voto, porque es lucha de ideas y de política, «y yo no he tenido más remedio que ponerme al lado de los míos».
Mucho sintió don Marcelino esta deserción, que le revelaba a las claras las trazas sectarias e inflexibles de la Institución Libre de Enseñanza y su lucha sistemática contra los que representaban el principio católico. Una prueba de ello lo tenemos en la respuesta que Menéndez y Pelayo envió al Marqués de la Vega de Anzo, cuando éste le felicitó por haberle elegido senador la Universidad de Oviedo. La carta está fechada en Madrid el 24 de abril de 1898, y refleja con harta claridad el buen corazón del polígrafo montañés.
«No me ha mortificado –escribe– poco ni mucho la actitud resueltamente hostil de los krausistas de Oviedo, entre los cuales había (¡parece increíble!) alguno que me debe favores personales de cierta importancia. [81] Pero, en fin, todo pasó, y yo, por las condiciones de mi carácter, soy muy inclinado a olvidar todas las cosas desagradables, y sólo conservo viva y fresca la memoria para agradecer los favores que se me hacen»{65}.
Cuando por muerte de Tamayo quedó vacante la Dirección de la Biblioteca Nacional, surgió la candidatura de Menéndez y Pelayo, contra la cual se levantaron oposiciones calumniosas{66}, a las que alude la culta [82] Duquesa de Alba en las cartas que envió al ministro Gamazo apoyando al insigne sabio.
Afortunadamente quizás, no ha conservado la historia el detalle de las calumnias, el feo vicio con que los malvados, pretendiendo manchar famas ajenas, ennegrecen sus conciencias y averían aún más sus estropeados créditos.
Y esta mezquina lucha «al menudeo» la continuaron hasta la muerte del Maestro. Así, y en 1907, quejándose de que no le llegaba un nombramiento esperado, escribía a Rodríguez Marín: «Sospecho que en el fondo de todo esto debe andar la mano de los krausistas de la Institución Libre, que saben como nadie barrer para adentro y hacerse dar comisiones y subvenciones.» [83]
Bastantes testimonios y episodios análogos a los citados se encuentran en los libros y en las cartas del Genio español.
La conjura del silencio, general para todos los hechos y escritos del doctísimo crítico, fué singularmente rigurosa en torno a la Historia de los Heterodoxos cuando apareció el último tomo –tercero de esta primera edición–, en el que se publicaba precisamente toda la crítica del krausismo, de la Institución Libre de Enseñanza y de sus hierofantes. Bien lo notó, y de ello se dolía con viril y mayor unión si cabe a sus ideales de siempre, el autor, en cartas a varios de sus cultos amigos.
No enturbiaron estas mezquindades la augusta y cristiana serenidad del alma grande del sabio, ni su ecuánime conducta académica, en la que tuvo que convivir con tan tenaces enemigos{67}, y aun dió prueba de humildad caritativa, quizá en exceso para quien era cabeza de una escuela y portavoz de una doctrina, escribiendo frases paliativas de juicios sobre ciertos personajes, aunque manteniéndolos íntegros: «de casi todos pienso hoy lo mismo que pensaba entonces», decía en 1910, dos años antes de su muerte{68}. [84]
Contra la obra de Menéndez y Pelayo han combatido en guerrillas, pretendiendo descascarillar el oro puro que la abrillanta encontrando aquí o allá una inexactitud de fecha, tal cual error de atribución o menudencias parecidas, descubiertas en acuciosa búsqueda de especialista, cuando no en meticuloso repasar de corrector de pruebas. Combatir así a Menéndez y Pelayo es sencillamente no entenderle, ni haberse dado cuenta de su valor. Ningún español de un siglo a la fecha habrá examinado más archivos, ni repasado mayor número de documentos, ni estudiado libros en cantidad como el polígrafo montañés. Por eso sus citas, retenidas por su prodigiosa memoria, son siempre de primera mano, tienen el sello y el encanto de lo auténtico y lo veraz. Sobre ellas, como solidísimos cimientos, se formulan juicios, se prueban las tesis y se levantan las [85] síntesis que iluminan con claridades geniales una tendencia del espíritu humano o toda una época de la Historia de España. ¡Estas son el valor y la grandeza de la obra de Menéndez y Pelayo! La erudición del polígrafo abruma al lector, que, página tras página, las va viendo todas llenas de textos, fechas, referencias... ¡Qué más da que de una de ellas hayan probado modernas investigaciones que es errónea? Quedan las demás para sostener la prueba de la tesis y para basar la clarividencia de la síntesis. Siempre que hemos visto combatir así la obra del Genio, nos acordamos de la anécdota que se refiere a ciertas oposiciones a una Cátedra de Filosofía de la Universidad Central. Cuentan –e se non é vero é ben trovato– que el opositor triunfante explicaba brillantemente uno de sus ejercicios ante el tribunal, que le escuchaba complacido, y el público, que le oía admirado. Para aclarar sus afirmaciones con un ejemplo, salió a la pizarra, multiplicó dos números, comentó la operación y continuó disertando sobre Metafísica. Al terminar su largo y excelente ejercicio, el presidente del tribunal abrió el paso a las objeciones de los demás opositores, quizá abrumados por la brillantez del rival. Y uno de ellos se levantó, dirigióse al encerado y dijo: «Esta multiplicación está mal; este tres es un dos», y se sentó...
No; desconocer la ingencia de la obra imperial de Menéndez y Pelayo y mordisquearla aquí o allá es roer como ratón la cúpula de San Pedro Vaticano, o poner defectos de manicura a las uñas del Moisés de Miguel Ángel.
Reproches genéricos y vagos –cuarta manera de combatir la obra de Menéndez y Pelayo– han sido dos formulados por institucionistas de primera fila, cuyos nombres, con este motivo, antes merecen el silencio que la mención. Para ellos, Menéndez es crítico intransigente y de espíritu estrecho. Falso. Quien haya [86] estudiado entera la obra de Menéndez y Pelayo no puede sostener eso de buena fe, por muchos que sean los prejuicios que nublen su razón. Menéndez y Pelayo fue intransigente en la defensa de la verdad dogmática, como «católico a machamartillo», o de las verdades por él documentalmente estudiadas y probadas. En el terreno ideológico en el que se movió el sabio, la intransigencia es una exigencia de la verdad. Pero en las cosas entregadas a las disputas de los hombres Menéndez es de criterio tan amplio que muchas veces pareció excesivo a respetables católicos contemporáneos y amigos suyos. «In dubiis libertas», escribía muchas veces. Su juicio independiente en el que valoraba mucho el testimonio de la razón humana, le mantuvo en Filosofía sin adherirse a ningún sistema, siendo quizás más «vivista» que «tomista»; lamentó la preponderancia omnímoda de la escolástica en la segunda mitad del siglo XVII y la barbarie de su estilo en la decadencia; criticó la repetición de temas religiosos en formas sin estética; censuró en sus estudios literarios todo lo que estimó malo o sin mérito, fuera el autor hereje o Prelado; admiró el genio griego y su esplendor artístico –«en arte soy pagano hasta los huesos, pese al Abate Gaume, pese a quien pese»–; tradujo a los clásicos latinos libres, fue renacentista, alabó el esplendor del castellano en «diálogos» de heterodoxos, reivindicó memorias u hombres sospechosos por mal estudiados, combatió en Donoso su excesivo apego al «tradicionalismo filosófico», que le arrastró a negar los fueros de la razón humana..., y hasta con jactancia se proclamó siempre «ciudadano libre de la república de las letras». ¿A qué seguir? Y todo ese amplio espíritu de verdad, justicia y caridad le mantuvo siendo la voz amante de la tradición católica imperial española y dentro de aquella fidelidad ejemplar a la Iglesia de Roma, resumida en las palabras con que concluye los [87] Heterodoxos: «Protestación del autor. Todo lo contenido en estos libros, desde la primera palabra hasta la última, se somete al juicio y corrección de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, y de los Superiores de ella, con respeto filial y obediencia rendida.»
Que Menéndez y Pelayo «carecía de perspectiva» es otro juicio vago adverso al polígrafo, emitido esta vez por el señor Ortega y Gasset y repetida por algunos que forman sus opiniones «in verba magistri», método sin duda más cómodo que estudiar por ellos mismos y elaborar las propias ideas. Ya Ortega censuró a Menéndez y Pelayo cuando la agitada campaña por la supresión del Catecismo en las escuelas del Estado; pero creemos que hoy no escribiría lo que escribió entonces, aleccionado ahora de los frutos sangrientos que el laicismo produce en las masas. Mas tampoco puede admitirse el reprochar falta de perspectiva a uno de los pensadores españoles que la ha tenido más amplia en el tiempo y en el espacio.
¿Perspectiva en el tiempo? Pues Menéndez y Pelayo en sus Ideas estéticas, por ejemplo, estudia y critica el concepto de la belleza en la historia del pensamiento humano, desde los griegos socráticos hasta el romanticismo francés, casi de nuestros días. Y en sus Heterodoxos o en sus críticas literarias, o en sus historias de la poesía su opinión hace revivir lo pretérito y coloca cada hecho en su plano y cada personaje habla su lengua, todo con admirable perspectiva, ordenado, dispuesto y visible; se asiste a las escenas de la historia con la magnífica escenografía que el genial polígrafo construyó para el gran Teatro de los Tiempos{69}. [88]
¿Perspectiva en el espacio? Pues el genio de Menéndez y Pelayo se traslada de unos a otros lugares con la agilidad de un cuerpo glorioso, y siguiendo la traza de un tema de romance salta de las selvas de Germania a las brumas de Escocia, aporta a las costas de Francia, se detiene en la corte carolingia, entra en España [89] por el camino de Santiago, desciende a Castilla, cabalga con el Cid hasta Valencia, discretea con el Conde de Barcelona, inquiere en la aljama de Toledo y se llega a curiosear en la Córdoba de los Califas. Y, a veces, estudiando un carácter humano de cualquier dramaturgo, su erudición, retenida por singular memoria, le encuentra precedentes en Sófocles, parecidos en Terencio, semejanzas en Shakespeare, analogías en Schiller, copia en cualquier francés del XVII, recuerdo en Calderón, remembranzas en Alfieri y encarnación renovada por una forma poética soberana en los románticos españoles del siglo pasado. Grecia, Roma, Alemania, Inglaterra... En el espacio, la perspectiva de Menéndez y Pelayo abarca toda la geografía del mundo civilizado.
En resumen: la desinteresada grandeza del polígrafo está muy por encima de todas las contradicciones. La Institución Libre pudo reducirle el número de sus oyentes entre los contemporáneos, y con sus artes eficaces envenenar de errores al pueblo español, desviarle de su ruta histórica y hasta despojarle de instituciones públicas multiseculares. Pero la España renaciente, ansiosa de verdad e inquieta por sacudir la servidumbre intelectual de la Institución Libre y sus afines, al mismo tiempo que vuelve su pensamiento al Maestro, con voluntad de estudiarle, quiere inquirir y tiene derecho a saber quién echó la semilla y cómo enraizó el árbol del institucionismo a fin de conocerlo bien y evitar [90] que retoñe sobre la tierra cruentamente redimida de España. Para eso escribimos.
Afirmación y negación
Queden, por último, resumidas y descubiertas las negaciones triunfantes, tan poderosas que su derrota nos ha costado guerra de años y sangre a ríos. Plantemos luego erguidas las grandes afirmaciones de la España perenne.
Para despejar el camino liquidemos como incidente previo las contradicciones relativas a la enseñanza. La Institución Libre la quiere laica{70} y centralizada en monopolio del Estado, y es además enemiga de la Universidad. En esa triple actitud hay varios contrasentidos. El primero lo reconoció abiertamente, en unas conferencias dadas en Inglaterra hace unos quince años, el señor Castillejo, hombre eficacísimo, verdadero cerebro y brazo militante de la Institución Libre contemporánea. Venía a decir: en España somos nosotros, los liberales, los adversarios de la libertad de enseñanza, y son los católicos quienes la defienden y la desean. Así es, en efecto. Nuestros liberales –teológicos y políticos–, doctrinarios una vez más, inhibían teóricamente al Estado de intervenir en la Sociedad y, sin embargo, monopolizaban su educación y su cultura.
Enemigos de la Universidad, iban fundando fuera de ella todos sus centros de ampliación de estudios e [91] investigaciones científicas, que disfrutaban de una autonomía grande, hasta para distribuir a su acomodo consignaciones globales del Estado, caso rarísimo en el régimen presupuestario de la Hacienda española. Conste que a nosotros nos parecen acertadas autonomías semejantes en los centros de cultura superior, y por eso defendimos siempre la autonomía universitaria que concedió (1919-1922) un gran ministro, don César Silió, y proejamos por la «libertad de enseñanza», o sea, por el «fin del monopolio docente», como ahora se dice. Pero es una contradicción intolerable la de los institucionistas, que crean la autonomía para sus centros y niegan y combaten la de los demás.
También aquí formuló Menéndez y Pelayo el programa de los católicos españoles, definiendo así nuestro concepto de la Universidad: «¡Cuán alta y generosa idea tuvo el que por primera vez llamó Universidad de letras o estudios generales a la noble institución en que vivimos! ¡Qué gérmenes de cultura se encierran en esta sola frase, si atentamente la consideramos! No es, no, la ciencia que aquí se profesa ciencia estéril, solitaria, egoísta, encerrada tras el triple muro de la especialidad, y llena de soberbia en su aislamiento; no es función de casta, que por selección artificial recluta sus miembros: es función humana, generosísima y civilizadora, que a todos llama a su seno, y sobre todos difunde sus beneficios»{71}.
Y oponiéndose al monopolio docente escribió en 1882 estas proféticas palabras: «La Universidad católica, española y libre es mi fórmula. Por eso me desagrada en dos conceptos el plan de 1845, piedra fundamental de todos los posteriores. Por centralista, en primer lugar, y en segundo, porque sin ir [92] derechamente contra la Iglesia, a lo menos en el ánimo del ministro que vio suscribió, acabó de secularizar de hecho la enseñanza, dejándola entregada a la futura arbitrariedad ministerial. A la sombra de ese plan impuso Gil y Zárate, como única ciencia, siendo oficial y obligatoria, la filosofía ecléctica y los progresos de Víctor Cousin. A la sombra de ese plan derramaron Contero Ramírez y Sanz del Río el panteísmo alemán, sin que los Gobiernos moderados acudiesen a atajarlo sino cuando el mal no tenía remedio. A la sombra de otros planes derivados de ese podrá, en lo sucesivo, un ministro, un director, un oficial lego, hábil sólo en artes hípicas o cinegéticas, pero aconsejado por algún metafísico trascendental, anacoreta del diablo, llenar nuestras cátedras con los iluminados de cualquier escuela, convertir la enseñanza en cofradía y monipodio, mediante un calculado sistema de oposiciones, e imponer la más irracional tiranía con nombre de libertad de la ciencia; libertad que se reducirá de fijo a encarcelar la ciencia española, para irrisión de los extraños, en algún sistema anticuado y mandado recoger en Europa hace treinta años. ¿Qué le queda que ver a quien ha visto al krausismo ser ciencia oficial en España?»{72}.
El bien y el mal
Esta es la lucha eterna del Bien y el Mal, el combate entre las dos Españas, en que la heterodoxia triunfadora durante el siglo XIX y lo pasado del XX dividió la unidad del pensamiento español, que ahora quiere restaurarse entre fragores de guerra, ayes de dolor y gritos de victoria.
Hoy como ayer y para mañana, quedan proclamadas nuestras afirmaciones católicas y nacionales. [93]
Creemos en la Religión Católica y en el magisterio de sus Pontífices, fuente de verdad y de vida para los individuos y las naciones. Rechazamos el laicismo encarnado histórica y eficazmente en la Institución Libre, que empezó prescindiendo de Dios y de su Iglesia en la doctrina de algunos profesores, y al descender a sus últimas consecuencias para el pueblo, ha acabado quemándole sus Tabernáculos y arruinando sus templos.
Creemos en la unidad nacional de España, forjada por siglos de tarea histórica, en unidad de creencias y en comunidad de destino. Rechazamos que partes de España, en virtud del llamado «principio de autodeterminación», puedan, con el desvío de sólo algunos contemporáneos concretado por plebiscito, fruto agraz de unas horas de sufragio universal, deshacer la obra secular de muchas generaciones.
Creemos que España debe su unidad al Catolicismo, porque cuando su influencia se ha eclipsado y el Estado se proclamó irreligioso, nuestra sociedad se dividió en clases, enemigas sañudas, y nuestra geografía en pedazos, cuyos Estatutos eran, en la doblez de quienes los demandaban y en la interesada hipocresía de quienes los otorgaban –muchos institucionistas– licencias para la secesión a corto plazo.
Tenemos conciencia histórica de la grandeza de España en -sus siglos de oro; por la luz de su pensamiento y la potencia de su imperio guía y señora del mundo. Rechazamos la negación de esos esplendores, mantenida por los institucionistas desde Salmerón y Azcárate hasta los epígonos del criminoso Frente Popular, que presenta a tales centurias como de tinieblas inquisitoriales y tiranías políticas de las que hemos heredado una tara de atraso que debe avergonzarnos ante el Extranjero.
Creemos en la resurrección de España, reanudando la continuidad histórica por la fidelidad a las [94] enseñanzas católicas y el estudio de nuestro, pensamiento tradicional, aplicados a las modernas condiciones de nuestro tiempo. Rechazamos la aceptación servil de lo extranjero, sea de donde sea, con que nos desnacionalizaron primero los enciclopedistas del XVIII y los liberales del XIX, copiando de Francia, y después los krausistas y los institucionistas, importando el panteísmo germano. No somos, sin embargo, cerriles nacionalistas de la cultura que levantemos murallas chinas en nuestras fronteras intelectuales para rechazar lo que de fuera venga; antes al contrario, queremos ser vigías incansables en cuidadosa alerta por todo lo nuevo que sea bueno; no para imitarlo a lo simio, sino para asimilarlo y hacerlo concepción de nuestra alma y sangre de nuestra carne, aun cuando creamos que en disciplinas del espíritu, donde la invención real apenas cabe, salvo en originalidades de sistema o por novedad de la forma, y en las que el pensamiento nacional culminó las más altas cimas, podemos parafrasear a nuestro Vives, afirmando que la verdad dentro de nosotros está.
Verdades fundamentales todas éstas, que Menéndez y Pelayo esculpió en síntesis maravillosa precisamente al final de las páginas en que había denunciado los errores y daños atraídos sobre nuestra España por la naciente Institución Libre de Enseñanza: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo...» Y así ha sido. Cuando de evangelizadores hemos venido a ser, en grandes masas de nuestro pueblo, evangelizables; cuando, dejando de martillar herejes, hemos sido martillados por la herejía comunista, engendro, por suma y combinación, de todas las modernas heterodoxias; cuando [95] no hemos tenido teólogos que iluminen concilios ecuménicos y padecimos «anacoretas del diablo» que, entenebreciendo nuestras aulas, envenenaron la juventud; cuando nuestra espada no fue la defensa de Roma y hubimos de esgrimirla para deshacer motines internos, dominar huelgas y sofocar revoluciones rojas; cuando renegamos de ser cuna de San Ignacio, expulsando a sus hijos, y una inculta política de ladronzuelos se cebó en los bienes de los ausentes, malbaratados sin provecho ni decoro, España ha vuelto al cantonalismo, dividida en «gobiernos autónomos» y revolucionarios.
No «levantemos cadalsos a las consecuencias», que son los crímenes de la revolución roja, y dejemos sobrevivir y aun toleremos la entronización de los hombres y de los principios institucionistas y afines, que en tres cuartos de siglo de influencia tenaz y creciente causaron tanta ruina. Para que España vuelva a ser, es necesario que la Institución Libre de Enseñanza no sea.
En el siglo XX
El siglo XIX fue el de la incubación, nacimiento y primeros triunfos de la Institución Libre; los llamaríamos tiempos preparatorios. El siglo XX es el de su crecimiento, madurez y victoria total. Y Dios hará que sea también, por la sangre de nuestros mártires, el valor de nuestros militares y la clarividencia del Caudillo Franco, el de su total erradicación de la tierra y las mentes de España.
Lo que ha actuado en los días por nosotros vividos no ha sido la Institución Libre de Enseñanza corporativamente como tal, sino sus hombres en los distintos [96] organismos oficiales que por su iniciativa e influencia se crearon y en los que ella los colocó.
La Institución era como el Estado Mayor de la gran campaña para dominar la sociedad española; quedó en segunda línea; (no secreta, pero sí reservada. Fue siempre algo esotérico y de iniciación.
Se propuso conquistar la mentalidad española y hacerla de sus ideas. Para conseguir este propósito eligió como medio sagacísimo el dominio de la enseñanza oficial. Así cada profesor nuevo adepto era un centro más de difusión, un apóstol, precisamente entre jóvenes cuya mayor parte, estudiantes de Universidad, ocuparían después lugares eminentes en las profesiones o puestos en los órganos directores de la sociedad. No es lo mismo misionar campesinos o artesanos que afiliar intelectuales. La influencia de aquéllos se extingue en la propia persona misionaria o alcanza sólo al estrecho círculo familiar, pueblerino o gremial. Por otra parte, es trabajo más duro, que exige mayores sacrificios del apóstol, el rodar de pueblo en pueblo y correr ciudades bajo todos los climas, que no el suave y tenaz intrigar en despachos centralizados, núcleos del sistema nervioso nacional.
Asistamos al desarrollo y extensión del plan institucionista en el tercio primero del siglo. Al amanecer nuestra centuria se crea el Ministerio de Instrucción Pública, que ocupa el triste hueco del Ministerio de Ultramar, al que las rotas gloriosas de Cavite y Santiago de Cuba han quitado la razón de ser. El Ministerio de Instrucción Pública, monopolizador de la enseñanza y fuertemente influido por la Institución desde que se organiza, va a ser su gran instrumento de conquista.
La Institución cuidóse de situar estratégicamente en el Ministerio a funcionarios de su confianza, eficacísimos elementos permanentes a través de las más [97] diversas situaciones políticas. Todo el que conozca la práctica interna de la Administración española sabe la extraordinaria importancia que para sugerir iniciativas a directores generales, subsecretarios y aun ministros no preparados ni conocedores de la técnica y la especial legislación de cada Ministerio, tiene la burocracia que les rodea. Como también la tenía paró favorecer los planes de la Institución o dificultar cuanto fuera contrario a ellos o simplemente distinto, el número de funcionarios que le era adicto en Instrucción Pública. Nos decía en cierta ocasión un director general que fue al Ministerio decidido a rechazar los manejos de la Institución y a llevar a cabo una política de enseñanza católica y patriótica: «No tiene usted idea, querido amigo, qué labor tan desagradable y fatigosa. Cuando quieren algo que favorece a ellos a los institucionistas–, todos son decretos y reales órdenes, hasta de remotas fechas, que lo prescriben; siempre hay precedentes. Cuando quiero hacer algo que no les agrada, pasa lo contrario. Se necesita derogar preceptos o romper costumbres. Vencida esta resistencia, luego «no hay crédito...»
Una doble acción desarrollaron los institucionistas: modificaron las leyes y crearon organismos nuevos dominados por ellos. Su acción legislativa dedicóse con preferencia a los modos de provisión de cátedras, al mantenimiento del centralismo docente, a la laicización de las escuelas, defendiendo la existencia de escuelas laicas libres, y luego su ruidosa reapertura tras del cierre impuesto por el Gobierno Maura después de la sangrienta lección de la Semana trágica de Barcelona, en 1909; más tarde, la campaña en favor de la libertad de enseñar o no enseñar el Catecismo por parte de los maestros y de recibir o no esta enseñanza por parte de los discípulos, veleidades anticlericales impropias de la madurez política del Conde de Romanones. [98] Por último, la progresiva descristianización del Magisterio mediante los inspectores de Primera enseñanza sectarios. Todo se logró con plenitud bajo la República. Desde ahora para en adelante, advertimos al lector que el interés de la Historia de la Institución Libre está yen lo que consiguió bajo la Monarquía, nauta, sagaz y tenazmente. La República sólo merece un recuerdo que sea como el catálogo y colofón de los triunfos institucionistas.
Revivamos la Historia, maestra del presente y admonitora de lo futuro. Esta constante y verdadera «monomanía persecutoria» de la Institución Libre de Enseñanza contra la escuela con enseñanza del Catecismo, esa obsesión por lo laico en la escuela tiene un ejemplar y apasionante interés y está unida a escenas cumbres de la vida pública española.
La declaración del deseo laicista llega en 1910 por primera vez hasta los labios del Rey Alfonso XIII, inserta en el protocolario discurso llamado «Mensaje de la Corona», con que se abrían las Cortes después de las elecciones generales, y fue era redactado e impuesto a veces por el Gobierno triunfante. El Monarca constitucional –que reinaba pero no gobernaba– no era más que un lector mayestático.
Los acontecimientos se sucedieron así. Tras de la escandalosa «ferrerada», en que todas las fuerzas internacionales de la revolución pasearon por el mundo el espectro de Francisco Ferrer, fusilado en Montjuich por justa sentencia de un Consejo de guerra (13 de octubre de 1909), como supremo inductor de la Semana trágica (26 de julio - 1 de agosto de 1909), en la que ardieron treinta y seis iglesias de Barcelona y la turba desenterró cadáveres de monjas y danzó con ellos –la historia se repite–, hubo desatentados españoles que, ciegos de la pasión política unos, frenéticos por hambre de Poder los otros, se solidarizaron con los extranjeros [99] que habían escarnecido al Ejército e injuriado el nombre de España en una dantesca resurrección de todas las calumnias de la «leyenda negra». Hombres de la Institución Libre –¡triste sino!– fueron protagonistas en todas estas agitaciones turbias y consiguieron mucho de las consecuencias políticas de ellas.
Se abrió el Parlamento, y el encono con que la oposición liberal combatió al Gobierno fue verdaderamente terrible. El 21 de octubre, El Imparcial, órgano de los liberales monárquicos, publicaba un artículo titulado «¿Pueden ser monárquicos los liberales?», en el que conminaba al Rey para que exigiera la dimisión a don Antonio Maura. Don Antonio Maura, demasiado respetuoso con las prácticas caballerosas que hasta entonces se habían seguido en la política española, dimitió.
Llamó el Rey al Poder a los liberales, y se formó un Gobierno presidido por Moret. Moret era uno de los profesores cuyo alejamiento de la enseñanza oficial originó la Institución Libre de Enseñanza.
Las escuelas laicas habían sido cerradas después de la Semana trágica. Apenas los liberales en el Poder, pensaron abrirlas, y se inició una campaña de los católicos contra la escuela laica, llevada principalmente por los «jóvenes propagandistas». Se dieron grandes mítines{73} con mucha concurrencia; pero el Gobierno, [100] el 3 de febrero, decretó la reapertura de las escuelas laicas. Pocos días después, el Rey negaba el decreto de disolución de Cortes a Moret, se producía la crisis total y entraba a presidir el nuevo Consejo de ministros don José Canalejas. García Prieto y Romanones fueron ministros de este Gobierno. Moret se alzó contra [101] el Rey. El Imparcial hablaba de Alfonso XIII recordándole a Fernando VII. ¡Cuántas veces había de [102] repetirse después esta figura histórica! Don Niceto Alcalá Zamora fue nombrado director general de Administración local.
De este efímero Gobierno Moret (tres meses: 22 octubre-3 febrero 1910) la Institución obtuvo, entre otras cosas, nada menos que el Reglamento de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones científicas (22 enero 1910), pieza maestra de toda la posterior obra institucionista, y cuyos primeros brotes apuntaron en 1907, en los días postreros de otro Gobierno liberal.
Canalejas enarboló la bandera anticlerical. ¿Qué hombre de hoy, que raye en los cuarenta años, no recuerda la «Ley del Candado» para cerrar a las Órdenes religiosas su entrada en España? El largo Gobierno de Canalejas (9 febrero 1910 a 12 noviembre 1912), que acabara con su asesinato por un anarquista, en plena Puerta del Sol, en un mediodía otoñal, es tiempo felicísimo para la Institución Libre de Enseñanza.
La Institución, en el poder
La Institución Libre se siente en el Poder. El señor Altamira y don Odón de Buen fueron el 30 de abril de visita a Palacio, y se deshicieron en elogios por el criterio liberal y progresivo del joven Monarca. Hasta el «Mensaje de la Cotona» llega el anuncio del laicismo escolar.
Se abrieron las Cortes el 15 de julio, y Don Alfonso XIII leyó el discurso de la Corona, del cual son las siguientes palabras: «...quedará a salvo, en los términos más solemnes, la independencia con que el Estado debe proceder, rechazando de sus escuelas el prejuicio y la coacción de los diferentes dogmatismos.» [103]
Arreció a su vez la campaña anticlerical. La contestación al mensaje de la Corona, redactada por el señor Alcalá Zamora, insistía en las notas irreligiosas. Don Gumersindo Azcárate pedía en el Congreso la «reforma constitucional con libertad de cultos, secularización de cementerios, matrimonio civil y escuela laica». Don Gumersindo Azcárate era desde los tiempos del krausismo, padre de la Institución Libre, uno de los más conspicuos jefes de la secta. Por aquellos días don Niceto Alcalá Zamora fue nombrado subsecretario de Gobernación y el señor Portela, gobernador de Barcelona. La Prensa oficiosa dijo de este último: «Es un joven diputado de la mayoría, muy inteligente y laborioso.»
Al alborear del 1912 los liberales se bambolean en el Gobierno, y se espera que pronto será llamado Maura al Poder. Sin embargo, en la primera crisis del año, el 9 de marzo, el Rey ratifica su confianza en Canalejas. Don Santiago Alba ocupa la cartera de Instrucción Pública. Alba anuncia que va a implantar la coeducación en las escuelas y que suprimirá la Religión en el Bachillerato, porque las estadísticas demuestran que ni aún los Colegios de Religiosos matriculan en los Institutos a sus alumnos para examinarse de la asignatura de Religión. Esto era una triste verdad, que se ha perpetuado hasta que la Religión desapareció totalmente del cuadro de la enseñanza oficial. El 12 de noviembre cae asesinado Canalejas, de un balazo disparado por el anarquista Pardiñas, frente a la librería San Martín, en la Puerta del Sol. Romanones es nombrado presidente. Azcárate fue a las consultas regias para resolver esta crisis.
Abundantísima fue la cosecha lograda por la Institución de este largo Gobierno Canalejas, y en los dos años y nueve meses que duró. Además de numerosas órdenes que facilitaban sus fines –caza menor– y de [104] multitud de nombramientos de profesores y funcionarios adictos, reduciéndonos a la creación de nuevos organismos –caza mayor– concebidos, proyectados e intervenidos por ella, consiguió los siguientes, entre otros:
Centro de Estudios Históricos (18 marzo 1910). Residencia de Estudiantes (6 mayo 1910). Museo de Ciencias Naturales (reforma de 27 mayo 1910).
Cossio y Castillejo visitan al Rey
Gobernaba el conde de Romanones. En 1º de enero de 1913 había dimitido, y el Monarca le ratificó su confianza, sin celebrar consultas, por lo que don Antonio Maura abandonó la jefatura del Partido Conservador y se retiró a la vida privada, de la que clamorosamente llamado por el propio partido, salió de nuevo a los pocos días.
Fue el 14 de enero una fecha de trascendencia en la historia de la Monarquía. Don Gumersindo Azcárate, Cossío, Cajal y Castillejo fueron a Palacio a ver al Rey. Al salir Azcárate, dijo que el Rey, «en lo religioso, era muy tolerante», y que, «respecto a la enseñanza, tenía un criterio liberal», y que, «en cuanto a la secularización, se mostraba conforme». Cossío manifestó que su audiencia con el Monarca fue sobre pedagogía, y Cajal y Castillejo indicaron que habían conversado sobre la Junta de Ampliación de Estudios y, con una nota no ciertamente modesta, dijeron que en España se iba a hacer lo mismo que se hacía en el «Japón, en Chile y en Rumania». ¡Cómo se abusaba de la ignorancia de muchos de los monárquicos de entonces! Colmaron de elogios a la Residencia de Estudiantes del [105] Hipódromo, que entonces nacía. Pablo Iglesias volvió a alabar al Rey, pero se negó a invitaciones que se le hicieron oficiosamente para acudir a Palacio.
Leída hoy la pedantesca nota de los institucionistas, al cabo de un cuarto de siglo, irrita por la incorrección que supone abusar de la credulidad de las gentes con vagas y raras citas de remotos países extranjeros: Japón, Chile, Rumania. Por ejemplo, conocemos bien Rumania: ¿qué tendría que copiar España de un entonces atrasado pueblo balcánico, que no contaba aún treinta años de existencia nacional independiente de la semibarbarie otomana? Sólo la comparación de España, pueblo señor del mundo en la Historia, creador de una de las primeras culturas de la tierra, con un oscuro principado sin universalidad, es ya una muestra del desprecio a la Patria característico de la Institución Libre de Enseñanza.
Descristianización del Magisterio
Por aquellos meses las Casas del Pueblo empezaron a sindicar a los maestros; la Prensa católica, El Debate, dio la alarma. «Algunos maestros de escuela se sienten también socialistas y activan sus trabajos para constituirse en sociedad, ingresando en la Casa del Pueblo, en la sección de Oficios Varios. Hoy han comenzado a circular unas convocatorias dirigidas a todos los maestros primarios de España para celebrar una asamblea el día 12 del actual, en la Casa del Pueblo. ¡Alerta, católicos, que aún es tiempo! Los maestros, hoy por hoy, nos pertenecen; pero ¿quién sabe si pasada media docena de años podremos decir otro tanto? ¿Quién se encarga de organizar a los maestros católicos?» [106]
Romanones insistió en la supresión del Catecismo en la escuela, y un proyecto de decreto se elevó al Consejo de Instrucción Pública el 5 de marzo. Contra la campaña de los católicos, cada vez más poderosa, empezaron los mensajes de la Institución Libre de Enseñanza. Uno de ellos fue de catedráticos pidiendo la libertad de cátedra también para los maestros, y que, por lo tanto, éstos no estuvieran obligados a enseñar el Catecismo. Al fin, y después de una prolija discusión del Consejo de Instrucción Pública, el decreto sobre el Catecismo apareció en la Gaceta el 25 de abril, y por él sólo se eximía de la doctrina cristiana a los hijos de los padres no católicos que lo pidiesen así. El primero de mayo se inauguraron las Fiestas Constantinianas para conmemorar el centenario de la libertad dada a la Iglesia por el Emperador. Apareció todo Madrid colgado. Romanones dijo que contra eso no se podía ir.
Pero siguieron los avances de la Institución Libre en Instrucción Pública. En mayo se creó la Inspección de Primera Enseñanza, que había de ser un arma eficacísima –lo hemos visto en estas horas– para imponer la enseñanza laica. El Debate organizó un mitin, y el señor Herrera (don Ángel) dijo en él palabras como éstas, el 19 de mayo de 1913: «Si esta disposición, por nuestra torpeza, por nuestra falta de táctica o por nuestro inconstante y versátil celo llega a prevalecer y se incorpora definitivamente a nuestras leyes, bien podéis decir que, sin resistencia, habéis dejado tomar al enemigo un puesto desde el que dirigirá toda la Primera Enseñanza de España, y que habéis dejado en sus manos el porvenir de las generaciones en nuestra Patria. Este Real Decreto es para mí de una trascendencia muy superior al del 26 de abril pasado sobre Catecismo en la escuela.
«Por eso veo con dolor cómo la nación, distraída, cansada, desorientada, no se percata de ello, [107] permitiendo que el enemigo, astuto, le vaya tomando las puertas y se vaya surtiendo de todo género de armas para el combate.»
Al caer Romanones el 25 de octubre de 1913, la Institución Libre tenía ya completo su sistema de descristianización del magisterio español. Lo demás era obra del tiempo; sus soles madurarían los rojos frutos que España recogió deshecha y sangrante en abril de 1931, octubre de 1934, febrero y julio de 1936.
El Instituto-Escuela
Roto «en potencia» el turno de los partidos conservador y liberal desde la muerte de Canalejas, y quebrado «en acto» desde la citada dimisión de Romanones, tras de la cual advino al Poder don Eduardo Dato; dividido el partido liberal en tres fracciones por lo menos (Romanones, García Prieto, Alba); formados los conservadores en dos grupos que acaudillaban Maura y Dato; agregados como extrema izquierda dinástica los reformistas, partido integrado en su mayor parte por institucionistas y predilecto de la Institución, la Historia política de España perdió la agradable sencillez que tenía desde el «Pacto de El Pardo», convenido por Cánovas y Sagasta en el invernizo día 25 de noviembre de 1885, en torno al cadáver aún caliente de Alfonso XII, y su esquema simbólico de dos líneas paralelas, los dos partidos del turno, que alternativamente gobernaban, se complicó con múltiples ramificaciones.
Tantas fueron las dificultades interiores y las preocupaciones extranjeras que la Guerra Mundial echaba sobre España, que el 21 de marzo de 1918, después de una crisis laboriosísima, se formó un «Gobierno Nacional» presidido por don Antonio Maura, en el que [108] fueron ministros las eminencias de todos los partidos. Tocóle la cartera de Instrucción Pública a Santiago Alba, jefe de la Izquierda Liberal, y de éste obtuvo la Institución Libre la creación del Instituto Escuela por Real Decreto de 10 de mayo de 1918.
Los propios labios del señor Castillejo nos dijeron cómo lo logró. Era una de esas soleadas mañanas «primaverales» del invierno madrileño. La luz entraba espléndida por la amplia ventana, abierta a la elegante calle de Almagro, del despacho que en el piso bajo del hotel que ocupaba la Junta para Ampliación de Estudios tenía su Secretario, señor Castillejo. Hablaba él...
La Institución, que a todos sus hombres los calificaba, casi los rebautizaba con alguna «grandeza» ponderativa de su cualidad más relevante, atribuía a don José Castillejo el título de «gran conversador»; en realidad, es un «gran organizador». Conversaba...: «Me llamó Alba, me dijo que quería reformar la Segunda enseñanza y me pidió que le hiciese un decreto. Le respondí que yo era demasiado modesto para una obra de tanta importancia. En cambio, le ofrecí algo menos extenso, pero más eficaz: un ensayo, un centro que permitiera experimentar los métodos para la gran reforma... Le llevé un decreto creando el Instituto Escuela, y la Gaceta lo publicó... Son ideas de don Francisco...»
Apenas conocido el Instituto-Escuela, un gran clamor se levantó entre el profesorado de Institutos de Segunda Enseñanza no afecto la Institución, y en toda la derecha española. Don Antonio Maura lo recogió enseguida. A algunas personas de su confianza dijo: «Es uno de tantos decretos como pasan en Consejo de ministros sin que nadie se entere. Alba no nos lo ha explicado. Pero yo me comprometo desde ahora a otorgar un Instituto Oficial con los mismos privilegios, a las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, si [109] se ponen de acuerdo para establecerlo y regirlo.» Mas, con grave disgusto de elevadas jerarquías de la Iglesia española, no pudo ser... Llegó diciembre, y por intrigas políticas precisamente también de Alba, cayó el Gobierno Nacional y sólo quedó el Instituto-Escuela, lucido benjamín de la prolífica familia institucionista.
Resistencias y retrocesos
No todas las situaciones políticas eran propicias a la Institución, a pesar de su cuidado especial para la provisión de la cartera de Instrucción Pública y del «ejército permanente» que tenía en el Ministerio. Los ministros conservadores, lo mismo con Maura que con Dato, marcaron casi siempre un alto en los avances de la Institución y, a veces, un retroceso, por desgracia pronto recuperado en los sucesivos Gobiernos liberales o de concentraciones diversas{74}.
Imposible es citar a todos los ministros de Instrucción Pública que resistieron al institucionismo. Recordemos, por todos, a César Silió, el gran ministro de la [110] autonomía universitaria, (decretada el 21 de mayo de 1919, derogada el 31 de julio de 1922), hombre preparado y decidido, que estableció como fiesta obligatoria en la enseñanza española el día de Santo Tomás de Aquino, con el nombre de «Fiesta del Estudiante», por primera vez celebrada en toda España, con asistencia del Rey Don Alfonso XIII y del Gobierno, en Madrid, el 7 de marzo de 1922.
La Dictadura, y luego don Eduardo Callejo, ministro del Gobierno del General Primo de Rivera, rodeado de buenos colaboradores, trató de contrarrestar la influencia creciente del institucionismo, tuvo el valor de romper el privilegio de la junta para Ampliación de Estudios por el cual ésta elegía sus propios miembros sin intervención ministerial, y hubiera logrado mucho si la habilidad de los institur ionistas, sorprendiendo la buena fe del noble Dictador{75}, no hubiese conseguido privar al señor Calleja de tan necesario apoyo.
En la pendiente
Los dos Gobiernos testamentarios de la Monarquía fueron, otra vez, tiempos de dominio por parte de los [111] institucionistas en Instrucción Pública. Se derogó cuanto les enojaba entre lo que hizo la Dictadura; se obsequió, contra la ley y la costumbre, a Fernando de los Ríos con una cátedra en el Doctorado de Derecho de la Universidad de Madrid; se ensalzó al triste e incapaz Sbert y se protegió a sus huestes de la FUE, milicias armadas de la próxima República, frente a [112] las cuales los «estudiantes católicos», jugándose las notas del curso –¡aquellos Consejos de disciplina, vergüenza de la disciplina y de los catedráticos revolucionarios que los formaban para ultrajarla!–, la libertad personal y la propia sangre, derramada en varias ocasiones, previendo todo lo que iba a caer arrastrado con la Monarquía, defendieron, ¡hasta frente a las propias autoridades académicas y ministeriales!, el orden, que era el decoro de la Universidad, el culto a su Dios y la amenazada unidad de España.{76}
Bajo la República
Bajo la República el desbordamiento de la Institución Libre de Enseñanza rebasó todo lo previsible. No en balde era su Obra y era su Régimen, auspiciado desde que Sanz del Río la profetizara ochenta años antes, [114] y Giner la defendiera como meta final de su tesis laica. Tanto se hizo en la República bajo el signo institucionista, que no se puede enumerar todo; baste decir que no se hizo nada en enseñanza –salvo cuando fue ministro el señor Pareja Yébenes– distinto de lo que quiso la Institución.
Nada puede extrañarnos. Lo habían anunciado sus «profetas» y lo predicaban sus «patriarcas».
Bien lo dijo Posada cuando en el [115] Boletín de la Institución Libre de Enseñanza escribió que nada se hacía en la enseñanza oficial, si no era bajo la influencia de los hombres formados e inspirados por el krausismo.
Con razón Royo Villanova llamaba a don Francisco Giner «faro de las izquierdas» en el título de un artículo del mismo Boletín.
Zulueta, ministro de la República, publicó en El Sol, en 1º de julio de 1928, un artículo titulado «Los Abuelos», donde emparejaba en el elogio a Pablo Iglesias y a Giner de los Ríos, auténticos progenitores de la España roja.
Antonio Zozaya, el plúmbeo y asiduo colaborador de las columnas de La Libertad, diario madrileño, afirmó el año 1922, en el Boletín citado, lo siguiente: «Toda la nueva España es hija de Giner.» Si por «nueva España» se entiende el sectarismo que dio nacimiento a la revolución roja, Zozaya tiene mucha razón.
En el libro La nueva Constitución Española, de Adolfo Posada, se consagran varias páginas al krausismo español, mostrando sus doctrinas como antecesoras inmediatas y progenitoras legítimas de las ideas heterodoxas y los sectarismos de la malhadada, pero fortuna efímera, Constitución de 1931.
Pero recordemos lo principal en cada grado docente. En la cultura superior y universitaria se modificó el sistema de oposiciones a cátedras y para proponer algún miembro del tribunal se concedía derecho al Ateneo de Madrid, a la FUE.... Se constituyó el Concejo de Cultura, antiguo de Instrucción Pública, con total preponderancia institucionista. Se crearon unos extraños cargos de «secretarios técnicos» en el Ministerio, que fueron para los más revolucionarios «licenciados de la FUE». Se formó un Centro o Fundación para Investigaciones, organismo tan importante que el señor Castillejo nada menos abandonó la Secretaría de la Junta de Ampliación para ser director del [116] nuevo organismo, que dispuso de un millón de pesetas anuales, consignadas en el presupuesto, con libertad para emplearlas como le pluguiese y con la posibilidad –creemos que caso único en la legislación de la Hacienda española– de conservar acumulado lo que no gastara en un ejercicio económico para los sucesivos. Incrustó en el nuevo Instituto Rockefeller núcleos institucionistas dominadores. En diciembre de 1932 se creó, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, el Instituto Sanz del Río, para perpetuar la memoria de este triste personaje y contribuir a formar filósofos jóvenes. Organizó la Universidad de la Magdalena, centro lujoso de veraneo de muchos profesores de la secta y de conocimiento y atracción de estudiantes elegidos de toda España. Nos parece que aparte de las ventajas conseguidas por quienes disfrutaron en agradables jornadas estivales de la real península –¡vida vivida!–, no fue demasiado lo que consiguieron de los jóvenes escolares, católicos y patriotas en crecido número. Resulta impropio de la seriedad de esta historia recoger en ella un «anecdotario de la Magdalena», que, aunque verídico y copioso, sería, acaso, demasiado expresivo...
En la Segunda enseñanza, al lado de una labor negativa del cierre de colegios religiosos o su persecución sañuda en las calificaciones de exámenes, que en junio de 1936 revistió caracteres de escándalo en algunos Institutos, hubo la labor positiva del «cursillismo», que abrió las puertas del profesorado a muchas gentes de aluvión, entre las cuales un número mínimo era de licenciados doctos y de rectas ideas, pues cuidadosamente se les eliminó durante las pruebas, cuyos días se aprovecharon con celo afanoso en inquirir los antecedentes políticos de los concursantes. Además se sembró España de Institutos elementales e Institutos de Bachillerato completo. [117]
El Magisterio fue tristemente preferido. Los profesores de la Escuela Superior del Magisterio se convirtieron en catedráticos de Universidad, mediante la creación de la Facultad de Pedagogía, de la que se excluyó a algún benemérito católico, pedagogo ilustre, mártir luego del terror rojo. Establecióse la coeducación en las Normales y se limitó el ingreso en ellas de modo que sólo obtuvieran el título de maestros quienes ocuparan después plazas oficiales, y como se exigía ese título para regentar cualquier escuela, el fin de las esencias privadas y religiosas quedaba a la vista... Se lanzaron por España las «Misiones pedagógicas», verdadero apostolado del diablo, corruptor de pueblos, enardecedor de revolucionarios de surco y esteva. Repartiéronse «bibliotecas populares», cuyos libros, comprados en masa por sectarios antiespañoles del Ministerio de Instrucción Pública, eran en gran parte manuales de anarquismo, obras neomaltusianas o novelas revolucionarias, con las cuales se «ilustró» a pobres campesinos que sólo sabían leer o a jóvenes obreros con ambiciones políticas... Para que nada faltase en esta gran labor corrosiva de los humildes o de los adolescentes, todos intelectualmente débiles, incapaces de resistir y ni aun de conocer este gran envenenamiento, «La Barraca», teatro de la FUE, fue ampliamente subvencionado, recorrió villas y ciudades, representando a veces... «Fuenteovejuna», por ejemplo, suprimiendo las escenas del regio perdón al pueblo, y dando fin a la obra en un motín sobre la sangre caliente del Comendador, con un bosque de puños en alto... ¡Manes de Lope de Vega!
¿A qué seguir? Después, los meses hirvientes de sangre derramada en los crímenes rojos... ¿Por qué extrañarse? Es en la altura donde se fraguan las tormentas que arrasan los llanos. Sin la fría corrupción reposada de los intelectuales, un gran pueblo no [118] desbarra. Las terribles maldiciones evangélicas deben martillear y en los oídos de los causantes: ¡Ay del que escandaliza! El que enseñare a uno de estos pequeñuelos a quebrantar uno de mis preceptos, ese será...
El gran plan
Hemos visto al paso de esta historia surgir y crecer los organismos constitutivos del plan de diabólica grandeza cuyo fin era la conquista de las mentes de España para arrancar de ellas el pensamiento español, católico, universalista, satisfecho y hasta orgulloso de su propia gloria histórica, para sustituirlo por ideologías laicas y extranjerizas, con usufructo y provecho de una secta estrecha.
Resumamos ahora, en breve descripción, los órganos que formaban el gran cuerpo dominado por los institucionistas y admiremos la sagacísima distribución de funciones encomendadas a cada uno de ellos.
La Junta para Ampliación de Estudios era el Sol del sistema. Autorizada a cubrir por sí misma las vacantes que se produjesen, es claro que el espíritu de la primera Junta se perpetuaría indefinidamente. El sistema nos parece magnífico y plausible para mantener en las entidades privadas el ideal de los fundadores, sobre todo cuando, siguiendo las normas aristotélicas, la virtud de los que componen esas Juntas están en razón directa de la «aristocracia» de sus funciones. Pero no es admisible en un organismo oficial del Estado, que llegó a disponer anualmente, por sí o por sus conexos o subordinados, de unos seis millones de pesetas extraídos del Presupuesto nacional; a cuyos primeros nombrados no sólo les faltaba el recto espíritu que exige la condicional aristotélica antedicha, sino que, por el contrario, se les instauraba para entregar a perpetuidad el organismo a la secta.
Garantizada así la segura posesión institucionista de [119] la Junta, ésta desempeñó, entre otras, tres importantísimas funciones. Era el gobierno de los centros sucesivamente creados; así, por ejemplo, el Instituto-Escuela, cuyos profesores, régimen, gastos, alumnos y hasta las menudencias cotidianas dependían de la Junta. El sistema resultó excelente; el ministro creaba los centros y se los entregaba a la Institución Libre, dominadora de la Junta...
La Junta –segunda función– mantenía por sus centros, laboratorios, subvenciones y publicaciones, unidos, protegidos y en situación privilegiada a sus adictos sobre los demás universitarios y profesores españoles.
La Junta –tercera función–, por medio de las pensiones, exigencia previa e indispensable para lograr una cátedra, preparaba sus nuevas reclutas, sus levas jóvenes; eliminaba a los «desafectos de fila» –¡no a los señalados y notables como tales!; táctica curiosa y hábil, que sólo engañaba ya a los dispuestos a dejarse engañar–, y con un bien administrado sistema de protecciones, tolerancias y pretericiones atraía novicios a la Institución, obligaba a silencios y benevolencias o mostraba a los débiles o dudosos que sin ella nada se podía lograr...
Para la captación de muchachos tenía la Residencia de Estudiantes, gobernada por la Junta, y las múltiples plazas en laboratorios y seminarios para alumnos –ayudantes, gratuitas o con remuneración que, por pequeña que fuese, llenaba de ilusiones y colmaba necesidades de escolares recién llegados a Madrid.
Con el fin de formar futuros profesores, disponía de organismos para todas las especialidades, como el Centro de Estudios Históricos, para Letras e Historia, o el Museo de Ciencias Naturales, vivero de «transformistas» materialistas, que han arrancado en libros y cátedras tantas creencias con fáciles declamaciones contra el Génesis, a base de atractivas novelas [120] darwinistas en las que se palpa y casi se ve pasar del infusorio a la medusa y del reptil al pez o al ave, al mamífero y a este hombre perfecto que somos hoy los vivientes; todo tan fácil, que al concluir de leerlo o escucharlo, siéntense deseos de parafrasear al poeta de Don Juan I, exclamando: «¡Lástima grande que no sea verdad científica tanta novelesca belleza!»
La concepción más perfecta y lograda es sin duda la establecida para envenenar al Magisterio español y, mediante él, a los pobres niños del pueblo. La Institución conquista en el «tercer grado». Entendámonos. En la Escuela Superior del Magisterio situó la Institución una mayoría de catedráticos, entre los que estaban algunos de sus más virulentos sectarios. Llegó al heroísmo civil en diversos casos el entrar o el salir de esa Escuela sin menoscabo de las creencias religiosas o las ideas españolas. Pues bien; para ser profesor de una escuela normal de maestros había que poseer el título de la Escuela Superior del Magisterio. Y para ser inspectores de Primera enseñanza, jefes inmediatos, permanentes e influyentes de los maestros, era también, de hecho, necesario el mismo título. La Institución inoculaba sus ideas en la altura. No catequizaba niños pueblerinos. ¿Para qué? ¡Ya se los catequizarían! La Institución conquistaba las cumbres. Eran suyos los profesores de los maestros de los niños.
¿Imitarla?
La habilidad y destreza de la Institución Libre para conseguir sus fines, y el triste pero completo éxito por ella logrado, y que nosotros hemos descrito en esta historia, puede excitar en algunos el deseo de imitarla, en apoyo de buenas causas. Poner los mismos procedimientos al servicio de otras ideas. [121]
No. Y si alguien se dejase vencer de tal tentación, lamentaríamos haber dado las lecciones que indudablemente encierra la presente historia. La hemos escrito cumpliendo un encargo apostólico y un propósito español, venciendo aquella misma «invencible repugnancia» que nuestro gran Menéndez y Pelayo sentía para escribir historias de sectas semejantes a la institucionista. Pero era necesaria «para mostrar claro y al descubierto el misterio eleusino, el fétido esqueleto con cuyas estériles caricias se ha estado convidando y entonteciendo por tantos años a la juventud española».
¿Qué hay digno de imitación en los sistemas institucionistas? Su fondo acertado ni es original ni es nuevo; la formación y cultivo de minorías proselitistas son tan antiguos como el Colegio Apostólico, aunque sólo la mención suene a irreverencia, y es el practicado en la Historia por todos los pueblos, las ideologías y las organizaciones sabias y prudentes.
Otra virtud imitable es el trabajo perseverante y tenaz de los institucionistas durante más de medio siglo, ya que la constancia es tan esquiva al carácter español, fervoroso y entusiasta hasta el sacrificio, mas tornadizo y mudable hasta la versatilidad.
Pero imitar los procedimientos de la Institución Libre de Enseñanza, por los que ha conseguido lo principal de sus triunfos, nunca. Acaparar puestos en compadrazgo sectario, amañar tribunales, poner la ley al servicio del interés de grupo, silenciar el mérito porque no es adicto, arrebatar puestos debidos por justicia a los ajenos para entregárselos por favor banderizo a los propios, recurrir a medios ilícitos a toda recta conciencia..., eso no. Ni el más santo y patriótico de los fines podría justificarlo.
«La contrarrevolución no es hacer la revolución contraria, sino hacer lo contrario de la revolución.» Nuestras armas sean la verdad y la justicia, y practicándolas [122] tendremos la máxima fuerza moral para impedir que otros las conculquen en daño de la Religión y la Patria.
Muy distintos serán los tiempos venideros a los historiados en las páginas pasadas. Pero sean los que fueren, si queremos que nuestros jóvenes católicos y españoles triunfen, démosles medios, pongámosles en condiciones de ser los mejores, y que la victoria los corone porque valgan sus cabezas para sostener los laureles. Así serán éstos dignos de ofrecerse ante el altar de nuestro Dios y de adornar las aras de nuestra gran España.
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{8} Conste aquí nuestra gratitud a don Miguel Artigas y a su sucesor en la dirección de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, don Enrique Sánchez Reyes, por las facilidades que han dado para este trabajo, supliendo así, en la medida indispensable, la pérdida de la biblioteca y archivos de mi casa de Madrid, pasto de la inculta voracidad roja.
{9} La Filosofía de Menéndez y Pelayo, por Adolfo Bonilla San Martín, en la Revista de Archivos, número de julio-agosto de 1912.
{10} «Azorín» (Martínez Ruiz), grato a los institucionistas, y en política, ciervista primero y después bien conocido izquierdista, se quejaba en sus Lecturas españolas de que no se hubiera hecho todavía, imparcialmente, la historia del movimiento que en la cultura nacional representaron el krausismo y la Institución Libre.
{11} Con multitud de datos ha sido publicado un libro, en dos tomos, bajo el título de «Les educateurs de l’Espagne contemporaine, par l’abbé Pierre Jobit, Docteur en Lettres, ancien membre de l’Ecole des Hautes Etudes Hispaniques, Aumönier du Lycée d’Angoulême», que es una historia del krausismo en España.
El primer tomo está subtitulado Les Krausistes, y el segundo son las cartas de don Julián Sanz del Río, publicadas en castellano por don Manuel de la Revilla, que el abate Jobit ha traducido al francés. A esta historia podría aplicarse la máxima de la Sagrada Escritura: «La letra mata y el espíritu vivifica», porque nos parece que el autor ha conocido al Krausismo y a la Institución Libre tan sólo en documentos escritos. Las fuentes de información personales que ha tenido, y alguna de las cuales enumera, han sido precisamente de afines a dicha Institución. Entre sus informadores menciona a Araquistain, Adolfo Posada, Castro y algunas otras personas que por su situación actual no creemos discreto nombrar. Con tales informadores no pueden extrañarnos algunas afirmaciones muy discutibles que se hacen en este libro.
El Abate Jobit, a pesar de sus sentimientos amistosos hacia España, no nos ha comprendido bien. Así, por ejemplo, comentando el Decreto que en 1844 creó la Guardia Civil, dice «que eran ejercidas violencias contra las libertades públicas suprimiendo la milicia nacional y creando una especie de guardia proconsular, la Guardia Civil». En otra ocasión habla de «la servidumbre del pensamiento, que comienza con Felipe II al prohibir a sus súbditos ir [35] a estudiar a las Universidades extranjeras, y que la muerte de Fernando VII no había suprimido totalmente». Una biografía laudatoria de Sanz del Río ha sido publicada en 1935 por el editor Aguilar, de Madrid, en la Biblioteca de Cultura Española. Su autor es Gervasio Manrique, y su título, el nombre del biografiado.
{12} Había nacido de humildes campesinos el 16 de mayo de 1819, en Torrearévalo (Soria). Una placa en las Casas Consistoriales del pueblo lo recuerda.
{13} En el Sacro Monte de Granada y en Toledo, hasta doctorarse en Derecho Canónico en 1836.
{14} Uno de éstos, Navarro Zamorano, tradujo al krausista Ahrens en 1841. De obras del mismo Ahrens se sirvió Balmes para el análisis del krausismo que hace en su Historia de la Filosofía.
{15} Historia de los Heterodoxos españoles, de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Tomo VII, pág. 370. Citaré siempre por esta segunda edición de sus obras completas. Victoriano Suárez. Madrid, 1913-1932. El último tomo de la primera edición, en tres, contiene los mismos pasajes aquí citados.
{16} Heterodoxos, págs. 374 y 375. Tomo VII.
{17} Heterodoxos, pág. 373. Tomo VII.
{18} La modestia no ha sido nunca una virtud krausista. En el Boletín de la Institución Libre de la Enseñanza, número 409, se lee que en España el nombre de krausista se aplica a muchos que no profesan esta doctrina. Pero, [40] con mucha justicia, a todos los que por sus tendencias, conductas y saber se revelan al exterior como hombres de construcción sólida, moral austera, obediencia a principios y culto al ideal.
{19} Heterodoxos, pág. 376. Tomo VII.
{20} Sanz del Río se casó a los cuarenta y dos años. Su esposa, Manuela Gumersinda María Antonia Jiménez, tenía treinta y ocho años y era natural de Illescas. La ceremonia religiosa se celebró el día de San Isidro de 1856.
{21} Las cartas inéditas de don Julián Sanz del Río fueron publicadas en 1875 por don Manuel de la Revilla, [42] en un volumen en octavo, de 109 páginas, perteneciente a la colección «Biblioteca Española». El Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, las reprodujo en el año 1922. El signo republicano de los institucionistas no faltaba en Manuel de la Revilla tampoco. Cánovas del Castillo escribe de él, precisamente en el prólogo de las obras de Revilla, que era un «declarado y fogoso republicano».
{22} Heterodoxos, pág. 377. Tomo VII.
{23} Sorprendente proyecto de Sanz del Río fue crear dos Facultades completas de Teología liberal, suprimiendo lo que se llamaban Seminarios Mayores y todo grado mayor teológico obtenido fuera de estas Facultades. Así se lo proponía a don José de la Revilla en la carta que le escribió desde Illescas en 5 de agosto de 1854.
{24} Heterodoxos, pág. 375. Tomo VII.
{25} Heterodoxos, Tomo VII, pág. 379.
{26} Heterodoxos, págs. 395 y 396. Tomo VII.
{27} La Reina Isabel II, en uno de sus rasgos de generosidad, regaló los jardines del Buen Retiro al pueblo de Madrid, y otros bienes del Real Patrimonio al Estado, [46] para que fueran vendidos e ingresadas las tres cuartas partes de su precio en el Tesoro Público y sólo una cuarta parte quedase para la Corona. Del coro general de alabanzas al rasgo de la Soberana discrepó violentamente Castelar, sosteniendo que las riquezas vendidas eran de la Nación y la parte de ellas que se reservaba la Corona constituía una apropiación ilícita.
{28} Hubo nueve muertos y un centenar de heridos.
{29} Heterodoxos, tomo VII, pág. 406.
{30} Heterodoxos, tomo VII, pág. 471.
{31} Historia de las ideas estéticas, por don Marcelino Menéndez y Pelayo. Tomo VII. Tercera edición. «Colección de Escritores castellanos», 1927, pág. 381.
{32} Heterodoxos, tomo VII, pág. 389.
{33} La polémica con el abogado santanderino J. A. Gavica, intrascendente combate político literario en la prensa de Santander, entre el citado, Pereda y Menéndez y Pelayo, la recogió don Miguel Artigas en el folleto Un episodio desconocido de la juventud de Menéndez y Pelayo.
{34} Heterodoxos, VII, pág. 393.
{35} Polémica con Gavica, ya citada.
{36} Ideas estéticas, Tomo VII, pág. 391.
{37} Ideas estéticas, Tomo VII, pág. 383.
{38} Heterodoxos, Tomo VII, pág. 380.
{39} Dos palabras sobre el centenario de Balmes, por don Marcelino Menéndez y Pelayo. Discurso enviado al Congreso Internacional de Apologética. 1910.
{40} El Ideal de la Humanidad fue puesto en el Índice el 26 de septiembre de 1865.
{41} Heterodoxos, VII, pág. 394.
{42} Heterodoxos, VII, pág. 389.
{43} Tengo delante una historieta navideña de aquellos años, titulada «El Pavo Krausista», sobre la compra de un pavo en la familia del filósofo, pavo que por fin, en un descuido, se lo come el gato. La esposa del krausista le propone la compra del ave en estos términos: «Yo no sé si esto es inmanente o trascendental; lo que mis hijos y yo sabemos es que hoy has de comprar el pavo.» El krausista accede, pero no sin protestar que «sea la postrera debilidad indigna de un filósofo. Veo con dolor –amonesta a su mujer– que el positivismo de Augusto Comte y de Littré hace estragos en tu razón, y que olvidas a Krause.» Y así continúa.
{44} Por cierto, que es extraño que en el Madrid reconquistado por las tropas del Generalísimo, haya todavía un grupo escolar dedicado al negativo crítico Clarín.
{45} Heterodoxos, VII, pág. 395.
{46} Heterodoxos, VII, pág. 405.
{47} Francisco de Paula Canalejas y Casas, natural de Lucena, temperamento más dado a la literatura que a la filosofía. Nacido en 1834. Murió, no viejo aún, en 1883.
{48} Heterodoxos, VII, págs. 396-398. Omitimos el juicio de Menéndez y Pelayo sobre Castelar, que es uno de los párrafos más elocuentes del insigne escritor. Dijérase que una subconsciente armonía imitativa hubiera movido su pluma.
{49} Heterodoxos, pág. 478. Tomo VII.
{50} Salmerón y Azcárate decían en una carta a su compañero de claustro don Luis Silvela, que quería intervenir como mediador para arreglar el conflicto universitario de 1875: «De ninguna manera podemos aceptar como límites impuestos a la Ciencia, ni el dogma católico ni los principios, etcétera.» (Carta publicada por don Félix Llanos Torriglia.)
El mismo don Luis Silvela contestaba, con plena razón y lleno de buen sentido, a Giner de los Ríos, en 22 de abril de 1875, una carta en la que figuraba el siguiente párrafo: «Pero no puedo menos de admirarme que a usted le extrañe que se expulse al catedrático que dice que se niega en absoluto a obedecer la orden del Gobierno. El dilema no [61]
tiene término medio: o el Gobierno deja de ser Gobierno, o el catedrático deja de ser catedrático.»
{51} Montero Ríos fue un grave obstáculo para que el santo fundador de las Escuelas del Ave María, don Andrés Manjón, pudiera llegar a ser catedrático de Derecho Canónico en la Universidad oficial. En las primeras oposiciones, fue Manjón propuesto en primer lugar, en la terna de los triunfadores. Sin embargo, la influencia de Montero Ríos hizo que no se le nombrara, porque había tenido con el ilustre don Andrés violentos debates en las sesiones de cierta Academia madrileña, defendiendo el uno la tesis católica pura y el ex ministro liberal una tesis regalista en materia de relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Por segunda vez hizo oposiciones don Andrés Manjón, y volvió a triunfar con plenitud. Ya no hubo más remedio que nombrarle catedrático. Desde entonces no perdió de vista los manejos de la Institución Libre de Enseñanza, y sobre ella escribió lo siguiente: «Hay en España una institución racionalista y librepensadora que dicen «Libre de Enseñanza», radica en Madrid y lleva la batuta en materia de enseñanza anticristiana, y prácticamente secunda los planes de la Masonería.»
Siempre se asocian en mi mente el recuerdo de los dos fundadores, tan opuestos en su vida y destino: don Andrés Manjón, del Ave María, y don Francisco Giner de los Ríos, de la Institución Libre de Enseñanza. Contemporáneos, con sus vidas y sus muertes, separadas una septena [62] de años, nacido el uno pobre en las norteñas montañas de Burgos, y el otro nacido rico en los escarpes meridionales de Ronda. Catedráticos de Universidad los dos; pedagogo práctico, español y cristiano don Andrés, y teórico, extranjerizo y anticatólico don Francisco; pobre de sotana raída, remendada, verdinegra, deslucida por todos los soles y las aguas mil, sacerdote santo, Manjón; ostentoso de su pretendida austeridad, a cubierto, bien barbado y de buen porte, «anacoreta del diablo», Giner. Siempre entre niños y con ignorantes, humilde entre los humildes, el avemariano; en ambientes intelectuales, oído, adulado, consultado por ministros y otros personajes, el institucionista. Nutriéndose de limosnas, con penoso esfuerzo, huyendo de la tutela del Estado, que temió por ahogadora de su vida, el Ave María; manteniéndose del presupuesto nacional, enroscándose en el Ministerio de Instrucción Pública, creciendo su vida propia a costa de ajenas prosperidades, la Institución Libre. Catequizando niños de gitanos en sus cuevas, don Andrés; intrigando con ministros en sus despachos oficiales, don Francisco... ¡Oh, qué dos vidas de pedagogos, iguales en duración, contemporáneas, paralelas, pero marchando con tan opuestos destinos!
{52} Heterodoxos, pág. 479. Tomo VII.
{53} Heterodoxos, VII, pág. 477.
{54} El lector que quiera emplear el tiempo en la bastante inútil curiosidad de estudiar la figura de Francisco Giner de los Ríos, puede leer su biografía, publicada a su muerte por el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, Madrid, 1915. También su pariente Fernando de los Ríos Urruti y su sucesor en la Presidencia de la Institución, señor Bartolomé Cossío, han publicado estudios sobre don Francisco. Sin olvidar la importancia de lo que se calla, al leer lo que dice, puede verse «Institución Libre de Enseñanza» por el propio Giner de los Ríos. 1882.
{55} Conservaron, eso sí, el colegio privado, que era lisa y llanamente la famosa «Institución Libre», y en él se han educado, cuando niños, algunos jóvenes hoy conocidos bajo diversos aspectos y muy distintas banderas por los españoles.
{56} Debemos esta carta a la amabilidad paternal del señor Obispo de Santander, Doctor Eguino, que poseía el original en su biblioteca, donado por la señora viuda de don Enrique Menéndez y Pelayo. Al ser saqueado el Palacio Episcopal durante la dominación roja, esta carta, unida a un ejemplar de la primera edición de los Heterodoxos, fue llevada a la Papelera de A*, y allí destruida, «para hacer papel limpio», como en su léxico oficioso decía la incultura marxista.
Copia de esta carta nos la ha facilitado D. Rafael G. García de Castro, Canónigo de Granada, Rector del Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago, autor de Menéndez y Pelayo. El sabio y el creyente, Los Apologistas españoles, Los intelectuales y la Iglesia, y otros valiosos libros que siguen la estela del insigne polígrafo.
A continuación publicamos tan expresiva carta:
«Madrid, 30 de mayo de 74. Mis muy queridos papás: Con sentimiento torno la pluma para decir a ustedes que no he entregado las cartas que me remiten, porque he comprendido que es enteramente inútil cuanto se haga para hacer mudar de propósito a [72] Salmerón. Si éste fuera un hombre razonable, bastaba y sobraba con lo que yo tengo estudiado durante el curso, para salir aprobado y algo más; pero como se empeña en exigirnos para el examen una porción de cosas, que no ha explicado ni por asomos, y dice además de esto que su conciencia no le permite aprobar a quien haya estudiado con él un solo curso, tiempo que no considera suficiente «ni para llegar a los umbrales del templo de la Ciencia»; como además es hombre que no atiende a ninguna consideración, en vano sería recurrir a recomendaciones ni a ningún otro medio. El otro día fuimos tres de sus alumnos a su casa, en representación del resto de nuestros compañeros. Le expusimos el inmenso perjuicio que a nuestras familias y a nosotros se nos causaba haciéndonos perder este año, pues la mayor parte de nosotros íbamos a graduarnos, faltándonos sólo dos o tres asignaturas. De nada hizo caso, y concluyó diciéndonos que sobre eso y sobre todo estaba su conciencia, y que si queríamos ser aprobados habíamos de llenar una porción de condiciones que nos impuso, contestando a una porción de cosas que ni él nos ha explicado ni nosotros hemos podido aprender. Tú no comprenderás cuál es la causa de tan extraña conducta. Pues esto no reconoce otro motivo que el de hacer de cada uno de nosotros, a fuerza de venir a su cátedra, un sectario de sus doctrinas filosóficas y «religiosas». Por lo tanto, el examinarse con él, aun cuando uno quede aprobado (cosa materialmente imposible), constituye al examinado en la tácita obligación de volver un año y otro a su [73] cátedra, cosa que ni puedo, ni quiero, ni debo. Tú no comprenderás algunas de estas cosas, porque no conoces a Salmerón ni sabes que el krausismo es una especie de masonería en la que los unos se protegen a los otros, y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo. Por lo tanto, creo que lo mejor es examinarse en Valladolid cuando pase para ésa. No obstante, si quieres que me presente a examen, lo haré, pero casi con la seguridad de salir suspenso. Haz lo que quieras. A mí todo esto me tiene sin cuidado... Sin otra cosa de particular, cariñosos recuerdos a todos, y ustedes ya saben lo mucho que les quiere su hijo que desea verlos y abrazarlos, Marcelino.»
{57} Polémicas, indicaciones y proyectos sobre la Ciencia Española, primera edición. Madrid 1876. Segunda edición, Madrid 1879. Tercera edición (tres volúmenes), Madrid 1888. Cuarta edición, Madrid 1915 (ídem). Edición de Obras completas, Madrid 1933. Dos volúmenes. Citamos por la segunda edición (un volumen).
{58} La Ciencia Española, págs. 3 y 4.
{59} La Ciencia Española, pág. 252.
{60} La Ciencia Española, pág. 467.
{61} La Ciencia Española, pág. 239.
{62} Menéndez y Pelayo. El sabio y el creyente. Rafael G. García de Castro, pág. 239.
{63} Manuel Pérez Villamil, Revista de Archivos, tomo XVI, núms. 7 y 8, 1912, pág. 234.
{64} «Sus cariñosas discrepancias doctrinales con Pidal acerca del valor y significación de la filosofía española no le impidieron asociarse políticamente a quien representaba, dentro del campo católico, una posición de transigencia y moderación. Su carácter y su humanismo rechazaban las soluciones extremas. Educado en una familia profundamente cristiana y católica, él lo fue también toda la vida a machamartillo; pero católico a secas. El partido conservador, por instinto, procuró conservarlo en sus filas, tanto por el prestigio de su talento frente a las izquierdas, como por evitar que acudiese a las filas de la extrema derecha. Menéndez y Pelayo se dejó llevar algún tiempo por este viento apacible de la política conservadora. Fue diputado, siendo Pidal ministro de Fomento, por Palma de Mallorca; visitó su distrito, pronunció un discurso sobre Lulio y aprovechó el viaje para adquirir raros libros lulianos. En 1891 fue diputado también por Zaragoza. Del 1893 al 1895 fue senador por Oviedo, y senador por la Academia desde 1899 hasta su muerte. Tenía la ilusión, y por esto sin duda, se dejó arrastrar a la política, de intentar una reforma de la enseñanza, y algo de esto sabemos por sus cartas a Laverde y por un notable informe, no ha mucho publicado. Pronto se convenció de que la política es un complicado [80] laberinto... Sin embargo, no fue del todo inútil su paso por las Cámaras. En el Congreso pronunció, contestando a Castelar, un hermoso discurso el día 13 de febrero de 1885, y en las páginas del Diario de las Sesiones está sepultado, anónimo, el brillante dictamen que redactó para la adquisición de la Biblioteca de Osuna por el Estado.» (Menéndez y Pelayo, por don Miguel Artigas. Págs. 154 y siguientes.)
{65} Menéndez y Pelayo. El sabio y el creyente. Rafael G. García de Castro. Págs. 278 y 120.
{66} «Excmo. Sr. D. Germán Gamazo. Mi querido amigo: Sé que para usted basta recomendarle una sola vez las cosas; pero como el otro día casi no pudimos hablar en Palacio, y después he tenido noticias de la infame calumnia que contra Menéndez y Pelayo emplean para derrotar su candidatura, tengo que volver a molestar a usted. Estoy persuadida de que usted desprecia tan ruines recursos, a que tiene que acudir el que carece de méritos sobresalientes; pero como la campaña enemiga arrecia, no he querido omitir un esfuerzo más en favor de un nombramiento que, como usted dijo muy bien, sería una honra para el que lo firme y una gloria para esta Nación tan necesitada de ofrecer algún acierto ante las extranjeras. Es de usted siempre afectísima amiga, C. R.° Alba.»
«Hoy domingo 3 julio 1898. El Ministro de Fomento. Particular. Excelentísima señora Duquesa de Alba. Mi querida amiga: Su Majestad la Reina ha firmado esta mañana el nombramiento de Menéndez y Pelayo. La he ofrecido la credencial y me figuro que desea hacerla llegar a manos del interesado por conducto de usted. Como quiera que sea, he tenido muchísimo gusto en satisfacer las nobles aspiraciones de usted, a las cuales me asocié desde el primer instante. [82] Espero que el lunes 11, salvo caso de fuerza mayor, tendremos Maura y yo el gusto de acompañar a ustedes en la mesa. Si por cualquier motivo me fuera a mí imposible (no espero que Maura se halle en ese caso), tendría la pena de avisar a usted su buen amigo Gamazo.»
«6 julio 98. Mi querido amigo: Cuatro líneas, porque considero un deber dar a usted las más expresivas gracias por su resuelta campaña en favor de Menéndez y Pelayo. Encantada de ver a ustedes el lunes, en que podré dárselas de palabra. ¡Qué fecha la del 4 de julio para la historia patria, y qué días estará usted pasando presenciando tanta desgrácia! Su afectísima amiga, C. R.° Alba.»
Refiérese la Duquesa a la destrucción de la heroica escuadra del Almirante Cervera por la flota yanqui, en aguas de Santiago de Cuba. Estas cartas han sido publicada por A. Paz y Meliá en Cómo fué nombrado Menéndez y Pelayo Director de la Biblioteca Nacional.
{67} Colaborando con Salmerón redactó el dictamen de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central sobre los Reales Decretos de reforma en la enseñanza de 1892.
{68} En la tercera edición de La Ciencia Españolas (1887-88) decía: «Es tal mi respeto a la dignidad ajena; me inspira tanta repugnancia todo lo que tiende a zaherir, a mortificar, a atribular un alma humana hecha a s emejanza de Dios y rescatada con el precio inestimable de la sangre de su Hijo, que aun la misma censura literaria, cuando es descocada y brutal, cínica y grosera, me parece un crimen de lesa humanidad, indigno de quien se precie del [84] título de hombre civilizado y del augusto nombre de cristiano... Yo peleaba por una idea; jamás he peleado contra una persona, ni he ofendido a sabiendas a nadie.»
Y en el primer tomo de la segunda edición de los Heterodoxos (1910) escribe: «Otro defecto tiene, sobre todo en el último tomo, y es la excesiva acrimonia e intemperancia de expresión con que se califican ciertas tendencias o se juzga de algunos hombres. No necesito protestar que en nada de esto me movía un sentimiento hostil a tales personas. La mayor parte no me eran conocidas más que por sus hechos y por las doctrinas expuestas en sus libros o en su enseñanza. De casi todos pienso hoy lo mismo que pensaba entonces; pero si ahora escribiese sobre el mismo tema, lo haría con más templanza y sosiego, aspirando a la serena elevación propia de la historia, aunque sea contemporánea, y que mal podría esperarse de un mozo de veintitrés años, apasionado e inexperto, contagiado por el ambiente de la polémica y no bastante dueño de su pensamiento ni de su palabra.»
{69} Por esta envidiable perspectiva histórica unida a su estilo claro y elocuente, Menéndez y Pelayo es un autor accesible a todos, y la relación de trozos de sus obras que [88] tratan de un mismo tema o de asuntos enlazados produce obras excelentes de divulgación, como lo prueba la Historia de España de Menéndez y Pelayo, por Jorge Vigón, ahora reeditada por tercera vez. (Cultura Española, Santander 1938.)
El Instituto de España ha decidido editar todas las obras del insigne polígrafo, y se han encargado de esta gran tarea, fecundísima en bienes para España, don Miguel Artigas y don Enrique Sánchez Reyes, Director de la Biblioteca Nacional y organizador y primer Director de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, aquél, y su sucesor en este cargo el segundo, y ambos grandes conocedores de cuanto produjo la mente del genial montañés e identificados con su espíritu.
Al mismo tiempo que las obras completas, va a editarse una Serie de divulgación compuesta de folletos o pequeños libros en los que se recogerán «los principales aspectos y bellezas de las obras de Menéndez y Pelayo; biografías o semblanzas de escritores y personajes históricos; capítulos y fragmentos que presenten unidad orgánica y constituyan una verdadera monografía; como, por ejemplo, el Concilio de Trento, las Cortes de Cádiz, etcétera». Estas publicaciones darán a conocer al gran público la obra de Menéndez y Pelayo, sus bellezas de estilo y su atractivo singular y a la par tendrán un valor sustantivo de divulgación popular de conceptos exactos sobre personajes y momentos de nuestra historia nacional. Bueno sería –aunque sin duda más difícil– comprender en esa colección folletos sobre conceptos de Menéndez y Pelayo en torno a ideas [89] universales o realidades españolas. Por ejemplo: «Conceptos de España en Menéndez y Pelayo», «Conceptos de Patria, Nación y Estado en Menéndez y Pelayo», «Concepto de unidad y libertad en Menéndez y Pelayo», etcétera, &c.
Será excelente para la cultura religiosa y patriótica del pueblo español que lea y escuche las sabias y a la vez animarlas lecciones de su Gran Maestro contemporáneo.
{70} La Institución Libre hace alarde de enseñar ciencia pura, con absoluta exclusión de toda idea religiosa; empeño no menos absurdo o ardid para deslumbrar a los incautos; pues, ¿qué cuestión habrá en las ciencias especulativas que de cerca o de lejos no se ilumine con la luz de algún dogma cristiano? (Heterodoxos, VII, pág. 481.)
{71} Discurso de inauguración del curso 1889-90 en la Universidad Central.
{72} Heterodoxos españoles, tomo VII, pág. 282.
{73} Al gran mitin de esta campaña, que se celebró en Madrid, dirigió Menéndez y Pelayo su famosa carta sobre la enseñanza laica, carta que en El Imparcial criticó Ortega y Gasset, atacando el «singular catecismo» defendido por don Marcelino.
Dice así la carta:
Madrid, 1 de enero de 1910. «Excmo. Sr. Obispo de Madrid-Alcalá. Mi respetable Prelado y distinguido amigo: Ya que mi [100] absoluta incapacidad oratoria me impide tomar parte en el mitin que mañana ha de celebrarse para solicitar de los Poderes públicos la clausura de las escuelas laicas, juzgo deber de conciencia no sólo religiosa, sino social y científica, el adherirme a esta manifestación católica, que es al mismo tiempo una muestra de cultura y una afirmación del verdadero sentido que la enseñanza popular debe tener, si ha de cumplir su misión educadora formando espíritus rectos y sanos. La escuela sin Dios, sea cual fuera la aparente neutralidad con que el ateísmo se disimule, es una indigna mutilación del entendimiento humano en lo que tiene de más ideal y excelso. Es una extirpación brutal de los gérmenes de verdad y de vida que laten en el fondo de toda alma para que la educación los fecunde. No sólo la Iglesia Católica, oráculo infalible de la verdad, sino todas las ramas que el cisma y la herejía desgajaron de su tronco, y todos los sistemas de filosofía espiritualistas, y todo lo que en el mundo lleva algún sello de nobleza intelectual, protestan a una contra esa intención sectaria, y sostienen las respectivas escuelas confesionales, o aquellas, por lo menos, en que los principios cardinales de la Teodicea sirven de base y supuesto a la enseñanza y la penetran suave y calladamente con su influjo. Así se engendran, a pesar de las disidencias dogmáticas, aquellos nobles tipos de elevación moral y de voluntad entera, que son el nervio de las grandes y prósperas naciones de estirpe germánica, en el Viejo Mundo y en el Nuevo. Dios las reserva quizá en sus inescrutables designios para que [101] en ellas vuelva a brillar la lámpara de la fe sin sombra de error ni de herejía. Ni en Alemania, ni en Inglaterra, ni en los países escandinavos, ni en la poderosa República Norteamericana tiene prosélitos la escuela laica en el sentido que la predica el odioso jacobinismo francés, cándidamente remedado por una parte de nuestra juventud intelectual y por el frívolo e interesado juego de algunos políticos. Apagar en la mente del niño aquella participación de luz increada que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; declarar incognoscible para él e inaccesible, por tanto, el inmenso reino de las esperanzas y de las alegrías inmortales, no es sólo un horrible sacrilegio, sino un bárbaro retroceso en la obra de la civilización y cultura que veinte siglos han elaborado dentro de la confederación moral de los pueblos cristianos. El que pretenda interrumpirla o torcer su rumbo, se hace reo de un crimen social. La sangre del Calvario seguirá cayendo gota a gota sobre la humanidad regenerada, por mucho que se vuelvan las espaldas a la Cruz. Lo que pueden dar de sí las generaciones educadas con la hiel de la blasfemia en los labios, sin noción de Dios, ni sentimiento de la Patria, ya lo han mostrado con ejemplar lección sucesos recientes ante los cuales el silencio parecería complicidad, o, por lo menos, cobardía. Por eso, yo, que soy uno de tantos católicos españoles, sin autoridad para levantar la voz ante mis conciudadanos, he escrito estas líneas con el único fin de hacer constar mi adhesión a la protesta cristiana y española que elocuentes voces han de formular mañana. De V. E. I. atento afectísimo amigo, que muy respetuosamente le saluda y besa su anillo pastoral, M. Menéndez y Pelayo.
{74} A... fue subsecretario de Instrucción pública por el invierno de 191... a 191... Era ministro R... A... llevaba los materiales para redactar el R. D. de disolución de... y creación de la nueva, por encargo del ministro, para que lo redactaran sus compañeros de Institución, a la casa de alguno de éstos. Del mismo modo, les transmitía confidencialmente notas que ponía en manos del ministro, a pesar de que, según sus propias líneas, ¡se había impuesto la más absoluta discreción!
Sería curiosa una pequeña historia de esta Subsecretaría para ver hasta dónde penetró la influencia de la Institución Libre de Enseñanza en los partidos llamados de derecha de la Monarquía española.
{75} Un modesto profesor de la Universidad de Madrid, lleno de la mejor intención, anteponiendo sus sentimientos patrióticos a toda otra consideración de menor fuste, solicitó y obtuvo una audiencia con el General Primo de Rivera, de cuya interesante relación me hizo confidencia, ya que nuestros modos de pensar y ver los problemas eran absolutamente idénticos.
He aquí lo que mi colega de Claustro me comunicó en lo referente al caso. El General, con un ojo vendado –acababa de sufrir una caída– le recibió en su despacho oficial [111] en el Ministerio de la Guerra, al atardecer de un día en que se hallaba menos ocupado de visitas.
La conversación se desarrolló, sobre poco más o menos, con el diálogo siguiente:
General.– Me dicen que deseaba usted hablarme para algo importante: ¿qué es lo que quiere de mí? Profesor.– Mi general, vengo como español, y con la experiencia que me dan largos años en contacto con la Universidad, a manifestar a usted que los peligros actualmente amenazadores para el Gobierno de España no los busque en cuestiones de detalle, persígalos en la obra fuerte de una organización temible, que socava los cimientos de la Dictadura y trabaja ardientemente por derribarla: la Institución Libre de Enseñanza. General (con ligera sonrisa).– ¿Y qué es la Institución Libre de Enseñanza? Profesor.– A la Institución, mi general, le pasa como a Dios: que está en todas partes y no se la ve. Literalmente, es el Colegio fundado hace cincuenta años por don Francisco Giner. General.– ¿Será acaso la Junta para Ampliación de Estudios? Profesor.– Ese es uno de los instrumentos principales que la Institución maneja. General.– Debe usted estar entonces tranquilo. El Secretario, señor Castillejo, viene asiduamente a verme, y puede decirse que no sale de mi despacho. Profesor.– Dado ese convencimiento, mi General, nada [112] tengo ya que decir. Si usted me lo permite, no quiero molestarle más y me retiro.
Primo de Rivera le detuvo entonces, llevando la conversación por otros derroteros de menos monta, y mi amigo se marchó desolado al considerar la incomprensión y el engaño en que el General Primo de Rivera vivía.
Poco después, me decía mi compañero con sentida emoción: «Querido amigo: ¡este régimen se pierde! ¡El General vive completamente engañado!» (Los intelectuales y la tragedia española, por el Dr. Suñer.)
{76} Tranquilo me hallaba en mi casa, dedicado exclusivamente a mi cátedra y a mis clientes, cuando, al cabo de algunos meses de haber dejado el Consejo, recibí una noche la visita de una comisión de estudiantes católicos que venían a quejarse de lo que en la Universidad les había sucedido. Contaban que, habiéndose dirigido al Rector para que les facilitara un local con objeto de celebrar una asamblea pacífica, éste se había opuesto a ello, al mismo tiempo que concedía el permiso a escolares pertenecientes a la Federación Universitaria Escolar. Deseaban, en vista de la negativa a sus pretensiones, dada también por el señor Tormo, realizar un acto de protesta extraunirversitario, en el cual pretendían que yo tomase parte. Mi primer movimiento fue el de rechazar la oferta, puesto que no me consideraba entre los profesores con matiz derechista tan [113] destacado para intervenir en el mitin que proyectaban realizar en el teatro Alcázar. Pedí un plazo para reflexionar, sin embargo. En aquella noche medité sobre la falta de valor de aquellos colegas míos que no apoyaban una tan justa demanda. Creí ver que un sentido de libertad y de justicia nos debía mover en pro de una defensa natural; que, precisamente por tener un espíritu independiente, me hallaba, caballerosamente pensando, en el imperativo moral de prestar mi modesto auxilio a jóvenes escolares, tal vez más distantes de mí ideológicamente que otros –no me refiero, claro está a los de la FUE–: pero que, por el hecho de ser discípulos míos, merecían todo mi afecto y ayuda ante una tan notoria falta de equidad como era la cometida por las autoridades académicas. En suma, admití el encargo y me dispuse a ocupar la tribuna del teatro Alcázar en un próximo domingo.
Realizóse la intervención mía, con el entusiasmo de una gran masa de concurrentes. En mi discurso hice observar los derroteros lamentables por los que marchaba la vida académica. Aludí a la constante indisciplina de los escolares y al carácter especialísimo de la misma. Las huelgas de ahora –decía yo– en nada se parecen a las de los tiempos mozos. Entonces era el anticipo de vacaciones, un acontecimiento público solemne, el simple aburrimiento en la asistencia a la clase, lo que motivaba algaradas sin matiz político ni trascendencia pública. Al estudiante le pedía el cuerpo «hacer novillos», marcharse al Retiro o a la Moncloa, correr, saltar, tomar el sol, chicolear a las muchachas: [114] ¡nada entre dos platos; pura alegría infantil! Mas ahora las cosas han cambiado. Los movimientos turbulentos eran sombríos, tenaces, llenos de contumacia. Los propósitos tenían un alcance político y social insospechado. Existían «agentes provocadores», directivos ocultos, cerebros escondidos, maduros y saturados de tenebrosos planes. En los rótulos de los tableros de anuncios, a la puerta de las Facultades, aparecían palabras frecuentemente de hondo sentido subversivo. Los grupos «sin Dios» anunciaban en caracteres impresos sus ateas inclinaciones. Parecía absolutamente evidente que un plan misterioso fraguaba una conmoción importante en la vida española. Hasta llegué a expresar mi convencimiento de que la técnica empleada recordaba muy exactamente la seguida por los comunistas rusos. Traducía yo entonces los primeros vagidos de la criatura engendrada por mi cerebro, que sin duda se hallaba alojada en el seno más íntimo de mi subconsciencia. Con verdadero sentido profético lancé al exterior la génesis de una revolución judaico marxista que, a la hora aquella en que hablábamos (1930) se hallaba incubando en España. (Del citado libro del Dr. Suñer.)
En este mitin hablaron, entre otros, don Pedro Gamero del Castillo, presidente de la Federación de Estudiantes Católicos de Sevilla; don José Martín Sánchez, presidente de la Confederación Nacional de Estudiantes Católicos, y el catedrático don Enrique Suñer.
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