Emilio Castelar
Discurso en contra del mensaje o contestación a la corona
Cortes de 1872 ❦ Congreso de los diputados, 8 de junio de 1872
Este discurso resumió el debate sobre la totalidad. A los cuatro días de pronunciado este discurso, el Gobierno conservador había caído y las Cortes del Sr. Sagasta se habían disuelto. Prescindo de la parte que en esta campaña parlamentaria me tocara. Pero jamás una oposición dio más rápidos asaltos a un Gobierno; asaltos que fueron coronados con el mejor éxito.
Sesión del 8 de junio de 1872
El Sr. Presidente: El Sr. Castelar tiene la palabra.
El Sr. Castelar: Conviene, señores Diputados, a la política, conviene a la Nación, que definamos, que aclaremos nuestro confuso estado. Aquí se palpan las sombras. Desde que comenzara este gran debate, yo he perseverado en seguirlo y yo no he oído más que contradicciones; y ¡caso raro! si ha habido alguna armonía, sólo ha reinado entre partidarios del Gobierno e individuos de la oposición. Las contradicciones han sido completas, radicales en el campo de la mayoría.
Por consiguiente, señores Diputados, si este debate no tuviera otro interés más que el interés de definir y aclarar la situación equívoca en que nos encontramos, sería ya de suyo un debate importantísimo; porque, o yo me equivoco mucho, o el daño principal de la Nación consiste en que aquí (digámoslo sin rubor, si es que pueden estas cosas decirse sin rubor), en que aquí se ha perdido toda moralidad política. Entiendo principalmente por moralidad política la consecuencia de los hombres públicos con sus ideas, con sus antecedentes, con sus compromisos, y esta consecuencia es indispensable allí donde el régimen político está basado en el principio electivo; porque si un hombre público se presenta delante del soberano, del juez, y le dice una idea y contrae el compromiso de sostener esa idea; y luego cuando llega el momento de ejercer sus poderes delegados, olvida sus compromisos, ¿qué juicio no debe merecer ese hombre público a la conciencia humana y a la historia?
Por consiguiente, uno de los intereses que en este debate me empeñan, es definir la situación confusa en que nos encontramos.
Pero antes voy a juzgar la política del Gobierno, y voy a juzgarla en su conjunto y en sus particulares, en su espíritu y en sus determinaciones. Y para esto necesito juzgar, no la política de ese Gobierno, sino la política de cuatro o cinco Gobiernos, que se han sucedido desde la caída del Ministerio radical.
Durante un año intentamos, señores Diputados, examinarla, y siempre vino a cortar el hilo del argumento, ora un decreto de suspensión de las sesiones, ora un decreto de disolución de las Cortes, en que se daba la razón a la minoría contra la mayoría, por aquellos mismos que en solemne instante prometieran y juraran no imponer jamás su voluntad a la Nación española.
La fuerza propia es poca, la tarea mucha, y yo no podría desempeñarla si no contase con algo más que vuestra atención; si no contase, señores Diputados, con vuestra nunca desmentida benevolencia. Puedo prometeros, a cambio de esta benevolencia, inspirarme en algo más permanente y más sagrado que los intereses de un partido, inspirarme en los intereses de la sociedad, inspirarme en los intereses de la Patria. Y en prueba de ello, voy a decir una reflexión sencilla, natural, que, a pesar de su sencillez y de su naturalidad, trasciende a toda nuestra política.
Después de la revolución de Setiembre, nosotros, señores, nos hemos gobernado durante dos años republicanamente, por medio de una Asamblea producto del sufragio universal, y un Gobierno amovible, responsable, producto de aquella Asamblea soberana. Los hombres de la extrema derecha, los monárquicos por convicción y por temperamento, al tocar los inveterados males, producto de nuestro largo régimen histórico, y unirlos con los males que traía el ensayo, siempre peligroso, de una amplia libertad en pueblos habituados a la servidumbre, solían atribuir estos males a la interinidad, y librar su remedio al establecimiento definitivo de una Monarquía, a la elección sincera de un Monarca, señores Diputados, el redentor ha venido, y yo os pregunto, para que me respondáis con la mano puesta...
El Sr. Presidente: Señor Diputado, la autoridad Real no puede discutirse: tenga S. S. presente la inviolabilidad de la Corona.
El Sr. Castelar: Señor Presidente, yo no puedo impedir que lo que ha sido sea, y que esta situación se enlace con la venida del Monarca.
El Sr. Presidente: Pero puede S. S. obtemperarse a las prescripciones de la Constitución.
El Sr. Castelar: Pues bien, señores Diputados; yo os pregunto, prescindiendo del redentor: ¿la redención está hecha? Comparad los tiempos de la interinidad con estos nuestros tiempos; la altura de aquellos Ministerios con la altura de esos Ministerios; la dignidad de aquellos Gabinetes, pendientes del poder parlamentario, con la dignidad de esos Gabinetes, pendientes muchas veces de oscuras camarillas; el respeto que infundía la institución de la Regencia con el respeto que infunden otras instituciones tenidas por más sagradas y más altas; la facilidad con que se concluían las guerras civiles con los tratados en que ahora se concluyen; el predominio de las ideas sobre los intereses con el predominio de los intereses sobre las ideas; el espíritu de concordia que reinaba en aquel Parlamento soberano con el espíritu de discordia que ha reinado en los dos Parlamentos posteriores; y decidme luego si no debemos maldecir el funesto instante en que enajenamos el patrimonio de nuestra soberanía, para caer de abismo en abismo a los pies de ese triste, de ese oscuro, de ese contradictorio, de ese reaccionario Gobierno.
No quiero, señores Diputados, comparar otras desventuras con otras venturas; no quiero comparar los días de nuestra resurrección, los días de Setiembre, con estos instantes de nuestra larga decadencia; no quiero recordar el grito de júbilo que resonó en América, y cuyos ecos nos trajeron las bendiciones de aquellas democracias, en su mayor parte nuestras hijas; el estremecimiento de alegría que atravesó las entrañas de todos los pueblos oprimidos, desde la Francia imperial hasta la desmembrada Polonia; el regocijo de todos los mártires, de todos los profetas, de todos los sacerdotes de la regeneración social, maravillados al ver sobre esta tierra de las ruinas teocráticas reproducirse el espectáculo de los puritanos en los bosques vírgenes del Nuevo Mundo; no quiero recordar esto y ponerlo frente a frente de las desventuras que trajo vuestro primer candidato: la guerra europea, el degüello de dos razas desde las orillas del Rhin hasta las orillas del Loira; el sitio de Tiro y de Jerusalén, reproducido en París, y algo más triste todavía que el degüello, y el incendio y la matanza, y la ruina de ciudades, y los cadáveres insepultos: la enemiga de dos Naciones, nacidas, la una para ser el verbo, la otra para ser el pensamiento de la civilización moderna, destinadas ambas a fundar la federación más grande que han visto los siglos, y desde aquel punto adscritas sólo a la guerra, a pensar en sus mutuos agravios, a acariciar implacables venganzas, atisbando el momento en que pueda reproducirse un conflicto, que traería nueva aflicción a la conciencia humana, nuevas desolaciones al suelo de esta desgraciada Europa.
Ha habido dos épocas en que la Nación española influyera soberanamente sobre los destinos europeos durante el siglo que corre. La una ha sido la época de la guerra de la Independencia; la otra ha sido la época de la revolución de Setiembre. Y yo creo no faltar a ninguna conveniencia parlamentaria, no herir ninguna institución altísima, si digo un hecho histórico, si digo que ni en una ni en otra época tuvimos, señores Diputados, Rey a nuestro frente. Abandonados, ¡qué digo abandonados! vendidos por nuestros Reyes, a merced de unos cuantos Diputados que se reunían bajo el estallido de las bombas y el azote de la peste en Cádiz, como náufragos en eminente escollo, desplegamos cualidades políticas de primer orden, contrajimos alianzas provechosas en Europa, nos limpiamos de la traidora invasión extranjera, y cuando parecíamos más siervos, establecimos definitivamente la libertad; y cuando parecíamos más decaídos, enseñamos a las demás Naciones, con ejemplo inmortal, cómo se vence a los conquistadores invencibles, cómo se muere por el hogar y por la Patria. (Bien, bien.)
Vino Fernando VII. El templo de los legisladores se convirtió en su cadalso, el fuego del pensamiento en el fuego de la Inquisición, y aquel Rey entregó sus salvadores al verdugo. No haré yo ciertamente paralelos que pudieran en alguna manera ser irreverentes; no los haré, señores Diputados. Pero permitidme una ligera reflexión.
Ya sé que hoy no son posibles las proscripciones en masa, que hoy no es posible levantar un cadalso del cual chorreen hilos de sangre sobre la frente de toda una generación infortunada. Pero si esto no es posible, son posibles grandes ingratitudes. Y cuando yo busco, señores, con el pensamiento y con los ojos a los que votaron en cierta noche célebre con más entusiasmo y con más decisión por la dinastía, los encuentro, unos proscriptos por las maniobras electorales, otros apartados en el retraimiento del dolor y del silencio, los más, confundidos aquí, conmigo, en los bancos de la oposición. Y cuando dirijo los ojos a los que votaron en contra, o no votaron, y veo a la cabeza del Gobierno al general Serrano, que mandaba ciertos emisarios a todos los candidatos; a la cabeza del departamento de Marina al Sr. Topete, que votó al Duque de Montpensier; a la cabeza del departamento de Hacienda al Sr. Elduayen, que votó a D. Alfonso o votó en blanco; a la cabeza de la comisión del Mensaje al Sr. Romero Ortiz, que votó por el Duque de Montpensier, no puedo menos de comunicaros una reflexión, que encontraréis muchas veces en nuestros grandes poetas, y que se puede decir en unas Cortes libres: ¡Cuántos abismos hay en el seno de los Palacios, y cuánta ingratitud en el corazón de los Reyes!
Mas ¿para qué hablar de estos recuerdos, cuando son tan grandes los males presentes? Las promesas de la revolución, en su mayor parte, casi en su totalidad, engañosas; las esperanzas de los pueblos defraudadas; las clases conservadoras hostiles, y más hostiles todavía las clases populares; la generación que se va, buscando en vano entre las sombras los dioses lares bajo cuyo amparo naciera y se criara; la generación que viene, creída de que va a ser libre y encontrándose el exactor de consumos a la puerta de su hogar; el reclutador de las quintas en la plaza pública; el delegado del Gobierno en los comicios; el procónsul sagastino y el general imperioso al frente de las provincias; el látigo del negrero chasqueando sobre las espaldas del esclavo abyecto; todos los sentimientos heridos; herido en unos el sentimiento religioso, herido en otros el sentimiento liberal, herido en todos el sentimiento patriótico; y así no es maravilla el universal deseo, ya de la revolución, ya de la dictadura, de cualquier cosa que no sea la continuación del bastardo régimen vigente, destinado a dejar eternas heridas en nuestro corazón, eternas sombras en nuestra conciencia, y manchas indelebles de sangre en nuestra historia.
¿Cuál es la clave de todo esto? ¿Cómo se explican todos estos males? Pues se explican porque nos encontramos en plena reacción, en reacción poderosísima. Ya el otro día dijo un Ministro, de procedencia conservadora, que la revolución había concluido, es decir, que la revolución había muerto. Y puesto que la revolución ha concluido, puesto que la revolución ha muerto, nada más natural que creer que nos hallamos, señores Diputados, en plena, en plenísima reacción. Y no creáis que las reacciones me extrañan: yo puedo sentirlas, pero yo no puedo extrañarlas. Como los astros tienen su apogeo y su perigeo, como los mares tienen su flujo y su reflujo, como la electricidad su fluido positivo y su fluido negativo, las sociedades tienen su acción y su reacción, de las cuales resulta su equilibrio. Pero siempre toda reacción ha sido producida por grandes errores del régimen anterior, y justificadas por grandes violencias de este mismo régimen.
Yo no conozco ninguna reacción europea que no tenga estos caracteres. La reacción jacobita vino después de que el hijo del dictador Ricardo Cromwell demostró su orgullo, su inhabilidad y su impotencia; la reacción thermidoriana después de los errores jacobinos; la reacción brumaria después de las torpezas thermidorianas; la reacción de la santa alianza contra Bonaparte después de aquellas guerras sin objeto y de aquellas batallas sin motivo; la reacción de 1843 en España después del bombardeo de Barcelona y de Sevilla; la reacción de 1850 en Francia después de las jornadas de Junio; la reacción de 1856 en España después de los incendios de Valladolid; pero esta reacción actual, artificiosa, hechura de una conjuración de las Cortes y de otra conjuración de Palacio, venida a deshora y en plena paz, no tiene ni explicación ni excusa.
Sobre todo, señores Diputados de la mayoría, si hay necesidad de operar una reacción, ¿por qué no se opera contra vosotros? Porque, después de todo, cuantos males nos afligen, cuantas calamidades nos agobian, cuantos errores se han cometido, cuantas falsificaciones de la libertad se han hecho, todas las grandes perturbaciones que hay aquí, todas son vuestra obra. Si debe morir la revolución, como dijo el Sr. Ministro de Hacienda; si debe la reacción comenzar, debe comenzar contra vosotros; y sin embargo, vosotros servís para todo; vosotros servís para cantar el himno de Riego y el Dies iræ; vosotros para ceñiros el gorro frigio y el bonete; vosotros para producir la revolución, y vosotros para traernos esta reacción espantosa. (Aplausos en la izquierda, protestas en la derecha. El Sr. Presidente llama al orden.)
La reacción existe, y es todavía mayor en aquellos derechos y en aquellas facultades que inmediatamente se relacionan con la soberanía del pueblo; porque, a decir verdad, el concepto fundamental de la revolución fue el concepto de los derechos individuales. Esta idea del derecho es en política como la idea de justicia en moral, como la idea de hermosura en el arte. Nosotros habíamos creído que los derechos eran naturales e ilegislables, y por consecuencia superiores, no sólo a las arbitrariedades de los Gobiernos, sino a las facultades legislativas de las Cortes; no sólo a las facultades legislativas de las Cortes, sino a la voluntad también de todo el pueblo. De esa suerte, nosotros habíamos puesto los derechos individuales en regiones inaccesibles, así a las violencias de la dictadura como a las violencias de las muchedumbres, que son los dos escollos entre los cuales boga la civilización moderna. Y sin embargo, señores, aquí vino la interpretación radical dada por los que redactaron la Constitución; aquí vino la interpretación doctrinaria dada por aquellos que fuera de este sitio, en liceos y academias, combatían el espíritu de la revolución y los derechos individuales: ¿por cuál de estas dos explicaciones optaba ese Gobierno? Por la explicación reaccionaria, por la explicación de los enemigos de la revolución. ¿Y no creéis haber dado motivo para que los radicales se apartaran? ¿Y no creéis haber dado motivo para que la conciliación se rompiera? ¡Cómo oscurecen los ojos de la inteligencia los propios intereses!
Pero, señores Diputados, permitidme que yo, que he sido periodista toda mi vida, al menos hasta hace cuatro años, permitidme que me extrañe de la situación de violencia en que se encuentra la prensa española. (Rumores.) Siempre que se trata de este asunto se producen los mismos rumores en la Cámara, y sobre todo en la derecha, y siempre los desafío, porque tengo para mí que esa derecha desconoce mucho la constitución que lleva, como dice siempre militarmente el Sr. Balaguer, grabada en su bandera.
La verdad es que la prensa se encuentra fuera de su jurisdicción, porque tiene los tribunales ordinarios en vez de tener el Jurado; la verdad es que a la prensa se le aplica una legislación bárbara, completamente bárbara. Pues qué, señores Diputados, con el concepto que nosotros tenemos de la pena, con el concepto que de la pena tienen la ciencia y la sociedad moderna, ¿creéis que no es tan bárbaro como los procedimientos de la Inquisición el que los periodistas vayan a las cárceles, vayan a los presidios? La pena no es una venganza, no es un tormento, no es una advertencia, no es una coacción; es algo que redime, que eleva, que enseña; por lo mismo, la pena infligida al pensador por su pensamiento es una enormidad tan grande como los procesos por brujería y hechicería en los tiempos antiguos. Los venideros no creerán que habéis querido corregir los errores del pensamiento con el látigo de los presidios.
Periodistas, que habéis estado, como el Sr. Ulloa, en el Ministerio de Gracia y Justicia, como el Sr. Sagasta, en el Ministerio de la Gobernación, ¡nada habéis hecho por la prensa! ¿Es posible valerse de un instrumento, esgrimirle, levantarse merced a él, por él, y luego, cuando se está en la cima del poder, romperlo, pisotearlo, escupirlo?
Señores Diputados, yo de mí sé decir que cuando leo un periódico, que cuando recorro sus columnas, siento impulsos de orgullo por mi tiempo y de compasión por los tiempos que no conocieron esta obra, la más alta de la inteligencia humana. Comprendo una sociedad sin vapor y sin telégrafo, pero no comprendo una sociedad sin periódicos, sin ese gran libro de todas las clases; comprendo un hombre que se entregue a la maceración, al ayuno y a la penitencia en una de esas islas morales llamadas monasterios, pero no comprendo que este hombre deje de leer periódicos, de sentir en su corazón, refluyendo la vida de toda la humanidad, de pensar con el cerebro de toda la especie, de recibir todos los días la visita divina del espíritu de su siglo. Podrá haber en la prensa pasión, no lo niego; pero ¿creéis que sin esa pasión se movería tan grande máquina? Podrá haber mentira, dolo e injusticia; pero ¿no sabéis que el mal persigue como una sombra a la condicionalidad de nuestra naturaleza? Y sin embargo, por el periódico llegan a vuestros oídos desde las fugaces impresiones de un baile hasta el eco de la tribuna; desde el curso de las ideas hasta el curso de los astros; desde el rumbo que toma la nave en el mar hasta el rumbo que toman los Estados en la política; y así como el gran sacerdote ideado por el poeta del siglo, con el libro en las manos, humedecido al salir de la imprenta, recién hallada, veía cuartearse las torres del feudalismo teocrático, yo, con un periódico, desafío a todas las tiranías del mundo; que un periódico es la condensación más alta del humano espíritu.
Señores, si no podéis educar moralmente a la prensa; si no podéis poner fuera de la sociedad a aquel que la esgrime mal, a aquel que injuria y calumnia; si vosotros mismos muchas veces, de esos fondos secretos, cuyo destino tanto trabajo cuesta encontrar, soléis pagar la injuria y la calumnia desde la cima del Gobierno, ¿de qué os extrañáis? Pero yo no puedo pasar a otro punto sin decir que si queréis, castiguemos la injuria y la calumnia. Sea en buen hora, persigámoslas, castiguémoslas. Pero yo pido, y si fuera mi partido poder lo realizaría, yo pido que fuera de la injuria y de la calumnia haya impunidad completa para la prensa. Esta es mi teoría, y paso a otro punto.
Paso, señores, al derecho de reunión, y en esto debo insistir, porque en el derecho de reunión comenzó toda la larga serie de medidas reaccionarias que han hecho de nuestra revolución un sueño, de nuestro Código fundamental, como diría el Sr. Balaguer, una desgarrada bandera.
En el punto en que, por nuestro mal, fue exaltado el Sr. Sagasta a la Presidencia de esta Cámara, el señor Malcampo a la Presidencia del Consejo de Ministros, y el Sr. Candáu al Ministerio de la Gobernación, desde ese punto comienza la reacción contra los derechos de asociación y de reunión. Se quiso perseguir a la Internacional, no se la pudo perseguir, y se trajo aquí una cuestión académica. Después de aquella controversia, todas las cosas quedaron en el mismo estado: la Internacional en su derecho, la Constitución en su vigor y el Gobierno en su impotencia. Entonces, algunos gobernadores atacaron rebelde y facciosamente a la Internacional, suspendiendo sus reuniones.
El Ministro de la Gobernación sostuvo a estos gobernadores facciosos y rebeldes; y un magistrado íntegro, severo, representante fiel de nuestro Código, guardador de los derechos que la Constitución concede a todos los ciudadanos, creyendo que ni por ley natural puede prohibirse la discusión de las ideas, ni por ley escrita los esfuerzos de los trabajadores para mejorar las condiciones del trabajo, interpuso el escudo de la justicia entre la mano arbitraria del Gobierno y la existencia de la Internacional. Y ese mismo Gobierno, que había sostenido en su rebeldía a los gobernadores facciosos, depuso al magistrado que invocaba el numen de la justicia sobre gobernantes y gobernados, en un decreto que escandalizó a España.
Mas no era bastante con escandalizar a España; necesitábase también escandalizar a Europa. Los grandes representantes de la reacción europea han muerto. Ya no existe el Rey de las Dos Sicilias; ya no existe Federico-Guillermo IV, el gran romántico, que protegía la música de Meyerbeer, la catedral de Colonia, la escuela de Schelling y la política reaccionaria; ya no existe el zar Nicolás, el Mesías armado de una raza conquistadora; ya no existe tampoco Metternich, aquel espíritu de la Santa Alianza, aquel cortesano de los Reyes, aquel carcelero de los pueblos; pero existe el Sr. Candáu y existe el Sr. De Blas a la cabeza de la Europa reaccionaria para perseguir a la Internacional. (Risas.) Los discursos del Sr. Candáu fueron remitidos en esencia a todas las Naciones extranjeras, y decíase en esa circular que se había tenido aquí una discusión luminosa sobre la Internacional.
Si SS. SS. la habían escuchado con atención, la habían aprendido con escaso aprovechamiento. Porque, a decir verdad, ¿cómo se concibe que después de todo lo dicho aquí se atribuyera el Gobierno de los comuneros de París a la Internacional, cuando probamos hasta la saciedad que si había algún individuo de sociedades secretas, era de esas sociedades políticas a que suelen pertenecer los fósiles progresistas históricos? ¿Cómo se concibe, señores Diputados, que se alardeara tanto en aquella circular sobre las reformas sociales y socialistas del Ayuntamiento de París? Las reformas del Ayuntamiento de París se pueden reducir a muy pocas palabras: perdón de los alquileres a los inquilinos pobres durante la guerra; remisión del pago de las deudas a dos años más tarde; registro abierto para que los obreros sin trabajo y los patrones sin obreros expusieran sus necesidades y quejas; jurados mixtos, compuestos de unas y otras clases, para dirimir las contiendas entre el capital y el salario; desempeño de las alhajas de 30 francos en el Monte de Piedad; y luego entrega de los talleres abandonados en la guerra a las sociedades cooperativas, pero con la condición de avalorarlos y justipreciarlos, y compensar con una indemnización a sus dueños; medidas sociales que había preparado el Gobierno del 4 de Setiembre, y que se habían sostenido solemnemente en la Asamblea de Burdeos y de Versalles.
Pero lo imperdonable, lo incomprensible es que Ministros liberales, que Ministros revolucionarios, atribuyeran las catástrofes de París, estas grandes y pavorosas catástrofes, a la libertad y a la revolución. ¡Cómo! Despojo de la república; golpe de Estado, obra de una turba de Maquiavelos liliputienses y otra turba de pretorianos ebrios; veinte años de inmoralidad arriba, de servidumbre abajo; los escándalos del Imperio romano reproducidos; las peores pasiones del pueblo atizadas; proscrito el pensamiento sin escrúpulo; erigida la dictadura sin freno; decadencia en Europa; deshonra en América; guerra sin pretexto y sin preparación, en que triunfaba el partido militar de la renaciente libertad; ocho batallas perdidas en un mes; la leyenda bonapartista desprestigiada; el César entregado sin honor; Waterloo reproducido sin gloria; los esfuerzos dantonianos de Gambetta contrastados por la fatalidad; la traición del 2 de Diciembre sobreviviendo al Imperio en los muros de Metz; París caído; el caballo del Prutk relinchando bajo los arcos de triunfo a las orillas del Sena; la república después de su triunfo nuevamente amenazada, y la sombra del feudalismo rural y de la Monarquía nuevamente extendida sobre la Asamblea de Burdeos; dos provincias desmembradas del suelo nacional; 5.000 millones de rescate prometidos; la ocupación extranjera aceptada; y vosotros, liberales, vosotros atribuís a la libertad toda esta serie de catástrofes, castigo grande, sí, aunque no tan grande como la culpa de la generación proterva que desconoció la austera virtud de la libertad y alargó dócilmente el cuello a la coyunda infame y vil del cesarismo. (Aplausos.)
Pero ¿qué os proponíais en vuestra circular diplomática, qué os proponíais? ¿Os proponíais acabar con las huelgas internacionales? Señores Diputados, ¿se comprende mayor iniquidad? El capitalista podrá tomar acciones de todos los Bancos, obligaciones de todos los caminos de hierro; podrá jugar en todas las Bolsas, poner el precio medio a las cosas en todos los mercados; y el pobre trabajador, que sólo tiene sus tristes horas y sus desmayados brazos, no podrá ponerse de acuerdo con sus compañeros para mejorar las condiciones del trabajo: injusticia tremenda, que provoca, como todas las injusticias, una tremenda, venganza.
Pero querían combatir la utopía social, esa utopía que llamaron en otra célebre circular con un nombre, el cual por lo estrambótico será famoso en la historia, con el nombre de utopía filosofal del crimen. ¡Utopía social! ¿En qué tiempos, en qué sociedades no ha existido esa utopía? Los judíos se libertaron de la común ruina de las sociedades asiáticas por esas esperanzas mesiánicas de restauración material. Las sociedades antiguas, con ser tan sencillas y tan diferentes de las complicadas sociedades modernas, tuvieron sus profetas sociales como Agis y Cleómenes en Grecia, como Tiberio y Cayo Graco en el Lacio. Los cristianos primitivos no hubieran creído unir sus espíritus si no hubieran unido su propiedad y sus intereses. Junto a cada movimiento de la historia moderna hay una utopía social. Los franciscanos escriben su Evangelio eterno. Los milenarios, que creen oír la trompeta del juicio final sobre la atmósfera convertida en sudario, sobre la tierra convertida en cadáver, descubren más allá de los océanos de cenizas en que el universo entero se ha disuelto, celajes de bienaventuranza material.
Junto a los Concilios de Basilea y de Constantinopla, se encuentra Juan de Hus, Jerónimo de Praga, Munzer y otros; junto a la reforma protestante, los campesinos; junto a la Iglesia anglicana, la utopía por excelencia; junto al imperio austriaco, la ciudad del sol; en el siglo xviii el Código de la naturaleza, y en el siglo xix el Pontificado industrial, la Icaria cabetista, la Tetrada, el Falansterio, el Banco del pueblo, evidentísimas demostraciones de que la utopía social es algo como el misticismo, algo como el arte, algo que sostiene en las luchas de la vida y que consuela en las tristes asperezas de la realidad. Luego es permanente, luego es indestructible, luego será eterna.
¿Y queréis suprimirla? ¿Creéis que por haber llegado al Gobierno estáis facultados para destruir las leyes de la naturaleza humana, como destruís nuestras leyes convencionales? ¿Creéis que se somete a lo arbitrario el espíritu inmortal de la sociedad, como se somete la máquina artificiosa del Estado?
Lo verdaderamente utópico, en mi sentir, es el medio escogitado para contrastar la utopía socialista. Invitabais a todas las Naciones a corregir por la iniciativa de una sola su legislación interior, minando así el principio capital de la política moderna, el principio de la autonomía en las nacionalidades, principio completado por el axioma internacional de la no intervención. Para seguiros, para ayudaros a extinguir ideas, Alemania hubiera tenido que renunciar a su libertad intelectual. Bélgica y Holanda a sus liberales Constituciones. Suiza a su república e Inglaterra a esta serie de arraigadas reformas, nacidas de grandes revoluciones, y acreditada por una constante experiencia. Así, no es mucho que lord Grandville, viendo amenazadas las instituciones inglesas, que habían resistido a la armada invencible de Felipe II, al genio absolutista de Luis XIV, a la conjuración diabólica de Alberoni y al bloqueo continental de Napoleón el Grande; viéndolas amenazadas por el Sr. De Blas, se dirigiera a uno de los armarios del Foreing office, y en vez de tomar la espada de Wellington o el anteojo de Nelson, tomara la palmeta de la ironía británica, tan hábilmente manejada por Swiff, y él, gran propietario, patricio de raza, noble de sangre, Duque de Sutherland, diera a palmetazos una lección de respeto al Código fundamental, de amor a las leyes, de celo por las conquistas de las democracias modernas, a estos Ministros españoles, eternamente demagogos en la oposición, y eternamente arbitrarios en el Gobierno.
Señores Diputados, todas estas desventuras del Gobierno provienen de que no conoce, permítaseme la palabra, o de que si lo conoce lo olvida, el movimiento del espíritu moderno. La idea de la propiedad comunista, la idea de la propiedad colectiva es una idea que debe rechazarse (yo al menos la rechazo); pero no es una idea liberal; no es una idea que venga de pueblos democráticos, que venga de pueblos republicanos; es una idea que viene de pueblos rusos, de sociedades moscovitas. ¿Dónde tiene menos sectarios la Internacional que en la América del Norte? ¿Y por qué? Porque allí se han ensayado sin temor y se han resuelto con energía los problemas sociales conforme han ido apareciendo. Los puritanos creyeron que no representaban verdaderamente el espíritu evangélico de su Iglesia si, como los primeros cristianos, no unían a la comunidad de sus espíritus la comunidad de sus intereses, y fundaron la propiedad colectiva en Nueva Plymouth. Pero luego vieron que la república flaqueaba a falta de esos aguijones del interés personal y la emulación, y convirtieron en propiedad individualista la propiedad colectiva.
Pero esta idea del colectivismo es idea de una sociedad primitiva, de una sociedad semi-asiática, de una Iglesia autoritaria y jerárquica, de un imperio autocrático, absolutista; de una raza que llevó sobre sus espaldas el peso del despotismo y sobre su conciencia el látigo de la censura; raza creída íntimamente de que, así como la raza germánica vino a realizar la comunidad de los espíritus por la aceptación del Evangelio religioso, la raza eslava viene a realizar la comunidad de todos los derechos y de todos los intereses por la proclamación de un nuevo Evangelio social. De consiguiente, a Rusia es adonde podían haberse dirigido los ministros de Estado y Gobernación a combatir las libertades rusas.
Pero, señores, mientras nuestros Ministros andaban por el mundo en persecución de la Internacional, publicábanse en libros conocidísimos noticias, documentos que agraviaban en lo más profundo la honra de la Nación española: y por si acaso dudáis, aquí tengo estos libros, y puedo enviarlos al Sr. Ministro de Estado, que tiene a su cargo las relaciones exteriores.
Yo discuto siempre de buena fe. No puedo atribuir al Ministro actual omisión ninguna en este punto; y como estos libros se han publicado hace poco tiempo, aun no hace un año, toda la responsabilidad, y yo siento decirlo, es de los Ministros anteriores a este Ministerio y posteriores al del Sr. Ruiz Zorrilla. (Rumores.) Podéis verlo si lo dudáis.
No hace mucho tiempo un Diputado inglés se gloriaba de que en la cuestión monárquica española la principal influencia había sido la influencia inglesa, y que la Inglaterra había propuesto y sostenido al candidato convertido en Rey. No le basta a la política inglesa tener su extranjera planta en Gibraltar, a la desembocadura del Mediterráneo y poner un veto a nuestras aspiraciones en Lisboa, a la desembocadura del Tajo, sino que luego se gloría de tener aquí...
El Sr. Presidente: Perdone V. S.; no se discute ahora la elección monárquica.
El Sr. Castelar: ¡Ah, señor Presidente! pero se discuten los agravios que se nos infieren en otras Naciones; y si S. S. consigue que esto no se discuta en otras Cámaras...
El Sr. Presidente: Mi autoridad no va tan lejos; mi autoridad se reduce a procurar que lo que aquí no se debe discutir no se discuta.
El Sr. Castelar: Señor Presidente, yo tengo que tratar de lo mucho que se nos ha dicho en otra parte.
El Sr. Presidente: Su señoría sabe tratar todas las cosas con los debidos miramientos y con la obediencia debida a las prescripciones legales, y S. S. conoce hasta qué punto el Presidente, como Presidente, como Diputado y como amigo de la elocuencia, tiene consideración a S. S. Ahora continúe V. S.
El Sr. Castelar: Señor Presidente, debo una satisfacción a V. S. Yo no trato de faltar a la Presidencia, ni mucho menos a S. S.; pero apelo a su misma justificación y a su larguísima experiencia parlamentaria. Se nos han inferido grandes agravios, y prescindiré completamente de las personas Reales; hablaré sólo de los hechos; y yo creo que un Ministro de Relaciones extranjeras español tiene el deber de conseguir que en ninguna parte, y menos por autoridades constituidas en alta dignidad, y menos si esas autoridades son poderosas, que en ninguna parte se injurie a la Nación española.
Voy a decir los agravios inferidos por los extranjeros, y las quejas lanzadas por la Nación. Voy, pues, a prescindir del incidente de Inglaterra. Se ha publicado un libro del embajador Benedetti, y en él se describen las angustias que precedieron a la guerra. En este libro hay una nota del Barón Mercier, en la cual se leen, poco más o menos, las siguientes aserciones: «Me he presentado al general Prim y le he descrito las angustias de Saint-Cloud a causa del candidato a la Corona de España, a causa del coronel Hohenzollern.» El general me ha respondido: «Cabalmente yo pensaba que no sería desfavorable a esta candidatura la corte de las Tullerías, a causa del parentesco que une al candidato con el Emperador.» Y Mercier responde: «Pariente del Emperador, pero enemigo de Francia. El Emperador hubiera preferido al Duque de Montpensier, enemigo dinástico del Imperio, amigo sincero de Francia; porque el Emperador, antes que Emperador, es frances.» Y decía el general Prim: «¿Cómo me decís eso cuando yo me opuse siempre al Duque de Montpensier por creerle contrario a la corte de las Tullerías? Yo no tenía más que abrir la mano, y el Duque de Montpensier hubiera sido elegido Rey.»
Señores, los que conocen la hábil diplomacia del ilustre jefe, ya muerto, del partido progresista, ¿pueden creer que pronunciase estas imprudentes palabras? ¿qué reclamación, qué nota, qué documento siquiera ha publicado el Sr. Ministro de Estado, mientras escribía sus circulares contra la Internacional?
Pero hay más: hay otra nota en la cual se dice, y esto agravia al general Serrano: «Me he presentado al Regente, y le he dicho todo lo grave del caso; y el Regente me ha contestado que ningún Ministro, ni él mismo, había medido la trascendencia del problema dinástico; y yo le he insinuado lo que tiene el meterse en cosas que no se comprenden, en cosas que no se entienden.» ¿Puede darse, señores Diputados, un agravio mayor a un jefe del Gobierno español? ¿Qué nota o qué documento ha publicado el Ministro de Negocios extranjeros contra ese documento y esa nota?
Y dice en una conversación entre el canciller de Alemania y el embajador de Francia, y esto es bien público... (Varios señores Diputados: Que se lea.) No me atrevo a leerlo, porque sería muy largo; pero si los señores Diputados quieren, el libro está aquí. Se titula Francia y Prusia antes de la guerra, por el Duque de Gramont.
Pero hay más; y esto lo ha dicho una persona constituida en dignidad, y que hoy tiene un influjo soberano en toda Europa.
Se dirige el embajador Benedetti al Conde Bismark, o más bien, al Príncipe Bismark, y le dice: «He oído que se trata de la candidatura de Hohenzollern.» El Príncipe le contesta: «Yo no creo que se trate seriamente en España de esta candidatura; yo creo que los dos generales no tienen gran interés en que haya Rey en España; y después, tampoco creo que el Príncipe Antonio, padre del Príncipe Leopoldo, se comprometa en otra aventura, como la aventura de Rumanía; porque esa aventura, en virtud de la cual colocó en el trono a su primogénito, le tiene arruinado, y le acabaría de arruinar la candidatura española.» Señores, nos ponen a la altura de Rumanía, a la altura de un principado protegido todavía por el Gran Turco, y no se quiere que la Nación de Lepanto se agravie y se ofenda de estas grandes injurias, ella, que ha dominado el Mediterráneo, y que ha tenido entre sus cortesanas a Palermo, Nápoles, Atenas, y en algunos momentos la misma Constantinopla.
Pero aún hay más, y concluyo con este doloroso asunto. Señores, esto sí que lo voy a leer. El libro del Duque de Gramont, página 23: «Durante este plazo el mariscal Prim debía ganar a la causa del Príncipe Leopoldo los Diputados españoles. La intriga estaba manejada con habilidad: Mr. Bismark disponía, gracias al despojo de los Príncipes alemanes destronados tras la guerra con Austria, de fondos secretos (también allí hay fondos secretos), (el Sr. Sagasta: Los hay en todas partes), de fondos secretos, entregados con toda confianza y sin ninguna inspección por el Parlamento del Norte de Alemania, fondos con los cuales había bastante para preparar la intriga, tanto en España como en Prusia.»
Permitid, señores, a un Diputado que como hecho histórico puede decir ahora que combatió siempre a la Monarquía, y como hecho histórico puede repetir ahora que combatió siempre todos los candidatos al Trono; permitidle a este Diputado, cuyo corazón presintió las catástrofes que habían de venir a Europa por considerarnos los jefes de nuestra Nación a la altura de Bélgica, de Rumanía y de Grecia, cuando somos todavía, a pesar de nuestra decadencia, la gran Nación, la que tuvo por cetro el eje de la tierra; permitidle que conteste a ese Duque, ya que no le han contestado los Ministros españoles, a ese Duque, cuyos errores se excusan un tanto por sus desgracias; permitidle decir en voz clara y alta, en nombre de los mismos Diputados monárquicos, que conoce mal el carácter español, la tradición española, el pundonor español, si cree que aquí puede sacarse a pública subasta el Trono, si cree que aquí se puede comerciar vilmente con lo único que nos queda en medio de tanta ruina, con el nombre inmaculado, con la honra purísima de la Patria. (Aplausos. Interrupciones.)
El Sr. Presidente: Perdone V. S.; estas frecuentes interrupciones quitan toda su importancia al régimen de la discusión. Invito, pues, a los señores Diputados a que se abstengan de hacer estas manifestaciones.
El Sr. Castelar: Pero permitidme también deciros, señores Diputados, que ya que esos agravios se han inferido a la luz del día, en estos tiempos de publicidad y de prensa, se ha debido contestar honrada y enérgicamente a esos ataques. Pero ya se ve, además de combatir la Internacional, estábamos ocupados en arreglar nuestras diferencias con Roma, y esto de nuestras diferencias con Roma tiene mucho y muy alto sentido político: esto de nuestras diferencias con Roma se relaciona muy estrechamente con el párrafo del discurso regio, en que se habla del matrimonio civil y de la venida del Nuncio.
Yo sé muy bien lo que vais a decirme; sé muy bien que todos los conservadores de esta Cámara van seguidamente a exclamar: ¡Qué empeño tienen los revolucionarios de todos matices en que presida la celebración del matrimonio un juez o un alcalde, en vez de presidirla un cura, un sacerdote! Pues tenemos este empeño, porque la razón enseña, y la historia confirma, que las sociedades humanas van civilizándose conforme se apartan de la larva teocrática y se dirigen a la plenitud de la vida civil. El gobierno social, que se llamaba teocracia, es hoy democracia; la ciencia de las ciencias, que se llamaba teología, es filosofía; la química, que se llamaba alquimia, es observación, experimento; la astronomía, que se llamaba astrología, es matemática; el derecho, que se llamaba derecho divino, es derecho natural; y por consecuencia, ya que todas las fuerzas de la vida toman otro aspecto, nosotros sostenemos, prescindiendo de que la vida religiosa quede para el interior del hogar, para el interior de la conciencia, nosotros preferimos a todo la familia civil, como la escuela independiente y laica.
Pero, señores Diputados, si en realidad atacáis al matrimonio civil, atacáis la única conquista tangible que nos queda de nuestra emancipación religiosa. Y la prueba de que lo atacáis se encuentra en que dicen que va a venir, y que va a venir muy pronto, un Nuncio de Su Santidad, cuyo viaje se ha suspendido a consecuencia de las partidas carlistas. Pues yo os aseguro que si el Nuncio viene, no se queda; y si se queda, tiene que irse la Constitución española; porque el Papa, señores Diputados, el Papa puede morir, pero no transige nunca. Su naturaleza superior parece que le coloca en regiones como inaccesibles a los sentimientos y a las pasiones humanas.
Una Emperatriz desdichada atravesó los mares de América, las tierras de Europa, se dirigió a San Pedro, se arrojó de hinojos a las plantas del Papa, cruzó sus manos, le habló con todas las voces divinas que tiene la pasión de una mujer, el cariño de una esposa, y el Papa no quiso perdonar a su marido las complacencias tenidas con la revolución en daño de la Iglesia; y desde entonces esta mujer, que aguardaba el Shakespeare o el Sófocles, nacidos para cantar las tristezas de la nueva Antígona, de la nueva Ofelia, esta mujer se halla loca, y el porvenir tal vez la llamará, a causa de estas trágicas escenas, la loca del Vaticano. El César, representante de Carlo Magno, sostenía al Pontífice; su guarnición era, digámoslo así, la base de la silla temporal de San Pedro; y a pesar de saber el Papa que la retirada de aquellas bayonetas equivalía a la caída de su poder temporal, jamás quiso, bajo la tutela de Napoleón, consentir en ninguna reforma ni satisfacer a ninguna queja.
El Austria era uno de los sólidos fundamentos del Trono Pontificio, la Nación católica por excelencia entre las grandes naciones europeas, y el Papa no ha perdonado, ni aunque lo haya pedido una madre ilustre en la agonía, no ha perdonado la mano, para él maldita, que rompiera el Concordato.
Bismark, ahora, hoy, no tiene rival; Bismark, que dirige en estos días Europa, ha enviado un embajador Cardenal a Roma, y el Papa ha dicho: «Un Cardenal, aunque éste sea de alta estirpe, un Cardenal significa que en Berlín se cree definitivamente muerto el poder temporal.» Y no ha querido admitir el embajador de ese Bismark, ante quien todas las Naciones de Europa tiemblan. Hizo más, señores Diputados; promovió el Papa disturbios interiores en Alemania, de los cuales se queja con grande elocuencia Bismark, porque también es orador el canciller, de los cuales se queja en el Parlamento; y el Papa no le oye, y persiste, aún a riesgo de perder la Alemania del Mediodía por el cisma de Doellinger, como perdió la Alemania del Norte por la protesta de Lutero.
¿Vosotros creéis que va a perdonaros? Pues qué, ¿por ventura sois vosotros más cercanos al Papa que Italia? ¿Estamos más en torno del Papa que Italia? Italia le rodea, le cerca con sus brazos y le enseña la grande obra, comenzando por aquellas palabras evangélicas que salieron el año 47 del Trono de San Pedro; le enseña además el sueño de Santo Tomás, de Petrarca y de Dante, realizado; y a pesar de que Italia tiene hechizos de inspiración y de arte para seducir altos poderes, el Papa maldice la obra de Italia, es decir, maldice la unidad y la libertad, maldice la independencia y la autonomía de su propia patria. ¿Os creéis vosotros, para decir esas afirmaciones en el discurso de la Corona, os creéis vosotros con más autoridad y poder que la misma Italia?
¡Ah! no; nuestra Constitución proviene de la filosofía y de la revolución, y el Papa ha elevado casi a dogma el Syllabus, la teocracia sobre la sociedad, la amortización sobre la tierra, la censura sobre la conciencia, la tasa sobre el comercio, el derecho divino sobre la política, el predominio del Pontificado sobre todas las relaciones internacionales, el ideal de la Edad Media por toda luz, sol extinto en este nuestro siglo; y todas esas ideas han sido colocadas a la altura del dogma de Nicea por un Concilio declarando al Papa que, inaccesible al error, quizá al pecado, lo ha puesto cerca del trono de la Trinidad Santísima, desde el que puede ver a sus plantas, como el Dios del Corán y de la Biblia veían el cielo cargado de sus luminosos orbes, la conciencia humana cargada de sus luminosas ideas.
Yo no comprendo, señores, yo no puedo comprender que un Gobierno sensato, que una mayoría sensata le den a la Nación la noticia, que nunca se realizará, de una conciliación entre este Código fundamental y la corte de Roma.
Eso no sucederá nunca; eso no puede suceder; y lo que no sucederá nunca y lo que no puede suceder no se dice en discursos solemnes por Ministerios sinceros, porque engendran la sospecha de que se dice eso para aplacar ciertas inquietudes, ciertas aprensiones, ciertas ideas de almas tiernas, piadosas, sensibles, místicas, que sienten una gran soledad allá en las eminencias sociales, donde se respira tan difícilmente, y donde la vida está llena de dolores.
Pues qué, señores Diputados, ¿creéis que no comprendemos eso, que no comprendemos cómo ciertas almas tiernas, delicadas, necesitan querer, necesitan sentir, necesitan amar algo sobrenatural, y necesitan, sobre todo, orar todos los días?
Ante el fatalismo de la industria, cuyas ruedas, movidas por el vapor, desarrollan tantas fuerzas que nos dan idea de nuestra propia debilidad; ante la concurrencia universal y la batalla por la vida que se halla empeñada desde las esferas de los organismos zoológicos hasta las esferas del trabajo humano; ante la implacable indiferencia de la naturaleza que sonríe serena en los días de nuestros más grandes dolores, y absorbe y borra las generaciones de su seno nacidas y a su seno devueltas, como el mar absorbe y borra las gotas de agua llovidas sobre su superficie de las nubes que acaso él mismo haya evaporado; ante el imperio incontrastable de la muerte, que se lleva los corazones más queridos y se pega como sucia araña a la urdimbre inmensa de la vida; ante la cadena del límite que por todas partes nos rodea y nos estrecha y nos agobia; ante la impureza de la realidad, nada más propio del corazón humano que reivindicar bajo el peso del fatalismo la libertad, que encender sobre las espesas tinieblas de la realidad la luz del ideal, que buscar a través de los dolores, a través de los desengaños, a Dios, para pedirle en el místico lenguaje de la oración, que sean la verdad, la bondad, la hermosura, entrevistas desde este planeta como fugaces relámpagos, perpetua luz en otros cielos, en otros mundos mejores, indispensables si el universo no ha de ser un poema burlesco y el hombre una víctima sin esperanza y Dios un verdugo sin conciencia; indispensables a la dilatación de nuestra alma, que necesita extinguir en alguna parte su inextinguible sed por lo infinito. (Grandes aplausos.)
Declaro sinceramente que necesitamos un ideal. Pero no puedo comprender se quiera imponer un ideal a cada espíritu por el Estado, pues entonces el ideal pierde toda su virtud. Y comprendo menos que Estados graves digan palabras solemnes sobre asuntos trascendentalísimos bajo el influjo de camarillas religiosas. Bien sabéis que en España nada se odia tanto como las camarillas religiosas. Caímos bajo su letal influjo en tiempo de Carlos II, y desde entonces tenemos tal horror a su rehabilitación, que todos los Gobiernos sometidos a camarillas religiosas son Gobiernos completamente impopulares en España. Y este horror cunde hasta en los hombres de más reaccionarias ideas. Preguntad a los carlistas por qué cayó la causa de D. Carlos. No lo atribuyen, no, al convenio de Vergara; lo atribuyen al odio que inspiraba la corte de Oñate; y el odio que inspiraba la corte de Oñate, al predominio en ella de Obispos, Arzobispos y Cardenales, que no eran ciertamente Obispos, Arzobispos y Cardenales extranjeros. Preguntadle al partido moderado por qué cayó Doña Isabel II. Pues no cayó por la batalla de Alcolea; cayó por los milagros, por la rosa y la llave de oro, por los conventos, por el influjo monástico, por la reaparición sobre el Trono de la abominable sombra de la teocracia. Si yo pudiera recordar algunos hechos contemporáneos, diría que en cierta ocasión una Princesa virtuosa e ilustre bogaba con un Príncipe su esposo hacia Tierra Santa. Por llegar más pronto, obligó a aquel príncipe a que diera mucho vapor a las calderas de su buque; las calderas estallaron y se llegó más tarde. Pues hay calderas que sufren menos presión, y hay naves más expuestas a naufragar que las calderas y las naves de la regia marina italiana.
Señores Diputados, no hablaría de esta cuestión de camarillas, ¿cómo había de hablar yo? si no hubiera revelado el anterior Presidente del Consejo de Ministros que había en España camarillas militares. Y aquí no voy a hablar, como mi elocuentísimo amigo el Sr. Abarzuza, de fantasmas y de sombras; voy a hablar de un asunto que cae todo entero bajo la competencia del Parlamento; voy a hablar de la destitución del general Gándara. Todos nos acordamos de aquellos días, y por cierto que eran días funestos: las comunicaciones regulares con Europa retardadas; las comunicaciones con las provincias del Mediodía interrumpidas; bandas carlistas llenando las provincias del Norte; bandas carlistas apareciendo en los campos de Tarragona y en las montañas de Cataluña; el Senado en la discusión del mensaje; el Congreso por constituir; y sin embargo, las funciones del Gobierno se suspendieron, la crisis nació, los Ministros presentaron sus dimisiones. Y ¿por qué? ¿Por una cuestión política? No. ¿Por una cuestión social? No. ¿Por una cuestión económica? No. Por una cuestión cortesana, como si estuviéramos en los tiempos conocidos en la historia francesa por tiempos de los mayordomos de Palacio.
Señores Diputados, desde el momento en que el señor Sagasta salía de Palacio, anunciaban todos sus amigos que traía en una mano la destitución del general Gándara, pero que en otra mano traía su sentencia de muerte. Pudo el Sr. Sagasta disolver impunemente todos los Ayuntamientos; pudo destituir las Diputaciones de provincia impunemente; pudo atacar impunemente los derechos individuales; pudo impunemente crear delegados del Gobierno y de los gobernadores, sin capítulo en nuestro presupuesto y sin autoridad en nuestras leyes civiles; pudo hacerlo todo esto impunemente; pero no pudo tocar a un funcionario de Palacio, sin que sobre su frente cayeran los rayos olímpicos de Júpiter. El discurso del general Gándara, a que por respetos a la otra Cámara no puedo aludir, aquel discurso le anunciaba ya la proximidad de su inevitable ruina.
Señores Diputados, aquí se habían dicho grandes discursos; aquí se había pronunciado el solemne discurso, el discurso del gran pensador, cada una de cuyas palabras es una sentencia, sobre las actas de Córdoba; el discurso del heredero de las glorias de Toreno y de Olózaga, sobre las actas de Écija; el discurso del ilustre orador que reúne a las ideas de la ciencia moderna las fórmulas de los profetas antiguos; y todos estos discursos no llegaron quizás hasta aquellos que no saben castellano; y bastó una palabra de un general para derribar un Ministerio. (El Sr. Sagasta pide la palabra.) Señores Diputados, ¡qué imprudencia tan grande la imprudencia del Sr. Sagasta, revelándonos que había camarillas! Tal revelación, señores, coincidía con los rumores en los periódicos extranjeros sobre una alianza pactada entre Prusia e Italia. Nada más natural que la influencia de Prusia sobre Italia; yo no niego nunca su derecho a la naturaleza, y por consecuencia, digo que nada más natural que una influencia de Italia sobre España. Al canciller alemán y al habilísimo Ministro de Negocios extranjeros italiano les conviene para sus ulteriores proyectos en lo porvenir, que España sea como un satélite de esta alianza; y en aquel tiempo viene el Sr. Sagasta a revelarnos que hay camarillas militares, a riesgo de que la Nación crea que hay también camarillas extranjeras.
Sabido es, señores Diputados, en todo el mundo, que en España se empeñó una guerra, popular por los nombres de Padilla, Bravo y Maldonado; una guerra cuyas victorias son la epopeya y cuyas derrotas son la elegía de la libertad; una guerra engendrada no tanto en el espíritu democrático de Castilla, como en su espíritu patrio, como en su sentimiento nacional, herido por Xevres, herido por Adriano y por los flamencos ambiciosos y avaros; guerra que podría repetirse si vosotros engendrárais con vuestra torpe política, en la Nación, la sospecha de que pretenden ser nuestros directores aquellos mismos que por espacio de seiscientos años fueron nuestros vasallos.
Voy a referiros, señores Diputados, a leeros casi una página importantísima de nuestra historia; porque o la historia no es nada, o la historia es la clínica donde se aprenden las enfermedades de los pueblos.
Expiraba el siglo xvii, y con el siglo xvii expiraba aquel triste último vástago de la casa de Austria. En torno de su lecho mortuorio agitábanse todas las pasiones humanas, por recoger la herencia de tan vasto y devastado imperio como el Imperio español. Hubo candidatos franceses, hubo candidatos alemanes y hubo candidatos italianos, o mejor dicho, candidatos saboyanos. Por fin, la elección recayó en un joven; sí, joven inexperto, que pensaba dentro de sí no tener méritos para tan alta dignidad, y atribuía su elección al influjo soberano e incontrastable de su ilustre abuelo el rey Luis XIV. Vino aquel Príncipe joven a sentarse en el Trono de Castilla, y como quiera que no se atribuía a sí la elección, sino a su abuelo, demandaba constantemente consejos en política a tan alto progenitor; y su abuelo, complicado en las cuestiones de Alemania, en las cuestiones de Italia, en las cuestiones de Inglaterra, en las cuestiones de los Países-Bajos, desconocía casi por completo la herencia que le había llegado a las manos, desconocía la Nación española. Y en su regia ignorancia mandó una especie de embajador oficioso a la corte de Madrid, encargado de dirigir al Rey y al Gobierno, embajador cuyo nombre acababa en i, porque era italiano, terminación nefasta para las camarillas de nuestros palacios. Señores, las camarillas italianas han sido funestas en España. Funesta la camarilla de la Princesa de los Ursinos; funesta la camarilla del cardenal Alberoni; funesta la camarilla de Isabel de Farnesio; menos funesta la camarilla del cantor Farinelli; funesta la camarilla de Esquilache, y funestísima la camarilla de la parmesana María Luisa. Hago punto final. (Risas.)
Y, señores, el buen embajador decía, no conociendo España: ¿cuál es aquí la persona más importante? ¿Cuál es la persona a quien se debe temer más? Pues la persona más temible durante, no diré la interinidad, pero sí diré el interregno, había sido el Regente del Reino. Es verdad que la Regencia fue ejercida por la Reina viuda, mas en nombre; Regente en realidad fue el cardenal Portocarrero, temible además como generalísimo de una milicia poderosísima en aquel tiempo, es decir, de la milicia eclesiástica.
Portocarrero se empeñó en que había de escuchar siempre los consejos del embajador italiano, y el embajador italiano se empeñó en que había de sostener siempre al cardenal Portocarrero. Y de aquí provino, señores, que España, dirigida por una corte extranjera, la cual no sabía palabra ni de nuestros hombres públicos, ni de nuestros partidos, ni de nuestras aspiraciones, ni de nuestras faltas, llegase a ser entonces un verdadero caos. El sentimiento nacional se afectó profundamente y se creyó herido; el sentimiento nacional confundió en un odio común al cardenal Portocarrero, a las camarillas italianas y al director de la política en la corte de Versalles.
Entonces vino un pretendiente; por cierto que se llamaba D. Carlos; y aquel pretendiente pudo entrar por la brecha abierta en el sentimiento nacional, y vino la guerra de sucesión, que llenó de horrores nuestra historia y de ruinas nuestro suelo.
Yo no conozco error político más grave que herir el sentimiento nacional de un pueblo como el pueblo español; de un pueblo que sintió antes que ningún otro pueblo su independencia; de un pueblo que peleó trescientos años contra los romanos y setecientos años contra los árabes; de un pueblo que venció a los Abderramanes en Clavijo, a los Almanzores en Calatañazor, a los Almohades en las Navas de Tolosa, a los Zegríes en Málaga, a los Abencerrajes en Granada; de un pueblo que fue escudo de todas las nacionalidades cristianas durante la Edad Media; de un pueblo que perdonó a D. Pedro el Cruel todos sus horrores, porque fue destronado por extranjeros, y nunca quiso reconocer la gloria inmortal de Carlos V, porque extranjeros lo entronizaron; de un pueblo que se apartó de la atracción del imperio de Carlo-Magno, y que cometió la inmortal demencia de combatir en el siglo presente al guerrero más grande que ha visto la historia; de un pueblo cuyos territorios, desde Roncesvalles hasta Cádiz, son otras tantas Termópilas; cuyos héroes, desde Viriato hasta Mina, son otros tantos Leónidas; cuyos poetas, desde los anónimos que escribieron el Romancero hasta los ilustres que cantaron la noche del Dos de Mayo, son otros tantos Tirteos; de un pueblo invocado por Víctor Hugo en París asediado; por Byron en Missolonghi; por Koerner en Viena; por Rostopchine en Moscú; por los alemanes cuando peleaban contra los franceses en 1814; por los franceses cuando peleaban contra los alemanes en 1870; porque donde quiera que se combata por la Patria, los combatientes aprenderán ejemplos en este monumento vivo de los sacrificios por la independencia. (Aplausos.)
Señor Presidente, si V. S. me concediera cinco minutos, descansaría un poco, y en la hora que falta de sesión acabaría mi discurso.
El Sr. Presidente: Se suspende la sesión por diez minutos.– Eran las cinco menos diez minutos.
—
A las cinco y diez minutos, dijo
El Sr. Presidente: El Sr. Castelar continúa en el uso de la palabra.
El Sr. Castelar: Señores Diputados, decía al finalizar la primera parte de mi discurso, que es peligroso, que es peligrosísimo en naciones tan susceptibles como España ofender el más vivo de todos sus sentimientos, el sentimiento nacional; y debo añadir ahora, señores Diputados, que yo, que discuto siempre con grande sinceridad, debo decir que he notado en las dos elecciones de las dos Cámaras que han venido a legislar bajo la Constitución de 1869, he notado, y debo decirlo, una grande, una extrema irritación. Yo no tengo género alguno de inconveniente en declarar aquí que las últimas elecciones y las penúltimas han sido por extremo apasionadas; y yo no creo, señores Diputados, que debo cargar en mi conciencia con la responsabilidad de esta pasión, porque recuerdo uno de los discursos pronunciados en la Cámara Constituyente, en el cual decía que si se aceptaba estas o las otras soluciones, vendría una grande irritación nacional, y tras la irritación nacional, aquello a que han sido muy aficionados en todo tiempo los españoles; tras la irritación nacional vendrían incomprensibles, inexplicables coaliciones, coaliciones que no hubieran venido a no parapetarse tras este gran sentimiento, tras el amor a la Patria.
Por consecuencia, yo, que no tengo el grande influjo militar del Sr. Topete, que no tengo la espada vencedora de Alcolea, que no tengo estos medios de dirigir la Nación, y que sólo poseo el inútil instrumento de mi palabra, yo descargo mi conciencia diciendo lo que dije, anunciando lo que anuncié a la Cámara; sólo tengo que decir que ojalá aquellas mayorías lo hubieran creído a tiempo; porque no siento nada tanto como encontrar una situación que exija, que pueda exigir sin duda remedios extremos y violentos. Y he aquí por qué yo comencé un debate con el último Ministro de la Gobernación sobre las elecciones, declarándole de antemano, con la lealtad y con la franqueza que él debe reconocer en mí después de tantas y tan largas discusiones, declarándole con franqueza que ha habido una grande irritación por parte de las oposiciones en la última contienda electoral. Pero yo atribuyo esta irritación en la contienda a irritación análoga en el sentimiento nacional, y el Sr. Sagasta nos defendía las últimas elecciones diciendo que cosas iguales y aún peores pasaban en los Estados-Unidos. Cuando yo oía esta aserción, me encerraba en mí mismo y me decía: ¿dónde habrá aprendido esto el Sr. Sagasta? Porque los pueblos no pueden conocerse sino por uno de estos medios: o viajando en ellos, o estudiando los libros que sobre ellos se han escrito. Pues bien; el Sr. Ministro de la Gobernación, que yo sepa, no ha ido a los Estados-Unidos. (El Sr. Sagasta hace signos negativos.) No tengo que rectificarlo. Yo quisiera que el Sr. Ministro... como ha sido siempre Ministro de la Gobernacion; pero en fin, es Ministro de la Gobernación por sustitución.
Pues bien; el Sr. Sagasta, decía yo, ¿dónde habrá aprendido esto, en qué libros? Porque hay sobre los Estados-Unidos dos clases de libros, unos escritos en tiempo de la Monarquía constitucional de Luis Felipe, como el de Tocqueville, y otros escritos aún con más encomio durante el Imperio; porque los escritores solían hacer lo que los poetas bucólicos hacían bajo el reinado de Augusto, bajo el reinado de los Seléucidas, bajo el reinado de Carlos V, es decir, lo que hacían en sus églogas Teócrito, Virgilio y Garcilaso: buscar la libertad en la naturaleza, ya que no la encontraban en los palacios de los Reyes; y así, Laboulaye y otros escritores hacían grandes apologías de los Estados-Unidos para criticar al Imperio, y en estas apologías no se encontraba ciertamente clasificado el régimen electoral como el Sr. Sagasta lo clasifica. Pero hay otros libros escritos o por aristócratas, o por reaccionarios, o por negreros, en los cuales se critica acerbamente la organización de los Estados-Unidos; y todo el mundo tiene hoy en las manos el libro de Seeman, de un sudista, de un partidario del Sur, el cual critica con dureza toda la organización política de los Estados-Unidos, y en este libro hay muchas páginas consagradas a censurar la organización electoral, en cuyas páginas, que antes de anoche mismo leí, no fiándome en mi propia memoria, busqué todo cuanto se dice por este crítico severísimo de los Estados-Unidos, y se dice que la organización de las grandes sociedades de beneficencia, de las grandes sociedades industriales, de las grandes sociedades de instrucción pública ajenas al Estado e independientes del Gobierno, así como la organización de los partidos, fundadas muchas veces en estas sociedades y en estos grandes medios, y en el derecho de reunión, y en el derecho de asociación, hace allí imposible que la autoridad central de la Nación y que la autoridad política del Estado ejerzan la benéfica influencia que deben ejercer los Gobiernos en las elecciones. Por consiguiente, el régimen electoral de los Estados Unidos es tildado por un enemigo de esa Nación precisamente de todo lo contrario de lo que aquí decimos sobre el régimen electoral del Sr. Sagasta. El régimen electoral del Sr. Sagasta es encerrar el sufragio universal en el Ministerio de la Gobernación.
¿Puede suceder esto en los Estados-Unidos? ¡Ah, señores Diputados! Yo no conozco nada más grave que corromper y perturbar el régimen electoral. Yo atribuyo la gran paz con que después de los últimos acontecimientos se gobierna en Francia, a que si no hay gran libertad política, si no hay gran libertad de reunión y de asociación, a lo menos queda el medio de corregir todos estos defectos; queda la libertad electoral. Y por eso hay una inmensa diferencia entre la actitud del partido republicano francés y la actitud del partido republicano español. El partido republicano francés se retrajo en el momento de una cesión del territorio; pero luego entendió que había en aquel Gobierno una gran libertad electoral, si no otras libertades, y dijo: mientras exista el sufragio libre, aunque opriman mi conciencia, aunque me arranquen mi palabra, podré llegar desde la tribuna a modificar la opinión. En España sucede lo contrario. Yo faltaría a la Cámara, yo me faltaría a mí mismo, si no dijese que en España hay más libertad de imprenta y más libertad de asociación que en Francia, pero en España, señores Diputados, no hay ninguna libertad electoral; y de aquí la tendencia que existe en Francia de ir a la Asamblea, y la tendencia que hay en España de ir al retraimiento.
Señores Diputados, corromper el régimen electoral es corromper completa y absolutamente todas las instituciones. Yo me explico la decadencia del Imperio romano, no ciertamente por lo que dicen los grandes libros que sobre esta materia se han escrito: me la explico por dos modestos renglones del capítulo xli de la Vida de César por Suetonio. Allí se encuentran las candidaturas oficiales; el dictador escribe a los comicios: Commendo vobis illum et illum, ut vestro sufragio suam dignitatem teneant.
Y desde este momento vino el Imperio, y sobre el Imperio aquellos Emperadores monstruos, y sobre aquellos Emperadores monstruos, como castigo de tanta tiranía, la irrupción de los bárbaros. Y cayó otra institución altísima, que se corrompiera también por el régimen electoral. Esta institución, señores Diputados, es la institución del Pontificado. Comienza en el siglo xiv la perturbación completa en el seno de los cónclaves por anormales influencias; y desde el momento en que los Papas no son elegidos con la autoridad moral con que fueron elegidos en otros tiempos, vienen los cismas, y tras de los cismas los Concilios revolucionarios, y tras los Concilios revolucionarios la reforma, y tras la reforma la Holanda, que trae la libertad de comercio; la Alemania, que trae la libertad de la inteligencia; la Inglaterra, que trae la libertad política; la América, que trae la libertad democrática; es decir, el paso de la dirección del mundo, por un error electoral, desde las Naciones católicas a las Naciones protestantes.
¡Y luego quiere el Sr. Sagasta que no nos quejemos nosotros! Yo creo que el hombre de Estado más perfecto que habría en España sería el hombre decidido a perder unas elecciones. Pero, señores Diputados, ese hombre de Estado, y no creo que ofenderé la modestia de mis amigos en decirlo, ese hombre de Estado se encuentra entre nosotros, pero con ese hombre de Estado pasa lo que con el apólogo indio de la camisa del hombre feliz, cuyo apólogo voy a contar al Congreso.
Había en la India un Rey popular. No era Rey democrático, porque no es lo mismo Rey democrático que Rey popular. Y con decir que era un Rey popular digo que era un Rey de tiempos muy antiguos. Pues bien; este Rey se moría. Los médicos agotaron, para salvarlo, todos los recursos de la ciencia, y por fin le dijeron que no podía sanar sino poniéndose la camisa de un hombre feliz. No había en los palacios de la corte ningún hombre feliz. ¿Y cómo los había de haber con la política y los Ministerios que en los palacios se forjan? Pero iban de ciudad en ciudad buscando al hombre feliz y no le hallaban. ¡Cómo habían de hallarle en aquellas ciudades que estaban plagadas de los gobernadores y delegados del Ministerio de la Gobernación! Fueron a los valles, y en los valles tampoco pudieron encontrar al hombre feliz, porque de seguro también en aquellos valles había Ayuntamientos de Real orden.
Cierto día, uno de aquellos embajadores que iban en busca del hombre feliz, acertó a pasar por un sitio sombrío en donde parecía imposible que pudiera hallarse el hombre que buscaba; pero oyó de pronto una voz que decía: ¡Qué feliz soy! Llegado al sitio de donde salía la voz, topó con un venerable eremita. «¿Es usted feliz? le preguntó. –Lo soy, sí, soy completamente feliz. –Pues déme V. inmediatamente la camisa.» El hombre feliz ¡oh fatalidad! no tenía camisa. Nosotros, que seríamos capaces de perder unas elecciones desde el poder, no tenemos, señores Diputados, el poder. ¡Qué régimen electoral! El Sr. Sagasta ha muerto como el rey D. Rodrigo: por do más pecado había. (El Sr. Sagasta: Antes S. S. ha dicho que había caído por el general Gándara.)
El general Gándara ha sido la causa ocasional; pero la causa divina, la causa providencial ha sido la cuestión electoral. Los hombres han castigado al Sr. Sagasta por medio del general Gándara; los dioses le han castigado con el expediente de los dos millones. Porque, a decir verdad, ¿ha creído algún español lo del robo del Banco? Yo, si hubiera estado ahí el Sr. Duque de la Torre, le hubiera dicho: Sepa el Sr. Presidente del Consejo que iba S. S. mismo al ejército del Norte a poner en el Trono al príncipe Alfonso y al Duque de Montpensier; esto debe ser verdad, porque el Sr. Pí y yo teníamos juntos urdida secretamente una conspiración para robar al Banco, y se ha descubierto. Pues si esa conspiración para robar al Banco se ha descubierto, a pesar de nuestro sigilo y de nuestro secreto, también deben ser verdad las conspiraciones atribuidas al Duque de la Torre para traer al príncipe Alfonso. ¿Quién hubiera podido creer que el expediente de los dos millones había de producir lo que ha producido?
¿Cree el Sr. Sagasta que hay en el país alguien que crea que S. S. se ha metido esos dos millones en el bolsillo? Nadie lo cree. Pero tampoco nadie cree que esa cantidad y la destinada a los gastos secretos se haya empleado ni contra nuestros enemigos en Ultramar ni contra los carlistas. Todo el mundo cree que se han empleado en las elecciones. Verdad que, visto lo visto, es muy poco. Pero todo el mundo cree, repito, que los 100.000 duros se han empleado en elecciones.
Señores Diputados, ¡qué régimen electoral! Gobernadores procónsules; delegados arbitrarios muy a propósito para familiares del Santo Oficio; Ayuntamientos, o cómplices o depuestos; Diputaciones, o falsarias o disueltas; la Guardia civil prendiendo a los electores en vez de prender a los bandidos; el ejército convertido en guerrilla electoral; la marina, que nos salvó, votando en un mismo día por tres o cuatro colegios; listas falsificadas o convertidas en listas de proscritos; papeletas que se conceden a los partidos amigos y se niegan a los partidos contrarios; escrutinios completamente falsificados; Lázaros elevados a la categoría de una clase nacional; con este sistema, señores, no sólo se corrompería un pueblo, se corromperían cien generaciones. Y es indispensable, completamente indispensable, señores Diputados, si hemos de tener gobierno, si hemos de tener vida política, si hemos de tener leyes para que se cumplan, si hemos de tener moral pública, si ha de ser una verdad la soberanía del pueblo, que es un derecho inmanente, cúspide y base de todas las instituciones, indispensable, indispensable que el sistema electoral sea una verdad, o que el sistema electoral perezca.
Porque si el régimen electoral fuese una verdad, ¿creen los señores Diputados que estaría en esta Cámara en tanto predominio el partido conservador?
El Sr. Presidente: Esta Cámara es legítima.
El Sr. Castelar: Lo había olvidado; tiene razón su señoría.
El Sr. Presidente: Pues es sensible que lo haya olvidado un hombre de tanta ilustración como S. S., y para quien tanta autoridad tienen las corporaciones populares. Olvidar eso es caer en la anarquía, y yo no puedo hacer a S. S. el agravio de creer que sea anárquico.
El Sr. Castelar: No hablaré de esta Cámara, puesto que tiene razón el Sr. Presidente. Yo había faltado a las conveniencias parlamentarias; pero debo decir y debo creer que no se hallaría el partido conservador en el Gobierno. Todos los partidos pueden aquí llamarse casi exclusivamente dueños de la opinión en ciertas regiones de España. Los carlistas cuentan con las Provincias Vascongadas, con el bajo Aragón, con el Maestrazgo y con la alta montaña de Cataluña. Los republicanos pueden contar con la Coruña, con Santander, con Valladolid, con Sevilla, con Valencia, con Barcelona, con Cádiz, con Málaga, con Alcoy, con Reus y con otra porción de ciudades en donde son verdaderamente populares nuestras ideas. El partido radical cuenta por completo con la capitalidad del Reino. ¿Me queréis decir dónde son populares los conservadores? ¿Y se concibe que un partido impopular haya escamoteado el sufragio universal?
Decía el Sr. Esteban Collantes el otro día que era muy cómodo el ser moderado; pero yo creo que es más cómodo aún ser de la unión liberal. Se levantó contra Doña María Cristina y en favor de Espartero en 1840, y en contra del regente Espartero y en favor de Doña María Cristina en 1843; contra la prerrogativa de la Corona y en favor de las Cortes Constituyentes en 1854; contra las Cortes Constituyentes y en favor de la prerrogativa de la Corona en 1856; fusiló numerosos sargentos en 1866, y dos años más tarde ha sido elevado al poder sobre la tierra aún removida por aquellos huesos, sobre la tierra aún fecundada por aquella sangre.
Ese partido conservador gobierna con el régimen electoral aristocrático y con el sufragio universal; con la ley nocedalina de imprenta y sin ley de imprenta; con la Constitución semi-absolutista y reformada de 1845 y la Constitución semi-republicana de 1869; porque los conservadores son una burocracia, que no consentirá nunca a los partidos turnar en el poder, y una oligarquía militar, con la cual no puede haber ni estabilidad ni libertad ni respeto a las leyes.
Sin embargo, señores Diputados, ¡qué desgracia la de ese Ministerio! Usurpa el nombre del partido conservador, lo usurpa por completo; cuando dice que es conservador nadie le cree; el único consuelo que queda es que nadie le cree tampoco cuando dice que es progresista, Y si no, si es un Ministerio conservador, si es una política conservadora la suya, doctores tiene la Iglesia conservadora que lo sabrán definir. Yo he oído siempre al Sr. Cánovas decir desde aquel sitio con la claridad peculiar a su pensamiento, que política conservadora quiere decir, no libertad religiosa, sino tolerancia religiosa; no sufragio universal, sino predominio de las clases inteligentes y acomodadas sobre las clases populares que necesitan tutela; y no Monarquía democrática, que esto de Monarca democrático le parece al Sr. Cánovas en la tierra como un Dios ateo en el cielo, sino Monarquía de las clases privilegiadas. ¿Es éste el partido conservador que se sienta en ese banco? Es ése el partido conservador de que habla el Sr. Ministro de Fomento? Si el Sr. Cánovas no quisiera explicarse, todavía hay en su fracción Diputados importantes, hombres políticos importantes, que han sostenido una grande pelea por los principios conservadores en esta Cámara, no en esta Cámara, en la Cámara anterior, en la Cámara Constituyente; y estos hombres importantes, estos Diputados que tienen en su conciencia la idea conservadora, como, por ejemplo, mi amigo el Sr. Bugallal, podrían decirnos de una manera franca y paladina, como acostumbra a hacerlo siempre el Sr. Bugallal; podrían decirnos, atendiendo a una súplica mía, si ese Ministerio es un Ministerio conservador. ¿Me lo quiere decir el Sr. Bugallal? Pues podía explicarlo S. S., que no pertenece a la clase de los perros mudos, y podría muy bien explicárnoslo con su natural elocuencia. Pero, señores, todavía hay autoridades más antiguas en esta Cámara. Por ejemplo, ¿dónde hay un magistrado, un Ministro que conozca las ideas constitucionales, los movimientos parlamentarios, la organización de los poderes públicos con la lucidez con que los conoce el Sr. D. Fernando Calderón Collantes, cuya presencia en esta Cámara es una verdadera fortuna para el Parlamento español? ¿Es ése un Ministerio conservador?
Pero, señores, hay todavía aquí hombres que han estado con D. Leopoldo O'Donnell en sus cinco años de mando, verdaderamente feliz para los conservadores. Estos hombres han dirigido la Hacienda pública en aquellos tiempos; estos hombres han formado, digámoslo así, el tuétano del hueso del partido conservador. Pues yo pregunto a mi amigo el Sr. Salaverría: ¿Es éste un Ministerio conservador? Y si no, yo quiero que todos estos señores me expliquen, porque aquí no puede haber misterio, aquí cuando se trae un expediente secreto lo sabe todo el mundo; por consiguiente, yo quiero y yo deseo que estos hombres públicos me digan si ese Ministerio es un Ministerio conservador; y si no, que me expliquen, como deben explicarlo desde aquí a sus electores en un sentimiento de honradez política de que no pueden carecer de ninguna manera, en un sentimiento de sinceridad que impone el supremo trance en que nos encontramos; yo pido que me expliquen cuál es su actitud en esta Cámara, porque si no, voy a decir el dolor con que veo, por ejemplo, a un unionista tan convencido como el Sr. Pérez Zamora, que me está mirando, y por eso le cito, bajo los pliegues de la bandera progresista-democrática-conservadora, que flota al viento en la mano del Sr. Balaguer. ¿Es progresista-democrático el Sr. Pérez Zamora, sí o no? Si calla sabe bien lo que pierde. ¿Son progresistas-democráticos los señores Salaverría, Cánovas, Bugallal, Calderón Collantes? ¿Están aquí todos los conservadores resellados con esta marca? ¿No son progresistas-democráticos? Luego no están con ese Ministerio; luego con ese Ministerio, por lo que tiene de conservador, no van a estar los progresistas, y por lo que tiene de progresista no van a estar los conservadores. (Interrupciones.)
Yo tengo que decir que me alegraré mucho de que caigan pronto. (Varios señores Ministros: Y nosotros también.) ¿Sí? Pues bien; se van SS. SS. esta misma tarde, y yo les prometo que vamos a iluminar Madrid. (Risas.) ¡Y no digo nada si se fueran otros!
Ahora bien, señores Diputados; el partido conservador es una hechura, una cábala política del hombre menos conservador que hay en España, del Sr. Sagasta. El Sr. Sagasta no tiene autoridad ninguna para ser conservador ni en esta Cámara ni fuera de esta Cámara. La historia de S. S. está desmintiendo a voces esa pretensión. Su señoría ha sido un tribuno elocuente y tempestuoso, que ha abusado de su palabra muchas veces llevado de su impetuosidad, hasta decir a una mayoría, que no quiero recordarle por no indisponerle con ciertos amigos de hoy, hasta llamar a una mayoría, y de esto conservan memoria muchos que están presentes, un presidio suelto. (El Sr. Sagasta: No es cierto.) Traeremos el Diario de Sesiones. (El Sr. Sagasta: Tráigalo S. S.) Yo lo buscaré, y si me equivocara, como no acostumbro nunca a decir nada sin fundamento, rectificaré.
Por de pronto traeremos el Diario de Sesiones, porque yo tengo mucha memoria y no creo que el Sr. Sagasta tenga tanta, aunque ambos tengamos la misma veracidad.
El Sr. Sagasta ha abusado de la tribuna, pero ha abusado mucho más de la imprenta; y S. S., tan grave perseguidor de periódicos, ha escrito proclamas continuas contra la Reina, a reserva de prometer a la Reina que cubriría de flores el camino desde las Provincias Vascongadas a Madrid si le concedía el poder. (El señor Sagasta: Protesté contra eso.)
Continuemos. El Sr. Sagasta, que ahora la echa de conservador, no me negará que pedía pólvora de algodón contra los soldados del Presidente del Consejo de Ministros y del Presidente del Congreso. (El Sr. Sagasta: No lo niego.) El Sr. Sagasta no me negará tampoco que conspiró durante todo aquel régimen, y que fue uno de los conspiradores más perseverantes y más decididos.
El Sr. Sagasta no me negará que contribuyó a la rebelión de los sargentos de Madrid. El Sr. Sagasta no me negará que contribuyó a la revolución de Setiembre; y le recuerdo todo esto, porque en la otra tarde su señoría, defendiéndose, aseguraba que no podía olvidar las célebres discusiones entre La Iberia, dirigida por los progresistas, y otro periódico, muy célebre también, dirigido por los demócratas. Su señoría no podía olvidar eso por los manes de Calvo Asensio, y los manes de Calvo Asensio no han sido bastantes a conservarle en la memoria la sangre de Copeiro, la sangre del capitán Espinosa, la sangre de los sargentos de Madrid, la sangre de tantas y tantas víctimas de nuestras ideas, con cuyos perseguidores se encuentra ahora confundido el amigo de Calvo Asensio.
Señores, el temperamento del Sr. Sagasta, aunque haya cambiado de posición, no ha cambiado de naturaleza. El Sr. Sagasta es un conspirador, y si no se ofendiera, yo llamaría al Sr. Sagasta un demagogo. Porque, ¿en qué consiste la naturaleza del demagogo? Consiste en el menosprecio de las leyes; y el Sr. Sagasta ha conspirado contra la autoridad de los reyes, y otras veces ha conspirado contra la autoridad de los pueblos: unas veces ha conspirado contra la Monarquía antigua, y otras veces ha conspirado contra el sufragio universal moderno; y S. S. ha cambiado de posición, pero no ha cambiado de naturaleza; siempre conspirador y demagogo.
El Sr. Sagasta inició una conspiración contra los progresistas y radicales, a favor de los conservadores; ahora inicia otra conspiración parlamentaria a favor de los progresistas y en contra de los conservadores. ¿No se ha visto en estos dos últimos días el anhelo, el entusiasmo con que el Sr. Sagasta llamaba a su bandera progresista-democrática a todos sus antiguos amigos? ¿No se ha visto cómo los reunía, cómo los congregaba, cómo quería dividir el partido radical y cómo quería, no fortalecer el partido conservador, sino fortalecer el partido personal, el partido progresista-democrático de su señoría?
La verdad es que el Sr. Sagasta tiene la nostalgia del poder cuando no está en el poder, y como tiene la nostalgia del poder, S. S. en estos últimos días ha dicho para sí: «¿Cómo? Expediente de los dos millones, expediente secreto, indignación de la mayoría, necesidad de retirarme por esa indignación. He abandonado el poder y luego ha venido el tratado de Amorebieta, ha venido la misma indignación, la mayoría se ha sublevado contra aquel tratado, como se sublevó contra el expediente secreto, y ¡el expediente secreto no ha sido perdonado y ha sido perdonado el tratado de Amorebieta!» Temblad, señores conservadores de esta reflexión del Sr. Sagasta. He aquí el partido conservador.
¿Cuál es, y voy a abreviar porque llega el fin de la sesión, cuál es la situación del partido radical? Señores Diputados, yo no soy radical, yo no tengo nada que ver con los radicales ni ellos conmigo; pero yo debo decir que, contra nuestra voluntad, por esas grandes atracciones sociales, que las hay en el mundo de la política como las hay en el Cosmos; por esas atracciones sociales, el flujo de las ideas republicanas se va, aunque nosotros no queramos, en algunos momentos hacia los radicales; y el reflujo de las ideas radicales se viene, aunque ellos no quieran, en otros momentos hacia los republicanos. Esta es una mecánica de la sociedad, tan fatal como puede ser la mecánica celeste.
Así los esfuerzos del partido radical para conciliarse con las instituciones antiguas han sido esfuerzos siempre inútiles.
Porque, señores Diputados, ¿por qué no lo hemos de decir si esto se encuentra explicado en toda la historia absolutamente del partido radical? Recordadlo; los radicales llevan a Fernando VII del cautiverio a la Patria, de la ignominia al Trono; salvan más que la vida, la honra de aquel tirano, y aquel tirano, cuando se ve salvo, entrega a sus salvadores al verdugo.
¡Y qué no diré de la Regente! Vuestros cantores celebraron aquella mirada a cuyo influjo se rejuvenecía el viejo suelo de Castilla; vuestros legionarios ciñeron coronas de laurel a las sienes de aquella mujer hermosísima, que parecía la estatua de la Patria redimida; vuestros mártires murieron en Gandesa y en Cenicero, renovando las glorias de la independencia, con el nombre de aquella mujer en los labios. Y el premio de tantos esfuerzos, de tanto heroísmo, de tantos sacrificios, fue la proscripción eterna del poder y el olvido de vuestros principios y de vuestros consejos.
¿Y qué diréis de la Reina Isabel? El gran Quintana fue su maestro, el íntegro Argüelles su tutor, Espartero su regente, Zurbano y Linaje sus guerreros, la Condesa de Mina, viuda de tanto renombre y gloria, su aya, la sangre progresista el jugo de aquel Trono, y en cambio aquel Trono fue para los progresistas un cadalso.
Vosotros habéis levantado este recinto, templo de las leyes, altar de la elocuencia; vuestros legisladores han puesto esos nombres (señalando a las lápidas) como en los templos griegos, estrellas fijas en los derroteros del patriotismo. Examinadlos todos; si exceptuáis los nombres de Daoiz y Velarde, que recogieron en la juventud la cosecha ya madura de una gloria sin mancha; si exceptuáis estos dos nombres, todos los demás, ¿qué significan? Lo mismo el nombre de Padilla y de Maldonado, sobre los cuales pasó ya el torrente de los siglos, lo mismo estos nombres que los demás de esas lápidas inmortales, Lacy, el gran soldado de Cataluña, fusilado en el glacis de la ciudadela de Mallorca; Porlier, generoso como un héroe, perseguido y muerto como una fiera; Manzanares y Torrijos adheridos a la libertad, a la Patria, y sacrificados como traidores por la mas inicua y vil de las traiciones; Miyar, el modesto librero que daba el pan del alma, el libro, a una generación infortunada; Mariana de Pineda, no perdonada ni por mujer, ni por débil, ni por hermosa, y que en el triunfo de Granada renovó sobre su cadalso iluminado por el relámpago la fortaleza de las primeras mártires del cristianismo en los circos romanos; todos estos nombres, al mismo tiempo que señalan grandes sacrificios por la Patria, significan la incompatibilidad absoluta entre el partido progresista y aquellas ideas y aquellas instituciones que son como una sombra de las antiguas castas. (Aplausos en la izquierda.)
Señores Diputados (y debo acercarme a nuestros tiempos), ¿no os acordáis de Espartero? Yo le vi con el corazón lleno de esperanzas, con la frente rejuvenecida por frescas ilusiones; yo le vi llegar al llamamiento de una Reina, en aquel tiempo, en aquellos días en que las barricadas se levantaban sobre el Trono, en que eran más altas que el Trono, y en que el furor popular resonaba en los ámbitos de Palacio; yo recuerdo cómo acudió al llamamiento en que se confesaban antiguas faltas y errores; y luego yo le vi en el año 56 atravesar las puertas de Palacio, huir, retirarse al campo, porque no podía volver aquella espada que había establecido el Trono de Isabel II, no podía volverla contra el Trono de Isabel II, que no se salvó, a pesar de este heroico retraimiento y de este sublime sacrificio.
¡Ah, señores Diputados! nadie sabe, yo no sé tampoco la razón por qué se ha ido de esta Cámara un repúblico ilustre, a quien muchos se le igualan, pero a quien nadie aventaja en honradez y en energía. Pues qué, señores Diputados, ¿no os acordáis de aquella tarde? Caía la noche sobre nosotros, como cae la noche sobre la revolución de Setiembre. Aquel Diputado se levantó y depositó en manos de la Presidencia su mandato. Muchos antiguos amigos suyos, enemigos después por estas necesidades de la política, uno sobre todo, generosísimo, se levantó y quiso impedir que aquella dimisión se admitiese; pero no podía impedirlo ni la severidad del Reglamento, ni la rectitud y legalidad de la Presidencia.
Vosotros os acordaréis de sus palabras; no se iba porque renegara de la libertad; se iba porque había perdido la fe. Señores Diputados, ¿la fe en qué? ¿la fe en quién? Yo no lo diré. Yo dejo esto a la consideración de la Cámara. Lo cierto, lo indudable es que allá en el fondo de la conciencia nacional hay la idea de que no se han concluido los obstáculos tradicionales. Yo sé muy bien...
El Sr. Presidente: He permitido a S. S. mucha mayor latitud de la que debiera, esperando que a medida que le diese esa latitud, V. S. no abusaría de ella. Ruego a S. S. que no abuse de nuevo.
El Sr. Castelar: Yo sé muy bien, señores Diputados, y dejo esta idea; yo sé muy bien cómo defienden los Ministros responsables su política: los Ministros responsables dicen que han cumplido plena y completamente la Constitución.
Pues qué, ¿no fue derrotado, dicen, el Ministerio Ruiz Zorrilla por una votación de la Cámara? ¿No fue después, por un ejercicio legítimo de la regia prerrogativa, de cuyo ejercicio éramos nosotros responsables, solamente nosotros, no fue después suspendido el Parlamento, y más tarde disuelto? Por consecuencia, aquí se ha cumplido la Constitución. Pero sobre este punto yo me permitiré recordar al Ministerio responsable unas palabras que Vergniaud decía a Luis XVI en una de las escenas más terribles de la revolución francesa.
Habíase empeñado la guerra extranjera; el Rey había combatido con escaso ardimiento las huestes invasoras, y el 20 de Junio de 1792 se presentaba en la Asamblea, diciendo estas palabras: «Representantes de la Francia, yo he cumplido la Constitución.» Y Vergniaud le contestaba en las siguientes frases, que yo repetiría a los Ministros si las tuviera aquí, pero que las he fijado poco más o menos en mi memoria. Decía Vergniaud a Luis XVI: «Es verdad; tú has cumplido la Constitución; tú puedes decir: he mandado a la frontera mis guerreros; verdad es que los he mandado casi desarmados, pero la Constitución no me decía que los mandase armados; verdad que no los apoyé con campamentos de reserva, pero la Constitución no me decía que tuviera campamentos de reserva; verdad que pude poner a su frente generales de gran inteligencia, pero la Constitución no me decía que pusiera a su frente generales de gran inteligencia; verdad que tuve más confianza en los Ministros reaccionarios, pero la Constitución no me decía que tuviera confianza en los Ministros patriotas.»
Y concluyó aquel gran orador, émulo de los oradores griegos, con estas palabras que yo dirijo al Gabinete: «¿Imagináis, como el tirano Lisandro, que es lo mismo la verdad que la mentira, cuando os valéis de la Constitución y de las leyes para atacar las leyes y la Constitución? ¡Oh Rey engañador!»
Señores Diputados, voy a concluir, porque ha concluido también la sesión, puesto que nos encontramos en las seis y cinco; voy a concluir, Sr. Presidente: pido a la Cámara sólo algunos minutos para decir las consideraciones generales, independientes de la política actual, que este espectáculo me inspira. ¿Podéis dudar, señores Diputados, que en Francia como en España se encuentran muy disueltos los partidos conservadores y monárquicos? En Francia hay monárquicos que quieren la antigua monarquía tradicional, que quieren la monarquía de la restauración, que quieren la monarquía de la prudencia, la monarquía de Luis Felipe; que quieren la monarquía de la guerra, a pesar de sus desastres, la monarquía de los Napoleonidas. ¿Y qué sucede en Francia? Que perteneciendo quizás la mayoría de la Nación a los partidos monárquicos, forma cada partido dinástico la minoría de la Nación. La monarquía es el gobierno de los pueblos unidos; la república es el gobierno de los pueblos divididos. Por eso en Francia, tengan o no mayoría los monárquicos, por eso en Francia se ha salvado, y se ha salvado para siempre, la república. Señores Diputados, no haré la aplicación de la segunda parte de estas consideraciones. Yo os digo que en España y aquí en el Parlamento...
El Sr. Presidente: Su señoría no tiene derecho de hacer ese paralelo.
El Sr. Castelar: Voy a decir, sin sacar la consecuencia, que en España se hallan divididos, muy divididos, los partidos monárquicos. La autoridad de S. S., la elocuencia de S. S. son muy grandes; pero no puede de ninguna manera impedir que esto sea muy verdadero. Se hallan en España muy divididos, muy fraccionados, los partidos monárquicos. Los más antiguos y los más creyentes, aquellos que están en su corazón generoso y en su conciencia pura dispuestos siempre a los grandes sacrificios, los adoradores de la antigua sociedad, se dividen, sin embargo, en cabreristas y no cabreristas, en realistas antiguos y realistas modernos, católicos puros, neo-católicos, y hasta en republicanos católicos. Pues qué, ¿no sabe todo el mundo las grandes divisiones que en este momento supremo agitan al antiguo partido conservador? Unos creen que la abdicación de la Reina Isabel fue una falta; otros aclaman al Príncipe Alfonso; otros no quieren sólo al Príncipe Alfonso, sino que le quieren con la Regencia del Duque de Montpensier; y no ofenderé a nadie si digo que en esa misma mayoría hay antiguos montpensieristas y antiguos borbónicos recientemente convertidos.
Un gran naturalista moderno, en sus profundos estudios sobre el origen de las especies, ha demostrado varias leyes que se realizan, como en el universo, en la sociedad. Una especie, al desaparecer, desaparece casi simultáneamente en todas las regiones que habitaba. Una especie desaparecida no reaparece sobre la superficie del planeta. Y en efecto, buscad hoy los organismos que se hallan petrificados en ciertas capas geológicas y no los encontraréis. Pues con los grandes organismos sociales sucede en la historia política lo mismo que con los organismos naturales sucede en la historia geológica. Las grandes instituciones han desaparecido simultáneamente en todos los pueblos. A nuestros ojos casi las Monarquías todas se inspiraron en el espíritu filosófico del pasado siglo; y a nuestros ojos se han convertido simultáneamente de Monarquías absolutas en Monarquías constitucionales. Y ni la teocracia ni el feudalismo ni el régimen absoluto han reaparecido después que las grandes revoluciones los destruyeron y borraron. Pues, yo os digo, yo os anuncio que los pueblos de Europa caminan hoy a establecer simultáneamente los poderes democráticos en puras formas democráticas también. Ignoro cuándo se cumplirá esta ley; ignoro también cómo se cumplirá esta ley; pero sé a ciencia cierta que esta ley ha de cumplirse indefectiblemente.
Hay una ley natural que se extiende a todo el universo; hay otra ley moral que se extiende a toda la historia. Yo creo, profundamente creo en la Providencia, creo en ese Código de leyes invariables que rige a las sociedades humanas. Lo veo cumplirse, lo veo realizarse en el ejemplo que están ahora dando las democracias en el mundo. Todos sabían que las democracias son progresivas, reformadoras, revolucionarias; pero no todos sabían que las democracias pueden dar a las Naciones, con el impulso de rápidos progresos, una grande estabilidad. Y por eso yo creo providencial el establecimiento de la república conservadora en Francia; yo creo providencial el carácter secular de tradición que va tomando el pacto político de los Estados-Unidos; yo creo providencial que el pueblo suizo haya moderado las impaciencias de sus reformadores y de sus tribunos, salvando la Constitución de 1848 con su inapelable voto; yo creo todo este movimiento providencial para demostrar que la república no es, no puede ser patrimonio de un solo partido, sino como el aire, como el inmenso Océano, patrimonio de todos los partidos, gobierno justo, legal, estable, de la Nación por la Nación entera.
Y concluyo, señores, concluyo. La antigua civilización europea estribó en dos pueblos, en la emulación de los romanos y de los griegos, que mutuamente se completaban.
La moderna civilización europea estriba en la emulación de dos razas que a primera vista se contradicen, y en realidad se completan. A todas las grandes obras de la cultura moderna han contribuido la raza latina y la raza germánica. Apareció el cristianismo, y la raza heleno-latina la formuló por medio de sus doctores griegos y romanos, mientras la raza germánica trajo el hombre interior, el hombre de la naturaleza, para la realización del cristianismo.
Vino la Edad Media, y la raza latina sostuvo la unidad religiosa de la Europa occidental con el Pontificado, y la raza germánica su unidad política y civil con el Imperio. En el tiempo de los descubrimientos, un germano encontró el instrumento para democratizar las inteligencias, la imprenta; y un latino el instrumento para democratizar las sociedades, la nueva tierra, la América. Los germanos emanciparon la conciencia en la reforma, y al mismo tiempo los latinos el arte en el Renacimiento. Los germanos han obrado la moderna revolución filosófica desde Leibniz hasta Kant, y los latinos la moderna revolución política desde Voltaire hasta Danton. Todo tiende a democratizar Europa. Y si a esta obra traen los germanos la instrucción popular y el armamento universal, los latinos traerán el sufragio universal y la república. He dicho.
[ Discursos políticos de Emilio Castelar, Madrid 1873, páginas 382-436. ]