
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
Escuela de madres de familia
Discurso leído
en la conferencia dominical del 4 de abril de 1869,
por
Don Antonio M. García Blanco
Presbítero,
Profesor y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras.
——
MADRID, 1869
Establecimiento tipográfico de Tomás Rey y Compañía,
Fomento, 6.
Señoras:
Tengo el honor de leer a Vds. el discurso inaugural que pronuncié en el Instituto Español el Domingo 2 de Enero de 1842, en la solemne apertura de las Escuelas de Madres de familia y Artesanos, a presencia de S. A. el Sermo. Sr. Regente del Reino, Excmos. Sres. Secretarios del Despacho, Excmo. Sr. Arzobispo de Toledo y Patriarca de las Indias, Sr. Jefe superior político y Diputación de la provincia, Ayuntamiento Constitucional de Madrid y demás Autoridades civiles y militares, Corporaciones científicas y de Beneficencia, Curas párrocos y principales notabilidades de esta Corte; siendo Presidente del Instituto el Sr. Marqués de Sauli, a quien principalmente se debió la inauguración solemne de la Escuela.
Sermo. señor (dije): En virtud de acuerdo de la Junta directiva de este Instituto Español, y bajo su lema de ilustración y beneficencia, con arreglo a las bases y reglamento correspondientes, tengo el honor, el inexplicable placer de inaugurar las primeras escuelas de madres de familia y artesanos en España. A pesar de la necesidad de tales instituciones, de lo sensible que se hacía a todos el vacío que dejara la falta de educación de estos dos grandes grupos sociales, y de las reclamaciones e instancias de algunos sabios y piadosos varones en todos tiempos, no había sido posible superar la preocupación y los obstáculos que ofreciera la educación fundamental del hombre en su madre, y la del artesano en su físico y moral, en lo intelectual, social y religioso. Al Instituto Español estaba reservada esta gloria bajo los auspicios del invicto Duque de la Victoria, y ante las autoridades, jefes y notabilidades que presiden este acto. Señoras y señores: las nuevas enseñanzas que nos confía hoy el Instituto pueden formar época y una página muy brillante en los fastos de nuestra gloriosa revolución: ellas deben abrir un camino nuevo a la ilustración y moralidad general de España, y bajo este solo concepto séame lícito felicitarme y felicitarla anticipadamente, bosquejando con rapidez el estado en que nos encontramos, y lo que podemos o debemos prometernos de semejantes instituciones.
Por lo que respecta a la de madres de familia, hasta ahora se había mirado este asunto, y la condición social del hombre que de ella depende, con una indiferencia escandalosa. Aunque se conocían las naturales disposiciones de la mujer, y se tocaba su influencia sobre el corazón del hombre, jamás se trató de aprovechar tan felices elementos por temor tal vez de una ideal preponderancia. Los maridos, al parecer, creyeron que una mujer ilustrada podía coartar algún tanto su soberanía: los déspotas temieron siempre a la luz; el fanatismo religioso miraba en cada madre una antorcha que, aunque pálida, podía revelar muy bien todo el secreto de su pernicioso y mágico poder; y esta triple barrera era del todo inaccesible. Sin hacerse cargo que la ignorancia misma había de venir con el tiempo a derribar aquel simulacro de soberanía conyugal, de poder efímero y de piedad ficticia; que el monarca que afirma su trono sobre el embrutecimiento de sus súbditos, viene al fin a ser víctima de la barbarie misma e inmoralidad que fomentara; la mitad del género humano estuvo por largos siglos condenada a la triste condición de esclavas. En vano Platón y Aristóteles formularon sus Repúblicas, basándola el uno sobre su justo ideal, el otro sobre la cultura del entendimiento humano, aquél sobre su soñado heroísmo; todos desconocieron el principio de la inmoralidad o barbarie que deploraban, y sus obras cayeron en el olvido. La soberbia Roma, aún la soberbia y culta Roma en los tiempos de su fanatismo político, jamás pensó en sacar de la esclavitud a las esposas, madres e hijas de sus orgullosos quirites o caballeros, y consintió antes presenciar las escenas de Tarquino, que cultivar la influencia de sus matronas y aprovecharse de su índole fanaticida o fanatizadora. Vino después una era nueva; y aunque su Divino Autor enseñó, predicó y practicó caridad católica, y una perfecta igualdad y santa libertad para todos; aunque su redención fue absolutamente universal, la mujer, no obstante, permaneció bajo este punto de vista en la misma abyección que antes: mientras que el hombre procuraba su cultura y adelantaba en todo género de conocimientos sin temor de condenarse, la educación de aquélla se tuvo por peligrosa, y su destino llegó a ser el más triste en medio de los encantos de su belleza y a pesar de la importante misión que naturaleza, sociedad y religión le confiaran. De aquí provino en parte que los pueblos fuesen de día en día embruteciéndose, y que llegase a ser predominante y proverbial la ignorancia y triste condición del bello sexo.
Luego se pensó seriamente en atajar el mal; los filósofos acudieron a sujetar de nuevo a examen todo género de verdades relativas a la sociabilidad humana: los teólogos por su parte quisieron oponer la fe y santa caridad al torrente de desgracias que arrastraba tras sí e inutilizaba las preciosas semillas de amor, fraternidad y gracia que dejara sembradas el Legislador Divino. Descartes, después, Lutero, Rousseau, Espinosa por una parte y en un tiempo; Granada, Vives, Fleuri, Bosuet, Fenelon, París por otra y en otro no muy distante, publicaron sus grandiosos pensamientos de reforma; y el uno con su Nuevo método, el otro con su Emilio, éste con su Piedad magnética, aquél con sus Lecciones de moral cristiana y educación de la mujer casada, &c., &c., todos procuraron una misma cosa, todos reconocieron como nosotros el gran paso que daría la civilización el día que se interesara en ella la mujer; pero todos, a nuestro modo de ver, se quedaron muy al principio de la obra; sus profundas investigaciones avanzaron poco, y acaso el que más se acercó a la verdadera necesidad, el que verdaderamente puso el dedo en la llaga, fue el arzobispo de Cambray, cuando dijo que no toda la educación de una señorita se había de reducir a leer, escribir, bordar, bailar, tocar el piano y hacer bien la reverence.
Mas, entre nosotros, ni aun esto se cuidó por mucho tiempo; y no ha tanto que los padres más timoratos, así permitieran a sus hijas aprender a leer y escribir, como renegar de la fe de sus mayores: a tal grado llegó la obcecación en tiempos no muy remotos, y tanto se precavía el influjo de la ilustración por vanos, necios e inútiles temores. La mujer, no obstante, cumplía su destino; y al llegar a cierta edad, contra las groseras ilusiones de sus padres, contra su irracional severidad y repugnancia, entraba en el matrimonio; mas, a falta de ilustración y de consejos, triunfaba su capricho o el instinto, privándose la sociedad de este poderosísimo resorte de felicidad común, y perdiendo ella misma lo más precioso de sus ventajas sociales por el descuido de su educación: desconócense las leyes más sagradas de la oportunidad y conveniencia de los enlaces; las señales más indefectibles del acierto o desacierto; los medios más seguros de conservar la paz y salud en el matrimonio; el principio de la institución natural del hombre, de su civilización y de todo género de virtudes. Una joven no tiene otra escuela de maternidad que la que naturaleza o el torpe ejemplo le sugieren; su sólo instinto es quien la guía en todo lo que dice relación con el estado, con la educación física, moral e intelectual de sus hijos: cuando experimenta los males, entonces es cuando únicamente los advierte; y la nueva generación, y ella misma, y la sociedad entera, lloran con un tardío llanto los efectos de la ignorancia, la falta de escuelas de maternidad. En esta parte parece que se ha mirado la condición social en España con menos interés que la cría y fomento de la riqueza pecuaria; pues que, mientras se erigía un Supremo tribunal de la Mesta; mientras que por ordenanzas o reglamentos, que harán siempre honor a sus autores y a los tiempos en que se escribieran, se disponía lo conveniente para la elección, higiene y escuela de padres, acerca del tiempo y circunstancias del cruzamiento, invernaderos y pastos; mientras que se premiaban los afanes del ganadero o criadores eximiendo a sus hijos de mil pecherías y cargas municipales, jamás se pensó en fomentar o mejorar la especie humana; jamás se cuidó de elegir, educar y premiar las mejores madres, ni aun había casas de educación, escuelas o colegios que sirviesen como de refugio o invernaderos a la nueva generación: el único medio que se excogitó para aumentar la decaída población fueron las colonias extranjeras y la declaración de nobleza a favor del padre que por fortuna, o más bien por desgracia, tenía cierto número de hijos varones continuados. Pero, ¿y las madres de familia? ¿y los matrimonios indígenas? Y estos mismos padres nobles ¿qué instrucción recibían para merecer aquella distinción, para corresponder a ella dignamente? ¿Con qué medios contaban para educar, para alimentar siquiera su dilatada prole? De este modo ¿mejoraría la condición social, o se aumentaría tal vez el número de los vagabundos, de los necios, de los infelices vasallos? Por caminos tan equivocados no es extraño que, afiliadas otras causas que todos conocemos, la población decreciera escandalosamente, la raza bastardeara, y la especie haya venido al grado de febledad y de ignorancia que generalmente deploramos.
Importuno sería yo si ante un concurso tan respetable quisiera detallar la tortuosa marcha que ha seguido por muchos siglos en España la instrucción pública, y la absoluta ignorancia con que proceden por la mayor parte nuestras jóvenes al dar el paso más aventurado que puede dar una mujer, al contraerse por toda su vida a cierto orden de obligaciones, de suyo pesadísimas y delicadas; una mera casualidad, un encuentro, un cálculo cuando más, o acaso los torpes manejos de una persona vil e inmoral, suelen ser el origen de una boda: a hurtadillas, de noche, y entre mil sobresaltos y capciosas prevenciones, se da una palabra, la más sagrada y peligrosa: el hablar del asunto delante de los padres se tiene por el mayor desacato; y sin saberlo nadie a veces, y sin saber cómo, se encuentra una joven en la precisión de ser madre. ¿Qué extraño que luego al punto la discordia tome posesión de aquel impremeditado consorcio? ¿Qué extraño que la prole salga enfermiza, sea ignorante; que la sociedad, que la religión tengan que reprender tanto con el tiempo en semejantes matrimonios? Pues qué, ¿es menos el engendrar y educar un nuevo hombre que el defenderle después con el tiempo sus derechos, o curarle cuando adulto? ¿Es menos el hombre que el caballo, el cordero, los árboles o cereales? ¡Cosa extraña! ¡Que se hayan de requerir ciertos estudios, y aún cierta edad, para ejercer la Jurisprudencia o la Medicina; que sólo después de muy larga práctica pueda encargarse un hombre de la dirección de arbolados, montes y plantíos; que se tenga por el mayor abandono el dejarlos a lo que la naturaleza dé de sí; que se escandalice el mundo al ver desempeñar la Magistratura o los primeros cargos de República a imberbes o ignorantes leguleyos; que se estremezca cualquiera al ver un arma de fuego en manos de un joven atolondrado e inexperto; que se tenga por el mayor sacrilegio el entrometerse sin vocación o sin la ciencia conveniente a ejercer las funciones sagradas del Sacerdocio, y no se califique de sacrilegio, ni se escandalice nadie, ni se estremezca, ni aún se extrañe siquiera, el ver a una joven ignorante, atolondrada, inexperta, que sin vocación acaso, o al menos sin una preparación anterior, se apodera de la suprema magistratura, de la educación del hombre, de la complicadísima máquina racional o humana, de los sacrosantos misterios de su alimentación, asimilación, nutrición, respiración, vida y educación de uno y otro y otro hombre!!! ¡Lo que puede la costumbre, lo que hace el no pensar! Sí, señoras; sí, señores: solamente la costumbre y la falta de reflexión hubieran podido tolerar por tanto tiempo un descuido, un abandono tan capital, de tanta trascendencia.
Quiérese después remediar el mal a fuerza de escuela; quisiéranse suplir los defectos, los desacuerdos del matrimonio por medio de maestros: en vano se invocan más adelante las leyes o la mano dura del poder. Un árbol torcido desde su nacimiento, no se endereza a los seis, a los ocho o veinte años: la viciosa proporción de miembros de un alazán de mala casta no se corrige con la escuela. Contrae el hombre, señores, en los primeros días de su existencia defectos físicos, intelectuales y morales que, o no se corrigen jamás, o cuesta mucho el corregirlos. Es necesario pues buscar, como dice L. Aimé-Martin, un poder superior al de los reyes, al de las leyes, al del arte de la pedagogía. Débese buscar una potencia indestructible, infatigable, amorosa; un resorte de todos los siglos, de todas las horas, de cualquier género de fortuna: nosotros queremos que la misma madre sea este resorte, esta potencia, el más firme apoyo de la civilización y cultura del hombre: la madre; a quien exclusivamente confía naturaleza su educación; ese ayo que no se paga, que no se encuentra por dinero, que tiene en su misma estructura y constitución, en sus naturales inclinaciones, en sus graciosas formas, en su espíritu minucioso, en su laboriosidad y paciencia la mejor garantía, y todo el pago de su piedad maternal: ésta es la que debe cuidar de la primera educación física y moral del hombre; pero antes es necesario educarla a ella, y esto es lo que se ha propuesto el filantrópico Instituto Español; esto es lo que ha tenido la bondad de confiar hoy a mis débiles fuerzas, a mis escasos conocimientos, la Institución de Madres de Familia.
No es ésta, señoras y señores, una de aquellas reformas improvisadas o del momento, que pueden deslumbrar con sus primeros resultados: no es de aquellos remedios paliativos que acallan el dolor, mas no le curan; no es de aquellas enseñanzas en que una imaginación feliz basta para recorrer la inmensa superficie de la ciencia; no: aquí es necesario recoger todo lo escrito, y utilizarlo; consultar a menudo a la naturaleza, y seguirla; es necesario no divagar en estériles declamaciones o teorías: la enseñanza de las madres no debe concretarse a presentar el gran cúmulo de obligaciones que contraen al casarse: un instituto de madres debe descender a las últimas aplicaciones, y, tomando como de la mano a cada una de las que aspiran a la magistratura en este orden, o que hayan entrado ya en ella, conducirlas con pureza por entre las dudas y peligros de la vida individual y de relación, desde las consideraciones y delicadeza que merece una mujer, hasta los más sagrados deberes maternales. Regularizaremos pues los preludios y primeros trasportes del amor conyugal, para tirar desde allí las largas líneas que han de servir con el tiempo de límites o señales de felice arribo o naufragio inevitable. La institución de madres seguirá paso a paso a la mujer, desde que llega a estado de contraer, desde que se decide por el matrimonio, desde que se liga indisolublemente a un hombre y lo admite por su esposo; desde que concibe a su hijo, todo el tiempo que lo lleva en su vientre; cuando lo amamanta o cría; cuando lo desteta; al comenzar a hablar y andar; cuando lee, cuando escribe; mientras aprende un arte u oficio, o sigue la carrera de las ciencias; al entrar en la pubertad o pasar a la juventud, y formarse ya hombre o mujer, manifestándose sus pasiones más decididamente; en fin, cuando quiera ya emanciparse y proceder a otra nueva generación: en cada uno de estos períodos interesantes advertiremos a la madre cómo debe haberse, si quiere llenar santamente sus deberes; en cada uno de ellos le revelaremos sus derechos, sus fuerzas, su soberanía; le manifestaremos el papel tan brillante que viene a desempeñar en este gran drama social; ella sabrá emplear oportunamente el poderoso resorte de su amor materno, en beneficio propio, de su prole y de la sociedad a que pertenece; sus hijos sabrán corresponderla fielmente, y éstos y ella corresponderán a las altas esperanzas de la sociedad en general, que mira en las nuevas generaciones el colmo de su felicidad, su suerte, su destino. Tal es la primera parte de la institución dominical que abre hoy el Instituto Español.
La civilización y cultura de las clases obreras es la segunda enseñanza que inauguramos. Reducidos también los artesanos y menestrales a la triste condición de esclavos, jamás se pensó más que en deprimirlos, en ahogar sus justas querellas para arrancarles a mansalva la mejor parte de su sustancia, sus hijos y sus sacrosantos derechos. La ignorancia fue siempre su patrimonio, el ocio su escuela; la grosería, el abatimiento, el vicio, su mísera ocupación: bajo este yugo hemos visto a las clases medias e ínfimas arrastrar casi exclusivamente el ominoso carro del despotismo: sus robustos brazos y su lealtad sirvieron para alimentar la crápula y holganza de clases privilegiadas; y el hombre, naturalmente desidioso, sólo trabajó en fuerza de la necesidad, por rutina, y sin noción alguna artística ni social. El ultraje empero hecho a la humanidad y a la razón llegó a su término: las masas se cansaron del negro pan que les alargaran los tiranos; pensaron, y rompieron fácilmente, aunque no sin estrépito, las cadenas y el férreo sello de esclavitud: --¡Somos libres, exclamaron, independientes e iguales ante la ley! todos tenemos derecho a que se nos pregunte, a que se nos enseñe, a que se nos mire como ciudadanos;-- y esto es verdad. Mas es necesario educar al pueblo de nuevo; es necesario enseñarle a ser libre, y explicarle en qué términos ha de entender la igualdad, esa independencia e igualdad que ha proclamado; es menester decirle que la libertad en poder de ignorantes fácilmente se convierte otra vez en tiranía: que la independencia requiere cierta instrucción, y que la igualdad tiene sus límites, que, traspasados, inducirían en la sociedad los más absurdos principios; conviene que sepan además que las artes ejercidas sin instrucción apenas dan resultado; y que, así los artistas como los artesanos o artífices, sólo valen cuando saben lo que hacen. Esto es lo que se ha propuesto el Instituto Español en las dominicales de obreros.
Imbuirles las máximas fundamentales de orden, de verdad y de razón, que merced al carácter de los tiempos pasados no recibieron en su infancia; ejercitarlos en los principios generales y particulares de cada arte u oficio: abrirles un nuevo camino de honor y mérito por donde entren a los primeros círculos de la sociedad; neutralizar con la educación y la instrucción los funestos resultados de la costumbre; animarlos a empresas útiles y a la perfección de las artes; y retirarlos poco a poco de la rutina, de los espectáculos bárbaros, de las groseras diversiones, del vicio y de la bajeza: tales son los altos fines a que mira la institución de jornaleros. Para ello se comenzará por los rudimentos de lectura, escritura, correspondencia epistolar y aritmética para los que lo necesiten; seguirán las nociones más comunes de mecánica, de física y química aplicada a las artes; se generalizará el dibujo lineal, de figura y adorno; las reglas más seguras de economía industrial e higiene particular de los artesanos; y se les incitará a las virtudes públicas mediante el ejercicio de las privadas y religiosas. Con estos conocimientos podrá cualquier artesano venir a la sociedad, hablar y escribir en ella, asistir con fruto a los establecimientos científicos que necesite, y adelantar en su arte cuanto fuere dado a su ingenio natural, a su laboriosidad y constancia; irá desapareciendo poco a poco esa falta de cultura que es casi general en nuestros talleres; la sociedad verá en ellos su más firme apoyo, y la religión bendecirá nuestras tareas.
Podrá ser que, a pesar de toda esta secuela de doctrina, que a pesar de estos nobles esfuerzos del Instituto, una madre de familia caiga en los más torpes errores, un artesano se precipite en todo género de crímenes; pero, ¿serán errores tan groseros, serán crímenes tan atroces como los que la moral pública ha deplorado hasta ahora? Señoras; en una habitación iluminada, puede que alguno tropiece; en una a oscuras es casi imposible dejar de tropezar: tal vez no se consiga todo; pero mucho podrá remediarse. No me llevo de augurios; no soy de aquellos falsos intérpretes de la Providencia, a quienes con tanta razón criticó nuestro erudito Feijoo; pero la majestad de este solemne acto, y la presencia de los ilustres personajes que autorizan, y la protección que nos dispensan primeras autoridades del reino y de la provincia a quienes miro, y el respetable concurso que con tanta bondad me ha escuchado, y no sé qué favorables auspicios que siento en mí, y en cuanto ha tenido relación con estas nuevas enseñanzas, me hacen concebir la más lisonjera idea de que este enojoso trabajo, que tan liberalmente echamos sobre nuestros hombros, ha de ser seguido de felices resultados para el sistema general de ilustración y beneficencia pública en España; ha de servir de estímulo a genios más fecundos para hacer un camino llano y magnífico, por donde nosotros sólo dejaremos una estrechísima y mal trazada senda. Quiéralo así el gran Jhowáh (el dios de las edades), y haga prósperos estos primeros pasos, y acepte nuestra recta intención y los fervientes votos del Instituto Español por la felicidad, por la ilustración, por la beneficencia y libertad universal.
Así dije entonces, señoras, y creo que lo mismo puedo decir hoy, sirviéndome esta rápida lectura de inauguración de las Conferencias de Educación conyugal que estoy comprometido a daros, y las cuales no serán otra cosa que las Lecciones de maternidad que entonces compuse y dije, adaptadas hoy a las particulares condiciones de nuestras Conferencias. Sirva, pues, esta lectura de Introducción al asunto, y de preparación para la Conferencia que va a daros nuestro dignísimo colaborador el Sr. Moret y Prendergast, cuya elocuentísima palabra os incitará, mucho más, a oír lo que en su día os pueda decir yo sobre tan interesante materia.
Las Conferencias Dominicales se hallan de venta en la portería de la Universidad, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.
(contracubierta)
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 20 páginas más cubiertas. ]