Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

Oda Olberg
 
El nacionalsocialismo
(Crítica del movimiento fascista alemán)

 
Traducción del alemán
por
Emilia Raúmann

 
Dédalo
Colección “Cultura Política” · Número 10
Larra, 6 · Madrid
1933

Libro de 176 páginas + cubiertas, 120×160 mm. [lomo] “Oda Olberg · Nacionalsocialismo · CCP 10”. [cubierta] “Oda Olberg Nacional-socialismo (Crítica del movimiento fascista alemán) · Dédalo · Colección Cultura Política · 2 pts. · Núm. 10”. [1] “El nacionalsocialismo”. [2] “DIANA. Artes Gráficas.- Larra, 6.- Madrid”. [3 portada] “Oda Olberg · El nacionalsocialismo · Traducción del alemán por Emilia Raúmann · Dédalo · Colección ‘Cultura Política’ · Larra, 6.- Madrid · 1933”. [5] “Índice”. [7-174] texto. [176 colofón] “Acabóse de imprimir este libro en ‘Diana’, Artes Gráficas, sita en Madrid, Calle de Meléndez Valdés, n.° 40, siendo su primera edición en el año 1933”. [contracubierta] “dédalo · Colección Cultura Política · Publicadas: …”.

Índice

 

Prólogo

Tal vez la guerra más eficaz que se hace a los “nazis” en Alemania es la representada por el presente libro. Entiende la propagandista que ni siquiera hay que oponer al nacionalsocialismo desaforado nuevas ideas de colectivismo; basta con iluminarlo claramente a la luz de los mismos fines que dice querer servir. En muchos momentos el libro es de un templado tono liberal; como cuando formula que la dictadura no solo es sometimiento de grandes intereses creados, sino la última etapa del incondicional servicio de ellos. Son los grandes intereses hechos poder. El análisis y desmenuzamiento del problema judío planteado por Hitler y de falsas soluciones económicas que el programa nacionalsocialista ofrece son claros; en algunos puntos, rotundos. Nos ha parecido que con este libro servíamos bien la curiosidad del lector, despierta por la lucha transcendental que está librándose en Alemania.

(página 7.)

I
El terreno

El nacionalsocialismo y el fascismo se originaron después de la guerra. No sólo como consecuencias de la miseria y del empobrecimiento general, ni como consecuencia de la reacción que siguió a un máximo esfuerzo; tampoco como efecto de un ansia de vivir motivada por la proximidad de la muerte multiforme, siempre en acecho; y no como efectos de estado de los nervios, sino causados también por el cambio en la actitud de nuestro sentimiento y de nuestra razón hacia el mundo circundante. No son tan sólo una epidemia de hambre intelectual, un fenómeno de aquella inconsistencia y aquel desequilibrio nervioso que existieron en la época de los flagelantes y que siguió en las diversas formas del éxtasis místico a las grandes catástrofes de la historia mundial. Para que aparecieran fue necesaria una transformación en nuestra sensibilidad y una nueva concepción de los sucesos históricos, acarreada por los efectos sufridos.

Los efectos de la guerra sobre los nervios de los hombres siguen actuando, todavía hoy, trece años después de su fin. De la roja y sangrante miseria de la época excepcional hemos pasado a la miseria gris de cada día, y para esta lucha muchos no cuentan más que con nervios sobreexcitados y débiles.

La guerra nos reveló dentro de nosotros mismos la existencia de cosas de las que antes sólo de modo oscuro y descolorido teníamos conciencia. Acá y acullá el sentimiento de la identificación con el propio país y la propia nación, en los duros años de la guerra llegó a ser claro y preciso, de modo semejante a los puntos luminosos que se destacan en la oscuridad mientras que a la luz del día apenas son visibles. Muchos hombres de los Estados beligerantes supieron de modo agudo y consciente que la patria y el país natal forman una parte de su “yo” y que en ellos su “ser” puede ser herido y mutilado. Y este valor de la patria, repentinamente hecho consciente, se ha multiplicado y aumentado a causa de la guerra con sus fatigas y peligros, pues el hombre es de tal naturaleza que se alivia a sí mismo los sacrificios que –voluntariamente o forzado– hace, por medio de amor o de veneración por el hombre o por la idea que demanda el sacrificio.

Pero cambió también nuestra actitud espiritual a consecuencia de experiencias y cosas vividas. Amaneció después de la guerra, particularmente para las naciones derrotadas, una época de gran transformación política. Se acabó con constituciones y privilegios, barreras sociales e inhibiciones internas. Lo que los siglos habían unido no pudo resistir a las conmociones de pocos días. Y a causa de estos crujidos y estallidos, de esta alza y baja de la corteza política de la tierra, en muchos hombres se formó la convicción de que nuestro antiguo mundo entraría ahora en un período de improvisaciones políticas. Muchos no se habían dado cuenta y no estaban en condiciones de dársela de que las grandes catástrofes políticas iban preparándose ya desde hace muchos decenios. Que al fin de la guerra se presentaron letras de cambio que ya desde hace mucho tiempo estaban libradas y las cuales ya varias veces habían sido prorrogadas.

La gente se dijo: “Si en pocos meses se puede dar a un país una nueva constitución, que difiera en tantas disposiciones y formas esenciales de la precedente, existe también la posibilidad de otras transformaciones muy diferentes. Nuestra generación ha llegado a vivir, en un espacio de tiempo muy breve, tanta historia que se ha apropiado un concepto completamente antihistórico de la historia; porque las fuerzas que actúan en la superficie parecen ser las únicas fuerzas activas de la transformación.” Y así surgió la idea: “Lo importante es tener un partido fuerte, para lograr con él todo lo que se quiera.” De forma que todo depende tan sólo de la posibilidad de reunir este partido fuerte. Para ello se necesita un programa con la mayor fuerza propagandista para las masas; un programa sin compromiso, expresando el descontento general y complaciendo los deseos generales. Aunque este programa sea utópico en alto grado y tan sólo un puro producto de la imaginación, si sus frases gustan a las masas y el fin escondido bajo este rótulo conviene a los jefes, es suficiente a estos historiadores como base para un “movimiento histórico”.

Por consecuencia, es fácil de comprender que la democracia no puede adherirse a este concepto que con una ligereza enorme produce una “historia mundial”, y no puede reforzar con su propia voz tales gritos de propaganda. Porque precisamente la democracia sabe cuán duro fue el trabajo que costó a las masas fomentar su propio desarrollo; cuántos decenios necesitó para posibilitar un éxito que a los nacionalsocialistas ahora parece improvisado y les impulsa a otras improvisaciones en sentido opuesto. La democracia no corre ningún peligro de que la historia la considere como una de esas películas de dibujos animados para la cual los partidos suministran los dibujos, venciendo por fin aquel que más agrada. Es completamente imposible que los repentinos cambios de escena durante los últimos decenios despierten en aquellos, que en el curso de los años veían sus anhelos realizados, la ilusión de que el ajedrez político se pueda transformar según agrado o deseo; están demasiado bien enterados de cuánto tiempo y trabajo había costado cambiar de decoración. Por otra parte, está a la vista que todo progreso político y social que se realiza con rapidez requiere el afianzamiento de lo conseguido, la atracción de los rezagados, el adiestramiento en la solución de los nuevos problemas, la corrección de la teoría por medio de la realidad, y la de la realidad por medio de la teoría; tareas que necesitan un sinnúmero de energías, que sustraen a la primera fuerza impulsora del movimiento.

En nuestra época existe una máxima coyuntura para los partidos sin programa, esto es, para partidos que pueden adaptar su programa a la actual disposición del mercado, sin estar sujetos por su pasado, sin responsabilidad para el porvenir. ¡Cuántas cosas están hirviendo en la olla revuelta de nuestro tiempo! Cuerpo y alma de muchos hombres sufren hambre. Los unos se sienten inseguros como niños extraviados; los otros se frotan hasta hacerse sangre contra sus cadenas, como las fieras contra las rejas de su jaula. Muchos no tienen suelo bajo sus pies y ninguna finalidad en sus vidas. Desde las profundidades de la incapacidad interior y de la desgracia exterior asciende el grito de la redención.

Si un partido ahora es capaz de adaptar su ideología a este estado de ánimo y a esta disposición de nervios, tiene posibilidades maravillosas para hacer beneficios de guerra como el mayor truhán. Tal hizo el nacionalsocialismo. Los estatutos de su programa le prestan ayuda como las pesas a un gimnasta. Se dirige a todos los instintos en fermentación del hombre, a la fuerza no empleada, a las posibilidades hasta ahora dormidas, a la envidia, a la avidez y las seduce a desahogarse. Esta ideología no es aquella que busca en el hombre sus capacidades para el fervor y el entusiasmo, sino que aquí se añade al desasosiego y a la tensión de las interiores energías encadenadas una ideología que promete la liberación y el alivio. La diferencia es esencial. Porque el individuo de la sociedad viene a buscar aquí lo que le falta, en lo que parece está su salvación; la ideología para él es un medio terapéutico. Pero donde una exigencia surgida de condiciones objetivas aparece como ideología a los hombres, éstos sacan de ella lo que les parece provechoso. No pregunta el hombre entonces: “¿Cómo doy suelta a mi ímpetu? ¿Cómo me embriago de mi propia fuerza?”, sino “¿Cómo puedo servir la causa?”. Y así tener el sentimiento orgulloso y feliz del esfuerzo realizado. Las sensaciones provocadas constituyen en el primer caso fin por sí mismo; la actividad es su medio, y el mundo social circundante el material del cual, manejándolo, se pueden sacar satisfacciones y sensaciones nuevas. Del programa se exige cosquilleo de los nervios y que esté bien provisto de estimulantes. Pero cuando el programa se alza con objetividad en medio de las cosas, como necesidad de las masas, como conocimiento de posibilidades que merecen la pena, como exigencia de dar un rumbo racional a un desarrollo, conforme a las condiciones actuales; entonces ejerce toda su potencialidad sobre los hombres. Aquí su valor no depende de la embriaguez que puede causar, sino del carácter humano de aquello para cuya realización hace propaganda. No es apto para producir sensaciones y entusiasmo en aquellos que se reúnen bajo sus banderas, sino que esté adaptado a las exigencias culturales y vitales de aquellos a quienes debe dar satisfacción. La diferencia es acaso igual a la que existe entre los trabajos nacidos por la crisis, para los cuales lo importante es tan sólo la necesidad de crear trabajo, y aquellos que surgen porque son necesarios y oportunos. Al considerar los puntos del programa nacionalsocialista vemos trabajos del primer tipo ejercitados sin fin y sentido, inventados para quitar la inquietud interior y la inactividad mental.

A los tiempos de gran esfuerzo suele seguir un cansancio por la realidad. De la inseguridad y de la miseria se huye hacia un mundo místico, lleno de niebla; un mundo soñado; y es precisamente esta atmósfera la que conviene al nacionalsocialismo y al fascismo. Ellos sonríen con desdén ante la razón crítica y ante la sobria lógica; ellos comprenden por medio de la “sangre”, presienten una profunda sabiduría de la especie; a ellos se revelan los instintos originales. Y desde la altura de su intuición luchan contra el racionalismo.

Es preciso considerar de cerca su frase: “Acabemos con el racionalismo”, pues aquí, como en muchas otras cosas, el nacionalsocialismo se deja llevar por las corrientes de la época que se encuentran favorecidas por las condiciones exteriores y la disposición espiritual del hombre. Ni el fascismo, ni el nacionalsocialismo son lo que pretenden ser: una salida para algo nuevo, una fuerza directora, una palabra de creación en el caos de hoy. Todo lo contrario. Se adaptan con la habilidad de un acróbata al momento. El fascismo italiano se jacta de “ajustarse a la realidad”. Y por lo mismo busca y encuentra el nacionalsocialismo amparo en aquella realidad. No lucha contra el caos psíquico y económico, sino busca en él albergue. No intenta dominar los fenómenos de descomposición de la época, sino que con ellos mismos abona sus tierras. Igualmente se apodera, semejante al parásito, de los gérmenes vivos y preciosos para aprovecharlos, nutrirse de ellos e incorporarse sus energías. Y de este modo cubre también los elementos nuevos y orientados hacia el porvenir, producidos por el tiempo con el moho del color de su partido, queriendo apropiárselos.

De hecho nos encontramos en una época que se aparta con descontento del racionalismo. La causa es, sin duda, también nuestra técnica de investigación infinitamente refinada y precisa que descompone lo que hasta ahora nos pareció como certidumbre palpable y calculable, en ondas, rayos y tensiones, en un juego y contrajuego de fuerzas inmensamente complicadas, enseñándonos filas de números arriba y abajo que sobrepasan todo lo imaginable. La ciencia nos da un conocimiento que no basta para nuestras almas. Nuestro conocimiento de la naturaleza es menor hoy que nuestro dominio sobre ella.

Si, al considerar el racionalismo, se lo identifica con toda esta escuela orgullosa y de miras estrechas que pretende comprender por los medios de la razón todo el inmenso y multicolor mundo de fenómenos dentro y fuera de nosotros y quiere hacer creer a los hombres que con fórmulas matemáticas, filas de números y pesos se puede descifrar el misterio del universo, en este caso es justo negarse a ello. El racionalismo es un fruto –quizá amargo– de conocimiento creciente. Si por racionalismo se entiende un método que es capaz de explicar todo por medio de la razón, no se comete injusticia al juzgarlo como ya pasado, no conforme a nuestro tiempo.

¿Pero no tienen entonces razón quienes acusan al racionalismo de haber causado nuestra actual falta de finalidad y extravío? ¿Cómo somos capaces de sentar como principios de pensamiento y de objeto lo que hemos descubierto con nuestro reducido cerebro y lo que a la poca razón que tenemos parece razonable? ¿No es ésta la sobrevalorización de la razón y la máxima arrogancia del racionalismo?

Esta observación aprovecha el claroscuro que en muchas cabezas existe, para cambiar los naipes. Ya que es fundamental la diferencia entre aquel racionalismo que se atribuye un conocimiento completo del mundo y, de modo pedante, admite sólo lo que puede expresarse en fórmulas y series, sin preocuparse del valor nutritivo espiritual de tal “conocimiento”, y el planteamiento de finalidades racionales. Porque absolutamente no existe finalidad que no sea racional; esto es, conforme a la razón de aquel que se proponga tal finalidad. No hay que escuchar las frases que se dicen sobre la significación de la sangre, de la fuerza originaria, del inconsciente y otras hermosas cosas. Únicamente en la esfera del entendimiento y por medio de la razón y de la inteligencia existen fines en tanto el hombre se las plantea; ya que no tenemos conocimiento de otras finalidades, lo mismo que no sabemos nada de los habitantes de Marte. Nos podemos plantear finalidades que sobrepasen la realidad hasta el infinito, pero nunca aquellas que yacen por debajo o por encima de nuestra razón. Plantear fines y la voluntad de verlos realizados, conforme a nuestra inteligencia humana, es precisamente el aprovechamiento, mejor dicho, la conquista del mundo, dentro y fuera de nosotros, con el fin de realizar un resultado previsto por la razón consciente. La voluntad es la fuerza motriz, mientras mueva conscientemente, y únicamente se puede hablar de finalidad si la fuerza motriz lo hace a base de la razón, de lo que se considera razonable para el individuo. Ni los falsos caminos, ni los falsos fines para llegar a este conocimiento, ni los errores y la sinrazón pueden alterar el hecho de que todo fin es racional, esto es, una imagen racional de algo querido, y que toda prosecución de una finalidad significa un camino razonable hacia esta imagen. Pues si no, intentad proponeros alguna vez un fin irracional.

Si existen acaso personas que consideran las finalidades humanas de miras estrechas y miserables, precisamente por surgir de la razón humana, es preciso decirles: no hay nada más poderoso que esta razón, que incita al hombre a buscar su camino propio o a abrirse paso a través del enorme bosque virgen de lo desconocido, en el cual está metido, sea que se encuentre en suelo inexplorado o sobre el pavimento de una grande ciudad.

Pero detrás de las frases que quieren entusiasmar a los hombres para cosas superiores, “superiores a la razón”, se esconde un astuto cálculo psicológico. Muchos, hoy en día, son demasiado pobres anímicamente, o demasiado maltratados o mimados por la vida, para dejar de nutrir su fe con una salida del caos, en un ideal que les alce por encima de lo cotidiano. Se les ofrece entonces finalidades superiores, que su razón no es capaz de comprender. Y de esta envoltura de papel lleno de palabras sin sentido surge para la gente a quien la dureza de los tiempos hirió menos el alma que debilitó sus nervios, algo que anhelan con intensidad: la necesidad del guía. ¿Pues qué otra cosa significa el embarcarse para la consecución de fines incomprendidos, seguir a un hombre cuya misión fue conducir a finalidades sobrerracionales? Careciendo del gobierno de sí mismo, muchos anhelan la palabra de mando que les discipline y dirija fuera de toda propia responsabilidad. De su propia debilidad y extravío surge el deseo de la disciplina y de la rigidez, que esperan obtener de algo externo. Muy a su tiempo cae entonces el tópico de los fines más allá de la razón; fines que el individuo sólo no es capaz de comprender, que tan sólo un elegido entiende en la hora sagrada del presentimiento y a las cuales se sirve por medio de devoción hacia el jefe.

Aquí es donde tenemos el secreto metafísico del proselitismo partidista.

Es mucho más fácil unir a los hombres alrededor de un jefe que alrededor de una idea. Cuanto más débiles son los nervios, cuanto más carece de ideas una masa, tanto más fácil es para el jefe el conquistarla, pues, como un buen comerciante, le ofrece todo lo que ella desea: palabras de mando, ocasión de combatir y frases patéticas que emborrachan como aguardiente barato.

Aquel que quiere formar una sociedad de hombres que sepan por ellos mismos decidir su propio camino, dice a la juventud: “Estudiad, leed, instruiros; intentad comprender y criticar la mentalidad de vuestro tiempo”. En días de miseria es ésta una exigencia demasiado sobria. Mas para los nacionalsocialistas nuestro saber no es más que faramalla, y no es la ciencia la que importa, sino la capacidad de entusiasmarse; no hay que olvidar la “voz de la sangre”, por medio de la cual “la Alemania despierta” se eleva a una nueva confesión y (Adrián von Renteln, en el “Völkischer Beobachter” de 5 de septiembre de 1931) con la que se cumple “el milagro de una raza que abre los ojos”. Y si luego, como pago a plazos de este milagro, los señores Hitler y Göbbels hacen su aparición delante de las masas, emanando una irradiación sagrada, esto tiene una fuerza atractiva mucho más grande que el tedioso leer, estudiar y pensar, que promulga con empeño el racionalismo.

Corren tiempos rudos e inseguros; los hombres están inquietos, sin tranquilidad, abatidos y ávidos de sensaciones.

De este modo vemos surgir y prosperar el nacionalsocialismo, originado por el destrozo económico, mental y nervioso causado por la guerra; sin embargo, no sobrevino como reacción de este destrozo, sino como adaptación a él. Fue ajustado a las necesidades de aquellos que desesperan al pensar en la reedificación de Alemania por su propio trabajo y que no tienen fe en una solidaridad europea; crecerá a medida que aumente el número de estos desesperados. Por consecuencia, no depende tan sólo del pueblo alemán el desarraigarlo. Y hace propaganda y habla a las masas por medio de una doctrina de salvación política que debe ayudarles a apartarse de su alma oprimida, en vez de quitarles los motivos de esta opresión, suprimiendo las causas efectivas. Por radical que sea la actitud que adopte el nacionalsocialismo, a pesar de todo, no es más que un intento de atenuar los síntomas del mal y hacerlos soportables para las masas. La propaganda se hace con estupefacientes políticos, y cuanto más cruel y estéril es la sobria realidad, tanto mayor es el proselitismo. El que no es bastante inconsciente para ofrecer estupefacientes por su parte, no puede competir. Es preciso transformar la realidad de una manera que se pueda vivir dentro de ella sin aguardiente barato; esta es la cura radical en que se debe perseverar sin descanso. Pero al lado de esto es también necesario demostrar a la juventud qué es lo que se ofrece a ella como doctrina de salvación y lo que significaría la dictadura anhelada por los nacionalsocialistas. Pues la política no es ni un sanatorio para neuróticos ni un picadero para desahogarse. No debe ser valorizada según las sensaciones que proporciona, sino según la voluntad y las fuerzas que hace conscientes y que concentra, para con ellas producir una renovación.

(páginas 9-25.)

II
El programa

El programa nacionalsocialista, publicado el 25 de febrero de 1920 en el “Hofbräuhaus”, de Munich, por Adolfo Hitler, comprende 25 puntos que pueden reunirse en cuatro grupos diferentes: aspiraciones naturales, medidas antisemitas, exigencias económicas y socialpolíticas y finalmente las que deben abrir paso a la dictadura.

“Queremos –dice el primer punto– la unión de todos los alemanes para formar una Panalemania a base de una autonomía de los pueblos.” ¿Qué alemán no anhelaría esto? Un deseo semejante llega a ser tan sólo un punto de programa de un partido si está “fundado”, esto es, si este partido hace profesión de realizar sus suposiciones. Lo mismo se refiere a los puntos segundo y tercero: “Queremos la igualdad de derechos del pueblo alemán enfrente de las otras naciones; la anulación de los tratados de paz de Versalles y Saint Germain.” “Pedimos suelo y tierra (colonias) para la alimentación de nuestro pueblo y albergue del exceso de nuestra población.” La única posibilidad de realizar hoy esta demanda sería hacerla por medio de la guerra, insostenible para una nación desarmada y exangüe, aunque ella la deseara. Todas estas frases, que son deseos poco serios, tienen tan sólo un valor demagógico en un programa político.

Valor demagógico tienen también loa puntos antisemitas, que se pueden convertir en obra inmediatamente y poner en circulación en seguida, presentando a los descontentos con la actual posición económica un “culpable” y despertando la ilusión de que, al expulsar a los judíos, se ayudaría a Alemania.

Para muchos esta actitud tiene la ventaja especial de que se ve “de dónde y cómo” le viene fuerza y movimiento a la causa. Desde el punto de vista histórico y social trataremos el problema de los judíos en un capítulo aparte; por el momento deseamos solo designar la significación política de los puntos cuarto al octavo en el programa nacionalsocialista. En ellos se dice que ningún judío puede ser ciudadano. Como no-compatriota, vive bajo una legislación para extranjeros (como, antes de la guerra, los judíos en Rumanía, que vivían como extranjeros sin amparo consular), no goza de los derechos de ciudadano y puede ser expulsado en períodos de miseria económica, igual que otros extranjeros. El punto 23 exige la eliminación de los judíos de la Prensa; también se quiere prohibirles la adquisición de tierras. Las consecuencias efectivas de este programa hasta ahora no fueron otras que dar lugar a las frases “puerco judío”, “piojo” y “canalla”, a la profanación de sepulturas judías en 80 cementerios y otros semejantes actos de cultura. Pero resultarían para la vida del pueblo, al traducirse estas pretensiones en leyes, los más graves desórdenes. En primer lugar, la eterna discusión de si uno es judío o “bastardo de judío” o no, con los inevitables suplementos de coacciones; además, la situación forzada para los judíos de concretarse desde el punto de vista económico, absolutamente al comercio y a la posesión de bienes muebles, lo que sería la agravación de una situación con la cual se pretende acabar. Fuera de eso, periódicas orgías de expulsión con el correspondiente destrozo del sentimiento de justicia, como surge sin remedio de toda relación que entrega hombres indefensos a la merced de otros hombres. Sería una catástrofe para Alemania la realización de estas pretensiones. Pero prescindiendo también del problema de si los nacionalsocialistas tendrían fuerza para ello, o no, tenemos pruebas de que les falta la voluntad. Su partido recibe abundantes subvenciones por parte de los judíos. Se encuentran judíos entre los hombres más competentes de su prensa, como el redactor del “Völkischer Beobachter”, de Trentschin-Teplitz, Félix Holländer.

Se exige también la expropiación de los bienes adquiridos sin esfuerzo y sin trabajo. Así, sin ninguna explicación ni base, como se ofrece a un perro un terrón de azúcar. Además la confiscación total de las ganancias de guerra, la fiscalización de los “trusts”, la participación en los beneficios de las grandes explotaciones, creación y conservación de una sana clase media, la reforma agraria, la abolición de la renta y la prohibición de la especulación con tierras. La pena de muerte para chanchulleros y usureros.

Al leer este programa involuntariamente se tiene la impresión de que unas personas sentadas en un café y bebiendo cerveza se han reunido para dar al partido proyectado un programa económico, tomando tan sólo en consideración sus deseos y su estado de ánimo. La confiscación de las ganancias de guerra es una cosa que encontrará siempre la aprobación de los que tienen el sentido de la justicia, ya que es repugnante que los inmensos sacrificios de sangre y de bienestar de los unos se transformen en riquezas de los otros. Sin embargo, al conocer las íntimas relaciones de los nacionalsocialistas con la gran industria se hace incomprensible esta petición.

El proyecto de la fiscalización de los “trusts” puede considerarse sólo como un desliz sobre la llana superficie de la fraseología nacionaleconómica. En su gran mayoría los “trusts” son internacionales y comprenden las regiones de producción del mundo, parando sin miramientos nacionales las explotaciones menos lucrativas y repartiendo entre sí los mercados. Hay que pensar en los “trusts” de petróleo, de colores, de seda artificial, todos los cuales quieren abarcar la producción del mundo entero. No es muy hacedero poder fiscalizarlos. Evidentemente se trata en este punto de las grandes empresas de las sociedades anónimas. En vista de las relaciones de los nacionalistas con los capitalistas de las regiones de carbón en el Rühr, tampoco este punto parece muy serio; y tampoco lo toman en serio aquellos que se encuentran amenazados con la confiscación a favor del Estado.

En el punto 14 se exige la “participación en las ganancias de las grandes empresas”, pero no se dice quién es el que debe participar. Se trata, naturalmente, de los obreros y de los dependientes. Una demanda semejante siempre hizo buena impresión. Es una forma de aumento de sueldos que en América se aplica con frecuencia y que se concede a los obreros tan sólo en aquellas empresas en donde se les otorga intervención en la dirección de la explotación. Y es precisamente el nacionalsocialismo el que estaba explícitamente contra la concesión de esta intervención. Es decir, que para un nuevo estado de cosas este principio no tiene mucho valor, pues tan sólo podría realizarse instruyendo en la técnica de empresa a los obreros, y eso es precisamente lo que los nacionalsocialistas rehúsan con energía.

La pretensión de “crear y conservar una sana clase media” es tan vaga y difusa como lo es la misma clase media desde la guerra y la inflación, pues al disminuir su posibilidad de ganar se ha convertido por ello en una clase proletaria, bien que se sienta ajena a ésta, a causa de su tradición de su educación. En esta clase media, que ha perdido su jefe, busca y encuentra el nacionalsocialismo su Estado mayor general. De forma que tiene que ofrecerle también puntos en su programa que le gusten. ¡Pero qué pobres y miserables son! En el punto 16 encontramos tan sólo las peticiones: “Comunalización inmediata de los grandes almacenes y su alquiler a precios baratos, a pequeños industriales”, y “la consideración más atenta de todos los pequeños industriales en la concesión de los encargos con destino al Estado y a las comunidades”. Hay que imaginarse el gran almacén de Wertheim, en Berlín, o el Almacén del Oeste bajo este sistema. Serían divididos entre pequeños tenderos que, como comerciantes de la ciudad de Berlín, desbancarían a otros comerciantes, de forma que dejarían de ser parados, convirtiendo a otros en parados. Sería también para ellos imposible proporcionarse mercancías con sus reducidos medios pecuniarios y técnicos y formarían innumerables pequeñas empresas independientes y amontonadas sin conexión alguna. Tampoco serían capaces de competir con los grandes comercios que, por no ser almacenes y no pertenecer a judíos, escapan a la comunalización. De modo que estarían consagrados igualmente a la ruina, como lo están hoy las pequeñas empresas. Al realizarse la “más atenta consideración de los pequeños industriales”, sucedería lo siguiente: o que venderían a los mismos precios que las grandes empresas, lo que significaría su miseria, o que venderían a costa de las arcas del Estado, las cuales se verían luego obligadas a resarcirse por medio de impuestos. Como lucha contra un fenómeno como lo es hoy el anonadamiento de la clase media, este método nos parece poco eficaz.

Más radical es el procedimiento preconizado para la reforma agraria (punto 17): “Exigimos una reforma agraria que esté adaptada a nuestras necesidades nacionales. Lo mismo una ley para la confiscación gratuita de la tierra que para finalidades de utilidad general. Exigimos la abolición de la renta y el impedimento de toda especulación agraria.” La fuerza propagandista de esta sentencia consiste en un conocimiento antiquísimo: que la tierra, por no ser creada por el hombre y por no ser multiplicable por el hombre, no debería ser monopolizada por el individuo aislado, causando así un perjuicio a la totalidad. En todo programa socialista se encuentra este postulado. Pero ¿qué sucede con la reforma agraria a base de la interpretación oficial nacionalsocialista? Rosenberg{1} declara en primer lugar que el suelo es propiedad de toda la nación; además, que toda compra y venta de terrenos tiene que pasar por las manos del Estado; a favor de intereses públicos como son la instalación de ferrocarriles, canales y carreteras, los terrenos pueden confiscarse de modo gratuito. Justifica este procedimiento, considerándolo semejante al pago anticipado de las contribuciones por la esperada plusvalía. A pesar de esta interpretación de parte del partido, los grandes propietarios, que, siendo sus hacendistas, merecen todos los miramientos, exigieron declaraciones más obligatorias sobre la absoluta innocuidad del punto 17. Hitler lo hizo con las “fuertes” palabras siguientes:

“Enfrente de las mentirosas interpretaciones del punto 17 del programa del partido nacionalsocialista por parte de nuestros enemigos, hay que afirmar lo siguiente: Como el partido nacionalsocialista se funda en la propiedad privada, se explica por sí misma la frase “confiscación gratuita”. Ella se refiere tan sólo a la creación de posibilidades legales de confiscar en caso de necesidad una propiedad si su adquisición se verificó de modo ilegal o si no está administrada conforme al bien del pueblo. Esto se dirige por consiguiente, en primer lugar, contra las sociedades judías que viven de la especulación agraria. Munich, 13 abril de 1928. – Adolfo Hitler.”

En esta agresión contra las sociedades judías de especulación agraria se agota todo el “socialismo” de los “Hakrenkreuzler”.

Pero los nacionalsocialistas quieren ser también un partido obrero, y por consiguiente es preciso que sienta también para ellos unos principios en su programa. Así se exige en el punto 15 “el amplio desarrollo de la pensión para la vejez”; el punto 20 pide “la instrucción y la perfección de los niños pobres con extraordinarias predisposiciones mentales, a costa del Estado, sin consideración a la clase o profesión de los padres”. El punto 21 exige el amparo de la madre y del niño y la prohibición del trabajo de la infancia. Sin embargo, falta el seguro a los sin trabajo.

Todas estas buenas y hermosas cosas ya han sido prometidas al obrero por varias partes y también así lo pregonan los propagandistas de todos los programas de partido. Muy inverosímil nos parece que para la realización de este proyecto los grandes propietarios del Este, los magnates de las minas y los grandes industriales, que son aquellos que en el mayor grado fomentan el movimiento nacionalsocialista, sean las personas más apropiadas. De forma que es muy inverosímil que los mismos nacionalsocialistas crean que los obreros, seducidos por estas promesas, pasen a su partido.

Quedan todavía unas pretensiones y explicaciones generales que más o menos pertenecen al programa entero. Así el punto 19, que quiere sustituir el derecho romano por un “Derecho alemán común”. No objetamos que se llame este derecho “alemán”, pues está hecho por alemanes y para alemanes. Supuesto que se tratase aquí de un “derecho nacido con nosotros”, esta frase significaría una confesión de la necesidad de reformar este derecho. Efectivamente todo el mundo pide en nuestra época una reorganización del derecho; nominativamente, un desplazamiento amplio de los límites entre el derecho público y el derecho privado. Pero, según la interpretación oficial del teórico del partido, Alfredo Rosenberg, la intención es cosa distinta de lo que parece. Lo único que se quiere verificar es una modificación constitucional que permita poder exigir responsabilidad a los ministros y diputados sobre su actuación política ante una “Audiencia Nacional Permanente”. Existió una cosa semejante en la Atenas democrática y en la República Romana. De forma que en todo esto no se ve nada de germanismo. Pero lo que se ve con mucha claridad es, por el contrario, la intención de crear un órgano para la dictadura del porvenir. No hay que tomar en trágico tampoco este punto. El que lo concibió no comprendió ni el Derecho romano, ni el Derecho alemán. El Derecho romano, para Rosenberg, es el “producto del proceso corrosivo siro-romano”. De forma que para él también esto es un mangoneo de los malditos judíos.

De la religión se dice en el punto 24:

“Exigimos la libertad para todas las religiones en el Estado, en cuanto que éste no corra por ello peligro en su estabilidad o no se opongan al sentido moral de la raza alemana. El partido se adhiere al cristianismo positivo, sin ligarse desde el punto de vista de religión a una u otra confesión. Lucha contra el espíritu judío y materialista dentro y fuera de nosotros y está convencido de que un resurgimiento de nuestra nación puede efectuarse tan sólo a base del principio: “El interés público es antes que el interés privado”.

El teórico citado nos quiere explicar aquí que, “desde el punto de vista científico, no cabe duda” de que los principios morales de los judíos están en contradicción con los alemanes. De este modo la libertad religiosa que se exige no vale para los judíos.

Como último postulado –punto 25– tenemos el de una poderosa fuerza central en el Imperio y la formación de cámaras corporativas y cámaras de profesiones en los estados aislados. Se interpretan estas demandas –sin alguna conexión con el texto– del modo siguiente: supresión del parlamentarismo en favor de una fuerza central, la cual tendría como organismos consultivos a su lado a los representantes de la nación y las cámaras.

Este es el programa con excepción de los “dos puntos cardinales” –el problema de las razas y el del “acabar con la servidumbre de la renta”–, de los cuales trataremos todavía más ampliamente. El programa es una especie de almacén para descontentos, en el cual cada uno puede encontrar la frase que le agrade. Sus más eficaces propagandistas son la miseria, la inseguridad y la confusión de nuestro tiempo. La miseria no puede y no quiere esperar, no puede y no quiere pedir cuentas de una impersonal fatalidad económica. El nacionalsocialismo le presenta un culpable: el judío. Y al lado de esto le promete varias cosas apetitosas. El programa es una adaptación a la disposición de los espíritus, pero no una tentativa de indicar el camino para salir de la miseria social y política. Llama a los hombres, como si tocara a rebato; pero su objeto no es extinguir el fuego, sino congregar al pueblo desesperado. No nos dice el nacionalsocialismo qué es lo que quiere: la Monarquía o la República; un derecho electoral general o limitado; libertad de asociación y de reunión o supresión de éstas. Nos presenta un programa sin compromiso, concebido sin reflexión, y del cual todo hombre puede pensar lo que quiera. Su programa consiste, en síntesis, en introducir la violencia en la lucha política.

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{1} “Alfredo Rosenberg; carácter, rasgos esenciales y finalidades del partido alemán obrero nacionalsocialista”, Munich, 1923.

(páginas 27-40.)

III
El problema de las razas

Especialmente en el problema de las razas se nota claramente el parasitismo intelectual del nacionalsocialismo. La herencia biológica tiene, tanto para el individuo aislado como para la sociedad, una significación decisiva. Es este conocimiento del cual se apodera el nacionalsocialismo sin respeto a la ciencia, para aprovecharlo como mercancía en la tienda que es su partido. Y a causa de esta especulación política origina un doble daño. El nacionalsocialismo finge ser el único guardián de la teoría racista y gana de este modo partidarios entre aquellas personas para las cuales esta teoría tiene importancia. Aun mayor es el perjuicio que produce desfigurando y falseando el concepto de raza. Hace de este modo que las masas rehúsen todas las conclusiones de la eugénica como disparate reaccionario. En épocas de desgracia, en las cuales la miseria y la escasez, dejando de proteger la disposición constitucional desvalida, permiten que tan sólo en parte se desarrolle lo que desde el punto de vista biológico es apto de desarrollarse, no es fácil comprender que la debilidad física y la mentalidad deshecha sean producto de la mala constitución hereditaria, ya que hay tantos motivos evidentes para probar que la mala alimentación, la habitación sin luz y aire, el trabajo insalubre y el paro forzoso son responsables de ello, y en muchos casos únicamente lo son. Por consiguiente, épocas de miseria perjudican siempre el concepto de las masas concerniente a la higiene de la raza. Y si entonces un partido reaccionario proclama principios de esta índole en su programa, dificulta con ello la penetración de estas ideas, que parecen luego ser un instrumento de propaganda política empleado con fines reaccionarios.

La apelación al sentido de depuración racial de las masas se pierde entonces, sin ser oído en la lejanía, pues el nacionalsocialismo se ha apoderado de sus postulados para convertirlos en mercancía de su almacén reaccionario.

Naturalmente no es el concepto de raza sino frases patéticas y palabras de charlatán, que quieren ocultar la pobreza de sus ideas. Y luego confunde la teoría de raza del biólogo con el concepto racial del antropólogo, mezclando así dos conceptos completamente diferentes; estos dos conceptos que Alfredo Ploetz había separado bajo el nombre de raza de sistema y raza vital. De este modo desea prestar el nacionalsocialismo a su concepto político sobre las razas algo de la seriedad y de la violencia de las aspiraciones de la higiene de la raza.

Bajo raza de sistema se comprende una comunidad de origen en la cual caracteres físicos e intelectuales (caracteres raciales) como la forma del cráneo, el color de los ojos y del pelo, el tamaño del cuerpo y la disposición intelectual son hereditarios. La ciencia trata de comprender la raza de sistema por medio de la descripción de sus caracteres, lo que está dificultado por el hecho de que no hay razas puras. Busca estos caracteres en las sepulturas de épocas prehistóricas, los estudia en los restos de los huesos en los cementerios, en retratos antiguos, en obras históricas y en los nombres propios; trata de separar entre estos signos de raza, los constantes de los variables; sin embargo este procedimiento tropieza con las dificultades de los desplazamientos históricos de los pueblos y los cruzamientos entre las razas que de ello resultan. Además de la descripción de los signos esenciales de las diferentes razas, en la raza de sistema interesa hasta qué grado es pura o mezclada una raza. Sin embargo, concerniente a esta descripción, los antropólogos están tan poco conformes como en la terminología. Puede también la antropología, pasando al dominio sociológico, intentar con la ayuda de la historia establecer una escala sobre el valor de las diferentes razas y cruzamientos; lo hace a base de medidas más o menos relativas, como son la disposición cultural, la capacidad demográfica, &c. De forma que con unas palabras “fuertes” pronunciadas en un café, el problema no se resuelve.

Sin embargo, la teoría de las razas propagada por los nacionalsocialistas empieza de un modo muy atrevido ya con la escala valorativa. No la hace derivar penosamente de la historia y de la sociología; todo lo contrario: ya la tiene completamente hecha y deriva de ella la historia y la sociología. La doctrina sobre el valor predominante del hombre del norte no está probada, y no se puede probar, a pesar de Gobineau y Vacher de Lapouge, a pesar de las teorías de Chamberlain, Woltmann, Günther y Wirth. Se pretende que el dolicocéfalo de ojos azules es el más noble representante de la cultura. Los nacionalsocialistas no declaran esto a base de la historia, o de los hallazgos en las sepulturas, o de retratos, sino que hacen de ello su propia fórmula de interpretación, que manifiestan sin preocuparse mucho de la historia. En París, Lapouge encuentra en las sepulturas de la nobleza más dolicocéfalos y más estaturas altas que en las tumbas de los pobres, e inmediatamente deduce de este hecho que el dolicocéfalo de estatura alta está, gracias a su constitución, predestinado a lograr una posición señoril y riquezas, mientras que es voluntad de la naturaleza que el braquicéfalo de estatura baja viva en la miseria y acabe su vida en la fosa común. Tampoco les importan a los nacionalsocialistas los auténticos hechos siguientes: las tribus, viniendo del norte y del este e inundando Francia, vencieron a la población por medio de la superioridad de sus armas y se aseguraron el predominio y las riquezas; de este modo proporcionaron también tumbas nobles a sus dolicocéfalos, sin tener por esto una aptitud particular como creadores de cultura. Las mejores pruebas para ello nos lo demuestra la tremenda situación que existía en Francia en vísperas de la gran revolución francesa. Pero según los nacionalsocialistas, es sólo el “homo nordicus” el que ha despertado la cultura, doquier ella se encuentre en grado superior: en Egipto, en Grecia, en el Imperio romano y en el Renacimiento Italiano. El hombre del norte tiene la vocación especial de reinar sobre todas las otras razas; también, a causa de su sangre, es el enemigo enconado de la democracia. Tampoco es molesto para la teoría nacionalsocialista el hecho de que es pequeñísimo el tanto por ciento de hombres del norte en el Imperio Alemán, especialmente en las regiones de la Europa central donde se habla el idioma alemán, y que en los países donde este tipo de raza existe menos mezclado y en mayor número (en los países escandinavos) el pueblo es democrático y no presenta el menor anhelo de dominar al mundo.

El nacionalsocialismo quiere “nortificar” a Alemania. Involuntariamente se piensa, al considerar la constitución física de sus partidarios, que quieren hacerlo acaso por un sistema de autodepuración. Sin embargo, promulga un procedimiento menos práctico. En primer lugar  pide la supresión del “bastardeamiento” y castigo con prisión para los que se casen con judíos. Quiere que se proceda luego al aumento racional de la raza rubia, según las amplias observaciones que hace treinta y cinco años publicó el francés Lapouge. Parece que la “nortificación” es sólo posible favoreciendo la reproducción en los elementos nórdicos de la población. O hay que aumentar su reproducción o disminuir la de las otras razas. Nadie objetará nada a esta teoría mientras se quiera llevarla a cabo tan sólo por medio de la persuasión. Sin embargo, no conviene esto a un programa de partido. Las medidas por parte del Estado para fomentar la fecundidad no tienen el menor resultado, como lo demuestra el ejemplo de la Italia contemporánea. Se conseguiría más si el Estado interviniera en la fecundidad de ciertas clases sociales. Sin embargo, toda la “nortificación” es tomada muy poco en serio por el mismo nacionalsocialismo. La necesita en realidad tan sólo para adorno y decoración de su letrero: “¡Reventad, judíos!”

En la agitación política es eficaz en alto grado encontrar una fórmula sencilla para una situación enmarañada y complicada, que exige una reflexión profunda y una acción decidida y madurada. Y el más sencillo método es el de presentar un culpable al cual se puede ver y palpar, hasta apalearlo y matarlo. Es una especie de liberación; se recibe la solución ya dada, sin tener que reflexionar ni arriesgar nada; y es precioso también desde el punto de vista político si se puede distraer a las masas con el afán por hazañas, haciéndola pegar cruces esvásticas, ensuciar sepulturas judías o apalear o matar a personas indefensas. Al individuo aislado le agrada esta forma de terapéutica por el movimiento. Es la nuestra una época complicadísima. El inmenso aparato de producción, de reparto y expedición se ha paralizado; la humanidad se encuentra completamente indefensa enfrente de este paro; se trata del quebrantamiento total de una forma económica que, a pesar de todo, bien que mal permitió hasta ahora una existencia, una densidad de población en aumento y un progreso técnico y científico. Es una época que conmueve de modo catastrófico todo el mundo social; una época que parece sustraerse a toda razón y a todo sentido. Y es el nacionalsocialismo el que en esta época acertó, en lugar de ejercer influencia sobre ella, a dar al mundo una diversión, o por lo menos una ocasión para divertirse. Así ofrece a nuestra juventud, que anhela un ideal y el empleo de sus fuerzas, una utopía en forma de píldoras que se toman en ayunas. Sólo los judíos tienen la culpa de la miseria actual, no el sistema ni la forma económica. Del mismo modo con que se distrae al niño que se había hecho daño, indicándole la mesa para que la golpee, así los nacionalsocialistas quieren distraer al pueblo alemán, sobre cuya cabeza caen ya los cascotes del edificio económico en ruina, señalándole los judíos. Tendremos ocasión de demostrar cuán antigua es esta treta. Lo que es nuevo es el pensamiento de raza como base; fue la religión la que se aprovechó antes de ello.

Pero el nacionalsocialismo no se apodera tan sólo del problema racial, como de un problema de raza de sistema; entre el caos de las razas de nuestro tiempo, escoge tipos de razas, los colma de calificaciones concernientes a su valor y juzga luego si merecen vivir, exigiendo una política que favorezca a la raza que posea la mejor calificación. Está también convencido de su vocación como guardián de los valores hereditarios de la nación. Quiere ocuparse de lo que, según Ploetz, se llama la higiene de las razas, y según el inglés Galton, eugenesia. Bajo raza se comprende aquí la comunidad de sangre no con respecto a las características antropológicas del individuo aislado y su pertenencia a una raza de sistema, sino con respecto a su aptitud vital, su fecundidad, la duración de su vida, la capacidad de resistencia frente a las enfermedades y al clima, su aptitud social, su disposición frente al mundo externo, &c. Se comprende como caudal hereditario la multiplicidad de algunos grupos que nos ofrece la experiencia dentro de ciertos límites geográficos, políticos o administrativos como cosa biológicamente dada. Naturalmente fue tan solo por medio de abstracciones como se llegó al concepto de la raza y de los valores raciales, tratando de separar la comunidad de lugar de la comunidad de sangre. Esta comunidad de sangre no es de ninguna forma un elemento mítico u órfico, en el cual misteriosamente ha mezclado el nacionalsocialismo toda clase de derechos políticos, instintos, impulsos y seguridades, sino un poder superior, con leyes poco exploradas, al cual podemos aspirar tan solo por medio de la obediencia. Bajo comunidad de razas comprendemos lo que se transmite por el camino de la herencia; algo que aparece tan sólo en la sucesión de las familias, del abuelo a los padres, de los padres al niño; el eterno potencial que se realiza en el individuo y en él puede ser aniquilado; una  herencia en la cual se esconde una parte de nuestro destino, que recibimos con el mayor respeto y, conscientes de la gran responsabilidad que tenemos, la hacemos pasar a otras generaciones; un pedazo de inmortalidad puesto en manos mortales para que, en el eterno correo de la vida, le ayuden a salvarse por encima del oscuro abismo que se traga cada vida aislada.

En el concepto de los valores hereditarios hay una grande y seria tarea. El anhelo de escudriñar las leyes de su variación y emplearlas para finalidades humanas, es en el fondo el mismo experimento de dominar al destino, que para los antiguos griegos era más sagrado y poderoso que sus dioses. Sin embargo, no es muy apropiado para formar parte del programa de un partido, ya que todo el problema de la higiene de raza surgió tan sólo al hacerse consciente el individuo. Tan sólo en el sentimiento individual de responsabilidad y vida pueden residir hoy guardianes de los valores raciales, ya que no son más escondidos detrás del inconsciente, ya que el individuo puede influir en el porvenir de su raza. Por consiguiente, no hay camino hacia la higiene de razas que no conduzca a través del desarrollo y la elevación del individuo aislado.

Y no tan solo porque lo poco favorable de las condiciones exteriores, colectivizando a todos los individuos, no deja surgir los valores constitucionales, ya que para el individuo es completamente lo mismo que sus hijos se vuelvan raquíticos con una buena o mala constitución hereditaria, si de todas formas han de serlo debido a la habitación húmeda, a la carencia de sol y a la alimentación insuficiente. La higiene de la raza es, tanto en lo que se refiere a la parte teórica como en su realización, un problema del mundo circundante ya dominado: un edificio que se debe levantar a base de la higiene individual y social.

Pero ante todo la higiene de la raza se dirige a un individuo superior, desarrollado y autónomo, y no a un rebaño apático. La higiene de la raza no es una cosa de gobierno de arriba, sino de gobierno de sí mismo. Todo lo que libera al hombre de la opresión, de la angostura de la vida, de la miseria, todo lo que le haga sano y alegre, libre e instruido, crea condiciones preliminares para el desarrollo de una conciencia de depuración racial. La renovación biológica del hombre es un ideal de la democracia.

Por el contrario, el nacionalsocialismo se apodera de unas frases y parte de su punto de vista político y sus métodos políticos con el fin de resolver el problema. Es un hecho innegable que hay un sin fin de hombres con pésimos valores hereditarios, que salen adelante en la vida con grandes dificultades, que no tienen alegría ni son capaces de darla a otros; que existe mucha anomalía y que la anomalía se reproduce. Por consiguiente el nacionalsocialismo pide la extirpación oficial de los débiles; esta petición está completamente de acuerdo con su política, tirando siempre a una dictadura con jefe y rebaño.

Ya es antigua esta pretensión, y todavía más antigua es su práctica. Fue un francés, el ya citado Vacher de Lapouge, quien en nuestra época se había imaginado su realización de modo completamente sencillo, sin derramar sangre y sin cometer crueldades. Propuso que se creasen sitios de gozo ilimitado donde se suministrara gratuitamente estupefacientes y sensaciones sexuales de todas clases, de modo que el individuo inferior pereciera allí a causa de su propia inferioridad, por entregarse, sin dominio de sí mismo, a la avidez del gozo. Sin embargo, nuestros “Nazi” germanos tienen otro concepto de la exterminación. Según un informe del 7 de agosto de 1929, Hitler dijo en una reunión del partido en Nurenberg: “Si en Alemania nacen, por ejemplo, un millón de niños al año y si de ellos se exterminaran siete u ochocientos mil, quizá al fin resultaría una intensificación de la energía de la raza.”

Al oír estas palabras espartanas habrá alguna vez que contestar con seriedad.

En primer lugar, al considerar la cuestión sólo desde el punto de vista de la “técnica hereditaria”, ¿dónde están los peritos que decidan sobre la exterminación? Al intentar expresar la poca certeza científica que tenemos sobre la doctrina de la herencia y al querer adoptar decisiones objetivas, muy pronto se notaría cuán poco resuelto está todavía el problema de la higiene racial y no se tendría otro remedio que ceder la decisión a las Comisiones, para que la hicieran según su convicción científica; pero es muy reducida la posibilidad de que, aun con las mejores intenciones, den en lo justo. La ciencia no está bastante desarrollada para introducir un procedimiento semejante.

Pero aun esto no sería lo peor. Mucho más grave que el saber insuficiente y el yerro objetivo serían las consecuencias de la aplicación de esta ley, desde el punto de vista de interés partidista. En una estructura estatal, como la actual, desempeñarían inevitablemente un papel importante los partidos y grupos, más importante que nunca, ya que se trataría de la pura existencia del ser o del no ser del individuo aislado. Hay que imaginarse esta ley, fruto primogénito del nacionalsocialismo, aplicada bajo una dictadura nacionalsocialista. ¡Qué favorable resultaría para ella desprenderse de adversarios políticos, rivales y concurrentes en el comercio! Todas las medidas semejantes están fundadas en resultados científicos, que por una parte no se pueden concretar en fórmulas y por otra no pueden ser controlados por la común razón humana, presumen una pura atmósfera intelectual, libre de intereses y de aspiraciones de poder. Aunque se burle la rigidez de los códigos, representan un grandioso vallado contra el poder y la arbitrariedad; aunque se diga que un derecho es rígido y calcinado, a pesar de todo, es derecho detrás del cuál encuentra amparo el débil. De la misma manera es una garantía la común razón humana allí donde puede penetrar como conciencia pública, donde puede controlar lo que sucede en nombre del Estado y de la comunidad. Hay que tener funcionarios perfectos para realizar medidas prescritas por las autoridades, sin sujeción a ningún esquema que la opinión pública no puede controlar, y es muy poco probable que haya nunca funcionarios semejantes en un estado de clase donde existe ya un enturbiamiento inconsciente del juicio a causa del abismo que hay entre pobres y ricos, entre instruidos y no instruidos, prescindiendo del tabique que el nacionalsocialismo quiere levantar entre el hombre del norte y él, que no lo es. Hay cosas mucho más actuales que las de mejoramiento de la raza, especialmente en Derecho penal, donde, según los principios científicos, habría que tratar al criminal desde el punto de vista antropológico, en lo que se refiere a las probabilidades que representa constitucionalmente para reincidir a las perspectivas de curación o a la corrección de aquellas disposiciones que le inducen al crimen, eventuales valores hereditarios, &c. Sin embargo, es imposible realizar estas pretensiones en una sociedad de clases donde, aunque se tenga la más sincera voluntad para ello, nunca será posible lograr un concepto sereno y no deformado del elemento humano. La anhelada exterminación anual de los setecientos mil débiles sería un aquelarre de  la arbitrariedad, del soborno, de la sospecha, y resultaría de ella una horrible desmoralización de la vida pública. Resultaría de esto una carga mucho más pesada para Alemania que la de sostener individuos inferiores.

Sin embargo, ante esas “medidas de renovación social” hay algo de original, que todo hombre siente aunque no pueda expresarlo con palabras. El hombre no es capaz de liberarse de aquellas cualidades que son esenciales para la conservación de su especie, convenientes y en cierto sentido enclavadas en nuestro yo inmortal a causa de una supuesta o efectivamente oportuna razón de conveniencia social. ¿Por qué ha de ser necesario que nos tornemos hombres sin misericordia hacia nuestros prójimos débiles, tan crueles hasta el punto de exterminarlos, precisamente cuando la llama de la vida humana se conserva tan sólo por medio de la piedad hacia la más desvalida de todas las criaturas, hacia el niño? Aunque sea diez veces más racional matar a los débiles, enfermos y viejos, será imposible este exceso de racionalidad mientras que la vida fuerte proteja y defienda este trozo de desvalimiento que yace en la cuna. Cuanto más superior quiere hacer la naturaleza al ser vivo, tanto más desvalido lo trae al mundo. No puede el hombre sencillamente eliminar los principios morales que destinan al fuerte a protector del débil; especialmente allí donde la vida del débil fracasa. Porque la vida sensitiva del hombre no es una sentina con escotillas, sino que tiene tubos de comunicación que conducen a un único nivel de misericordia. Y no está permitido hacer descender este nivel cuando se trata del amparo de la vida inútil, de la misericordia con enfermos y viejos. Estos son hechos de sentimiento, que se oponen, sin poder ser vencidos, a todo experimento de la exterminación obligada de los individuos inferiores. El que quiera sobreponerse a estos hechos por medio de medidas forzadas tendrá que pagarlo con un embrutecimiento inaudito, y resultaría de ello una segura inferioridad moral, al tiempo que se exterminara la inferioridad física.

Hemos tomado aquí el problema de la raza más en serio que lo hace el mismo nacionalsocialismo. Lo hicimos para esta reducida minoría que considera los valores hereditarios de una nación como una cosa sagrada y tiene la ilusión de que en el nacionalsocialismo tiene un combatiente. Al lanzar los gritos “¡Fuera los judíos!” y “¡Abajo la renta!”, la reacción que produce su propaganda con medios tan charlatanescos no actúa de modo menos funesto que si extendiese sus manos sin respeto hacia las grandes tareas, para traer a su molino la pura harina idealista profesada con entusiasmo y fe.

En la higiene de la raza el nacionalsocialismo puede causar solo desastres. Sin embargo, aun cuando pueda decretar, no puede por medio de la opresión despertar ese sentimiento de la responsabilidad hacia futuras generaciones, sin el cual no hay higiene de raza posible. Pues el sentimiento de la responsabilidad prospera tan sólo en aires de libertad.

(páginas 41-59.)

IV
El problema de los judíos

El antisemitismo es un movimiento de índole absolutamente económica, surgido a causa de las perturbaciones producidas en la economía. Desde el punto de vista de su desarrollo espiritual, el antisemitismo se encuentra situado entre la actitud del obrero que rompe a pedradas los cristales o destroza las máquinas del fabricante que le explota y la del sindicalista que ejerce su presión como parte de una masa organizada. Esta presión no debe perjudicar ni a una sola persona; se trata tan sólo de suprimir la explotación del obrero. Una coacción ejercida por una masa solidaria no se dirige contra el individuo aislado, sino contra la clase de fabricantes. Es semejante a un dique, que se levanta para detener las grandes masas de agua y que se ve inundado por éstas al romperse tan sólo una pequeña parte de él. La base del antisemitismo es, con mayor o menor claridad, el concepto siguiente: los grandes intereses contrarios que se suelen expresar en las palabras trabajo y capital. Por ambas partes se sabe que ni el obrero aislado puede ganar terreno, ni puede retroceder el capitalista aislado. En esto radica el hecho de la lucha de clases, que es más fuerte que el individuo.

Pero el antisemitismo, producto de la crisis causada por la explotación, la inseguridad y la carestía, no se dirige contra todo el sistema, sino sólo contra algunos de sus representantes, contra los judíos. Para él los judíos no son una encarnación del capitalismo, sino el mismo capitalismo; son la materialización de todos sus perjuicios, que podrían hacerse desaparecer con ellos. Es la fórmula más cómoda para resolver el problema económico. Hay judíos que son usureros, pequeños fabricantes que explotan al obrero a domicilio; comerciantes de la nariz corva, que venden mercancías falsificadas. Fuera los judíos y acabarán la usura, la explotación y las malas mercancías.

¿Pero en qué queda entonces la repulsión de los de “sangre alemana” contra los de “sangre extraña”? Porque esto es la verdadera esencia del antisemitismo. Es precisamente en nuestra época en la que se pretende revivir el renacimiento de los valores de la raza y de la sangre. Sin embargo, nunca hubiéramos llegado a vivir este renacimiento si los de “sangre extraña” hubieran vivido pobres e indigentes entre nosotros. El pobre judío no excita más a la “sangre alemana” que un pobre “ario”{1}, igual que sucede con los pobres irlandeses e italianos respecto a los yanquis. Piénsese en el movimiento antiitaliano en Australia, desde que tantos terratenientes italianos ganan allí riquezas. El problema de los judíos no surgió a causa de la sangre extranjera, sino a causa del éxito económico de la raza semita. Y ello especialmente en el siglo pasado, en el antisemitismo de los Ahlwardt  y Stöcker, bajo la sencilla forma de la envidia; nosotros no tenemos ese éxito, esas rentas, esa clientela ni ese comercio. Era entonces un movimiento limitado a la pequeña burguesía, una especie de unión “nacional” de los perjudicados por la concurrencia judía; algo que para la clase obrera no tenía el menor interés.

En el nacionalsocialismo el movimiento contra los judíos se apoya sobre una base más extensa. No porque haya alumbrado nuevos manantiales del antisemitismo en un reciente despertar del sentimiento racial, sino a causa de la horrible crisis del sistema capitalista, que produce la vacilación del mundo entero. En nuestra época, en la cual el hombre se adueña del rayo del cielo y saca calor y fuerza de las entrañas de la tierra, en la cual supera al tiempo y al espacio, y tiene un dominio fantástico sobre la materia, millones de hombres son incapaces de subsistir; y eso no en países distantes y desconocidos, sino en las grandes ciudades, de cuyos laboratorios y fábricas el dominio del hombre sobre la naturaleza sigue haciendo nuevas conquistas. Esto parece como una locura. Hay exceso de todo y carencia de todo; el trabajo es tan abundante que jamás se paraliza, a causa de su propia abundancia. La victoria de la técnica no se convierte en ocio y libertad, sino en paro forzoso. Como un poder de la naturaleza desencadenada, ciegamente destructor, pisotea la economía del hombre; esa economía que se ha hecho inmensamente grande y complicada en comparación con los sencillos esfuerzos con los cuales la horda primitiva, en tiempos antiguos, se creara amparo contra el hambre y el frío.

¿Dónde está el error?, se pregunta la humanidad martirizada. Presiente en forma oscura que está causado por la falta de plan, por las inmensas posibilidades de la iniciativa del individuo aislado, que chocan unas contra otras, que han arruinado el modesto medio de existencia de muchos, para trasplantarlos al inseguro terreno del propio riesgo; por el choque de iniciativas que produce un abismo entre la producción y el consumo, que suprime la unión entre hombre y hombre y que origina, de la superior arbitrariedad, la impotencia. Se ha hecho demasiado poderosa la técnica para poder seguir sin plan, dirigido tan sólo por la presión y contrapresión de los intereses particulares. Tiene que caer bajo la dirección ordenada del interés colectivo; no hay otro camino para evitar una catástrofe de larga duración.

¿Por qué no nos ayudáis, si sabéis el camino?, preguntan los martirizados. No saben cuán fuertes son los bloques de interés de los unos y de apatía de los otros, que obstruyen el camino. Y no saben que hacen falta fuerzas inmensas para quitar los obstáculos y franquear el camino. Que el capitalismo debe caer sin que se destruya el mecanismo técnico de la producción y del reparto de los bienes, que en él están inclusos. Y no saben que será la más grande obra de arte de la humanidad, dar al mecanismo total de la economía un sentido y un contenido nuevos; dominar las fuerzas ocultas de la naturaleza y salvar al individuo de la egolatría que en nuestra lucha contra la naturaleza sólo sirve de estorbo y perturba y desmedra el desarrollo de su personalidad. La miseria de la crisis no le enseñará esto a la humanidad. La miseria hace impacientes y no aguza la mirada para ver conexiones distantes.

Es por lo que nuestro tiempo es favorable al comunismo, que promete la nueva sociedad socialista como premio del esfuerzo revolucionario. Y también por las mismas causas el nacionalsocialismo encuentra tantos partidarios; al prometer menos, exige también menos, y la teoría de su partido está adaptada al caudal intelectual más modesto. No es el capitalismo el enemigo, sino el judío. No hay que tomarse el trabajo de acabar con un orden social para sustituirle con otro; basta expulsar a los judíos de la industria y del comercio. Una cosa muy sencilla.

Aun se añade a esto el ornamento racista del problema. Los judíos son antipáticos, repugnantes; tienen una capacidad comercial que no agrada a la sangre alemana y significan una excrecencia maligna en el cuerpo de la nación. En el mejor caso se les puede tolerar como extranjeros en el país, para expulsarlos, si compatriotas alemanes necesitan el puesto ocupado por ellos.

Sería una discusión inútil querer decidir aquí si hay que considerar a los judíos como una raza, en el sentido sistemático de raza, o no. No cabe duda que no son una pura raza, porque razas puras no existen. Pero a pesar de que hayan entrado en la historia como una mezcla de razas; a pesar de que hayan, en la época de su proselitismo religioso, admitido razas extranjeras y a pesar de haberse luego –en calidad de nación esparcida por toda la tierra– mezclado con los pueblos circundantes, voluntariamente o no; a pesar de todo esto, los judíos representan hoy una comunidad de sangre con características étnicas absolutas. Hasta qué punto sean una herencia originaria o hasta qué punto –como Karl Kautsky pone de relieve– sean sencillamente signos de una especie humana que vive desde hace muchas generaciones en las ciudades (esto es, caracteres de habitantes de ciudades, y no del judío), no tenemos que decidirlo aquí. Basta hacer constar que es más fácil reconocer a un judío a causa de sus peculiaridades físicas, que averiguar en otro hombre de ciudades si pertenece a una raza del norte, del este, a una raza alpina, &c. Deberían representar los judíos, para los fanáticos de la raza, el máximo ejemplo práctico del sentimiento de responsabilidad racial. Son precisamente, como raza, un refinado producto de selección. No hubo nunca en su raza una mezcla tan aleatoria como la que vemos, en el caso de los “cristianos”, en sitios provistos de comunicaciones. Han mantenido la pureza de su sangre precisamente porque vivían entre extranjeros. En las grandes ciudades del viejo mundo –en Hamburgo, Génova, Barcelona– sucede que a veces encontramos un cierto acumulo de peculiaridades etnográficas en forma de capas de “pura raza” entre la población. Este fenómeno probablemente es debido al hecho, de que el contacto frecuente con tipos extranjeros, hizo apreciar el propio. Los judíos se enorgullecen de la particularidad de su especie. Su ideal de belleza física se encuentra generalmente dentro de los límites del tipo judío. Se reconocen casi con seguridad absoluta unos a otros. Como su consanguinidad procede de una cultura antiquísima, al mezclarse con otra raza, sus cualidades características salen siempre a la superficie; este hecho puede observarse también en el caso de la alta nobleza romana, de cuyos cruzamientos con sangre norteamericana jamás resulta la energía del yanqui, sino la indolencia romana. Aunque se pruebe, desde el punto de vista histórico, que los judíos no son una raza pura, no se puede negar que representan una unidad étnica con una particularidad distinta que domina también en la herencia. Si se concede que existe una raza alemana, con diez veces más derecho se puede hablar de la raza judía.

No conviene a los nacionalsocialistas esta raza y sus calidades; quieren proporcionar a los alemanes el derecho de poder expulsar del Reich a los judíos cuando les agrade. Pero como en un país que cuenta sesenta millones de habitantes no es posible que la cuestión de nacionalidad se arregle a base de simpatías y antipatías físicas, ya que podría darse el caso de que existiesen en Alemania, además de los judíos, otros hombres antipáticos domiciliados en Alemania también tan sólo desde hace cuatro o cinco siglos; hay que buscar otros argumentos para justificar el procedimiento proyectado de desposeerles de todos los derechos. Por eso se dice que los judíos empeoran las características hereditarias de los de “sangre alemana”.

Se originarían discusiones sin fin si tratáramos de desarrollar en conexión con esta cuestión todo el problema de los cruces entre razas. No cabe duda de que los pueblos originados por fusión de razas muy diferentes, como por ejemplo los ingleses, desempeñaron un gran papel en la cultura; lo mismo se puede observar en los hijos de matrimonios de razas diferentes, que acusan talentos extraordinarios. José Marconi, por ejemplo, es hijo de un italiano y de una irlandesa. Otto Braun, el joven genial, tuvo un padre judío y una madre del norte. Por otra parte vemos en la época de la caída del Imperio Romano un verdadero caos de razas en su metrópoli. Lo que no se sabe es, naturalmente, si el embotamiento del sentimiento de raza no fue tanto consecuencia de la caída como uno de sus motivos. Unas mezclas, como las de negros y blancos, no parecen producir buenos resultados, concerniente a los valores del carácter, si no, no se hubiera conservado el prejuicio contra el “café con leche” con tanta intensidad en un país como lo es el Brasil. Pero también para las unidades étnicas que viven en Europa es comprensible, desde el punto de vista teórico, que su mezcla, aunque rindiera un alto valor social, podría llevar a mayores desarmonías interiores, de las que generalmente resultan de la unión de masas hereditarias homogéneas. Acaso se podría mantener y probar la afirmación de que mezclas de raza, generalmente no son favorables para la felicidad y la armonía de la vida interior de los niños. Pero sería muy tonto querer hacer depender el grave peso de las medidas oficiales de esta maraña de observaciones y presunciones.

Sin embargo es un gran elogio el que se hace a los judíos diciendo que es preciso desposeerles de sus derechos de ciudadano para impedir su introducción en la “raza alemana”. No cabe duda de que los judíos, lo mismo como comunidad de sangre que como comunidad religiosa, también fuera del medio ortodoxo no anhelan la mezcla con sangre ajena; todo lo contrario: la deploran y menosprecian. Pero en este caso serían los alemanes la parte agresiva, empeñados en matrimonios con judíos, de forma que, a pesar de la aclaración nacionalsocialista, habría que apartar a los judíos para impedir a los alemanes que estropearan su sangre “aria”.

Sin embargo los “homines nordici” deberían tener tanta confianza en el carácter señorial y en la posición para escoger con quién quieren mezclarse o no. Además es el mismo Hitler quien establece el principio siguiente, que de una vez para siempre excluye el peligro de la disminución de valores nórticos por medio de la inferioridad judía. Designa este principio expresamente como “valedero”, probablemente para colocarlo por encima de otros que él sigue sustentando, a pesar de haber reconocido que no son válidos: “Todo cruzamiento de raza –dice en la página 443 del libro “Mi lucha”– conduce con absoluta seguridad, más o menos pronto, a la pérdida del producto originado por la mezcla, en tanto que la parte más noble de este cruce posea todavía una pura unidad racial. Este peligro para el producto de la mezcla deja de existir tan sólo desde el momento en que el último hombre de raza superior pura, sea también un bastardo.” ¿Por qué entonces esa algarada alrededor de los bastardos judíos, mientras haya un Hitler o un Göbbels que sean conservados para la raza? La tutela que se ejerce aquí tiene que ser rehusada con tanta energía por parte de los que admiten diferencias raciales como por los del bando opuesto. Sin embargo hay que ceder estos asuntos personales a los participantes. Tendría aquí el nacionalsocialismo una magnífica ocasión de enseñar que de hecho tiene fe en aquellos instintos raciales de los cuales tanto habla.

En realidad es una cosa muy diferente aquella en que tiene fe y aquella otra conforme a la cual organiza su propaganda; cree en la necesidad de reunir a las masas bajo sus banderas. De forma que su fe depende del mal que sufran las masas, la pequeña burguesía y la inteligencia burguesa: del capitalismo. Además afirma la realidad objetiva. El capitalismo separa al hombre de la gleba, de la propiedad campesina, y lo sitúa como individuo aislado sobre el empedrado de la ciudad; lo saca de la comunidad de sus compañeros de aldea y lo deja sin costumbres tradicionales; coloca al individuo aislado enfrente de otros individuos aislados. El capitalismo no ve más del hombre que su capacidad de trabajo, que surge de lo desconocido y desaparece en él. No existe para el capitalismo el hombre vivo, portador de la capacidad de trabajo. Puede ser tragado por la miseria, la enfermedad o el presidio. ¿Qué le importa al capitalismo? La energía trabajadora es siempre sustituible, pues existe siempre en abundancia para poder utilizarla sin compromiso. El capitalismo convirtió en impersonales las condiciones bajo las cuales se realiza el trabajo del individuo aislado, haciendo la clase de trabajo independiente del talento individual, esparciendo a los obreros y cambiándolos con frecuencia, apartando de las fábricas a los propietarios en su calidad de accionistas; de forma que no son hombres que están uno al lado del otro, sino dos poderes impersonales, con leyes propias, el uno enfrente del otro: el capital y el trabajo.

Todo esto es extraño. Al contemplar y comparar la escondida estrechez, la vida campesina, llena de cálidas sensaciones en el propio terreno, nos parece lúgubre y horroroso, como una fuerza sobrehumana que aleja de nosotros toda humanidad. Según los nacionalsocialistas todo esto es obra de los judíos, creado por ellos, y sólo con ellos puede dejar de existir. Quieren aprovechar la violencia agitadora que se puede sacar de la crítica del capitalismo para la persecución de los judíos

Efectivamente, los judíos son más hábiles para moverse dentro de los límites de la economía capitalista, que todos los demás pueblos. Sombart presenta muchas pruebas para demostrar que el desarrollo del capitalismo aumenta de modo considerable siguiendo el camino de las emigraciones forzosas que los judíos tuvieron que emprender. Y si en realidad esta nación perseguida a través de todo el mundo, tuviese la responsabilidad de nuestro actual sistema económico; si ellos hubiesen esparcido la semilla del capitalismo, casi estaría uno tentado a hablar de una nemesis horrible con que un Dios de la venganza quiere castigar a los que cometen crueldades contra su nación elegida. Pues la España hidalga y católica, cuya clase señorial expulsó al espíritu comercial de los judíos, buscó en esta expulsión en masa su propio provecho, como el más avispado agente de cambio. En efecto, se prohibió a los judíos llevar consigo todo su dinero, sus alhajas y joyas; tan sólo les fue permitido conservar el dinero resultante de la venta de sus inmuebles, y podemos imaginarnos en qué condiciones tan favorables se hacía dada la situación forzada de vender dentro del más breve espacio de tiempo. También fue de modo hidalgo cómo, en la frontera, Portugal se puso al acecho para pedirles una elevada contribución por el tránsito. Si la historia tuviera en cuenta todas las villanías que el fuerte cometió contra el débil y si estas cuentas se arreglasen justicieramente, la humanidad habría sufrido males peores todavía que el capitalismo. Pero la historia no se desarrolló de modo personal y humano, aun antes de que el método capitalista la deshumanizara y despersonalizase. No son los judíos expulsados los que han esparcido la mala semilla, que hoy se podría exterminar con ellos; como un pueblo hábil, escarmentado por la miseria, excluido cruelmente de la comunidad y solidaridad humanas y reducido a la solidaridad con su propia raza; como solariegos habitantes de la ciudad; como hombres hábiles en los negocios con dinero y por medio de sus relaciones en el comercio internacional, habían tomado parte en el desarrollo económico ya en preparación, lo habían acelerado y orientado hacia su propio lucro.

El solo hecho de que un pueblo pueda sobrevivir durante miles de años a la persecución y a la dispersión prueba una extraordinaria aptitud vital, una capacidad de sacar posibilidades de existencia de las cosas tal como son y de como serán, y no de quimeras y nostalgias. Los judíos que no fueron capaces de esto perecieron, ya que para ello se les presentaron muchas más ocasiones que a cualquiera de los otros pueblos que existen todavía. Un pueblo perseguido, viviendo aislado entre pueblos extranjeros con el amor visionario para la humanidad de un Jesús, con el espíritu fanático de dirección de un Pablo o el espíritu de investigador de la verdad de un Espinoza, dejaría, en el caso más favorable, unas losas sepulcrales como recuerdo de su pasada existencia. Lo que se reprocha hoy a los judíos no es otra cosa que el no haber perecido. Pero para sobrevivir a todas las miserias tuvieron que ser más prudentes, más activos, más dominadores, más inconsiderados, más activos que las gentes que les rodeaban; y ya que les fue prohibido tomar parte en la vida pública del país que les acogía, ya que no podían considerar como patria los sitios en que periódicamente les era arrebatado el suelo bajo los pies, tuvieron que erigir su hogar en la familia y en la comunidad religiosa; tuvieron que anhelar el poder que queda al que no tiene ningún derecho, al desprovisto de otras armas, ese poder que siempre atrajo el relámpago de la envidia, pero sin el cual hubieran perecido: el poder del dinero.

Los judíos aparecen hoy como producto de una selección histórica que en la crónica de ignominias de la humanidad merecería el primer puesto. Con los sucesores de los que fueron capaces de vivir bajo las persecuciones más graves, superiores a aquellos que no habían pasado por experiencias tan horribles. Durante dos mil años se repitió a los judíos: “Para no perecer como raza tenéis que ser prudentes y vigilantes, fieles a los compañeros de raza, cuyo único amparo sois vosotros; tenéis que ayudaros unos a otros, ya que nadie os ayuda y tenéis que arraigar profundamente en la familia, para no ser arrastrados; tenéis que escudaros con oro, ya que os rehúsan el hierro; respetar el espíritu que libera; conquistar sabiduría para haceros hombres superiores y conquistar bienes muebles, como conviene a aquellos que no tienen patria. Y ahora que han llegado a ser lo que debían ser –los que no lo pudieron perecieron–, ahora está empezando una nueva persecución contra ellos. Son superiores en la economía, y por consiguiente se quiere reducirlos a la ilegalidad, en la cual se les ha cultivado; pero esta vez no porque degüellen a niños cristianos o se burlen de la hostia, sino porque se han adaptado mejor a la economía que muchos no judíos.

Pero ¿no había en esta pretensión, sin embargo, algo de justificado? ¿Por ejemplo, en el sentido de que sean  precisamente las buenas cualidades de los de “sangre alemana” las que les obliguen a sucumbir desde el punto de vista económico ante los judíos? Es cierto que hoy en día muchos perecen precisamente a causa de sus valiosas cualidades; en esto radica el daño permanente del capitalismo, un daño que todavía es más grande que nuestra miseria actual, que extermina a hombres precisamente a causa de su nobleza{2} interior. Es el propio sistema el que los elimina, ya que se siente amenazado por hombres rectos. Pero la fábula sentimental del honrado alemán, tan sencillo, bueno y sincero, que sufre las estafas del judío, hoy no tiene actualidad. Aquel que se conmueva ante la lucha desigual entre la sencillez y la astucia tendría que dirigir su misericordia a lo que han hecho los cristianos belgas en el Congo, los cristianos franceses en el norte de África, los italianos en Libia y los norteamericanos en Cuba. Naturalmente nos condolemos de los campesinos inexperimentados, que son víctima de los timos de un golfo de la ciudad, sea éste judío o tenga “sangre alemana”. Pero daría una verdadera prueba de ignorancia quien supusiera que el alemán es tan incapaz desde el punto de vista económico que sólo podría existir al lado del judío, si a éste se le desproveyese de todo derecho. ¿Es posible que el “homo nordicus”, con toda su superioridad, no sea capaz de adaptarse a la ruda realidad económica, al lado de una clase judía, con iguales derechos de ciudadanía, mientras que los judíos “inferiores” han podido subsistir en un mundo cruel, desprovistos de derechos y rodeados de enemigos? Pero ¿qué clase de superioridad es ésa, que no sale a la superficie? Todo el que esté conforme con nuestra actual forma económica –y los nacionalsocialistas admiten como base la propiedad privada de los medios de producción– tiene que aprobar también las cualidades por medio de las cuales se mantiene en ella. Porque, en fin de cuentas, el Estado no es ningún asilo para individuos poco dotados de capacidad económica, y me parece que los “arios” tampoco lo están en tan alto grado, ya que los Morgan y Krupp han llegado a ser millonarios y a amontonar enormes riquezas, sin ser judíos; no hay que perder toda esperanza.

Sí, pero el capitalismo, ¿no es cosa de los judíos? Rosenberg e Hitler nos cuentan fábulas horrorosas sobre la omnipotencia del capital judío. Se parece todo esto mucho a los complejos patológicos y a las neurosis compulsivas. Se dice que son los judíos los que dificultan las relaciones italogermanas con el problema del sur de Tirol, para impedir un acuerdo entre Alemania e Italia; es el judío quien gobierna en Inglaterra. “El aniquilamiento de Alemania fue en primer lugar un interés judío y tan sólo después un interés inglés, exactamente de igual manera que el aniquilamiento del Japón sirve menos a los intereses de la Gran Bretaña que a los amplios planes de los jefes del anhelado Imperio Mundial Judío. Mientras que Inglaterra se esfuerza por conservar su posición en el mundo, el judío organiza su ataque para su conquista.” (Hitler, a. a. O. P. 722 y 723). En la democracia occidental, en el bolchevismo ruso, en la unión americana, en todas partes del mundo es el judío el que gobierna. Tan sólo un estado nacional asiático como lo es el Japón le causa espanto. Por consiguiente, trabaja su ruina para poder luego erigir el Imperio Mundial Judío.

Estos son delirios febriles e imaginaciones calenturientas, sin que el mismo que las escribe tenga fe en ellas. Es como un tráfico con estupefacientes, ofrecer estas cosas a las masas sin creer en ellas. Hay que luchar contra esto como contra una infección. Es el cuento del homicidio ritual bajo nueva forma.

Pero las masas, a las que ante todo se desea aturdir, no se ocupan mucho de la política del extranjero. Tal vez les importe poco saber que Inglaterra ha recibido de los judíos el encargo de aniquilar al Japón. Hay que demostrar cosas más evidentes a las masas. En Alemania hace menos efecto el perjuicio causado por las iniciativas judías obedientemente seguidas por el Imperio Inglés que el acarreado por el paro forzoso, que es una consecuencia del régimen capitalista y que proviene precisamente del desencadenamiento de las fuerzas productivas. Muy bien. Todo el capitalismo desde el principio hasta el fin es hechura de judíos. En la dirección de los Bancos, en los Consejos de administración de las sociedades anónimas, en el comercio al por mayor, en los grandes almacenes, en todos los lugares son los judíos los que desempeñan el primer papel. Pero ¿puede un hombre normal, en posesión de sus facultades mentales, creer que, al no haber judíos, este papel quedaría sin actores? ¿Que en el sitio cedido por ellos se produciría un hueco económico, o que su puesto sería ocupado por hombres del norte, que bajarían el tipo de interés, comprarían en el propio país las mercancías producidas en el extranjero, pagarían mejor a los obreros, convertirían los almacenes en tiendas de artesanos, en las cuales cada uno vendiese sus propios productos? ¿Por qué razón adoptaría el “de sangre alemana” una nueva moral económica y una económica libertad de movimiento, tan sólo allí donde se desbancara a los judíos, si en todos los otros ramos donde participa por propia cuenta en la vida económica no difiere de los judíos?

Pues los nacionalsocialistas no tienen la menor idea de lo que es el capitalismo, si creen que al poner tornillos y palancas cristianas, en vez de judías, esta máquina enorme se volverá más adecuada y agradable. Naturalmente agradaría a los magnates “arios” de la economía librarse de la competencia judía; pero para la nación alemana este cambio no tiene ninguna importancia.

Es ridículo el antisemitismo como movimiento contra la mezcla de razas. Nadie consultará el programa del partido para saber con quién debe casarse o con quién no. Los corderos alemanes tragados por el lobo judío son una fantasía muy aburrida. La sentencia de que se libera a la humanidad del capitalismo exterminando a los judíos es un cuento demasiado tonto, propio para niños. El problema de los judíos tiene tan sólo un sentido práctico para aquellos círculos sociales donde el judío es un competidor temible: en el comercio, en los oficios y en las profesiones liberales. Aquí se quiere desproveer de los derechos políticos al concurrente más fuerte. Antes de arriesgar con él una partida de ajedrez, el judío tiene por lo menos que entregar la reina. No es todo ello otra cosa que un vulgar negocio, un puro asunto comercial. Pero convertir esto en un problema popular, hacer creer al pueblo que se trata de su bien y de una lucha para la conservación de la especie alemana no es otra cosa que un auténtico timo. Y tan burdo que el más paleto no debería caer en él.

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{1} Empleamos la palabra “ario” como una frase política, aplicada a miembros no judíos de la raza blanca. Como término científico pertenece a la filología y designa una comunidad de lengua y no antropológica. El idioma ario es aquella lengua hipotética que existió antes de la separación del irano y del indo, y cuya existencia se deduce de las palabras comunes entre los dos. El hecho de que la denominación se introdujera con sentido completamente cambiado en la polémica actual se explica por la necesidad de tener un concepto que se pudiera emplear para expresar lo contrario de judío. Esta necesidad práctica no pudo ser satisfecha con un término científico. Por consiguiente no se buscó un término antropológico, sino que se aplicó un término técnico de otra ciencia.

{2} En mi libro La degeneración en su supeditación a la cultura –Ernst Reinhardt, München–, en el capítulo “Degeneración y eugenesia regresiva” he tratado de dirigir la atención hacia esta cuestión.

(páginas 61-84.)

V
La liberación de la esclavitud de la renta

Como punto cardinal, el nacionalsocialismo designa el problema de la redención de la renta. Fue el diputado Feder quien estableció diez principios sobre el modo de resolver esta cuestión.

Todas las obligaciones públicas –las obligaciones del Estado, las consolidadas, los empréstitos municipales– se declaran como legales medios de pago en su valor nominal. El propietario obtiene, en vez de intereses, una cesión de la obligación, que puede gastar como dinero contante. Desde el punto de vista práctico esto no significa otra cosa que una inflación, ya que se pone en circulación papel moneda, no garantizado por un depósito en oro por la suma total de las deudas públicas. El Estado y las corporaciones públicas repentinamente han dejado de tener deudas, y tampoco tienen la obligación de saldar en la moneda del país las obligaciones liberadas. El valor nominal de, por ejemplo, quince mil millones de estas obligaciones equivaldrá al valor de los cinco mil millones en papel moneda que están en circulación; de forma que repentinamente la circulación del papel moneda se cuadruplica.

Entonces circulará una suma cuatro veces mayor, representando un valor real que no ha variado. Los alemanes y austriacos conocen mejor que nadie el resultado de un procedimiento semejante; la capacidad adquisitiva del dinero disminuye, y con ello la cotización en el mercado del extranjero. Los que hasta ahora fueron usufructuarios de los intereses, precisamente los propietarios de acciones del Estado, no perciben intereses, y en cambio se hallan con su capital desvalorizado. Es verdad que de este modo el Estado y las otras corporaciones públicas han dejado de tener deudas; pero el dinero que contienen sus cajas, sus ingresos patrimoniales, los ingresos de las contribuciones, el remanente de la producción, todo participa en la general pérdida de valor. De esta forma el acreedor –el propietario de las obligaciones– se encuentra engañado, pero el deudor tampoco saca ninguna ventaja proporcional al daño causado al acreedor.

En el caso del punto segundo, en que se trata de acciones e hipotecas a intereses fijos, la abolición de los intereses ya aparece bajo otra forma. La suma que hasta ahora se pagó en forma de intereses se transforma en una cuota de pago a plazos, en un capital devuelto a plazos. Supongamos que una empresa fundada con acciones ha liquidado después de veinte años a todos sus accionistas. Pertenecerá entonces probablemente a los señores del Consejo de administración, pero de todas formas, no a aquellos con cuyo capital se había fundado. “La liberación de la renta” significa en este caso tanto como lesionar los intereses del pequeño ahorro en favor del gran negociante. En cambio, el minifundista puede redimirse de las hipotecas de su propiedad según el mismo procedimiento. La proposición quinta, que también corresponde a este punto, quiere hacer valederas acciones con un dividendo creciente, según la marcha de los negocios, tan sólo con la obligación de “abonar un beneficio proporcional al riesgo de pérdida a los asociados”. Luego se habla del “otro remanente”; pero la existencia o no existencia de éste no es afectada por la reforma de los nacionalsocialistas, ya que en el presupuesto corriente no se hace constar si el dinero hasta ahora empleado para el pago de los intereses sirve para la liquidación de las deudas. De forma que no hay absolutamente nada que no haya existido antes para el “mejoramiento de las condiciones del trabajo, la ampliación de empresas, el mejoramiento de la vida de los obreros, el aumento de la producción o la rebaja de los precios”.

Sigue –como tercer principio– la fiscalización de toda la economía pecuniaria; fiscalización de la cual, dado nuestro régimen privado capitalista, nos es difícil formar un concepto. Pero parece que tampoco lo comprenden los que explican el programa nacionalsocialista, porque no nos dicen de qué manera actuaría esta fiscalización. El préstamo sobre inmuebles puede ser efectuado tan sólo por el Estado (punto cuarto). Los préstamos sobre mercancías o fuerza activa se ceden a los intermediarios, que serán elegidos con control riguroso.

Se habla luego de la abolición de las ganancias de guerra, de combatir los acaparadores y usureros por medio de medidas legales y de la subida del tipo de contribución; los puntos séptimo, octavo, noveno y décimo tratan de las medidas para aliviar las consecuencias de la supresión de la renta a aquellas personas que viven de ella. Aquel que no puede mantenerse obtiene, en cambio de sus valores y títulos, una renta vitalicia del Estado; instituciones de utilidad general que pierden sus intereses pasan a manos del Estado; otorga éste también a todo obrero manual e intelectual de cincuenta a sesenta años una “pensión suficiente”. Lo hace con los impuestos de utilidades e impuestos sobre el capital, que por lo visto no se bajan, a pesar de que no existen intereses. Allí donde el Estado crea nuevas obras emite papel moneda, sustitutivo del dinero, sin intereses, que circula como dinero. De forma que el programa acaba con lo que había empezado: con la emisión de nuevos medios de pago en blanco, esto es, con la inflación.

Henos ya en el punto cardinal del nacionalsocialismo. Se le llama socialismo del Estado, pero lo que resulta de ello es la bancarrota de la hacienda nacional. Es verdad que con ella el Estado se libera de un golpe, no tan sólo de los pagos de intereses, sino también de todas sus deudas. Los bonos de obligaciones no representan ya una expectativa futura sobre el dinero del Estado, sino que se convierten ellos mismos en dinero, formando con el dinero ya en circulación el poder adquisitivo del Imperio. El dinero y las obligaciones compran ahora exactamente lo mismo que antes el dinero solo. Con los dos medios de compra juntos, se puede ahora adquirir tanta moneda extranjera, cuanta fuera ya antes posible con el dinero sólo; quizá aún menos, ya que el Estado emite papel moneda, sustitutivo del dinero, sin intereses, para nuevas inversiones, que es tan sólo otro término para papel moneda en descubierto, lo que no aumenta la firmeza de la divisa. Y el Estado, en cuyas arcas descansa el dinero desvalorado, recibido en forma de contribuciones, tiene que pagar a todos los pobres rentistas una renta vitalicia que no corresponde precisamente a las mínimas necesidades, dado el reducido poder adquisitivo del dinero, aunque sea incluso muy alta. Fuera de esto tiene que administrar con sus propios medios las cajas de socorro, pagar a todos los viejos indigentes una pensión suficiente y además atender a todas sus funciones de Estado. De forma que se sale de un mal para caer en otro peor.

Se podría objetar: no hay que tomar estas proposiciones al pie de la letra. No se trata aquí de un esquema que se quiera realizar, sino de una idea genial y de una exigencia moral. Aquel que es propietario del capital no debe por ello ser el amo de las fuerzas de trabajo o de la existencia del deudor. En favor de esta idea trabaja el nacionalsocialismo. Y donde existe una voluntad ya se sabe que hay también un camino.

Efectivamente la idea y el principio de la redención de la esclavitud de la renta no es más que un deseo vano y menos realizable bajo el régimen capitalista que sería, por ejemplo, la abolición de la sombra sin la abolición de los cuerpos que la proyectan.

Pero lo que se quiere es penetrar en la economía desde el punto de vista moral, darle forma conforme a la ley moral; y se empieza con un fenómeno que al “sentimiento ingenuo” siempre pareció una injusticia: el cobro de la renta.

Es un esfuerzo absolutamente utópico. La tarea sería más bien establecer el orden económico de manera que sus resultados sean conformes a la raza humana y al sentimiento moral. Hasta cierto punto esto tiene que residir en la materia prima, que no debe tolerar que exista una servidumbre entre hombres. No se pueden introducir cuñas, en el actual orden económico, en el edificio ya erigido. Naturalmente, el individuo aislado puede evitar en el estrecho círculo de su propia esfera económica lo que repugna a su sentido moral. Si es un hombre honrado no echará a su inquilino a la calle si no puede pagar; no hará embargar a un deudor indigente; no insistirá en la indemnización de un daño causado por un pobre. Pero también aquí todo esto tiene estrecha dependencia con todo el mecanismo económico; por ejemplo, en el caso de que no tenga otro ingreso que el alquiler que no fue pagado. Sin embargo, por medio de esta moral económica individual, que se practica con más frecuencia de lo que se cree, el orden económico no se desvía ni un milímetro de su curso. La poca posibilidad que le queda al individuo aislado de evitar una injusticia clara, engaña en parte precisamente a los hombres con sentimiento moral claro, sobre lo insufrible que es el actual orden económico, en cuanto que por medio de sacrificios propios pueden evitar daños máximos. Así se despierta la ilusión de que depende tan solo del valor moral del individuo aislado el suprimir el mal. El saneamiento de la economía por el hombre honrado fracasa, porque la mayoría de las relaciones económicas son impersonales; hay muchos que gozan indirectamente de beneficios que se avergonzarían de haber fomentado. Precisamente la renta es un buen ejemplo de que poco se puede influir en las cosas económicas desde el punto de vista moral. El cobro de interés pasó siempre por inmoral en toda la antigüedad; en toda la Edad Media fue prohibido por la iglesia y por las leyes del Estado; y sin embargo se percibió siempre interés.

El hecho de que el cobro de interés sea la primera entre todas las acciones económicas que fue criticada y condenada, se explica porque en ella tenemos la primera y la más primitiva forma de una fuerza puramente económica en forma bien clara y distinta en sus consecuencias para el hombre que al principio no era en realidad otra cosa que una relación de dependencia personal entre dos hombres. En una economía poco desarrollada los empréstitos eran exclusivamente préstamos de necesidad. No se necesitaron para ampliar la explotación o para cosas de lujo, sino para poder subsistir a un año desventajoso o para pagar contribuciones. Parecía ser tanta mayor injusticia que el deudor pagase, además de la cantidad que recibió prestada, intereses, cuanto que en cada caso particular se veía con claridad que el dinero prestado sirvió tan solo para llenar una falta. ¿Por qué iba a tener que devolver más? Y ante todo, ¿cómo podría devolver más?

La primera lucha dentro de los grupos humanos no fue inducida por el poder material; fue la que se realizaba entre el deudor y el acreedor. En ella tenemos la primera forma de la aplicación del poder económico, una forma que en el pequeño círculo de la comunidad primitiva se presentó claramente como la victoria del fuerte sobre el débil. El procedimiento se presentaba todavía al descubierto, todavía desprovisto del prestigio social del acreedor. De forma que es natural que se le valorizara desde el punto de vista moral, ya que todo el proceso se llevó a cabo, vivo y real, ante los ojos de los otros miembros de la comunidad. Por esto las periódicas condonaciones de deuda desempeñaron un papel tan grande en la antigüedad, ya fuera para la pacificación política, como lo fue la Seisachtheia, en Grecia, ya para la expiación moral, como en el año de jubileo de los judíos.

Además es también natural que los propietarios del poder trataban de sustraerse ante su propia conciencia, ante el juicio de los subyugados, a las exigencias morales que estorbaban a su dominio. Y entonces procedieron quizá de forma completamente inconsciente o negar la igualdad entre ellos y los subyugados. Tan solo el sentimiento interior de la igualdad funciona como hilo conductor del sentimiento moral. La igualdad se acabó al formarse el proceso de las capas sociales y del poder, que resultó de la opresión de los indígenas por tribus con armas superiores. Era de una importancia vital para los conquistadores más débiles en número, proporcionarse consideración y respeto ante los subyugados, manteniendo una distancia entre sí mismos y ellos. Las exigencias morales no pudieron actuar por encima de estas barreras. El cobro de intereses entre iguales fue despreciado; como todavía hoy no pasa por honrado el pedir intereses entre amigos. Ahora que la comunidad ya no se compuso en lo sucesivo de iguales.

En el mismo sentido que la desigualdad social obró la separación en el espacio, esto es, en el sentido de la despersonalización económica. De la abolición de las exigencias morales en la vida económica no es responsable ningún maleficio judío, ante el cual cede todo elemento humano, sino una separación social y espacial, ya que el círculo de la actuación económica del hombre es muchísimo más grande y menos claro que el círculo de su influencia personal. El espacio que se sustrae a la influencia moral y a las valoraciones éticas resulta del exceso de la esfera de acción política sobre la personal, de lo que se puede deducir que este espacio irá en aumento con el desarrollo técnico y económico.

Especialmente en la legislación contra la usura es donde vemos, de manera que no deja lugar a esperanzas, la despersonalización de la economía. En las formas que adopta como consecuencia del desarrollo económico no se combate, al menos por los legisladores, sino que toma la forma únicamente de autoprotección de los miembros de las corporaciones y gremios. Todas las legislaciones prohibieron en sus principios el cobro de intereses y luego el cobro de la renta entre iguales; así el Derecho mosaico entre correligionarios judíos, la lex Genucia (332 antes de Jesucristo), entre ciudadanos romanos. En la Iglesia católica el cobro de interés fue prohibido al principio tan sólo a los clérigos, pero fue declarada pecado en el año 443 por el papa León, también para legos. El concilio de Viena (1311) amenazó a aquel que cobrara interés con la exclusión de los sacramentos y le negaba el derecho a ser enterrado en sagrado. Decretos imperiales en Alemania, en los años 1500, 1530 y 1577, castigaron el préstamo con intereses, con la pérdida de la cuarta parte del capital. El negocio de empréstitos fue permitido tan solo al judío, ya que para él no valían las prohibiciones eclesiásticas. Su propia religión le prohibía el cobro de la renta tan solo en el caso de correligionarios pobres. Pero la necesidad en préstamos de dinero era tan grande que arraigó en todas partes la usura clandestina; la misma prohibición movió al usurero a exigir además un beneficio por el riesgo. Por consiguiente, en muchos casos se llamó para los negocios de empréstitos a judíos autorizados por la ley, para la moderación del tipo de interés. En el año 1430 los florentinos acordaron atraer judíos a la ciudad para reducir los inmensos intereses y ellos se obligaron a no cobrar más del 20 por 100.

En el caso de que un alma sencilla creyese que son de nuevo los malditos judíos los que tienen la culpa, hay que mencionar que la Iglesia católica no consiguió exterminar el interés en dinero, puesto que los cristianos “Kawerzos”{1}, en la vega del Rhin, en el siglo XIV, cobraron de 40 hasta 60 por 100 y pagaron por este privilegio una elevada contribución al arzobispo. Personas cristianas que hicieron negocios de empréstitos, a pesar de la prohibición eclesiástica, en la Edad Media, además de los “Kawerzos”, fueron los lombardos y, en pequeña medida, los cambistas de Asti. Entre paréntesis, acaso sea interesante observar que estos astigianos, que ejercían un oficio judío, sufrieron también un destino judío. En el año 1226 Luis IX de Francia hizo prisioneros a ciento cincuenta de ellos, les arrancó con amenazas 800.000 libras y después los entregó a merced de su enemigo el conde de Saboya, que los hizo colgar.

¿Pero por qué se demostró entonces que era ineficaz la prohibición del cobro de interés, manifestada en tantas formas y en nombre de tantas autoridades diferentes? ¿Y por qué desapareció entonces, con el desarrollo de la economía, la repudiación moral del cobro de intereses, de forma que hoy el más honrado entre los hombres no se avergüenza de invertir su dinero de forma que produzca intereses?

La legislación contra la usura tiene en común con todas las otras legislaciones la ineficacia de las prohibiciones a pesar de la amenaza de castigos en este mundo y en el otro, los cuales quiere eludir aquél para cuyo amparo se crearon. Mientras haya hombres que necesiten dinero para pagar contribuciones o alquiler, para comprar pan o un ataúd, buscarán siempre dinero con interés y a pesar de todas las prohibiciones posibles. Para impedir esto habría y hay tan sólo un único medio: poner gratuitamente a su disposición lo que les falta. Tampoco lo hizo la Iglesia, que siempre prometió la salvación eterna a sus creyentes y no lo pudo hacer. ¿Cómo podría el propietario privado del dinero, vista la necesidad permanente de los préstamos, querer prestar el suyo gratuitamente? Al no querer pecar contra la ley usuraria se quedará con el dinero, pero no lo pondrá a la disposición de otros hombres desconocidos. El indigente insistirá en burlar la ley, ya que para él no hay otro camino. Entre aquel al cual la ley quiere amparar y el otro contra el cuál se debe ser amparado se encuentra una pasajera solidaridad de intereses que la ley no puede impedir. Y todo sin que sea necesario concluir con la condenación moral de los préstamos de necesidad en la conciencia de los hombres.

La base de esta condenación es un justo instinto, algo como la primera materia de todas las valorizaciones morales y acciones económicas. ¿Por qué aquel que no tiene nada está obligado a trabajar por aquel que tiene algo? Porque es esta la esencia de la relación de intereses: que se debe ganar lo que el acreedor percibe además del capital prestado. Se reprocha a los negocios de intereses los ingresos adquiridos sin trabajo, por parte del acreedor. En el caso aislado la cosa da una impresión completamente diferente: ¿para qué necesita el hombre rico quitar el dinero a la pobre viuda? ¿Por qué quita el gran señor la casa y la gleba al campesino? ¿Por qué arrebata el usurero al labrador los cereales de su campo? Pero detrás de las diferentes imágenes se encuentra el mismo hecho: loa ingresos, adquiridos en forma de intereses sin trabajo.

Al ponerse en claro esto se comprende cómo fue posible que con el creciente desarrollo económico desapareciera la repudiación moral del cobro de la renta. Lo plástico y vital de aquel arreglo entre el que tiene y el que no tiene algo se disfrazó y se borró poco a poco, a medida que el préstamo se alejó de su forma originaria, del préstamo forzoso. La gente no buscó tan solo dinero para liberarse de una situación forzosa, sino también para establecer un negocio, adquirir suelo, fundar una explotación o ampliarla; éste fue el préstamo productivo. Nadie puede afirmar de éste que no sea justo pedir intereses para su concesión, ya que es fácil comprender que el propietario podría lo mismo invertir su dinero productivamente, en vez de prestarlo. El dinero, del cual Aristóteles pronunció la tantas veces citada sentencia de que no se reproduce, pareció adquirir esta capacidad. Aquel que lo prestó tenía el derecho de exigir una parte de su dinero acrecentada. De forma que no hubo nada que objetar contra la autorización moral del préstamo.

Sin embargo hubo algunos que se preguntaron: ¿Cómo es que en la inversión productiva el dinero se multiplica, así que la simple posibilidad de esta inversión justifica el cobro del interés antes tan repudiado? ¿De dónde procede que de un golpe se hayan convertido en legales los ingresos adquiridos sin trabajo, del que percibe la renta? ¿Y en qué consistió “la inversión productiva”, para hablar la lengua de nuestros nacionalsocialistas: el capital de producción en oposición al capital de rapiña? Consistió en que se colocaron obreros por dinero, cuyo trabajo rindió más lo que costó. Y en esta colocación de los obreros se ocultaba aquella forma originaria de la fuerza económica que el que posee ejerce contra aquel que no posee. Es la misma relación que conocemos bajo la forma del préstamo forzoso, tan solo derivada y alejada por numerosas sinuosidades de su punto de partida. También en la relación entre el obrero asalariado y el capitalista existe la misma mutua dependencia que hay entre el buscador del préstamo y el financiero. En ambos casos el propietario del dinero exige el trabajo del que es económicamente más débil en proporciones que sobrepasan al capital invertido; de este modo se proporciona ingresos sin trabajo. Solo que en el caso del contrato de salarios el giro es otro que en el caso de la usura primitiva; el sentimiento moral ya no reconoce el mismo proceso contra cuya desnuda crueldad se rebelara anteriormente.

Pero no es tan sólo la falta de una impresión plástica la que ha cambiado la posición moral del hombre, modificando sus puntos de vista sobre la renta. Ha sido también la transformación de la acción de la renta en el actual orden económico lo que produjo el cambio de su posición crítica. En la economía fundada sobre la propiedad privada de los medios de producción, la renta deshizo el orden, entregando las herramientas y el suelo del campesino al usurero. Los hombres estaban obligados a rechazar lo que arruinó la base de su  existencia. Pero el proceso ruinoso fue irresistible: no le importó este repudio; fue fomentado por las guerras –hay que pensar en la confiscación de las tierras de los legionarios romanos que no las pudieron labrar durante las guerras–, por el desarrollo de las comunicaciones y de la técnica. Y así surgieron del destrozo de la antigua forma de la producción las condiciones preliminares de la nueva: esto es, a un lado el capital y al otro hombres sin medios de producción, proletarios. Ningún repudio moral era capaz de detener este proceso. Con su terminación desapareció este repudio, ya que no es posible separar el interés del proceso productivo capitalista; y necesariamente resulta de la posibilidad de la utilización del capital, que además es una de sus formas de expresión. Y en el sentido del desarrollo no obra ruinosamente contra este proceso. Mientras exista la posibilidad de utilizar el capital, de obtener una plusvalía de trabajo, la renta parece tan justificada como la plusvalía; depende únicamente de esta posibilidad, esto es, del sistema capitalista.

Parece un propósito absolutamente sencillo y necio querer juzgar este fenómeno desde el punto de vista moral y exigir su abolición. Sería lo mismo cambiar el resultado de una suma sin cambiar los sumandos de ella. Significa una concepción absolutamente falsa de los hechos, recomenzar una lucha que ya en tiempos precapitalistas, a pesar de su evidente justificación, no dio ningún resultado.

Si hoy el propietario del dinero tuviese las posibilidades de conservarlo o de gastarlo poco a poco, o también de utilizarlo en cualquier empresa de modo directo y productivo, no sería necesario que el precio de las mercancías subiese por ello ni un céntimo. Que la forzada creación de tesoros conduciría al amontonamiento de los metales preciosos, ante todo del oro, sea dicho tan solo incidentalmente. Del hecho de que el propietario del capital y el hombre de negocios fuesen la misma persona resultaría sólo la consecuencia de que las ganancias de negocio y de interés, que antes iban a parar a dos individuos, se cobrarían ahora por uno; un hecho que se produce ya hoy, sin que por ello los mencionados vendan a precio más barato su mercancía. Ya que no existirían intereses de capital separados de las ganancias del negociante podría suponerse que el capital en este caso se dirigiría hacia la industria; pero sería esto un sofisma, puesto que el capital pasa hoy también a la industria –no yace y “arrebata”, sino circula y “produce”– adelantado por el propietario del dinero. A lo más, todo propietario de dinero tendría que fundar en este caso un negocio propio; con la misma suma se poseerían más negocios, lo que se expresaría en un retraso técnico. El elevado número de negocios que surgirían se corregiría automáticamente por la gran mortalidad de los mismos, pues al producirse el más leve paro toda empresa sin crédito se encuentra arruinada.

Pero es casi pueril imaginarse posibilidades semejantes. Con la liberación de la renta no se ayudaría ni tan sólo al pequeño burgués, al cual se engaña con estas palabras. Perdería más, como pequeño rentista o pequeño industrial, que ganaría con los préstamos gratuitos que recibiría del Estado –otro prestamista gratuito no entra en consideración–, cuya carga actuaría en forma de presión sobre los contribuyentes, en toda la economía.

Al ocuparnos tan ampliamente de este problema –mucho más que lo hubiera hecho un nacionalsocialista– fue para impugnar el engaño político con que el nacionalsocialismo hace su propaganda. Él mismo no tiene fe en su “punto cardinal”. Sabe que es de papel, pero le sirve como señuelo para atraer a los muchos infelices que sufren bajo el actual sistema económico y que perecen en la crisis de hoy. Conscientemente propaga la mentira de que se pueda desvincular del capitalismo la sujeción del hombre por el hombre. Los nacionalsocialistas desvían el descontento que se dirige instintivamente contra el orden capitalista, allá donde pueden desahogarse sin causar daño a esta orden, hacia una finalidad frenética. A toda esa demagogia que presenta precisamente a aquellos una esperanza engañosa, que dentro de los límites del actual orden económico no pueden tener –los pequeños industriales, los campesinos y las profesiones libres–, añade su segundo “punto cardinal”. El gran truco de su programa, la persecución de los judíos, los cuales tienen al pueblo bajo la sujeción de la renta. Hay que apartar a los judíos del cuerpo del pueblo y a la renta de la economía, y todo se arreglará. Y con este método se quiere atraer a la gente a afiliarse en el partido.

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{1} Los “Kawertschen”, “Kawetscher”, llamados “Kawerzos”, eran en la Edad Media, al lado de los judíos y lombardos, usureros, con frecuencia mencionados. El nombre –en latín medio Caorsinus– proviene de la ciudad Cahors, en el sur de Francia. La zona de su actuación era Francia, Inglaterra y Alemania. Después del siglo XV no se encuentran mencionados más.

(páginas 85-106.)

VI
El fascismo italiano

Hay un país en que el experimento recomendado por los nacionalsocialistas ya se encuentra en plena marcha. En Italia ya se ha conseguido lo que a los alemanes se les mostró como el fin anhelado. Y es preciso que lo contemplen allí antes de encargarlo en la casa “Nazi y Cía”. Tuvo hasta ahora la humanidad la mala suerte de tener que adquirir sus géneros sin saber qué aspecto tienen y qué resultado dan. Esta vez tiene la fortuna de poder contemplar y aprobar en Italia, desde hace ocho años, la mercancía que para el futuro se le ofrece.

Estoy seguro de que esta invitación a observar en el fascismo italiano lo que nos espera del nacionalsocialismo alemán tropezará con muchas objeciones. ¿Cómo ya a tener una transformación social y política que arraiga en las profundidades del espíritu alemán un precursor en otro país, y sobre todo en otra raza? El fascismo se considera a sí mismo –completamente igual que el nacionalsocialismo– como una cosa original, solariega e inimitable. A pesar de toda simpatía mutua, los dos niegan enérgicamente su parecido.

Y esta negación tiene una profunda razón. Acá y acullá se sabe que la efectiva semejanza de ambos movimientos conduce a conclusiones poco deseadas. No agrada ni a los fascistas ni a los nacionalsocialistas la afirmación de que en ambos paises el “anhelo del renacimiento nacional” se hizo valedero precisamente en el momento en que la clase dominante en la economía vió amenazado su predominio político. Precisamente un movimiento que pretende ser la expresión del alma popular tiene que poder defenderse cuando se le pruebe con ayuda de la historia de su época que no es otra cosa que una cuadrilla llamada por el capitalismo internacional para que le preste socorro en una típica situación de crisis. Les molesta aparecer con un carácter internacional y típico, ya que desean pasar por la flor originaria de su esencia nacional.

Los hombres malignos que escriben la historia del día –los injuriados periodistas– veían desde el principio claramente que el fascismo, con sus fines y métodos, era algo antiitaliano. La vuelta a las luchas de las facciones en las comunidades de la Edad Media o a la moderna Mafia y Camorra es una cosa completamente superficial. Cuando una minoría quiere dominar sobre una mayoría esto se alcanza forzosamente en todas las épocas y en todos los sitios con los mismos métodos. De la misma manera se podrían relacionar con el sistema fascista las luchas de los “gangsters” de Chicago. Es antiitaliano también el fascismo en el modo en que presenta como ideal de su nación una disciplina de hierro como la hubo en la antigua Prusia, y el culto del Estado como finalidad suprema, en el anhelo de convertir al pueblo italiano en un pueblo de soldados, de despertar su espíritu militar –después de mil ochocientos años–, como escribe el ministro de Justicia, Rocco. Antiitalianos son también los métodos; la fuerza bruta contra el más débil, la franca glorificación de la delación que repugna al italiano en alto grado, y ese nuevo espíritu plutocrático cuya falta prestó a la Italia prefascista una superioridad, libertad y nobleza que hacía avergonzarse a los otros Estados europeos. Hay que traer a la memoria de las personas que reconocen las características de un pueblo por la forma del cráneo y la estructura del cuerpo cuán inmensamente lejos se encuentra el jefe del fascismo italiano del tipo italiano, del “homo mediterraneus”. Es de estatura baja, de cogote de toro, regordete, con el cráneo redondo, de nariz corta y mandíbulas salientes y desarrolladas; se podría clasificarlo como “homo alpinus” o como un celta moreno; para encajarlo en la línea del perfil romano precisa que sus escultores ejecuten prodigiosos milagros.

Pero no es el elemento antiitaliano en el carácter del fascismo lo que aquí nos interesa, sino el elemento internacional de sus condiciones originarias. Todo experimento de dominar un país debe oponerse a lo hereditario, a la esencia natural de un pueblo, y apartarse de ella. Relaciones de esta índole se pueden mantener tan solo por medio del proceso de polarización. En ambos lados se hacen resaltar precisamente las particularidades que el otro no tiene. ¿Cómo podría sin esto explicarse en el siglo XX la enorme masa de títulos, de condecoraciones, de libreas, de galones de oro, de sombreros con plumas, de cintas de mariscales, de bastones generales, sólo con  ayuda de los cuales pueden los excelencias, príncipes y otros Juan Lanas de franjas de oro mantenerse en la superficie? Nada le era más ridículo al italiano prefascista que estos aspavientos.

En la interpretación oficial sobre el origen del fascismo italiano, el elemento internacional de sus condiciones originarias desaparece  completamente. Aquel que llegó a vivirlo no sintió conscientemente lo típico del movimiento, ya que era el primero de su clase y parecía ser también el único. Solo al seguir los otros países pudo observarse la igualdad internacional en el hecho de que iguales condiciones producían iguales fenómenos. Para percibir esto con claridad hubo que mirarlo independiente de la interpretación oficial italiana, según la cual Italia estaba amenazada por el bolchevismo y fue salvada de él por el fascismo. Pero las acciones del bolchevismo ya habían bajado cuando se empezó a prestar atención al fascismo. Muchas de las vanas esperanzas que se habían dirigido hacia el bolchevismo se dirigieron ahora hacia el fascismo. Pasaron a manos del fascismo los bienes procedentes de la almoneda de los moscovitas redentores del mundo.

El que tratase de comprender al fascismo como opuesto al bolchevismo no vería muy profundamente las cosas. Es preciso buscar más lejos y contemplar cómo la burguesía italiana había salido de las conmociones de la guerra: sin confianza en sí misma y en el porvenir de su clase, desamparada y exasperada frente a las exigencias de la clase obrera. Los representantes intelectuales del movimiento fascista no descendían de la reducida gran burguesía italiana, sino que eran pequeños burgueses y académicos, de forma que pertenecían a la capa social que después de la guerra había sido más desplazada. Desplazada con respecto a su posición durante la guerra, en el curso de la cual tenían sueldos desproporcionadamente altos, pero también en toda su situación social como clase había bajado; estaban resentidos por la desvalorización del dinero y por la comparación del descarado lujo por parte de los nuevos ricos y los importantes aumentos de los jornales conquistados en los primeros años de la paz por los sindicatos. Esta pequeña y media burguesía estaba descontenta y tenía razón para estarlo. Anhelaba cambios y no sabía cuáles; quería moverse y no sabía cómo ni adónde. La actitud favorable con respecto a los obreros que había mostrado mientras la situación de éstos era mala, se trocó en una franca y envidiosa enemistad. A todo esto se añadió la gran desilusión sobre la “victoria” que, vista bajo la perspectiva de las trincheras, hizo otra impresión; y siguieron a ello el hambre de sensaciones, la disposición aventurera como consecuencia de la prolongada fatiga de los nervios.

Sin este material de hombres no hubiera habido nunca fascismo; pero el material solo no causó el fascismo. Carecía de dirección. Había un descontento general que, de haber existido saludables condiciones económicas, al adaptarse a una normal vida de trabajo, hubiera podido curarse fácilmente. Tampoco Mussolini le dió una dirección, ya que él mismo no la tenía. En el año 1919 todavía representaba la revolución social; en 1920 propagó la ocupación de las fábricas. Fue la burguesía de entonces, los hacendistas, los agrarios, la gran industria y la clase de los altos funcionarios los que descubrieron en esta fluctuante masa política y social un medio para amparar su antigua posición privilegiada.

Lo típico en el movimiento fascista es que denota una completa ruptura de la burguesía con toda su ideología, con el mundo intelectual en cuyo nombre había iniciado una época histórica y con los supuestos políticos de su desarrollo económico. El día en que la burguesía se dio cuenta de que no podía sostenerse sobre la base ideológica de su clase; que sobre los fundamentos del Estado constitucional no podría mantener su supremacía, y resolvió no ceder ni uno de sus privilegios, en este día nació el fascismo. Así fue fundido. La líquida masa ardiente estaba a su disposición; bloques de desmoronamiento social, caldeados por el descontento.

Naturalmente no fue una casualidad histórica que el material ya estuviera preparado al crearse la forma. Ambos fueron el resultado de la misma situación social y política. Hay que imaginarse todo lo que la guerra había conmovido y desarraigado: relaciones de dependencia de muchos siglos se habían rasgado; se habían borrado diferencias sociales que parecían asentadas sobre granito, mientras que el peligro y la miseria creaban un nuevo sentimiento de comunidad entre los hombres y la explotación y la rapacería producían un sentimiento de hostilidad mutua. Se contempló de otra manera la miseria, después que se hubieron ganado riquezas inmensas por medio de la guerra; la fe en Dios y en la providencia habían engañado a demasiada gente; todo el mundo se desvencijó. Esta época de caos y de pasiones desbordadas fue, para aquellos que tenían algo que perder, una amenaza y una promesa para los que no poseían nada. Dieron entonces las masas obreras un enorme salto hacia adelante. Servía mejor para el derribo que para la reconstrucción esta humanidad empobrecida desde el punto de vista material por el destrozo causado por la guerra, y disminuida también desde el punto de vista cualitativo, ya que su sentido moral estaba embotado, su sistema nervioso sobreexcitado y sus esperanzas en el porvenir eran apocalípticas. Sin embargo la capacidad de resistencia del edificio social de entonces era muy diferente; en sus instituciones políticas estaba profundamente socavado, mientras que el poder económico de la clase dominante todavía era muy firme.

Al contemplar los sucesos retrospectivamente se puede afirmar lo que muchos contemporáneos habían dicho también: la única salida sin violencia de esta situación hubiera podido crearse por medio de una gran coalición, en la cual el ímpetu de las masas sin instrucción hubiese encontrado su límite y su doma; pero que hubiera forzado a aceptar la dirección del desarrollo de la democracia a la clase dominante, que había llegado a un punto muerto. A esta coalición se negó aquella parte de las masas que tuvo fe en una solución violenta y se negó la clase burguesa que reconoció y temió en ella el camino de su inexorable ruina como clase privilegiada. Entre las dos brujuleó la pequeña burguesía arrastrada por el torrente de la nueva época, y que, por falta de porvenir como clase, no pudo darse a sí propia una dirección.

Cuando la clase dominante prefirió abandonar todo su mundo ideológico y sus privilegios políticos, ofreció al descontento fluctuante y sin finalidad un punto de apoyo, alrededor del cual se pudo concentrar y desarrollar su poder; y dado el estado histérico y ávido de sacudidas nerviosas, toda ocasión de desahogarse se acogió como una salvación. Se buscó esta ocasión en el sistema comunista, sin encontrarlo. El tribunal y la policía solían ajustar sus cuentas con los comunistas sin consideración de ninguna clase. Además las grandes masas se daban cuenta de lo inaccesible de su finalidad demasiado por las nubes, y que, después de promesas de dos años, no se cumplía. Que un país de gran densidad de población y primordialmente agrícola, que en el mejor caso tenía trigo para cuatro meses, no podía proclamar el Soviet sin que una coalición internacional le hiciera morirse de hambre en el más breve plazo, fue un hecho que se comprendió tan pronto como se reconoció que era fábula la promesa del abastecimiento con el trigo ruso.

Lo que fermentó en el fascismo –este nombre tenía el movimiento desde 1919– y se disipó en acciones violentas sin objeto ni finalidad, fue resumido sin cambio del programa{1} y dirigido hacia un punto: contra el movimiento obrero y el partido socialista; obtuvo el fascismo ahora todo lo que la clase dominante pudo darle: armas, dinero e impunidad. Y muchos que se habían reunido bajo la bandera del descontento; se encontraban afectos a tareas que les eran extrañas, pero, sin embargo, librados de la inquietud, del vagar sin plan, de la inacción enervante. Los fascistas se habían convertido en una tropa mercenaria sin que muchos de ellos se hubiesen dado cuenta de ello. La clase dominante había abandonado el terreno de la legalidad sin renunciar a su hegemonía.

Es posible que esta burguesía italiana que solo llegó a poseer una conciencia de clase precisamente en el momento en que traicionaba los ideales de su clase, tuviera la ilusión de volver a la legalidad después del aniquilamiento de la clase obrera. Es también posible que las milicias multicolores creyeran, por su parte, poder concentrar su descontento caótico y su inquietud más tarde sobre un fin revolucionario, sobre una renovación, de forma que los unos no se creían entregados a merced de la ilegalidad, ni los otros tampoco a la de la reacción.

Sin embargo la imposibilidad de salvarse estaba patente. Fue motivada por el hecho de que la ilegalidad residía en el mismo Gobierno, en manos de una minoría moralmente corrompida que había subido al Poder después de una guerra civil, representante de las clases privilegiadas, que eran demasiado débiles para defender su predominio y eran demasiado necias para hacer concesiones en favor de un desarrollo pacífico de la democracia.

Toda clase dominante que cambia un Estado constitucional en una dictadura empuja con ello al Estado sobre carriles de los cuales no es después capaz de sacarlo. Desde entonces el programa queda reducido a una cosa sin importancia. “Nuestro programa consiste en gobernar a Italia”, había dicho Mussolini poco antes de haberse apropiado del país; pero aunque no tuviera consciencia de esta falta de programa (más tarde trataba de disimularla por medio de programas existentes sólo en el papel), el fascismo quedó convertido en un movimiento sin programa, cuya actitud estaba dictada en cada caso por la necesidad de conservar el Poder. Como consecuencia de esta situación forzada vinieron los principios del programa. De este modo la necesidad de regir contra la gran mayoría del Estado hizo convertir la hostilidad{2} de Mussolini contra el Estado en el apotegma del Estado fuerte, en el programa fascista; exactamente igual que cuando el deseo de sujetar a las masas con la ayuda de la iglesia suprimió la antirreligiosidad del jefe y de sus mercenarios{3}, hasta llegar a la clerificación de las escuelas y a la reconstrucción de los Estados pontificios. La necesidad por parte de la dictadura de tener a los obreros en la mano para vigilarlos desde el punto de vista político y para maniobrar con ellos para poderles, en caso necesario, entregar también al negociante, originó el “concepto genial” del Estado de corporaciones, y con ello se encontraban perfilados los contornos del Estado fascista.

En primer lugar, el Estado fuerte, según la fórmula de Mussolini: “Todo para el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.” Fuerte significa: concentración en un presidente de Consejo, provisto de prerrogativas reales, sin parlamento, tan solo apoyado sobre una junta de miembros del partido que ejerce una parte de las atribuciones parlamentarias bajo el nombre de Gran Consejo.

Un aparato policíaco enorme, que costó, según el senador Ciccotti, mil millones de liras en el año 1928, cinco mil veces más de lo que los franceses gastaron para su servicio de seguridad. La anulación de la autonomía de las comunidades; jefatura de las comunidades desde arriba, esto es, la podestá. Como consecuencia del poder ilegal del cual había surgido le quedó al fascismo la milicia de su partido. Para sanear el ilegal dominio del partido se prestó a los funcionarios de éste el carácter de empleados. Se elige al secretario general del partido fascista por medio de un decreto real y lleva el título de excelencia. Según la ley, está presente en las sesiones del Consejo de Ministros. La ofensa a un empleado del partido fascista se castiga como ofensa al poder público.

En cuanto al Estado de corporaciones su único éxito es que se le toma en serio en el extranjero y se considera este edificio, construido tan solo con papel, como algo vivo y activo. En teoría el Estado de corporaciones debe concentrar a los hombres según su posición en la producción y dar representación a los intereses de las agrupaciones económicas –que, según el concepto fascista, son unidades orgánicas–, pero no en el libre juego de la fuerza, sino bajo la tutela del Estado. Si existe algún producto bastardo que vive realmente bajo las mínimas condiciones de subsistencia es esta fusión del Estado centralista con el pensamiento corporativo. El uno excluye al otro. La organización corporativa tiene una función solo en el Estado débil, ya que es una forma de colectiva defensa personal, surgida de la diseminación medieval de la sociedad en numerosos grupos independientes.

Y vive, en efecto, bajo condiciones mínimas de subsistencia, ya que las corporaciones fascistas no viven. Todo el edificio está construido sobre una estafa, esto es, sobre el falso supuesto de que una restricción del derecho de coalición –o, mejor dicho, su anulación– actúa de la misma forma sobre capitalistas y sobre obreros, no alterando la mutua relación de fuerzas. Pero mientras el obrero aislado está indefenso, el industrial aislado no lo está. No se le origina ningún daño al propietario de los medios de producción haciéndole entrar de modo forzoso en organizaciones y prohibiéndole la separación de los obreros. No hay organización forzada que pueda impedirle llegar con otros industriales al acuerdo de cerrar su negocio cuando le agrade. Esto sucede efectivamente con mucha frecuencia en Italia; y pasado un cierto tiempo se vuelve a emplear a los obreros con otras condiciones. Solo que esto no se llama entonces “lock-out”. Al contrario, el obrero que no tiene ni el derecho de coalición, ni el derecho de huelga, no tiene ninguna posibilidad práctica para ejercer su resistencia. La sindicación obligatoria, cuyos directores son nombrados por el Gobierno y pueden ser despedidos por él no le puede prestar amparo, aunque se diera el caso de que creyera que tal cosa era asunto suyo. ¿Dónde tendría la fuerza el poder que amparase al obrero completamente despojado de su capacidad de defenderse contra los capitalistas en plena posesión de su poder? Pero en realidad no es la finalidad de los sindicatos el proteger los intereses de los obreros; basta con que den la impresión.

¿El resultado? Ved cómo le brillan los ojos al régimen. Contemplad lo que sucede con los obreros del campo. Según las indicaciones hechas en su Congreso el 27 y 28 de septiembre de 1931 en Milán, habían sufrido en las provincias de la Lombardía reducciones de salario hasta del 50 por 100, y esto con una menor fuerza adquisitiva del dinero. En estas condiciones, para no despoblar al país, el fascismo prohibió no sólo la emigración, sino también la libertad de domiciliarse en el mismo país. Para poder abandonar su lugar natal,  todo obrero parado necesita un permiso del alcalde. Al no encontrar trabajo en otro sitio dentro de quince días, se le reexpide por la fuerza a su pueblo natal. En la industria no se pudo impedir la emigración de los obreros más capacitados, y los mismos industriales se quejan de la falta de buenos obreros, que se han marchado al extranjero sin pasaporte. Los directores de las fábricas se vieron forzados a emplear obreros no instruidos, tan sólo porque eran fascistas. Hoy, cuando todas las fábricas despiden obreros, el órgano de los sindicatos fascistas se queja de que es precisamente a los miembros de la milicia y del partido fascista a quienes se despide en primer lugar. Al colocar a los obreros no tuvieron otra alternativa: a base de la ley tuvieron que emplear en primer lugar los miembros de la milicia, luego los del partido fascista y los de los sindicatos. Pero al despedir obreros, empiezan por los más incapaces.

Para la economía todo el sistema sindicalista resultó una enorme estafa. El industrial, como individuo, sale ganando a consecuencia de la prohibición de la huelga; la industria pierde, ya que la posibilidad de bajar cada vez más los salarios empuja la mutua competencia de los industriales al sistema de disminuirlos progresivamente; esto es, a la mala producción y a la desaparición de la capacidad adquisitiva.

Se objeta: esto no pertenece necesariamente al fascismo. Pero es completamente así, y pertenece necesariamente a todo régimen que pueda perecer si deja a las masas en libertad de expresar su voluntad. La censura de la prensa, hasta llegar a la prostitución más asquerosa; un sistema de soplones que penetra hasta dentro de la familia, en las aulas de las universidades, en la escuela y en el taller; un Código penal con casi ochocientos artículos; el dejar indefenso el acusado frente al Estado; un bárbaro sistema penal, con la muerte como fiesta para la milicia; la corrupción económica que en un país pobre lleva a un enorme enriquecimiento a los dirigentes del partido, mientras el pueblo es expoliado; la monopolización del poder político y económico por canallas, explotadores y ambiciosos; estos son los frutos del “renacimiento nacional” en Italia. Son inevitables en un régimen sin libertad como el moho en un lugar sin sol.

¡Sí, pero los trenes llegan y parten puntualmente! Estos trenes son en cierto modo el emblema del triunfo fascista, del arco triunfal por el cual Mussolini entra en la historia del mundo. Simbolizan el país, peinado y ondulado para los extranjeros, hostil e incómodo para el propio pueblo, pero arreglado para los turistas, que no dejan de maravillarse de encontrar calefacción central y no chinches, policías en vez de ladrones. No la gran Italia con su cultura de mil años, cuyos obreros todavía hoy edifican las carreteras de todo el mundo, que con su exceso de población lucha por su pan, que se ha creado sin carbón una industria, pobre de capitales, rica en hombres, fiel a la patria sin chovinismo, trabajadora y enemiga de marchas y uniformes, pero provista de una firme voluntad de participar en las actividades de una comunidad humana. No es esta Italia que se encuentra detrás del letrero anunciando los trenes puntuales, no una Italia “nacional” con su peculiaridad. No. Es el perrillo adiestrado que divierte a los extranjeros, en caso de que no les inspire misericordia. Es un pueblo al que han agarrotado su libertad y su carácter.

El propio ser no se desarrolla bajo la fuerza. No se despierta a un pueblo con ruido de cadenas, ni se le muestra el porvenir a latigazos. Sólo en una disciplina dada por sí misma abre una nación sus entrañas y pone de manifiesto sus tesoros esenciales. El fascismo es una vía extraviada a través de fango y sangre. Sobre un suelo semejante Italia nunca llegará a sí misma, nunca alcanzará el desarrollo a que está predestinada por la historia como posibilidad para lograr la felicidad y la cultura fundándose en las disposiciones naturales de su población. Como tampoco lo logrará Alemania violentada por los nacionalsocialistas.

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{1} Acaso sea oportuno reproducir aquí el programa bajo el cual se fundó el partido fascista por primera vez en el año 1919. Se exigió: 1.° La expropiación de las propiedades campesinas. 2.° Expropiación de las fábricas. 3.° Expropiación de las minas y de las empresas de transportes. 4.° Expropiación de los Bancos. 5.º La confiscación de los bienes eclesiásticos. Además: autonomía de las diversas regiones italianas, federalismo y constitución. En 23 de marzo del mismo año Mussolini había dicho: “Caminamos en todos los sentidos hacia una democracia más grande económica y políticamente.” El día siguiente escribió: “Queremos una reunión nacional que se decida por la monarquía o la república. Decimos desde ahora: Queremos una república. Rechazaremos toda forma de dictadura.”

{2} El 6 de abril de 1920 escribió en un artículo de fondo del Popolo d'Italia: “Yo parto del individuo y me dirijo contra el Estado. Si la reacción contra “el tiempo” de la guerra (adelanto de una hora en el reloj) fuera el esfuerzo más enérgico del individuo contra el Estado, tendríamos todavía un chispazo de esperanza en nuestras almas. ¡Abajo el Estado en todas sus formas: el Estado de ayer y el de mañana, el burgués y el socialista!”

{3} “No existe Dios... La religión, desde el punto de vista científico, es un disparate; en la práctica, una inmoralidad, y en el caso de los hombres que en ella tienen fe, una enfermedad.”

(páginas 85-127.)

VII
La dictadura

La idea de la dictadura{1} tiene hoy gran fuerza propagandista. Al cansado y desalentado se le aparece como un descanso y un amparo, como un asilo tibio; al enérgico y confiado, como un estadio para la carrera de los capaces. Se imagina que por entre la multitud de hombres y acontecimientos minuciosos la gran personalidad se yergue independiente, por propia naturaleza, timoneando y desenredando los destinos con mano firme. Donde otros buscaban a tientas, el dictador ha encontrado; donde otros calcularon y sutilizaron, él presintió; donde otros titubearon, la voluntad del dictador vuela en línea recta hacia el fin. Él es el héroe. Toda aquella parte de nuestro ser que aspiró hacia algo superior, que quería más luz en la cotidiana y gris tarea, se vuelve hacia su sol, feliz de poder servirlo.

“El que tiene preocupaciones tiene también aguardiente”, dice un humorista alemán, y se puede aplicar esto al estado de espíritu en el cual hace de consuelo el dictador. Hay que procurarse un dictador. Como las abejas, que pueden elegir su reina de cualquier huevo, los partidos pueden, según sus necesidades, buscarse un dictador; sólo hay que darle ocasión conveniente, respeto y fe. Pero la comparación no es completamente justa. Al morirse una reina las abejas crían otra; en el caso de los dictadores, al contrario, éste colma la necesidad espiritual de tal modo que faltan luego la ocasión, el respeto y la fe necesarios para la cría de un sucesor. Los dictadores no tienen sucesión. No porque sean algo único y señero, sino porque ellos mismos suprimen el estado de cosas gracias al cual han surgido y desbaratan las ilusiones por medio de las cuales han sido empujados al primer plano de la historia.

El supuesto de que la gran personalidad sea la que da resplandor a la dictadura se encuentra refutado precisamente por la historia de nuestra época. Después de los italianos, ¿no han encontrado su dictador los españoles, los polacos y los lituanos? El hecho de que Alemania y Austria tengan todavía una constitución y una democracia, ¿acaso está motivado por la falta de dictador? ¿Se cree acaso que es el éxito el que hace a un dictador? ¿No afirman las camisas pardas, sobre Hitler, que todavía no ha conseguido nada, igual que las camisas negras sobre Mussolini, aunque acaso con un entusiasmo tanto mayor porque de la dictadura de Hitler hay realizado mucho menos? Naturalmente no todo hombre tiene aptitud para ser dictador. A la mayoría no les valdría ni la oportunidad ni la fe, ni la veneración de los otros; pero es seguro que no es la personalidad la que origina la dictadura. Todos los dictadores y pretendientes a la dictadura hubieran quedado sin trabajo si el destino les hubiese distribuido por Europa antes de la guerra. El hecho de que las dictaduras victoriosas se mantengan y caigan con su representante no prueba que la personalidad sea un factor decisivo; prueba tan solo que en el edificio de poder sobre el cual el dictador se apoya tiene, desde el punto de vista técnico, su principal pilar, aun en el tiempo en que la aureola de la dictadura no realizada le rodeaba. Desapareció la aureola, pero el edificio de poder ha persistido. Pero no es tan firme que se pueda pensar en cambiar el pilar principal. Y todavía menos en ponerle otro y, una vez desaparecido todo el nimbo de la dictadura, pensar en crear un nuevo sentimiento de poder. Aunque la providencia produzca Mussolinis en serie, los primeros dictadores serán siempre insustituibles.

El problema de la dictadura no surge porque un ejemplar particular del “homo sapiens” emerja como un meteoro, sino a causa de una situación psicológica y política especial, en la cual la más o menos completa incapacidad de los conocidos métodos de gobierno orienta las esperanzas hacia rumbos desconocidos. Es  una variación de la fe en el Mesías que surge de nuevo cuando los tiempos son difíciles.

¿Quién negará que los métodos actuales de gobierno han fracasado? Tal vez con más razón podría afirmarse, no que el Estado fracasa, sino que sus finalidades ideales de prestar normas a la vida humana en común, de sustituir la desigualdad  de la fuerza individual por la igualdad de derecho; de garantizar la vida y el mantenimiento del individuo aislado y de la especie, así como el de asegurar el desarrollo cultural de la totalidad de los individuos no son cumplidos. El concepto de Estado todavía no cumple la función del Estado, que evidentemente siempre es la misma. Un pueblo puede perecer dentro de los límites de su derecho; puede ser perjudicado en su salud, en su alegría de vivir, en su tipo hereditario, en su descendencia; puede sufrir un perjuicio duradero  de sus valores hereditarios y de su porvenir. En el caso de un aislamiento absoluto de amplias zonas sociales, de los supuestos fundamentales que garantizan la existencia en común, tal como se producen a causa del desarrollo económico, entonces no basta ya la garantía del derecho formal.

Si desde el punto de vista histórico el Estado es una organización de poder en la cual una tribu conquistadora concedió a la otra subyugada amparo contra la propia violencia, ya que los propios conquistadores podían sólo así vivir, en cambio el Estado como idea es no tan sólo una limitación del uso de la autoridad individual, sino mejor aún el único órgano del poder legítimo; significa la inserción en el cuadro del Derecho de todas las posibilidades de existencia digna de la vida humana. Y en este aspecto ha fracasado. La economía arrastrada por su propio impulso, se sustrae al dominio del Estado. Al intentar atraerla bajo su poder corre peligro de ser él mismo arrastrado y desviarse de su fin ideal.

Dado el estado actual del desarrollo técnico, el orden privado capitalista de la economía permite la formación de una autoridad poderosa fuera del Estado. Esta autoridad hoy es capaz de frustrar, dentro de los límites de la legalidad formal, la verdadera tarea del Estado, que no se cierne por encima de los poderosos intereses, sino se encuentra a merced de ellos y no puede, en el terreno de la propiedad privada, subordinar el poder económico a su finalidad social, ya que los representantes de los grandes potentados figuran por todas partes en el mecanismo del Estado y su influencia es tanto más grande cuanto más difícil es para el Estado cumplir  sus propósitos, esto es, cuanto más pobre es. Entonces el poder del capitalismo puede ser usado consciente y directamente contra el Estado para hacerlo dócil. Los grandes industriales, ante todo los grandes “trusts”, pueden colocarse no tan solo completamente fuera de la función del Estado, sino voluntariamente dificultarla; por ejemplo, por medio del paro industrial, para acrecentar los cargos públicos, por medio de los obreros parados, y para aumentar el descontento con el Estado. Que todo experimento de encauzar un plan de economía social dentro de los límites del régimen privado capitalista convierte al Estado en un instrumento de intereses privados –y no de intereses del desarrollo capitalista– se ve con absoluta claridad en la Italia de hoy.

A pesar de que su alto sentido y su supremacía se encuentran perjudicados por ella, el Estado no puede alterar nada en el hecho de que la situación técnica de la producción en el régimen privado capitalista determine la concentración de un gran poder en pocas manos y que la economía regulada a base de propósitos individuales por parte de los grupos que tienen el poder origine un reparto absurdo e injusto de los bienes. No se puede fijar como primera tarea del Estado la protección contra ataques externos, sin suponer la existencia de bienes pertenecientes a todos y mereciendo el amparo del Estado y su protección contra ataques interiores. Pero si el Estado no es ya capaz de cumplir esta tarea, desaparece en el pueblo la convicción de su necesidad. Esta es la esencia de la actual crisis del Estado.

Sobre la base de la propiedad privada de los medios de producción la crisis no puede ser resuelta. En este terreno el Estado se encuentra enfrente de un poder que determina el bien o el mal del pueblo en un grado mucho más alto que él. Y este poder se esfuerza constantemente de reducir la permeabilidad de las instituciones oficiales para la voluntad y los intereses comunes. Pero la única posibilidad de crear un contrapeso a la superioridad económica es la penetración en el Estado de las demandas de todo el pueblo. Es también la única posibilidad de atender a los compromisos del Estado, sin la cual muere en el pensamiento de sus miembros. Porque mientras solo sea representante de los intereses de una minoría, el Estado de hoy es débil.

¿Y el Estado fuerte que se anhela en la dictadura? En él la diferencia entre el mundo de derecho y el mundo económico materializado en el Estado se ha suprimido en cuanto que los grupos económicos dueños del poder en la dictadura se apoderan del Estado. Y entonces parece el Estado ser fuerte, mientras que en realidad sucede tan sólo que ha cedido su puesto al fuerte. Pues ¿de dónde se originaría de un golpe la fuerza del Estado en la dictadura? En Italia y en los otros países la dictadura siempre había encontrado sus fomentadores en la alta banca, en la gran industria, en los grandes “trusts”; precisamente en las zonas del poder cuyo dominio económico pudo sustraerse a la influencia del Estado, enfrente de los cuales el Estado era un Estado débil. En la dictadura el Estado capitula ante el más fuerte.

Pero ¿cómo se explica entonces el hecho de que la dictadura sea anhelada también por individuos aislados y capas sociales enteras, situadas muy lejos de los representantes de la superioridad económica, de los cuales procede precisamente la crítica de que el Gobierno no es capaz de romper este poder superior?

Estos defensores de la dictadura son estetas o personas que creen en milagros.

Muchos anhelan una rigurosa disciplina a causa de lo relajado y de lo absurdo de nuestro estado actual en el cual son discutidas hasta las más indispensables relaciones socialtécnicas de dependencia, y en el cual la mezcolanza de subordinación social y de subordinación al oficio perjudica a la última. Pero muy pocos se fijan en que podrían empezar por sí mismos. Les gusta el arrojo y la gallardía, el uniforme tal como el “Lokalanzeiger” lo pinta de modo muy atrayente en sus descripciones de la milicia fascista. Son precisamente los flojos de alma los que necesitan esa cáscara exterior, como los animales sin vértebras su dermatoesqueleto.

De origen estético es también aquella simpatía para la dictadura que ve en ella una victoria de la personalidad sobre el número. Pero ¿sería la dictadura un campo mejor para el desarrollo de las peculiaridades y de los valores personales?

En primer lugar hay los que disfrutan con la individualidad del dictador desde el punto de vista estético. Aquellos son los histéricos de ambos sexos, los que no tienen individualidad  y sienten un pavor agradable al ser arrebatados por una fuerza superior y extraña. Y toman la falta de trabas a manifestarse como el ímpetu de la individualidad. Estos son los masoquistas de estética política. Personas que pasan toda su vida en el café, para las cuales la vida no significa actividad, sino vivencias que se acumulan. “Si él (el dictador) viene –escribe el escritor Rudolph Borchardt en un folleto con el título Conducción– como un duro formador de hombres, que no guía a Alemania, sino que crea del alemán alocado, degradado o ablandado a consecuencia de diez años de devastación, un alemán disciplinado y capaz de guía.” Esta gente exige que corra sangre; por lo menos en las frases que Fritz Brügel (“Conducción y Seducción”, Viena, 1931), con una profunda comprensión, llama “de artes y oficios”. Hay que gozar esta apoteosis de la dictadura: “Ella es el poder de una única voluntad individual o de una fantasía de un hombre de Estado individual; la voluntad de transformar la faz completa de esta nación y de escribir y dibujar nuevos contornos en esta cara con la punta de la espada para reescribir con la misma pluma sangrienta su balance; esto es, para introducirla como un nuevo pilar en la ruina nacional allí, donde se rompe la dirección dada por los siglos.” Un agradable ideal dejarse garrapatear la cara por la punta de una espada guiada por la fantasía. Según esta receta, debe la nación –que para los no nacionalsocialistas significó siempre algo grande y santo– hacer su “toilette”.

Personas que así escriben y sienten pertenecen por su naturaleza al círculo encantador de la dictadura. Ningún movimiento sano pierde nada con ellos. Obedecen o a un cálculo comercial o a un estado de nervios a los que no se puede responder con razones.

Al contrario, vale la pena de oponerse con razones a la opinión de que el régimen de la dictadura sea favorable al desarrollo de la individualidad y al desarrollo de la actividad personal en la vida pública. Se imaginan que el dictador reconoce y coge inmediatamente al más capaz para colocarlo en el puesto más adecuado. Pero el complicado problema de la utilización de valores personales en la dictadura no se resuelve tan sencillamente. No sufre ninguna transformación sistemática. El número de los que sobresalen no es mayor en la dictadura que en la democracia; tan sólo de un golpe se encuentran en el primer plano otras personas: los partidarios y los peones del nuevo régimen. Es inverosímil para nosotros la suposición de que éstos representan un material de hombres extraordinariamente precioso; pero para los defensores de la dictadura no cabe la menor duda de ello; de forma que prescindiremos aquí de las discusiones sobre su calidad. Seguro es que la libertad de selección es menor en todo régimen de minoría, y que una dictadura, al conseguir el poder, tiene muchos más compromisos de carácter personal que una democracia. En Italia se quejan de la ocupación de las cátedras universitarias por nulidades, cuyo bagaje científico consiste tan sólo en sus méritos políticos. Quien no quiera admitir la existencia de estos compromisos que la dictadura trae consigo al entrar en la vida política tendrá que reconocer una perversión en el instinto de valorización de los hombres como carácter distintivo de la dictadura italiana, ya que aquélla había depositado una confianza incondicional en individuos que luego ella misma tuvo que estigmatizar, como Cesare Rossi, Dumini, Belloni y muchos otros. Todo régimen de minorías tiene una reducida libertad de selección.

Existe un concepto bastante extraño sobre el mecanismo por medio del cual se pueden emplear valores personales en el servicio público y para el bien público, ya que este mecanismo no tiene nada místico ni mágico, sino que consiste en cosas modestas y prosaicas. En primer lugar, de un público pretencioso y deseoso de crítica; luego de la posibilidad de poder expresa su opinión sin limitación y de modo honrado, no por medio de cartas anónimas o de libelos, y en tercer lugar de autoridades con el deber de considerar la opinión pública y de valorizarla de modo objetivo. Para todo esto naturalmente es preciso que las cabezas directoras tengan una cierta autonomía en lo que concierne a la provisión de los puestos oficiales, que por su parte tan solo quedan exentos de inconvenientes allí donde sea posible una crítica objetiva. Son precisamente estas exigencias las que una dictadura o cualquier gobierno de minorías no puede realizar nunca, porque van contra su propia esencia. Bajo una dictadura el público debe estar quieto y callar; le está también prohibido quejarse, aunque lo haga correctamente, de la misma manera que se prohíbe a las autoridades tomar en consideración las quejas sobre partidarios del régimen actual. Las condiciones para la provisión adecuada de los puestos importantes son las peores, lo mismo que las posibilidades de desprenderse francamente de los individuos de poca valía, dado que los compromisos son mayores que en el régimen democrático. La mayoría de aquellos que con entusiasmo ponen de relieve que la dictadura tiene una fuerza para reconocer y poner de relieve valores personales, están en secreto convencidos de que el dictador ya entra en el gobierno con un séquito de personas que había encontrado sin seleccionarlas; y los que se ha encontrado hoy son los entusiasmados de ayer.

En cuanto a la creencia en el milagro puede ser discutida solo hasta el punto en que no exprese una falta absoluta de plan y de esperanza. Con los que dicen “nadie nos ha servido para nada; por consiguiente, hay que esperar que la dictadura nos salve”, no se puede discutir, lo mismo que tampoco se puede discutir con quien huye ciegamente ante el peligro.

Sin embargo existen personas que atribuyen a la técnica administrativa de la dictadura fuerzas milagrosas. No necesita el dictador esperar la decisión de comisiones y juntas; él viene, ve y vence. Sin parlamento, sin que la Prensa de su opinión, puede tomar las decisiones más importantes. La ley se cierra, como una trampa, de un golpe, antes de que el pueblo vuelva en sí. Esto es justo. En Italia se dictan más leyes en el curso de un mes que en otro país cualquiera durante todo un año. Pero, el método tiene, sin embargo, otras quiebras. Queremos prescindir del hecho de que la dictadura en ningún modo cuesta menos, ya que las dietas parlamentarias siguen corriendo a pesar de que no hay colaboración parlamentaria en la legislación y de que existe un sinnúmero de comités, comisiones, juntas, consejos, etcétera. Dada la ilimitada capacidad del dictador para emitir leyes, muchas veces sobrevienen errores muy gordos, ya que la maldita democracia tiene, entre otras, la función de iluminar un problema por todas partes, desde los diferentes puntos de vista de los diversos intereses, lo que no es posible al individuo aislado. De la inevitable falta de conocimientos objetivos resultan no sólo leyes insuficientes o absurdas, sino también medidas que sirven a intereses particulares. Sin duda todo se tramita en la dictadura con mayor rapidez –apenas se condena a la gente, ya está fusilada–; pero no se sabe que cualquiera dictadura europea haya introducido tan solo una única medida digna de imitación para la resolución de los problemas más urgentes: paro forzoso o emigración. ¿Por qué tendrán los dictadores del porvenir que realizar más cosas que sus hermanos mayores? Pero la simpatía hacia los obreros por parte de la dictadura es un hecho histórico. Desde los Estados ciudadanos en la gran Grecia, toda tiranía había protegido a las clases pobres. Desde que sabemos que entonces tan solo rubios del norte dominaban a Grecia, de la misma sangre que va a dirigir  el Imperio anhelado por Hitler y Göbbels, hay que esperar de este Imperio que prestará su amparo precisamente a los que más lo necesitan. Así lo enseña también el nacionalsocialismo.

Sin embargo basta una mirada a la antigüedad para apreciar la diferencia sistemática entre la dictadura actual y las de antaño. Toda dictadura se nutre del descontento con el estado actual y produce un cambio en las capas dominantes. Pero como es una minoría la que derroca a la mayoría que tiene una constitución legal, es preciso que esta minoría busque su séquito. En la antigüedad se ofrecía un séquito típico: la masa subyugada, sin derechos. Por medio de remisión de deudas, repartos de tierras y amparo legal se la ganó para la dictadura y formó su verdadera milicia. En este sentido toda dictadura favorece al pueblo, ya que en él se apoya contra las generaciones hasta ahora dominantes, sobre una capa puesta fuera de la ley, excluida de la política. Pero no hay que equiparar esta capa social con el proletariado moderno. Consistía antes en la chusma sin derechos que sólo podía salir ganando y no podía perder nada con la dictadura. En los Estados modernos la dictadura no tiene una base semejante. La clase obrera tiene en ellos derechos, y todo dominio de la minoría tiene, quiera o no, que suprimir en primer lugar estos derechos, por propia conservación. Según su definición, toda dictadura en un predominio capitalista es hostil a los obreros; si tuviese las masas obreras detrás de sí, no sería necesaria la dictadura. Los conflictos que el régimen de la dictadura evita no existen en modo alguno enfrente de las medidas representadas por la voluntad de la mayoría. La capa social que en la antigüedad tuvo la tarea de echar su peso en el platillo de balanza a favor del dictador, no existe en el Estado moderno. Es verdad que surge en el curso de los años como consecuencia de la dictadura, como se puede observar en Italia; como una chusma,  sin derecho ni dignidad, que grita “¡Hurra!” y escribe cartas mendicantes y forma un motivo adecuado de propaganda filantrópica. La chusma que el tirano de la antigüedad encontraba al llegar, el dictador moderno tiene que creársela. Tiene que hundir primero una parte del pueblo para poder luego, decorativamente, doblegarse a ella.

La dictadura no significa una solución de la actual crisis del poder del Estado; no se mueve tan solo en la dirección en la cual se halla la solución, en el sometimiento de la economía al interés común. La dictadura es aquel caballo troyano desde cuyo vientre los intereses privados atacan a los del Estado. Deslumbrados o traidores atraen a los hombres a llevarlos dentro de los muros para rechazar al enemigo.

El alma y la esencia de la dictadura residen en la convicción de que el pueblo necesita una tutela. Hay que pensar y actuar por él. Unos condimentan su felicidad y otros se la sirven. Este es el verdadero crimen contra el pueblo: estar constantemente aparentando servirle, pero con el espíritu y la técnica de las clases dominantes. Los intereses particulares amenazados por el sistema democrático buscan y hallan su refugio en ella. ¿De dónde vendría sin esto su fuerza?

La dictadura desea volver el aparato del Estado contra la comunidad; su fuerza debe resaltar de la fusión del Estado con los intereses particulares que hasta ahora le saboteaban. Esta es la fórmula del “Estado fuerte”. En otro plano vemos llevado a cabo este sistema por medio de una alianza entre la Policía y los criminales.

En la demanda de una dictadura intervienen varias voces: los gritos de los que quieren dictar y los lloriqueos de aquellos para los cuales el dominio absoluto significa el reposo de sus nervios, igual que el cerrar los ojos es útil para los que saltan en el abismo. Pero de la miseria actual no hay salida posible por medio de los intereses particulares o por el ansia del gobierno de individuos aislados; tampoco cerrando los ojos delante de la realidad para soportar así lo que con ojos abiertos no podría soportarse. La dictadura no es una solución, sino un extravío; no desvanece contrastes, sino que los tapa violentamente. La fe en ella no surge del conocimiento objetivo, sino de la disposición subjetiva del alma. Hay muy pocos que pueden explicar lo que quieren lograr con la dictadura; la mayoría solo sabe que quiere desprenderse de la miseria actual. Si no lo pudo hacer la democracia lo hará la dictadura. No se quiere saber cómo ni de qué modo; lo importante es entrar en la cuadra donde le quitan a uno el arnés de la propia responsabilidad. Si la mayoría del pueblo alemán sintiese de este modo podría afirmarse que el pueblo alemán estaba maduro para la dictadura. Pero no siente así. Tan solo a ciertas personas los muchos sufrimientos y heridas ponen de este talante. En vez de buscar una salida a su miseria buscan una salida de la disposición de su alma, que es una consecuencia de esta miseria. Les dicen: si estáis cansados, dejad actuar a otros por vosotros; si no tenéis ya fe en las ideas, creed en nosotros.

La masa debe ceder la resolución de los problemas de su miseria, que es la miseria de la nación, a los que buscan, más allá, la miseria de satisfacer intereses particulares. Estos son los estupefacientes regalados por los nacionalsocialistas. Pero necesitamos un pueblo que se ayude a sí mismo, que crea en finalidades y no en el Mesías, que se proponga miras objetivas y no que lloriquee para obtener su tranquilidad. Un pueblo que juzgue y obre y no dé poder a otros para que juzguen y obren en su nombre.

El pensamiento de la dictadura no es un águila que lleve hacia arriba; es un buitre que surge a consecuencia de la devastación y por ella prospera.

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{1} Prescindimos aquí de ocuparnos de la dictadura del Soviet. Su desarrollo paralelo con las dictaduras burguesas es apto para ilustrar la interior necesidad y la legislación arbitraria de esta forma de gobierno; para conservar la dictadura, sea plutocrática o comunista, tiene que organizarse el mismo aparato de soplones, la misma censura de la Prensa, la misma arbitrariedad personal, e igual desigualdad de derechos. Pero como estamos estudiando el problema referente a Alemania, podemos prescindir de la dictadura rusa ya que las condiciones a que debe su origen nada tienen que ver con el cheque en blanco que se quiere extender a la dictadura alemana. La dictadura rusa quiere ser un camino hacia un cierto fin claramente concebido desde el punto de vista técnico, no una perspectiva sin fin, una francachela apartada de la realidad. El fin esencial deseado en Rusia es la liberación de las grandes masas; en las dictaduras fascistas se trata de sujetarlas. La dictadura soviética no es precisamente el medio más apto para una finalidad que consiste en la busca de un porvenir mejor para la Humanidad; pero las dictaduras fascistas son un medio para producir de nuevo un estado de cosas ya pasado y superado.

(páginas 129-150.)

VIII
El hambre de ideal

El hombre tiene que poder elevarse hacía algo que sea más alto que él mismo; si no, perece. Nuestra vida tendría demasiado poco valor si no existiesen valores más grandes. Esta ansia del hombre por poseer un ideal en que pueda tener fe y para el cual pueda luchar no es satisfecho, al parecer, en nuestro tiempo. La generación hoy vieja supo en su juventud generalmente adónde dirigirse en busca del ideal. Los unos lo encontraron en el fiel y concienzudo cumplimiento de sus deberes, en la tarea de bien labrar el campo que el destino le dió; para otros el ideal consistió en ser un buen oficial, un buen comerciante, un buen artesano. Otros dirigieron su anhelo sobre un círculo más vasto, sobre investigaciones científicas u objetos políticos. Mujeres lucharon por las reivindicaciones sociales y legales de su sexo, lucharon con grandes esfuerzos y sacrificios por la conquista de nuevas profesiones. Las masas trabajadoras, en cuanto les quedó un poco tiempo libre tras de las fatigas del día, sin el cual no existe hambre de ideal, encontraron en el socialismo y en el partido socialdemócrata un fin que, aunque les trajo persecuciones y perjuicios, les entusiasmó, sin embargo; invirtieron en ello sus mejores fuerzas. No hay que pensar que esta juventud de fin del siglo carecía de problemas, no tenía abismos en el propio corazón; pero encontraba tareas colectivas que le eran sagradas, no ajetreo miedoso y sin meta, como un perro extraviado en la gran ciudad y buscando a su amo.

¿Es que la juventud de hoy ha perdido esa brújula que enseña al hombre interior el camino fuera de lo cotidiano? ¿Es tal vez su interior el que flota sin dirección en el caos de los sucesos anteriores? Si fuese así, la cosa no tendría esperanza. No hay esperanza donde la situación es de esta clase. No existen “ordenadores” del caos fuera del hombre. Pero si el caos penetra en su interior y se impone como dueño, el juego está perdido.

Sin embargo, como la realidad es tan desconsoladora, la necesidad que esta generación siente de tener un ideal ha aumentado. Está tan doblegada bajo la miseria y lo absurdo de su época, que mucho más que cualquier otra tiene que volverse hacia el solo para no perecer. Ya que su vida sufre tanto de la carencia de suelo y verdor, no puede existir con una alimentación sin ideal.

¡Con qué hambre canina se precipitó el mundo en el Imperio romano sobre la stoa y el cristianismo, sobre el culto de Isis y ritos orientales! También entonces se necesitó algo en que se pudo tener fe, un suelo bajo los pies, un arrimo que prestara apoyo. Hoy se ha hecho más crítico. A pesar de toda el hambre del alma, se tienen ojos abiertos y recelosos. Una parte de la juventud de hoy –y ciertamente no la peor– se guarda con desconfianza de sugerirse ideales, precisamente porque anhela ideales. Y así se encuentra hambrienta y crítica en este presente. Debe encontrar algo por lo cual pueda trabajar y sufrir con alegría, una tarea cuyo sentido le caldee el alma, un objetivo que verdaderamente crea que es alcanzable y que hace a los hombres mejores y más felices. ¿Se cree acaso que hoy es fácil de conseguir esto?

Así como después de un naufragio flotan en la superficie del mar toda clase de cosas que antes tenían valor y uso, lo mismo flotan en la superficie de nuestra vida social, desraizada de su sentido antiguo, normas, ideales y sentencias de viejas épocas. Lo que para muchos significó lo superior, como la fidelidad a la dinastía, o los imperativos de la casta, o el concepto moral de la castidad femenina, para la mayoría de los hombres ahora no son más que palabras vacías. Y de esta experiencia que nuestra juventud actual hace más que cualquiera otra anterior a ella, brota un inmenso recelo paralizador. ¿Cuándo vendrá el tiempo en que lo que hoy se ofrece a ella como ideal flote en el mar sin valor, sin uso, sin que valga la pena de salvarlo? ¿De dónde debe tomar su fe, ya que ve creencias vacías y sin alma en las cuales antes se tenía tanta fe cálida y sincera?

Por consiguiente, el que tiene la necesidad de creer no se precipita ya, ciego y libertado, en los brazos de una doctrina o de una tarea para que le sirva como ideal. Tiene que buscar algo que sea conforme a la crítica de su razón. Y debe encontrarlo en el inmenso embrollo, en el eterno resbalar, en la abrumadora abundancia de la desnuda y gris pobreza de nuestro tiempo.

No se puede prescindir del hecho de que la juventud de hoy tiene que arreglarse con un mundo esencialmente diferente del en que lo hicieron las generaciones anteriores. Casi toda ciencia pasa hoy del terreno de la experiencia exacta al de la hipótesis. Lo que al fin del siglo pasado pareció ordenado, claro, reconocible, con límites precisos y distintos, exige hoy un cambio en el concepto y en orden desde las nociones fundamentales y se orienta hacia lo irreconocible. Piénsese en la física. Y con ello los métodos del conocimiento se vuelven cada día más complicados, más inalcanzables para los medios y las fuerzas del individuo y casi imposible de dominar en el espacio de una vida aislada. ¿Dónde se encuentra hoy el investigador, que sólo con los medios a su alcance podría encauzar el fomento de la ciencia? En primer lugar ya se alza delante de él el edificio gigantesco de lo ya averiguado. Muchos se hacen viejos y se cansan antes de experimentar, si la hipótesis surgida en su cabeza, los conjuntos vistos por ellos, lo probado o refutado por ellos no fue investigado hace mucho tiempo por otros. Entre ellos y la alegría de pensar y de investigar se erigen murallas de libros altas como pirámides; los granos y piedrecitas ya reunidos por otros. ¿Cómo debe arrastrar con alegría su piedrecita y acaso sufrir hambre y miseria y hacer sacrificios para poder llevar a cabo su investigación, si ni tan sólo sabe si su esfuerzo es completamente superfluo, si ya hace tiempo otro, un olvidado, no averiguó e introdujo esta parte, olvidada también? ¿Cómo dominar el trabajo de nuestros antecesores? Al que, sin prestarles atención, deja yacer olvidado aquello por lo cual tanto se había velado, dudado y esperado, le asalta la gris y paralizadora convicción de que también él vigila, duda y espera por cosas que mañana se encontrarán olvidadas. Y si se enfrasca con respeto en el trabajo ya concluido que habían apilado innumerables vidas, como la peña de conchas, pierde, al ocuparse con lo creado por el pasado, su propio ímpetu de creación orientado hacia el porvenir.

Y lo mucho que ya sabemos, la cosecha ya recogida por los que fueron antes que nosotros, no sólo exige el trabajo de no dejarla perecer, sino que también pone al administrador de estas granjas en contraste y conflicto con el pensador, al erudito con el investigador. Para la juventud que se siente atraída por la ciencia no es muy incitante el que el camino hacia arriba conduzca a través de una inmensa escalera de libros. La alegría de encontrar gusanos no les atrae.

Pero el desarrollo de la ciencia actúa principalmente –en el conjunto de la ciencia, tratado aquí desde el punto de vista de ideal de finalidad de la vida– sobre los métodos de investigaciones. Todo lo que había podido preguntar a la naturaleza el cerebro del individuo aislado y el ojo desnudo ya se había preguntado hace mucho tiempo y ella lo había contestado. Para saber más hay que preguntar de otro modo. No es el individuo aislado quien hoy se apodera de los problemas, sino grupos, escuelas, institutos. Al individuo aislado se le reparte trabajo a destajo, muy a menudo sin tener en cuenta su propia selección. No cumple un impulso interior, sino que satisface a un profesor o un financiero. Rara, muy rara vez se entrega de tal modo a su objeto que los resultados le satisfagan. Y los medios técnicos auxiliares de la investigación han superado al hombre. Necesita el microscopio, el telescopio, la balanza de precisión y crisoles de enorme coste, los más complicados aparatos para crear condiciones que en la naturaleza nunca se encuentran, grados de calor y de frío, celeridad de ondas y presión atmosférica con las cuales nuestro cerebro solo tiene una relación calculadora, ya que son inimaginables también para el mismo que las produce. Para todo esto falta dinero que hoy ni el muy rico tiene. Solo institutos públicos, los laboratorios de los gobiernos y de las universidades pueden ofrecer estas posibilidades de investigación. Sin ellos la cabeza más capaz no es nada; con ellos se puede, aunque no se tenga la menor chispa de genialidad, alcanzar la “consideración en círculos científicos”. Además de aquellos que han fracasado, pocos han concebido lo trágico de la situación en la cual el desarrollo de la ciencia excluye a tantos de su servicio; muchas veces precisamente hombres de igual temple que los otros que contribuyeran a su desarrollo.

No hay que maravillarse luego si, dadas estas condiciones, las aspiraciones ideales en la ciencia encuentran mucho menos satisfacción que en las épocas en las cuales los pensadores y los investigadores tuvieron que trabajar aislados e independientes. ¿Se le puede reprochar a la juventud si baja con desaliento sus alas, ya que, a pesar de tener confianza en su propia fuerza creadora científica, no la tiene en su suerte, en su agilidad ni en sus relaciones para lograr jamás la complicada base material necesaria para el desarrollo de esta fuerza? El hecho de que el trabajo intelectual se dificulte en un grado tan alto, significa un grave perjuicio para los jóvenes. Nadie tiene la culpa. Otros han recogido la cosecha antes que nosotros, de forma que solo quedaron tallos olvidados que rebuscar. Y una parte de lo recogido se ha estropeado; otra parte no sirve para nada; de forma que muchos tienen la triste ocupación de tamizar. Y los nuevos campos se labran con máquinas, de forma que no hay empleo para los innumerables jóvenes que trabajarían con alegría.

Cierto es que pueden volverse hacia los objetivos prácticos. La conquista espiritual del mundo y el penetrar en sus secretos no son lo único a lo cual el hombre puede consagrar sus mejores fuerzas. El abismo entre lo que sabemos y lo que podemos es hoy más grande que nunca. No desde el punto de vista de la técnica, que cobra su tributo de toda conquista científica. Este elemento técnico, en cuanto recibe su sentido del individuo aislado y se encuentra dirigido sobre fines del individuo aislado, no es otra cosa que primera materia con la cuál tratamos de realizar la idealidad práctica. La técnica en sí, como ciencia aplicada, tiene una sustancia ideal bajo la forma de la confirmación y del triunfo de la ciencia. En un ideal práctico, en una tarea, se transforman nuestros conocimientos al ser empleados por los hombres, no en un éxito del individuo aislado frente a los otros individuos aislados, sino en el éxito del frente único del hombre enfrente de la ciega naturaleza.

Trabajos hay bastantes. Se tiene casi la impresión de que la humanidad ha retrasado su frente en una enorme extensión, de forma que allí donde antes mandaba el hombre ahora gobiernan la falta de concepto y la falta de razón. La loca sinrazón patalea los campos que antes producían frutos.

Y no es preciso tener ojos proféticos, ni tampoco el microscopio o el telescopio, para mirar esto. En nuestras calles encontramos a hombres que tiritan de frío porque no tienen con qué vestirse. Y al mismo tiempo los precios de la lana son tan bajos en la Argentina que casi no vale la pena de esquilar las ovejas; y en los centros de la industria de lana, en Lancaster y Chemnitz, en Lodz y Biella, los husos y telares se encuentran paralizados, su capital yace muerto y los obreros que deberían ponerlos en marcha sufren el paro forzoso y el hambre. Y los comerciantes van a la bancarrota, porque nadie compra sus existencias de artículos de lana. Y toda la razón de los razonadores no basta para proporcionar vestidos calientes a los muchos que sufren frío, para que el comerciante venda sus géneros, para que los husos y telares necesiten de nuevo obreros y lana, se paguen a los colonos sus productos, compren los obreros lo más indispensable y que todo este horroroso ovillo se desenrede. Cuando se trata de suministrar a los hombres bienes ya hace tiempo conquistados a la naturaleza y que ésta está dispuesta a entregar en todo momento a los hombres necesitados que, en medio de su impotencia y merced a ella, obstruyen otros muchos canales en la intrincada red del cambio de productos, entonces es cuando se ofrece a los ojos del hombre una misión bien clara, que haría a la humanidad feliz como ninguna doctrina de redención hubiera jamás prometido. ¿Cómo puede haber todavía parados del espíritu, si esta obra solicita trabajadores?

El ideal práctico de la actuación social en nuestro tiempo de la conquista del espacio, desde el punto de vista técnico, ha perdido su fuerza sugestiva; el mecanismo del movimiento humano en su inmenso embrollo y en su variedad sin misericordia, hace comprender al individuo aislado lo poco que significa. Tanto en la Polis griega, como en la comunidad en la Edad Media, el círculo de acción era estrecho y limitado y mucho más adecuado para indicar el camino a la actividad del individuo aislado; un camino en el que encontrara también satisfacción espiritual. Es tanto más difícil conseguir lo que el hombre exige de la sociedad y del hombre: que la personalidad se desarrolle en una tarea y por lo menos de cuando en cuando sea libertada del yo. Esto es tanto más difícil de conseguir cuanto menor es la influencia del trabajo personal sobre el mundo circundante. La verdadera maldición consiste en el esfuerzo cuando éste se pierde sin sentido en caos semejante al tormento de las Danaides. Pero también en un esfuerzo cuyo resultado se desvanece ante nuestros ojos y se sustrae a nuestra iniciativa puede el hombre morir espiritualmente de hambre. Sin embargo no se puede volver más a la limitada estrechez. Lo difícil es no dejar perecer de hambre al alma, aunque la rueda sin fin de la vida nos siga presentando nuevos motivos de trabajo, arrastrándonos inexorablemente al gran depósito de lo impersonal.

El palpable y cálido sentido de la acción en el pequeño círculo en el cual el hombre encontró el olvido de sí mismo y dió rienda suelta a su ser debe ser sustituido por una comprensión espiritual. Ya que sustituimos la forma viva por medio de la palabra hablada, y ésta por la escrita, y de este modo comprendemos en mayor número y extensión las cosas que nos rodean, realizables tan solo con la percepción directa, viva y plástica. Pero así como esta contemplación directa descansa sobre el supuesto de la capacidad de leer, lo mismo el adueñarse de las tareas políticas que solo por intuición directa no pueden de ningún mudo ser comprendidos, depende de una cierta suma de conocimientos. Igual que no nos entusiasma un libro que tenemos que deletrear, tampoco podemos entusiasmarnos para un camino o un fin político que no se nos aparece a base de elementos de conocimiento familiares, como digno de aspirar a él.

Se puede objetar: “¿Qué entusiasmo puede ser ese que se tiene que estudiar?” Pero esta objeción sería un error. Los elementos de los conocimientos políticos entusiasman realmente tan poco como las letras del alfabeto. Pero igual que éstas pueden juntarse en una gran vivencia, en un imperativo moral, así nuestro conocimiento sobre el ser y el desarrollo de las relaciones sociales. La materia para entusiasmarse existe, solo que no yace al alcance de la mano. Esta es la desalmada estafa del nacionalsocialismo, que quiere satisfacer por medio de sucedáneos al ímpetu de la juventud, al anhelo de conseguir algo que sea superior. No les enseña a ver los vínculos que enlazan entre sí los fenómenos sociales, no les enseña a adaptar los ciegos acontecimientos a la medida de los fines humanos, no enseña dónde tenemos que aplicar nuestro esfuerzo para dirigir nuestras aspiraciones. No conduce a aquella elevación espiritual desde la cual el panorama podría entusiasmar. El nacionalsocialismo simplifica las cosas, estanca a la masa, a la pobre masa que tiene hambre y frío, no solo corporal, sino también espiritualmente; no contesta a las preguntas de su razón, sino que se apodera de sus nervios fácilmente irritables, de su disposición fácil para el entusiasmo por medio de factores externos, ya que el entusiasmo de una masa es cosa contagiosa. No hace propaganda para un fin que entusiasme a las multitudes y que lleve a un hombre a consagrar todo su ser a un ideal, sino que da rienda suelta a músculos y nervios, a un estado de entusiasmo que va de la periferia al centro, apoderándose de este modo del ímpetu sin dirección, para dirigirlo hacia los fines que convienen a su partido, fines que no alientan en las cabezas de las masas. Esto es una treta de titiritero. Los sucesos actuales demuestran que esto, en el caso de una masa sin crítica y mal alimentada, tiene éxito.

Pero esto tiene menos aun que ver con el hambre de ideal que la caza de incautos labriegos con la solución del problema social. ¿Porqué no satisfacen este hambre las tareas sociales de nuestro tiempo? El hecho de que se atrape a las aves de paso en su camino y se las coma no significa una prueba contra su impulso de buscar el sol y el calor. Pero ¿por qué no encuentran ya las aves de paso, nostálgicas de sol, el camino en el corazón de los hombres hacia el país donde pueden edificar sus nidos?

Los motivos para ello están profundos y tienen que ver con el nacionalsocialismo lo mismo que un gran fenómeno de la naturaleza con las redes y cepos para atrapar avecillas.

Hay aquí en primer lugar el sentimiento de la impotencia enfrente de los sucesos económicos, que es lo que hace a muchos apartarse de las actividades políticas.

Este apartarse de la lucha se viste con una fórmula filosófica: todo lo que ocurre es un proceso ineludible de causa y efecto, al cual se encuentra también vinculado nuestro humano conocer y querer, un trozo de conciencia por el cual fluye la corriente de lo necesario, sin ser por ella influido. De la concepción causal del mundo, que es una necesidad de pensamiento, llegamos ineludiblemente a esta conclusión: una sucesión regular de fenómenos que la conciencia no hace más que reflejar. Pero de este razonamiento filosófico no resulta nada desde el punto de vista práctico. Desde hace dos mil años la humanidad ha llegado a esta consecuencia, y no le impidió en la práctica fijarse finalidades y sentir su propia voluntad en gran parte como causa y no como efecto. No es posible ver en ello una justificación objetiva para derivar precisamente del conocimiento de la necesidad económica nuestra pasividad, en tanto que no derivamos ésta de otras formas de necesidad, en las cuales no puede haber grados ni categorías. Son razones subjetivas las culpables. La conciencia de la falta de libertad es una puerta de escape psicológico por la cual le place huir al individuo aislado si siente su voluntad consciente vencida por fuerzas interiores o exteriores, en tanto que usa la salida principal, la de la conciencia de su libertad, cuando cree estar por encima de las cosas. Tan pronto la falta de libre albedrío pasa de exigencia intelectual a actuar, paralizando la voluntad, desde ese momento la filosofía sola es responsable de una voluntad paralizada de dentro afuera, que retrocede ante una fuerza superior. La conciencia de la necesidad absoluta se encuentra fuera del plano en que se mueve el hombre que actúa.

Por el contrario, la preponderancia efectiva de los hechos económicos tiene una grande importancia práctica. ¿Cómo entusiasmarse por la lucha política si el balance comercial, el estado de la valuta, la capacidad receptora del mercado interior parecen mucho más importantes para el bien y el mal de un país que el carácter democrático o autocrático de su gobierno?

“La democracia es hermosa y buena –se oye decir–, pero en los países democráticos la crisis económica es tan grave como en los países de la dictadura.” Este hecho tiene que confundir a la gente desde el punto de vista político. El obrero entra en las filas de la socialdemocracia, que es la administradora natural de su política, a causa de sus intereses de clase, a causa de su contraste práctico con la clase de hombres de negocios; a la juventud burguesa le falta esta dirección indicada por la gravitación económica y social. De forma que experimenta ante todo la crisis de la política que resulta de la impotencia enfrente del caos económico. Son precisamente la impaciencia y el celo ardiente los que muy a menudo llevan al escéptico al apartamiento, y no la indiferencia o la falta de aspiraciones ideales. El conocimiento crítico de la subordinación económica que se impone al pensamiento serio oprime del modo más pesado a los impacientes e impetuosos. Se concluye en seguida que es solo la economía la que puede remediar los daños surgidos del barullo económico y que la política en este caso es tan impotente como un perro que salta ladrando al lado de un automóvil.

Es un conocimiento justo el que actúa en este caso perjudicialmente. Es justo que en el dominio de lo puramente económico, una superación del caos se encauce automáticamente, sin plan, sin visión de la totalidad por entre el confuso caos de los intereses discordantes. Es una experiencia histórica que las crisis económicas pasan sin haber conocido de dónde vienen y a dónde van. Pero no es menos verdad que la automática superación de la crisis no tiene que llevar a un orden en el cual la humanidad encuentre más espacio para la justicia y la libertad. Automáticamente el desarrollo no tiene que conducir a un estado más humano. Se puede esperar que de la crisis se salga solo por medio de la racionalización y con un plan económico; pero ambos pueden suceder en una forma que no libere a la humanidad de sus cadenas ni le ahorre lágrimas.

Quien dice hoy: “No puedo entusiasmarme por la política, ya que el bien y el mal solo provienen de la economía que se sustrae a nuestra influencia”, cede, fundándose en un sofisma, un terreno que luego el adversario ocupa.

Nunca fue más elevada la tarea de la política que hoy. Es su misión no sólo iluminar con sentido humano el elemento económico y dar una forma más racional a las condiciones de vida (esto es, evitar la disipación de fuerza humana y de primeras materias en la producción y reparto de los bienes), sino también hacerlo más justo y alegre, de forma que quede posibilidad para la peculiaridad humana en el trabajo y después del trabajo, de forma que la lucha y la esperanza sean un fin superior al que significan el pan y el techo. Este resultado no se verifica con el automático desarrollo de la economía, pero tampoco con su racionalización sistemática; es la obra de la voluntad humana proponiéndose fines, indicando con el pensamiento el camino de la realidad hasta el deseo y abriéndose paso con la acción. Este pensar y actuar son políticos. Se trata de la esencia humana de lo económicamente posible.

Precisamente nuestro tiempo ha dilatado las posibilidades económicas de modo gigantesco, pero en cambio ha reducido en el contenido humano el espacio para la felicidad. Nos enseña mejor que toda época anterior, que el dominio sobre la materia no significa la libertad mientras este dominio pueda ser monopolizado por individuos aislados. Mientras esto sea posible, se transforma en una falta de libertad todavía peor frente a la naturaleza, porque en ese caso nos alejamos del ideal, de la unidad del hombre. Solo por medio de la organizada lucha de intereses que se llama política pueden ser suprimidas las relaciones de dominador a subyugado entre los hombres, las cuales dejan de ser necesarias cuando se logra dominar la materia, pero no dejan de existir. La más inmensa organización técnica en la producción y en el reparto de bienes tal como la encontramos realizada en el caso de los “trust” norteamericanos puede correr parejas con la mayor esclavitud y deshonra. Y si acaso la juventud estudiosa, a la cual principalmente se dirigen estas líneas, creyese que se trata aquí solo –prescindiendo completamente de la significación ética de este “solo”– de la esclavitud del trabajo corporal, hay que replicarle que todas las libertades son solidarias. Tanto en la teoría como en la práctica. Aquel que manda sobre millares de cuerpos porque es dueño de las posibilidades materiales de su vida, tiene que defender este dominio no solo contra el ímpetu de la libertad de los subyugados, sino también contra el sentimiento de opresión que se forma en las cabezas de los no sometidos. Donde la violencia doblega una cerviz humana se causa un daño a la humanidad. Por ello toda sujeción necesita también, al lado de los cuerpos, cabezas que le sirvan, ya que no sólo los cuerpos subyugados se sublevan, sino también las cabezas libres. Y efectivamente, los grandes “trusts” aseguran su poder por medio de la servidumbre de la ciencia, de la investigación, de la Prensa y aun del arte.

Cuanto más grande es la esfera material de poder del individuo aislado, por medio de la cual puede excluir a los otros de su libertad potencial, con tanta más tensa perseverancia y prudencia hay que defenderla. Nunca fue tan grande el tesoro que defender, nunca tan viva la conciencia del derecho en los excluidos como hoy, y por ello vemos en qué medida hasta ahora desconocida se emplean medios espirituales al servicio del poder: inteligencia, convicción, fe. Ya de este hecho, que puede probarse con un sinnúmero de ejemplos, se puede concluir que no puede haber una libertad del pensamiento y de la investigación mientras los intereses manden sobre los manantiales de la libertad material.

De forma que se trata en la lucha política –que a veces nos parece ser de miras estrechas– de nuestro tiempo de cosas muy elevadas, de lo que da sentido a la vida, de libertad. Y también las formas de lucha exigen el valor y la virilidad de la juventud, lucha a la cuál ésta no debe sustraerse solo porque le falte la decoración romántica. La juventud tiene que pensar de sí misma con bastante seriedad para no dejarse ilusionar por los juguetes del uniforme y de las paradas y por el juego de la guerra. La política es una cosa muy seria y no es un picadero para músculos que quieren moverse; tampoco un cine para nervios ávidos de sensaciones. Para ello se tiene el deporte, en el cuál el hombre puede desarrollar su actividad. La política necesita hombres que la sirvan; no en alborotos  con la Policía, donde es fácil demostrar un heroísmo falso, sino en el trabajo serio y el valor sobrio que no busque el peligro por el peligro, sino que lo afronte tranquilamente al servicio de la propia convicción.

Si la juventud exige de la política sucesos embriagantes, prueba con ello inmadurez. No se puede ni se debe hacer entrar el romanticismo en la política para que la juventud intervenga en ella. La juventud tiene que llegar por medio del estudio y del pensamiento a ver las grandes tareas de nuestra época a través de una objetividad sobria y entusiasmarse por ellas.

Se dice hoy que la política es un rudo oficio. No se puede siempre ver en qué sitio pone su pie de hierro. El tiempo duro exige puños duros, que actúen sin sentimentalidad. Esta concepción se llama viril y fuerte; su verdadero nombre sería fascista. La democracia se niega a luchar contra la grosería y la bajeza con medios groseros y bajos. Pero es preciso que la juventud entre en la cruzada contra el culto de la grosera violencia y luche también contra la apatía anémica, contra los burguesotes y los intereses materiales.

Se exige bastante valor y sacrificio de sí mismo en esta tarea. Por cierto no bajo banderas ondeantes y con música. Hay que tener valor sobrio y una pasión por el ideal que le haga a uno olvidarse de sí mismo. Al servicio de lo humano y de la verdad tanto sobre el pavimento de la ciudad como en el tumulto del mercado. No digáis que no encontráis un ideal hacia el que aspirar y sobre el que crecer. En nuestra época de máquinas crepitantes existen cruzadas que parten para la conquista de un santo país. Un país de los vivos. Y tienen que ir equipados contra los peligros, dispuestos a todos los sacrificios y con un corazón puro y cálido.

FIN

(páginas 151-174.)

dédalo
Colección Cultura Política
 
Publicadas:

N.° 1. “Origen de la Familia, de la Propiedad privada y del Estado”, por F. ENGELS… 2 ptas.

N.° 2. “El Plan Quinquenal triunfa”, por W. MOLOTOW… 2 –

N.° 3-4. “La crisis económica mundial”, por KARL STEUERMANN… 4 –

N.° 5. “Introducción al materialismo dialéctico”, por A. THALHEIMER… 2 –

N.° 6. “Socialización de la Agricultura”, por KARL KAUTSKY… 2 –

N.° 7. “El despertar de China”, por KARL AUGUST WITTFOGEL… 2 –

N.° 8. “Yanquis y rusos”, por PHILIPPE SOUPAULT… 2 –

N.° 9. “¿A dónde va el siglo?”, por TEÓFILO ORTEGA… 2 –

 

Printed in Spain.PRECIO: 2 ptas.

(contracubierta.)

[ Versión íntegra del texto contenido en un libro impreso, de 176 páginas más cubiertas, publicado en Madrid en enero de 1933. ]