Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro

Discurso pronunciado por Don Julián Sanz del Río, licenciado en Filosofía, en el acto de recibir la investidura de Doctor en Filosofía.

Madrid, En la Imprenta Nacional, 1856

 
La cuestión de la filosofía novísima
 

Una es en el fondo la cuestión que la historia pasada trae a la historia y la filosofía presente.

Para la filosofía tiene esta cuestión tres aspectos, que son otras tantas cuestiones relativas a la principal, y que deben ser atentamente consideradas y claramente entendidas, para caminar con paso concertado entre la filosofía y la historia.

Estas tres cuestiones de la filosofía presente son: primera, llenar los vacíos y concertar los extremos de la filosofía del siglo XVIII; segunda, concertar los dos períodos de la filosofía moderna anteriores al presente; tercera, concertar la oposición histórica de la filosofía de la edad media con la antigua, y aclarar, utilizar para la ciencia y la vida la parte de verdad de cada una. Todas ellas miran a armonizar los sistemas filosóficos entre sí y con la vida; y esto no solo con un sentido doctrinal, sino con un sentido racional y humano; porque la filosofía o la historia son solo parte de la ciencia; la ciencia es parte de la vida, y la naturaleza o el espíritu son solo partes integrantes de la humanidad, para cuyo fin y bien y complemento trabajan tanto la filosofía como la historia, la doctrina como la práctica, el espíritu como la naturaleza.

Pero esta superior cuestión de la filosofía supone el conocimiento de un principio más alto, y de más anchos caminos en que debe entrar la filosofía novísima, para cumplir su destino de guía y maestra de la vida. Además de esto y para ello exige la filosofía hoy un estudio más profundo y comparado de los sistemas todos entre sí y con la historia, que el que se ha hecho y que era posible hacerse antes de ahora. Así, la ley de ser la filosofía presente trascendental sobre las filosofías pasadas y armónica entre todas le es impuesta a la vez por el tiempo en que ha nacido y por el fin de toda ciencia y toda vida en la humanidad.

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Detengámonos un momento en esta consideración preliminar entre la historia pasada y la presente de la filosofía.

La necesidad de un sistema, o mejor de una serie de sistemas filosóficos, resulta de dos causas: o es exigido y condicionado un sistema por el tiempo en que vive y sobre el que debe reinfluir a su modo, o es engendrado por una filiación interna de los sistemas filosóficos anteriores a él, o por ambas causas a la vez, que es lo más frecuente. De estos dos orígenes suele obrar más el primero en el principio de los grandes períodos históricos, y casi no sabemos de pueblo alguno que, dadas condiciones favorables, no haya ocasionado un renacimiento filosófico como expresión de toda la vida contemporánea, y con influencia más o menos profunda y durable sobre ella.

Esto sentado, observamos que el cambio de la vida pasada a la presente consiste en acercar y concertar todas las oposiciones que han quedado inconciliables hasta hoy. En política, concertar la Monarquía con la libertad, fundando el derecho del poder en garantías para el pueblo; en religión, concertar la fe pasiva religiosa con la razón activa y progresiva; en sociabilidad, acercar las jerarquías opuestas y comunicarlas entre sí por numerosos intermedios, sustituyendo a los límites cerrados externos que las aislaban antes e inutilizaban para la vida, límites internos inherentes al sujeto y modificables y progresivos con él. Y hasta en la vida moral se busca hoy el concierto del goce con la privación, de la posesión con el sacrificio. De todos lados pues, tiende la historia nueva a borrar la oposición exclusiva entre las funciones de la vida y a reorganizarla bajo una más alta unidad y más ancha base.

Tiende asimismo y por la misma ley nuestro tiempo a mirar con igual respeto y ojo circunspecto hacia el pasado y hacia el porvenir, siendo ambos efectivos, el uno como hecho cumplido, el otro como exigible, sin dar a lo pasado solo tanto valor que comprima la vida venidera, ni pretender para ésta tanta fuerza que suprima en sí la vida pasada. Y pues la filosofía debe ser la razón de la vida, veamos ahora los extremos y oposiciones parciales de las edades filosóficas pasadas, y que debemos juntar hoy en una construcción legítima, esto es, conforme a la verdad.

Ha precedido a la filosofía actual la llamada filosofía realista o empírica, en oposición a la idealista; ambas han llenado el siglo XVII y el XVIII en lucha alternada y varia, y encerrada cada una en un principio antagónico del de la otra.

La primera, comenzando con Bacon y Locke en Inglaterra, ha dado su última consecuencia en el materialismo francés; la segunda, comenzando en Francia con Descartes, ha terminado en el panteísmo sustancial de Spinosa y el panteísmo místico de Mallebranche o en el llamado espíritu ilustrado de los alemanes sucesores de Leibnitz y Wolf. Representaban ambos extremos aquel siglo de materialismo grosero de un lado y filantropía sentimental de otro, de prosa vulgar y poesía remontada, de naturalismo y de afectación, de moralidad y corrupción, de pretendida ilustración y de tendencias a los emblemas y sociedades misteriosas. Tan contradictoria como era aquella historia lo era la filosofía; esto es, la razón social de aquel siglo.

Conocíanse en efecto los sistemas filosóficos del siglo XVIII, el idealismo y el realismo, solo en oposición, y en ella existían y vivían y de ella tomaban su fuerza, de lo cual es prueba el punto de partida, el carácter doctrinal y hasta las ocasiones con que nacieron los varios sistemas engendrados de uno u otro principio. Una diferencia capital hay sin embargo entre los sistemas filosóficos de la última época, a saber: que los unos, los que proceden de Descartes, se apoyan y resumen en la idea de la sustancialidad general, mientras los otros en Inglaterra y Francia, y aun los que proceden de Leibnitz, se apoyan en la idea de la individualidad concreta. Aquellos conducen al panteísmo, estos al ateísmo, y la lógica de la historia lo ha mostrado harto claro. Pero unos y otros relativamente a su tiempo son verdaderos sistemas filosóficos, esto es: expresan el espíritu de su tiempo en su más alta idea; formulan en teoría lo mismo que el siglo profesa en la práctica.

Había comenzado la nueva edad protestando contra la edad media; en política con Tomás Moro, la Boetie y Brescia; en filosofía con Bacon, porque siendo uno el campo y el sujeto de la vida, lo nuevo no puede nacer sino cediendo lugar lo antiguo. Pero tales protestas son en la vida solo condiciones de un organismo ulterior; no son estados ni forman estado, antes al punto se anudan a ellas mismas ideas, planes y tendencias que deben sustituir a la antigua ley y organismo.

Era pues, de consecuencia histórica, que los reformadores políticos hubieran levantado al día siguiente de protestar contra el feudalismo la organización política de la Monarquía absoluta; y por una notable analogía vemos formarse la filosofía de este tiempo bajo el principio de la sustancialidad absoluta y abstracta, prescindiendo de la realidad individual, o mirándola como un modo insustancial y mudable de la sustancia general. Y consiguientemente en la práctica debía estimarse en poco la libertad del individuo ante la totalidad que, como el Leviatham de Hobbes, todo lo traga y lo devora.

Pero en la vida universal, a medida que crece un extremo resalta más su desigualdad con el opuesto, siguiéndose la reacción contraria en fuerza del organismo todo y su vida. Según esta ley, apenas la idea de sustancialidad absoluta llegó a su extremo en Spinosa, y Mallebranche comenzó la reacción sensible opuesta; en Francia, después de las luchas religiosas, comienza el tolerantismo ilustrado y el escepticismo, que anuncia el llamado espíritu fuerte y libre pensar del siglo XVIII. Los deístas ingleses minan el dogma y la unidad de la Iglesia episcopal. En Alemania se propaga y reina el racionalismo religioso; allí el pensamiento individual; aquí el sentimiento individual en vez del absolutismo doctrinal anterior. Cambio análogo observamos en el Estado y Gobierno. La Monarquía absoluta de Isabel de Inglaterra y de Richelieu absorbía en sí todo individualismo político: el derecho común mataba el derecho individual. Era este el grado extremo de la sustancialidad política; pero pronto es seguido de su degeneración relativa: en Inglaterra, cuando los Reyes sacrifican el bien del Estado al de sus cortesanos y favoritos; en Francia cuando sucede a Luis XIV: el Estado soy yo: un siglo de inmoralidad insensata: después de nosotros el diluvio. Casi todo el siglo XVIII se pasa en la desorganización de los poderes antiguos que combaten unos con otros y se dañan cada uno a sí propio, antes de recibir el último golpe, cuya acción sensible comienza en el último tercio del siglo.

No era históricamente posible que en este período de reacción de la individualidad contra la totalidad gozase larga vida una filosofía fundada solo en la idea de sustancia abstracta, mirando como accidente la individualidad concreta. Antes era lo natural que la filosofía de este segundo período pusiera delante la idea del individuo y olvidara cada vez más la sustancia general de Spinosa y todas las doctrinas semejantes. Así sucedió; porque tanto el empirismo anglo-francés como la monadología de Leibnitz conducen, aquel más abiertamente, esta menos, a un ateísmo y en la práctica tienden al egoísmo; ya sea el egoísmo grosero del materialista francés, sea el egoísmo ilustrado alemán o el calculado de los ingleses contemporáneos. Bajo este nuevo principio el hombre se conoce como lo único real y final en la vida, y de consiguiente no conoce más ley ni verdad que su experiencia práctica. En ambos casos se hace el hombre ídolo de sí mismo, olvidando a Dios.

Ciertamente si el espíritu que aspira últimamente a conocerse y hallarse con toda su realidad en el mundo, fuera uno u otro extremo de los notados, o una sustancialidad abstracta, o un individuo concreto, hubiera acabado en una una u otra idea la historia de la filosofía. Pero la mera existencia sucesiva de ambos términos muestra, que de uno y otro puede tener el hombre y debe tener. De consiguiente, el período ulterior que aspire a reunir en sí aquellos elementos extremos, el total y el individual, puede ser llamado reorgánico y es legítimamente histórico.

Y este carácter reorgánico y reorganizador debe llevar la filosofía de este período, juntando la conciencia del primer período con la del segundo. Esta filosofía no sacrificará ni suprimirá la idea de la individualidad bajo la de sustancialidad, lo particular bajo lo común, ni borrará lo sustancial y general bajo lo subjetivo e individual. Así se cumple la ley histórica de llenarse la vida según camina, de hacerse más positiva y comprensiva, juntando y anudando cada vez más fines sociales, haciéndonos hoy, de grado o por fuerza, a sabiendas o no, herederos universales de toda la historia pasada.

La primera idea sola llevó al panteísmo; la segunda idea sola llevó al ateísmo; ahora evitamos una y otra dirección aislada aun a riesgo de ser acusados de uno u otro. Condujo el primer principio a Spinosa a su sistema de necesidad, que borraba toda finalidad y desarrollo libre humano; el segundo condujo a un sistema de finalidad y tendencia indefinida que olvida la legislación eterna de los seres y su vida, y mira solo al fin, acabando en la accidentalidad y la arbitrariedad del individuo. El tercer período debe fundar entre la necesidad predeterminante y la accidentalidad indeterminada un sistema de libertad racional, necesaria-libre, permanente-progresiva, anterior-posterior juntamente.

Pues este sentido, anunciado por la ley histórica, debe hallar en la filosofía un principio metafísico, una teoría entera y una máxima práctica; porque la filosofía, aunque recibe bien las indicaciones de la historia y camina al paso con ella, no recibe su verdad interna sino de sí misma, ni puede ser un pacto convenido ni un juicio de conciliación con la historia, sino un sistema de verdades. Y por más que parezca extraño sustituir en la metafísica el principio de composición al principio de contradicción, reinante hasta hoy, o a la unidad abstracta sin interna pluralidad, así lo exige y lo presiente la historia, que es a su modo también una ley y una verdad. Acaso sea necesario, para hallar en la metafísica este principio de composición y esta unidad llena de su variedad rehacer toda la filosofía y su procedimiento, mirar más alto y hondo que hasta aquí, penetrar en una más alta unidad que encierre en sí y componga todas las oposiciones, haciéndolas legítimas, sanas y fecundas. Como quiera que sea, las indicaciones dadas por la historia llevan al resultado de una filosofía armónica, ideal—real, abstracta—concreta, sintético—analítica, dejando a los sistemas mismos el procedimiento interno de esta nueva cuestión.

El sistema llamado de sustancialidad absoluta, conoce solo un ser y una necesidad, pero no un deber, y un imperativo humano. Asimismo, el primer período en nada o poco estima la moral en oposición al derecho (casuismo) y, subordinando el sujeto al todo social, deja a este la decisión de lo que es justo. Al contrario, bajo el individualismo del segundo período afloja y casi se borra la forma imperativa del deber, sucediéndole una idea empírica del estado como un mero colectivo de individuos y de intereses individuales. Pero ahora pende y urge la cuestión de fundar una moral y una política con valor y fuerza propia, de respetar junto con el derecho imperativo y coactivo el sentido particular, proyectando al lado de lo que existe lo que debe ser.

Después de concertar estas dos oposiciones inmediatas, debe la filosofía moderna componer otra oposición superior; porque el espíritu del primer período moderno ha sido en muchos y muy capitales respectos una renovación del espíritu filosófico antiguo, así como el espíritu individualista del segundo período lo es del espíritu de la edad media.

Esto pide alguna consideración.

La antigüedad (ya miremos la oriental o la clásica greco-romana) absorbe enteramente el individuo bajo potencias sustanciales y totales. La fusión de aquellos extremos, bajo la unidad política del imperio romano, señala el paso de la edad antigua a la media, diametralmente opuesta a aquella. Mueve la edad media al hombre a entrar en sí, a fundar en esta intimación la confianza y el mérito propio, lo cual explica y aun exige que el espíritu de la edad media sea negativo y antipático a todo lo antiguo. Al contrario del grecismo y el clasicismo, que miraban la naturaleza como el summum del bien y ley humana, pide la edad media al hombre que rompa con la naturaleza, con los vínculos del pueblo y su historia, buscando y escuchando la voz interior del corazón como lo único real y durable sobre esta vida sensible (misticismo).

En esta interioridad del espíritu, como igual herencia de todos, se borra la desigualdad del esclavo al señor, del bárbaro al culto, del extranjero al ciudadano, se agranda y universaliza la esfera del derecho humano sobre el limitado civil, y se mina de raíz la base antigua del estado y las jerarquías sociales. Por esto la edad media descentraliza el estado antiguo, y así resultó antes que se fundaran las monarquías del renacimiento. Hasta el reinado era en aquella edad una superior individualidad e individuo, no la personificación unitaria y sintética de la sociedad. Así, en la edad antigua pone el hombre su fin y asiento en el mundo natural y político sensible, y a él liga todo su destino. En la edad media pone este fin y base en un mundo interior, aunque rompa por ello las medidas y vínculos del mundo presente; y para conocer, sentir y gozar aquel mundo necesita cerrar los ojos al mundo y vida sensible y encerrarse en su íntima y secreta individualidad. Así era el hombre de entonces en su pensamiento y en su corazón, en su filosofía y en su moral; el escolasticismo se escapaba al sentido y medida común de la vida por la tangente de una ciencia recóndita, como el penitente y el místico buscaban con el martirio de la tierra la gloria del cielo; y el común y el señor feudal protestaban apoyados en su derecho y en su espada contra todos los poderes terrenos (Dios y mi derecho; solo contra todos). Tiene la edad antigua un Estado sobre la Iglesia, porque la intimidad individual y el derecho de esta intimidad no son reconocidos en la antigüedad ni son estimados. Tiene la edad media una Iglesia sobre el Estado, porque el fin ultramundano todo la absorbe y suprime en sí, y es el único que tiene derecho público.

Tal era la tendencia y el sentido de la historia de aquel tiempo. Si el triunfo de uno de estos extremos sobre el otro no se completó entonces, aunque adelantó harto, consiste en que no se puede hacer entera violencia a la vida y falsearla como se violentan y falsean las concepciones aisladas del espíritu. Pues esta misma oposición debemos hallar entre la filosofía de ambas edades y tiempos.

Debía engendrar el espíritu antiguo una filosofía principalmente física y política, partes ambas casi desestimadas en la filosofía de la edad media. Y al contrario, en esta última, aparece en primer término y preocupa al espíritu una filosofía de que la antigüedad clásica ni sabia ni podía saber, sino es como enlazada con la mitología: la ciencia de Dios o la teología.

Así, la ciencia antigua era ciencia del mundo; la de la edad media ciencia de Dios; aquella escogía sus maestros y héroes en físicos, políticos, en maestros de príncipes; ésta busca los suyos en el clero y el monacato. Y tal debía ser, porque solo el cristianismo pide a sus fieles una convicción y conciencia interior sobre las verdades eternas; primero en forma de un sentido creyente; después en forma de una doctrina sistemática. Pero en las religiones antiguas conoce el hombre más por fantasía que por razón el mundo superior, y por lo mismo los que se elevaron al libre pensamiento en esto, cayeron los más en un sentido contrario al sentido común religioso. Así, la filosofía antigua es, históricamente hablando, irreligiosa o anti-religiosa, y el pueblo llamaba ateístas a los filósofos. Pero esta negación no cabía en el cristianismo. La experiencia interior religiosa envuelve aquí un conocimiento racional de Dios y sus relaciones sobre el mundo, y puede bien concertar con la razón filosófico-religiosa.

Y así como en la filosofía de la edad media la teología sustituye a la física, sustituye también a la política la moral y pone su realización, más que en la virtud social, en la virtud individual. Por lo mismo, y a pesar de la lógica de Aristóteles, se acerca la moral escolástica a la de los Stoicos, que en su retrato del sabio expresan mejor el sentido de aquel tiempo. Y en el contenido de su moral sustituye al tratado antiguo de la virtud que conoce en la naturaleza un elemento moral, tratado de los deberes, al organismo moral la conciencia individual; según lo cual cuestionan los moralistas de la edad media si es lícito o no entrar en comunidad social, como el Stoico preguntaba si el sabio podía ser esposo, ciudadano &c.

Pero otras cuestiones y otro carácter tiene la época y filosofía llamada moderna, que debe recoger la herencia del mundo antiguo y el medio, y que se opone por lo mismo a cada una de aquellas aisladas; pero no a ambas a la vez. Y primeramente a la edad media. Mientras ésta, rompiendo con la naturaleza, siguió el destinó de toda abstracción degenerando en sí misma y secularizándose, el espíritu moderno busca la naturaleza y el mundo y quiere ser social y práctico. Busca por lo mismo y tiene por fin constituir un Estado: no es antipático al sentido, sino que se concilia con la naturaleza como su compañera de destino, recibiendo de ella guía y enseñanza. Sobre este tema pudiéramos seguir toda una historia enlazada y graduada hasta el extremo gentílico de la divinización de la carne, que repugna hoy a la sana razón y a la justa armonía entre el espíritu y la naturaleza. Pero no menos se opone el espíritu moderno al de la antigüedad gentílica sola contra la edad media. Desde luego, no se entrega aquel pasivamente al naturalismo, y estima supremamente solo lo que es racional y lleva la sanción de la moral. Por esto no le basta un Estado fundado sobre la tradición, sino que se adelanta a esta medida sin romperla, y defiende también el derecho, el interés y la voluntad individual en el hombre y pueblo cada día, llevando un ojo al porvenir y conservando otro en lo pasado. No le basta recibir los hechos y productos de la naturaleza dejada a su motu propio, sino que la obliga y estrecha mediante el arte a revelar sus fuerzas más íntimas y subordinarlas con una armonía preestablecida a la idea e intención del espíritu. En una palabra; el espíritu moderno, siendo humano y naturalista como el antiguo, es también ideal y trascendental como el de la edad media; no admite ni sanciona para la práctica, sino lo que ha pasado en la naturaleza y aun en el espíritu por el segundo bautismo de la razón. De aquí nace el carácter de la filosofía moderna; crítico primero, trascendental después; y este carácter debe parecer a la filosofía de la edad media y a los que discurren hoy según ella pagano y gentílico; y a los que discurren según el espíritu de la antigüedad debe parecer metafísico, idealista y abstracto. Pero no dejará por esto su camino ni se desorientará por los unos ni por los otros, estando sobre ambos. No le basta ya una ciencia que, como la antigua, no habla de religión ni de moral; pide que entren estas, como la edad media lo enseña, en el sistema de la ciencia y la filosofía: tampoco le basta una filosofía sin física y sin política, porque la edad antigua le ha enseñado a ser naturalista y política, y le toca ser heredera de esta y de aquella a la vez; esta es la ley de su tiempo; no es el capricho de un pensamiento individual. Niega pues la filosofía moderna solo lo negativo y antipático de las anteriores edades; afirma, admite y desenvuelve lo positivo, relativo y compuesto de ambas.

Ha principiado la filosofía moderna a resolver esta cuestión más o menos a sabiendas según el tiempo. Por esto y para esto ha reproducido, primero, los dos elementos anteriores, aunque en forma más precisa, que permite ver mejor las relaciones posibles entre ambos. El primer período de esta época (Descartes, Spinosa) se ha opuesto absolutamente al escolasticismo, ha roto con la autoridad y ha fundado una filosofía secular; su representante más extremo nació en el pueblo más independiente del influjo cristiano. Sacrifica este sistema como la antigüedad el individuo al todo con la conciencia de que el individuo no es sustancia sino modo sustancial; borra la Ética como moral individual y le sustituye una especie de física moral (necesidad moral), concertando con Jordan Bruno, meteoro filosófico que apareció al confín de la edad media y la moderna, y que en su excentricidad naturalista piensa como un gentil y conoce a Dios como la natura naturante: Dios o la Naturaleza.

En oposición a este primer período renace en el segundo la individualidad y el atomismo; pero elevando también el sentido común al principio metafísico: solo es real el individuo. Y aunque en relaciones segundas encontramos numerosos puntos de enlace con la escolástica, como cuando la indagación sobre la realidad de los universales lleva a Locke y Berkeley a muchos resultados al parecer nuevos, y el espíritu nominalista es renovado por Leibnitz en el principio de individuación, no muda por esto el carácter general del período: el de la individualidad. Nació de aquí la cuestión sobre el origen de las ideas, sobre la psicología experimental; de aquí en la moral la idea de que toda comunión social, matrimonio, estado y demás nacen de convención; de aquí en la física la preponderancia del mecanismo y el ateísmo, aunque el espíritu del tiempo ni concebía bien el panteísmo puro de los primeros, ni podía honrar el ateísmo de los segundos con el nombre de filosofía.

Por esto hemos dicho al principio que en los dos periodos precedentes a la filosofía novísima se renuevan con espíritu sistemático los dos sentidos opuestos de la antigüedad y de la edad media. Y heredando este periodo aquellos dos, recibe el espíritu de ambas edades, la antigua y la media, no de primera mano, sino preparado y elaborado ya para una nueva recomposición. Por lo mismo, la filosofía novísima debe ser históricamente como la conclusión de un discurso cuyas premisas están dadas; concertando los sistemas de sustancialidad con los sistemas de individualidad; el naturalismo antiguo con el espiritualismo medio. Todo sistema moderno que pretenda tal nombre y un valor histórico, debe proponerse estas tres cuestiones, y pensar lo que piense, y edificar lo que edifique en vista de ellas.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 18 páginas.}