Filosofía en español 
Filosofía en español

Juan Huarte de San Juan · Examen de ingenios, para las ciencias · 1575

Capítulo primero donde se prueba por un ejemplo, que si el muchacho no tiene el ingenio y habilidad que pide la ciencia que quiere estudiar, por demás es oírla de buenos maestros, tener muchos libros, ni trabajar en ellos toda la vida


Bien pensaba Cicerón, (Lib. i. offici.) que para que su hijo Marco saliese (en aquel género de letras que había escogido) tal cual él deseaba, que bastaba enviarle a un estudio tan famoso y celebrado por el mundo como el de Atenas, y que tuviese por maestro a Cratipo el mayor filósofo de aquellos tiempos, y tenerle en una ciudad tan populosa donde por el gran concurso de gentes que allí acudían: necesariamente habría muchos ejemplos y casos extraños que le enseñasen por experiencia cosas tocantes a las letras que aprendía. Pero con todas estas diligencias y otras muchas más que como buen padre haría (comprándole libros, y escribiéndole otros de su propia invención) cuentan los historiadores que salió un gran necio, con poca elocuencia y menos filosofía (cosa muy usada entre los hombres pagar el hijo la mucha sabiduría del padre). Realmente debió de imaginar Cicerón que aunque su hijo no hubiera sacado de las manos de naturaleza, el ingenio y habilidad que la elocuencia y filosofía pedían, que con la buena industria de tal maestro, y los muchos libros y ejemplos de Atenas, y el continuo trabajo del mozo, y esperar en el tiempo se enmendarían las faltas de su entendimiento: pero en fin vemos que se engañó, de lo cual no me maravillo, porque tuvo muchos ejemplos a este propósito que le animaron a pensar que lo mismo podría acontecer en su hijo. Y así cuenta el mismo Cicerón (Lib. de fato.) que Jenócrates era de ingenio muy rudo, para el estudio de la filosofía natural y moral, de quien dijo Platón que tenía un discípulo que había menester espuelas: y con la buena industria de tal maestro y con el continuo trabajo de Jenócrates, salió muy gran filósofo. Lo mismo escribe de Cleante, que era tan estulto y mal razonado, que ningún maestro lo quería recibir en su escuela. De lo cual corrido y afrentado el mozo, trabajó tanto en las letras: que le vinieron a llamar después, el segundo Hércules en sabiduría. No menos disparato pareció el ingenio de Demóstenes para la elocuencia, pues de muchacho ya grandecillo, dicen que no sabía hablar: y trabajando con cuidado en el arte, y oyendo de buenos maestros, salió el mayor orador del mundo: en especial (cuenta Cicerón) que no podía pronunciar la R, porque era algo balbuciente, y con maña la vino después también a articular, como si jamás hubiera tenido tal vicio. De donde tuvo origen el refrán (que dice) ser el Ingenio del hombre para las ciencias, como quien juega a los Dados, que si en la pintas es desdichado, mostrándose con Arte a hincarlos en el tablero, viene a enmendar su mala fortuna. Pero ningún ejemplo de estos que trae Cicerón deja de tener muy conveniente respuesta en mi doctrina, porque como adelante probaremos, hay rudeza en los muchachos que arguye mayor ingenio en otra edad, que tener de niños habilidad: antes es indicio de venir a ser hombres necios, comenzar luego a Raciocinar y ser avisados: porque si Cicerón alcanzara las verdaderas señales con que se descubren los ingenios en la primera edad, tuviera por buen indicio, ser Demóstenes rudo y tardo en el hablar, y tener Jenócrates necesidad de espuelas cuando estudiaba. Yo no quito al buen maestro, al Arte y trabajo, su virtud y fuerzas de cultivar los ingenios, así rudos como hábiles: pero lo que quiero decir es, que si el muchacho no tiene de suyo el entendimiento preñado de los preceptos y reglas determinadamente de aquel arte que quiere aprender, y no de otra ninguna que son vanas diligencias las que hizo Cicerón con su hijo, y las que hiciere cualquiera otro padre con el suyo. Esta doctrina entenderán fácilmente ser verdadera, los que hubieren leído en Platón. (Diálogo de sciencia.) Que Sócrates era hijo de una partera (como él mismo lo cuenta de sí) y como su madre (aunque era gran maestra de partería) no podía hacer parir a la mujer que antes que viniese a sus manos no estaba preñada. (De solo el entendimiento de Sócrates se puede verificar esta comparación: porque enseñaba preguntando, y hacía que el propio discípulo atinase a la doctrina sin que él se la dijese.) Así él (usando el mismo oficio de su madre) no podía hacer parir ciencia a sus discípulos, no teniendo ellos de suyo el entendimiento preñado: tenía entendido que las ciencias eran como naturales a solos los hombres que tenían ingenios acomodados para ellas: y que en éstos acontecía lo que vemos por experiencia en los que se han olvidado de lo que antes sabían que con sólo apuntarles una palabra, por ella sacan todo lo demás. No tienen otro oficio los maestros con sus discípulos (a lo que yo tengo entendido) más que apuntarles la doctrina: porque si tienen fecundo ingenio, con solo esto les hacen parir admirables conceptos, y si no, atormentan a sí y a los que los enseñan: y jamás salen con lo que pretenden. (La sabiduría humana, no es reminiscencia, y así condenamos adelante a Platón porque lo dijo.) Yo a lo menos si fuera maestro antes que recibiera en mi escuela ningún discípulo, había de hacer con él muchas pruebas y experiencias, para descubrirle el ingenio, y si le hallara de buen natural para la ciencia que yo profesaba, recibiérale de buena gana, porque es gran contento para el que enseña, instruir a un hombre de buena habilidad, y si no, aconsejárale que estudiase la ciencia que a su ingenio más le convenía: pero entendido que para ningún género de letras tenía disposición ni capacidad, dijérale con amor y blandas palabras, hermano mío, vos no tenéis remedio de ser hombre, por el camino que habéis escogido, por vida vuestra que no perdáis el tiempo ni el trabajo, y que busquéis otra manera de vivir, que no requiera tanta habilidad como las letras.

Viene la experiencia con esto tan clara, que vemos entrar en un curso de cualquier ciencia, gran número de discípulos (siendo el maestro, o muy bueno, o muy ruin) y en fin de la jornada, unos salen de grande erudición, otros de mediana, otros no han hecho más en todo el Curso, de perder el tiempo, gastar su hacienda: y quebrarse la Cabeza sin provecho ninguno. Yo no sé de dónde pueda nacer este efecto, oyendo todos de un mismo maestro, y con igual diligencia y cuidado, y por ventura los rudos, trabajando más que los hábiles. Y crece más la dificultad, viendo que los que son rudos en una ciencia, tienen en otra mucha habilidad, y los muy ingeniosos en un género de letras, pasados a otras, no las pueden comprehender. Yo a lo menos soy buen testigo en esta verdad, porque entramos tres compañeros a estudiar juntos latín, y el uno lo aprendió con gran facilidad, y los demás, jamás pudieron componer una Oración elegante. Pero pasados todos tres a Dialéctica, el uno de los que no pudieron aprender gramática, salió en las artes una Águila caudal: y los otros dos no hablaron palabra en todo el curso. Y venidos todos tres a oír Astrología, fue cosa digna de considerar, que el que no pudo aprender latín, ni dialéctica, en pocos días supo más que el propio maestro que nos enseñaba: y a los demás jamás nos pudo entrar. De donde espantado, comencé luego sobre ello a discurrir y filosofar, y hallé por mi cuenta que cada ciencia pedía su ingenio determinado y particular: y que sacado de allí no valía nada para las demás letras. Y si esto es verdad (como lo es, y de ello adelante haremos demostración) o quién entrara hoy día en las escuelas de nuestros tiempos, haciendo cala y cata de los ingenios, a cuántos trocara las ciencias, y a cuántos echara al campo por estólidos & imposibilitados para saber, y cuántos restituyera de los que por tener corta fortuna están en viles artes arrinconados, cuyos ingenios crió naturaleza sólo para letras, mas pues no se puede hacer ni remediar, no hay sino pasar con ello.

Esto que tengo dicho a lo menos no se puede negar, sino que hay ingenios determinados para una ciencia, los cuales para otra son disparatos: y por tanto conviene antes que el muchacho se ponga a estudiar, descubrirle la manera de su ingenio, y ver, cuál de las ciencias viene bien con su habilidad, y hacerle que la aprenda; pero también se ha de considerar que no basta lo dicho para que salga muy consumado letrado, sino que ha de guardar otras condiciones no menos necesarias que tener habilidad: y así dice Hipócrates (Lib. lex. Hippo.) que el ingenio del hombre tiene la misma proporción con la ciencia que la tierra con la semilla: la cual aunque sea de suyo fecunda y paniega, pero es menester cultivarla y mirar para qué género de simiente tiene más disposición natural, porque no cualquiera tierra puede panificar con cualquiera simiente sin distinción.

Unas llevan mejor Trigo que Cebada, y otras mejor Cebada que Trigo, y del trigo, tierras hay que multiplican mucho candial y el trujillo no lo pueden sufrir. Y no sólo con hacer esta distinción se contenta el buen labrador, pero después de haber arado la tierra con buena sazón, aguarda tiempo conveniente para sembrar: porque no en cualquier parte del año se puede hacer, y después de nacido el pan, lo limpia y escarda, para que pueda crecer y dar adelante el fruto que de la simiente se espera. Así conviene, que después de sabida la ciencia que al hombre está mejor, que la comience a estudiar en la primera edad, porque ésta (dice Aristóteles) (xxx. sed. eti. prob. iiii.) es la más aparejada de todas para aprender. Allende, que la vida del hombre es muy corta, y las Artes largas y espaciosas: por donde es menester, (Hippo. i. Apho.) que haya tiempo bastante para saberlas, y tiempo para poderlas ejercitar: y con ellas aprovechar la república. La memoria de los muchachos (dice Aristóteles) (xxx. secti. prob. Iiii.) que está vacía, sin pintura ninguna: porque ha poco que nacieron, y así cualquier cosa reciben con facilidad: no como la memoria de los hombres mayores, que llena de tantas cosas como han visto, en el largo discurso de su vida, no les cabe más. Y por esto (dijo Platón) (Diálogo de justo.) que delante de los niños, contemos siempre fábulas, y narraciones honestas, que inciten a obras de virtud, porque lo que en esta edad aprenden, jamás se les olvida. No (como dijo Galeno) (In oratione suasoria, ad bonas artes.) que entonces se han de aprender las artes, cuando nuestra naturaleza tiene todas las fuerzas que puede alcanzar. Pero no tiene razón, si no se distingue. El que ha de aprender latín, o cualquiera otra lengua, halo de hacer en la niñez, porque si aguarda a que el cuerpo se endurezca, y tome la perfección que ha de tener, jamás saldrá con ella. (En la segunda edad, que llaman adolescencia, hace el hombre junta de todas las diferencias de ingenio (en la manera que se pueden juntar) por ser la edad más templada de todas, y así no conviene dejarla pasar sin aprender las letras con que el hombre ha de vivir. Cice. i. offi.) En la segunda edad (que es la adolescencia) se ha de trabajar en el arte de raciocinar, porque ya se comienza a descubrir el entendimiento, el cual tiene con la dialéctica la misma proporción que las trabas que echamos en los pies y manos de una mula cerril, que andando algunos días con ellas toma después cierta gracia en el andar. Así nuestro entendimiento trabado con las reglas y preceptos de la Dialéctica, toma después en las ciencias y disputas, un modo de discurrir y raciocinar muy gracioso. Venida la juventud se pueden aprender todas las demás ciencias que pertenecen al entendimiento, porque ya está bien descubierto. Verdad es que Aristóteles saca la filosofía natural, diciendo que el mozo no está dispuesto para este género de letras, en lo cual parece que tiene razón, por ser ciencia de más alta consideración y prudencia que otra ninguna.

Sabida ya la edad en que se han de aprender las ciencias, conviene luego buscar un lugar aparejado para ellas, donde no se trate otra cosa sino letras, como son las universidades, pero ha de salir el muchacho de casa de su padre: porque el regalo de la madre, de los hermanos, parientes y amigos que no son de su profesión, es grande estorbo para aprender. Esto se ve claramente en los estudiantes naturales de las villas y lugares donde hay universidades: ninguno de los cuales (si no es por gran maravilla) jamás sale letrado. Y puédese remediar fácilmente, trocando las universidades, los naturales de la ciudad de Salamanca estudiar en la villa de Alcalá de Henares: y los de Alcalá en Salamanca. Esto de salir el hombre de su natural, para ser valeroso y sabio, es de tanta importancia que ningún maestro hay en el mundo, que tanto le pueda enseñar: especialmente viéndose muchas veces desamparado del favor y regalo de su patria.

Sal de tu tierra (dijo Dios a Abrahán) (Génesis. cap. xii.) y de entre tus parientes, y de casa de tu padre, y ven al lugar que yo te enseñaré: en el cual engrandeceré tu nombre, y te daré mi bendición. Esto mismo dice Dios, a todos los hombres que desean tener valor y sabiduría, porque aunque los puede bendecir en su natural: pero quiere que los hombres se dispongan, con aquel medio que él ordenó: y que no les venga la prudencia de gracia. Todo esto se entiende supuesto que el hombre tenga buen ingenio, y habilidad: porque si no, quien bestia va a Roma, bestia torna: poco aprovecha que el rudo vaya a estudiar a Salamanca, donde no hay cátedra de entendimiento, ni de prudencia, ni hombre que la enseñe. (Tu nihil invita disces faciesque Minerva.)

La tercera diligencia es, buscar maestro que tenga claridad y método en el enseñar: y que su doctrina sea buena y segura, no sofística ni de vanas consideraciones: porque todo lo que hace el discípulo (en tanto que aprende) es, creer todo lo que le propone el maestro, por no tener discreción, ni entero juicio, para discernir, ni apartar lo falso de lo verdadero: aunque esto es caso fortuito, y no puesto en elección de los que aprenden, venir en tiempo a estudiar que las universidades tienen buenos maestros, o ruines: como les aconteció a ciertos médicos (de quien cuenta Galeno) (viii. Metho. c. iiii.) que teniéndoles ya convencidos, con muchas experiencias y razones, que la práctica que usaban era errada, y en perjuicio de la salud de los hombres: se les saltaron las lágrimas de los ojos, y en presencia del mismo Galeno, comenzaron a maldecir su hado, y la mala dicha que tuvieron, en topar con ruines maestros, al tiempo que aprendieron. Verdad es: que hay ingenios de discípulos tan felices, que entienden luego las condiciones del maestro, y la doctrina que trae: y si es mala, se la saben confutar: y aprobar lo que dice bien. Estos tales, mucho más enseñan al maestro en cabo del año, que el maestro a ellos: porque dudando y preguntando agudamente, le hacen saber, y responder cosas tan delicadas que jamás las supo, ni supiera, si el discípulo (con la felicidad de su ingenio) no se las apuntara: pero los que esto pueden hacer, son uno, o dos cuando mucho, y los rudos son infinitos: y así es bien (ya que no se ha de hacer esta elección y examen de ingenios para ciencias) que las universidades se provean siempre de buenos maestros, que tengan sana doctrina y claro ingenio, para que a los ignorantes no enseñen errores, ni falsas proposiciones.

La cuarta diligencia que se ha de hacer, es: estudiar la ciencia con orden: comenzando por sus principios, y subir por los medios hasta el fin: sin oír materia que presuponga otra primero: por donde siempre tuve por error, oír muchas lecciones de varias materias, y pasarlas todas juntas en casa: hácese por esta vía, una maraña de cosas en el entendimiento, que después en la práctica, no sabe el hombre aprovecharse de los preceptos de su arte, ni asentarlos en su conveniente lugar: muy mejor es trabajar cada materia por sí y con el orden natural que tiene en su composición: porque de la manera que se aprende, de aquella misma forma se asienta en la memoria. Hacer esto conviene (más en particular) a los que de su propia naturaleza tienen el ingenio confuso: y puédese remediar fácilmente oyendo sola una materia, y acabada aquélla, entrar en la que se sigue, hasta cumplir con toda el arte. Entendiendo Galeno (Lib. de ordine librorum suorum.) cuánto importaba estudiar con orden y concierto las materias, escribió un libro para enseñar la manera que se había de tener en leer sus obras: con fin, que el médico no se hiciese confuso. Otros añaden que el estudiante (en tanto que aprende) no tenga más que un libro que contenga llanamente la doctrina, y en éste estudie, y no en muchos: porque no se desbarate ni confunda, y tiene muy gran razón. Lo último que hace al hombre muy gran letrado es, gastar mucho tiempo en las letras: y esperar que la ciencia se cueza y eche profundas raíces, porque de la manera que el cuerpo no se mantiene de lo mucho que en un día comemos, y bebemos, sino de lo que el estómago cuece y altera, así nuestro entendimiento no engorda, con lo mucho que en poco tiempo leemos, sino de lo que poco a poco va entendiendo y rumiando: cada día se va disponiendo mejor nuestro ingenio y viene (andando el tiempo) a caer en cosas, que atrás no pudo alcanzar ni saber. El entendimiento tiene su principio, aumento, estado, y declinación: como el hombre y los demás animales y plantas. Él comienza en la adolescencia, tiene su aumento, en la juventud: el estado en la edad de consistencia: y comienza a declinar en la vejez. Por tanto, el que quiere saber, cuándo su entendimiento tiene todas las fuerzas que puede alcanzar: sepa que es, desde treinta y tres años, hasta cincuenta, poco más o menos: en el cual tiempo se han de creer los graves autores, si en el discurso de su vida tuvieron contrarias sentencias. (Nec tamen est has aetates annorum numero circunscribere, quemadmodum nonnulli fecerunt, nisi forte in latitudine quadam. Gal. lib. vi. de sani. tuen.) Y el que quiere escribir libros, halo de hacer en esta edad, y no antes, ni después, si no se quiere retractar, ni mudar la sentencia: pero las edades de los hombres, no en todos, tienen la misma cuenta y razón: porque a unos se les acaba la puericia a doce años: a otros a catorce: a otros a diez y seis: y a otros a diez y ocho. Estos tienen las edades muy largas, porque llega su juventud a poco menos de cuarenta años: la consistencia a sesenta. Y tienen de vejez otros veinte años: con los cuales se hacen ochenta de vida (que es el término de los muy potentados) los primeros (a quien se les acaba la puericia a doce años) son de muy corta vida: comienzan luego a raciocinar, y nacerles la barba, y dúrales muy poco el ingenio: y a treinta y cinco años comienzan a caducar: y a cuarenta y ocho se les acaba la vida.

De todas las condiciones que he dicho, ninguna deja de ser muy necesaria, útil y provechosa, para que el muchacho venga a saber: pero tener buena y correspondiente naturaleza a la ciencia que quiere estudiar, es lo que más hace al caso: porque con ella vemos que muchos hombres comenzaron a estudiar (pasada la juventud) y oyeron de ruines maestros, con mal orden, y en sus tierras: y en poco tiempo salieron muy grandes letrados. Y si falta el ingenio (dice Hipócrates) que todo lo demás son diligencias perdidas: (Principalissimum quidem horum omnium praedictorum est natura, nam si haec afuerit his qui artibus animum aplicant per omnia praedicta penetrare poterunt. Hipp. lib. de decen Hornatu. Y asi Baldo vino a estudiar leyes ya viejo y burlándose de él dijéronle: Sero venís Balde in alio seculo eris ad vocatus. Y por tener el ingenio acomodado para las leyes, salió en breve tiempo famoso jurisperito.) pero quien mejor lo encareció, fue, el buen Marco Cicerón: el cual con dolor de ver a su hijo tan necio, y que ninguna cosa aprovecharon los medios (que para hacerle sabio buscó) dijo de esta manera: nam quid est alliud gigantum more bellare cum diis nisi naturae repugnare. Como si dijera. Qué cosa hay más parecida a la batalla, que los gigantes traían con los dioses, que ponerse el hombre a estudiar, faltándole el ingenio: porque de la manera que los gigantes nunca vencían a los dioses, antes eran siempre de ellos vencidos, así cualquiera estudiante que procurare vencer a su mala naturaleza, quedará de ella vencido. Y por tanto nos aconseja el mismo Cicerón, que no forcejemos contra naturaleza, ni procuremos ser oradores, si ella no lo consiente: porque trabajaremos en vano.

[ Baeza 1575, hojas 9r-21r. ]