Filosofía en español 
Filosofía en español

Fernando de CeballosLa Falsa Filosofía, o el Ateísmo, Deísmo, Materialismo… crimen de Estado 1  2  3  4  5  6 7

Al IL.mo Señor Don Pedro Rodríguez Campomanes, del Consejo de S. M. Caballero de la Real y distinguida Orden de Carlos Tercero, su primer Fiscal del Consejo y Cámara, Director de la Real Academia de la Historia, Académico del número de la Real Española, &c. &c.


IL.mo Señor.

Esta Carta Dedicatoria es tan rara en su género, que acaso no tendrá ejemplar. Todos cuantos dedican libros, hacen obsequio, o negocio o uno y otro: pero esta Dedicatoria es toda un oficio. Oficio de un Ciudadano particular, de que ni me despoja ni me dispensa mi profesión; y oficio en V. S. I. el admitirla por las obligaciones, y acciones de su especial Magistratura. Nada hace tan poca falta a V. S. I. como mi obsequio; y ninguna cosa aborrece tanto mi genio y estado como el negocio; porque contento con lo necesario, nada codicio de las cosas temporales, sino el mismo tiempo. Quédense pues a solas nuestros oficios y el miembro más muerto de la Sociedad hable al que ejerce el oficio del primero de los Fiscales de esta Monarquía.

En diciendo, que V. S. I. es el primero de los Fiscales del Rey tengo dicho, que es el primero de los Abogados Generales que representan su Real Persona en su Consejo, y Cámara; y a quien S. M. confía la defensa de sus derechos soberanos o de sus primeras Causas Fiscales. Si se usurpare lo que legítimamente toca a las Regalías; si se atentare de algún modo contra la reverencia y sumisión debida al Monarca; si quisieren turbar la suma administración de las cosas públicas; mucho más, si hubiere hombres tan monstruosos, que maquinen contra la seguridad de la Real persona y Casa: a nadie toca tan por oficio acusar a los rebeldes, declamar contra los usurpadores, y prevenir cualquier principio de turbación que altere la tranquilidad del Estado y el orden público, como a V. S. I.

Cualquier miembro de esta gran familia o Estado, que fuere sabidor de algún peligro que amenaza al Príncipe, o a la Causa común, se halla también en la obligación de oponerse a él, por virtud de la acción popular. ¿Mas esta acción la puede hacer valer cualquier Ciudadano por sí mismo sin dependencia, sin oportunidad, sin orden? Esta temeridad, o indiscreción atrasaría la causa pública, en vez de ocurrir a ella: y una precipitación semejante es más bien una nueva irrupción en el público, que militar por la tranquilidad y bien común. Debe pues cualquiera buen vasallo dirigirse a los Magistrados que tienen esto por oficio; informarlos de los males, y de los peligros que teme, tanto como lo está el mismo que los ha observado, y de algún modo probado. Los Reales Fiscales, cuyo{1} ministerio es apartar los perjuicios de los Reyes, y de los Reinos, aceptarán con estimación cualquiera celo fundado, y bien ordenado, y como Patronos generales introducirán la demanda ante S. M. o su Consejo, donde orarán, y pedirán los remedios que fueren más oportunos.

El turbar algún punto de la Religión verdadera, y recibida en el país, es uno de aquellos delitos contra que deben velar por obligación, y por interés las Potestades soberanas, y cuya acusación toca hacer a los Magistrados, que defienden los derechos, así del Rey como del Reyno. Porque es un Axioma de buena política, que jamás se toca a los fundamentos de la Religión, que no se sacudan juntamente los de la Región. Aun para repugnar la introducción de la Religión Cristiana entre los Romanos, no hallaron título más colorado aquellos célebres Jurisconsultos, que congregó Alexandro Severo{2} para reparar la administración de justicia, que habían descuidado sus antecesores. Ulpiano Prefecto de Roma, y uno de los veinte Jurisperitos, que habían de intervenir en cualquiera constitución;{3} y también Paulo con Modestino, y otros, cuyos nombres duran en las Leyes de los Digestos, todos estos hicieron gran resistencia a la Religión Cristiana en aquel siglo, porque les parecía una innovación de las Religiones, que llamaban antiguas. El mismo Ulpiano en el libro que escribió del Oficio del Procónsul, daba ésta por una de las obligaciones{4} de la Magistratura: por lo que en el libro siete recopiló los decretos y penas fulminadas contra los Cristianos, para que fuese celada su observancia. El otro Prefecto Simmacho malgastó en esta mala causa una elocuencia tan preciosa, que dio lugar a que dijesen, que cavaba con un azadón de oro en un suelo de cieno y fango.

Erraban estos Magistrados por la materia, y por el objeto: tomando por Religión antigua un error que nunca prescribe, y por justicia la persecución de los justos. Pero no erraban en cuanto a la obligación del oficio, tomado en sí mismo, que es hacer observar la Religión establecida y tenida, cuando hubiera sido la verdadera. De suerte que los que allí eran a modo de Saulo{5} unos nimios emuladores de las tradiciones y supersticiones paternas, o (como los llama Lactancio{6}) unos patronos de inhumanidad, hubieran sido unos Magistrados Religiosos, si anduvieran en la defensa de la Religión divinamente inspirada.

De aquellos Defensores de los Romanos tomaron los Godos sus Gardingos o Guardianes, y Defensores públicos.{7} Estos tenían también por oficio conservar los derechos del Reino y de los Ciudadanos con las costumbres antiguas, y mucho más la Religión patria. Dichos Magistrados Defensores que eran del Consejo Supremo, tenían entonces el oficio y lugar que hoy hacen en el mismo Consejo los Fiscales de S. M.{8} Entre las regalías que a este oficio perteneció siempre celar y conservar, pone el Señor Don Francisco Salgado la de promover la edificación de la República Cristiana, y del Estado Eclesiástico.

Los Síndicos, y Abogados generales de otras Naciones Católicas, y Acatólicas, y aun de la misma Ginebra están hoy conociendo la necesidad, y utilidad de estos oficios contra los ímpetus de la irreligión, que los anega, y arrebata confusamente hacia el abismo de la Anarquía. Bastan, por ejemplar, los discursos, que se han divulgado hacia todas partes, pronunciados por los Abogados generales del Parlamento de Paris en el año 1759 y en el de 1765. En ambas ocasiones ha resplandecido el celo, y la elocuencia del sabio Homero de Fleury, primer Abogado General del Rey Cristianísimo: una vez contra la Enciclopedia, y otra contra el Diccionario Filosófico Portátil, y contra las Cartas escritas desde la Montaña. El nervio de sus declamaciones ha sido, como él mismo dice, “Porque no hay sociedad, o gobierno, cuyos intereses no sean desconcertados por la disolución, por la independencia, y por la incredulidad. Pues los fundamentos de la Sociedad, (añade después con un Orador Holandés) van tan unidos con los de la Religión, que profanados los segundos, es consiguiente la ruina de los primeros.” A estas representaciones se siguieron siempre los decretos y proscripciones del Parlamento, pedidas contra todas estas obras impías de los nuevos Filósofos.

No ha sido menos celebrada la vigilancia, y elocuente celo de V. S. I. sobre la observancia de la pureza de la Religión, y de las Reglas Canónicas cuando por su oficio ha clamado contra sus abusos, para que se conserve en su primer esplendor, y los hijos de Levi sean depurados como el oro, y el sacrificio de Judá y Jerusalén vuelva a agradar a Dios, como en los días antiguos.

Habiendo pues Magistrados tan católicos, y celosos de la observancia de la pureza de la Religión, falta toda razón para invertir el orden que dejamos dicho, y no acudir a V. S. I. que pedirá donde convenga el amparo y conservación de la piedad y culto revelado, cuando la nueva Filosofía no omite ningún medio de turbarlo. En esto se ha fundado muy bien lo que S. M. tiene novísimamente mandado observar por su Real Cédula librada en el Real Sitio de San Lorenzo el año de 1771, en razón de cualquiera celo que se le quiera dar sobre estas materias, debiéndolo hacer por medio de su Consejo y Fiscales.

Sería necesario que yo desconociese la evidente legitimidad de este orden, para pensar que otro personaje que V. S. I. había de ser el Patrono de esta Obra, o por mejor decir, de esta causa, porque toda ella es una razonada y larga justificación del celo que da a V. S. I. un verdadero súbdito, y un amigo de la paz pública contra las doctrinas que la perturban, y tiran a conmoverlo todo.

Este movimiento de mi corazón a que no pude resistirme, después que me desasosegaba algún tiempo, ni de que pudo distraerme algún otro estudio o cuidado, fue siempre poner en la consideración de V. S. I. los males públicos que pueden nacer de los sistemas y proyectos impíos, que unos hombres vagantes, llamados Filósofos, conciben en la obscuridad y podredumbre de su ocio. No hay siquiera en ellos aquel pudor que hace a todos los hijos de Adán cubrir sus flaquezas, cuando han comido de lo vedado. ¡Ojalá que solo fueran malos para sí mismos! Pero su malicia asciende siempre.{9} Ascienden (digo) de las podridas lagunas de su corazón vapores pestíferos, que se esparcen por la atmósfera común que todos respiran; ya en libelos y folletos, que lleva el aire del tiempo, ya en palabras que vuelan de sus malos coloquios. Así comunican de unos en otros sus pensamientos mortales, y causan una peste en los espíritus de todo un grande Estado. De allí se contaminan los otros Reinos. Porque contra las pestes y contagios corporales pueden ponerse cordones en las fronteras, y tomarse precauciones en los puertos, para que no entren las personas infestadas, ni las mercaderías. Estos males del cuerpo, así generales, como particulares, son sensibles: al fin salen a fuera: sea por el olfato, o por la vista de los síntomas pueden conocerse y prevenirse. Pero las pestes y contagios espirituales se observan más tarde, y no por todos. No se embarazan tampoco en las barreras de los Reinos, ni en las tropas acordonadas, ni se descubren en la cuarentena, si el contagiado quiere ocultar el género. Por cima de todos los reparos humanos vuelan estos insectos y malos espíritus, que muerden de muerte a las almas, mientras parece que las alagan.

Los estragos morales y políticos que causa ya una Filosofía fraudulenta y traidora, se resienten en muchas partes. Cuántos sabios juiciosos y de buen sentido escriben contra ella, no dejan de explicar en una o en otra parte (aunque fuera de su designio principal) que es perniciosa al Estado; porque no pueden dejar de ver, que además de la impiedad, y de la irreligión que dicha Filosofía predica, va también a revolver el orden público, a derribar a los Soberanos, y a disipar a los Magistrados, y gobiernos establecidos; y si pudiera, a destruir a la humanidad, de que por otra parte se precia.

Estos diversos pensamientos que yo notaba esparcidos por varios y buenos libros, se conformaban con los temores de que me veía agitado mucho antes: y de todo vine a concluir, que no eran vanos mis recelos. Con tales fundamentos tomé por designio principal de mi trabajo este argumento, que ojalá hubiera sido antes el objeto de otros. Expuse en estos cinco libros todos los sentimientos de que estaba cargado; los documentos más sinceros que tuve a la vista; mis observaciones sobre la historia antigua y nueva: y en el último libro añadí mis deseos, y mis pensamientos, por si en una mano autorizada, o armada podían llegar a ser remedios saludables.

Después que había pasado todo este escrito a manos de V. S. I. se avisó en las noticias públicas de París del mes último, que aquella célebre Universidad, celosa siempre así de la pureza de la doctrina, como de los derechos soberanos, acaba de aprobar cierta Disertación hecha sobre el tema siguiente, que la misma Universidad le había propuesto: Non magis Deo, quam Regibus infensa ista, quae hodie dicitur Philosophia. Con esto no me podrá turbar otra vez la duda, de si era útil y necesario el trabajo que había tomado.

Importante y necesario debe sin duda ser un asunto a que convida una Academia tan célebre, y en que concurren los ojos y votos de personas tan remotas, que no se pueden haber comunicado para pensar tan concordemente. A vista pues de un mal tan conocido, y de una necesidad de remedio tan claramente indicada, se convierten dentro de mí en estímulos los recelos, y me reprehendo de no haber pasado antes estos trabajos a manos de V. S. I. cuando ha más de un año que están concluidos.

Ya no temo los varios juicios que un vasto vulgo, incapaz de ser satisfecho, formará sobre los defectos de esta obra. Solo una advertencia quisiera que no olvidase, y es, que cuando se escriben libros para ocurrir a una necesidad, y no para el gusto, no se atiende a desaliños y negligencias, que pudieran remediarse, a costa de una detención perjudicial al propósito principal.

Ningún examen temiera tanto esta obra como el de V. S. I. si por su celo, oficio, y juicio sublime no consultara en todas estas cosas a la utilidad. Pero la fuerza de la verdad me hace confesar mi edificación de haber experimentado en V. S. I. el fondo de prudencia, de verdadera y templadísima crítica, de dulce condescendencia, de humanidad, y de una justa disimulación con que ha mirado esta producción, donde su sobresaliente sabiduría (conocida ya en toda Europa) pudiera descubrir más defectos que otro alguno.

Esta ocasión me ha hecho ver lo que me faltaba conocer por experiencia en V. S. I. y es (como lo siento, y no debe callarse) una alma llena de equidad, rectitud, y elevación, que le hace estimar las cosas por su verdadero mérito. Un sabio que no envidia talentos ajenos; sincero, indulgente, y que no juzga como los espíritus medianos por lo que importa poco en los asuntos; sino por el calibre, por la esfera de su extensión, y por el fondo.

Aun cuando no debiera dedicar esta obra a V. S. I. por su oficio, como dejo dicho, lo hubiera solicitado por su elevado e ilustrado espíritu, nacido para Juez, y para Patrono de trabajos mentales. Es realmente la ciencia y criterio de V. S. I. muy contrario a este pueril, superficial, y atado a la corta y dura cadena de unas materialidades impertinentes: no es su ciencia de esta bella y delicada, que hoy se lleva todo el culto de los falsos Filósofos, o Bellos Espíritus: ni su estudio es tampoco de aquellos ociosos y afeminados, que arriesgan los progresos de las verdades, por detenerse en el anillo de un pelo, en un rodeo fino, o en otra bagatela. Su alma muestra bien que está endurecida en las vigilias, y penosas tareas; y sacrificada a la utilidad y provecho común.

Una erudición criada al fresco, y en lo húmedo del ocio, aunque crezca, crece como una planta regalada y tierna. Toda se va en follaje, en gracias, en flores: pero no sabe sufrir un sol, o un cierzo de una tarea dura y forzada, que se ha de concluir para el día, y ha de servir para un asunto importante. Esta bella sabiduría es buena para agradar a los espíritus débiles. Tropieza en una coma; pierde un mes en rodear un periodo, o en acabar un verso; la desconcierta una expresión fuerte, la asombra o escandaliza una licencia varonil; y la desmaya la vista de un objeto serio y pesado. Tales son los sabios que cultiva la Pseudofilosofía; y cuando más no merecen en la literatura, ni en la elocuencia otro lugar que el que tienen los limpiantes en la Escultura. Un Estatuario o un Pintor fuerte y fecundo produce sus ideas sobre el lienzo, o sobre la piedra; y cuando logra ver fuera de su espíritu la imagen que tenía en él, no solo con nervios, solidez, y contorno, sino también con acción y con alma, arroja el pincel, y entrega el lienzo a un joven para que lo acabe.

Así se ha visto en las producciones de V. S. I. una elocuencia nerviosa, membruda, y animada; a quién si se quisiera dar más lima o esponja, quizá se le debilitara. Pero este es un talento que no conocen todos, ni aun se compra con todo el arte.

Solamente a costa de una mina tan rica pudiera V. S. I. atender a un tiempo a tantos asuntos serios y delicados, y juntamente a tantos ejercicios de letras. Su casa se puede llamar hoy el asilo y la morada de la sabiduría. Allí encuentran lugar seguro, y hora oportuna las Academias y diferentes juntas de literatura. Allí se van como a su conservador las buenas artes. Allí se unen al calor que les presta V. S. I. los preciosos fragmentos de la historia antigua de la nación, que han podido salvarse de las revueltas y naufragios pasados, para ordenarse y erigirse en un cuerpo ordenado y atado. Allí recurre cualquiera sabio que se halla en estado de producir sus conceptos, y encuentra en su protección cuna segura donde ponerlos. Esto podrá salvar a muchos hijos del entendimiento, que expuestos a la ventura, o morirían, o se disiparían entre los pies de la plebe, o serían robados por genios celosos e infecundos, que quisieran llamarse sus padres.

Pero no se abandona V. S. I. al estudio de las ciencias con negligencia de sus obligaciones. Muchos Magistrados que no supieron templar su gusto por las letras, faltaron por él a sus graves encargos. Hugo Grocio es uno de los ejemplos que pueden proponerse en este género para escarmiento. De él se ha dicho que por vacar demasiado a los estudios privados, descuidaba de sus oficios.

El modo de poder estudiar el Magistrado sin el riesgo de faltar a sus empleos, es estudiando como V. S. I. para cumplir. La instrucción de un alto Magistrado debe ser muy ilimitada, y fundada. Porque en todas las artes hay mil fraudes, de que se sirven sus profesores para engañar, y dañar al público. El que ha de conservar la justicia de todos, y ha de apartar los daños que causan estos fraudes, debe conocer también las reglas de las artes a que faltan.

Aun sobreañade mucho a lo dicho la ciencia que pide el oficio Fiscal. Porque no se satisface a éste con saber los principios de la justicia, y la naturaleza de las leyes, sacándola del estudio de la naturaleza del hombre; sino también el estado de la Monarquía, los límites antiguos y nuevos, o la Geografía de cada Provincia, la historia de la Nación, las Cortes celebradas por ella, lo que allí pidieron, alegaron, y defendieron los Procuradores de los Reinos. Los conciertos y tratados de paz, de comercio, y de ligas con las otras naciones. De aquí el conocimiento de la historia de los demás Estados, y Gentes. Las Bulas y privilegios de los Papas; los Concordatos con la santa Sede; la historia antigua y nueva de la Iglesia; los términos de las Potestades Real y Eclesiástica; la naturaleza y distinción de las Regalías e Inmunidades sagradas. ¿Para todo esto qué instrucción viene sobrada? ¿Qué días y noches bastan? Pero el tiempo que muchos se toman para el recreo, que se juzgan debido, se lo toma también V. S. I. para esta universal instrucción, y aquí halla sus delicias, sus teatros, y unos espectáculos; ¡cuanto más dignos de una alma sublime! Así disculpaba Cicerón su aplicación a las buenas artes, y a la Filosofía. Jamás decía, que había faltado por este estudio a lo que debía a la República, pues no empleaba en él más horas que aquellas que daban otros a los placeres.

V. S. I. divide sabiamente el tiempo y los ejercicios. Oye y da expedición a muchos, que solicitan sus negocios o los ajenos; y después se entra a descansar un rato o en la lección de buenos libros, o en la conversación de los eruditos que atrae con su trato afable y fácil. De este modo hace lugar con unas cosas a las otras, y con una sabia economía se halla en todas.

Mas después de un trabajo tan sostenido ningún Magistrado, que es deudor a muchos, puede contentarlos a todos. Lo primero, porque él puede errar, y hacer agravio aun contra su propósito. Lo segundo, porque se engañan ordinariamente los que presumen juzgar la conducta de las personas públicas, y enmendar desde su rincón las providencias tomadas en casos, cuyas circunstancias no saben tan bien, como quien se ha informado por oficio. ¿Pero quién puede satisfacer a un pueblo donde son inconciliables los dictámenes y los intereses? Cada uno piensa de un modo diferente. La libertad de opinar y juzgar de todo es incomprehensible; y por otra parte, como no se vierta a fuera con escándalo o con desacato, no es materia de las leyes públicas. Aquí entra la necesidad del temor de Dios, y de la Ley de Jesucristo, que penetra hasta en las conciencias, y clava allí esta libertad de juzgar al consiervo por el miedo de los juicios eternos.

¡Qué fuente tan copiosa para sacar un Magistrado profundo desengaño de las cosas humanas, y poner todo su cuidado en agradar a Dios! Porque si quisiera complacer a los hombres, jamás lo conseguiría, aunque disipara sus huesos. Dios, que es el que juzgará a las justicias, es también en esta vida la consolación de los Jueces, que gimen bajo el peso de los pueblos; y en la venidera será su premio. No hay motivos más dignos del incesante trabajo de V. S. I. El mundo no se los pagará jamás. Infelices y malaventurados son aquellos que se desviven por agradar a los hombres. No hay un principio tan sólido donde estribar para no disimular por algún respeto terreno los delitos, y vengar en cuanto sea posible las ofensas de Dios.

Finalmente bien notorios son los desvelos y empeños de V. S. I. para hacer florecer la justicia y la sabiduría en toda la Nación. Si el suceso no correspondiere a sus deseos, será porque las obras que dependen del concurso de muchos, se frustran necesariamente con que desayuden unos pocos. Es también cosa muy ardua lograrse todos los medios oportunos para una empresa tan vasta como mudar la educación de una Nación grande, y asida, como todas, a sus máximas. Pero siempre deberá esta reconocer en V. S. I. un hijo, que ha procurado hacer la gloria de su patria, y la perfecta ilustración de sus hermanos. Algún día podrá ser que florezca y se coja lo que hoy se planta.

Dije perfecta ilustración, porque no hablo de aquella que tanto se vulgariza, y es más bien una ilusión, que deslumbra a infinitos espíritus ligeros, y deslustrará a cualquiera gente. La falsa Filosofía ha querido tomar este nombre de ilustración, para hacerlo infame y de mal agüero. La impiedad, y todas las malas artes usurpan el mismo nombre, y lo hacen aborrecible, porque con él quieren confundir y revolver cuanto nos había quedado mejor de la antigüedad: alteran la fe y crédito de la más sabia tradición: confunden a las ideas universales con las vulgares; a las noticias innatas o primeras con los que llaman prejuicios o preocupaciones; y al Pueblo con la Plebe.

No es el gusto de esta ilustración falsa, novelera y osada el que observará en V. S. I. todo el que lo trate; sino un espíritu muy al contrario. Esto es, un deseo de apartar lo precioso de lo vil; de purgar a las ciencias de los embarazos y malezas, donde están sin jugo, y como sofocadas; y de que los conocimientos humanos lleguen al desengaño de muchos groseros errores, y a el aprecio de nuestra Religión y piedad. Porque en efecto la misma piedad será árida, ni tendrá mucha unción, mientras que el alma royere una instrucción de poca substancia.

Que este haya sido el santo fin de V. S. I. pueden probarlo algunas partes de esta obra. Lo que se hallare en ella de más pío y útil para la devoción de los fieles, entiendan que se lo deben al dictamen y celo cristiano de V. S. I. Porque yo, determinado primeramente a escribir para Espíritus fuertes o montaraces, como Esaú, había omitido de estudio aquellas verdades que gustan a los domésticos de Dios, que llevan un espíritu pasible y de lenidad como Jacob. Miraba a no echar a los perros el pan de los hijos. Había considerado a la Filosofía con sus apéndices, el Deísmo, Ateísmo, &c. solo por aquel lado que se adelanta contra la sumisión debida a las Potestades legítimas, y a la ruina de las sociedades. Parecióme que estos establecimientos humanos que pueden faltar, tenían más necesidad de ser prevenidos, que la causa de la Religión. Porque ésta es realmente invulnerable a todos los golpes de sus enemigos. Y porque veía también que los más de los que han expugnado a la Pseudofilosofía, han respondido muy suficientemente a sus impías objeciones. Pero aún no contenta con esta respuesta la piedad de V. S. I. me animó a que añadiese varias disertaciones, ordenadas a la demostración de la doctrina revelada, para que los fieles nos confirmemos más en ella, y los errantes se reduzcan a ella. Con efecto todo el Tomo tercero, y algunas disertaciones de los otros tuve que añadir a la obra.

Ésta es una prueba experimental de que la santa Fe Católica Romana, y la piedad heredada de sus mayores son el primer objeto de los estudios y desvelos dé V. S. I. Díganme, ¿cómo se cumple mejor el alto oficio de primer Fiscal, y Representante de la Majestad Católica? ¿Puede desempeñarse más literalmente aquella Regalía de promover la edificación de la Religión Cristiana?

Pero a este celo y piedad lo traen también en alguna manera a V. S. I. los vínculos de Adán, o de la sangre. Apenas hay nobleza antigua en España, y especialmente en Asturias, que no haya nacido y regádose con el sudor o con la sangre de un esfuerzo cristiano. La de V. S. I. era ya heroica en una estirpe de las más distinguidas de Asturias en los tiempos del Emperador{10} D. Alonso, y unida a su Real sangre en la más estimada de sus hijas. Pero me aparto de esto, porque no hay cosa más enfadosa para un personaje, en quien solamente reina la ambición por la sabiduría y por la justicia.

¡Dichosa codicia! Sola ella había de tener lugar en los hombres, y mucho más en los Jueces. Con variar tanto, sobre todas las acciones de las personas públicas, las opiniones humanas, no hubo todavía quien descubriese en V. S. I. ocasión para sospecharle accesible a otro interés. La sabiduría y una verdadera Filosofía son el adorno de su persona, y el tesoro que estima.

Es tan asentada esta fama en la Corte y en todo el Reino, que no habría uno de quien temer pensase lo contrario, si a todos se provocase a decir sobre esto su dictamen, como lo hacía un ejemplar de Jueces exactos. “Hablad de mí (decía Samuel al pueblo) hablad delante de Dios, y de su Cristo, si yo he tomado el buey de alguno, ni su jumento: si calumnié a alguien: si oprimí al miserable: si de alguna mano he recibido dones: dígalo, y luego verá lo que desestimo estas estas cosas, y os lo restituiré.” Por eso mereció Samuel este singular elogio del Espíritu Santo: “Dineros, ni cosa alguna, aun para correas de zapatos, no recibió de alguno, ni hubo hombre que le acusase.”

Si no hay uno que pueda acusar a V. S. I. de interesado; el porte de la persona y casa de V. S. I. acusa tácitamente a muchos, que con menos o ningún título son hoy las muestras de todas las modas y lujo de Europa. Su vestido descuidado, su casa puesta con lo necesario, y su trato modesto en un todo ¿qué son sino fiscales de tantos trajes excedidos por donde pasa la substancia del Reino a los Extranjeros? Eso es clamar mudamente por el restablecimiento de tantas Pragmáticas y Leyes suntuarias que están en desprecio.

¿Pero de donde nace este desprecio de las leyes, y de los ejemplos que dan nuestros Príncipes, y sus primeros Ministros, sino de una Filosofía disipada, que predica el lujo, el gusto, y todo lo que agrada a los sentidos? ¿De dónde, sino de una Filosofía que allana todas las diferencias que debe haber entre los órdenes de personas, para establecer una igualdad inicua entre los hombres? ¿De dónde, repito, sino de una Filosofía impaciente de todo yugo, y que exhorta a las pasiones a que pisen todos los límites, poniendo su única felicidad en esta satisfacción que pasa? V. S. I. comprehende todas las consecuencias que esta ciencia del Mal puede causar en una Nación, que es ardiente en todo cuanto emprende. Nada es tan necesario como ocurrir a los principios de este daño, antes que tome mayor corrida. Para este fin ha dado Dios a V. S. I. unas disposiciones tan contrarias, como son las virtudes que ligeramente indico. En aplicando su corazón a oír lo que le habla Dios con estas voces, y otras mercedes que le ha hecho, sentirá V. S. I. que le llama a cosas mayores, y a una corona, no de Laurel, ni de Tejo, ni de otra hojarasca que se marchita presto; sino inmarcesible, cual promete a los Jueces que como Ministros suyos disertan por la justicia, y por su causa. No han tenido otro objeto estos libros; y mis votos por V. S. I. no aspiran sino a que le corone el Señor con una gloria inmortal, dejando en su casa por herencia aquellos bienes que permanecen con las generaciones de los que temen a Dios. Así lo pide a su Majestad en San Gerónimo de Ávila a 8 de Octubre de 1773.

Ilmo. Señor.

Su más humilde siervo,

Fr. Fernando Zevallos

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{1} D. Salgad. de Ret. Bull. part. I. cap. 10. n. 123. In iis queae tangunt publicum prejudicium Regis aut Regni, quod sit propria actio & jus, ad contradicendum, Regis Fiscalis, nemo dubitat. Quod & latius scripsimus supra I. p. cap. 13. per tot. & signanter n. 57. & n. 7.

{2} Lamprid. in Alexand. pág. 251.

{3} Lamprid. apud Gottofred. in Exposit. ad L. 9. & 10. Tit. 4. de Praetorib. lib. 6. Cod. Theod. tom. 2. fol. 43. Nec ullam constitutionen sancivit sine viginti Jurisperitis, &c.

{4} Lactant. lib. 5. institut. de Justit. cap. II. Domitius de officio Proconsulis septem libris rescripta Principum nefaria collegit, ut doceret quibus poenis officii oporteret, qui se cultores Dei confiterentur.

{5} Ad Galat. cap. 3. ℣. 4.

{6} Lactant. ibid. cap. 12. Et cum sint injustitiae, crudelitatisque Doctores, justos se esse tamen ac prudentes videri volunt, &c.

{7} Frideric. Limdembroc. in glosar, ad Leges antiquas, & Dufresne. & Glos. mediae latinitatis verbo Gardingus.

{8} D. de Cantos Benítez, Escrutinio de monedas antiguas, discurso al Real Consejo, pág. 26. 27.

{9} Psalm. 73. ℣. ultim.

{10} Méndez de Silva Catálogo Real y Genealog. de España, f. 90.

{Transcripción íntegra, renumerando las notas, del texto de esta dedicatoria, tomo primero, veintiséis páginas sin numerar, Madrid 1774.}