Filosofía en español 
Filosofía en español

Juan Donoso Cortés

Memoria sobre la situación actual de la Monarquía

San Ildefonso, 13 de Octubre de 1832


Señor:

Los primeros días de V. M. fueron brillantes y apacibles, su juventud estuvo cubierta de gloria y de esperanza; y cuando la Providencia hubiera de llamarle a su seno y cubrir de luto la vasta extensión de esta poderosa monarquía, todos debían pensar que los últimos momentos de V. M. serían acompañados con los gemidos de la multitud inmensa, que el espanto se asentaría sobre todos los corazones, y que el sepulcro abierto ante los pies de V. M. sería regado con las lágrimas de la desolación y el infortunio; todos debieron presumir que esa frente cubierta de gloria y de heroísmo debía reposarse tranquila en el silencio de la tumba, y que el astro que lució por tanto tiempo en el horizonte español debía concluir su luminosa carrera siempre grande y sereno, y no empañado su brillo, ni por el huracán, ni por las tempestades. Pero la Providencia, que guarda en la profundidad de su seno el secreto del destino de los hombres, y que siembra a la vez de flores y de escollos el áspero camino de la vida, ha reservado también la copa del infortunio para los labios de los reyes.

Vuestra Majestad había apurado todos los goces de la más brillante existencia. Apenas V. M. ocupó el trono que había heredado de una larga serie de ilustres antecesores, cuando una lucha espantosa empezó a llenar de sangre la arena de este desgraciado suelo; y en vez de los escombros que amenazaba producir, sólo sirvió de ocasión para que V. M. pudiese entonar el himno de la victoria coronado de laureles. Napoleón había cubierto con su sombra la luz del horizonte europeo; su mano de bronce amenazaba esclavizar la Europa toda, que se postraba ante sus pies como se postra el hombre ante el destino; su grandeza eclipsaba todas las grandezas de la tierra, y su planta inflexible hollaba de la misma manera los cetros de los reyes y las frentes de los pueblos. Habiendo visto derramar la sangre de su Rey y abismarse un trono sustentado por cien generaciones, él creyó que la hora era llegada de colocar la diadema de San Luis sobre la frente de un vasallo: él la colocó sobre su frente; y sentada la usurpación sobre el Trono, y no pudiendo coronarse con la gloria de diez siglos, se coronó con los rayos de su gloria. El mundo fue su víctima: la esclavitud su trofeo: los reyes perdieron su poder, su independencia las naciones.

Llegó, en fin, la hora de Fernando y de su España. El usurpador la pidió el tributo de su independencia y de su Rey; pero ella vengó a su Rey de su opresión y al mundo de su tirano. Señor, V. M. gobierna todavía con su cetro a esta nación magnánima y generosa, que responderá siempre con un jamás a la usurpación y alevosía; este jamás resonará en los oídos de la posteridad como la sentencia de un gran pueblo, lanzada contra el pérfido que ataque su existencia nacional o los sagrados derechos de su Rey.

Afirmado V. M. en su trono, ha recibido siempre las adoraciones de este pueblo; si sus olas, alguna vez alteradas, se han movido al soplo de las revoluciones, la estrella de Vuestra Majestad no se ha eclipsado nunca, porque el amor ha sabido desvanecer las nubes que la cercaban, y conservarla radiante aun en medio de pasajeras tempestades.

Pero una enfermedad cruel ha atacado la preciosa existencia de V. M., y esa frente augusta, siempre protegida por la Providencia y halagada de la fortuna, ha sentido el peso de una traición inaudita en los fastos españoles. La página de la Historia que la posteridad la destina, será lúgubre y sangrienta; la España de los siglos venideros querrá borrarla del libro de sus Anales; pero sus caracteres indelebles resistirán a los esfuerzos del tiempo y de los hombres, como las palabras lúgubres y funestas grabadas en la sala del festín por una mano divina.

La pluma se resiste a pintar este cuadro sombrío y esta conspiración urdida en las tinieblas, porque no tiene suficientes colores para pintar su espantosa iniquidad y cobarde alevosía. Un gran Rey postrado en el lecho del dolor, y confiado en la fidelidad española; una Reina, la joya más preciosa de la España, la querida de su pueblo, la saludada de las Musas, en el noble abandono de la virtud y la inocencia, reclinada sobre el lecho de su esposo, acallando con su acento sus dolores, acompañando con gemidos su agonía, elevando al cielo sus ojos, puros como su corazón y bañados en lágrimas acerbas, y pidiéndole por única recompensa de su virtud el don que piden las almas elevadas, la suerte de acompañar a su esposo hasta la tumba. Señor: la augusta esposa de V. M., que es la mejor de todas las Reinas, hubiera sido también en la vida privada la mejor de todas las mujeres: ella hubiera honrado entonces la humanidad como ahora honra la humanidad y la diadema.

¿Quién hubiera pensado que contra ese seno celestial se elevaba el puñal del asesino? En tanto que la augusta esposa de Vuestra Majestad estaba reclinada sobre ese lecho, único objeto de sus temores y sus esperanzas, una facción que había crecido a la sombra del trono de V. M. proyectaba arrebatar de la frente de su augusta hija la corona que V. M. le dejaba sobre el borde de su tumba; esta facción impía cantó el himno de su triunfo, y arrojó el guante del desafío en medio de la arena que iba a ser ensangrentada; ella rasgó su máscara alevosa, y se ostentó triunfante; el espanto heló todos los corazones; los buenos desaparecieron del teatro donde brillaban los puñales, y hubo un momento en que el estandarte de la usurpación flotó como un velo funeral sobre el horizonte de esta monarquía. Hubo, sin embargo, algunos que, dotados de aquella fuerza de alma que sabe resistir a la opresión y luchar con el crimen, enarbolaron la bandera de la legitimidad, y juraron, o salvarla como bravos, o perecer como buenos. Señor: el que expone fue uno de los primeros que se ofreció con todas sus relaciones en defensa de la mejor de todas las causas y el más justo de todos los derechos. Él se cree obligado a comunicar a V. M. sus observaciones sobre estos acontecimientos dolorosos, sometiéndolas a la sabiduría de V. M. con el más humilde respeto.

Pasadas las convulsiones de los tres años, V. M. volvió a regir, como señor, las riendas del Gobierno. Vuestra Majestad tendió la vista sobre España; y viendo con ojos de piedad los males causados por las disensiones políticas, V. M. determinó en su clemencia tender un velo sobre estos acontecimientos y cicatrizar las hondas heridas cuyo aspecto llenaba de luto su corazón paternal. Vuestra Majestad se presentó a sus vasallos ceñido de una corona de oliva, que hermoseaba su frente, como la que heredó de sus mayores; la clemencia de V. M. le ganó más corazones que la sangre, la proscripción y la ignominia. Pero una facción que si llega a aborrecer nunca perdona; que ha dominado siempre por medio del terror; que, queriendo detener la corriente de los siglos, quisiera constituir las sociedades civilizadas con las instituciones teocráticas y feudales, y establecer en Europa la estúpida inmovilidad de las naciones del Oriente, miró con horror desde el fondo de su egoísmo la augusta generosidad de nuestro amado Soberano. Desde que Vuestra Majestad, más sabio que ella, quiso ser un gran monarca que perdona, y no un débil barón de la Edad Media que castiga, los individuos que la componen, en el escrúpulo de sus conciencias, retiraron de su pecho el juramento de fidelidad a su Rey y se constituyeron en conspiración permanente. Tan hipócritas como alevosos, ellos se apoderaron de las avenidas del trono; y llegando algunos a los más altos destinos, sorprendiendo el carácter franco y generoso de V. M. con su profunda hipocresía, han derramado sobre la nación todo género de males. En tanto que este partido fanático y extranacional conspiraba contra V. M. sirviéndose de su augusto nombre para oprimir a una multitud de desgraciados, la mayor parte de los que siguieron la bandera de la Revolución en los tres años juraron en sus corazones defender al mejor de todos los monarcas; la revolución de Julio ha venido después para convencerles más y más de que las revoluciones sólo producen ruinas, para elevar su imperio sobre escombros. La Francia ha atravesado por medio de los horrores de la República, la gloria del Imperio, la serenidad de la Restauración y las convulsiones de Julio; pero ni de la República, ni del Imperio, ni de la Restauración, ni de sus convulsiones, ha nacido el principio que debe serenarla: la tempestad brama en su seno y la disolución acomete su existencia. Los españoles saben que la Revolución que ataca actualmente la Europa es menos una revolución política que una revolución social, en que se abisman todas las existencias, todos los intereses y todas las propiedades; ellos saben que toda revolución promovida por las masas va siempre acompañada de una irrupción en las propiedades, porque las masas no hacen las revoluciones por principios, sino por intereses; ellos han visto que las páginas de todas las revoluciones están escritas con sangre, y que siempre fueron sus primeras víctimas todos los que descollaron. Convencidos de estas verdades, señor, los españoles, ni son revolucionarios ni conspiradores, y si los hay es preciso buscarlos en esa facción impía que ha cantado su triunfo sobre el sepulcro entreabierto de V. M., y que se ha rebelado alevosamente contra las legítimas sucesoras del augusto trono que V. M. ocupa para la felicidad de toda la monarquía. En España no hay más partidos que el de la legitimidad y el de la usurpación. El primero, que propiamente no debiera llamarse partido, es el de todas las clases del Estado, y representa todos los intereses y todas las garantías sociales; el segundo, menos numeroso pero por lo mismo más fanático, no se apoya en ningún principio, ni en ningún interés social, y, sin embargo, señor, es fuerte; es fuerte porque sabe bien lo que quiere; es fuerte porque tiene una voluntad única y enérgica, y porque tiene un sistema ocultamente seguido y ha mucho tiempo combinado. Toda facción que no representa una idea es siempre débil, porque no puede ser contagiosa y apoderarse de la imaginación de las masas; pero si esta facción no puede triunfar asegurando sólidamente su triunfo sobre la absoluta destrucción del Gobierno, puede, si tiene unidad y sistema, hacerle vacilar sobre su base y conseguir un triunfo momentáneo, pero sin duda sangriento. El partido de la legitimidad es más sólidamente fuerte porque, apoyándose sobre la nación y representando una idea, es contagioso en las masas; y tiene un porvenir, porque tiene hondas raíces y está grabado en la memoria del pueblo. Pero, señor, es preciso confesarlo: sorprendida la legitimidad por la usurpación, no ha podido organizarse, y carece de unidad y de sistema. En la lucha entre el Gobierno y las facciones, será aquél víctima de éstas si se abandona a fuerzas individuales y se reposa del cuidado de su existencia en el imperio de las leyes: jamás las leyes destruyeron una sociedad creada para aniquilarlas, ni conservaron un Trono combatido de revoluciones; el Gobierno debe tener la fuerza de una facción, y organizarse como si lo fuera; debe haber unidad en la cima del poder, porque sin unidad no puede concebirse un sistema, ni sostenerse un principio; la más leve diferencia de opinión en una cuestión importante entre los ministros de V. M., dividiendo en fracciones a los que sostienen el Trono y debilitando su poder, amenazan su existencia.

Los enemigos de V. M. han dicho: «dividamos para destruir»: y ellos han creado esos nombres de blancos y de negros, que han hecho derramar tantas lágrimas, que han cubierto de luto tantas familias, y que han pesado como un sello de proscripción sobre las frentes más puras.

Señor, los buenos dicen: «unamos para conservar»: las sociedades no existen si se relajan los vínculos sociales: las que sólo son palabras para el filosofo, son cosas para los pueblos: jamás un nombre ha dejado de producir una revolución, y jamás le ha faltado ni una bandera ni un partido. En España no hay más que leales o perjuros.

Creado el sistema y dada la unidad, es preciso crear la legalidad y el entusiasmo. Señor: con el apoyo de sus antiguas y venerandas leyes ha atravesado esta antigua Monarquía por medio de los siglos, siempre grande y poderosa, y el brillo de sus reyes ha eclipsado en un tiempo el de todos los reyes de la tierra.

Si V. M., después de haber salido del sepulcro para colocarse sobre el trono, pronuncia el nombre de las antiguas Cortes de este reino, ellas sacudirán el polvo de los siglos, inclinarán su frente ante el más generoso de todos los monarcas, y su voz será el acento de la fidelidad para su rey, y la sentencia de muerte lanzada contra la usurpación y alevosía.

El partido de la usurpación, señor, que conoce su debilidad y sabe que no puede ser fuerte sin un apoyo poderoso, había pensado convocar las antiguas Cortes para afirmar sólidamente su triunfo. Tan cierto es, señor, que la voz de la nación no es indiferente para el establecimiento de las leyes fundamentales de la Monarquía.

Ella las reviste de un carácter sagrado, les da aquella perpetuidad solemne que acompaña todas sus decisiones, les imprime la sabiduría de los siglos, y pasan a la veneración de la posteridad más remota. Señor: en la voz de la nación reposa el porvenir de toda la Monarquía; en su voz reposa el porvenir de las augustas sucesoras de V. M., y ella será la que imprima el sello del oprobio en las frentes de los conspiradores y la que arranque de sus manos sus puñales. No: la nación no faltará jamás a su rey; ella, que no ha sido domada por la mano gigantesca de un conquistador coronado, rechazará con indignación el yugo de conspiradores subalternos. La gratitud producirá el entusiasmo, y el principio que sabe producirle no puede ser vencido.

Hay una institución que por su importancia merece una mención especial en esta Memoria, aunque no está destinada sino a marcar los principios generales y conservadores, sin descender a sus remotas consecuencias. Señor, una Monarquía no puede apoyarse en las últimas clases de la sociedad: es preciso que se apoye en las clases intermedias; cuando éstas no existen, la sociedad perece en brazos del despotismo oriental o en el abismo de una democracia borrascosa. España, que encierra dentro de su seno todos los gérmenes de la duración y de la perfectibilidad; España, a quien ha sido concedido por la Providencia un destino brillante; España, señor, tiene una magistratura que representa su gloria, que conserva sus tradiciones, y que, siendo el depósito de sus leyes, no puede prestarse a una obra de destrucción y de anarquía, porque representa el orden de la sociedad y la madurez de los siglos. Si los que vistan la toga no degradan su dignidad, ni empañan su esplendor, la toga está destinada a ocupar el primer lugar entre las instituciones conservadoras, y a ser el apoyo más firme de V. M. y del Trono. El destino de los jueces es el destino más bello de los hombres: ellos son el eco de la ley, su voz es la voz de la justicia, y su misión garantizar todas las existencias sociales. Colocados en medio de la sociedad y del legislador, ellos son el centro de todas las relaciones, y los que conservan su armonía. Independencia en la institución, fidelidad en sus individuos: éstas son, señor, las condiciones necesarias de la toga.

Señor: tales son las bases del nuevo sistema que debe asegurar la corona en las sienes de las augustas sucesoras de Vuestra Majestad. Los que conspiran no duermen. Si V. M. no se rodea de personas fieles y decididas; si éstas no están enlazadas entre sí por la unidad de sus principios; si no conciben un sistema sabio de administración y de gobierno; si no se apoyan en la voz de la nación y en el entusiasmo de las clases del Estado; si la magistratura no se reviste de esplendor y majestad; si los nombres de blancos y de negros no desaparecen del suelo español, los amantes de su rey deben llorar sobre el porvenir funesto de esta desgraciada Monarquía.

Señor: es imposible echar una ojeada sobre los tristes acontecimientos que nos cercan, sin hablar algo de la famosa ley de sucesión, que ha servido de pretexto a los traidores para conspirar, y que forma la base del derecho público de España. La ley de sucesión pertenece a la Historia y a la Filosofía: a la primera por sus vicisitudes, a la segunda por sus consecuencias. Yo tomaré sólo del legislador lo que sea necesario para el filósofo.

La costumbre es la primera legislación de los pueblos en su infancia: si algunas disposiciones particulares establecen ciertas relaciones entre los asociados, estas disposiciones, nacidas de la necesidad del momento, pasan sin consecuencia cuando han pasado las necesidades que las hicieron nacer. Las leyes propiamente dichas no existen sino en un período bastante adelantado de la sociedad: cuando la experiencia y el choque continuo de los intereses han producido ciertas reglas generales de conducta, ciertas condiciones necesarias de existencia que necesitan de fórmula y de expresión, entonces nacen las leyes, y con las leyes se forman los Estados. Las primeras leyes de los pueblos son siempre la expresión exacta de sus necesidades, porque son el resultado inmediato de las costumbres que ellas produjeron. Estas leyes deben ser siempre sagradas, porque han recibido la sanción de la experiencia y de los siglos. La ley de Partida sobre la sucesión a la corona dice así: «Et esto usaron siempre en todas las tierras del mundo do el señorío hobieron por linage, et mayormente en España: ca por excusar muchos males que acaescieron et podrían aun ser fechos, posieron que el señorío del regno heredasen siempre AQUELLOS QUE VENIESEN POR LIÑA DERECHA; et por ende establecieron, QUE SI FIJO VARÓN HI NON HOBIESE, LA FIJA MAYOR HEREDASE EL REGNO; et aun mandaron, que si el fijo mayor moriese ante que heredase, si dejase fijo o fija que hobiese de su muger legítima, que aquel o aquella lo hobiese, et non otro ninguno; pero si todos esos fallescieron, debe heredar el Regno el más propinco pariente que hi hobiese, seyendo home para ello, et non habiendo fecho cosa porque lo debiese perder.»

Esta ley, señor, que establece de una manera tan clara y terminante la sucesión de las hembras, prueba también que esta fue siempre la costumbre establecida en España. Las leyes fundamentales de la Monarquía no pueden trasladarse nunca de una nación a otra, porque una nación no puede existir sino con los elementos que encierra dentro de sí misma. Cuando estas leyes son impuestas, y no nacidas espontáneamente en el pueblo que las debe obedecer, ellas son el germen más fecundo de todas las revoluciones.

Señor: España ha conservado siempre su esplendor porque no ha sido nunca gobernada con los principios de otros pueblos, y ha resistido a los embates del tiempo porque ha marchado apoyada de sus instituciones. Las historias de las reinas de España es tan interesante como la de sus reyes; ellas han dado demasiado lustre a la nación española para no estar presentes en la memoria de esta Monarquía. Sin la ley de la sucesión de las hembras, ni Castilla y Aragón se hubieran reunido, ni Felipe V hubiera ceñido su corona.

Sin duda motivos particulares y circunstancias que entonces existieron, pero que ni habían existido antes, ni se han renovado después, hicieron que aquel Monarca revocase una ley a la que él debía su trono, y España su felicidad y su grandeza. Felipe V tenía que vengar un agravio: los desaires que había recibido de la Casa de Austria en la guerra de sucesión estaban presentes en su memoria, y el objeto de su ley fue despojar a sus enemigos de sus derechos a la corona de España. Él no sabía que despojaba a esta nación de su gloria y que la lanzaba en el abismo de las revoluciones.

Es muy difícil que los reyes, cuando han expresado su voluntad, no encuentren medios de ser obedecidos; pero la revocación de la ley fundamental de la Monarquía repugnaba tanto a todos los corazones españoles, y de tal manera la rechazaban sus tradiciones y la resistían sus costumbres, que no pudo pasar sin la más viva oposición de todas las clases del Estado. El Consejo de Castilla, como depositario de las tradiciones, de las costumbres y las leyes, sólo cedió al poder después de haber luchado con la mayor energía. Su primera resolución fue tan contraria a las miras del Rey, según todas las Memorias del tiempo, que dio orden de que se quemase el auto que podía servir de ocasión de dudas y divisiones para lo venidero. No satisfecho aún, y presumiendo que jamás podría vencer tan osada resistencia, aniquiló la unidad del Consejo, exigió que cada uno de sus individuos le diese su voto particular por escrito y cerrado. Así, señor, no fue el Consejo de Castilla el que aprobó su proyecto, sino sus individuos uno a uno, despojados de la fuerza de su unión, de su dignidad y de su independencia, y teniendo que luchar con todo el poder de un Monarca respetado y poderoso; así pasó esta ley en el Consejo: su gobernador Ronquillo fue desterrado por su constante resistencia a las pretensiones de Felipe V, y todos después doblaron la cerviz y se sometieron al yugo, que antes pudieron esquivar, pero que ya era inevitable.

La ley que no aprobó el Consejo, no la aprobó tampoco la nación. Las Cortes de 1713, lejos de representarla legalmente, solo sirvieron de máscara para cubrir la ilegalidad de la ley que Felipe V había jurado imponer a la nación que gobernaba. Las provincias y villas representadas sólo fueron 27, a saber: Burgos, León, Zaragoza, Granada, Valencia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Galicia, Salamanca, Cataluña, Madrid, Guadalajara, Tarragona, Jaca, Ávila, Trujillo, Badajoz, Palencia, Toro, Peñíscola, Borja, Zamora, Cuenca, Valladolid y Toledo.

No solamente no fue representada toda la nación, sino que las provincias y villas representadas no lo fueron de una manera legal y conveniente. Conociendo Felipe V la oposición que experimentaría de parte de los diputados libremente elegidos por las villas que tenían voto en Cortes, se contentó con que las municipalidades enviasen sus poderes a los Diputados que a la sazón se hallaban en Madrid, en los cuales el Gobierno tenía una absoluta confianza. Así, señor, todo fue ilegal y nulo en esta ley desastrosa: concebida por la venganza y sancionada por la fuerza, ella no podía producir sino frutos amargos y espantosas convulsiones. ¡Cómo! La abolición de una ley que era la base de nuestro derecho público, y el punto fijo en que se apoyaban todas nuestras instituciones políticas y nuestras garantías sociales, ¿debía ser la obra de un momento y la inspiración de una venganza? La mano que es suficientemente temeraria para destruir una ley fundamental, que no ha sido destruida antes en el ánimo y en las costumbres de un pueblo, no sabe el abismo que abre ni las víctimas que le prepara.

Señor: la disposición de Felipe V no puede tener fuerza de ley, porque no fue libremente aprobada por la nación, ni por los grandes Cuerpos del Estado. El Consejo de Castilla obedeció a la fuerza: las Cortes no representaron la Nación, y aun puede decirse que no representaron ni las villas ni las provincias en cuyo nombre decidieron, porque no fueron nuevamente elegidos y (según algunos) ni aun solemnemente convocados.

Tal es, señor, en compendio la historia del famoso auto acordado de Felipe V y de las Cortes de 1713. Jamás un gran monarca propuso una ley más absurda a la aprobación de una nación civilizada.

Nada hay, señor, que esté más enlazado a la marcha de los siglos que la historia del lugar que han ocupado en ellos las mujeres: los salvajes las adoran como diosas o las desprecian como esclavas: sólo la civilización les ha señalado el lugar que les conviene. La guerra es la ocupación y el destino de todos los pueblos salvajes; no existiendo entre ellos ni la desigualdad de los talentos, ni la de las riquezas, ni la del poder, su caudillo es siempre el que mejor les conduce a la victoria. La fuerza es la virtud que respetan, porque es la virtud que necesitan. Siendo la mujer débil, ha debido ser excluida del gobierno entre todos esos pueblos salvajes y conquistadores. Tal es, señor, el fundamento de la ley sálica que establecieron en una nación vecina los salvajes que la conquistaron, y que la dieron sus costumbres y la impusieron sus leyes.

El gobierno de los pueblos civilizados tiene por objeto la paz y la felicidad de las naciones. La espada de los caudillos del Norte reposa ensangrentada en el seno de los pasados siglos, y en su lugar dirigen a los pueblos de la Europa los cetros de los reyes. La debilidad de las hembras no es incompatible con el imperio blando y suave de la civilización: la historia les debe sus mejores páginas, y la sociedad su esplendor y sus costumbres.

No es extraño, señor, que una nación civilizada rechazase la postergación de las hembras en la sucesión de la corona. Sólo unos hombres que, para desgracia y vergüenza de la Europa, representan, en medio de la civilización, las ideas de la barbarie, han podido declararse los campeones de esa ley, que España, la Europa y el siglo rechazan de su seno.

La nación, legalmente representada por sus Diputados en las Cortes de 1789, pidió el restablecimiento de nuestra antigua ley fundamental, que fue entonces solemnemente reconocida, y cuya determinación, desconocida hasta ahora, se ha publicado últimamente en la pragmática sanción del año de 1830. Si no se halla inserta en la Novísima Recopilación la resolución de aquellas Cortes, esto no disminuye en nada su fuerza, porque todos saben que en ese Código existen muchas leyes abrogadas por otras posteriores, y no se hallan muchas que no han perdido su vigor.

Señor: éstas son las consideraciones que han hecho nacer en mí los acontecimientos de que V. M. ha podido ser la víctima. Un sepulcro se abría ante los pies de V. M., y la mano de la Providencia le ha cerrado, sin duda el destino de V. M. no se ha cumplido todavía sobre la tierra, y está destinado por el Todopoderoso para derramar sobre esta nación torrentes de felicidad y de ventura. Vuestra Majestad tiene grabada en lo más hondo de su pecho esta máxima, digna de Tito y de Trajano: La felicidad de los pueblos es el florón más digno de la corona de los reyes.

San Ildefonso, 13 de Octubre de 1832.

Señor:

A L. R. P. de V. M.

Juan Donoso Cortés.   
 

[ Texto tomado de las Obras de don Juan Donoso Cortés, volumen III, Madrid 1893, páginas 33-44; según la edición de la imprenta de D. Miguel de Burgos, Madrid 1832. ]