![Fernando Lozano, Habrá Estados Unidos de la Humanidad. Habrá Paz Eternal, Tortosa 1919, 64 páginas cubierta](img/1919loz.jpg)
Habrá Estados Unidos de la Humanidad
habrá paz eternal
por Fernando Lozano
[ En el dibujo de la cubierta ondean banderas al fondo (Inglaterra, Estados Unidos de Washington, Francia) y el primer ministro David Lloyd George, embutido en elegante frac –“¡Oh, sublime George!”–, yergue con su derecha un ramo de laurel mientras apoya su mano izquierda sobre firme pedestal que dice “SOLIDEZ BRITÁNICA” y soporta humeante pebetero que reza “DERECHOS DEL HOMBRE”. ]
Es propiedad
(Queda hecho el depósito que marca la Ley) [pág. 2]
(Queda hecho el depósito que exige la ley) [pág. 66]
casa editorial monclús :: tortosa
[ Julio de 1919 ]
[ No lleva fecha y suelen datarlo mal como de 1918, pero no se publicó hasta julio de 1919. En la página 49, tras el titulillo La Nueva Era, dice su autor: «Todo lo anterior, tan fuerte, tan terminante y categórico estaba escrito y enviado a la Casa Editorial para su impresión durante el verano último, y ahora, al mediar Diciembre recibo las pruebas compuestas.» En El Pueblo, Órgano del Partido Republicano (Teruel, 28 de noviembre de 1918) puede leerse: «Casa Editorial Monclús. Tortosa. Pronto aparecerá: ¿Habrá Estados Unidos de la Humanidad?, por Fernando Lozano», anunció que, manteniendo la interrogación en el título, publica El Pueblo hasta el 25 de junio de 1919. El Ideal. Órgano de las Juventudes Republicanas Revolucionarias de los distritos de Tortosa y Roquetas (Tortosa, Imprenta de J. Monclús, 21 de diciembre de 1918) anuncia: «Pronto aparecerá: Habrá Estados Unidos de la Humanidad, por Fernando Lozano» (sin interrogaciones, como afirmación, que no pregunta). En El Faro. Periódico quincenal republicano (Amposta, 7 de agosto de 1919): «Últimas publicaciones de la Casa Monclús: Habrá Estados Unidos de la Humanidad, por Fernando Lozano.» ]
El principio de Humanidad
El principio de humanidad traído por la Gran Revolución francesa y colocado por ella en el trono más alto, bajo el título de Declaración de Derecho del Hombre y del Ciudadano, principio el más grande que ha cruzado por la mente humana, más grande que los dioses de las religiones positivas, bajo cuyo imperio venían sufriendo los hombres durante los siglos pasados todos los horrores de la servidumbre, mientras que, bajo él, apenas promulgado hace un siglo por el luminoso genio francés, los pueblos, despertando de su sueño secular, han roto las cadenas de la tiranía y el absolutismo; ese principio ha venido a apoderarse de tal suerte del corazón del mundo y a ser ley tan universal que no se puede violar, que es imposible violarlo impunemente. Ved lo que pasó aquí: se violó en el Montjuich; el partido clerical, dueño del Gobierno, alma de la reacción restauradora, resucitó allí los tormentos inquisitoriales inventados por la crueldad católica; el pueblo, el generoso pueblo alzó el grito pidiendo justicia, no se le hizo caso, se despreciaron sus clamores y entonces vino un brazo extranjero a imponerla, el brazo de Angiolillo, borrando del mundo de los vivos la tétrica figura de Cánovas en la tragedia de Santa Águeda. Cubanos y filipinos gritan que es intolerable la opresión del trono borbónico español: –No podemos tolerar más el sable de los procónsules, dicen los cubanos. –No podemos sufrir más el látigo de los frailes, claman los filipinos. El Gobierno reaccionario español, lejos de oír sus clamores quiere insensatamente ahogarlos en sangre, y entonces, entonces se levanta el gigante americano y borra a España del número de las naciones coloniales en las sangrientas hecatombes de Cavite y de Santiago de Cuba.
De esa suerte, el principio de humanidad, que había hecho durante el siglo XIX una revolución en el derecho político derribando los tronos absolutos y levantando los Gobiernos constitucionales, y otra revolución en el derecho penal, sustituyendo el principio de reparación al de venganza y transformando todo el sistema carcelario, vino, al finalizar el siglo, otra revolución correspondiente en el derecho internacional. ¿Cuál había sido el principio que había venido rigiendo en el derecho internacional? El de «no intervención» proclamado por Inglaterra, según el cual cada nación, dentro de sus fronteras, era dueña de usar y abusar del poder, aplicando a sus súbditos las penas que quisiera e imponiéndoles el régimen de gobierno que eligiese, por tiránico que fuese; pero desde el momento en que el Gobierno americano nos declaró la guerra por no tolerar el absolutismo conque gobernaba España a los cubanos, el principio de humanidad se puso por encima del principio de las naciones. Y, ya se vio: todos los pueblos civilizados asintieron colocándose del lado de los Estados-Unidos y contra nosotros, porque el principio de humanidad se había apoderado del corazón de los hombres.
Todos los derroches de heroísmo de los marinos y todo el espíritu de sacrificio de los militares españoles fueron vanos y España fue vencida, no por la fuerza militar norteamericana que apenas entró en batalla, sino por el poder irresistible, por la virtud invencible del principio de humanidad.
Al modo que un perfume al derramarse en una habitación se va extendiendo poco a poco hasta llenarla toda entera, el principio de humanidad, derramado como un perfume sobre la frente de los humanos desde el Sinaí de la Revolución, ha ido extendiéndose, infiltrándose poco a poco en el corazón de los hombres, juntándolos, uniéndolos, fundiéndolos en ese todo indiviso que se llama «solidaridad» y que no es más que una derivación, una emanación del principio de humanidad.
Virtud de la solidaridad
A la voz de «solidaridad», los proletarios de todos los países se han erguido amenazando arrollar a su paso las fronteras levantadas entre los pueblos por la religión y el absolutismo, siendo ya tanta la virtud de esa palabra que hasta los reaccionarios mismos la invocan, habiéndose visto en Cataluña marchar juntos, bajo la bandera de solidaridad a los catalanes de todas las creencias y partidos: ricos y pobres, republicanos y monárquicos, patronos y obreros, esperando Cataluña entera, su redención, no de la Virgen y los Santos sino de la «solidaridad», no del principio divino, sino del principio humano, y yendo, todos juntos no en procesión a pedirla a la urna sacra del templo donde se custodia el cuerpo de Cristo, sino en manifestación a conquistarla por medio del voto en la urna electoral; no, no esperaba ya Cataluña su bien supremo, de Dios, sino del hombre, viéndose a obispos y canónigos no guiando con la custodia delante para obtener del cielo la victoria, sino detrás del caudillo que llevaba la bandera que era ¿quién? el heresiarca del racionalismo, Salmerón.
Nadie, nadie cree ya en redenciones bajadas por milagro del cielo; todos creen en las conquistadas por el esfuerzo humano en la tierra. Como en la antigüedad, la fábula religiosa se desvanece y vuelve a oírse el grito de «los dioses se van».
La manifestación pro Ferrer
Pero el testimonio más grande y decisivo de que el principio de humanidad se ha apoderado del corazón del mundo consistiéndose en suprema ley, fue la colosal manifestación pro Ferrer, en la cual la Humanidad consciente de todos los países levantó su ruidosa protesta contra el Poder clerical español que había violado en la persona de Ferrer los derechos del hombre, viéndose bajo el ímpetu de aquella grandiosa fuerza mundial bambolear el trono español y caer en ruinas el Gobierno de Maura; porque la caída de Maura no se debió al movimiento de protesta nacional, sino al de la protesta internacional, siendo así producto de la política «intervencionista» proclamada por los Estados Unidos, sólo que la intervención, en vez de venir de un Estado, venía de la masa general humana, y en vez de esgrimir una fuerza material esgrimió una fuerza moral.
Había por tanto cristalizado ya el principio emanado de la Gran Revolución. La soberanía de la humanidad se imponía a los poderes nacionales, y el rey de España, bajo el imperio de esa soberanía, viose obligado a ceder y a sacrificar a su ministro Maura. Sobre los poderes nacionales, se había levantado así un poder internacional de fuerza irresistible, sobre la patria nacional comenzaba a afirmarse la patria humana.
Con aquella ocasión, Guerra Junqueiro, el más grande y genial de todos los poetas actuales, escribió estas palabras: «Por encima de las fronteras que separan a los pueblos y de los fanatismos y las tiranías que separan a los hombres, una patria augusta, de amor y de verdad se está formando en el mundo.»
El gran «vidente» había sabido ver: la patria humana está latente en la masa general de los pueblos como la estatua radiante de belleza, palpita en el fondo del mármol esperando el buril que sepa darle forma y ofrecerla a los ojos.
Esbozo de gobierno internacional
Dar cuerpo a aquel poder latente mundial cuya existencia había tenido una manifestación tan grande y ruidosa dotándole de una organización y de una representación para que sirviera de garantía permanente a los derechos del hombre en todos los países, poniéndolos a salvo de transgresiones de los poderes nacionales preñados de injusticia y que amenazaban con declararse en guerra los unos contra los otros, crear en suma el esbozo al menos, de un Estado humano que se impusiera a los Estados nacionales; he ahí lo que fue desde entonces objeto de mi atención preferente como el único, el sólo medio de conjurar la bárbara, espantosa guerra, cuyo ruido sentía acercarse trayendo este estrago que estamos presenciando.
Al efecto, propuse la formación de una especie de Areópago de los representantes más sabios y autorizados de todos los países que representaran lo más genuinamente posible la fuerza mundial de la manifestación pro Ferrer y estuvieran atentos a evitar todo conflicto armado entre las naciones amenazando a los Gobiernos con provocar nuevas manifestaciones internacionales como la de Ferrer, cuando intentaran declarar la guerra. En contacto diario aquel Areópago con todos los núcleos de acción proletaria y democrática del mundo, la amenaza de una resistencia general hubiera contenido sin duda a los Gobiernos, como les contiene la amenaza de una huelga general. Yo recuerdo que llegué hasta dar los nombres de los delegados de cada país llamados a constituir ese soberano cuerpo de gobierno internacional procurando que juntaran a la vez la sabiduría y la popularidad y entre ellos señalaba el del gran Haeckel en representación de Alemania.
Para que el Areópago estuviera revestido de toda la grandeza que le correspondía y fuera visible a todos los ojos, proponía que se le alojase en un gran palacio de París o de otra gran ciudad y rogaba a Carnegie que dotara con su opulencia acostumbrada a la nueva institución dando a los consejeros sueldos superiores a los de presidente de República, ya que estaban sobre estos y tenían que hacer un gran sacrificio para abandonar sus respectivos países. El Areópago, dotado de todos los medios de publicidad mantendría a su lado una legión de los primeros escritores y propagandistas de todos los países para que en todas las lenguas esparcieran por el mundo entero el evangelio del humanismo y diesen la voz de alerta contra todos los proyectos homicidas de los gobernantes patrioteros.
¿Es que estalla la guerra y ese gran organismo está constituido y ha comenzado su inmensa obra de propaganda? ¿Es que el proletariado alemán, sabiendo que cuenta con el concurso del proletariado mundial por representante tan elevado y recto como Haeckel se deja arrastrar a la guerra?
Puede ser que sí y puede ser que no. Pero de hecho no había otro medio de conjurar la guerra como están ya patentizando los sucesos, porque esa «sociedad de naciones» propuesta por Wilson para conjurar las guerras futuras no es en el fondo sino la constitución oficial de un gran Consejo o Areópago armado de un poder superior al de las naciones que les imponga la ley.
Mi campaña de federación de las naciones no ha nacido así de la guerra, sino que es muy anterior a la guerra como producto del convencimiento pleno de que el mundo está preparado para llegar a la unidad humana y yo puedo afirmar con testimonio auténtico que la masa general del pueblo español está convencida como yo de esa verdad y que la ama con pasión indecible, porque la ha votado por unanimidad en numerosas reuniones públicas celebradas antes de la guerra, exclusivamente a ese fin.
La solidaridad obrera, el socialismo internacional, las manifestaciones pro Dreyfus, el colosal movimiento mundial pro Ferrer, no son sin duda, sino los pasos del gigante Humanidad en su marcha ascendente hacia la unidad.
El atentado alemán al principio de humanidad
Pero la fuerza avasalladora del principio de humanidad ha tenido su expresión final y definitiva con ocasión del monstruoso atentado a los derechos del hombre, cometido por Alemania en su nota de 31 de Enero de 1917. Por esa nota, Alemania, proclamándose a sí misma soberana del mar, prohíbe el tráfico marítimo en ciertos mares, so pena de destrucción de personas y barcos a favor de sus submarinos.
Desde luego, como la soberanía del mar no pertenece a ninguna nación en particular, Alemania, al declararse soberbiosamente soberana absoluta de los mares, usurpaba a todas las demás naciones la parte que les corresponde en esa soberanía.
Por otra parte, la soberanía se establece solo y exclusivamente para garantir el derecho, y Alemania, que no podía tener a flote un solo barco, carecía absolutamente de medios de hacer efectiva su soberanía, y declaraba que su propósito era no garantir la vida de los navegantes y su tráfico, sino destruirlos, esto es, establecía su soberanía no para garantir al hombre sus derechos, sino para destruir los derechos del hombre.
¿Hay nada más monstruoso? ¡Se mide toda la bárbara inconsciencia de los gobernantes, de los pensadores, del pueblo alemán todo entero, que ha aprobado con furor insaciable la guerra submarina!
La nota alemana de 31 de Enero constituye así una declaración de guerra a la Humanidad, y a ella contestó la Humanidad con una declaración de guerra contra Alemania.
Si el mundo no había tolerado sin ruidosa protesta que se condenase a Dreyfus por un Tribunal militarista que le privó de garantías de derecho, si había tolerado menos que se ejecutase a Ferrer por otro Tribunal militarista órgano de su enemigo el clericalismo ¿cómo había de tolerar que Alemania asesinara a los navegantes que encontrase en el mar sin otorgarles garantía jurídica alguna? Si se había sublevado contra el Gobierno español por haber ejecutado a un español acusado de culpable y sometido a un Tribunal, ¿cómo no había de sublevarse contra el Gobierno alemán que anunciaba su propósito de dar muerte a todos los hombres inocentes que encontrase sobre el mar sin someterlos a Tribunal alguno?
No fueron ya las masas populares las que se levantaban airadas como en el caso de Ferrer, fueron las naciones enteras las que, alzándose indignadas, declararon la guerra a Alemania, contándose entre ellas hasta China que, a pesar de ser nueva llegada a la civilización y de que sus mares habían quedado libres, tuvo la dignidad y el valor de no tolerar tan flagrante ataque a los derechos del hombre.
Viose entonces erguirse con cólera rugiente el gigante americano, resuelto a aplastar a la nación monstruosa. Él que no había tolerado los abusos de soberanía cometidos por España con sus súbditos cubanos ¿cómo iba a tolerar la violación total de los derechos del hombre anunciada por Alemania?
Desde aquél momento, la perdición de Alemania quedó decretada. Como España fue anonadada, lo mismo tenía que serlo Alemania.
El propio Kaiser, al comienzo de la guerra, llamó a los Estados-Unidos «el primer pueblo del mundo».
Es en efecto, los Estados Unidos, la primera potencia de la tierra por su población y por sus fuerzas morales y materiales.
Aquella masa humana de más de cien millones de habitantes está en posesión de la más perfecta organización política y de la mayor potencialidad industrial, de suerte que forma como un sólo hombre, cuyo brazo hercúleo sostuviera un orbe. Pues, ese orbe se ve suspenso sobre la proterva Alemania y va a aplastarla.
Al anuncio de la intervención americana en nuestra guerra de Cuba contestó la turba militarista y clerical española con un gesto de burla, pero pronto vino el gesto de terror y la entrega de la Habana, sin combate, a los americanos. Lo mismo acaba de repetirse ahora. También el militarismo alemán con el coro del clericalismo español ha hecho burla de la intervención americana; pero ya se siente el lloro y el rechinar de dientes y la grey germánica huye en derrota delante de la bandera estrellada.{1}
Virtud de la República
Aunque solo fuera por ese ejemplo que están ofreciendo los norteamericanos, el mundo entero debía hacerse republicano.
De la nada, la virtud de las ideas republicanas ha sacado en poco más de un siglo, el primer pueblo del globo. En aquellas tierras americanas que por ingratas y estériles despreciaron nuestros conquistadores, la energía humana ha levantado la primera potencia del mundo que va a decidir la suerte de la civilización. Es la virtud del principio humano, puro de toda mezcla, el derecho de los pueblos a regirse por sí mismos, sin sumisión a dinastías, ni a castas, lo que ha engendrado la potencia colosal ofrecida por los Estados-Unidos, que en un solo siglo se ha erguido sobre todas las potencias monárquicas cuya existencia prolonga sus raíces en las profundidades de los siglos que fueron.
Y la misma virtud del principio republicano se muestra en la América española. Así, el Buenos Aires, hijo de la vieja monarquía española, que era hasta hace un siglo un poblacho, se ha convertido ya, a favor de la República, en un gigante que dobla en estatura a Madrid, la vieja capital de la poderosa monarquía de Carlos V.
Sólo por tanto, renunciando al sentido común, podrán los pueblos dejar de hacerse republicanos y por eso el triunfo próximo de los aliados, señalará un movimiento colosal e irresistible hacia la República.{2}
La “sociedad de naciones”
Que es la fuerza del principio humano la que mueve los acontecimientos viene a confirmarlo irremisiblemente la nueva fase tomada por la guerra desde que se declaró la intervención norteamericana.
¿Cuál era la bandera común de los aliados antes de la intervención norteamericana? La de «la independencia de las naciones». Los gobernantes ingleses y con ellos los franceses habían dicho y repetido que sus fines de guerra eran abatir el militarismo prusiano para afirmar la independencia de las naciones pequeñas; pero Wilson, el presidente norteamericano, al entrar en guerra aportó un nuevo principio, el de «la sociedad de las naciones» que es en el fondo opuesto a aquel, porque representa la «dependencia» de las naciones a un poder común que las asocie y las mantenga unidas para someter a cualquiera de ellas, que, prevalida de su fuerza, intente subyugarlas, como lo ha intentado ahora Alemania.
E inmediatamente han hecho suyo ese principio todas las demás naciones de la «Entente», porque aunque no lo dijeran, realmente combatían por él, pues que habían manifestado ya su propósito de continuar juntas después de la paz hasta anonadar y poner fuera de combate al militarismo prusiano.
Y es natural que fuera así, porque ese principio es realmente el fundamental y constituye la clave del nuevo edificio que se inaugurará con la paz.
Todo el movimiento revolucionario inaugurado por la Francia del 89 no ha tenido otra finalidad en cada país, sino afirmar los derechos del hombre y ya casi todos los pueblos habían conseguido, a costa de derroches de sangre, derribar los gobiernos absolutos y reemplazarlos por gobiernos constitucionales que, emanados por la voluntad nacional, prestaban una garantía casi completa a la libertad, a la vida, a la propiedad, a la seguridad y en resumen a los derechos del hombre.
Pero esos derechos casi asegurados por el régimen interior de cada nación, se veían continuamente amenazados por los poderes de las naciones limítrofes. El hombre francés veía continuamente amenazados sus derechos por el poder alemán, el inglés, el italiano, &c. El hombre alemán veía a su vez amenazados sus derechos por el francés, el inglés, el ruso, el italiano, &c.
Por consiguiente aquellos derechos del hombre tan amados, por cuya conquista los pueblos habían sufrido tanto martirio, no tenían garantía alguna. De ahí un estado de desasosiego general; de ahí los armamentos con los cuales cada nación procuraba poner a cubierto a sus naturales de los ataques de los poderes vecinos, y que, viniendo a ser una carga insoportable para las masas populares, no les prestaban garantía alguna de defensa y en cambio amenguaban sus derechos y ultrajaban su libertad con la prisión del cuartel, como le robaban su propiedad, privando a cada proletario del fruto de su trabajo mientras duraba el largo y odioso servicio militar.
El sistema de la independencia «absoluta» de las naciones, producía así un malestar creciente y dejaba sin garantía alguna el goce de los derechos, fin supremo de la Revolución.
Lo acaecido a los belgas prueba cuán falto de garantías efectivas de derecho era el régimen internacional y cuán justificado el estado de alarma en que vivía Europa. Los belgas, cuyo régimen interior les aseguraba la plena posesión de sus derechos, los han perdido todos en un día por el bárbaro régimen de la «independencia» de las naciones que permitió a Alemania acumular montañas de pertrechos de guerra para aplastar a sus vecinos y luego al mundo.
He ahí por qué «la asociación de las naciones» es el único, supremo medio, de asegurar el goce pleno de esos derechos que constituyen la finalidad última de la Revolución.
Se ve claro, que es la fuerza irresistible del principio de humanidad, obrando en la gran república norteamericana con más virtualidad y potencialidad que en otra nación alguna lo que ha traído la solución propuesta por Wilson como finalidad suprema de la guerra actual. Porque el propio Wilson no tiene una noción clara del principio que ha anunciado, sino que ha brotado como del fondo de lo inconsciente de su espíritu, a modo de un movimiento del instinto para llegar a la salvación suprema de la sociedad futura.
De ser producto de la conciencia reflexiva de Wilson, éste se hubiera arrojado a realizar ese ideal desde el primer día de la guerra, y se vio por el contrario cuán indeciso e irresoluto anduvo hasta llegar a secundar las maniobras de paz alemana, mereciendo por ello los justos reproches de los gobernantes ingleses y franceses que, más conscientes que él, comprendían que toda paz sin haber anonadado el militarismo prusiano era un ensueño. Tampoco en sus primeras proposiciones a los dos beligerantes hacía mención de ésta, lo que prueba que no la conocía bien ni comprendía su inmensa transcendencia. Otra prueba de la poca consistencia de la mentalidad de Wilson al formular su proposición es la denominación que le ha dado de «asociación de naciones», idea vaga e imprecisa, cuando la fórmula clara, terminante, a la cual se vendrá de modo inevitable, es la de «federación de naciones».
Esa es la solución: federar las naciones. Como en los Estados-Unidos, cada ciudadano goza de la plenitud de sus derechos a favor de la federación de sus Estados, en la Humanidad futura que se organizará con la paz, cada individuo, cada ser humano, gozará de la plenitud de sus derechos a favor de la federación de las naciones.
La federación de los pueblos es el término y fin de la Revolución.
La “Declaración de Derechos” entraña la solución del problema entero internacional
Todo está hecho, todo está dado en la grande, inmensa, sublime Declaración de Derechos y solo falta cumplirlo.
Allí se consagra el principio de que la única, la sola finalidad del gobierno es «garantir al hombre sus derechos naturales e imprescriptibles». De qué gobierno, ¿del de Francia, del de Rusia, del de Inglaterra? De todos los gobiernos, sea cual fuere el país. ¿Es que hay un Gobierno que en vez de garantir, amenaza los derechos del hombre? Pues, ese Gobierno debe desaparecer. Tal es el caso del Gobierno alemán. Después de ver a Bélgica invadida, en plena paz, por Alemania, aún habiéndole prometido esta repetidamente sostener su neutralidad, no cabe duda alguna de que el trono prusiano es un enemigo de los derechos del hombre y debe desaparecer. No ver esto, desde el primer día de la guerra y ayudar a la paz prusiana como lo hizo Wilson contrariando a los aliados, fue una prueba irrecusable de lo indeciso y flaco de su conciencia revolucionaria. Lloyd George no fue así; Lloyd George con un instinto supremo revolucionario, comprendió que el derecho no estaría garantido mientras quedara en pié el trono germánico y contra la astucia brutal de Alemania y contra la candidez de Wilson, dijo: –No, no y no; tachando el acto alemán al proponer la paz, de «la cobardía más grande que ha registrado la Historia humana», porque el culpable de tan colosal guerra intentaba retirarse, cuando tantos intereses había comprometido, huyendo de sus enemigos a quienes había provocado, sin conseguir el fin que se había propuesto. No, no consentiremos, añadía, que el culpable de tanto desastre quede impune y continúe «arrastrando el sable con aires de matamoros por las calles de Europa».
¡Oh, sublime George!
Limitación de la soberanía nacional
Y como la Declaración de Derechos, manda, exige la desaparición del trono germánico por incompatible con los derechos del hombre, manda, exige la desaparición del régimen internacional actual que, con la independencia absoluta, de las naciones, mantiene en constante peligro los derechos del hombre. Hay que someter, subordinar la soberanía de cada nación a la soberanía de la Humanidad; hay que crear un poder internacional formado por delegados de la voluntad libre de las naciones, que imponga su soberanía a los poderes nacionales.
La Declaración de Derechos dice con profunda sabiduría que «la garantía suprema» del derecho es la «soberanía del pueblo», de aquí que cada pueblo haya hecho su revolución para conquistar esa soberanía; pero resulta que como cada uno no ha conquistado más que su soberanía nacional, sus derechos están faltos de garantía por la amenaza constante de los poderes nacionales limítrofes.
Falta, pues, a los derechos del hombre la garantía suprema exigida por la Declaración, porque ella descansa en la soberanía del «pueblo», no de éste o aquél pueblo nacional, sino del pueblo humano todo entero.
En suma, que el problema cardinal que hay que resolver para dar a la Humanidad futura un asiento inconmovible es afirmar la unidad del derecho humano y por tanto del Estado humano, levantando un poder, que asumiendo la representación de todas las naciones, asuma también la soberanía de todos los hombres.
He ahí a lo que llama Wilson «sociedad de naciones», cuando el que le corresponde es el de federación o mejor «confederación de naciones.»
La obra es fácil, sencilla, porque todo está dado y hecho, faltando sólo organizarlo y constituirlo. Está dada la ley fundamental que es la Declaración de Derechos, ley adorada por todos los pueblos que han vertido sin tasa la sangre para conquistarla, y está dada la existencia de cada nación ya organizada interiormente conforme a esa ley. Cierto; habrá que organizar y constituir alguna nación nueva como la polaca, la checo-eslava y la yugo-eslava; pero el núcleo general está ya formado y constituido con esas naciones que, ahora mismo, en la batalla que libran, acreditan su existencia poderosa y su valor indecible para llegar a constituir una Humanidad orgánica, de fortaleza inconmovible.
Condenación del nacionalismo regionalista
Sin duda, esas naciones como todas las ya constituidas conforme a los principios fundamentales de la Declaración vienen a ser una garantía suprema del nuevo orden jurídico que se instaurará al llegar la paz; pero, no hace falta improvisar naciones nuevas y hay que condenar duramente un nacionalismo atávico, como el regionalista, que ha perdido toda razón de existencia y que solo sirve para perturbar la vida y el orden interior de las naciones formadas.
Perfectamente que los checos, sometidos al sable austriaco, se constituyan en nación independiente de Austria como garantía indispensable de sus derechos, pero es insensato que los catalanes, que no sólo gozan de los derechos de todos los españoles, sino de privilegios excepcionales como los que les daban la explotación de las colonias, y les sigue dando el arancel, hablen de constituir una nacionalidad independiente. Semejante pretensión, producto de la inconsciencia más crasa y de la ingratitud más negra, debe ser duramente condenada.
El problema fundamental es el de la unidad humana. Por eso, al tocarlo con el dedo Wilson, anunciando la sociedad de naciones, ha obtenido un ruidoso, inmediato éxito. El de la variedad de naciones es subordinado y está resuelto con la existencia efectiva de las nacionalidades ya constituidas siendo cosa subordinada la formación de nacionalidades nuevas, porque eso siempre hay tiempo de resolverlo, como sucede en los Estados-Unidos, donde los «territorios», cuando llegan a adquirir cierto grado de vitalidad, son elevados a la categoría de Estados federales. Lo mismo se podrá hacer en la federación futura de la Humanidad. Es por tanto la creación de nacionalidades nuevas, un problema aplazable, lo que no se puede aplazar es el problema de la unidad. Por eso, los que distraen la atención pública con el problema nacionalista, son unos atolondrados que no saben el tiempo en que viven ni la evolución que en él se produce. Si eran necios y dementes los que se oponían a la unidad italiana y a la unidad alemana, mucho más lo son los que alborotan por romper la unidad española y distraen la atención pública con un regionalismo mínimo y despreciable en el momento en que la atención del mundo está fija en la grande, inmensa obra de la unidad.
Cuando se está viendo que no basta la fuerza de las más poderosas naciones para resistir la sed de dominación acumulada por el trono y el altar en los siglos, sino que tienen que juntarse, no pasajeramente, sino perpetuamente, constituyendo una asociación supernacional, en ese propio momento, hacer campaña de separatismo para debilitar una nación admirablemente unificada por la naturaleza y por la Historia como España, para formar una nación microscópica, sólo pueden hacerlo espíritus enanos, de la más ruin mentalidad.
Agitar la opinión con campañas regionalistas es así el mayor de los crímenes históricos en estas horas de cosmopolitismo y de unidad. Por fortuna, la unidad española, hoy más que nunca necesaria a la civilización, es intangible, y si volviera a alzarse la hoz del segador con que amenaza un himno bárbaro, las manos que la empuñaran serían otra vez segadas como entonces por la espada del caballero castellano que confundió en el polvo aquella insurrección; de la cual los catalanes no sacaron más provecho que ver su hermoso suelo convertido en un montón de ruinas, y los que provocaron aquel desastre eran, sin embargo, más cuerdos que los que ahora aúllan ese himno provocativo y salvaje; porque entonces el poder central ultrajaba a Cataluña, y hoy, sobre llenarla de privilegios, se degrada hasta adularla, cuando el catalanismo ultraja la bandera patria y amenaza segar cabezas castellanas.
Unidad, unidad, unidad: esa es la condición de la libertad según están acreditando los hechos. En las falanges apretadas de las naciones de la «Entente» está «hoy vinculada la salvación de la libertad mundial seriamente amenazada por la barbarie germánica».
Labor unificadora
La necesidad irresistible de la unificación humana para salvar la libertad, viene manifestándose desde el comienzo de la guerra por la labor unificadora a que vienen entregándose los hombres de más elevado espíritu de todos los países. Surgió primero en Italia la formación de la «Latina gens» destinada a juntar a todas las naciones de raza latina en una federación.
Esa idea adoptada después en Francia con grandes entusiasmos por un inspirado periodista francés, Mr. Antoine Petit, reunió en corto tiempo la adhesión de todos los grandes políticos franceses, sin faltar los presidentes de las Cámaras y del Gobierno. Pero bien pronto se advirtió que la idea era estrecha, porque excluía a Inglaterra y a la república norteamericana tan interesadas en su unificación como las naciones latinas, y entonces se acordó ampliar el proyecto para dar ingreso a los Estados Unidos y a Inglaterra, constituyendo la llamada «Unión Occidental», idea que prevaleció al punto, quedando convertida la «Unión Latina» en «Unión Occidental».
A la vez, la «Asociación Socialista del Sena» organizaba la «Sociedad jurídica» de las naciones destinada a la formación de un solo Estado federativo de todos los pueblos de la tierra.
Mucho antes, pues, de que Wilson anunciara su fórmula de la «sociedad de naciones» trabajan por esa idea los núcleos militantes más progresivos de Italia y Francia, bajo la protección de sus hombres de gobierno.
¿Y quién había sido el iniciador de la «Latina gens»? Uno de los nuestros, el gran Magalhães Lima que hizo un viaje de propaganda por Italia conmoviendo el ardiente corazón italiano con su palabra tribunicia y dejando constituida en Roma la «Latina gens».
Luego fue él mismo el que en París inspiró la transformación de la «Unión Latina» en «Unión Occidental», idea aceptada inmediatamente por Mr. Petit con entusiasmo fervoroso, otorgando un lugar de honor al escrito de Magalhães Lima en que la proponía.
A su vez, el que había sido alma e iniciador de los trabajos de unificación mundial emprendidos por la Asociación Socialista del Sena, fue el ex diputado Mr. Hubbard, eminente personalidad, como Magalhães Lima, del Libre-pensamiento internacional.
Y es que el Librepensamiento internacional venía ya laborando, de hacía muchos años, por el ideal de unidad humana, habiéndose aprobado por aclamación ruidosa en el magno Congreso de Roma, a propuesta de la delegación española, el propósito de federar las naciones levantando un poder común que las gobernara a todas.
El proyecto unificador de Wilson palpita así en la conciencia universal y tiene asegurado el triunfo.
Facilidades de la obra del futuro Congreso de la Paz
Nada más fácil por tanto para el futuro Congreso de la paz que realizar una idea que late con más fuerza que todas en la conciencia mundial.
Lo más difícil, lo cardinal que es la ley fundamental lo tiene hecho y sancionado con la aprobación de todos los pueblos, que es la Declaración de Derechos.
Así, lo primero que debe hacer ese Congreso al reunirse, como base de toda su obra es decir: «Queda acordada la Declaración de Derechos como base de la Constitución de la patria mundial que vamos a fundar»; y un aplauso universal saldrá de todos los pueblos como sanción definitiva y suprema de la obra a que se entregará el Congreso. Luego vendrá la labor subordinada de constituir y organizar el Poder común que asegure e imponga el respeto inviolable de esa ley fundamental a todas las naciones, y no sin aplicar con rigor implacable la sanción debida a las naciones que ahora han violado bárbaramente esa ley llenando de crímenes la tierra.{3}
Seguridad de que llegará la paz definitiva
Ese acto inicial del Congreso sería un homenaje debido al genio de Francia del cual brotó la Declaración, maravilla de la razón humana, expresión acabada de la eternal justicia, y una manifestación efectiva de que esa era la finalidad última perseguida por ésta como por todas las demás guerras parciales que han venido produciéndose desde hace un siglo. Por lo cual, una vez afirmada esa finalidad, una vez afirmada la Declaración de Derechos por el concurso de todos los pueblos libres, la revolución universal se habrá consumado y una paz definitiva, una paz eterna quedará establecida en la tierra, al modo que en cada nación particular, cuando ha llegado a afirmarse el principio humano a favor de la revolución sobre el régimen tradicional, la paz interior se ha asegurado sin que el orden se perturbe sino pasajera y parcialmente.
Habrá sin duda en la futura patria mundial, sus luchas, sus convulsiones y sus choques sangrientos lo mismo que los hay en las patrias nacionales; pero no verdaderas guerras, y aún esos conflictos sangrientos irán disminuyendo a medida que se vaya afirmando el régimen nuevo hasta desaparecer, como han disminuido e ido desapareciendo en las naciones más civilizadas, de que es ejemplo Inglaterra, como ha sucedido en los Estados Unidos, como ha sucedido en Francia donde la República ha puesto fin a los antiguos golpes de Estado y podido realizar reformas tan hondas como la de separación de la Iglesia y el Estado sin emplear otras armas que las mangas de riego.
Ese inmenso progreso, traído por el principio humano a favor del cual ha ido desapareciendo en cada nación la guerra civil, es una garantía firme de que el mismo principio reconocido y afirmado en común por todos los pueblos representados en el Congreso de la Paz acabará con las guerras internacionales y de que sobre el cielo de la futura patria humana brillará por eterno el sol de la paz.
Batalla del principio humano y el principio divino durante el siglo XIX y sus resultados
Para estar seguros de la victoria del principio humano no hay que olvidar que la guerra actual no es sino la batalla general que libran los pueblos todos para afirmarlo en común, después de haber luchado cada uno en particular para afirmarlo en su respectiva nación; por lo que hay que abrigar la certidumbre de que como han triunfado siempre en esas luchas nacionales, triunfarán sin duda en esta batalla internacional.
Hace ahora un siglo, los reyes todos de Europa (excepto el de Inglaterra), unidos en la célebre Santa Alianza, lo afirmaron paladinamente en el Congreso de Verona: su fin era imponer el derecho divino sobre el derecho humano promulgado por la Gran revolución y por tanto «destruir el sistema de gobierno representativo de cualquier Estado de Europa» y, confesando que la libertad de la Prensa era su peor enemigo, aunar sus fuerzas para «suprimirla», y, persuadidos además de que los principios religiosos eran su principal instrumento de tiranía, dar a los clérigos toda su autoridad para que les ayudasen a mantener a los pueblos en estado de «obediencia pasiva», y nombrar, en fin, al Papa (aunque varios de aquellos reyes eran herejes) su protector supremo, con el fin de «avasallar las naciones».
Como se ve, la lucha estaba netamente puesta entre el principio divino mantenido por la tradición y el principio humano traído por la Revolución.
Al plantear entonces la batalla, los pueblos no eran nada; los reyes lo eran todo. Los reyes tenían todas las armas; los pueblos estaban totalmente desarmados. Por toda Europa, salvo Inglaterra y Suiza, se erguían los tronos absolutos y se veían proscriptos los gobiernos representativos; los parlamentos estaban mudos, los púlpitos tronaban execraciones contra el que tenía olor de liberal; la Prensa yacía amordazada y presa en los calabozos.
¿Qué se ve hoy? Todos los tronos absolutos por el suelo, los tribunos encaramados sobre los parlamentos dictando leyes, mientras que los clérigos, arrojados en varias naciones de los templos, han sufrido el justo castigo a su perversidad, y en el antiguo palacio del jesuitismo convertido en universidad romana por los soldados de Garibaldi al entrar triunfantes en Roma por la brecha de la Puerta Pía, se ha visto reunido un magno Congreso librepensador internacional, cantando el fin de la mentira religiosa y el triunfo eterno de la verdad científica.
La Prensa, la odiada Prensa, la execrada Prensa, que todos los tiranos juntos quisieron exterminar, reconociendo que era «el medio más eficaz que emplean los pretendidos defensores de los derechos de los pueblos para perjudicar los de los príncipes», la Prensa se ve en lo alto ocupando las cimas del crédito público, adorada de los pueblos, mimada y temida de los Gobiernos que encuentran en ella un instrumento poderoso e imprescindible para gobernar, a tal punto que aquí donde Fernando VII, respondiendo a la consigna de la Santa Alianza, suprimía la Prensa, se vota hoy una ley para prestarle recursos, reconociéndose que sin ella sería imposible a los ministros ejercer el Gobierno.
¿Y el Papa? ¿Qué ha sido del Papa? ¿Qué ha sido del pontífice sumo de la religión, declarado por todos los tiranos juntos su protector supremo y que asumía así la fuerza entera de todos los poderes de la tierra? Allí está, allí se le ve destronado y preso en el Vaticano. El que juntaba todas las fuerzas del cielo, como vicario de Dios, y todas las de la tierra, como patrono de los reyes de la Santa Alianza, no ha podido resistir el ímpetu del hombre de los ojos azules y la camiseta roja que llevaba en la mano la bandera de «Revolución» y cayó precipitado del trono temporal que ocupaba.
¿Pero puede haber ya quien crea que el Papa es vicario de Dios? ¡De suerte que Garibaldi puede más que Dios!
Se ve así claro que el principio religioso, derecho divino, la autoridad del Papa en que se apoyaban los reyes de la Santa Alianza para «avasallar a las naciones» no era sino una ficción engañosa. De ahí que los torrentes de verdad que durante el siglo XIX han arrojado la Universidad, la Prensa y la tribuna hayan barrido esa ficción como barre el aire las nubes.
Derrota inevitable de Alemania
Pues en esa ficción descansa el trono germánico. El Kaiser sigue invocando al Dios de la Santa Alianza, se ostenta rey por derecho divino con poderes para avasallar a su pueblo, y después de poner bajo sus pies a Alemania, después de arrebatar el cetro del Imperio a Austria y de conquistar dos provincias francesas, ha creído que podía del mismo modo conquistar y poner bajo sus pies a todas las naciones de la tierra.
Esa es la raíz de la guerra actual: la mentira del derecho divino hecha carne y sangre en el cerebro alemán. Que es una mentira el Dios invocado por el Kaiser, no hay católico español que no lo reconozca y confiese, puesto que ese Dios es el de Lutero que, según vienen predicando nuestros clérigos, es absolutamente falso. ¿Podrá esa mentira prevalecer? Si todos los reyes absolutos de la Santa Alianza, con su patrono el Papa han sido destronados, ¿podrán los de Prusia y Austria, únicos que quedan, permanecer en pié?
La victoria de los aliados está así asegurada, porque es la victoria del principio humano sobre el divino, de la verdad sobre la mentira, de la Ciencia sobre la Religión.
La batalla comenzada hace poco más de un siglo por aquellos gigantes de la Revolución que izaron la bandera de los Derechos del Hombre, declarando guerra a los tiranos sostenidos sobre la impostura del derecho divino, va a terminar ahora con la derrota de los últimos impostores. Como cayeron los Borbones en Francia y los Borbones de Nápoles y los Borbones de la rama absolutista en España y los de ambas ramas en América, como ha caído el Zar y cayó el Papa protector de todos los reyes; del mismo modo se verán por el suelo los tronos de Alemania y Austria. –¿A qué venís?, preguntaron en Francia a uno de los primeros soldados norteamericanos llegados a París. –A destronar los reyes, contestó el soldado. Esos soldados norteamericanos son los revolucionarios del 93 que resucitan armados de un poder invencible para dar la batalla final.
Necesidad de una campaña definitiva contra la mentira religiosa
A la vista del inmenso fracaso de la política de los reyes de la Santa Alianza, fundada en el principio religioso, ante los horrores ocasionados por ese principio, cuya última manifestación es esta guerra espantosa hecha por el Kaiser en nombre de Dios, sería insensato dejar en pie ese principio tan nocivo a los humanos. Por eso, una vez afirmada la victoria del principio humano sobre el divino en el orden material, hay que abrir una campaña vigorosa y definitiva para afirmarla en el orden ideal.
¿Quién puede dudar ante el fracaso del principio religioso invocado por los reyes de la Santa Alianza, cuando estaban en el apogeo de su fuerza, «como el más poderoso» para reducir a los pueblos al estado de «obediencia pasiva» y el fracaso de su patrono el Papa en su empeño de «avasallar las naciones», de que ese principio es falso? Por ventura si realmente Dios, el ser omnipotente, estuviera con los reyes y los sacerdotes, ¿hubieran podido los pueblos como lo han hecho, vencer a los reyes de la Santa Alianza en sus respectivos países y dar ahora esta batida general a los dos que quedan en pié?
Falsedad de la religión según los creyentes mismos
Con la maldad del principio religioso, puesto por los tiranos a su servicio para avasallar las naciones, se ha puesto de relieve una vez más la falsedad de la religión.
Oíd a los católicos y os dirán que la religión pagana fue falsa, que la religión judía es falsa, que la religión mahometana es falsa, que la religión luterana es falsa, que la religión anglicana es falsa, que todas las religiones en fin son falsas, menos la católica. Pero si a su vez oís a los judíos, a los mahometanos y a los demás disidentes del catolicismo, os dirán que el catolicismo es la más falsa de todas las religiones. ¿No son así los propios creyentes, los que atestiguan la falsedad de la religión?
Y claro es, como que todas las religiones se fundan en que Dios es un ser parcial e injusto que protege a unos pueblos contra otros y a unos hombres sobre otros, que ahora protege al Kaiser contra los aliados y le ha ayudado a degollar y tiranizar a Bélgica, como en otro tiempo ayudó a Felipe II a dominar a Europa y a extender con la Inquisición, el terror en la misma Bélgica.
Todas las religiones, todas ellas se fundan en la creencia de que hay un Dios que ayuda a sus creyentes dándoles la felicidad y la victoria a cambio de ruegos y dádivas; que hace el «milagro» de favorecer a unos hombres sobre otros.
Pues bien; después de tanta luz extendida en el mundo por la Ciencia se está viendo por todos que no hay milagros, que no puede haber milagros, que es imposible que haya milagros. Todo en la naturaleza está sometido a leyes inexorables: al día sucede la noche, a la primavera el verano, a éste el otoño y luego el invierno, siempre, siempre sin interrupción. No hay Dios que pueda detener el curso de los astros al girar sobre sus inmensas órbitas. No hay milagro que pueda sustraer un cuerpo a la ley de la gravedad. «Nunca las aguas tornan del Tajo a su primera fuente, si una vez hacia el mar se arrebataran», ha escrito nuestro gran poeta, «las sierras, los peñascos su camino se cruza a atajar; pero es en vano, que el vencedor Destino las impele bramando al Océano».
Nada, nada puede detener el paso del inexorable Destino.
Pero eso no es un mal, es un bien, es nuestro mayor bien, porque da un sustentáculo firme a nuestras obras. Por ello, levantamos la casa, seguros de que no se caerá si se construye conforme a la ley de la gravedad; por ello, sembramos en invierno, ciertos de que tendremos la cosecha en el verano; por ello, construimos ferrocarriles sobre la tierra, seguros de que ésta no se hundirá o se convertirá por milagro en mar, y marchamos en barco, bien convencidos de que el agua del mar no se cambiará súbitamente en tierra sólida.
La inflexibilidad de las leyes naturales es así la base fundamental de nuestra confianza en la vida, mientras que un mundo donde imperara el milagro sería fuente de eterna desconfianza y eterno temor.
Y si no hay milagros, y si no puede haber milagros, ¿a qué sostener las falanges sacerdotales, cuya única ocupación es dirigir oraciones y ruegos a un Dios milagroso que no existe?
Basta de sacerdotes, basta de religiones, basta de iglesias que tienen una finalidad absurda y que manteniendo la idea del milagro hacen infelices a la masa general de los hombres, dándoles a creer neciamente que con rezos, Dios les dará «el pan de cada día», sin esfuerzo ni trabajo.
Religión y Ciencia
¿A qué la religión habiendo Ciencia? ¿A qué la mentira habiendo verdad?
Como la religión era la mentira sólo ha podido sostenerse por la fuerza, mientras que la Ciencia, segura de sí misma, rechaza la violencia. ¿Dónde están, dónde los instrumentos de tortura que la Ciencia ha inventado, las hogueras que ha encendido, las víctimas que ha sacrificado?
Mientras que la religión ponía delante del incrédulo los instrumentos de tortura diciéndole: –Cree, porque si no vas a morir, y el incrédulo prefería la muerte a decir: –«Creo»; la Ciencia se limita a decir a los hombres ofreciéndoles sus verdades: –Creed o no creed, según os aconseje la razón. Y los hombres creen.
Y es que nadie puede sustraerse a los métodos de demostración y de prueba empleados por la Ciencia, porque fundados en la realidad, son irresistibles.
Por eso, los hombres de todas las razas de todos los continentes y aún de todas las religiones confiesan ya las verdades de la Ciencia, de cuyo imperio se puede decir como del de Carlos V que en él no se pone nunca el Sol.
Y como cada religión era una mentira, odiosa, a los que no creían en ella y quería imponérseles por la fuerza, de ahí que la religión haya sido la guerra.
Muchas veces se ha oído decir que en los templos católicos se han encontrado depósitos de armas, jamás se ha dicho cosa semejante de una Universidad. Y es que la casa de la religión es casa de guerra, mientras que la de la Ciencia es casa de paz.
Cerrar los templos, multiplicar las Universidades, lo contrario que hizo Fernando VII: he ahí una condición esencial para afirmar la paz futura. Es hora de acabar con ese espectáculo irritante de ver a un obispo, que se llama sucesor de aquellos apóstoles, que iban descalzos, ir orgullosamente en automóvil insultando la miseria popular. Todos los palacios episcopales para los rectores y directores de establecimientos de enseñanza; todas las casas rectorales para habitación de los maestros con sus huertos convertidos en escuelas al aire libre. Nada de dar sueldos a los que oran, sino a los que trabajan. «Acordáos, dice San Pablo, en su epístola a los Tesalonicenses, que cuando estuve entre vosotros, no comí de balde el pan de nadie, sino con trabajo y con fatiga, trabajando noche y día para no ser gravoso a ninguno», y luego añade: «el que no quiera trabajar que no coma.»
Fuera, fuera estos obispos y estos clérigos que escarnecen la religión de San Pablo y que como no tienen nada que hacer se ocupan en preparar guerras civiles, como ahora en ayudar a los alemanes a dominar con el sable al mundo.
Si pues ha de establecerse un régimen de paz en la tierra, es indispensable, una vez terminada la batalla contra el militarismo comenzar con toda intensidad la batalla final contra el clericalismo, barriendo el principio religioso que, según confesión de los tiranos de la Santa Alianza, es el que puede contribuir «más poderosamente» a la obra de avasallar las naciones.
La garantía suprema de que la Humanidad futura ha de gozar de paz está en eso, en que desaparezca la concepción religiosa, germen perpetuo de opresión y de guerra, y se afirme la concepción científica, germen infalible de justicia, de libertad y de paz.
El Socialismo contra las religiones
He ahí por qué el gran Jaurés escribió en el programa socialista francés estas admirables palabras: «El Partido Socialista opone a todas las religiones, a todos los dogmas, a todas las iglesias, como a las concepciones de clase de la burguesía, el derecho ilimitado del pensamiento libre, la concepción científica del universo y un sistema de enseñanza pública exclusivamente fundada en la ciencia y en la razón». Eso que ya es programa adorado del proletariado francés se hará el programa universal.
La federación es la paz
Que no haya duda alguna, por tanto, de que la era de una paz perpétua se aproxima; porque la Humanidad lo tiene todo para mantenerla: poder y ciencia.
¡Hombres, pueblos: creed en la paz eternal del mundo!
La anunció el gran profeta del siglo XIX en el primer Congreso de la Paz celebrado en París el año 1849. El genio francés que en la revolución del 89 había dado, con la Declaración de Derechos, la esencia de la paz, le dio en la revolución del 48 por labios de Víctor Hugo la forma con el anuncio de la federación.
Lo que ahora Wilson quiere en su vaga fórmula de la «sociedad de naciones», lo expresó Víctor Hugo con la claridad de su inmenso genio en aquel Congreso a que asistieron los libertadores de todos los países sin faltar Garibaldi.
Palabras de Víctor Hugo
«Señores –decía Víctor Hugo desde la presidencia del Congreso de la Paz– en esta ciudad que no ha decretado hasta ahora sino la fraternidad de los ciudadanos (acababa de hacerlo la República del 48), venís vosotros a decretar la fraternidad de los hombres.
Si alguien, hace cuatro siglos, en el tiempo en que la guerra existía de municipio a municipio, de ciudad a ciudad, de provincia a provincia, si alguien hubiese dicho a la Lorena, a la Picardía, a la Normandía, a la Bretaña, a la Provenza: –Un día vendrá en que no levantaréis hombres de armas los unos contra los otros; un día vendrá donde no se dirá más: los normandos han atacado a los picardos, los lorenenses han rechazado a los burguiñones... y en ese día no seréis ya pueblos enemigos sino un solo pueblo; no seréis la Normandía, la Bretaña, la Provenza, sino que seréis la Francia.
Si alguien hubiera dicho esto en aquel tiempo, señores, todos los hombres positivos, todas las gentes serias, todos los grandes políticos de entonces hubieran exclamado: –¡Oh, el soñador! ¡Oh, el utopista! ¡Cuán poco conoce este hombre a la Humanidad! Sí; he ahí una extraña locura y una absurda quimera–. Señores, el tiempo ha marchado y esa quimera es la realidad.
Y bien; vosotros decís hoy, y yo soy de los que dicen con vosotros: nosotros todos los que estamos aquí, nosotros decimos a Francia, a Inglaterra, a Prusia, a Austria, a España, a Italia, a Rusia, nosotros les decimos:
Un día vendrá en que las armas os caerán de las manos a vosotros también. Un día vendrá en que la guerra aparecerá tan absurda y tan imposible entre París y Londres, entre Petersburgo y Berlín, entre Viena y Turín, como sería imposible y absurda entre Rouen y Amiens, entre Boston y Filadelfia. Un día vendrá en que tu Francia, tu Rusia, tu Italia, tu Inglaterra, tu Alemania, vosotras todas, naciones del Continente, sin perder vuestras cualidades distintas y vuestra gloriosa individualidad, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea absolutamente como la Normandía, la Bretaña, la Borgoña, la Lorena, la Alsacia, todas esas provincias, se han fundido en la Francia... Un día vendrá donde se verán estos dos grupos inmensos: los Estados-Unidos de América y los Estados-Unidos de Europa, uno frente a otro tendiéndose las manos por encima de los mares; cambiando sus productos, su comercio, su industria, sus artes, sus genios, allanando el globo, colonizando los desiertos, mejorando la creación.»
Los Estados-Unidos de la Humanidad
La fuerza del progreso en el último medio siglo ha sido tan colosal, que ha rebasado el pensamiento de Víctor Hugo, y, derribando las murallas de China y llegando hasta el extremo Oriente, va a permitir hacer, no ya los Estados Unidos de Europa frente a los de América, sino los Estados-Unidos de la Humanidad que es lo que entraña la fórmula de la «sociedad de naciones» de Wilson.
¿Y a quién se deberá esa maravilla? ¿a la religión? No; ella es la que mantuvo en pie la muralla de la China, al principio de humanidad que poniendo la bandera de revolución en manos del chino la ha traído al mundo de la civilización Occidental y que, dando plena libertad a los pensamientos, ha producido las maravillas de los descubrimientos científicos que están suprimiendo la distancia hasta comunicar minuto a minuto a Pekín con Madrid, con lo que se hace más fácil gobernar desde Europa a China que antes, bajo los siglos religiosos, se gobernaba desde Madrid a Cataluña.
Abrid, por tanto, humanos, el pecho a la esperanza:
¡Habrá Estados-Unidos de la Humanidad!
¡Habrá paz eternal!
La Nueva Era
Todo lo anterior, tan fuerte, tan terminante y categórico estaba escrito y enviado a la Casa Editorial para su impresión durante el verano último, y ahora, al mediar Diciembre recibo las pruebas compuestas.
En ese transcurso de tiempo, una inmensa transformación se ha producido en el mundo, por virtud de la cual cuanto queda escrito está consumado. Ya el principio de humanidad ha establecido su imperio absoluto; ya el «habrá» paz perpetua se ha cambiado en «hay» paz perpetua. El enemigo de la paz está vencido, absolutamente vencido y se ha entregado a discreción, y los amigos de la paz, las potencias afirmadoras del principio de humanidad y de la paz, armadas de una fuerza irresistible, omnipotente, afirman la plenitud de su soberanía en la tierra.
Sí; los vivientes hemos tenido el singular privilegio de asistir al momento más grande, más repleto de esencia humana y de mayor transcendencia que registran y registrarán los tiempos históricos. El momento en que Wilson al pedirle la paz Alemania respondió en medio de una palpitación universal porque no había ojos abiertos que no miraran hacia aquella escena, ni oídos que no se inclinaran para no perder sílaba de sus palabras que iban a salvar o a perder al mundo y a satisfacer o no las ansias de paz que devoraban las almas –aquél momento en que Wilson respondió:– Yo no trato con el representante de Dios, yo solo trato con los representantes del pueblo alemán; ese momento grande, inmenso, colosal, ha sido como una compuerta de bronce que ha separado la corriente de los tiempos históricos en dos eras: la era cristiana que ha terminado y la era humana que ha comenzado, como también en dos legitimidades: la legitimidad del derecho divino que queda detrás y la legitimidad del derecho humano que está delante y en que nos encontramos.
No hay fuerzas capaces de conmover esta legitimidad que está apoyada por las potencias más colosales que ha iluminado el sol, bajo cuyo peso yacen aplastados los dos mayores Imperios que el sol había también iluminado y eran los dos poderosos soportes que quedaban de la vieja legitimidad.
¡Gloria! ¡Victoria! ¡Alegría sin fin! ¡Viva Wilson! ¡Viva Inglaterra! ¡Viva Francia! ¡Viva Bélgica! ¡Viva Italia! ¡Viva Portugal! ¡Viva Serbia! y sobre todo: «Paz, paz, viva la paz»; he aquí lo que deben cantar y cantan todos los hombres.
Sin duda, la era cristiana ha desaparecido. Dios, el Dios bíblico, el Dios cruel de Moisés de Torquemada que en una noche de horror degolló a todos los primogénitos de Egipto, haciendo pagar a los inocentes niños los pecados de sus padres, y arrastró aquí a las hogueras, después de martirizados horriblemente, a tantos seres inocentes, ese Dios ha desaparecido de la Historia con su protegido el Kaiser que no ha cesado de invocar su nombre hasta última hora; porque en efecto el Kaiser ha sido su digno, último ministro y representante en el trono cesárico.
Como desaparece también su principal vicario el Papa, el cual, después de habérsele visto seguir llamando amigo al kaiser luterano, mientras este aplicaba un martirio espantoso al pueblo católico belga fusilando clérigos, derrumbando templos y altares, mandando raer del suelo por el incendio y la dinamita la ciudad católica de más nombradía en el mundo, por su saber teológico; después de verle asociado al verdugo que realiza esa obra de maldad y tiranía con el más bueno e inocente de todos los pueblos, y de ver también que en vez de protestar contra ese verdugo al ultrajar la moral universal con la violación de la neutralidad belga continuaba llamándole su amigo y que aún hacía más, se convertía en el instrumento de sus pérfidas maniobras pacifistas, a la vez que lo hacían los bolchevikis y los derrotistas de todos los países a cuyo influjo se produjo el desastre italiano; después de ver todo esto, las potencias triunfantes, Francia e Inglaterra, rebosando justa indignación, le descalificaron no dignándose ni siquiera acusarle recibo de sus últimas proposiciones de paz. Y ahora se está viendo que la paz del mundo se ha hecho sin acordarse para nada del Papa, con la espalda vuelta al Vaticano, donde está el representante de la cristiandad y el rostro mirando a Wilson que es el representante de la Humanidad. De suerte que el Papa que perdió el cetro de su poder temporal en la guerra anterior franco alemana, ha perdido en esta el cetro de su poder espiritual.
¡Gloria al pueblo español que en el magno Congreso de Roma fue a declarar con palabras fuertes y solemnes la caducidad de ese poder espiritual!
Oíd las palabras que pronunció el que llevaba la voz de la delegación española en aquel Congreso de 1904:
…Si Dios no ha bajado a la tierra, si es imposible que haya bajado a la tierra, si es demencia pensar que haya podido bajar a la tierra, es falso, de toda falsedad, que los sacerdotes tengan la representación que se atribuyen de Dios.
El Papa, al llamarse representante de Dios en la tierra, es un impostor. (Aplausos.) Al atribuirse la soberanía sobre los reinos de la tierra, es un impostor. (Aplausos.) Como usurpaba el poder temporal, usurpa el poder espiritual. Y de igual suerte que en 1870 vino el pueblo italiano, rebosando justicia y razón, a destronarle del poder temporal que usurpaba, viene hoy el pueblo universal a destronarle del poder espiritual que usurpa. (Grandes aplausos.)
Luego añadía:
«Si; oídlo, pueblos, gentes, naciones: el poder espiritual no está en la Iglesia que, habiendo empleado todos los medios materiales de coacción: la cadena, el patíbulo, la llama de la hoguera, no ha podido convencer a los hombres; está en la Ciencia que, rechazando toda coacción y usando sólo medios espirituales, comienza a convencer a todos.»
Y ahí está ya comprobado. ¿Quién ha dado la fórmula de la paz? Wilson, un profesor de la Universidad que ha sacado del fondo de la Ciencia ese principio tan lleno de espíritu que el mundo entero de los espíritus ha aceptado, sin faltar Alemania, la cual ha encontrado en él su salvación futura, según dijo en el Reichstag el ultimo canciller Príncipe de Baden.
Y que en la vanguardia de esa batalla estaba el pueblo español, tan magníficamente presentado en aquel Congreso por una delegación que fletó un barco para ir a Roma, lo atestiguan estas palabras que siguieron a las anteriores:
«Sí; óyelo, papa romano; que mis palabras perforando los muros del soberbio palacio en que habitas, insultando la humildad evangélica, lleguen a tu oído como los sonidos de la trompeta final: para la Iglesia no hay salvación.
Allá en la Edad Media, cuando, al primer empuje de la razón naciente con nuestros gloriosos progenitores los albigenses, aquellos brillantes precursores de la poesía, de las letras, de toda la civilización moderna, bárbaramente sacrificados por el criminal pontificado, el edificio de la Iglesia oscilaba, vino aquí, a Roma, el brazo de hierro de España con Domingo de la Calzada, y lo sostuvo.
Y en el siglo XVI, cuando el empuje, más poderoso aún, de la Reforma, le hizo oscilar de nuevo, vino otra vez el brazo férreo de España con Ignacio de Loyola, y lo sostuvo.
Hoy, en este último, definitivo combate, a que concurren todas las fuerzas de libertad, de democracia, de razón del mundo moderno, haciendo oscilar al edificio de la Iglesia como la nave azotada por los oleajes encontrados de un mar en borrasca, hoy viene también a Roma el fuerte brazo de España con su democracia aquí totalmente representada, mas no para sostenerle, sino para empujarle y precipitarle por siempre en los abismos. (Grandes aplausos.)»
Italia se dispone a convertir en obra esas palabras
Queda dicho antes que a la batalla material contra los poderes de derecho divino debía seguir inmediatamente la batalla moral contra el representante más genuino de ese derecho, contra el hombre del Vaticano cuya intimidad secreta con los Imperios centrales no han dejado de percibir todos los ojos atentos. Pues bien, esa batalla ha comenzado ya. Ya está provocada en Italia una seria y fuerte agitación para abrir proceso contra el Vaticano, bajo la iniciativa de la grande y poderosa Asociación Giordano Bruno.
Los cargos dirigidos contra el Vaticano son estos:
1.º Haber opuesto, al secundar los manejos pacifistas de los Imperios centrales, continuos obstáculos a la política de los Gobiernos italianos.
2.º Haber favorecido el espionaje, con su condición de neutral y la inviolabilidad de su valija diplomática y además, ejerciendo presión sobre el Gobierno para conseguir que se salvara evadiéndose a Suiza su guardarropero y secretario particular el cardenal alemán Gerlach condenado a presidio en un proceso gravísimo de espionaje.
3.º No haber protestado de las violencias austro alemanas cometidas en los territorios invadidos contra monacales, sacerdotes, iglesias y conventos, &c., demostrando así su evidente simpatía con los Imperios centrales.
4.º Haber distribuido millones de ejemplares de sus proposiciones de paz entre las tropas italianas combatientes, campaña apoyada además por toda la prensa católica y secundada por un Congreso católico celebrado en la zona de guerra de Udina, bajo la presidencia del Conde de la Torre que representaba en él al Pontífice, todo lo cual contribuyó en gran parte al desastre italiano del Caporetto, cargo terrible y principal, porque mana sangre y llenó de angustia a la patria italiana y al mundo de asombro que no se explicaba aquella fácil y rápida victoria de los austro-alemanes contra el Ejército italiano atrincherado en posiciones inaccesibles.
La lucha está, pues, comenzada. Pero, claro es, hay que esperar a la liquidación de todo lo referente a la obra de la paz. Más tarde, una vez que ese proceso surta todos sus efectos, el mundo de la libertad volverá a congregarse en Roma para dar la batalla definitiva al que ha sido fuente de todas las tiranías que viene sufriendo la Humanidad durante los siglos cristianos y al cual proclamaban los Imperios centrales, como los demás tiranos, hace un siglo, su protector y guiador en la obra de avasallar las naciones.
¡Preparaos, librepensadores españoles a volver a Roma!
La situación de España
No queda en pie fuera de la nueva legitimidad creada por las palabras de Wilson más que una excepción: el trono español, uno de los más famosos en la cristiandad, saturado de derecho divino que tiene sus raíes, como de origen francés, en Carlo Magno.
Todavía hay quien habla de que puede sostenerse ese trono. Son los mismos que aseguraban que Alemania triunfaría y que los españoles vencerían a los yankis en la guerra de Cuba. ¡Los eternos ilusos y eternos fracasados!
También se arguye que existen otras dos grandes monarquías, la inglesa y la italiana. Precisamente, y ambas han sido las que han traído con las Repúblicas francesa y americana la nueva legitimidad, porque en ellas el rey no es nada y el pueblo lo es todo.
En cambio, la monarquía española ha patentizado su origen y carácter divino haciéndose esclava del clericalismo que le ha impuesto la neutralidad, ya que no ha podido arrastrarla a la guerra, por encontrar en las izquierdas un muro infranqueable. Pero al no ir la España liberal a la guerra ha tenido que traicionar la raza, la geografía y la historia liberal que le obligaba a marchar con sus aliadas y protectoras, Inglaterra y Francia a quienes debe la existencia el trono constitucional, de suerte que el régimen reinante tiene, sobre la nota de ilegítimo, la nota de traición; y así nos encontramos fuera de la ley mundial y además con el rayo de una justa venganza suspenso sobre nuestra cabeza.
De ahí el estado de demencia en que se encuentra España.
La locura catalanista
Un acceso de locura arrastra en efecto al país. El catalanismo compuesto de los elementos más reaccionarios se ofrece como el partido más progresivo que, no pudiendo soportar según dice el lastre de la reacción española, está decidido a marchar solo resucitando una nacionalidad catalana sepultada bajo la losa de ocho siglos de adelantos y de transformaciones históricas.
La tiranía de las monarquías absolutas fue un gran progreso al lado de la que existía en tiempo de ese nacionalismo catalán que se quiere resucitar en que el conde barcelonés, como los demás de su tiempo, refiriéndose al trabajador, su siervo de la gleba decía: –«Mi hombre es mi hombre, y puedo asarlo y cocerlo en mi horno y abrirle el vientre para calentarme los pies.» Y así, los siervos, agrupándose bajo el manto del rey para librarse de aquellos feroces tiranos levantaron las monarquías absolutas que fueron un inmenso progreso respecto al bárbaro nacionalismo catalán.
Y detrás de la Liga que lleva en la mano el estandarte del condado barcelonés, esa Liga que está compuesta por la burguesía más reaccionaria y más explotadora del mundo, porque lleva sellada el alma con los atavismos de la tiranía condal, detrás, se ve a los republicanos que para adularla y secundarla prometen traer una República federal, y más aún, se ve también a los socialistas siguiendo los pasos de la burguesía catalana y ayudándola a levantar una frontera microscópica, ellos, los hijos de Marx que les gritó: «proletarios de todos los países, uníos», no tolerando las fronteras de las grandes naciones.
Y los republicanos, que no habían hablado palabra de «federal» desde que perdieron la anterior República por darle ese nombre, que no han podido sostener un solo diario federal y a quienes no se ha oído jamás en el Parlamento hablar de federal, de pronto, por generación espontánea, se convierten todos en federales, ordenando y mandando la obediencia a todo el mundo, so pena de fusilar al que no respete el orden burgués, viéndose a las claras que van a remolque del catalanismo, siguiendo el estandarte del condado de Barcelona que tremola la Liga, detrás de la turba que aúlla amenazas de segar cabezas castellanas pisando sobre la bandera española hecha jirones.
¿No es verdad que están todos locos?
A tal estado de locura conduce el incumplimiento del deber. España faltó a su deber manteniendo el trono, aun después del desastre colonial y ahora ha faltado otra vez dejando de ir a la guerra y tiene que sufrir inevitablemente el castigo. De ahí el furor con que los españoles se revuelven unos contra otros y que estamos amenazados de todos los peligros.
¡Cuán diferentemente hubiera resultado todo si cumplimos el deber de ir a la guerra!
Entonces, España, unida como lo está Francia, como lo está Italia, como lo están todos los pueblos triunfadores que han sabido cumplir el deber, se presenta en el futuro Congreso de las Naciones siendo objeto de los entusiasmos generales, como lo han sido sus delegaciones en los grandes Congresos internacionales de la libertad del mundo; porque ella representaba lo que más se ama y en lo que más se espera por todas las naciones que es la América española, filón inagotable de cuantas riquezas invente el deseo, por lo cual se ha desatado en los últimos tiempos tanto furor por conocer nuestro idioma. ¿Quién se presenta allí rodeado de 20 naciones y por tanto con mayoría de votos, sino España?
Que esas naciones no se unirían a España. A una España monárquica, no; pero a una España republicana, sí. ¡Pero si están unidas ya! Y lo están por la voluntad del mundo de la libertad que las juntó en el Congreso internacional de Ginebra de 1903, el cual unió a la raza ibérica en una sola representación dándole por capitalidad a Madrid, así que en todos los Congresos internacionales del Librepensamiento ha llevado la delegación española la representación de todos los núcleos libertadores existentes en América. ¡A ese resultado inmenso ha llegado la labor realizada por el pueblo librepensador español en medio de la persecución más brutal de parte de la España clerical y gobernante y entre el silencio de la Prensa liberal y burguesa que temía enfadar a los devotos y restarse público!
Ello pone más de relieve el poderío arrollador de ese movimiento. Precisamente el Congreso de Ginebra que dio a España la representación de su raza y a Madrid la capitalidad del movimiento de libertad ibero americano, más hondo y más alto que existe en la tierra, se celebraba en la Universidad ginebrina, porque acudió a él la flor del profesorado universitario europeo, de suerte que aquella corona de libertad con que se ciñó la frente de España, la puso, no la masa inconsciente popular, sino la intelectualidad más selecta mundial, garantía plena de que España ha podido llevar esa corona al presentarse en el futuro Congreso de la paz.
Pero si no tenía ella que estimularlos, hubieran sido los mismos americanos los que hubieran llevado la voz para expresar su identificación con España y su ardiente deseo de marchar unidos a ella para afirmar la plena libertad del espíritu humano y los ideales más progresivos de la tierra.
De existir en estos momentos una España republicana triunfante, después de ir a la guerra, no hubiera sido un español, hubiera sido un americano el que llevara su voz para decir en el Congreso de la Paz que «llevaba la bandera de Pelayo y el ideal de Bolívar», hablando en nombre de España, madre de veinte naciones que tienen alma castellana y lengua española; madre, un poco descuidada, es verdad, pero todavía capaz de ponerse a la cabeza de sus hijos para levantar la raza y dirigir los destinos humanos.»
¿Es que hay delegado alguno que pudiera hablar así, en nombre de veinte naciones?
Y después hubiera añadido: «Venimos aquí todas las naciones de origen hispánico a ofrecer a la Humanidad la vasta herencia americana, de una América sin fronteras, sin divisiones políticas, pero admirablemente unificada por ministerio de su lengua, verbo de la fraternidad.»
He ahí lo que a nombre de la raza hubiera dicho en el Congreso futuro de la Paz el doctor Sainz, diputado y senador que ha sido en la patria boliviana e hijo del general Pastor Sainz, presidente perpetuo que fue del Senado y el prócer más amado en su país.
¿No es verdad que los congresistas, que tienen puestas sus miradas codiciosas en América, al oír ese verbo generoso y grande, prorrumpirían a una voz en un «¡Viva España!»?
Pues todo eso se ha perdido nuestra patria por mantener una monarquía despreciable contra la cual hasta los carteros se sublevan y le imponen la ley, porque ha llegado al último grado de flaqueza.
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Es, empero, tan grande esta España, tiene una Historia tan prodigiosa, que ella dominará todas las crisis por cruentas que sean y reconquistará el puesto de honor que le corresponda en el mundo.
«¡Viva España!», gritaba hace dos años poniéndose de pié, un Congreso librepensador portugués reunido en Lisboa. «¡Viva España!», (la España librepensadora) vino a gritar el mundo entero al elevar por encima de todos los libertadores de la tierra al español Ferrer, aquel Ferrer asesinado principalmente por el influjo del catalanismo reaccionario y clerical, director del odioso movimiento nacionalista. «¡Viva España!», se gritará otra vez por el mundo entero y con más entusiasmo que nunca, cuando sobre una República española se vea flotar la enseña que llevaba en la mano Ferrer y que flotaba en el Congreso de Lisboa, la enseña redentora del Librepensamiento.
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{1} Se escribían estas líneas durante la ofensiva aliada.
{2} Ya está cumplida esta doble profecía. Ya los aliados han obtenido un triunfo colosal y acto seguido se han visto brotar Repúblicas como en el campo brota el trigo.
{3} Y en efecto, ya se anuncia el propósito de los aliados de considerar a Alemania en el futuro Congreso no como beligerante, sino como un reo.
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