Tema núm. 30
¿Cuál es la educación física y moral de la mujer más conforme a los grandes destinos que la ha confiado la Providencia?
Discurso leído ante el claustro de la Universidad Central, por el licenciado don Anastasio Carrera y Sáinz, en el solemne acto de recibir la investidura de Doctor en Medicina y Cirugía.
Madrid 1867
Imprenta de D. Antonio Peñuelas, calle de Calatrava, núm. 8
A mi tía Doña Josefa Alba de Martínez Negrete. Como insignificante muestra de la imperecedera gratitud a los muchos favores que os debe, dignaos, querida tía, aceptar este pobre trabajo que os dedica, Anastasio Carrera
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Excmo. e Ilmo. Sr.,
Si un pintor novel se hallara rodeado de las primeras notabilidades artísticas, si en presencia de los Rafaeles, Ticianos, Murillos y Velázquez, hubiera de trazar un cuadro, para ser juzgado por él, antes de que a su paso fuesen por aquellos genios franqueadas las puertas del glorioso templo del arte: yo concibo que con mano temblorosa colocaría el lienzo en el caballete, mezclaría los colores en la paleta, y a cada toque, a cada rasgo que brotara de su trémulo pincel, dirigiría a sus jueces una furtiva mirada deseando sorprender en ellos un signo de aprobación y complacencia, para continuar con más ánimo, tal vez con nueva y creciente inspiración; o de lo contrario, si solo notaba en ellos los signos del disgusto, abandonaría su obra, dejando caer su pincel; y si tal vez continuaba, lo haría solo al acaso, sin tino, sin conciencia.
Tal es en verdad mi situación. En presencia de un tribunal de sabios, rodeado de los Murillos y Velázquez de la ciencia, tiendo con trémula mano el lienzo en el caballete, para bosquejar un cuadro, cuyo asunto ha sido ya repetidas veces de mano maestra y con vivos colores expresado. Voy, pues, a trasladar al lienzo la simpática figura de la mujer cual debe ser educada física y moralmente en conformidad a los grandes destinos que la ha confiado la Providencia.
Nada habrá en mi cuadro de novedad, nada de inspiración, pálidos serán los colores: solo confío en vuestra jamás desmentida indulgencia, con ella escudado tomo mi tosco pincel y principio la obra.
Es un paisaje delicioso, un edén de felicidad, un paraíso de ventura. La naturaleza virgen, evocada del caos por la voz del Criador, se ostenta en toda su lozanía, el suelo matizado de flores, el aire poblado de aves, el sol con luz purísima brilla, el cielo de aquel cuadro es la sonrisa de Dios.
Un hombre duerme sobre lecho de rosas. No es su sueño fatigoso, cual si fuera producido por el cansancio, se le ha infundido Dios y sueña felicidad, como si adivinara el despertar que le aguarda. Porque aquel hombre, el primero de los mortales, se había dormido solo, y al despertar encuentra junto a sí una dulce compañera, formada de su propia sustancia por la mano de Dios. Solo el genio del gran Milton ha podido describir dignamente aquel dulce despertar.
Carne de mi carne y hueso de mis huesos llama Adán, de gozo henchido, a su grata compañera; y Dios les dice que serán dos en una carne. Este es el origen de la mujer; aquí está trazado su destino.
El hombre y la mujer son iguales en naturaleza: de un mismo barro se formó su cuerpo, una misma inspiración divina les infundió el espíritu. No son dos seres separadamente perfectos, son dos entidades que mutuamente se perfeccionan y complementan: como no hay ecuación sin dos miembros, como no hay diámetro sin dos radios.
Ambos vienen de Dios, a Dios caminan, y de Él recibieron aquel precepto: multiplicaos y poblad la tierra, y ambos son incapaces de aisladamente cumplirlo.
Pero si es cierto que ambos tienen un mismo fin general que cumplir, no lo es menos que tienen deberes especiales que llenar, según los distintos oficios, los diferentes destinos que la Providencia les confiara.
Esta diversidad de destinos la vemos clara en el mismo estado de la inocencia, y más terminante todavía después de la original caída.
Aún no había sido creada la primera mujer, y Dios constituyera ya al primer hombre, como jefe de la creación, dándole dominio sobre las cosas de la tierra. Ante Adán llama a todos los animales para que les ponga nombres; con Adán celebra un pacto concediéndole derechos, imponiéndole deberes: y en este pacto, el hombre no representa un individuo, ni una familia, sino la humana sociedad entera. De aquí es que me atrevo a decir que aún no existía la mujer, aun no existía la familia; y ya existía la sociedad sintetizada en Adán. El hombre, pues, es el elemento esencialmente social.
Pero preciso era que existiese la familia. El Criador veía, según la expresión del Génesis: que no era bueno que el hombre estuviese solo, y dijo: hagamos una compañera semejante a él. Y Dios crió la mujer; y se formó la familia. De modo que, si el hombre es el elemento esencialmente social, la mujer es el elemento esencialmente doméstico. En Adán se constituye la sociedad, en Eva la familia.
Vemos aquí señalados por el Supremo Hacedor al hombre y la mujer en el estado de la gracia original los diversos destinos que se les confían. Pero aún más claro y terminante lo vemos en la maldición divina fulminada contra ellos después de su caída.
Al hombre le dice: tú ganarás el pan con el sudor de tu rostro, la tierra trabajada por tí producirá espinas y abrojos. Como si dijera: tú, destinado a la sociedad, trabajarás en ella para vivir y sustentar a la familia; el campo, la industria, el comercio, las artes, las ciencias, todo será objeto de tu trabajo, que muchas veces resultará estéril; sembrarás la amistad, la buena fe, y recogerás con frecuencia el desengaño, la perfidia. Esa sociedad que había de ser tu gloria, será tu martirio.
Antes a la mujer había dicho: tú, formada para la vida de familia, tú, cuyos principales destinos son el de esposa y el de madre, esposa serás, pero sometida a tu marido; madre has de ser, pero yo multiplicaré los disgustos de tu preñez, los dolores de tu parto.
Marcados vemos en el divino castigo los diferentes destinos que la Providencia confía al hombre y a la mujer. Es más, los vemos aun en el mismo perdón.
Si un Hombre-Dios viene al mundo a redimir la humanidad, si Jesús es el gran regenerador social: una mujer divina, María, es la regeneradora de la familia, la que eleva a la mujer de su estado de postración.
Piensen en contrario, como gusten, visionarios ilusos, filósofos utopistas; jamás podrán convencernos de que la mujer está llamada a ocupar el mismo grado social que el hombre, haciendo iguales sus destinos en la sociedad. Ni las armas, ni la industria, ni las ciencias, ni la política, ni la pública administración son, ni pueden ser, el centro de actividad de la mujer, el elemento de su vida.
Los que en contrario opinan podrán convencerse de lo erróneo de su doctrina, haciendo un estudio fisiológico y psicológico de la mujer. Analicen su organismo, estudien las facultades de su espíritu, y verán las notables diferencias que del hombre las separa; diferencias que no podrán borrar nunca ni las leyes, ni las costumbres, ni la educación, ni las modificaciones, en fin, que en humano puedan emplearse.
Ved: esa blanca y pequeña mano, ese torneado brazo no está destinado ni al rudo trabajo de la azada, ni al grave peso de la lanza; ese turgente seno, muelle regazo del amor, no palpitaría bien oprimido con la bruñida coraza; esa cabeza adornada de sedosos y ondulantes cabellos no podría soportar el peso del acerado casco; ese cuerpo todo de graciosas formas, de suaves contornos no es apto para los ejercicios de fuerza y agilidad, tan propios de la angular musculatura del hombre.
Y en cuanto a las facultades del espíritu ¿qué podemos decir? La inteligencia de la mujer es perspicaz, pero no profunda; más bien comprende por intuición que penetra por la reflexión y el raciocinio: su imaginación, esa loca de casa, como la llama un clásico francés, es sin duda más viva, más fecunda, más creadora que en el hombre, lo que la da cierta aptitud para las bellas artes; pero en cambio su razón es más superficial, más falible su juicio, más variable su criterio; y sus facultades reflexivas, en general, poco a propósito para las ciencias exactas y los estudios abstractos.
No es menos notable la diferencia de las facultades afectivas y de las pasiones en ambos sexos. El hombre, dice Descuret, resiste mejor la fatiga; la mujer soporta más el dolor. Las pasiones extremadas son más delirantes en la mujer que en el hombre, porque éste vive más, bajo la influencia de su cerebro, y por consiguiente de su voluntad: y la mujer bajo la influencia del sistema nervioso ganglionar, es decir, bajo el predominio del sentimiento, que no raciocina. La pasión dominante en el hombre es la ambición, en la mujer el amor.
Es, pues, preciso convencerse que, tanto fisiológica como psicológicamente considerada la mujer está creada por la Providencia para llenar distintos deberes que el hombre.
Se nos dirá acaso: pues qué, ¿no son de una misma naturaleza, de un mismo espíritu dotados? más aún, en el seno de la familia ¿no deben ser dos en una sola carne? ¿Y esa diferencia, ese dualismo que se quiere establecer, no perjudica a la unidad armónica que debe reinar en la familia?
Antes por el contrario: en esa diversidad de destinos y deberes del hombre y la mujer es en donde se funda la armonía social y doméstica. El sol es uno, y sin embargo, de él emana la luz que nos alumbra, el calor que nos conforta. Suprimid la luz del sol, y en la tierra sumida en tinieblas sería imposible la vida: suprimid el calor, y ateridos con el frío glacial de un perpetuo invierno habríamos de perecer. Del mismo modo, en la familia, en esa unidad armónica, la luz es la inteligencia del padre, el calor el corazón de la madre. Suprimid esa luz, y la familia marchará al acaso, como sumida en tinieblas: quitad ese calor, y un frío glacial helará las relaciones, los vínculos de cariño que ligan a todos los individuos de la familia.
Esas dos corrientes, esas dos fuerzas encontradas del hombre para la sociedad, y la mujer para la familia constituyen el gran equilibrio de la humanidad. Creo poder comparar las familias en su marcha social con los astros, que pertenecen a un sistema planetario. Si cada uno marcha invariable en su órbita, si no se destruye ese concierto universal con que caminan, es porque obedecen a dos distintas fuerzas, de repulsión la una, de atracción la otra. Considerando cada familia como un astro del universo social, debe, para no salir de su órbita y romper el equilibrio, obedecer a las dos fuerzas motoras; el hombre, fuerza centrífuga de la familia; y la mujer, fuerza centrípeta de ella.
Estas diversas tendencias se hallan felizmente grabadas en la conciencia, en el corazón de los individuos de ambos sexos. Colocad la heroica figura de Guzmán el Bueno sobre los muros de Tarifa, arrojando el puñal para que asesinen a su hijo, y los hombres todos aplaudirán la grandeza de alma del que sacrifica su familia por la sociedad. Pero colocad en su lugar a su esposa, y estoy seguro que antes de todo obraría como madre; y si lo contrario hiciera su anti-natural heroísmo, sería acogido con un grito de espanto y de horror por todas las entrañas maternales.
Creemos haber suficientemente manifestado que los destinos confiados por la Providencia a la mujer como compañera del hombre, como esposa, como madre, radican principalmente en la familia.
Hemos insistido tanto en este punto, por rebatir la opinión de los que suponen a la mujer injustamente desheredada de compartir con el hombre el dominio de la vida pública, y sostienen que no hay más diferencia entre ellos, que la material diversidad de sexos.
Ahora, supuestos ya los deberes que la Providencia exige de la mujer, se nos puede preguntar, ¿cuál es la educación física y moral que debe dársele más conforme al cumplimiento de esos deberes?
No abrigamos la pretensión de poder decir nada nuevo en tan importante materia; es más, no creemos que un pobre y corto discurso tenga la eficacia de las trompetas de Josué, que con solo su sonido hicieron caer por tierra los muros de Jericó.
Antes de llegar a la educación sólida de la mujer es preciso derribar el muro de ignorancia y el antemural de preocupaciones que a ello se oponen. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Marcharemos por camino cubierto para tomar por sorpresa la plaza que cercamos? No; el enemigo siempre está en vela. ¿Trataremos de batir las murallas disparando a guisa de metralla una nube de preceptos higiénicos, de máximas médicas, de remedios preservativos, de programas de educación y reglas de moral? Tampoco, el muro es sólido, la distancia mucha y los proyectiles llegarían fríos. ¿Qué hacer, pues? ¿Desistir del intento y levantar el sitio? Nada de eso. Hay una altura abandonada que domina a esa Ciudad: subamos y defendido ese punto, sin un disparo la Ciudad será nuestra, la educación de la mujer será una realidad; porque esa altura que la domina y que es preciso tomar, es la educación del hombre.
No dudo en decirlo: es inútil cuanto se discurra y emprenda para educar a la mujer, si antes al hombre no se educa. El pretender lo contrario será tratar de limpiar la una mano sucia con la otra mucho más.
Bien comprendo que habrá quien se subleve al oír que es preciso comenzar educando al hombre. ¿Pues qué, nos dirán, en el siglo de los adelantos y de las luces el hombre no está educado?
No negamos los adelantos del presente siglo; pero en medio de tanta ilustración, hay falta de educación, o se educa viciadamente. La instrucción cultiva solo la inteligencia, la educación cultiva de una manera armónica todas las facultades del hombre. Por desgracia en lo general solo se atiende a algunas facultades en detrimento de las demás. Y mientras la educación en el hombre sea viciosa ¿se pretende conseguir una educación perfecta en la mujer? Vano empeño.
El amor es una necesidad en el corazón de la mujer, necesita amar y ser amada, y ante todo necesita agradar, ¿qué medios emplear para conseguirlo? Es débil, ve que el hombre en un grado superior al suyo en inteligencia y en fuerza solo la adula por su belleza. Pues la belleza será el principal medio de que se sirva para agradar; y si a su instinto se la abandonara, educar su belleza sería su única educación. ¡Triste suerte la de la mujer, tanto más triste cuanto la culpa no es suya! ¿Por qué el hombre fomenta esa debilidad? ¿por qué en vez de adularlas ponderando sus hechizos, no se les hace comprender que en otra causa radica el verdadero mérito? Mientras el gusto del hombre se halle pervertido de resultas de una viciada educación, es imposible rectificarle en la mujer, cuyo instinto de imitar, cuyo deseo de agradar las convierte en ciega copia de los caprichos del hombre.
Nosotros despreciamos, mejor dicho, compadecemos a las pobres mujeres que en algunos países salvajes se estiran desmesuradamente el pabellón de la oreja, pintan y marcan su cuerpo con sangrientas labores, todo por agradar al hombre; como por esta misma causa las de la China sujetan sus pies desde la niñez a una ruda presión para evitar su crecimiento y desarrollo.
¡Pobres mujeres, decimos, víctimas de la barbarie y falta de educación en el hombre!
¿Y qué sucede entre nosotros? ¿no las vemos sujetar su cuerpo, comprimir su talle como en un torniquete de aceros y ballenas? ¿Qué sirve que la ciencia médica clame contra abuso tan nocivo? ¿Qué importa que ponga de relieve los graves perjuicios que se originan de no dar el suficiente desarrollo a las cavidades torácica y abdominal? Todo será inútil. ¿Y culparemos a la mujer? No, culpemos al hombre que en la novela, en el teatro, en los paseos, en los bailes, en las tertulias, admira a la que así se atormenta, y ridiculiza a la que o no puede o no quiere hacerlo.
Es un ejemplo que he citado de la parte de educación física, pudiera extender la materia a la educación intelectual y moral, y en todas nos convenceríamos que el paso más conducente para la educación de la mujer es educar al hombre.
Hay quien tiene la preocupación de atribuir a la mujer los males todos, privados y públicos, individuales y sociales. Ese satírico ¿quién es ella? que ordinariamente se pregunta en los accidentes fatales, es un sangriento sarcasmo dirigido a esa desgraciada mitad del género humano. El mal no está en la mujer, ni en ella hay que buscar el remedio, el mal está en las leyes, en las costumbres, en la sociedad que el hombre forma y constituye; la mujer en general no es otra cosa que un espejo que reproduce fielmente los objetos cercanos. Si os devuelve la imagen de un monstruo, no tratéis de romper el cristal, la culpa no es suya; colocad un ángel, y de un ángel obtendréis la figura.
En la vida de la mujer vemos retratada la vida de la humanidad, su historia es la del mundo. En las antiguas monarquías del Asia, en los gobiernos despóticos del día, donde el hombre no tiene derechos en la sociedad, la mujer no los tiene en la familia. «Allí, dice un celebre historiador, donde la mujer no es la dulce compañera del hombre, cada hogar está sujeto a una monarquía despótica y esta asociación de tiranos obedece a un jefe, señor brutal y absoluto en el Estado, como el particular en la familia» (1. César Cantú).
De las antiguas monarquías pasemos a las repúblicas griegas. En Esparta, donde el individuo es absorbido por el Estado, donde el hombre no es nada, ni padre, ni esposo, ni hijo, sin el consentimiento de la ley; en aquel pueblo que en medio de la Grecia, era como un gran cuartel en una ciudad populosa: allí donde la educación del hombre se reducía a robustecer su cuerpo, vigorizar sus músculos, para hacer de él un esforzado guerrero, en aquel pueblo de costumbres ridículamente severas donde ni hay ciencias, ni artes, fuera del arte militar: allí la mujer no es madre, porque sus hijos son solo hijos de la patria. Las jóvenes desnudas de pudor y de vestidos se ejercitan en luchas de vigor, carreras de agilidad; solo se atiende a su educación física, para que doten al Estado de soldados robustos. La mejor prenda de que pueden estar adornadas es la insensibilidad, sofocando en sí todos los sentimientos, hasta el amor de madre. Meditando esto no nos extrañan esas célebres expresiones de las Espartanas, que nos ha trasmitido la historia. Si a una le dicen que su hijo se obstina en defender en un combate el sitio más peligroso, exclama: bien, si sucumbe, que pongan allí a su hermano. Otra madre Espartana sale al encuentro de un correo del ejército. ¿Qué noticias traes? le pregunta. –Que tus cinco hijos han muerto. –No es eso lo que pregunto; ¿Es la victoria de Esparta? –Sí. –Pues corramos a dar gracias a los dioses.
¡O bárbara fiereza! ¡Cuánto puede en la mujer la fuerza del hábito y del ejemplo que llega hasta extinguir en sus entrañas el sagrado fuego del amor maternal! En todas partes la mala educación del hombre pesa como losa de plomo sobre la educación de la mujer.
Vamos a Atenas. Allí no hay serrallos, porque no hay despotismo: el hombre es libre, la mujer también. Las leyes de Solón, a pesar de sus imperfecciones, son las más perfectas de entonces. Su principal tendencia es formar del hombre un buen ciudadano para la república, dejando los cuidados domésticos a la mujer. Aquella legislación que educa al hombre en la práctica de sus derechos, no niega a la mujer los suyos. Esta puede heredar, si es de clase acomodada; y si es pobre, el pariente más cercano tiene la obligación de sostenerla y dotarla. El matrimonio adquiere allí cierto carácter de perpetuidad; la esposa es conducida sobre un carro, cuyo eje se quema después para indicar que es imposible la vuelta; en su ajuar figura un yugo, símbolo de los cuidados domésticos. Se le concede derecho para reclamar contra el hombre, y caso de pedir éste el divorcio, era obligado a devolver el dote y pagar alimentos.
Si el hombre hubiera perseverado buen ciudadano, la mujer hubiera sido buena madre. Pero las costumbres públicas se corrompieron, el oro aportado de la Persia fomentó la holganza; en el teatro se ataca la moral, en las sátiras se ridiculiza la virtud, en los discursos demagógicos se acusa a los ciudadanos honrados; los empleos públicos se venden, una nube de parásitos llena las plazas y acude a los sitios de discusión y se les paga su asistencia, una juventud desenfrenada se entrega a los más locos placeres, las mismas artes llevadas al más alto grado de perfección se hacen servir para fomento del mal y... corrompido el hombre, la mujer se corrompe también. Concluye el prestigio de la honrada madre de familia y comienza el de la lúbrica cortesana.
Aspasia reúne a su lado lo más florido de la sociedad ateniense, y domina a Pericles dueño de la Grecia; Teodata lleva al estudio de un pintor, donde sirve de modelo, una multitud cínicamente curiosa, incluso el mismo Sócrates, que la felicita por sus nuevos amantes; Phrine ofrece reconstruir a Tebas con el precio de sus amores; Lastenia concurre diariamente a lecciones de Platón; Nera es defendida por la elocuencia de Demóstenes; Guatena, Glicena, Demo y otras mil, tratan de embellecer el vicio con sus desórdenes; y en tanto, la honrada madre de familia quedaba abandonada, como dice un historiador, al silencio y al retiro del hogar. De tal suerte se trasmitió a la mujer la perversión del hombre que, decía Jenofonte, para conservar la paz con ellas es preciso olvidar su falta primera y perdonar la segunda.
Sí, la mujer, nacida para imitar, ha sido siempre el retrato de los vicios o virtudes del hombre de su época. Comprobado lo vemos en la historia del pueblo romano. En los tiempos heroicos de este pueblo, cuando sus primeros héroes están poseídos de una virtud, que podemos calificar de fiera, y de un patriotismo bárbaro; cuando hay un Junio Bruto que condena a muerte a sus hijos acusados de sediciosos, y asiste él mismo al suplicio; cuando un Scébola se abrasa su propia mano en castigo de haber errado el golpe con que trataba de asesinar a un tirano; cuando un Curcio se precipita en un abismo pensando salvar así a su patria: con tales ejemplos educado el bello sexo imitará esos rasgos de ruda, moralidad; no faltará una Lucrecia que se atraviese el corazón por haber sido deshonrada; no faltará una Virginia que haga gustosa el sacrificio de su vida, antes que sucumbir a las exigencias de un lúbrico magistrado.
Si continuando el tiempo, ese mismo pueblo se aveza a escenas de muerte y exterminio, si solo goza con la sangre en los combates, con la sangre en los circos públicos, con la sangre en los banquetes; el corazón de la mujer, naturalmente compasivo, llegará por fin a pervertirse, y gozará en escenas de exterminio. Entonces veremos a aquellas jóvenes de angelical semblante mirar con satánica sonrisa a los pobres circenses, que en su lucha se desgarran; las veremos aplaudir frenéticamente, porque un gladiador moribundo cae en una postura interesante. Veremos a aquellas nobles matronas atravesar con el alfiler de oro el brazo o el muslo de sus esclavas por el más leve descuido.
¡De todo es capaz el corazón de la mujer cuando el hombre le da ejemplo! En esa misma Roma, cuando los ciudadanos dueños del mundo se abandonan al más corrompido libertinaje, haciendo desaparecer el último vestigio de moralidad, ¿extrañaremos encontrar en inmundos lupanares damas de elevada jerarquía, como las Lolias y Lepidas, y aún las mismas emperatrices, las Agripinas y Mesalinas?
¡Triste espectáculo ofrecía la mísera humanidad! En todos los pueblos a la depravación del hombre sigue de cerca el envilecimiento de la mujer, el mal era universal. ¿Y cómo no serlo si estaba esencialmente viciado el fundamento de toda moral, el principio religioso? ¿Qué costumbres, qué hábitos, qué educación habían de tener unos pueblos que adoraban como dioses y diosas, tipos de corrupción, monstruos de inmoralidad?
Así comprendemos por qué el pueblo hebreo, en medio de aquel desbordamiento general, se conservó en mayor pureza de costumbres. Su religión era distinta, distintos sus ritos, sus prácticas; distintas sus leyes, su gobierno; distinta su educación; y de distinto modo que en los pueblos gentiles se respeta y se educa a la mujer. Esta no es en el pueblo de Israel una odalisca prisionera como en Oriente, ni una libre cortesana como en Grecia, ni una señora esclava como en Roma; otros derechos tiene, de otras prerrogativas goza. Puede ser o una heroína como Débora, o la libertadora de un pueblo como Judit, o una reina como Atalia, o una profetisa como Hoda. Sus deberes son también más estrechos; a la mujer impúdica se la arroja de entre las hijas de Israel; a la adúltera se la apedrea. Pero estas leyes tienen su fundamento en otra que al hombre se impone, y sin la cual aquellas serían imposibles: no desearás, se le dice en el Decálogo, la mujer de tu prójimo. Solo en este pueblo se descubren ya en la antigüedad los vestigios de la distinta suerte que en el porvenir se reserva a la mujer. Solo allí se ven ya uniones santas que hacen adivinar el futuro matrimonio cristiano. Pero hasta que éste llegara, la mujer no había de ser colocada en el pleno goce de sus derechos: así es que, aun en el mismo pueblo hebreo la poligamia y el concubinato rebajan la dignidad de la mujer, destruyen los vínculos de la familia.
Llegó la plenitud de los tiempos. El Hombre-Dios apareció en la tierra naciendo de una Madre-Virgen, y redimido el hombre, regenerada la sociedad en Jesús, fue en María rehabilitada la mujer y santificada la familia.
Diez y nueve siglos han transcurrido: la sociedad regenerada ha progresado en las artes, en las ciencias, en todos los ramos del saber humano. Pero la mujer ¿es ya hoy lo que ser debiera? ¿Es su educación tan perfecta cuál se pudiera desear? Muy lejos estamos de creerlo así. Mucho dista la mujer en el estado actual de civilización de lo que fue en los tiempos del paganismo; pero también dista mucho de lo que debiera ser, para llenar cumplidamente su misión. ¿Y cuál es el obstáculo que a su perfeccionamiento se opone? El mismo que constantemente ha sido causa de su perversión, la mala educación en el hombre.
Para que la mujer se perfeccione, preciso es que se principie perfeccionando al hombre. Por esta razón al proponernos exponer cuáles sean los medios más conducentes para la recta educación de la mujer, no dudamos en afirmar; que atendiendo a su instinto de imitación, a su ingénito deseo de agradar, y a su corazón para el amor formado, no desatendiendo las provechosas lecciones que sobre el particular ofrece la Historia y los repetidos hechos que a nuestra vista se verifican; es imposible, en nuestro humilde juicio, educar a la mujer, si de antemano no se educa al hombre.
No tratamos de censurar, antes por el contrario felicitamos de todo corazón, a los talentos que se han ocupado en dar en sus brillantes escritos detalladas reglas para la educación física y moral de la mujer en todas sus edades; preceptos higiénicos y reglas médicas dadas con sumo acierto para el desarrollo y conservación de las facultades físicas; programas con el número y extensión de las asignaturas más conducentes a ilustrar su inteligencia; máximas morales y virtudes religiosas en que deben empapar su corazón; dignos de elogio, volvemos a decir, nos parecen estos trabajos; pero si han de pasar de una hermosa teoría a ser una realidad práctica, es necesario ante todo remover el obstáculo señalado. Lo contrario, sería pretender la curación de un enfermo del pulmón dentro de una estancia en que se respirase un aire infeccionado, una atmósfera viciada; el mejor plan farmacológico, los específicos más acertados, serían inútiles. En la enfermedad de que se pretende curar a la mujer, no sirven tampoco las más eficaces medicinas que se la prescriban, si no se purifica antes la viciada atmósfera que respira, atmósfera que ella no crea, sino el hombre de quien depende.
No quiero, Excmo. Sr., abusar por más tiempo de la benévola indulgencia con que os prestáis a escucharme. Recuerdo que prometí en un principio hacer un retrato, y hasta ahora solo he preparado el lienzo, dando el color al fondo: si en esto no he tenido acierto, ¿podré confiar tenerlo en lo demás? claro que no. Abandono la obra a mano más diestra. Y puesto que la pintura no pierde su mérito por ser antigua, sobre el tosco fondo que he bosquejado me atrevo a copiar algunos rasgos del magnífico retrato de la mujer fuerte, es decir, perfecta, debido al sabio Rey Salomón.
«¿La mujer fuerte quién la hallará? Inmenso es su precio: confía en ella el corazón de su marido. Buscó lana y lino y lo trabajó con la industria de sus manos. Izóse como nave de mercader que trae su pan de lejos. Se levantó de noche y dio la porción de carne a sus domésticos, y los mantenimientos a sus criadas. Echó su mano a cosas fuertes, y tomaron sus dedos el huso. Hizo para sí un vestido acolchado. Su esposo será conocido cuando se sentare con los Senadores de la tierra.»
Ved la parte de la educación física más conforme, más conveniente a la mujer, el recto y moderado ejercicio en los trabajos domésticos. Y hay que tener en cuenta, como dice el gran Bossuet, que la mujer aquí descrita es no de una condición pobre, rústica o aldeana, ni de un ánimo vil, codicioso e interesado. Es mujer de un Senador que toma asiento en los tribunales entre los Príncipes de la ciudad. Y sin embargo, vedla trabajando con sus manos, y asiduamente ocupada en el arreglo de su casa y domésticos. Así hay agilidad, robustez, salud en su cuerpo, y paz y alegría en su espíritu.
No queremos la educación de la mujer en las fatigas del campo, ya hemos dicho que es otra su misión; no se crea que deseamos tampoco ver a nuestras jóvenes aristócratas, como a la prometida de Isaac, conduciendo los rebaños y abrevando a las camellas. No; pero tampoco podemos querer que la educación física de la mujer se reduzca al tocador y la molicie, y que aleccionadas en los caprichos de la moda, y ejercitadas en elegir muelle postura en los palcos y carretelas, vengan a convertirse en verdaderas flores de estufa y juguetes de escaparate, como por desgracia hay tantas.
En cuanto a la cultura del entendimiento y del corazón que constituye la educación intelectual y moral, solo diremos que nunca aprobaríamos semejante educación, basándola principalmente en la novela, el teatro y los espectáculos de todas clases.
La mujer no necesita la ciencia, se ha dicho. Podrá ser cierto, pero no lo es menos que necesita la sabiduría, y más que todo la religión.
«Abrió su boca a la sabiduría, y la ley de la clemencia está en su lengua. Abrió su mano al desvalido y extendió sus palmas al pobre. Consideró las veredas de su casa, y no comió ociosa el pan. Levantáronse sus hijos y la predicaron por beatísima, y su marido también la alabó. Engañosa es la gracia, y vana la hermosura: la mujer que tiene al Señor, esa será alabada.»
Puesto que así las queremos, así debemos formarlas; pero no olvidando que nuestra conducta, nuestro ejemplo ha de ser su más constante educación. Para imitar han nacido, y su modelo es el hombre. Si solo el mal las rodea, no esperemos que el bien copien. Esa prudencia es casi imposible en la mujer, y exigírsela injusticia. Escrito está por el dedo del Señor: casas y riquezas los padres las dan: más mujer prudente solo Dios. (Prov. c. 19-14).
He dicho.
{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 27 páginas.}