Filosofía en español 
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Emilio Castelar

Discurso sobre la inmediata abolición de la esclavitud en la isla de Puerto Rico

Segundas cortes de 1872  ❦  Congreso de los diputados, 21 de diciembre de 1872



Señores Diputados: Dispénseme la Cámara si comienzo mi discurso leyendo párrafos de antiguos discursos míos, que son necesarios para explicar y justificar mi posición personal en este debate.

Era el 20 de Junio de 1870: se discutía, como hoy se discute, la cuestión esencial entre todas las cuestiones, la cuestión de la esclavitud; y yo decía entonces estas palabras, que necesito leer a la Cámara: «En la revolución de Setiembre ha habido dos movimientos: uno análogo al movimiento francés de 1830, otro análogo al movimiento francés de 1848. El partido radical y el partido conservador creen haber firmado en el Código fundamental de 1869 un pacto, cuando sólo han firmado una tregua; creen haber encontrado un cauce para mezclar sus corrientes, cuando sólo han encontrado un nuevo campo de batalla donde medir sus fuerzas.»

Y después, combatiendo yo aquella ley de coalición, ley imperfecta, propuse que se sustituyera por una ley radical, y dije estas palabras: «Vuestra ley no es ley de caridad, no es ley de humanidad. Vuestra ley exacerba todos los males en lugar de curarlos. Cuando las llagas son profundas, los paliativos son inútiles. Se necesita el cauterio. Y el cauterio se encuentra en la enmienda que yo tengo la honra de proponeros; el cauterio se encuentra en la inmediata abolición de la servidumbre.»

Señores Diputados, después de tres años, la abolición inmediata de la esclavitud en Puerto-Rico se presenta aquí, se presentará aquí por iniciativa del Gobierno en una de las próximas sesiones. Y ahora os pregunto, pregunto a todas las conciencias honradas: ¿puede haber alguien que extrañe mi posición personal en este debate? A pesar de eso, señores Diputados, no hablo por mi voluntad y por mi deseo; aunque pudiera invocar estos precedentes en abono de mi conducta, me he resistido a hablar, porque ni siquiera busco en la política satisfacciones de amor propio; sólo me satisface el triunfo de los principios, y el bien que puedan reportar a los pueblos. No hablo por mi voluntad, hablo por exigencias; más que por exigencias, hablo por mandatos; más que por mandatos, hablo por imposiciones de la minoría republicana. Cuantos me escuchan saben que si en otros Parlamentos, que si en otras legislaturas he abusado de la palabra, en este Parlamento y en esta legislatura no he usado siquiera.

Gravísimas interpretaciones se han dado fuera de aquí a este silencio, en mi creer, inspirado por alto sentimiento de patriotismo, por altísima razón de justicia; gravísimas interpretaciones, que todas se han estrellado en la serenidad inextinguible de mi conciencia, y todas se han perdido en el justo olvido de la opinión pública. Después, diputados eminentes de todos los partidos conservadores, unos que me escuchan, otros, por su desgracia y por la nuestra, de aquí ausentes, me han hablado también de ese silencio, me han requerido para que lo rompiese, entre frases de admiración, que yo atribuyo al afecto, y que prueban cómo los oradores eminentes lo iluminan todo con los reflejos de su palabra, cómo las almas elevadas lo elevan todo a las alturas de su propio mérito. Hablaré, señores Diputados, y quizá hable disgustando a todos; hablaré sobre la política del Gobierno, sobre el cumplimiento de sus compromisos, sobre la situación del partido que forma la mayoría de esta Cámara, sobre la naturaleza y las tendencias de ciertos poderes altísimos, sobre la actitud que nosotros guardamos, sobre la actitud que debemos guardar, sobre la conducta prudentísima que nos imponen los azares de la Patria y las complicaciones de la política europea: hablaré de todo esto, cuando pueda hablar sin daño de la libertad, ni daño de la democracia, ni daño de la federación, ni daño de la república; ideas a las cuales presto fervoroso culto, con una constancia rara y no bien agradecida en estos tiempos, en que los últimos llegados suelen disponer a su arbitrio de la suerte de los antiguos partidos (Grandes aplausos); constancia de que no lograrán separarme ni ingratitudes, ni olvidos, ni denuestos, ni calumnias; porque las ideas republicanas federales no las tengo yo por complacer a nadie, ni por servir antojos de las muchedumbres, sino porque están encarnadas en las fibras de todo mi ser, y serán inseparables compañeras de mi existencia hasta la hora misma de mi muerte.

Dicho esto, entro en el fondo del debate. La minoría republicana votó que se tomara en consideración la proposición dando un voto de gracias al Sr. Presidente del Consejo por sus palabras sobre las reformas de Ultramar. La minoría republicana votará como un solo hombre que se apruebe esta proposición. Al votar así la minoría republicana, no quiere votar con un partido monárquico, no quiere votar con un gobierno monárquico; quiere votar con su propia conciencia, quiere votar con sus propios principios, quiere seguir el polo inmóvil de sus antiguas doctrinas. Y si por acaso Gobierno y mayoría están con nosotros acordes en tal punto; así como en aquellos nefastos tiempos, que ya se van olvidando, en que combatíamos la Monarquía tradicional, la Iglesia intolerante, el censo que ahuyentaba al pueblo de los comicios; así como en aquellos tiempos no contábamos el número de nuestros enemigos, tampoco ahora contamos el de nuestros amigos, cuando se trata de afianzar aquí y de llevar a América los principios de libertad y de justicia.

La minoría republicana ha oído un reclamo que no puede jamás desoír, el reclamo de reformas ya prometidas, ya dadas a pueblos de antiguo opresos, víctimas del militarismo y de la burocracia, necesitados más que ningún otro pueblo de respirar la vida moderna; pueblos que son carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, huesos de nuestros huesos, pedazos de nuestra alma, parte integrante del territorio nacional, esencia de nuestra Patria, con derecho a nuestros mismos derechos; y que si apenas emancipados fueran ingratos, volviéndose contra la nación que reconoce y proclama sus derechos, contra la Cámara que los decreta y contra el poder que se los lleva, merecerían la ira de nuestra justicia, las reprobaciones del mundo civilizado, y la eterna e inapelable maldición de la historia. (Ruidosos y prolongados aplausos.)

Hay todavía, señores Diputados, otra cuestión importantísima. Nosotros, como he dicho, sostuvimos en tiempo oportuno la abolición inmediata de la esclavitud; y la sostuvimos, no porque nuestros nombres resonaran en el mundo; no como temas académicos sobre los cuales ejercitar falsa sensibilidad, o poner preseas de nuestra retórica, no: sosteníamos esto como una exigencia del progreso universal, como un deber imprescindible de la Patria. Trabajo cuesta decirlo. Bajo este cielo inundado por los resplandores, y a veces por las tempestades también de la libertad; a la sombra de esa constitución, cuyo título primero amplifica los derechos reconocidos por los descendientes de los Puritanos a los pueblos fundadores de la gran república americana, subsisten todavía millares de infelices, cosas y no personas, instrumentos del trabajo y de la riqueza de otros, sintiendo el calor del espíritu humano en su cerebro y la ignominia de la bestia en su conciencia; que llevan en su frente la marca del ilota, en su espalda la herida del paria, en sus plantas el hierro del esclavo, anterior a la revolución y anterior todavía al cristianismo; crimen que debe cesar, hoy mejor que mañana; porque seríamos indignos de llevar el concepto del derecho en la mente y de presentarnos como defensores de la libertad ante la historia, si creyéramos que puede ceder en daño de la Patria el cumplimiento estricto del deber, la realización purísima de la justicia. (Repetidos aplausos.)

¡Ah, señores Diputados! La minoría republicana quiere esto, desea esto, en absoluto, suceda lo que quiera, venga lo que viniere, porque es de justicia. Y después, quiere esto, desea esto, porque, como todo aquello que es de justicia, es también de altísima conveniencia política. Por radicales que seamos, por racionalistas que nos mostremos, por independientes que queramos tener nuestras ideas de toda circunstancia de tiempo y espacio, nadie puede negar que un hecho de primera magnitud en la historia trasciende a todos los tiempos; que es un hecho, como ahora se dice, inmanente en todos los siglos.

Italia conserva la educación estética del género humano, porque Italia es la madre del Renacimiento; Alemania conserva la educación científica del género humano, porque Alemania es la madre de la Reforma; los Estados-Unidos conservan la educación política del género humano, porque los Estados-Unidos son los venerables padres de la federación republicana; Francia conserva en el Occidente europeo la iniciativa revolucionaria, porque Francia es la madre de la revolución; Inglaterra conserva en todo el continente el principio de la estabilidad constitucional, porque Inglaterra es la patria ilustre del Parlamento; y nosotros, españoles, somos, hemos sido, y seremos perpetuamente los mediadores entre el viejo y el nuevo mundo, entre el viejo y el nuevo continente, porque nosotros, nuestros héroes, nuestros marinos, nuestros navegantes, crearon, más que descubrieron, entre el Atlántico y el Pacífico, la nueva tierra de América para que fuese en el momento mismo en que comenzaba la época moderna y renacía el genio de la civilización, como el monumento vivo de la libertad, y con los resplandores de sus horizontes y las bellezas de su próvido suelo, el digno santuario del espíritu moderno. (Aplausos.)

Importa poco, muy poco, señores Diputados, que se hayan roto gran parte de los lazos políticos, de los lazos materiales que nos unían con América. Los españoles, en el mero hecho de ser españoles, somos esencialmente americanos; y los americanos, en el mero hecho de ser americanos, son esencialmente españoles. Seeward, a quien llora la democracia moderna; Seeward decía, concluida la guerra de los Estados-Unidos: España será siempre una potencia americana. Y el ministro de Lincoln representa con justos títulos en la historia toda la integridad americana. Importa poco que se hayan roto los antiguos lazos materiales que nos unían a América. Pues qué, ¿la Patria es el Estado? ¿La Patria es el Gobierno? Mezquina idea de Patria fuera ésa. La Patria es el origen de que provenimos, la raza a que pertenecemos, la cuna en que nos mecimos, el hogar que tiende sobre toda la existencia la gasa de oro de su poesía, el templo que nos inspiró nuestras primeras esperanzas, y donde como nubes de incienso se perdieron también nuestras primeras oraciones; la lengua, esa forma de la idea, ese verbo del alma: y todo esto es y será, y no puede menos de ser eternamente español en América; y si nos denuestan, se denostarán a sí mismos; si nos maldicen, se maldecirán a sí propios; si reniegan de nosotros, tendrán que renegar en esta lengua, la más hermosa, la más sonora, la más rica que en el mundo moderno hayan hablado los hombres (Aplausos), y que es como el anillo de oro esmaltado por tantos genios, y con el cual se halla unido el espíritu español al espíritu americano, y el espíritu americano al espíritu español eternamente, así en las páginas de la antigua, como en las páginas de la futura historia. (Aplausos.)

Señores Diputados, yo siento, yo deploro que una gran parte del ilustre partido conservador español se halle fuera de este sitio; yo soy enemigo de todos los actos de violencia, como lo demostré cuando el partido conservador ocupaba el banco del Gobierno y yo ocupaba este banco. Por eso yo diré, refiriéndome sólo a los conservadores aquí presentes: no creáis jamás, en ninguna cuestión americana, no creáis a la escuela conservadora.

¿No habéis visto orador parlamentario de ingenio tan claro, de inteligencia tan perspicaz, de palabra tan severa como el Sr. Esteban Collantes, y no se ofenda conmigo, qué inferior a sí mismo estuvo anoche? ¿No habéis notado al Sr. Bugallal, vastísima inteligencia, en la cual penetran todas las ideas modernas, cómo apenas comprende, cómo apenas explica las cuestiones americanas? Podrá servir, y aún lo dudo, podrá servir la escuela conservadora para entenderse con las viejas monarquías europeas; para entenderse con las jóvenes democracias americanas sólo sirve la política democrática, sólo sirve la escuela democrática. Y no os ofendáis: hombres tan ilustres como vosotros en naciones extrañas han caído en el mismo error. Los wighs y los torys ingleses, cuando la guerra maldecida por Dios y por los hombres empezó en el Sur de los Estados-Unidos, creyeron que se iba a romper el milagro de la historia moderna, creyeron que se iba a concluir la confederación americana, y lo publicaron hasta en la Cámara de los Comunes; error que han tenido que pagar con su saludable y sublime humillación de Ginebra.

Un hombre tan eminente como vosotros, uno de nuestros más ilustres abogados, uno de nuestros más grandes oradores, fue a Méjico de embajador de la Nación española; llegó, entregó sus credenciales a todos los que representaban la reacción; y vino, entró en el Senado, y dijo el año 1862 que a los cinco años una serie de monarquías constitucionales se extendería desde el Potomac hasta la Patagonia. No, aquí, permitidme esta soberbia, nadie más que nosotros entiende las cuestiones americanas. Nosotros dijimos que Buckanam preparaba la insurrección del Sur, y la preparó. Nosotros, cuando Lincoln iba fugitivo huyendo de los salvajes del Missouri que le enviaban asesinos para atajarle el paso al Capitolio de Washington, donde había de obtener el martirio y la inmortalidad, dijimos que se vería obligado a concluir con la esclavitud, y se vio obligado a concluir con la esclavitud. Nosotros, en aquellos días terribles en que a orillas del Rappanock 14.000 de los nuestros morían en la batalla de Friederikburg por la santa causa de la emancipación de los negros, nosotros dijimos: adelante, adelante, que triunfaréis; y triunfaron.

Nosotros, cuando aquí hubo veleidades de reincorporaciones insensatas, dijimos en nuestros periódicos los peligros de aquellas reincorporaciones que explican las dificultades y obstáculos de la situación presente. Nosotros, cuando se imaginaba por los grandes genios diplomáticos de Europa el envío de una sombra de imperio al suelo mejicano, y aquella víctima de los errores, de las ambiciones, de las injusticias y de los perjurios de los Reyes, aquella víctima iba hacia América, nosotros le dijimos en nuestros periódicos, escrito está: «Te aguarda la suerte de Itúrbide; crees que vas a encontrar un trono y vas a encontrar un patíbulo.» ¿Por qué? ¿Por qué, señores Diputados? Porque nosotros tenemos el genio del porvenir, y el genio del porvenir es el genio de la América; y como tenemos el genio del porvenir, os anunciamos ahora y os decimos que la negativa de las reformas, que el mantenimiento de la esclavitud, que el imperio de vuestros capitanes generales y de vuestros burócratas perderán a Cuba y a Puerto-Rico, y que solamente los conservarán nuestras reformas y nuestros principios. (Aplausos.)

Señores Diputados, la minoría republicana me ha encargado decir, y lo digo con plena conciencia, que quiere, con la exaltación con que la minoría republicana quiere todos sus principios; que cree, con la fe y con la lealtad con que la minoría republicana cree todas sus ideas, quiere y cree hoy, que es necesario, que es indispensable, cueste lo que cueste, la integridad de la Patria en Asia, en África, en Europa, en América. (Aplausos.)

Nosotros queremos esto, no por un sentimiento egoísta y estrecho de patriotismo, lo queremos por un principio humano universal de justicia. Hoy sabe muy bien la América española, la América independiente, que nada puede temer, que nada debe temer, gracias a recientes experiencias, a recientes escarmientos; que nada puede temer, que nada debe temer del continente europeo.

Sin embargo, a la manera que el dolor aguijonea a los individuos, la rivalidad, la competencia necesaria aguijonea a los pueblos. Si se han concluido los temores de parte de Europa, hay ciertamente grandes rivalidades de razas, las hay en el seno de América. Como el planeta está condenado a la guerra de las especies, la historia está condenada a las rivalidades de las razas. Y pudiera haber alguna, quizás la haya, que, llena justamente del orgullo de su prosperidad y del espíritu de sus principios, aspirara a ocupar en el continente americano más terreno que aquel que le señalaron la Providencia y la naturaleza. La raza española sabe que para contrastar esto no necesita de la guerra; que afortunadamente las guerras concluyen donde imperan las democracias. La raza española sabe que necesita resolver dos problemas: un problema de política interior, otro problema de política exterior. El problema de política interior consiste en no creer que la democracia es un principio simple, único. Sucede con los elementos sociales en política lo mismo que sucede en ciencia con los elementos aristotélicos. Se creían simples y han resultado compuestos.

En la sociedad, como en la naturaleza, necesitamos elementos compuestos. Lo mismo nos asfixiamos en el oxígeno puro que en el puro ácido carbónico. La democracia es libertad, pero también es autoridad; movimiento, pero también estabilidad; acción, pero también freno de esta acción; derechos individuales, pero también disciplina y autoridad social. (Aplausos.)

La democracia americana comprende esto, y emplea sus fuerzas en aliar el derecho con la autoridad, y aliar la movilidad, la iniciativa de las muchedumbres, con la tranquilidad, con la solidez de los pueblos y con el firme establecimiento de los gobiernos populares. Y después que se hayan resuelto esos problemas interiores, que ya los tienen resueltos en casi todas partes, después pensará la democracia española de América que no puede vivir aislada, que necesita cada uno de aquellos Estados entenderse con los demás Estados. Y renacerá la gran idea de Bolívar. Y en el istmo de Panamá, teniendo a un lado Europa y al otro Asia, bajo las manos los dos hemisferios del Nuevo Mundo, se reunirá la raza española para fundar allí la grande liga de la democracia hispano-americana, para fundar su libre confederación. Y se acordarán nuestros hijos de América de que si les divide el que unos se llamen mejicanos, los otros argentinos, los otros colombianos, los junta el que todos son españoles. Y aparecerá sobre el gran Congreso del istmo de Panamá el genio de nuestra Patria, con autoridad más grande que la autoridad de nuestros antiguos capitanes, con la autoridad de la razón y del derecho, y con una gloria más ilustre que la gloria de nuestras frágiles conquistas, con la gloria de la democracia y del progreso. (Ruidosos y prolongados aplausos.)

Mas para esto, señores Diputados, necesitamos a toda costa conservar, ¿qué, el continente? No; el continente americano vive y vivirá en perpetua independencia. Necesitamos conservar las islas que tenemos. No queremos, téngalo entendido el mundo, aumentar una pulgada más de tierra, como no sea la pulgada de Gibraltar; no queremos más que aquello que nos pertenece, lo repito, la pulgada de Gibraltar; no queremos una pulgada más de tierra, pero no queremos ni una pulgada menos, no lo queremos; no queremos abandonar ni aún el Peñón de la Gomera. (Bien, bien.) Y voy a deciros por qué deseo yo la conservación de todos estos territorios. El espíritu no es solamente individual, es nacional también. Y no es nacional solamente, es también espíritu de raza. Y no es espíritu de raza solamente, es espíritu de continente, es espíritu del mundo. Y no es espíritu del mundo solamente, es espíritu humano, absoluto. Y yo declaro que la geografía se somete al espíritu. Esta tierra tan sólida se somete a la idea, como la blanda cera al sello. Y conviene en la geografía de la humanidad, conviene en las relaciones entre las razas, entre los pueblos y entre los continentes, que haya puntos de tierra destinados a ser términos medios entre los pueblos, entre las razas y entre los continentes. Eso lo ha habido siempre en la historia: el Rosellón, la Cerdania, el Languedoc, la Provenza, fueron en la Edad Media territorios medios entre Francia, Italia y España; y de aquella mezcla de todas las razas, de aquella confusión de todos los espíritus, nació la cultura moderna, que bajo muchos aspectos aventaja en las riberas del Mediterráneo a la antigua cultura griega. Alsacia cumplió hasta hace poco tiempo su destino entre la raza latina y la germánica. ¡Qué atraso tan grande para el mundo, si hubiéramos de renunciar a la esperanza de que Alsacia volviese a ser de la Nación francesa! Los alsacianos nacían alemanes y franceses a un tiempo; alemanes por su raza, franceses por su nacionalidad; sabían las dos lenguas como no se pueden aprender las lenguas sino cuando se aprenden desde la cuna; traducían las obras del espíritu latino al alemán y las comunicaban al Norte, y traducían las obras del genio alemán al francés y las comunicaban al Occidente. ¡Qué pérdida tan grande en la química de las ideas, si hubiera de ser la Alsacia perpetuamente germánica! Eso mismo ha sucedido en Saboya. Los saboyanos ni son franceses ni son italianos, pero son lo uno y lo otro. Por eso Cavour pudo llevar a Italia el genio de Francia, porque sentía en su alma unirse el alma de Italia con el alma de la Nación francesa.

Señores Diputados, lo que sucede entre los pueblos, lo que sucede entre las razas, debe suceder también entre los continentes. Esta mañana mismo miraba yo con orgullo, digámoslo así, nuestras hermosas posesiones en las Antillas, e involuntariamente me acordaba de aquel hermosísimo archipiélago griego, donde el genio de Asia se desposaba con el alma de Grecia, y que era término medio entre las más ilustres porciones del antiguo continente.

Al mirar las Antillas, decía para mí: ¡cómo estas islas se van apartando del continente americano y se van acercando hacia el continente europeo! ¿Por qué? Porque estas islas son mediadoras necesarias, indispensables, entre el genio de Europa y el genio de América. Esta idea es mía; en sus fundamentos es de uno de nuestros más grandes políticos. Yo he observado que así como nosotros los andaluces, es decir, mis paisanos, representan el genio artístico de la Patria, los aragoneses representan el genio político. Por eso han conservado tanto tiempo su libertad; por eso cuando vais a Aragón y veis a los defensores de Zaragoza, descubrís que aquellos milagros se han hecho porque dos siglos de despotismo no pudieron extinguir la dignidad individual que les habían dado sus grandes Parlamentos. De allí son los más ilustres hombres políticos de nuestra Nación: Pedro III, el más grande de su tiempo, el más grande político del siglo xiii; Pedro el del Puñalet, el más grande político del siglo xiv; Fernando V, el más grande genio político del Renacimiento, según el dicho de Maquiavelo, confirmado después por toda la historia. Pues bien; el conde de Aranda, aragonés también, quiso, y por un momento logró que España entrara en el genio del espíritu moderno. Era enciclopedista como su siglo, y le decía a Carlos III: no es posible conservar el continente americano; convierta V. M. en otros tantos Estados aquellos grandes Imperios, y resérvese V. M. exclusivamente las islas.

He aquí, señores Diputados, la previsión del genio que se inspiraba en las ideas de su tiempo, confirmada por la sucesión de los hechos. El continente no puede pertenecernos, no debe pertenecernos; hay que renunciar por Europa en absoluto a toda veleidad de reconquista en el continente americano, y hay que conservar las islas, porque son los escollos donde se levantan los faros luminosos de nuestras ideas, porque son la cadena de oro que une a los continentes, porque están destinados, después que concluyan las federaciones entre los pueblos y las razas, a servir de jalones para que comience la federación de los continentes, la política humanitaria. Todas las Naciones que principalmente han contribuido a la trasformación de América, tienen islas en el mar de las Antillas, testigos de pasados esfuerzos, bases de futuras elaboraciones en la obra de la civilización. Las tienen aquellos pueblos del Norte que pretenden haber sido los primeros en adivinar la existencia del nuevo continente y en tocar, conducidos por tempestad, a sus ignoradas playas; aquellos otros que retirando el mar para extenderse y consiguiendo la libertad para ilustrarse, contribuyeron a establecer las más amplias relaciones mercantiles en el mundo moderno. Las tiene el vasto Imperio cuyos hijos fundaron las colonias que primero se convirtieron en repúblicas. Las tiene la Nación que descubrió grandes porciones de los territorios del Norte y grabó en el mapa la bahía y el río de San Lorenzo. No las tiene Italia en castigo quizá de no haber visto la lumbre del genio en la frente de su hijo más ilustre. Y nosotros tenemos la porción más hermosa, más rica, mejor situada, la llave del golfo mejicano, la gran estación para los viajes del Norte al centro de América; porque nosotros hemos trabajado tanto en el Nuevo Mundo, que según el dicho de un gran orador, si el Pacífico y el Atlántico se juntaran y se tragasen América, con que sólo quedara la cima de los Andes sobre las aguas, allí quedaría como una petrificación gigantesca el genio de nuestra Patria. (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: Perdone V. S., Sr. Castelar; habiendo pasado las horas de Reglamento, se va a preguntar si se prorroga la sesión.

El Sr. Secretario (López): ¿Acuerda el Congreso que se prorrogue la sesión? (Sí, sí.)

El Sr. Presidente: Queda prorrogada. Continúe V. S., Sr. Castelar.

El Sr. Castelar: No pueden concluirse, no, nuestras relaciones en América. España necesita ampliarlas, extenderlas, para no ser el extremo sólo del viejo continente, sino el principio del nuevo. Así, de esta suerte, su espíritu se dilatará en la tierra, y su genio tendrá incentivos dignos de su aliento. Mas, señores, para esto se necesita una cosa; para esto se necesita que España sea acción, y no reacción; libertad, y no arbitrariedad; justicia, y no privilegio; abolición de la esclavitud, y no eterno predominio del negrero en la parte más hermosa del Planeta. Tengamos para decir la verdad, aquella franqueza, aquella energía, aquella virilidad que tuvo el sabio, el virtuoso, el inmortal Lincoln en presencia del Potomac ensangrentado, cuando caían como la mies los hombres a sus plantas, cuando la caballería americana perseguía a Lee, mientras se acercaba la artillería a la Babilonia de la esclavitud, a Richmond, y él tocaba, por segunda vez elegido del pueblo, en la cima del Capitolio, y mirando todas aquellas ruinas, y viendo el humo que se levantaba de aquellos incendios, y escuchando el lloro de las madres mezclado con el gemido de las víctimas, decía: «si la riqueza acumulada por doscientos cincuenta años de esclavitud tiene que perderse; si por cada gota de sangre que el látigo del negrero ha arrancado de la espalda del esclavo tuviéramos que arrancar a las venas de los propietarios un arroyo de sangre con la espada, en esto no verá nadie que de religioso se precie, sino el cumplimiento de la divina justicia sobre la faz de la tierra.» (Aplausos.)

Y si España, señores Diputados, si esta Nación que todos queremos tanto, y por la cual moriríamos todos, si España ha de ser generales arbitrarios, burócratas codiciosos, aduaneros egoístas, censores que ahogan el pensamiento humano, huestes desenfrenadas que asesinan a los niños, la barca de la trata, la Babilonia del ingenio, y allá en último extremo el bazar y el mercado de los esclavos, ¡ah! levantaos conmigo y decid: ¡maldito sea el genio de nuestra Patria!

Señores Diputados, pero España ¿significa esto? España ¿es esto por ventura? Pues ¿qué representan todos nuestros trabajos, qué sois vosotros aquí, mayoría radical, lo digo sin adularos, porque día llegará en que también os diga verdades amargas; qué sois vosotros, sino la expresión más liberal del Poder legislativo desde principios del siglo ha habido en nuestra Patria?

Pues qué, ¿España no es hoy soberanía popular, sufragio universal, derechos individuales, democracia, todo el espíritu moderno? ¿Y queréis negar el espíritu moderno a esa América donde el espíritu moderno ha revestido su más propia forma, su más natural organismo? ¿Qué creéis que representan los doblones de los negreros, las cajas de harina de esos fabricantes, de que nos hablaba ayer el partido moderado, siempre utilitario; qué representa todo eso delante del inmenso Océano del espíritu moderno?

¿Seréis más arbitrarios que los hombres de pasados siglos? Calumnian a nuestros padres, los calumnian aquellos que dicen que nuestros padres llevaron a América un espíritu estrecho y egoísta. No, no es verdad; eso lo podrían decir los ilustres capitanes que peleaban por su independencia, con la injusticia que suelen usar todos aquellos que defienden un principio nuevo contra los principios antiguos, con la injusticia que usaban San Agustín y los Padres de la Iglesia con el paganismo y Voltaire con el catolicismo.

Pero la historia dice otra cosa; la historia dice que nuestros virreyes eran sabios, que nuestro Consejo de Indias un modelo, que nuestras leyes las más humanas, las más previsoras de cuantas leyes coloniales había en aquel tiempo; que el mismo sacerdote católico, con ese espíritu democrático, cuya esencia forma la base de la Iglesia y constituye su gloria, protegía al indio, le amparaba de las asechanzas del blanco, elevaba en él la idea de la personalidad humana, la idea de la inmortalidad del alma; le prohibía prestar dinero a sus dominadores, y hasta le dejaba que se gobernase por sus caciques y que uniera con su mal aprendida ortodoxia las herejías inspiradas en la naturaleza. El siglo xvi llevaba allí lo que teníamos, llevaba nuestros grandes capitanes, nuestros héroes, nuestros descubridores; y el siglo xvii llevaba lo que teníamos, nuestra organización teocrática, jerárquica y monárquica; y el siglo xviii llevaba el espíritu moderno; y la Constituyente de Cádiz el espíritu democrático; y la segunda mitad del siglo xix, por una injusticia incomprensible, no había llevado este mismo espíritu moderno y democrático a nuestras posesiones; pero esta hora es una hora solemne; este día es el último día de la España antigua, que se derrumba sobre las cadenas rotas del esclavo, y el nacimiento de otra España que por medio de sus ideas se une indisolublemente a la América de la libertad, de la democracia y del derecho.

¡Ah, señores Diputados! contra todo esto ¿qué hay? Pues hay el interés de unos cuantos propietarios de esclavos; ¿y cómo ha de consentir el mundo moderno que estos propietarios de esclavos resistan con más fuerza y más derecho que toda nuestra civilización?

Se habla mucho de influencias extranjeras. Pues qué, señores Diputados, ¿por ventura se necesita en el siglo presente que venga la imposición de los extraños a hacer cumplir la justicia? Pues qué, si cuando no había el telégrafo, el vapor y la imprenta, los pueblos obedecían todos a una misma idea, ¿queréis que no obedezcan a una idea en la generación presente?

Hay, señores Diputados, dos Naciones que son los dos extremos, que son los dos polos de la sociedad humana: la una, la Rusia con sus antiguos siervos; la otra, la América sajona con sus antiguos esclavos. Rusia cree ser la civilizadora del Oriente, la civilizadora del mundo primitivo; la América sajona cree ser la civilizadora del Occidente, la civilizadora del nuevo mundo. Rusia, contra las protestas de la nobleza, ha abolido la servidumbre en 1861, y América abolió por entonces también la servidumbre contra las protestas armadas de sus infames negreros.

El día 4 de Marzo de 1861 subía Lincoln al Capitolio, y el 5 de Marzo de 1861 leía Alejandro el rescripto declarando la emancipación de los siervos. Cuando la Rusia ha renunciado a todo su predominio diplomático en Europa; cuando ha renunciado a todas las complicaciones de Oriente; cuando ha renunciado a todo su influjo en Occidente, mientras realizaba la abolición de la servidumbre; y cuando el genio de la América democrática ha puesto en armas dos millones de soldados, 500.000 jinetes, y ha talado sus campos, ha consumido parte de sus ciudades, y ha sacrificado innumerables de sus ilustres hijos, ¿creéis vosotros, señores Diputados, por ventura, que todos esos hechos no han de influir en nuestra sociedad, en nuestra Patria, como influye la luna en la tierra, y como influye la tierra en la luna? Aquí no hay, aquí no puede haber, aquí no habrá imposición extranjera. Lo que hay aquí, lo que no puede menos de haber, es la influencia del espíritu universal humano.

Y ahora os digo, señores Diputados, ahora os digo que necesitáis a toda costa, que necesitáis a toda prisa realizar vuestra promesa, porque no se puede de ninguna manera proferir la palabra, abolición inmediata, sin que sea una verdad inmediata también la abolición de la esclavitud. Pues qué, ¿os arrepentiréis vosotros, se arrepentirá esta Cámara, se arrepentirá el Gobierno de la palabra que ha dado? ¡Es imposible! Las amenazas militares, lejos de intimidaros, son el acicate que os mueve a cumplirla más pronto. (Aplausos.) Diga lo que le plazca la aristocracia militar, aún cuando no haya para contestar Ministros de la Guerra en ese banco. ¿Creen esas ilustres espadas que han de poder contra la democracia lo que han podido por la democracia? ¿Creen que han de poder contra el derecho lo que han podido por el derecho? ¿Van otra vez a decirle a la revolución de Setiembre: «Atrás, porque el filo de mi espada es tu límite?» No, les diría yo. Vuestras espadas fueron nuestras humildes servidoras; vuestras espadas fueron el instrumento providencial de nuestras ideas. (Aplausos.)

Nosotros respetamos vuestra dignidad militar, que es gloriosa; pero a cambio de respetar nuestro poder político, que es legítimo. (Aplausos.) Aquí no se legisla en los cuarteles; aquí se legisla en las Cámaras. (Aplausos.) Lo que nosotros decretemos será ley para las provincias españolas y para las provincias americanas; porque a medida que la autoridad es más legítima, la fuerza es más innecesaria.

Señores Diputados, la sociedad se rige por ideas. Y la idea más viva del mundo moderno es la idea fundamental de nuestras doctrinas. Si lo que distingue al hombre de los demás animales, muchos de los cuales nos son superiores en fuerzas, en duración y en agilidad, es la soberanía de la inteligencia, lo que distingue a los pueblos progresivos, a los pueblos humanos, de los pueblos dormidos en el sueño fatal de la materia; lo que distingue a Suiza de Turquía, a América de China, es la libertad, que aísla a cada hombre en el seguro inmortal de su derecho, que junta todos los hombres por la autoridad de la ley, bajo la severa disciplina de los deberes y de las autoridades sociales. ¡Oh libertad, libertad querida! hoy que tantos te desconocen o te maldicen; hoy que tantos de tus hijos te abandonan; hoy que tantos de los que fueron tus héroes y hasta tus mártires te profanan, porque paciente e inmortal como la naturaleza, no te prestas a la realización de sus ensueños o a la satisfacción de sus ambiciones; yo te veo serena sobre nuestros desórdenes; inmaculada sobre nuestras faltas y nuestros errores; tranquila sobre nuestras tempestades; como la mujer simbólica del gran pintor sevillano, con la cabeza perdida en la luz increada, las plantas sobre la serpiente del mal; virgen purísima concibiendo las ideas que han de ser nuestro consuelo y nuestra gloria; madre fecunda engendrando las generaciones que han de continuar la serie maravillosa de los humanos progresos sobre la faz de la tierra. (Ruidosos y repetidos aplausos.)

¡Ah, señores! un ilustre orador de la minoría conservadora, vuelvo a repetir, ausente por nuestro mal esta tarde, me recordaba haber yo dicho que buscar el genio que había creado la democracia moderna, era como buscar el escultor que ha tallado las montañas, el arquitecto que ha construido los valles. Es verdad; cuando un hombre, por grande que parezca, se gloría de haber creado la democracia moderna, me parece a mí como aquellos hombrecillos del Micromegas de Voltaire, que delante de los gigantescos habitantes de otros mundos se vanagloriaban de haber ellos creado todo el universo.

Sí; la democracia moderna la han creado muchas fuerzas: el espíritu evangélico; la irrupción de los pueblos germánicos, que selló con el sello indeleble de la dignidad individual nuestros corazones; la irrupción de otros pueblos más terribles aún, que contrastaron la reacción Carlovingia; la mano misteriosa, que sublevó las muchedumbres para llevarlas a las Cruzadas, y la mano, misteriosa también, que providencialmente las detuvo; la nube de gremios, y de jornaleros, y de comunidades, y de ayuntamientos, que comienza a cerrar la época de la guerra para abrir la época del trabajo; los cismas, que destruyeron el poder de la teocracia; los Concilios del siglo XIV y del siglo XV, que evocaron el espíritu republicano del Evangelio; la Reforma, que emancipó la conciencia; el Renacimiento, que nos reconcilió con la naturaleza; el descubrimiento de la imprenta, que nos dio el talismán de la inmortalidad; la pólvora, que puso el fuego de Prometeo en nuestras manos; la brújula, que dominó el mar; el telescopio, que escudriñó los cielos; la filosofía moderna, que trajo el derecho natural, como la antigua metafísica griega había traído el derecho romano; la revolución, que ha quitado todos los escollos opuestos a la marcha de nuestros ejércitos hacia su ideal: que así como todas las revoluciones geológicas convergen a producir el organismo humano, compendio de la naturaleza, todas las evoluciones históricas convergen a crear la democracia, compendio de la sociedad y de su inmortal espíritu. (Grandes aplausos.)

Como nadie ha creado la democracia, nadie tampoco puede destruirla. Para intentar las reformas, así en Ultramar como en España, convertid los ojos a todas partes, y ved cómo no le queda, no, a la reacción asilo alguno en la tierra. ¿Dónde lo tiene? ¿Dónde está aquella corte doctrinaria en que se fundaban nuestros moderados? ¿Dónde está aquella Santa Alianza en que se fundaban nuestros absolutistas? ¡Ah, señores! nada de eso existe. Mirad a Roma: ayer la presidia el genio de la teocracia moderna; hoy es capital de Italia. Sobre el monte Aventino, donde se arrastraban los penitentes, hoy resucitan los tribunos. Mirad al Austria, la clave de la Santa Alianza, la palanca de Metternich. ¿Dónde está? ¡Ah! el Austria ha roto su Concordato teocrático; el Austria ha sacado del calabozo a sus pueblos y los ha convertido en pueblos autonómicos; antes citaba a los Reyes para repartirse el mapa de Europa, y hoy cita a una Exposición universal a los pueblos para que vean los milagros de la industria y del trabajo. (Aplausos.)

¿Qué es ya, señores Diputados, de la antigua Prusia? ¿Quién será el insensato que crea que la Prusia va a ser un elemento favorable a los reaccionarios en el mundo? El Rey Guillermo es una maza de la cual se sirve un genio superior para aplastar a los reyes de derecho divino y para destruir antiguos Imperios.

El genio florentino del Canciller de Alemania hoy quebranta algo más formidable que todas nuestras aristocracias, la Cámara de los Señores, y hoy quita su influjo a los bienes nobles en los círculos administrativos, y hoy llama al sufragio universal a los pueblos alemanes, y hoy realiza la idea de la unidad, que es una idea revolucionaria; porque la Alemania, que es hoy una federación imperial, será en porvenir muy próximo una federación democrática. ¿Y la Francia? La Francia, oprimida ayer por aquel Bonaparte inconstante y voluntarioso que resucitaba el Imperio y la esclavitud en América; la Francia, así la democrática como la conservadora; la Francia entera es ya definitivamente una gran república. Permitidme que salude a la vecina Nación, y que la salude, porque, a pesar de las grandes desgracias que ha sufrido, no ha desconfiado de sí misma, y porque cree hoy en la santa virtud de la democracia y en la eficacia de la república.

¿Y por ventura la América está en otro camino? ¡Ah! Grant ha sido reelegido con aquel maduro sentido político que tiene el pueblo americano, y ha sido reelegido porque tomó a Richmond, la Babilonia del esclavo, y porque hoy sostiene que los negros pueden llegar a las más altas dignidades, en una raza que, si desciende de los Puritanos de la Nueva Plymouth, también desciende de los caballeros de la antigua Inglaterra.

Y nuestras democracias hispano-americanas cada día van ascendiendo en cultura y riqueza; cada día van demostrando aquella mesura de temperamento y aquella elevación de inteligencia, signos seguros de la serenidad de su juicio y del progresivo adelanto de su civilización en el seno de la república.

En Méjico, ¿qué se ha hecho del Imperio? Un magistrado pasa del Tribunal Supremo a la Presidencia de la república. Aquel pueblo, deseoso de paz, lo elige, y los soldados, los hombres de guerra, arrojan sus armas a las plantas del magistrado, representante del derecho. Las dos orillas del Plata crecen hoy en libertad y en cultura. Nueva Granada realiza todos los milagros del individualismo moderno. La sólida e ilustrada Chile tiene instituciones conservadoras, para demostrar que dentro de la forma republicana caben así los elementos de progreso como los elementos de estabilidad. El Perú acaba de realizar una revolución. ¿Por quién? ¿Por la oligarquía militar? No. Contra la oligarquía militar, y a favor del Presidente elegido por la voluntad de los pueblos.

¿Qué quiere decir todo esto, señores Diputados? Quiere decir que no hay más obstáculo para realizar las reformas de Ultramar y la abolición inmediata de la esclavitud, que nuestra aprensión y nuestros temores: lo demás, todo es fantástico.

Diputados de esta mayoría, que habéis sido llamados desconocidos, oscuros, rurales, no os importe esto, y decid al volver a vuestros hogares: «nosotros, ayer oscuros, somos hoy inmortales; nosotros pertenecemos a la raza de Cristo, de Washington, de Espartaco, de Lincoln, porque nosotros hemos pronunciado sin temor la palabra libertad, y nosotros hemos puesto nuestros nombres al pié de la más grande obra humana, al pié de la redención definitiva de todos los esclavos.» (Grandes y prolongados aplausos.)


[ Discursos políticos de Emilio Castelar, Madrid 1873, páginas 470-494. ]