[ Algunas consideraciones sobre el porvenir científico de nuestra patria y las circunstancias que impiden su verdadero progreso]
Discurso leído en la solemne apertura del año académico de 1873 a 1874
por el Rector de la Universidad de Sevilla,
Dr. D. Antonio Machado y Núñez,
Catedrático de Historia Natural
SEVILLA
Imp. de Gironés y Orduña, Lagar 3
1873
Ilmo. Sr.:
Hoy hace diez y nueve años que en ocasión tan solemne y al inaugurar el curso académico de 1854 a 55, tuve la honra de exponer ante V. S. Ilma. las estrechas relaciones de los diferentes ramos del saber humano, comprendidos en las Facultades de Filosofía y Ciencias y la indiscutible necesidad de adquirir aquellos conocimientos por los que se dedican a las diversas carreras del Estado.
Vuelvo a insistir después de tan largo período en iguales conceptos, indicando algunas consideraciones sobre el porvenir científico de nuestra patria y las circunstancias que impiden su verdadero progreso. La tolerancia ha sido siempre atributo especial de los sabios y ella me asegura vuestra benévola atención para escuchar este modesto trabajo.
Es una ley ineludible de la humanidad que los pueblos, en momentos históricos, se conmueven, agitan y pretenden romper los lazos bajo los cuales vivían; y como las acciones van siempre más allá de lo que los innovadores desean, resultan, como consecuencia de aquellos cambios, hondas perturbaciones en la colectividad, difícilmente neutralizadas por providenciales compensaciones. Cada partido se forja un ideal distinto para seducir a los otros, empezando por la predicación elocuente de sus convicciones para imponerse después con la fuerza material de que se apoderan las halagadas muchedumbres.
Las fracciones triunfantes caminan poseídas de febril entusiasmo tras una bellísima idea, aceptable para las inteligencias superiores, seductora para los corazones generosos, pero irrealizable en la práctica, sobre todo en los pueblos no preparados para recibirla.
Los reformadores, en un momento de delirio, olvidan fácilmente el mutuo respeto y aprecio que la civilización exige guarden a sus adversarios, para no lastimar sus intereses, ni romper los vínculos de ciudadanos de una misma familia.
Si el estudió de la naturaleza nos enseña cuán frecuentes son en nuestro globo las borrascas y tempestades súbitas de la atmósfera que trastornan su equilibrio, la historia consigna a su vez que los pueblos sufren también convulsiones morales, violentas e inevitables, trazadas por la Providencia: pues es ley suprema para todos los organismos, para el mundo y los seres comprendidos en él, que la actividad de cada uno experimenta en su vida material variaciones diversas, fases diferentes de una existencia sujeta a principios de que no puede sustraerse. ¿Cómo hemos de extrañar por lo tanto esas revoluciones políticas, fugaces cual meteoros, que ofuscan las inteligencias, aniquilan las fuerzas y ponen la sociedad al borde de un precipicio?
Sucede a los pueblos un fenómeno semejante al que producen los terremotos: dice el barón de Humbolt tratando de estos acontecimientos: «Desde nuestra infancia estamos acostumbrados al contraste del movimiento del agua con la inmovilidad de la tierra. El testimonio de los sentidos fortifica nuestra seguridad; pero el suelo tiembla, y este momento basta para destruir la experiencia de toda la vida. Una potencia desconocida se nos revela instantáneamente; la calma de la naturaleza era una ilusión y nos vemos envueltos sin sospecharlo en un caos de fuerzas destructivas...»
Pues bien, cuando se contempla el rápido progreso de las naciones, los adelantos y la cultura del siglo XIX y se interrumpe el orden y la tranquilidad que disfrutamos, la idea del retroceso asalta, creemos volver a otros calamitosos tiempos, a la edad media, al período del hombre primitivo, al estado salvaje: nos engañábamos; esperad; el reposo renacerá, para continuar después la marcha normal de la sociedad.
Nosotros representamos lo pasado y lo presente de la nacionalidad española, y como profesores cumplimos nuestra noble misión de preparar lo porvenir a las futuras generaciones.
Lo pasado se nos recuerda bajo las bóvedas de este suntuoso templo, emblema sagrado de la fe y respeto de nuestros mayores a sus creencias: aquí han resonado los cantos armoniosos y conmovedores de la religión en justa alabanza al Ser Omnipotente: aquí reposan muchos héroes y varones insignes que defendieron con noble, generoso y denodado aliento la integridad de la patria, sacrificaron sus vidas en defensa del suelo donde habían nacido, de sus conciudadanos y del hogar doméstico. Nosotros, respetando su memoria, rendimos el culto del deber y del agradecimiento a los tiempos y a los hombres que fueron, y ratificamos ante sus silenciosos sepulcros el juramento de ser fieles a nuestra nacionalidad, glorioso y no interrumpido timbre de los hijos de España.
Ahí encontraréis grabados en mármol o duro bronce los nombres del honrado caballero Alfonso del Arco, alcalde de Tarifa y conquistador de Gibraltar, de los Perafanes de Rivera, Ponces de León, marqués de Cádiz y otros ínclitos guerreros. En otro lugar veréis las tumbas de Lorenzo Suárez de Figueroa, Benito Arias Montano, orientalista célebre; y más allá están encerrados los restos venerandos de D. Alberto Lista y tantos otros sabios insignes que ilustraron las Ciencias y las Letras castellanas: muchos de ellos eran hijos de esta antigua Escuela, a la que legaron prez y honra inmarcesible.
La enseñanza pública, si ha de llenar dignamente su objeto, debe influir en la vida de los pueblos para mejorar sus condiciones científicas, extender la ilustración a todas las clases, reformando el estado moral de sus individuos.
Vosotros, sabios doctores, conocéis cuán impotente es el espíritu de sistema para edificar nada sólido en el orden general de las ciencias: las unas exigen la observación, el estudio y la experiencia para obtener por el raciocinio el conocimiento de las leyes universales: ningún otro método puede alcanzar jamás el hallazgo de las verdades positivas. Si el físico o el químico se separan de sus gabinetes o laboratorios; si el naturalista abandona sus colecciones y los medios de apreciar los fenómenos naturales, la ciencia permanecería estadiza. Las otras ciencias aplicables al gobierno de los pueblos necesitan también el estudio práctico de las costumbres sociales, la investigación fundamental de la idea del derecho y la justicia, sin la cual no pueden establecerse útiles reformas. Los partidos, tergiversando esas palabras, poniendo en tortura el sentido genuino de ellas, hacen imposibles las mejores leyes al practicarlas en la vida de las naciones. ¿Por ventura, la libertad es el desorden, el menosprecio de la autoridad, el atropellamiento del individuo, la perturbación de la familia por el capricho del ignorante o del fuerte? ¿No tiene su sentido explícito esa aspiración del hombre que le permite hacer para su provecho y felicidad todo aquello que no se opone a su naturaleza como ser social? ¿El amor a la patria es quizás dividirla en fragmentos, romper la unidad de que nace su fuerza, separar a los individuos por antagonismos insuperables, sustituyendo al bien colectivo el egoísmo, la violencia e intolerancia, destructoras de la armonía general?
¡Ay! cuántos dolores habréis sufrido con el espectáculo desgarrador de nuestras discordias. Dedicados principalmente al cultivo de la ciencia, encargados de formar corazones varoniles, hombres dignos para la gloria y porvenir de la patria, nuestro espíritu se contrista con las desgracias que presenciamos.
El origen y grandeza de las naciones se ha debido siempre al predominio de una idea o un principio que le sirvió de enseñanza. Unidas las familias por la raza y el idioma se identificaron después por las creencias: el sentimiento religioso fue en la antigüedad y hasta los tiempos modernos el poderoso talismán que agrupaba las sociedades humanas. La India, el Egipto, la Judea, forman grandes imperios sostenidos por la fe y autoridad de sus magnates y sacerdotes. Los griegos, divinizando las buenas y malas pasiones, cultivan las Ciencias y la Filosofía con un espíritu de libertad desconocido hasta entonces en los pueblos de Oriente. Su inteligencia, exenta de preocupaciones, establece el principio de unidad absoluta, el conocimiento de Dios como primera causa. Desde esta época las doctrinas filosóficas imperan y dan origen al cristianismo, iniciando el período de emancipación para el género humano; el reinado de la fraternidad y de la libertad.
Una triste experiencia ha venido a demostrar cuán ineficaces son en la época presente, para mantener la unidad de los pueblos, los lazos de la religión o el uso de la fuerza, principalmente cuando la ejercen gobiernos absolutos o despóticos: el principio de autoridad emanado de tan frágiles vínculos se rompe y es indispensable buscar otro que estreche las voluntades de los individuos de una nación. Porque, es necesario confesarlo: la unidad religiosa establecida en España por los Reyes Católicos, aunque sancionada por la victoria, no fue bastante fuerte para crear nuestra nacionalidad. La multitud de dialectos, de fueros y privilegios concedidos a los antiguos reinos, mantuvieron siempre distantes a los hijos de la Península Ibérica y el despotismo con sus violencias y el fanatismo con su ignorancia han opuesto obstáculos insuperables para estrechar los intereses de las diversas provincias.
Entre nosotros han predominado constantemente los ejemplos, modelos y predicaciones místicas y ascéticas, las enseñanzas absurdas de exagerados dogmatismos: y tantos siglos de tiranía en las conciencias, no han permitido penetrar en ellas la luz de la sabiduría y los sentimientos morales de tolerancia, prudencia e imparcialidad, generalizados en otras naciones.
Orgullosos por carácter, entusiastas por la imaginación, tenaces por temperamento, cuando los principios disolventes de algunos ilusos invadieron nuestro suelo, vimos brotar de él todas las ambiciones, todos los vicios e intemperancias, haciendo olvidar la proverbial hidalguía del carácter nacional, consignado en nuestra historia.
Sí: en nuestra historia, porque es digna de respeto la altiva raza vencedora de sus enemigos en una lucha de setecientos años; merece la admiración de las gentes el pueblo que levantara esos soberbios edificios en honor de la humanidad y del Ser Supremo: la nación generosa cuyo valor heroico y desinteresado prefiere la honra a la vida; la patria de Cervantes, de Calderón y de Lope de Vega, puede enorgullecerse del ingenio de sus hijos; la que triunfó en Lepanto, en Otumba y San Quintín bajo el glorioso estandarte de Castilla, debe vanagloriarse del heroísmo de sus soldados: las hazañas de Gonzalo de Córdoba, Hernán Cortés y del nunca vencido marqués de Santa Cruz, enaltecen la tierra clásica conquistadora de un nuevo mundo, modelo y enseñanza para toda Europa por su levantado patriotismo.
Pero ¡ah! cuán amargos recuerdos evocamos: la hidra de la discordia pretende romper la unidad de esta patria querida y la ligereza e imprevisión de unos pocos han trastornado el juicio, la sensatez y prudencia de la gran familia española: continuemos.
El progreso de la industria, las innovaciones prácticas, los adelantos científicos, son hijos de la experiencia, y observación de los fenómenos naturales: las ciencias políticas y legislativas tienen también su base en el estudio del carácter de los pueblos, de sus costumbres y grados de instrucción, medios indispensables para dictar leyes fecundas a los mismos. Por esta circunstancia a las Universidades pertenece aunar sus esfuerzos, para enseñar a la juventud, guiándola por el sendero de la verdad y difundiendo la ilustración en todas las clases sociales. Es indispensable levantar como nueva bandera de progreso la pública instrucción, y nosotros debemos contribuir eficazmente a realizar este pensamiento.
Las reformas hechas últimamente en los planes de enseñanza permiten la autonomía del catedrático al explicar según su criterio las teorías científicas: de aquí nace una gran perturbación en los alumnos alimentados con principios antitéticos y contradictorios a su inteligencia.
No pretendemos, sin embargo, exigir del profesor ajuste sus lecciones a determinados textos, a programas oficiales o universitarios: tampoco pedimos explique a sus discípulos una sola teoría o los sujete a métodos o sistemas preconcebidos; todo lo contrario: le concedemos libertad amplísima para desenvolver los principios fundamentales de la ciencia, encomendada a su ilustración: anhelamos un criterio imparcial y expositivo de los argumentos favorables o adversos a la doctrina que enseña para que iluminen la razón de sus oyentes y puedan formar exacto juicio de ella.
Bajo este concepto, la confusión que reina en las universidades se comprueba fácilmente leyendo los discursos inaugurales pronunciados en la solemne apertura de sus cursos académicos. En los unos veréis el más puro racionalismo aplicado al estudio de las ciencias teóricas y prácticas como ideal de las sociedades modernas, que necesitan de unidad y de organización: en los otros se nota la inteligencia indecisa por el temor o la intranquilidad de la conciencia, discurrir sin libertad por sumisión al principio autoritario, atormentada por convicciones políticas o religiosas, cuyo predominio juzga indispensable restablecer. Y estas dos escuelas, con distintos matices difíciles de armonizar, se oponen al descubrimiento de la verdad e impiden el progreso, medios indispensables para llevar el convencimiento al ánimo de la juventud.
Bien podríamos descender a mayores detalles de los que ligeramente apuntamos: los pueblos como el nuestro, educados superficialmente sin ideas ni pensamientos fijos que unifiquen su instrucción, han de dar como consecuencia inevitable el desorden y la anarquía en sus facultades intelectuales.
En España no se estudia para adquirir sólidos conocimientos; trabajamos por obtener un título reproductivo, pero no aprendemos bien lo que estudiamos. Se desconoce la Ciencia, ese producto sublime del equilibrio entre la experiencia y la razón, de la verdad en sus antagonismos con el error, de los fenómenos naturales en oposición a las doctrinas de lo sobrenatural y maravilloso y bajo la fascinadora impresión de lo fantástico nos decidimos sin meditar por un sistema, método o teoría improcedente a todas luces.
Empezamos a vivir bajo falsas impresiones: se entretienen los primeros ocios de nuestra vida con descripciones inexactas; nos concilian el sueño con cuadros aterradores que estimulan el cerebro, donde se graban profundamente; acallan nuestro llanto con cuentos de hadas; y cuando la inteligencia empieza su desarrollo y el deseo y curiosidad de conocer cuanto nos rodea, se la desvía de la contemplación de los objetos naturales, se le niegan las nociones rudimentarias de ellos para ofuscarla con imaginarios relatos, destructores de la naciente razón y opuestos a la verdad.
Con semejante método al empezar la vida intelectual un combate de ideas contrarias luchan en el adolescente para distinguir la realidad de la mentira, quedando por desgracia resabios de la última en el mayor número.
En las escuelas se entorpecen también aquellas tiernas y ya perturbadas inteligencias: los libros señalados para la instrucción primaria son frívolos o incomprensibles; y si la fábula entretiene al niño, ignora éste su verdadero sentido, sin saber apreciar las máximas morales con que terminan: muchos creen ser cierto que hablan los animales y se extasían ante el discurso del león, del lobo o cualquier otra fiera.
Con tales elementos empieza la segunda instrucción: al ingresar en los Institutos se obliga a los alumnos a aprender multitud de palabras indescifrables, que violentan su memoria con unas cuantas reglas olvidadas al salir de las aulas: las secciones en que se divide la enseñanza secundaria se contrarrestan mutuamente; las verdades racionales pugnan con las sutilezas de la dialéctica, y no todos son aptos para armonizar las dos tendencias opuestas.
Estas dificultades tienen su origen en la educación, pues al joven en su temprana edad no se le inculca la noción de lo verdadero, de lo justo y lo tangible: atribuye a lo sobrenatural la causa del rayo, de la lluvia, de la tempestad; las fases de la luna y el movimiento de los planetas: ignora las relaciones orgánicas de los seres, la vida de las plantas, los materiales constitutivos del globo, cuyas sencillísimas ideas le prepararían para alcanzar sólidos conocimientos, desvaneciendo sus preocupaciones infantiles.
He aquí la causa que me impulsó a expresar a V. S. I. la inestabilidad de la Ciencia en nuestra patria: los hombres dedicados a su cultivo carecen de lazos entre sí, no forman academias, congresos o asambleas, donde se discutan las teorías, se investiguen los fenómenos y practiquen experiencias para comprobarlos.
Las Universidades viven separadas unas de otras, se miran con extrañeza, cuando no con desvío, carecen de relaciones intelectuales; y de este aislamiento proviene el egoísmo, el abandono de los intereses predilectos de la nación: y las corporaciones más dignas, los depositarios del saber, no influyen oponiendo obstáculos a la ignorancia del pueblo.
La Ciencia verdadera está reemplazada por el charlatanismo, y los propagadores de falsos principios fomentan la ambición y las pasiones exageradas de la ciega muchedumbre. Por eso lucha en el Norte de España una intolerancia feroz, enemiga de todo progreso. Por eso predomina en el Mediodía un fanatismo intransigente tan absurdo como el de aquellas regiones: los unos imponen su sistema con la muerte o la proscripción, ahogan las conciencias, tratando a los hombres como parias o esclavos. Los otros, no menos inconscientes, abusan de la fuerza bruta, que una mal entendida libertad ha puesto en sus manos: agravan su miseria, engendrada por los vicios, con el incendio y el saqueo; destruyen la propiedad que los alimenta; aminoran la riqueza y esplendor de su patria sin poder explicar sus desvaríos, sino por la ineptitud o la demencia. Proclamando el dogma de la fraternidad humana, hieren a sus hermanos, para dominar sobre los restos ensangrentados de las ciudades más populosas: y este cuadro verídico, que como digresión tengo la honra de presentar a V. S. I., sólo podría evitarse con una instrucción verdadera, moral y uniforme que, partiendo de las escuelas primarias, se continuara en los Institutos y se perfeccionase en las Universidades, dando esperanzas de remedio al oscuro porvenir de nuestra patria.
Voy a permitirme comprobar lo expuesto con un ejemplo notable: la Alemania, sujeta en el primer imperio y humillada después, ocupaba un lugar secundario en los destinos de Europa: dividida en fragmentos no constituía una gran nacionalidad: el célebre naturalista Oken, proscripto de su país, concibió el proyecto de emanciparla por medio de la Ciencia, reuniendo en Leipsick en 1822 el primer Congreso científico de Europa: su objeto fue unificar con aquel pensamiento los diversos Estados y fundar la patria alemana.
Los germanos eran tributarios y seguían como modelo las prescripciones científicas de la ilustración francesa desde sus sencillos elementos doctrinales hasta las teorías más elevadas.
La Francia, después de sus victorias y de la revolución, era la fuerza impulsiva que guiaba a las naciones por el sendero de las reformas y todas giraban al rededor de aquel astro: los congresos alemanes y el espíritu de sus Universidades se emanciparon de aquella tutela, reuniendo a los hombres eminentes, a los sabios y filósofos para fundar la ciencia patria.
Entre los grandes adelantos alcanzados por el genio de sus hijos, una doctrina nueva, la teoría evolucionista, ha venido a cambiar el sistema antiguo de estudio, permitiendo a sus profesores propagar verdades desconocidas antes por la escuela francesa.
Los sabios alemanes, observando los seres y los fenómenos del universo en sus orígenes e historias, descubren los cambios experimentados en los cuerpos por el transcurso del tiempo, su transformismo y el principio de la mutabilidad de las especies: las ciencias naturales, la Física, Química y Astronomía alcanzan su rápido incremento, refutando victoriosamente las teorías inconciliables de los partidarios de la estabilidad universal.
Pocas palabras bastan para explicar ese gran triunfo de las ciencias modernas, que han dado a conocer la ineludible armonía entre los fenómenos y sus leyes.
La hipótesis de la creación, explicada en la antigüedad por el filósofo Empédocles, autor de la doctrina de los cuatro elementos, falsamente atribuida a Aristóteles, afirmaba que el mundo era eterno e increable. «Nadie, decía, pudo formarlo; ha existido siempre: en pugna sus dos principios elementales, el amor y el odio, triunfó el primero, dando origen al universo.»
Son de admirar, señores, las verdades profundas que entrañan esas primeras ideas instintivas de los sabios de la Grecia. Sabemos, después de los grandes adelantos de las ciencias físico-químicas, que los períodos de desorden anteriores a la creación, según expresa la Biblia y otras Cosmogonías, eran una consecuencia de la confusa interpolación de los elementos de la materia antes de constituir los mundos, y que en virtud de las acciones y reacciones químicas, del contacto de los cuerpos electronegativo y positivo, o del amor y el odio, según gráficamente expone Empédocles, fueron la causa determinante de la formación de los astros: después de creada la tierra, los seres orgánicos se desenvuelven poco a poco, procediendo del más sencillo e imperfecto al más complicado o perfecto; y he aquí la doctrina evolucionista, iniciada por la vez primera cuatrocientos cincuenta años antes de la era cristiana.
Llama poderosamente nuestra atención el distinto criterio de comprender y juzgar los descubrimientos por las razas europeas. Los pueblos del Norte discuten las cuestiones de ciencia, filosofía o moral con espontánea libertad, a imitación de los helenos; están dispuestos a seguir rigorosamente las consecuencias extremas de sus principios, al paso que las naciones latinas titubean, dudan o no se atreven a profundizar lo que ocurre a su razón con la misma claridad que a la de los otros pueblos. No debe atribuirse semejante diferencia a las instituciones políticas o a leyes más o menos restrictivas, sino que está calcada en el carácter nacional y es hija de las costumbres de aquella raza. Por eso la Francia en su movimiento intelectual y filosófico pareció iba a orillar todos los obstáculos, y, sin embargo, sus reformas, llevadas al extremo en el principio, acabaron por ser superficiales, sin penetrar ni modificar el genio de sus hijos.
El comunismo y el materialismo ateo no han nacido en Alemania, ni en éste país se hace alarde de lo que el espíritu francés ha llevado a la exageración.
Nosotros, que seguirnos desgraciadamente la civilización francesa, no llegaremos nunca a conquistar la verdad, a no separarnos de aquél veleidoso modelo.
Los germanos difunden y procuran vulgarizar, sin sutiles reservas, sus convicciones íntimas, para que los resultados inmediatos alcancen a todos los entendimientos en sus consecuencias prácticas, única manera de modificar las instituciones sociales y políticas de los pueblos.
Partiendo de la creación infinita del universo y concretándonos a nuestro globo, el célebre Cuvier explicaba por catástrofes y revoluciones intermitentes la desaparición de los seres orgánicos, cuyos restos, petrificados o fósiles, se encuentran en los diferentes estratos del suelo y son productos de nuevas creaciones según sus formas y condiciones varias. La Paleontología demostraba en opinión del sabio naturalista los diversos cataclismos o convulsiones reproducidos cuarenta o cincuenta veces en la historia de la tierra: y precisamente todo lo contrario se deduce de la observación detenida de aquellos seres; pues no hay pruebas ni ejemplos que demuestren la destrucción total de ellos en un período geológico: existen tipos permanentes, géneros y especies constantes, llegadas hasta la época actual, sin sufrir modificaciones: además la unidad del plan fundamental de los organismos y su estructura íntima desmienten por completo aquella suposición, habiendo lazos que unen siempre las formas, derivándose claramente unas de otras.
La hipótesis de las creaciones sucesivas no puede sostenerse: está en pugna con los hechos y las leyes de analogía general de la naturaleza. Aquella otra que admite la aparición espontánea de las especies y de los seres superiores en todas las épocas y por el simple concurso de las fuerzas naturales, no merece discutirse.
La doctrina incontrovertible, demostrada prácticamente en todos sus conceptos, establece el desenvolvimiento gradual y constante del mundo orgánico bajo la influencia de causas naturales.
Necesitaríamos mayor espacio del que podemos disponer para presentar las pruebas que han resuelto esta cuestión.
Un célebre naturalista, Darwin, ha venido a defender con el entusiasmo de la verdad y de la ciencia la teoría del trasformismo lento y continuo de los seres: su obra sobre El origen de las especies no ha encontrado impugnadores serios entre los partidarios de la inmutabilidad, y todas las objeciones fueron victoriosamente rebatidas por el sabio escritor inglés.
Tal es, Ilmo. Sr., la serie de conquistas intelectuales comenzadas hace medio siglo por los Congresos alemanes: y no se limitan sólo al importantísimo ramo de las Ciencias naturales, sino que alcanzan además a los otros conocimientos. Sus aplicaciones han influido poderosamente en los destinos de aquel pueblo, colocándolo en el primer rango de los de Europa. Hasta el arte de la guerra, cuyo incremento y perfección en estos últimos años nos admiran, se debe a la aplicación práctica de aquellos estudios, de los cuales son hoy una de las más importantes dependencias.
Así el cultivo de la Ciencia engrandece al hombre y puede cambiar por completo la faz de las naciones, no sólo por el aumento de su riqueza material, sino porque la inteligencia, elevándose con el descubrimiento de los hechos a la contemplación del mundo invisible, llega a penetrar la verdad, envuelta para nuestros antepasados en profundos misterios.
En España debiéramos seguir el camino trazado por aquellas asambleas, reunir las inteligencias dispersas de nuestra patria en un centro común, y bajo el influjo de las Universidades unificar la Ciencia, divulgar los conocimientos en sus aplicaciones prácticas, acabando con la ignorancia y la rutina, causas principales de nuestro atraso.
El plan de instrucción pública actual no basta para este objeto: la libertad de enseñanza necesita mejorar algunas de sus condiciones fundamentales; es indispensable reformarla, para que no produzca la anarquía y aliente la desaplicación: las asignaturas no se dan con la extensión debida, no sirven de estímulo, ni se piden pruebas bastantes de aprovechamiento a los alumnos e idoneidad a los profesores libres. Abandonada a las manos inexpertas de los Municipios y Diputaciones provinciales, a las pasiones del espíritu de partido, sin un exquisito celo por aquellas autoridades, los resultados son altamente fatales para el porvenir científico de España.
Los profesores libres no han comprendido bien su delicado encargo; deben ser los centinelas avanzados del progreso científico, el espejo y estímulo de los oficiales, los modelos de constancia, interés y entusiasmo por la enseñanza, plantel del porvenir de la instrucción pública. Inexorables en el cumplimiento de la difícil tarea que emprenden, su objeto principal será presentar jóvenes distinguidos por su saber, que rivalicen con los alumnos de las Universidades e Institutos, obteniendo un triunfo seguro en los exámenes generales: su nobilísimo fin probar con imparcialidad y justicia el aprovechamiento de sus discípulos, excluyendo a los ignorantes o desaplicados de las listas de examinandos.
Alcanzar un título profesional sin conocimientos suficientes era un antiguo y no interrumpido abuso de los estudiantes españoles; conseguir grados académicos de licenciados o doctores por la benignidad de los jueces, es más fácil de obtener actualmente con la confusión de las dos enseñanzas que, con el exclusivismo exagerado de anteriores reglamentos: entonces, al menos, se aquilataba la paciencia del alumno, exigiéndole asistiera durante muchos años a las lecciones del profesor: acontecía algunas veces un cambio favorable en la aplicación del discípulo, producido por la madurez de su inteligencia: hoy ni aún esta esperanza queda: jóvenes imberbes alcanzan en cuatro años lo que difícilmente hubieran obtenido en doce con mayor desarrollo intelectual. No negamos, sin embargo, la conveniencia de multiplicar los centros de instrucción; pero creemos indispensable garantir la independencia y dignidad profesional.
Establecer escuelas o colegios como objeto de lucro, para enriquecer a sus directores o a empresas particulares, lo consideramos un mal gravísimo para el país:
Los profesores oficiales deben ser excluidos de las escuelas libres: no basta prohibirles actúen como jueces en las mismas asignaturas que explican: las relaciones de compañerismo los inhabilitan por la reciprocidad de intereses con los que se hallan en iguales circunstancias.
Sensible es en verdad descender en este momento solemne a tan minuciosos detalles; pero V. S. Ilma. reconocerá la imparcialidad del sentimiento que los dicta y los incalculables beneficios que pueden obtenerse, si son escuchados por el Gobierno.
Las ciencias positivas exigen medios prácticos para ser útiles a los que las estudian: después de treinta años de incesantes desvelos permanecen estacionados muchos gabinetes, museos y bibliotecas. En vano los profesores y jefes de las escuelas rivalizan en celo para completarlos: los exiguos recursos dedicados a aquel objeto fueron insuficientes, y las exigencias crecen a medida de los mayores adelantos científicos. Al Gobierno de la República corresponde obtener aquellas mejoras, cuando las necesidades apremiantes del Estado le permitan aumentar en cuanto sea posible el presupuesto del material.
Las Universidades alemanas poseen rentas fijas para proveer a sus atenciones: el Estado y las Corporaciones populares cubren generosamente el déficit de sus presupuestos ordinario y extraordinario. Las ciudades de Alemania se disputan la adquisición de las eminencias profesionales, con lo que proporcionan incremento seguro a la Ciencia y mayor concurrencia a las clases.
Compárese este sistema con el seguido entre nosotros: los catedráticos tienen dotaciones insuficientes para la vida material, y se ven obligados a dedicarse a la práctica de sus respectivas profesiones, descuidando el seguir los adelantos de la Ciencia. El Gobierno presentó un proyecto de reforma, contra el que se ha levantado una oposición tenaz, sin razones sólidas que la justifiquen. A primera vista parece injusto que las Facultades no se planteen sino en Madrid; pero la verdad es que no hay personal científico para cubrir las nuevas asignaturas en las otras provincias; en los Institutos la reforma es completa.
La ley de 1845, siendo más general, tuvo, sin embargo, muchos impugnadores: su autor se vio obligado a aceptar elementos allegadizos que ignoraban, casi en su totalidad, las nuevas enseñanzas, porque un fanatismo suspicaz las tenía proscriptas. Carecían las Universidades de los estudios de Historia natural, Física, Química, Matemáticas y Geografía: se hubiera perseguido al naturalista que se atreviera a explicar las más ligeras nociones de Geología: cuando esas cátedras fueron traídas a las Escuelas, produjeron más asombro entre los profesores que las de Etnografía, Uranografía, Antropología, Paleontología y Geognosia, recientemente indicadas han producido hoy en las Universidades e Institutos. Un ilustrado Ministro, célebre por otras reformas no menos útiles a la Nación, se atrevió a publicar la ley de 1845: en vano lidiaron por destruirla en las Universidades. D. Antonio Gil de Zárate, literato distinguido, intervino enérgicamente, cooperando a la realización del proyecto: graves dificultades hubo de vencer al principio; pero los resultados han sido muy ventajosos para los adelantos de la juventud.
Si el Gobierno con igual energía, y ejerciendo la misma influencia que en aquel tiempo, puede acometer una reforma útil, medítela seria y profundamente: estudie un sistema completo que relacione la segunda enseñanza con la superior, un método seguro para hacer los exámenes con estricta justicia, y hará más por el adelanto de los pueblos que con cualquier medida política impuesta por los partidos.
No olvide que Sevilla, metrópoli de Andalucía, está llamada a ser una de las ciudades más importantes de Europa: la riqueza de su suelo en productos minerales y orgánicos supera a lo que existe en otras provincias; multitud de minas, explotadas hoy, de cobres, plomos, hierros, manganesos y carbones fósiles, debieran convertirla en una población industrial de primera clase, como Glasgow o Birmingham; la suavidad de este clima permite además obtener de sus feracísimos campos abundantes cosechas de vinos, aceites, semillas, cereales, materias tintóreas y otros productos: si el tabaco pudiera entregarse al libre cultivo, al interés particular de nuestros labradores, las vegas del Guadalquivir ofrecerían recolecciones tan abundantes y exquisitas de esta planta como en nuestras Antillas. Los ganados, multiplicándose en las cañadas y praderas de la provincia, ofrecerían alimento más fácil y económico a las poblaciones rurales, donde escasea este indispensable sustento. Sería fácil la introducción de especies exóticas, aclimatándolas en nuestro suelo.
Pero todo ello exige el estudio de las ciencias relacionadas con esta clase de industrias; pide imperiosamente conocimientos fundamentales, la enseñanza práctica en gabinetes, museos y jardines de aclimatación, en excursiones científicas, en hábitos de trabajos inteligentes, que destierren la indolencia, la rutina y desaplicación que desgraciadamente nos dominan.
He procurado exponer, dignísimos Doctores, sencilla y someramente mis ideas generales sobre la instrucción pública y los medios de mejorarla en lo sucesivo: si V. SS. las aceptan, podrán contribuir con su prestigio y superior ilustración a realizarlas.
En medio de la crisis laboriosa social y política que atraviesa nuestro país, hemos continuado cumpliendo dignamente el encargo que se nos ha confiado: extraños, pero no indiferentes, a las desdichas de la patria, vuestro celo y prudencia preservarán a la juventud de la anarquía, conduciéndola por el sendero seguro del orden y de la ciencia. Al inculcar estos sentimientos en vuestros discípulos les habéis enseñado también las ideas de tolerancia, justicia y amor al estudio, sin las cuales no pueden vivir prósperas las naciones. Vuestras doctrinas se han dirigido siempre a formar buenos ciudadanos, profesores dignos, pundonorosos; hombres, en fin, que contribuyan con su saber a regenerar los pueblos.
Debemos consignar en honor de esta Escuela, y a pesar de aviesas y encontradas pasiones, que no hemos hallado en los alumnos el más leve obstáculo para llenar con exactitud sus deberes: halagados por la libertad de enseñanza, les era potestativa la concurrencia a las aulas; pero renunciaron a aquel derecho en el pasado curso, para asistir con puntualidad a vuestras luminosas lecciones, dando así una muestra de aplicación.
Este raro ejemplo de cordura en los presentes tiempos es debido a vosotros: acallando toda idea política, cumpliendo sin murmurar las leyes, habéis enaltecido el principio de autoridad, sin cuya obediencia es imposible el gobernar a los hombres: vuestra abnegación sirvió de modelo a los alumnos, y confundidos en un mutuo fin, la Ciencia, os habéis hecho merecedores del respeto de las gentes honradas, del amor de la juventud y de la consideración universal.
No quiero terminar, Ilmo. Sr., sin dirigir al Gobierno de la República y a su esclarecido Presidente la más afectuosa y sincera adhesión a las enérgicas medidas que ha adoptado para salvar el orden y la libertad de los embates de la anarquía y del ciego absolutismo. Creo en ello ser intérprete fiel de los elevados sentimientos del Claustro que, como yo, verá en estas acertadas determinaciones la garantía más segura de la tranquilidad pública, base esencialísima del progreso científico en nuestra nación. He dicho.
[ Versión íntegra del texto impreso sobre un opúsculo de papel de 26 páginas más cubiertas, publicado en Sevilla en 1873. ]