Emilio Castelar
Discurso sobre la abolición de la esclavitud, reclamando el concurso de las oposiciones para la votación de la ley
Asamblea nacional ❦ Sesión del día 21 de marzo de 1873
El Sr. Ministro de Estado (Castelar): Señores Representantes, mi buen amigo el Sr. Bona, llevado de su amistad, me ha comprometido a hablar, en tal manera que yo hubiera renunciado a la palabra, porque, lo digo sin modestia, no creo merecer esos elogios; y en verdad que desde el punto y hora en que llegué a este banco (iba a decir por mi desgracia), renuncié completamente a emplear todas las antiguas armas de la oratoria; y renuncié, porque yo creo firmemente que éste no es el banco de la palabra; éste es el banco de la acción. Cuando yo estaba allí, en aquellos bancos (señalando a los últimos de la izquierda), desde aquella eminencia podía descubrir el ideal que tanto se presta a la oratoria, y aquí abajo sólo descubro las tristezas de la realidad, que se prestan bien poco, señores, a los afeites del arte. Por consecuencia, yo no pienso pronunciar un discurso; aunque me lo propusiera, no podría, y aunque pudiera, no quiero pronunciar un discurso; voy meramente a hacer algunas reflexiones en este debate, relativas a su aspecto quizá más importante, relativas a su aspecto exterior, como Ministro de Estado que soy, y encargado, por consecuencia, de las relaciones de la nación española con todos los pueblos y Gobiernos. En cuanto a mí personalmente, todo el mundo sabe, y la Cámara sabe especialmente, cuáles son mis ideas en esta materia, y mis ideas, señores, han sido siempre para mí compromisos de honor y de conciencia.
Yo creo que el hombre público no puede tener dignidad y no puede tener lo que se llama moralidad política si no sigue este camino, este procedimiento, que voy a participaros.
Se empieza siempre en la vida política de los pueblos libres por las reuniones y por la prensa. Pues bien; allí comienza uno a decir sus ideas, y debe estar allí bastante tiempo para definirlas y para divulgarlas. Y luego, de las reuniones y de la prensa se pasa a la tribuna, y en la tribuna se debe repetir exactamente lo mismo, lo mismo que se ha dicho en las reuniones políticas y en la prensa. Y luego, desde la tribuna se viene al Gobierno, y en el Gobierno se debe hacer, contando siempre con las dificultades de la realidad, se debe hacer aquello, todo aquello que se acerque a lo que se ha sostenido en las cimas de la tribuna. Y de esta manera, el hombre público cumple completamente con sus deberes; y si al cumplir con estos deberes, o se equivoca o es vencido, deben justificarle ante su conciencia, y ante la historia al menos, las buenas intenciones.
¿Quién que esté aquí presente no sabe los compromisos que el Ministro de Estado, los compromisos que el Gobierno entero de la República tiene en la cuestión de la esclavitud? El otro día citaba los suyos con gran mesura de palabras, con gran modestia de carácter, en un discurso sólidamente pensado y admirablemente dicho, el Sr. García Ruiz, republicano de antiguo. Yo no citaré mis compromisos uno por uno; pero sí quiero recordar varios, para que vea la Cámara que yo no puedo desmentir jamás, que no desmentiré jamás mis antecedentes.
Yo, señores, era casi un niño; tenía 21 años cuando comencé la vida pública, y en el primer discurso que pronunciara hablé ya de la abolición de la esclavitud el año 1854.
Yo después pasé de la prensa a una cátedra del Ateneo, y en esta cátedra estudié los cinco primeros siglos del cristianismo; había tres problemas allí: el problema de la decadencia del mundo antiguo, el problema del advenimiento del cristianismo, problema histórico que yo ya conozco, que éste es una grande y respetabilísima creencia religiosa, y al mismo tiempo el problema histórico de la venida de los bárbaros. Pues bien, señores; durante cinco años, en aquellas conferencias, todo, absolutamente todo, lo explicaba yo por la cuestión de la esclavitud. Yo decía: el mundo antiguo cayó, porque el mundo antiguo no tenía la virtud del trabajo, y porque el mundo antiguo se entregaba a la ignominia de la servidumbre. Yo decía: la religión cristiana, esta religión que tanto consuela al alma; esta religión, prescindiendo de lo que tiene de dogmática y de lo que liga al hombre con Dios y a los hombres entre sí; esta religión es, después de todo, la religión del esclavo.
El pueblo judío que la preparó, preparola por grandes Apocalipsis, que son el poema del esclavo; poema escrito a la orilla de extranjero río, bajo los sauces de Babilonia, por las manos opresas por la argolla de la servidumbre. Cristo es un descendiente de los reyes caídos, de los reyes esclavos; es un vencido de Roma, y si su cuna es la cuna del trabajo, su patíbulo es el patíbulo de los esclavos, es el mismo patíbulo por donde había corrido la sangre de Espartaco y de sus 30.000 compañeros; de suerte que si el cristianismo es la religión espiritualista que relaciona al hombre con Dios bajo el aspecto dogmático, bajo el aspecto social el cristianismo es la religión del esclavo. Y luego, cuando yo veía venir en mi mente aquellas grandes irrupciones de los pueblos bárbaros entrando en la Babilonia de Occidente, caída bajo los rayos fulminantes de la elocuencia del apóstol de Patmos, caída ante la conciencia humana; cuando yo veía entrar a los bárbaros y aventar las cenizas de la ciudad pagana, e interrumpir sus festines, decía: son indudablemente como los ángeles exterminadores; son los esclavos, los descendientes de aquellos infelices, cazados, presos, conducidos al circo, los hijos de los gladiadores, que vienen a demostrar con esta terrible venganza que brilla eternamente la justicia de Dios en todas las páginas de la historia. (Bien, muy bien.)
Después, Sres. Diputados, en cuantas ocasiones de mi vida literaria y científica, dentro y fuera de la Universidad, he pretendido yo estudiar los problemas políticos y sociales, los he relacionado con la cuestión de la esclavitud, y he dicho, no por la clase media española, pero por la generalidad de las clases medias europeas, he dicho que todas tienen un interés de casta, si este interés pudiera existir en la civilización moderna; que tienen un interés de casta en resolver la cuestión de la esclavitud, y resolverla pronto, porque las clases medias que hoy legislan, que hoy gobiernan, que hoy tienen la dirección de esta sociedad, lo mismo bajo las monarquías antiguas que bajo los Gobiernos parlamentarios; las clases medias son descendientes de los ilotas, de los parias, de los esclavos, de los siervos; y si buscamos los huesos de nuestros padres, los hallaremos en las tumbas, taladrados con el clavo vil de la servidumbre; que ha sido todo el problema y el trabajo de la civilización moderna convertir al antiguo siervo en hombre libre y en ciudadano independiente. (Bien, bien.)
Pues bien; de allí (señalando los bancos de enfrente), de aquellos sitios yo pasé aquí, yo pasé a este sitio, y con la prudencia, con la mesura, con la calma que me caracteriza, sin alardes y sin amenazas, yo defendí, defendí siempre, defendí en todas partes, defendí en todas las situaciones la abolición inmediata de la esclavitud en las Antillas españolas. Nadie puede olvidar que aquí se presentó el proyecto del Sr. Moret, y nadie puede olvidar tampoco que yo me opuse a aquel proyecto por creerle completamente improcedente, y sobre todo porque con él no se resolvía como debía resolverse este problema. Y todo el mundo recuerda también que yo desde aquel sitio, en la noche en que se votó casi por aclamación de la Cámara la felicitación al Ministerio del Sr. Ruiz Zorrilla, que presentaba esta ley, todo el mundo recuerda también que yo desde aquel sitio sostuve el proyecto que ahora se está discutiendo, y dije que este proyecto era una evidente necesidad de la situación, que estaba pedido y reclamado con reclamaciones que no podían menos de atenderse, por el movimiento de la opinión y por el espíritu de Europa.
Si yo tengo contraídos estos compromisos y los he contraído con mi conciencia, ¿qué diríais de mí, qué diríais de este Gobierno, que diríais de la República si yo me levantara ahora a contradecir esta ley, a oponerme a esta ley? No: yo tengo que defenderla; la defenderé con todas mis fuerzas; yo pido, yo reclamo de la Cámara que la apruebe; yo apelo al patriotismo de los Diputados conservadores y les digo: no retraséis lo que no puede retrasarse, porque acaso atraigáis grandes calamidades sobre España y sobre sus Antillas. ¡Ah, Sres. Diputados! Yo he creído siempre, y lo que cree mi conciencia lo dice en voz alta mi palabra; yo he creído siempre que aquí no puede fundarse la democracia, ni menos la República, si no hay una inteligencia leal, sincera, completa a lo menos entre los partidos liberales. Yo tengo que decirlo y que repetirlo: no es posible la democracia, no es posible la República si no hay una inteligencia leal y completa a lo menos entre los partidos liberales. Pues bien, Sres. Diputados; yo os digo: ¿Cuál fue la prenda verdadera de unión en los últimos días de la antigua monarquía entre el partido progresista-democrático y el partido republicano? ¿Cuál fue? Fue la ley de la abolición de la esclavitud. En aquel pensamiento, en aquella ley, en aquel proyecto, nos confundimos todos en un solo sentimiento, en una sola idea, en una sola aclamación. ¿Éramos nosotros entonces Gobierno? No lo éramos; y el que nosotros no fuéramos Gobierno, ¿impidió para que nosotros apoyáramos la ley? No lo impidió en nada.
Nosotros lo apoyamos lealmente, y yo lo apoyaba todavía con más lealtad, porque yo tengo que decir que ocupaba dentro de mi partido una posición especialísima y excepcional. Yo, Sres. Diputados, desde el día primero en que el partido radical subió al poder, me propuse no oponerle obstáculo de ninguna clase y darle todo el apoyo que era compatible con mis convicciones políticas y la dignidad de mi carácter y mi conciencia. Y yo pregunto a los radicales de entonces que todavía están aquí presentes; yo pregunto: ¿cuándo, en qué tiempo, en toda la larga crisis que sostuvo el partido radical, porque una crisis política, y no otra cosa, fue su Gobierno, como otra crisis es este Gobierno, cuándo, en qué tiempo yo opuse aquí ningún obstáculo?
Si no podía votar muchas veces con él, porque no podía, votaba en contra, pero me callaba siempre; y cuantas veces podía sostenerle con mi palabra y con mi voto, con mi voto y con mi palabra le sostenía. ¿Y sabéis el riesgo que yo corría entonces, Sres. Representantes? Pues corría un riesgo muy grave, porque yo estaba resuelto con todas mis fuerzas a impedir que mi partido se lanzara al terreno de las armas; corría el riesgo de que hubiera resultado cierto, de que hubiera resultado evidente lo que yo creía que no lo era; que hubiera resultado cierto, que hubiera resultado evidente que la monarquía era compatible con la libertad y compatible con la democracia. Pero yo, Sres. Representantes, prefería la derrota práctica de mis principios a las graves crisis, a las grandes perturbaciones que podía pasar España en una nueva sublevación y en un nuevo período de los más tristes que hay en la historia; en un período de desastrosas revoluciones. Señores Representantes, si yo hice esto, si yo lo hice con perfecta conciencia, si yo lo recuerdo ahora que pudiera ser impopular, y lo recuerdo desde este sitio, si yo no opuse obstáculos ningunos a que fuera compatible la libertad con la Monarquía, os ruego una cosa en nombre de la Patria; que vosotros no opongáis obstáculos tampoco a que sea compatible la autoridad con la República. (Aplausos.)
Señores Representantes, yo quiero darle todavía al antiguo partido progresista-democrático, yo quiero darle todavía un testimonio de la sinceridad de mi conducta. Yo quiero decirle una cosa: que lo más grave que aquí se ha dicho, lo más grave que aquí se ha expuesto es lo relativo a la cuestión de la esclavitud bajo el aspecto de las relaciones exteriores.
¡Ah, señores! ¡Cuántas, no aquí, no en este sitio, pero fuera de aquí, fuera de este sitio, cuántas y cuán grandes calumnias, qué manera de denigrar a hombres que después de todo se movían por móviles patrióticos, y que después de todo creían prestar y prestaban un gran servicio, un servicio real a la causa de la humanidad y de la Patria! ¡Apenas, señores, apenas se puede materialmente atravesar la nube de infames calumnias que sobre estos hombres se ha arrojado como queriendo asfixiarlos con ellas, y como si fueran estas calumnias producidas por los miasmas pútridos que exhala todavía la llaga cancerosa de la esclavitud puesta en el corazón y en la frente de nuestra amada Patria. (Aplausos.)
Pues bien; yo tengo que decirlo aquí, yo debo decirlo aquí: no ha habido en la cuestión de esclavitud ninguna, absolutamente ninguna presión exterior. Yo debo decirlo, yo tengo que decirlo: yo he examinado sin tener responsabilidad ninguna, pudiendo por consecuencia ser dueño completo de mi criterio, yo he examinado en estos días todos los archivos del Ministerio de Estado, todos los documentos que hay en el Ministerio de Estado desde hace muchos años relativos a este asunto, y tengo que decir que el último Ministerio defendió con una gran dignidad la honra, la autonomía, la independencia de la Patria.
Pues qué, ¿por ventura no debemos decir la verdad, toda la verdad? ¿Por ventura la cuestión de la esclavitud es una cuestión nacional, puramente nacional, en que la Nación sea dueña absoluta de su soberanía y de sus destinos? ¿Lo creéis así? ¡Ah! Os engañáis. ¿Por qué no hemos de decir la verdad? La cuestión de la esclavitud es una cuestión internacional, no puede menos de ser una cuestión internacional.
Prescindamos de una idea que ya he apuntado muchas veces y que sostengo ahora: de la idea de que es imposible que existan ciertas instituciones y ciertos cambios en el espíritu de los pueblos, sin que estos cambios en el espíritu de los pueblos se universalicen por toda la tierra.
Pues qué, cuando no había telégrafos, ni caminos de hierro, ni los pueblos se conocían unos a otros, ¿no coinciden con eso que se llama sincronismo histórico, no coinciden todos los grandes movimientos y todas las grandes trasformaciones sociales? Es más: hay un historiador que sostiene, con gran copia de datos, que coinciden los movimientos europeos con los movimientos asiáticos y con los movimientos americanos, aún antes de que se conociera la América, por indicios de la historia y de los monumentos, como si el espíritu humano habitara en todo el planeta. Pues qué, ¿no se conmueve a un mismo tiempo toda la Europa feudal, y a un mismo tiempo aparecen en el siglo duodécimo, poco más o menos, las comunidades con los gremios?
¿No cae este feudalismo al mismo tiempo en toda Europa? Luis XI, Fernando V, Maximiliano de Austria, ¿no son a la verdad un mismo espíritu, aunque sean distintas y diferentes personificaciones de este espíritu? ¿Quién descubre a un tiempo la brújula, la imprenta, el telescopio, todos los medios de dominar la tierra? Cuando en seguida se descubre América para completar este poema del trabajo, ¿no aparecen los reformadores? ¿No se fundan las Monarquías absolutas? Enrique VIII, Felipe I, Carlos V, Felipe II, ¿no son la misma personificación? ¿No viene el movimiento liberal de Europa, el levantarse de las clases medias, el caer de los Reyes, el abolirse la orden de los jesuitas, el establecerse el espíritu de la enciclopedia en todas partes con Pombal, con Choisseul, con el Conde de Aranda, con Leopoldo de Toscana? ¿Qué quiere decir esto? Que las cuestiones todas difícilmente son nacionales; que hay en todos los grandes problemas humanos un lado internacional. Yo recuerdo que aquí mismo, desde este sitio, cuando yo hablaba del influjo que había de tener la revolución de Setiembre en todos los problemas europeos, se decía: «ese Castelar es poeta siempre; siempre fuera de la realidad. ¡Pues no decía que nuestro modesto puente de Alcolea, que esta nuestra revolución, que como todas las nuestras se reduce a un cambio de destinos; que todo esto va a influir en Europa y va a trasformar el mundo!» Y sin embargo, señores, mirad lo que ha sucedido; mirad a aquella revolución española; el poder temporal de los Papas ha caído; el Jefe de la Francia con el antiguo Imperio ha caído también; la República está en la Nación vecina y está en España; la unidad está en Alemania, y Europa entera se ha trasformado al cañonazo que sonó en el puente de Alcolea. (Aplausos.)
¿Y por qué, señores, por qué? Por este sincronismo histórico, por este gran sincronismo histórico, que prueba una cosa que, si yo fuera capaz de entrar en esa discusión en que con tanto gusto entra mi amigo el señor Pidal, diría que es la derrota de los materialistas y la victoria de nosotros los espiritualistas, porque prueba la unidad, la identidad, y hasta cierto punto la divinidad bajo el cielo del espíritu humano.
Pues bien; la cuestión de la esclavitud era una de estas cuestiones; la cuestión de la esclavitud era lo que no podía menos de ser, una cuestión internacional. ¿Por qué? Porque el principio verdaderamente evangélico, aunque algo comentado y ampliado por la ciencia filosófica, el espíritu que separa el siglo xviii del siglo xix, es la libertad y la igualdad de derechos. Así sucedió un día que la Convención francesa divulgó ese gran principio, el cual estaba ya proclamado en anteriores Constituciones; y un pobre negro que había subido desde el hondo abismo de su servidumbre y de su ignominia hasta la cima de la Convención, se levantó y dijo: «Habéis declarado la unidad de derechos humanos, la igualdad de derechos humanos, la libertad del espíritu humano; yo tengo espíritu, yo tengo ideas, yo tengo palabra como vosotros; yo siento algo aquí, en mi frente; yo soy una conciencia y una razón, y no soy libre; luego son mentira todos vuestros principios.» Y entonces, en una sola sesión, movida aquella gran Asamblea, que algunas veces caía en el cieno de todos los crímenes, pero que otras veces se levantaba hasta las alturas del ideal; aquella Convención dijo: «No nos deshonremos discutiendo esto»; y abolieron la esclavitud.
Yo he dicho muchas veces y repito ahora la escena que se siguió a esto: se abrieron las puertas como si invisible mano las moviera; entraron los negros, abrazaron a los convencionales, se arrojaron a sus pies, lloraron; y yo he dicho que aquellas lágrimas borraron para siempre las manchas de sangre que tenía en sus manos la Convención francesa. (Aplausos.)
Pues bien; desde este momento, desde este gran momento, no había remedio: la abolición de la esclavitud tenía que correr como un reguero de pólvora por toda la tierra. El hombre a quien tanto ha adulado la servil complacencia con el poderoso, que ha llegado a llamarle genio sobrenatural, cuando no hay nada sobrenatural para salvar a los ciudadanos más que el ejercicio de sus derechos por sí mismos; ese genio sobrenatural que ha dado en llamarse el primer coloso de la fortuna y de la guerra, quiso destruir la obra de la Convención; restauró la esclavitud en Santo Domingo, y entonces vinieron, a resultas de esta gran apostasía del gran apóstata, del Juliano apóstata de la revolución, entonces vinieron aquellos escándalos, aquellas desgracias y aquellos crímenes, que crímenes fueron, pero no menores que los que han cometido todos los pueblos desde España hasta Rusia, por su libertad y por su independencia. (Bien, bien.)
¡Ah, señores, caso raro y extraño! ¿Cuál había sido la Nación que más se había opuesto a la revolución francesa? La Inglaterra, que es la Nación menos democrática de Europa, que es la Nación más liberal, porque democracia y libertad no van siendo sinónimas. Pues bien; la Nación inglesa, que teme vengan a gobernar en ella las clases inferiores, y que opone a éstas grandes diques, ¡oh! no hace, no, lo que ciertos conservadores, a quienes yo no quiero reconvenir; no, no hace lo que ciertos conservadores; no se opone ciegamente a toda reforma. Cuando una idea está viva; cuando ha pasado por los comicios y por el pueblo; cuando ha llegado a la cima de una Cámara; cuando tiene esa idea los elementos que aquí tiene la idea abolicionista, no se opone a ella, la admite y la dulcifica; y por eso vosotros, conservadores impenitentes, no impediréis nunca que la revolución se cierna sobre la raza latina.
Sí; las revoluciones se ahogan saliendo al frente de las reformas, acogiendo las reformas, planteando las reformas, dulcificando las reformas en la práctica y haciéndolas compatibles con la realidad. Pero ¡ah! cuando se resiste ciegamente, cuando no se quiere admitir ningún principio, cuando se falsean todos y se exige que se realicen todos en un día, y se pide esto muchas veces desde las cimas de las barricadas o de una Convención, no se sabe nunca qué término tendrán las convulsiones, y se va de seguro a la dictadura y a la anarquía, que concluirá por devorar las pobres razas latinas, si no tienen el sentimiento de su dignidad y el deseo de hacer compatible el orden con la libertad, y el Gobierno con la democracia. (Bien, bien.)
Y la Inglaterra abolió, con más o menos condiciones, la servidumbre, y la abolió en realidad; e inmediatamente que la Inglaterra abolió la servidumbre, vino el movimiento a las Naciones europeas, a las Naciones europeas que tenían esclavitud en todas sus colonias, y ya con estos o con los otros procedimientos, valiéndose, ya de esto que se llama vientre libre, o ya de la abolición instantánea, la extinción de la esclavitud fue general en casi toda Europa y en casi todas las posesiones europeas.
Entonces, ¡caso raro! ¿cuál fue después de este período la primera Nación donde se agitó la idea de abolir la servidumbre? ¿Fue por ventura en una Nación revolucionaria? ¿Fue en una de estas Naciones que traen siempre la tea de la revolución en sus manos? ¿Fue en Francia? ¿Fue en España? ¿Fue en Italia? ¿Fue siquiera en Alemania? No; fue en Rusia.
En Rusia hubo un movimiento de la literatura y de la filosofía, que todo el poder de los autócratas no pudo contener. El mismo zar Nicolás, que representaba tan admirablemente el espíritu de estabilidad, premió al autor de Las almas muertas con un libro cuyas hojas eran billetes de Banco. Y sin embargo, al premiar la novela de Las almas muertas con el libro de billetes de Banco, no sabía el emperador Nicolás que premiaba la contrata social de los siervos. Y como sucede siempre, señores, que una idea, y hay que tener mucha fe en la virtud de las ideas, desciende de una mente soberana, aquella idea penetra por todas las estepas y por todas las regiones de la Rusia y engendra un alma en el seno del esclavo. Así producen el libro y la literatura estas trasformaciones. Así la alta cima de los Alpes, desierta y helada, donde apenas asoma la vida y donde apenas es posible la respiración, filtra allá en el hondo valle los ríos llamados el Rhin, el Ródano y el Danubio, que llenan de vida y de bien los campos, y por todas partes van continuando con la fecundidad dada al trabajo y a la agricultura la obra del Creador. (Prolongados aplausos.)
Pues bien; así hace la literatura, así hace la filosofía; un pensador oscuro, un pensador encerrado en su gabinete, produce torrentes de revolución que trastornan las almas; y un día dijo el Imperio ruso: «No es posible la servidumbre; mis soldados han sido vencidos porque no eran soldados de un pueblo libre; han sido vencidos porque son máquinas, porque son siervos»; y entonces, con una resistencia mayor que la que oponen aquí todos los privilegios, valiéndose del instrumento del despotismo, el zar Alejandro abolió la servidumbre en Rusia; y no solamente abolió la servidumbre, sino que dio elementos de independencia a los siervos. Y en seguida la cuestión pasó a los Estados Unidos, y los Estados-Unidos se sacrificaron, sacrificaron un tesoro, sacrificaron un millón de sus hijos, sacrificaron su prosperidad increíble por los ocho millones de negros; ellos, que no los creían ni aún hombres; ellos, que tenían el desprecio aristocrático de la raza sajona por todo lo inferior; ellos, que vieron comprometida por el negro la obra sublime de Washington.
Y, señores, ¿creéis que era posible que después de todas estas grandes epopeyas en el mundo, nosotros los españoles pudiéramos conservar la esclavitud? ¿Creéis que esto era posible? Pues qué, la esclavitud, además de ser una cuestión de humanidad, ¿no es para nosotros una cuestión internacional? Pues qué, nosotros, y si no nosotros, el augusto rey D. Fernando VII, ¿no pactó con Inglaterra sobre la cuestión de la trata, no admitió la visita en sus buques, no fundó tribunales en nuestro mismo territorio, en los cuales tenía intervención directa una Nación extranjera? Y los que representan el elemento histórico, el elemento tradicional, el elemento de estabilidad, el elemento de Monarquía, ¿se extrañan de la influencia moral de un pueblo libre, cuando llevan marcado el sello que les puso la Inglaterra en las espaldas? (Aplausos.) Y, señores, no ha habido legislatura en la Cámara de los Comunes o en la Cámara de los Lores en que no se haya protestado contra la política unas veces de los Gobiernos de España, contra la política otras de los capitanes generales en la cuestión de la trata; y no ha habido Gobierno español que no haya tenido que dar satisfacciones a la Inglaterra por estos graves asuntos; y la Inglaterra ha hablado siempre en esta cuestión con una especie de autoridad y de soberanía imperiosa, y los Ministros españoles le han tenido que contestar muchas veces humildemente.
Pues bien, Sres. Representantes; ¿han hecho lo mismo los Estados-Unidos? ¡Ah, señores! permitidme que yo proteste aquí contra las palabras inconvenientes, dictadas por un gran celo, por un gran patriotismo, pero inconvenientes; contra las palabras que se han pronunciado aquí respecto al representante de los Estados-Unidos, respecto a esa Nación, respecto a su Presidente, en nombre de esta Nación democrática, de esta Nación republicana, que no puede menos de tener un gran culto y una gran admiración por el pueblo ilustre que, en poco menos de un siglo que cuenta de vida, ha sabido resolver el problema tras el cual andamos nosotros desde hace tanto tiempo; el problema de hermanar la democracia con la libertad y la República con la autoridad y el Gobierno. (Bien, bien.)
Si además se recuerda que en esta desconfianza general que la Europa tiene y no puede menos de tener, porque yo hago justicia a todos los sentimientos; que en esta desconfianza que la Europa tiene respecto a nuestra democracia, a nuestra República, esos Estados-Unidos se apresuraron a reconocernos y a decir con su garantía moral y material ante el mundo que éste es un pueblo digno de gobernarse por sí mismo, sin temor de que los hechos lo desmientan, ¿no debe ser doble nuestra gratitud hacia esa gran Nación, que tiene de nosotros tan elevadas ideas? Y si además de esto, el Presidente de los Estados-Unidos, en un discurso obra suya personal, en un discurso del que él solo es responsable, porque no tiene que consultar ni siquiera a sus Ministros, puesto que es el discurso pronunciado al advenimiento de su segunda Presidencia, este hombre ilustre, que ha combatido en los campos de batalla, que ha renovado las hazañas del Gran Alejandro, dice: «No quiero guerra, no quiero el predominio militar, no quiero conquistas; sólo quiero la libertad, la democracia; quiero que todos los pueblos estén unidos bajo un mismo derecho»; este hombre, que dice eso, ¿no debe ser aclamado por una Cámara republicana y reconocido como la colosal figura que cierra el tiempo de las conquistas e inaugura el tiempo de la libertad y del derecho?
Aparte de esto, en esa Nación hay asociaciones cubanas que ella no puede impedir, como nosotros no podemos impedir de ninguna manera una asociación pública dirigida a cambiar la forma de cualquier Gobierno extranjero, porque no lo consiente nuestra Constitución. Pues qué, dada nuestra Constitución, ¿creen los Sres. Representantes que nosotros podríamos impedir aquí una asociación pública, mientras no pasara de la propaganda moral, contra un Gobierno extranjero? No podríamos, no podríamos; lo que nosotros podríamos hacer, dada nuestra Constitución, sería impedir todo golpe de mano, impedir toda irrupción, impedir todo armamento. Pues bien; los Estados-Unidos han hecho eso, en la medida de sus fuerzas, bajo todos los Gobiernos; y es claro y es fácil comprender esto, señores. Hay un interés allí de política interior.
En tiempo de cierto Ministro célebre, que se propuso ganar la Presidencia de los Estados-Unidos anexionando Cuba y Puerto-Rico a los Estados del Sur, para obtener dos Estados esclavistas en la Confederación, en este tiempo se comprende, se explica que los Estados-Unidos, y especialmente los Estados del Sur, protegieran las expediciones filibusteras; y los Estados del Sur las protegieron: y cuando estaba amenazada la integridad de nuestra Patria, y cuando estaban amenazados Cuba y Puerto-Rico era en el tiempo de los negreros, en el tiempo de los Estados esclavistas, en el tiempo de la esclavitud, porque ellos tenían mucho interés en que hubiese dos Estados que pesaran en la balanza de América.
Pero ahora, ahora, ¿qué interés pueden tener en poseer Cuba y Puerto-Rico? No; no tienen ninguno, absolutamente ninguno; desequilibrarían completamente la Confederación; introducirían en ella un elemento de retroceso; llevarían una raza que no se aviene con la raza anglo-sajona, que ha tenido que combatir con las razas no afines, y quizás comprometieran la grandeza, el orden y la paz de aquel pueblo y de su maravillosa República.
Y esto lo comprenden admirablemente los Estados-Unidos. Pero, señores, como quiera que tienen una frontera cercana a nuestra frontera; como quiera que ha habido una insurrección en Cuba, ellos, como la Inglaterra, han dirigido, no amenazas, que ya saben cuál es la dignidad de la Nación española; no, de ninguna suerte, notas que pudieran ejercer presión sobre asuntos interiores; no, señores; nos han dirigido las advertencias amistosas, corteses, que todos los Gobiernos se dirigen entre sí en ese gran Congreso que forman las Naciones civilizadas... (El Sr. Suarez Inclán: ¿Y la nota de 29 de Octubre?) Hablaré de esa nota: en primer lugar, esa nota, aunque decía que se iba a cambiar de actitud, era, no una nota dirigida al Ministro de Estado de España, sino una nota dirigida al representante de los Estados-Unidos en Madrid, y en esa nota no se le decía al representante de los Estados-Unidos que diera lectura y que la dejara al Ministro de Estado español. (Un Sr. Representante: ¿Y el publicarla?) El publicarla puede ser abuso de confianza o de descuido; y yo en estos mismos días he estado a punto de ser víctima de un descuido, y he tenido que valerme de una gran actividad para impedir la publicación de una nota, que sin embargo estuvo a punto de publicarse. (Rumores.)
El Sr. Presidente: Ruego a los Sres. Representantes que usen de su derecho cuando les corresponda hablar, pero no interrumpan el buen orden de los debates.
El Sr. Ministro de Estado (Castelar): Señores, si por las tradiciones diplomáticas de los Estados-Unidos la nota se publicó, no tuvo de ella noticia, y sobre todo, noticia de oficio, el Ministro de Estado; no le fue leída ni presentada nunca: no influyó en sus resoluciones, dictadas sólo por su propia conciencia.
No queramos humillarnos hasta ese punto; no queramos, por humillar a un partido, humillar a la Nación española. El Ministro de Estado del último Rey, Ministro de Estado era de España; su elocuencia, timbre y gloria es nuestra; su honra, nuestra honra; su nombre, nuestro nombre; y dado su patriotismo, debemos reconocer y confesar que hubiera hecho todo lo posible por sacar ilesa la dignidad española, que nadie dejará pisotear mientras haya patriotas en esta tierra.
No; aquel Ministro no conoció la nota, no tuvo noticia alguna de ella, no la supo, cuando ya tenía decidida la abolición de la esclavitud.
¡El partido radical compromisos respecto a la cuestión de Cuba y Puerto-Rico! ¿No los tenemos nosotros? Y yo, que todavía no he tenido una conversación sobre política americana con el dignísimo representante de los Estados-Unidos, que muchas veces ha venido a verme, y por la presión de las circunstancias no he podido hablar con él, yo tengo que decir que soy partidario de la abolición inmediata de la esclavitud en Puerto-Rico, soy partidario de la abolición en Cuba, teniendo en cuenta todos los intereses; soy partidario de las reformas coloniales, de llevar todas las libertades a Cuba y Puerto-Rico en la medida de lo posible; pero si alguno me viniera a recordar estos compromisos o a imponérmelos, diría: éstos son compromisos con mi Patria y mi conciencia, y no tiene nada que ver con ella una Nación extranjera. Y el dignísimo ministro de los Estados-Unidos, que nos conoce y nos estima, jamás se impondría a la Nación y a la República española.
Y, Sres. Representantes, lo que sucedió en el Ministerio radical, fue que inmediatamente que este Ministerio subió al poder, tenía compromisos con la Nación española de trasformar el régimen de las Antillas y de hacer todo lo posible por abolir la esclavitud.
Pero, señores, ¿por ventura los Ministros del partido conservador, cuando se les han dirigido notas en cierto sentido, cuando se les han hecho advertencias amistosas en cierto sentido por el dignísimo representante de los Estados-Unidos en Madrid, no han hablado de esto, no le han dado ciertas satisfacciones indirectas, no le han dicho que se plantearían ciertas reformas en ciertos períodos de legislatura? Y sin embargo, nadie ha creído, ni yo creo tampoco, que porque unas Naciones se interesen por la suerte de otras Naciones, nadie ha creído, ni yo creo tampoco, que porque algunas cuestiones interiores tengan relación con cuestiones exteriores, esos Ministros han comprometido la dignidad y la honra de la Patria. La cuestión de esclavitud es realmente una cuestión internacional, como he dicho antes.
¿Qué diría el Gobierno, si cualquier Ministro extranjero le dijera: «¿Cómo va V. a resolver la cuestión de los foros de Galicia? ¿Qué va V. a hacer respecto de la rabassa morta de Cataluña?» No lo dirá ningún Ministro extranjero, no lo puede decir, porque ésas son cuestiones de nuestra completa y absoluta competencia; pero en la cuestión de la esclavitud, dado el espíritu humano, dado el adelanto de las ideas, dados los compromisos de la Nación española, dados los tratados, la cuestión de la esclavitud tiene un lado internacional.
Y así es, Sres. Representantes, que sobre esta cuestión, y la política de la franqueza es la mejor política, que sobre esta cuestión han tenido reclamaciones de Inglaterra todos los Ministros de España, absolutamente todos. No ha habido legislatura ninguna del Parlamento inglés en que no se haya reclamado algo contra nuestra administración en Cuba; no ha habido Ministro inglés que no haya hecho alguna reclamación.
Pues a pesar de ser una cuestión internacional, en el momento mismo en que el Ministerio Ruiz Zorrilla la planteó, no había sido objeto de ninguna, absolutamente de ninguna reclamación exterior. Nadie le había pedido al Ministerio que presentase ese proyecto; nadie lo había reclamado. Se llevó la cuestión al Consejo de Ministros; hubo Ministros muy patriotas y muy liberales que disintieron del resto del Gobierno. Esto produjo una crisis, e inmediatamente que el Gobierno se completó, trajo aquí por impulsos interiores, por motivos interiores, el proyecto de abolición de la esclavitud de Puerto-Rico.
¡Ah, señores! Ya no digo más sobre este punto, porque yo creo que es una deshonra para una Nación, que es un agravio para una Nación, creer que hay en ella alguien que se mueve por impulso extranjero. Yo tengo que decir que si en el poco tiempo que llevo en el Ministerio de Estado, o en el que siga desempeñándole, y lo mismo han hecho todos los Ministros de España, alguna Nación, por grande, por poderosa que fuera, en circunstancias tan difíciles y tan solemnes en que tanto necesitamos del asentimiento de todas las Naciones; si cualquiera Nación se permitiera inferirme la ofensa más leve, yo, Representante digno de mi pueblo, preferiría la destrucción de mi Patria a que perdiera un átomo de su honra. (Aplausos.) Y lo mismo, exactamente lo mismo han hecho todos los Gobiernos. El partido radical tenía compromisos públicos y solemnes, compromisos de honor y de conciencia. El partido republicano los tiene mayores, por sus principios y por su historia.
Se presentó aquí la abolición de la esclavitud, y votamos por aclamación aquel gran decreto; le votamos casi la noche en que yo tuve la honra de dirigir la palabra al Congreso. Y así que se empeñó el debate, fue el argumento capital de los conservadores: ¿por qué habéis traído la abolición inmediata? ¡Grande imprudencia! ¡Ah, señores, que se diga esto! ¿Por qué habéis traído la abolición inmediata? ¡Parece imposible que se pregunte esto! Vosotros, o los vuestros, que estabais en plena posesión del poder, obedecidos por todas las autoridades, acatados por el ejército, sin conflictos, sin crisis, sin revolución ninguna, sin estos tránsitos gravísimos de una República a una Monarquía democrática, y de una Monarquía democrática a otra República, ¿no pudisteis adelantaros a los tiempos, conocer las dificultades, y cuando vinieron aquí los Representantes de Cuba y Puerto-Rico, oír sus votos y presentar un proyecto de abolición de la esclavitud, que aunque hubiera sido gradual por diez años, nos hubiera dado hoy este problema resuelto? Y resistiendo ciegamente, y dejando pasar el tiempo, y no acordándoos de que no está en la mano del hombre plantear y resolver los problemas, habéis dejado que el negro arrastre su cadena años y años, y por vuestra indiferencia en esta cuestión durante tanto tiempo, se ha presentado ahora el proyecto de abolición inmediata.
¡Ah, señores, no caigáis hoy en el mismo error! Si yo tuviera derecho a pediros algo; si yo tuviera derecho a dirigiros alguna súplica, yo os rogaría casi de rodillas que no pusierais obstáculos a la votación de esta ley. Porque, ¿sabéis de qué peligros, sabéis de qué dificultades nos hallamos rodeados? ¿Puede nadie prever, puede nadie presentir, sobre todo dada la libertad completa que este Gobierno piensa dejar en las cuestiones electorales, si en este banco continúa; puede nadie prever, puede nadie presentir qué espíritu traerá la futura Constituyente? Y en esta tierra tan trabajada por las ideas revolucionarias; en esta tierra, que es un volcán; en esta tierra, donde hay esta grande agitación de la conciencia y del espíritu, que no parece sino que todas las nubes, que todas las ideas que la mente humana ha lanzado de sí, vienen, por una especie de viento misterioso, a agruparse en el último límite de Europa; si en esta tierra, tan trabajada por todas las ideas, surgiera un movimiento irreflexivo, entusiasta, espontáneo, en la futura Constituyente, ¿cuál no sería vuestra responsabilidad? ¡Ah! cómo podríamos nosotros entonces, nosotros, que dígase lo que quiera, de tal manera nos encontramos; nosotros, que representamos la moderación y la prudencia; qué gran argumento podríamos nosotros hacer si les dijéramos: aguardad, considerad, tened en cuenta la realidad, no os impacientéis; también se decía que no íbamos a abolir la esclavitud en Puerto-Rico, y miradla, está abolida; no vayáis a comprometer en vuestras manos la hermosa Cuba. Eso lo podríamos decir con la autoridad que nos da vuestro voto; eso lo podríamos decir con vuestro consentimiento.
Pero si la abolición de Puerto-Rico no se vota, yo temo que no se detengan los futuros Representantes del pueblo ante ninguna consideración humana. Yo temo que digan en su generosa impaciencia: toda reforma aplazada es una reforma perdida. Yo temo que por un movimiento de su ánimo hagan, sin recelos, aquello que vosotros podíais evitar votando esta ley, con vuestra moderación y vuestra prudencia.
El Gobierno de la República no necesita hacer declaraciones sobre la integridad del territorio. Promete solemnemente que redoblará los esfuerzos, los sacrificios para conservarlo a toda costa, como sacratísimo depósito de las generaciones pasadas, que debe conservar para las presentes y trasmitir a las venideras. Pero no dificultéis, señores, el cumplimiento de este deber ineludible. Pues qué, Sres. Representantes, ¿creéis que se puede promover una reforma así, que se puede levantar la esperanza del esclavo de esta suerte, que se puede deslumbrar al mundo y traer todas las agitaciones de la reforma, verlas, tocarlas, y los resultados que ha de producir, y de pronto arrancársela a 31.000 esclavos? ¿Creéis que se puede hacer esto? No se hacen jamás, impunemente jamás, tales temeridades.
Yo no he planteado esta reforma; yo no la he traído; he guardado patriótico silencio; no he agitado ni espoleado a ningún Gobierno; no quería que pudiera decirse de nosotros que comprometíamos la integridad de la Patria; pero tengo que decir una cosa, y es, que si el proyecto de abolición de la esclavitud en Puerto-Rico no se vota, yo declino ante vosotros la responsabilidad de los acontecimientos. (Aplausos.)
Yo la declino toda entera. Pero si se vota, declinadla vosotros sobre nosotros (Aplausos); os prometemos morir mil veces antes que consentir que se disminuya ni en un átomo el territorio de la Patria. (Ruidosos aplausos.) Si la abolición de la esclavitud en Puerto-Rico pudiera traer peligros para España, yo lo juro, tendríamos la honra los republicanos españoles de morir en los trópicos por la salud, por la libertad, por la independencia, por la integridad del territorio español. (Prolongados aplausos.)
Pero, señores, si no se vota, yo lo declararé ante la Europa; yo lo declararé ante América; yo lo declararé ante el mundo: no se ha votado, porque aquella Asamblea que nació bajo la Monarquía, y que bajo la Monarquía trajo la abolición de la esclavitud, no ha querido abolir la esclavitud por comprometer y aún por deshonrar una República. (Movimientos varios.– El señor Mathet: No, de ninguna manera; los conservadores en su caso.– Fuertes rumores.)
Señores, no es cuestión de partido; ésta no puede ser una cuestión de partido; ésta es una cuestión nacional, eminentemente nacional; no, no la hagamos, no, yo os lo pido, cuestión de conservadores y radicales y republicanos; yo no la doy ese nombre, no tiene de ninguna manera ese carácter; como ayer, como hace pocos días, y permítanme los Sres. Representantes que me están oyendo que se lo diga, el Sr. Padial por un lado y el señor general Sanz por otro, aquí, guiados por móviles que ellos creían indudablemente nobles, se lanzaban ciertos anatemas, se decían ciertas duras palabras, y yo exclamaba para mí: ¡Dios mío! ¡Si se reproducirá también en el seno de la Cámara española la rivalidad entre criollos y peninsulares (Grandes rumores), entre padres e hijos; rivalidad que maldice Dios, que maldice la naturaleza y que maldice la historia. (Ruidosos aplausos.) Y vosotros habéis querido dar una prueba de unidad, de grandeza, al olvidar esas quejas, y reconciliaros y decir lo que se debe decir siempre: aquí y allí no hay ni criollos ni peninsulares; aquí y allí no hay más que españoles hijos de una misma madre, del mismo espíritu, de la misma raza, que todos llevan la sangre del Cid y la sangre de Pelayo en sus nobles venas, y el espíritu de España en sus generosas almas. (Ruidosos aplausos.)
Pues bien; yo os lo pido, conservadores: ésta es una cuestión nacional, ésta es una cuestión de humanidad. Votad la abolición de la esclavitud para Puerto-Rico, y yo, en cambio, os prometo que todos los intereses serán oídos, que todos los intereses serán atendidos, que todos los intereses serán tomados en cuenta en la futura Constituyente para la abolición en Cuba. Porque, Sres. Representantes, poco tengo, nada tengo; pero tengo todavía esta pobre palabra honrada y este corazón lleno de patriotismo para ponerle a servicio de mi Patria; y por consiguiente, yo os digo que es necesario que vosotros tengáis un rasgo de patriotismo, y al mismo tiempo un rasgo de previsión; y si lo tenéis, si lo tuvierais, si en esta misma tarde viéramos si es posible votar (Muchos Sres. Representantes: A votar, a votar) si se iba a abolir la esclavitud; y si no es posible, recayera sobre vosotros, y no sobre nosotros, la responsabilidad; yo os digo, Sres. Representantes, que habríamos llenado una página gloriosa de nuestra historia.
De todos modos, las circunstancias son muy solemnes, los momentos muy difíciles, la salud de la Patria, ¿por qué negarlo? peligra en todas partes; necesitamos todos los hijos de España no acordarnos de nuestras divisiones para salvar el orden, para salvar la autoridad, para salvar la integridad del territorio, para salvar la República, que es la Patria misma; tened un movimiento de patriotismo, y yo os aseguro el agradecimiento de todas las generaciones, la bendición de la historia, y lo que vale más: la bendición de la conciencia, que es la bendición de Dios, sobre nuestra alma. (Bravo, bravo.– Grandes aplausos.– Muchos Representantes rodean al orador y le felicitan con entusiasmo.)
[ Discursos políticos de Emilio Castelar, Madrid 1873, páginas 513-538. ]