Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro

Nicolás Palacios

Raza Chilena
Libro escrito por un chileno y para los chilenos [1904]

Segunda edición, Editorial Chilena, Santiago de Chile 1918

 

Primera parte. Etnogenia. Orígenes de la sangre chilena

Capítulo I. Nacimiento

Distinguido señor: He tenido el gusto de leer los escritos en los cuales Ud., con íntima satisfacción, anota los beneficios que ya se dejan ver en la campaña emprendida contra el alcoholismo en Chile.

En ellos hay un acápite que, por haber llamado mucho mi atención, me voy a permitir comentar. Es el siguiente: [34]

«A la activa campaña emprendida contra el abuso del alcohol deberá el país el gran servicio de conservarnos vigoroso y sano al hijo del pueblo. Yo quiero al roto; sé que es mucho mejor de lo que se le supone; admiro en él el ingenio en la rusticidad y creo que el país será grande si sabe conservar en el roto las preciosas cualidades que lo distinguen. Todo consiste en alejarlo del vicio del licor.»

Copia Ud. en seguida, para justificar la suya, la opinión de otro autor, tan encomiástica del roto chileno, que no me atrevo a reproducirla aquí, por temor de parecer exagerado.

Ante todo creo necesario manifestarle mi opinión respecto de quien es, como entidad humana, el roto chileno, cuáles son los orígenes de su sangre, y cual la causa de la uniformidad de su pensamiento, condición la más importante en sociología para caracterizar los grupos humanos llamados razas.

Poseo documentos numerosos y concluyentes, tanto antropológicos como históricos, que me permiten asegurar que el roto chileno es una entidad racial perfectamente definida y caracterizada. Este hecho de gran importancia para nosotros, y que ha sido constatado por todos los observadores que nos han conocido, desde Darwin hasta Hancock, parecen ignorarlo los hombres dirigentes de Chile.

La raza chilena, como todos saben, es una raza mestiza del conquistador español y del araucano, y vino al mundo en gran número desde los primeros años de la conquista, merced a la extensa poligamia que adoptó en nuestro país el conquistador europeo.

1. La raza chilena es mestiza. Su precoz aparición. Fe de bautismo de la raza

Voy a copiar algunos de los documentos que poseo sobre la aparición de las primeras generaciones del roto, o «mestizo» como lo llaman los escritores de aquellos tiempos. Esos documentos son la fe de bautismo de nuestra raza.

El más antiguo documento en que se habla de la existencia de mestizos de conquistador y araucana da a entender que eran ya numerosos. En las actas del Cabildo de Santiago, de fecha 13 de octubre de 1549, ocho años solamente después de la fundación de esa ciudad, los cabildantes tomaron algunas medidas para que los vecinos no eludieran el cumplimiento de una ordenanza sobre cierta contribución de guerra dictada poco antes. Dice el acta: «Y algunas personas, con cautela y porque se disminuyan los diezmos de la iglesia y las rentas reales [35] vengan a menos, teniendo diez yeguas, o nueve que pueda decimar una crianza, ponen en cabeza de sus hijos mestizos algunas yeguas, con color de pagar con cada crianza cinco pesos; y desto viene gran perjuicio a la real hacienda». La ordenanza aludida mandaba a los vecinos pagar una yegua de cada diez, y cinco pesos a los que poseyeran nueve o menos. Como las yeguas valían mucho más de esa suma, el que tenía diez, v. g., ponía a nombre de su hijo mestizo las necesarias para esquivar la entrega de un animal, dando en cambio cinco pesos de contribución. El Cabildo resolvió «que mandaban e mandaron, que no teniendo las tales personas que han de decimar, sus hijos casados e velados, no dejen de pagar todo el diezmo que debieran de las dichas yeguas por entero, conforme a la ordenanza que sobre esto está hecha, no obstante que tengan hechas cualesquier donaciones» (Actas del Cabildo, Colección de Historiadores de Chile, tomo 1, pág. 212).

Esos mestizos podían tener hasta siete años de edad, y no serían en escaso número cuando sus padres podían causar a la real hacienda «gran perjuicio» donándoles algunas yeguas.

Antes de esa fecha el conquistador Valdivia se refiere a los hijos que tenían en Chile sus soldados. En carta al rey de España Carlos V, fechada en La Serena el 4 de setiembre de 1545, cuatro años solamente después de la fundación de Santiago, entre otras cosas le dice que sus hombres están «trabajados, muertos de hambre y frío, con las armas a cuestas, arando y sembrando por sus propias manos para la sustentación suya y de sus hijos».

En carta escrita ese mismo día a Hernando Pizarro, refiriéndose al número de hijos que les nacían a los conquistadores, dice Valdivia que este reino de Chile es «nativo» (Colección de documentos inéditos para la Historia de Chile, J. T. Medina, tomo 8, páginas 101 y 91).

El número de esos primeros mestizos debió ser grande desde los primeros años, como podrá colegirse de los testimonios que citaré mas adelante.

2. El padre de la raza

El descubridor y conquistador del nuevo mundo vino de España, pero su patria de origen era la costa del mar Báltico, especialmente el sur de Suecia, la Gotia actual. Eran los descendientes directos de aquellos bárbaros rubios, guerreros y conquistadores, que en su éxodo al sur del continente europeo [36] destruyeron el imperio romano de occidente. Eran esos los Godos, prototipo de la raza teutónica, germana o nórdica, que conservaron casi del todo pura su casta, gracias al orgullo de su prosapia y a las leyes que, por varios siglos, prohibieron sus matrimonios con las razas conquistadas. Por los numerosos retratos o descripciones que conozco de los conquistadores de Chile, puedo asegurar que a lo sumo el diez por ciento de ellos presentan signos de mestizaje con la raza autóctona de España, con la raza ibera; el resto es de pura sangre teutona, como Pedro de Valdivia, cuyo retrato es tan conocido.

Como en Chile no cesó de pelearse sino por breves espacios durante los primeros tiempos de la llamada conquista, y como, por otra parte, esta región del continente no producía ninguno de los ricos artículos de comercio en que abundaban las demás colonias españolas, solo vinieron a nuestro país los individuos de la casta aventurera y belicosa de la península. Los comerciantes, los industriales, los artesanos, los letrados, &c., ocupaciones desempeñadas en España por los naturales, no tenían a que venir a Chile, ni vinieron, salvo uno que otro secretario u oidor, hasta mediados del siglo XVIII, después de las paces selladas con el toqui araucano Ailla-Vilu; pero esos Iberos fueron en número escaso para que su influencia étnica se dejara sentir en una población de 500.000 habitantes, de los cuales los cuatro quintos eran mestizos. Además solo se establecieron en las ciudades algo populosas.

A principios del siglo pasado vinieron soldados iberos, pero se sabe que no quedaron aquí sino los muertos. Solo en estos últimos años la colonia ibera ha sido numerosa en nuestro país; pero, como es bien sabido, sus relaciones de sangre con nuestro pueblo son sin importancia.

El roto chileno es, pues, Araucano-Gótico. Hacer la demostración antropométrica y etnográfica de este aserto, no es de una carta; pero si se formara polémica sobre este tema, como sobre cualquiera de las afirmaciones que pueda hacer más adelante, estoy listo a probarlo. Solo exigiré en el contendor una preparación científica suficiente, pues estas materias no pueden tratarse con declamaciones ni con el mero auxilio de la literatura.

3. Uniformidad física y psíquica de la raza. Su causa y su importancia. La raza chilena no es latina

Esta mezcla de solo dos elementos étnicos en nuestra raza imprime a la fisonomía del chileno ciertos rasgos comunes a [37] todos, aun a los de rostros más desemejantes, lo que hace decir a los extranjeros observadores que en Chile hay una raza particular, distinta de todas las demás del mundo. Esto mismo puede apreciarlo el chileno cuando pisa nuevamente las playas de la patria después de haber visto otros pueblos.

Pero si la fisonomía física del chileno posee algunos rasgos comunes característicos, su fisonomía moral presenta tal uniformidad en sus líneas principales, que es éste uno de los fenómenos más interesantes de nuestra raza.

Toda la gama que va del roto rubio de ojos azules y dolicocéfalo, con 80% de sangre gótica, hasta el moreno rojizo de bigotes escasos, negros y cerdosos, de cabello tieso como quisca, y braquicéfalo con 80% de sangre araucana, todos sentimos y pensamos de idéntica manera en las cuestiones cardinales, sobre las que se apoyan y giran todas las demás referentes a la familia o a la patria, a los deberes morales o cívicos: es uno mismo nuestro criterio moral y social.

Esta condición de nuestra psicología, cuya alta importancia parecen desconocer nuestros hombres dirigentes, puesto que pretenden perturbarla, se explica por la singular similitud de las almas de nuestros progenitores. Efectivamente, los Godos y los Araucanos, tan diferentes en su aspecto físico, poseían ambos, con la misma nitidez y fijeza, todos los rasgos característicos de lo que los entendidos llaman psicología varonil o patriarcal, en la que el criterio del hombre prima en absoluto sobre el de la mujer en todas las esferas de la actividad mental. No tengo para que recordar la altísima importancia que los sociólogos atribuyen a la directriz patriarcal en psicología étnica. El perfecto patriarcado de la raza germánica es bien conocido por todos, pero el de nuestro antepasado indígena sólo parecen apreciarlo los sabios extranjeros, como H. Spencer, que lo pone como tipo, o Smith Hancock, que lo encomian en grado sumo.

Los conquistadores notaron esa semejanza de los Araucanos con ellos desde los primeros momentos. Valdivia mismo los compara a los tudescos en su arte de pelear y en la hidalguía absoluta con que se conducían en la lucha. Los cronistas de aquellos tiempos los comparan a menudo a los antiguos romanos o a los germanos que derribaron el imperio. En repetidas ocasiones los capitanes generales de Chile no desdeñaron batirse personalmente, de caballero a caballero, en palenque cerrado, con los toquis araucanos, como lo hizo el orgulloso Sotomayor, Godo emparentado con la casa reinante de la península, lo que no habría hecho jamás con un villano o plebeyo. [38]

Uriel Hancock, el sabio escritor norteamericano antes nombrado, los compara con los highlanders escoceses y agrega: «durante tres centurias y media han combatido por su libertad contra la raza dominadora, suscitando héroe tras héroe, como las montañas escocesas, y Chile, como Escocia, se enardece al recuerdo de su pasado histórico. Por eso es un país belicoso, heroico y progresivo». «Había algo en el carácter araucano que se imponía a la admiración de sus enemigos; raras veces se ha visto tan poca prevención al hablar de la causa de un adversario, como en los historiadores españoles de las campañas araucanas».

El inmortal Ercilla sintetizó en su poema la admiración que esta raza cobriza y bárbara del nuevo mundo hacía nacer en el alma de aquellos insignes conquistadores. Eran, pues, dos razas de corazón y de cerebro semejantes las que en su choque de dos siglos, con una epopeya por epitalamio, dieron el ser al roto chileno. De allí la uniformidad de sus pensamientos.

De allí también la naturaleza de su ser moral y mental. «Yo quiero al roto», dice Ud., y su opinión es un dato más para mis apuntes sobre psicología chilena, porque ha de saber, señor, que los chilenos no somos queridos sino por los extranjeros o por chilenos de la nueva generación que llevan apellidos como el suyo, germano, comprendiendo con esta palabra todas las estirpes dólico-blondas originarias del norte de Europa.

Por lo demás, estamos pagados; los chilenos, a pesar de nuestro vivo sentimiento de raza, también queremos a Uds. y las mezclas de nuestra sangre han sido en todo tiempo, desde O'Higgins, Mackenna, Miller, O'Brien, &c., hasta Mac-Iver, Walker, Lynch, Boonen, Thomson, König, Williams, Tupper, Clark, Holley, &c., credencial segura de llegar a los más altos puestos en nuestra patria, sea cualquiera el campo en que ejerciten su actividad. Hubo Senado en Chile que ha contado con el 25% de apellidos germanos, siendo que la colonia de esa raza es relativamente exigua en nuestro país. Por el contrario, la colonia de raza latina o mediterránea, con ser ya muy numerosa, no ha producido sino rarísimos hombres superiores en su cruza con la chilena. Es que el chileno legítimo no tiene sangre latina en sus venas, por mas que hable romance y lleve apellidos castellanos. Las buenas o malas cualidades de los mestizos tienen en biología una significación muy elocuente respecto a las relaciones de naturaleza de los progenitores. El mismo fenómeno que aquí observamos respecto a la calidad de los productos de dos razas, según sean estas afines o no, podemos observarlo en otra parte en latísima escala y con [39] resultados probatorios definitivos. Me refiero a los Estados Unidos. En ese gran país, de base étnica germana, el elemento latino llega a cerca de 6.000.000 de individuos, y sin embargo ni en las industrias, ni en las artes, ni en la banca, ni en la política, ni en ninguna parte expectable se oye sonar un apellido latino, siendo que allí no hay ninguna preocupación que estorbe la elevación del más apto.

No simpatizan pues con el chileno los pueblos latinos, porque no somos de la misma naturaleza y por lo tanto no nos comprenden. Ud. sabe que el roto «es mucho mejor de lo que se le supone»; pero eso sólo llegan a saberlo los que como Ud. pueden penetrar nuestro pensamiento. El chileno carece de la viveza y brillo de la imaginación, cualidad meridional en Europa y que sirve de cartabón al criterio latino para medir la talla intelectual de los hombres y de las razas.

El ingenio que Ud. encuentra en el roto no lo halla el español, ni el italiano, ni el francés meridional. El humeur del roto está todo en el concepto, y le basta y aun busca el menor número de palabras para expresarlo, dejando al oyente el cuidado de comprender el chiste, al revés del latino, que busca la gracia más en la forma que en el fondo. Por eso a las exageraciones del andaluz, a los retruécanos del castellano, a los calembours de los franceses o a los concettini del italiano, el chileno les encuentra apenas un simple ingenio constructivo.

A propósito de la dificultad de comprendernos, le confesaré que el motivo principal de la alegría con que vi promulgarse la ley de servicio militar obligatorio fue el de que los jóvenes de nuestra clase aristocrática pudieran conocernos de cerca en el trato íntimo del cuartel, para que en su roce diario con el camarada del pueblo pudieran aquellos apreciar la firmeza y corrección de los instintos del hijo del pueblo, a quien un día mandarán, velados solo por su falta de cultura y por la reserva natural de su carácter, como oculta su pobre traje la fibra de sus músculos, porque estoy convencido de que la causa principal del desvío que desde algún tiempo a esta parte se nota en nuestra aristocracia respecto de nosotros, se debe a que no nos conocen con la precisión necesaria para la acertada dirección de nuestros destinos.

«Todo consiste en alejarlo del vicio del licor», dice Ud., y yo me permito anteponer un «casi» a su pensamiento. La embriaguez es un vicio que compartimos con la raza del norte de Europa. El meridional es sobrio.

Sería superfluo ponderar los males que acarrea la embriaguez habitual; pero es conveniente repetir, cada vez que se presenta la ocasión, lo que Ud. recuerda en su escrito: que el [40] alcohol envenena el germen de la vida y trae la degeneración de las razas, porque es esa la más funesta de sus múltiples consecuencias.

Desde antiguo es conocida esa terrible propiedad del infame alcohol. Tácito aconsejaba discretamente a sus compatriotas que trataran de dominar a los Germanos suministrándoles licores embriagantes, a los que eran muy aficionados, ya que las legiones se mostraban incapaces de vencerlos.

Creo por mi parte, que hay también, a propósito de esta grave cuestión del alcoholismo, otra verdad que debe recordarse siempre que se pueda, y es que ninguna ley ni ninguna propaganda ha producido buenos resultados si no se ha conseguido disminuir el número de tabernas. Esta verdad, que está en la conciencia de todo el mundo, es olvidada, discutida y hasta negada por los dueños de viñas y alambiques y sus agentes, por lo cual hay que estar sobre aviso respecto al desinterés de la dialéctica de estos industriales.

El roto es agradecido, y desde el fondo de su pensamiento anublado por la embriaguez, conoce quien lo quiere de veras, si el que amablemente lo invita a tomar otra copita, o el que con ruda franqueza le afea su vicio fatal. Así, pues, los abnegados filántropos que hoy dedican sus esfuerzos a combatir entre nosotros esa plaga social deben contar con la gratitud eterna de nuestros corazones.

4. Funestos resultados de la mezcla de razas distintas. No debe traerse colonos de la raza latina a Chile.

El «casi» antepuesto es para recordar que, además del alcoholismo, existe otro modo de bastardear y aun de destruir una raza, el cual se quiere implantar en Chile y al que es necesario oponerse con la misma energía con que se combate aquel vicio.

Aludo a la propaganda que desde algún tiempo se viene haciendo por una parte de la prensa de la capital, por artículos de revistas y aun por algunos hombres públicos chilenos sobre la conveniencia de fomentar en gran escala la inmigración de familias de la raza latina del viejo continente.

Mis inveteradas aficiones a los estudios de biología me permiten atribuir a esos proyectos toda la gravedad que encierran, y prever las funestísimas consecuencias que su realización acarrearía inevitablemente para el porvenir de nuestra raza.

No es posible en una carta entrar en detalles de doctrinas extensas y complejas que justifiquen mi anterior afirmación, [41] por lo que he de limitarme a recordar una de las conclusiones mas sólidamente establecidas de la ciencia moderna.

Ya recordé la mediocridad de los vástagos de dos razas desemejantes; pues bien, cuando se insiste con fines experimentales en cruzas de esa naturaleza, aparecen más o menos pronto las degeneraciones, los atavismos y la infecundidad, que traen por fin la desaparición de la casta mestiza. Estas experiencias, que en gran número se han llevado a cabo en animales y plantas, se han visto plenamente confirmadas por la observación de lo que acontece en los países en que se mezclan varias razas humanas. Las cruzas de dos razas de psicologías diversas, no hablo de distintos grados de cultura, traen asimismo el desequilibrio de las relaciones nerviosas periféricas con los centros receptores y moderadores cerebrales. Los reflejos se hacen de preferencia espinales, sin que la corriente nerviosa centrípeta alcance a los órganos encefálicos que las convierten en ideas, permitiendo sólo la reflexión que el entendimiento juzga necesaria. Carecen esos mestizos de lo que se llama control cerebral, y constituyen la carga social de los apasionados, de los impulsivos, de los atávicos, de los instintos pervertidos, de los degenerados morales de toda especie, con los que no es dable formar sociedad alguna, y a los que el lenguaje corriente llama con razón desequilibrados. Esto justifica la observación de la sabiduría popular, que considera al zambo como más malo que el negro fino.

La inmigración en grande escala, a granel y forzada, de familias latinas, se ha tentado ya en nuestro país hace unos diez o doce años. Se gastaron en la tentativa mas de dos millones y medio de pesos y el resultado fue completamente nulo, como era lógico que fuera. Una parte de dichos inmigrantes se quedó en Montevideo, ahorrándose la vuelta por Magallanes, pues los que no tuvieron ese acuerdo, hubieron de atravesar la cordillera para ir a reunirse con sus paisanos en las márgenes del Plata. Aquí no quedaron sino algunos taberneros y vendedores de confetti, que no quisieron seguir las huellas de sus compañeros.

La colonia de raza latina que entre nosotros existe ha sido seleccionada por las mismas dificultades que el europeo encuentra para llegar a nuestro remoto país, sin ayuda extraña y con sus propios recursos, costeando un pasaje caro, trayendo algún dinero o alguna industria y, lo que vale más que todo, animado de la voluntad decidida de crearse un campo para su actividad en medio de la libre concurrencia que en Chile encuentran nacionales y extranjeros.

Muy otras serán las cualidades de los inmigrantes a quienes [42] se fuerza a venir a nuestro país, ya sea costeándoles un pasaje nuestro gobierno, los gobiernos de origen o las sociedades encargadas en Europa de descargar del elemento pobre y sin ocupación aquellos países, o ya ofreciéndoles aquí un puesto que ellos no habrían conquistado por su solo esfuerzo. Esa gente vendría aquí a trabajar de jornalero y entrar en concurrencia con el roto, por lo que no es aventurado asegurar que también trasmontaría los Andes como sus antecesores. Allá, al oriente de la cordillera, hay ancho campo y falta de brazos, lo contrario precisamente de lo que aquí sucede, donde al par de ser el país más pequeño de Sud-América en terrenos de labranza, con excepción del Uruguay, poseemos un sobrante de población que se ve forzado a emigrar por miles a las naciones vecinas y aun a las remotas.

Si se pensara atraer esa emigración creándole aquí una situación privilegiada, como dándole nuestras tierras o prefiriéndola en los trabajos públicos, o de cualquiera otra manera que estableciera un privilegio en su favor, se cometería una injusticia y una falta. Las protestas del roto chileno serían unánimes, tanto de los analfabetos como de los que hemos alcanzado algunas letras.

La misma colonia latina establecida entre nosotros estaría empeñada en evitar una situación que no podría traer ventajas a la tranquilidad con que hoy labra su fortuna y contribuye, en la medida de sus fuerzas, al progreso de este libre país americano.

Noto que discurro sobre una suposición gratuita. Nuestro respetado presidente ha prometido en varias ocasiones solemnes traer, si lo cree necesario, sólo inmigrantes escogidos, y como la ley que rige esta materia lo faculta ampliamente para darle cumplimiento en la forma que crea más conveniente a los intereses de la nación, no querrá seguramente cometer una injusticia con este pueblo que tanto lo respeta y quiere.

Estimo también conveniente desvanecer una ilusión muy común a propósito de la inmigración latina. Hay personas que se imaginan que entre los inmigrantes de aquella raza puede venírsenos en persona o en germen algún Catón o algún Miguel Ángel, o bien un Cervantes o un Gonzalo de Córdova. Nada más destituido de fundamento que esa esperanza. Las razas que produjeron esos genios eran muy distintas de las que a la fecha pueblan el mediodía de Europa.

Me he extendido tal vez más de lo preciso sobre este punto porque, como he dicho, el problema de la inmigración tiene para los países, especialmente los de corta población como el nuestro, más importancia de la que generalmente se le acuerda, [43] pues no siempre se contempla bajo el punto de vista de las razas.

«Yo quiero al roto», dicho con la llaneza y espontaneidad con que Ud. lo publica en escritos que reproducen muchos diarios del país y que son leídos con tanto agrado por la sensatez de sus juicios, por la ilustración que revelan, por su estilo sencillo y ameno y por su espíritu tan chileno, manifiesta en Ud. buena dosis de valor en los tiempos que corren.

El pueblo pobre de Chile, ese roto de quien Ud. no se avergüenza de publicar que lo quiere, es hoy el Gran Huérfano, desheredado dentro de su propia patria, a la que tanto ama, cuyas glorias han sido adquiridas al precio de su sangre y por la cual está en todo momento pronto a dar alegre su vida.

Las pruebas de la orfandad del roto, sus causas, sus consecuencias y algunos otros comentos a su generoso artículo, serán materia de otra carta, si esta merece su aceptación, pues la presente es ya demasiado extensa.

Concluyo, pues, señor, dándole en mi nombre y en el de mis hermanos que no han leído su cariñoso artículo, por la falta de ocasión o por no saber leer, los más ardientes agradecimientos desde el fondo de mi alma. Un Roto Chileno.

5. Cómo se forman las razas mestizas. Una condición favorable de la génesis de la raza chilena. Indios de Boroa. Crecida descendencia de los conquistadores

Distinguido señor: Prometí a Ud. en mi anterior justificar el nombre de «Gran Huérfano» que dí al roto chileno, exponer las causas de esa orfandad y analizar sus consecuencias, esto es, tratar un poco de psicología chilena.

Dicha promesa no puedo cumplirla hoy sino en parte, porque he creído necesario primeramente levantar los cargos que se nos hace, tal vez como justificación del tratamiento que se nos da, y para emprender por orden esa tarea me he visto obligado a empezar por levantar los que se dirigen contra nuestros progenitores, pues la campaña de desprestigio ha comenzado también por ellos.

Antes de tratar esa materia deseo insistir un poco en los orígenes de nuestra raza y en el mecanismo de su formación.

El fenómeno del mestizaje entre la raza conquistadora y la conquistada es universal e inevitable, puesto que una de las más codiciadas presas del vencedor es en todas partes y ha sido en todos los tiempos la mujer del vencido. En el caso nuestro, [44] las condiciones de producción del vástago intermediario han sido las mejores posibles. La distancia entre la patria de origen de los conquistadores y la nuestra, y las dificultades que en aquel tiempo presentaba el viaje, obligaron a estos a venir sin sus mujeres, y la prolongación indefinida de la lucha, con la inseguridad y escasas comodidades de la vida consiguientes, prolongó por muchos años ese estado de cosas. Por otra parte, las pocas mujeres que arribaron a estas lejanas playas, en las tres o cuatro primeras generaciones, eran en su mayoría miembros de las familias de los conquistadores y, por tanto, de su misma raza.

La circunstancia de que en la producción de los mestizos sea una sola de las razas progenitoras la que aporte el elemento masculino y la otra el femenino, tiene en biología grande importancia para la uniformidad y estabilidad de la casta mestiza. Para no citar más que un caso bien conocido de este fenómeno, recordaré el de la producción del mulo, híbrido del burro y de la yegua, mientras que de la conjunción del padrón y de la burra nace el burdégano o macho mohíno, tan diferente del primero, a pesar de tener la misma mezcla de naturalezas, que parecen animales de razas distintas.

En Chile se produjo el mestizo de indio y española, pero solo en una región bien circunscrita del territorio. La toma de Valdivia, Imperial y otras posesiones de los invasores en 1599 por los Araucanos dejó a estos entre las presas una considerable cantidad de mujeres. Sólo de la primera de las ciudades nombradas tomaron más de cuatrocientas «mujeres rubias». De ellas descienden los indios rubios de Boroa, bien diversos del chileno rubio, tanto física como intelectualmente.

El atribuir a origen holandés las familias rubias y de ojos azules de los Araucanos de esa región proviene de que se cree generalmente que el conquistador tenía el cabello y los ojos negros, como el español de hoy día. Los holandeses fueron escasísimos en número, y su estadía pasajera. Los signos germánicos de esos indígenas son mantenidos y reforzados por una verdadera selección, pues son mirados por ellos como rasgos de hermosura y nobleza, y no contraen matrimonio con los que no los presentan.

En el resto del país, especialmente al norte del Biobío, la cruza fue en todas partes de conquistador y araucana. Los guerreros indígenas fueron cediendo lentamente el terreno de las provincias del norte al extranjero y retirándose a ultra Biobío, pero dejaban atrás sus mujeres, ancianos y niños. Estos, en cuanto su edad lo permitía, corrían a prestar su concurso a sus hermanos del sur. A los prisioneros araucanos no se les [45] daba ocasión de reproducirse, pues se les manejaba encerrados y amarrados con cadenas.

En cuanto al caudal de sangre gótica vertido en nuestro país debe recordarse que mientras el resto del continente fue dominado en poco tiempo y por algunos centenares de hombres, Chile continuaba indefinidamente, con la fama de su guerra, atrayendo de todas partes al español guerrero, dejando en las otras comarcas al ibero, tranquilo y laborioso, explotando las riquezas naturales en que abundaban las demás colonias. Del Perú, de Bolivia, de Nueva Granada, de Méjico, de toda la América llegaban a nuestro país «a probar mano» con nuestros antepasados indígenas. De España, de Flandes, de Italia y hasta de Londres, como Ercilla, corrían presurosos a este rincón del mundo, en el que sabían que continuaba la «función».

Así llegaron a Chile durante las cinco primeras generaciones más de 25.000 Godos. En las postrimerías de su vida Felipe II se quejaba de que la más pobre de sus colonias americanas le consumía la flor de sus guzmanes (Córdova y Figueroa, Colección de Historiadores, tomo 2, pág. 29). Carvallo y Goyeneche, en diversas partes de su Descripción histórico-geográfica del Reyno de Chile, tomos 8 y 9 de la misma Colección, habla de los numerosos soldados venidos a Chile hasta fines del siglo XVII.

Aquí peleaban hasta morir o «reformarse», esto es, retirarse del servicio activo, cuando ya los achaques de la vejez o de su dura vida los imposibilitaban para la lucha, y dejando larga descendencia. Es tradicional que el Godo Aguirre «el Adelantado», compañero de Valdivia, dejó en sus dominios de Coquimbo cincuenta hijos varones reconocidos, fuera de las mujeres, de los por reconocer y de su familia legítima. El caso no era, ni con mucho, inusitado en aquella época en Chile.

El padre Ovalle refiere que conoció vivos a ochenta y siete descendientes del hidalgo Cristóbal de Escobar y Villarroel. Agrega que en el número de descendientes, Escobar aventajó a «muchos» otros nobles de Chile, lo que indica que había otros con mayor número. Se trata sólo de la descendencia legítima.

6. La madre de la raza chilena. Primeras madres. Su gran número. Su paralelismo mental con el conquistador

La sangre araucana era aportada por las innumerables mujeres que dejaron los indios en las provincias del norte y por [46] el gran número de «piezas» femeninas que cogían a los Araucanos en sus continuas «guazábaras» o expediciones.

Las primeras madres de la raza chilena de que queda constancia en la historia fueron unas «quinientas mujeres solteras y doncellas, todas de quince a veinte años», que el wulmen Michi-Malonco, señor del valle del Mapocho, entregó a Valdivia como precio de su rescate y en prueba de paz y amistad en 1541 «para que trabajaren en aquel oficio de labrar y sacar oro» (Mariño de Lovera, Crónica del Reyno de Chile, Colección, tomo 6, pág. 55.) Este autor agrega en la misma página: «Esta costumbre de beneficiar oro las mujeres desta edad quedó después por muchos años». Se comprende fácilmente lo que debía suceder, y que daba razón a Valdivia para afirmar, cuatro años más tarde, que este reino era «nativo».

En repetidas ocasiones los gobernadores prohibieron el empleo de mujeres en las minas, pero luego se vieron forzados a dejar sin efecto sus decretos, pues hombres no había para otra ocupación que la guerra.

Las inmensas estancias eran en realidad cultivadas también por mujeres; los lavaderos y minas, cuyos desmontes y trapiches en ruinas se ven hoy en gran número esparcidos por todo el país, fueron asimismo trabajados por la hacendosa y sufrida mujer araucana. Centenares, millares de mujeres eran empleadas por los encomenderos en esas faenas, hasta que el mestizo nació en número suficiente para formar las milicias y sustituir en sus trabajos a la mujer indígena.

La humilde mujer araucana se hizo tan indispensable a los conquistadores, que no sólo la poseían en gran número en sus faenas agrícolas y mineras, sino que la llevaban consigo en sus expediciones guerreras. Todos los historiadores o cronistas de aquellos tiempos hablan de ello, y a estar a lo que dicen, cada soldado se hacía acompañar por varias de las más jóvenes y robustas de las que tenían a su servicio. El cronista Tribaldos de Toledo (Colección, tomo 4, pág. 79) dice que los soldados salían de Santiago en expedición a la frontera llevando cuatro o seis mujeres cada uno «con las que van... haciendo vida marital».

Esa gran cantidad de mujeres en una tropa en marcha constituía, como puede comprenderse, grave impedimenta, por lo que los gobernadores trataron de suprimir dicha costumbre, apelando al rey de España para vencer la resistencia que a dejarla oponían los conquistadores.

En un informe que don Alonso de Sotomayor pasó desde Méjico a Felipe III sobre el estado de las cosas en Chile, le decía a este propósito: «Llevan también los soldados indias [47] para su servicio en la guerra, y si se hallara algún remedio para excusar que no las tengan consigo, será el hacerlo muy acertado», «y en esto conviene ir despacio, porque quitar de golpe una costumbre antigua y arraigada en los ánimos de la gente de guerra de aquel reino, que es llevar indias consigo, será muy dificultoso y se irán ofreciendo muchos inconvenientes, y poco a poco tendrá mejor remedio» (id. id. Pág. 72). Sotomayor fue gobernador de Chile desde 1583 hasta 1592.

Los inconvenientes que resultarían de prohibir en absoluto la compañía de mujeres en el ejército eran que no había hombres que quisiesen quedarse sin tomar parte activa en la guerra. El maestre de campo del gobernador Lazo de la Vega, don Santiago Tesillo, refiriéndose a este mismo asunto, lo justifica con las siguientes razones: «Puedo asegurar que sirven al rey en aquella guerra casi tanto las mujeres como los hombres, porque al tiempo que ellos están peleando ellas les están previniendo el descanso, la comida, la hierba para el caballo y otras conveniencias que se encaminan al mayor servicio del rey y más breve fin de la conquista» (Guerra de Chile, Colección, tomo 5, pág. 101). Tesillo se refiere al primer tercio del siglo XVII, cuando él era el jefe del ejército de Chile.

Muchos cronistas hablan de la «chusma de las mujeres y niños» que habitaba en los fuertes de la frontera araucana con los soldados que los guarnecían, chusma que era un grave inconveniente, pues consumían gran parte de las escasas provisiones de dichos fuertes, y hacían además muy difícil la movilización de su tropa. Por estos motivos los jefes del ejército de operaciones reprimían esa costumbre cuanto podían; sin embargo, usaban de una discreta tolerancia. El cronista antes citado, Mariño, en la misma obra, págs. 100 y 101, refiere sin ninguna extrañeza que, habiendo sido comisionado por Lazo de la Vega para trasladar la guarnición del fuerte de San Felipe a Angol, que se acababa de repoblar, condujo con felicidad dicha guarnición, compuesta de cincuenta soldados y «más de doscientas mujeres, las más indias», lo que hace más de cuatro por soldado.

Por lo que sucedía en el ejército en marcha podrá colegirse lo que pasaría en las haciendas, en las minas y en las poblaciones. Los historiadores están contestes en afirmar una poligamia numerosísima en todo el país. Álvarez de Toledo dice que la pérdida de la ciudad de Valdivia en 1559 se debió a que los soldados que defendían esa plaza, a pesar de ser todos guzmanes, o descendientes de nobles, «estaban más dados a Venus que a Marte», y que los hombres casados tenían hasta treinta concubinas (Puren Indómito, pág. 351). Por lo que veremos luego, [48] puede afirmarse que en Chillán, recién fundada, la proporción de mujeres respecto de los hombres no era muy diversa de la de Valdivia, lo que, por lo demás, debió suceder en todas las poblaciones del país, especialmente en las inmediatas a la frontera.

La desproporción entre el número de hombres y de mujeres subsistió en Chile mucho tiempo. Los cálculos anteriores se refieren desde el comienzo de la conquista, mediados del siglo XVI, hasta la medianía del siguiente.

Un siglo más tarde, esto es, a mediados del siglo XVIII, aquel estado de cosas no había variado.

En el Informe que fray Joaquín de Villarroel pasó a Fernando VI sobre la mejor manera de dominar a los Araucanos, dice que uno de los motivos de la rebeldía de éstos y de su extinción en una gran parte del país, eran los vejámenes que sufrían de parte de los españoles, especialmente de los estancieros, quienes les quitaban sus mujeres. En comprobación, cita una carta del obispo de la Concepción escrita en 1739 al rey Felipe V, refiriéndose a ella dice: «Y no falta quien, no satisfecho con vivir enredado con cuantas chinas apetecía su desenfrenado apetito, cogía a la usanza dos o tres mujeres, teniéndolas públicamente por tales en su casa al rito y admapu de los indios infieles; y en confirmación de esta verdad, refiere muchos sucesos particulares, que a no ser tan frecuentes parecerían increíbles».

El anterior documento sólo nos deja comprender que el número de mujeres de aquellos señores feudales debió ser muy crecido; pero existe otro en que queda constancia de ese número, por lo menos en las ciudades, donde el control social debía poner alguna valla a esa poligamia. Por lo que en esas ciudades acontecía podemos colegir lo que pasaba en los campos.

En un informe sobre el estado de esta colonia pasado por el presidente don Domingo Ortiz de Rozas al rey de España Fernando VI, le decía entre otras cosas: «en los cálculos formados en 1746, en la ciudad de la Concepción y Santiago por algunos curiosos corresponden a cada varón más de diez mujeres», o sea el 9,9% de varones (Colección, tomo 10, pág. 219).

Como los niños nacen hombres y mujeres en número casi igual, y los impúberes forman la mitad de toda población normal, la desproporción anotada por Ortiz de Rozas debió existir entre los adultos de esas ciudades, lo que da menos de un 5% de varones en la población adulta del país en aquella fecha.

Esto explica otro hecho curioso de nuestra sociabilidad [49] colonial: bastaba conocer el apellido de una persona para saber a punto fijo la provincia y aun el departamento donde había nacido.

Hoy todavía, a pesar de las facilidades de locomoción y de la mezcla de las familias de todo el país, no es aventurado decir de dónde son los Andrade, los Mancilla; de dónde los Agüero, los Molina; de dónde los Lama, los Castellón; de dónde los Donoso, los Vergara, los Silva, los Loyola, los Urzúa; de dónde los Correa, los Calvo, los Cuadra; de dónde los Aguirre, &c.

A fines del siglo XVII don Ambrosio O'Higgins intentó formar una población con la sola descendencia de un inglés que, abandonando su apellido, se firmaba Ibáñez, pero no alcanzó a realizarlo por haberse ido de virrey al Perú.

Un hecho tan singular en el mundo sólo podrán explicárselo los que conozcan nuestra historia patria, que bajo muchos respectos es también única en el mundo. Durante dos siglos, puede decirse sin exageración, no cesaron en nuestro suelo las batallas. Aquella guerra permanente entre dos de las razas más belicosas de la humanidad consumía un número incalculable de hombres adultos de los dos bandos. Sus combates eran siempre a muerte y rara vez cedía un contendor antes de haber sufrido el 50% de bajas, sucediendo muy a menudo que quedaba en el campo casi la totalidad del vencido. Chile era conocido en España con el nombre de «cementerio de los españoles». De allí ese increíble y permanente exceso de mujeres adultas.

No es sensato censurar tan duramente como se acostumbra al conquistador por su intemperancia genésica. Nunca fue lascivo, y ninguno de los cronistas que le vituperan su licencia le enrostra otra cosa que falta de respeto a la monogamia consagrada. Salvo uno que otro caso aislado, no hubo entre ellos depravación de las costumbres. Tener el mayor número posible de descendientes era uno de sus más vivos deseos. La monogamia se establece en los pueblos patriarcales a ruego de la mujer y en su beneficio, y es sostenida por el control social. El Godo, que había sido polígamo algunas centurias antes de su venida a América, se encontró en Chile con mujeres de raza patriarcal en plena poligamia, mujeres sumisas y fieles, sin el menor asomo de celo sexual, y las circunstancias que hemos visto las pusieron en gran número bajo su mano. Representaban además esas mujeres un botín de guerra, esto es, el más abonado título de propiedad. Lo que sucedió es pues completamente lógico dentro de la naturaleza humana. [50]

Recuérdese también que un extenso concubinaje fue la regla durante toda la edad media en los países conquistados por los bárbaros, y que la barraganía, como la llaman los antiguos autores españoles, fue sancionada por la ley, sin que ésta limitara el número de concubinas.

Los escritores de la edad media, especialmente los eclesiásticos, truenan contra dicha costumbre, vituperándola en nombre de la religión y de la moral; pero en ninguno de ellos se verá que inculpan a los bárbaros de lúbricos, de torpes, como eran los hombres que ellos vencieron, sino de intemperantes, de brutales, como los llaman algunos. No era el placer de los sentidos su fin principal, sino el natural y correcto de la perpetuación.

A esos hechos debe nuestra raza una de las más preciosas condiciones de su génesis: la de que naciera en gran número desde los primeros tiempos, cuando el conquistador poseía más pura su naturaleza teutónica.

Tampoco debemos dolernos demasiado de la condición de la mujer indígena al pasar del poder de los hombres de su raza al de sus vencedores extranjeros. La mujer de las razas varoniles no es esquiva con el vencedor en buena lid; por otra parte, los araucanos acostumbraban hacer trabajar a las mujeres jóvenes solteras «para que no anduviesen barraganas», según un cronista. Si los trabajos pesados de la incipiente agricultura indígena, como labrar la tierra, construir canales de regadío, cortar y acarrear leña y otros incumbían por completo a los hombres, sembrar, regar, cuidar las siembras y cosechar eran faenas propias de la mujer araucana. Además, ésta cuidaba la casa y la familia, tejía telas y confeccionaba la ropa. Jamás estaba desocupada, desde su baño matutino y diario al rayar el sol hasta la hora de recogerse. La nueva faena de lavar arenas para sacar oro no debió ser para ellas tarea pesada. Ningún cronista ni historiador, aun de los que más duramente censuran la conducta de los conquistadores, como los jesuitas, por ejemplo, les reprochó jamás un tratamiento desapiadado con sus operarias. Para el que conozca el espíritu del Godo, esa conducta es la natural: es parte del carácter germano el amor y la compasión por la mujer; no el mimo ni el regalo, sino el amor correcto del varón por la débil compañera a quien debe gratitud y amparo. Entre la conducta con ellas de sus antiguos señores naturales y la de estos extranjeros, las araucanas no encontraron diferencia.

Es bien explicable el que los cronistas no hablen directamente del tratamiento que los conquistadores daban a sus esposas o amantes indígenas; pero de muchos pasajes históricos [51] se desprende que sentían por las madres de sus hijos verdadera ternura. Góngora Marmolejo refiere que don Gonzalo Mejía se ahogó en un río «por socorrer a una mujer de su servicio que se ahogaba» (Colección, tomo 2, pág. 183), y hay muchos otros hechos que indirectamente prueban que el Godo sentía estimación y amor por las mujeres de aquella raza, cuyos hombres se mostraban tan dignos de ellos.

Nació pues nuestra raza como deben haber nacido todos los grupos humanos llamados razas históricas: de la conjunción del elemento masculino del vencedor con el femenino del vencido, cumpliéndose así la sentencia bíblica de que la mujer vengará a su raza, perpetuándose por ella la sangre de la estirpe vencida. En el nacimiento de la raza chilena se realizó aquel tributo de vírgenes que refieren los poetas que cantan el origen de los pueblos. Sólo la raza germana y algunas de las mestizas de su sangre han alcanzado el insigne honor de la chilena, de que sus orígenes fueran cantados por la epopeya, la más alta manifestación literaria de la poesía.

7. Rapidez con que nació la raza mestiza. Mecanismo de su formación. Cálculos sobre el numero de chilenos de la 1ª generación. Número probable de los de la 2ª y 3ª generaciones

Los mestizos de ambos sexos fueron por tanto muy numerosos desde los primeros tiempos, y las conjunciones se verificaron de mestizo a mestiza, de mestizo a india, de Godo a mestiza y de Godo a india, produciéndose así la raza intermedia con las más variadas proporciones de ambas sangres que es posible imaginar.

Cuando la cruza se perseguía en un solo sentido, esto es, cuando el Godo se reproducía en una mestiza de media sangre, que daba nacimiento a una cuarterona, luego en una cuarterona, que producía una octavona, &c., aparecía, desde la cuarta generación, el chileno rubio con caracteres germanos casi tan puros como en el europeo. Por el contrario, cuando la cruza tomaba la línea araucana, aparecía el chileno con signos marcadamente indígenas. Es un hecho comprobado en biología que una raza no recupera jamás sus primitivos caracteres una vez modificados por su alianza con otra, por lo que ni el Godo ni el Araucano pueden reaparecer, por más que se extreme la conjunción unilateral. El poder de absorción de las razas gótica y araucana parece ser el mismo.

Esta amplia conjunción de las dos razas produjo luego un [52] tipo intermedio, con caracteres variables dentro de límites estrechos y trasmisibles a la prole en las mismas proporciones; un tipo mestizo equilibrado, sin reversión atávica hacia ninguna de las razas componentes, una raza, en fin, definitiva mestiza.

Los escritores de los primeros tiempos de la colonia hablan de los mestizos sin extrañarse de su existencia y como si su número fuera ilimitado. Dada la fecundidad de la mujer araucana y su grandísimo número, es fácil imaginarse la rapidez con que la nueva raza pobló el territorio. No hay constancia directa del número de mestizos, pero por lo que sabemos y por lo que puede deducirse de algunos documentos, debemos estar seguros de que los chilenos de la primera generación sumaban muchos miles.

Ya en 1551 fue necesario dictar una ordenanza para reprimir el juego de los muchachos en las calles de Santiago: «a ningún género de juegos; entiéndase de naipes e otros juegos que ellos saben» (Cabildo de 31 de julio de 1551, Colección, tomo 1). Diez años solamente después de la prenda de paz del cacique del Mapocho, ya los primeros rotos salían a la calle, en número que estorbaba, a lucir esa afición a la sota heredada de sus padres. Ninguno de esos muchachos podía tener más de nueve años. «E los otros juegos que ellos saben» no sería extraño que fueran las chapitas, la rayuela y la chueca, que son antiguas entre los niños chilenos.

En 1585 más o menos, el gobernador don Alonso de Sotomayor «mandó al sargento mayor a hacer las mayores reclutas que pudiese en las poblaciones españolas, y este le condujo dos mil de a caballo y un número considerable de infantería» (Gómez de Vidaurre, Colección, tomo 15, pág. 158).

Esos 2.000 de a caballo eran españoles, criollos y mestizos, pues a los indios auxiliares que los acompañaban en sus campañas no se les daba cabalgadura.

Según don Diego Barros Arana la población de pura sangre europea del país a fines de ese siglo, esto es, quince años después de esa recluta ordenada por Sotomayor, era de unas 800 almas. Ahora bien, el total de hombres capaces de tomar las armas se estima en el 12% de una población; pero como no es posible que todos vayan de soldados, pues deben quedar en los servicios indispensables civiles, agrícolas, &c., algunos varones adultos, se estima como el máximo de la tropa que en un momento dado puede suministrar un pueblo el 10% del total. Esos 2.000 reclutas del año 1585 dan por consiguiente como población no indígena en el país la cifra de 20.000. La población de pura sangre europea en ese tiempo debía ser algo menor que la de [53] fines de ese siglo, por lo que no es aventurado suponer que los mestizos en 1585 eran el doble más numerosos que los de pura raza europea.

Pero la población blanca y mestiza de Chile debía ser mucho más numerosa en esa fecha que lo que arrojan los anteriores cálculos. Sotomayor había empezado su campaña en Arauco con más de 2.000 hombres, muchos de ellos mestizos (Gómez de Vidaurre, Colección, tomo 15, pág. 154.) Don Alonso llegó a Chile solo con 400 españoles. Téngase además en cuenta que parte del «número considerable de infantería» sería asimismo compuesta de chilenos mestizos, pues el contingente de indios auxiliares no se obtenía por reclutas, sino que se exigía a los caciques aliados, y esto en los campos, no en las «poblaciones españolas», como dice el historiador citado. Otra consideración de grande importancia que no debe olvidarse es la enorme desproporción que en esa época existía entre los hombres y las mujeres en Chile, lo que elevaría mucho la cifra de la población mestiza, aceptando para la de origen europeo el cómputo de don Diego.

Por la fecha de aquella recluta debe tenerse a aquellos guerreros mestizos como nacidos antes de 1570, es decir que formaban parte de la primera generación de la raza chilena.

No he encontrado en ningún documento cálculo alguno sobre la proporción en que estaban los mestizos respecto de los europeos durante las dos primeras generaciones; pero existen algunos que se refieren a la segunda y a la tercera generaciones, aunque en ellos solo consta que los primeros eran más numerosos que los segundos, v. g. un acápite de la carta que el obispo de Santiago don Francisco de Salcedo escribió al rey Carlos II de España sobre «la relajación de las costumbres» de sus feligreses. «Las indias que han quedado están en esta ciudad o en las estancias repartidas, las más asentadas por cartas o a su albedrío, de forma que no se casan (con los indios), porque las que son mozas viven mal con mestizos y españoles, y perseveran en su pecado con ellos, de que tienen muchos hijos, que hoy hay en este reino más mestizos habidos desta manera que españoles».

El mismo hecho se desprende de lo que dice Coroleu (América, tomo 1, pág. 255), respecto del gran aumento de los mestizos en Chile en la segunda mitad del siglo XVII. En su Historia de los Jesuitas en Chile, Colección, tomo 7, pág. 187, refiere el padre Olivares que el apóstol de la paz con los araucanos, el padre Valdivia, consiguió con Felipe III una real orden terminante para que no se hiciera la guerra a los indígenas no sólo con las tropas españolas sino que tampoco con [54] los mestizos. Valdivia temía que los partidarios de la guerra eludieran las órdenes anteriores del monarca español en el sentido de la paz que deberían respetar sus tercios castellanos, continuando la campaña con solo tercios chilenos. Como esto sucedía en 1616, los soldados que habrían podido seguir solos aquella guerra, según Valdivia, muy conocedor del país en ese tiempo, habían nacido en el siglo anterior, eran pues de la segunda generación de la raza chilena.

8. Primeros sacerdotes chilenos. Nombre de algunos chilenos de la primera generación

Desde su advenimiento a la vida, la raza chilena tuvo sacerdotes de la religión de sus padres, lo cual es como la consagración de su existencia. El Obispo Medellín, tercer prelado de la diócesis de Santiago, confirió las órdenes mayores del sacerdocio a varios mestizos (tres o cuatro, según don Diego Barros Arana), hecho que debió tener lugar antes de 1585; por lo cual, teniendo presente la edad requerida para poder ser consagrado sacerdote, esos primeros ministros del Dios de sus mayores debieron pertenecer a la primera generación de nuestra raza.

Pocos son los nombres propios de mestizos de aquella primera generación que nos han dejado los cronistas; pero hay algunos, y entre ellos tal vez de los hijos del tributo de doncellas del señor Mapocho. Así conozco, entre otros, a Jerónimo Hernández, «gran arcabucero», que se pasó a los indios y más tarde (1586) fue hecho prisionero por los conquistadores. Diego Díaz, pasado asimismo a los indios y que, según parece, fue el primero que les enseñó a manejar el caballo, en 1583. Alonso Díaz, nacido entre 1545 y 1550, y que llegó a ser toqui general de los Araucanos con el nombre de Paine-Áamcu (azul aguilucho), siendo el terror de las huestes españolas por varios años. El mestizo «don Esteban de la Cueva», hijo de don Cristóbal de la Cueva, «mancebo señalado» por su coraje y su puño y que encontramos prisionero del wulmen Tipantue en 1579. Juan Fernández, «mestizo platero» descontento con un oficio al que no tenía gusto instintivo, trató de sobornar a la tropa de la guarnición de Angol para capitanearla e ir de su cuenta a conquistar tierras al oriente de los Andes. Fue descubierto y ejecutado en esa misma plaza el año 1570 más o menos. Estaba casado y con hijos, por lo que debe haber nacido antes de 1550. Es el primer artesano mestizo que nombran las crónicas. El primer mestizo que se pasó al partido de su madre, y del [55] cual queda memoria, fue uno de que habla el cronista Góngora Marmolejo, aunque sin dar el nombre. Militaba ya ese roto en las filas araucanas en tiempo del primer gobierno de Rodrigo de Quiroga, en 1566 más o menos. El tal mestizo debió nacer antes de 1545.

En varias crónicas y memorias de aquella época se habla de artesanos indios, como también se llama «chinas» a las sirvientas domésticas. Creo que muchos de tales indios y «chinas» serían mestizas, porque es común hasta hoy llamar chinas en los campos a las domésticas, aunque sean rubias y zarcas. Mariño de Lovera habla de la mestiza Catalina Miranda, esposa de Bernabé Mejía, la cual fue asesinada estando encinta el año 1569 más a menos, por lo que es de presumir que había nacido antes de 1550. El mismo cronista habla de la mestiza Marí Sánchez, casada con Antonio Díaz, al cual su esposa pasaba armas en un ataque de los Araucanos a Cañete en 1566, lo que hace presumir que esta mestiza era de las primeras de nuestra raza. Este autor no muestra extrañeza alguna de que en esos años hubiera ya mestizas casadas, por lo que el hecho debía ser frecuente. Mariño vivió en esos tiempos en Chile.

9. Rasgo dominante de la psicología del mestizo. Rapidez con que nacía la 2ª generación

Desde que estuvieron en estado de cargar armas, los hombres de la naciente raza se enrolaron en el ejército, a cuyas honrosas filas los impulsaban las dos naturalezas que unió el destino para formar la suya. Las aptitudes militares del roto chileno fueron unánimemente reconocidas desde que apareció en la escena del mundo. Uno de los cronistas de aquel tiempo, que escribió con el propósito deliberado de denigrar a los Araucanos y a sus mestizos, González de Nájera, no puede menos que reconocer esa cualidad del roto primitivo, tan evidente para todos los lectores de su escrito. Dice: «los mestizos de Chile entre sus naturales defectos tienen una cosa buena, que es ser por excelencia buenos soldados (en lo cual se aventajan a todos los demás mestizos de las Indias, así también como los niños indios a los demás en ser belicosos)». Este autor conoció y mandó a los mestizos de la segunda generación, nacidos después de 1570.

Esta segunda generación nacía en tanta abundancia como la primera y como las que siguieron, pues los hábitos de los conquistadores no se modificaron hasta mucho después, y en cambio [56] los mestizos seguían las costumbres de sus padres. Pero es conveniente recordar siempre que esa rapidez con que se estableció la amplia base de nuestra raza no tiene comparación en la historia de ningún pueblo. Un hecho como prueba, de los muchos que recuerdan las crónicas: en Chillán, recién fundada por Ruiz de Gamboa en 1580, había una guarnición de 210 hombres, cincuenta de los cuales estaban recién llegados de España. El número de mujeres que acompañaba a esos hombres debía ser muy crecido, pues que el cronista Mariño de Lovera, capitán de ejército en esa misma fecha, refiere que «hubo semana que dieron a luz sesenta indias de las que estaban a su servicio, aunque no en el de Dios» Crónica del Reyno de Chile, Colección, tomo 5, pág. 395). Es la primera fe de bautismo del roto chillanejo. Por la relación de este cronista, se comprende que ese caso no era aislado sino un ejemplo entre muchos de la manera de vivir de los conquistadores.

Habiendo cesado desde tres o cuatro generaciones atrás la afluencia de las sangres primordiales, son sólo los mestizos entre sí los únicos que han continuado reproduciéndose, de modo que el mestizo equilibrado, el prototipo de la raza, que describiré mas adelante, es cada vez más numeroso, hasta formar a la fecha, según mis cálculos, el 70% de la población del país. Dos o tres generaciones más y Chile podrá contar con una de las razas más uniformes del mundo entero. Para ello es necesario que estos conocimientos se difundan entre los que dirigen el porvenir del país, y que les den la trascendental importancia que encierran.

10. Principales condiciones biológicas y psicológicas que favorecieron la uniformidad y la estabilidad de nuestra raza

Cuatro principales son las afortunadas condiciones que han hecho posible el caso feliz para nuestra patria y tan raro en la historia de las razas humanas, de la formación de una raza mestiza permanente. La primera es la que acabamos de analizar: el que el número de los elementos componentes haya estado reducido al mínimum, esto es a solo dos, hasta que la raza era ya numerosa, lo que ha hecho relativamente fácil hallar la proporción en que el poder vital de los elementos étnicos conjugados se equilibran. La segunda es que dichos elementos poseyeran psicologías semejantes, lo cual ha impedido que el proceso llamado por el sociólogo Lapouge «selección social» tendiera a la separación de las naturalezas originales. [57] La tercera, que cada una de las razas aportara durante todo el tiempo que duró el mestizaje un solo elemento sexual, lo que ha contribuido grandemente a la rápida uniformación del ser intermediario. La cuarta, que las dos razas primitivas fueran lo que se llama razas puras, esto es, poseyeran cualidades estables y fijas desde gran número de generaciones anteriores. La única raza que mostraba algunos signos de impureza era la europea, pero, como he recordado, solo un 10 u 11% de sus individuos tenía mezcla con raza extraña a la germana.

Siento no tener espacio para dar más latitud a estos interesantísimos puntos. Especialmente hoy que se trata de colonizar el país, estas materias deberían ser conocidas detalladamente por los encargados de realizarlo. Desgraciadamente parecen ignorarlas del todo.

Debo también recordar que nunca hubo en Chile esclavos negros empleados en las faenas agrícolas o mineras. Los escasos africanos que fueron traídos al país quedaron en las ciudades, de caleseros o domésticos en las casas ricas. Sólo los jesuitas, poco antes de su expulsión, habían empezado a traer negros para ocuparlos en el campo. Cuando se decretó su salida del país, se encontraron en sus numerosas haciendas algunas centenas de esclavos de esa raza, los que fueron vendidos en el extranjero por cuenta del real tesoro.

Además, desde el principio los conquistadores pusieron atajo a la impulsividad genésica de sus esclavos negros con penas más terribles que el linchamiento que emplean los norteamericanos con igual propósito. En el cabildo de Santiago de 23 de noviembre de 1555 «mandaron que de hoy en adelante cualquier negro o negros que se alzaren o rebelaren del servicio de su amo o no volviese dentro de ocho días desde el día en que se huyere, o si forzare alguna india, sea de algún cacique o principal, o de otra cualquiera manera que sea contra su voluntad, que cualquier justicia de S. M. ante quien fuere pedido, recibiendo información bastante, que sobre el mismo caso pueda el tal juez condenar por su sentencia a que le (nombran las actas la eviracion completa) de las demás penas que al juez de la causa le parece conviene a la ejecución de la justicia».

Es por eso que las poquísimas familias chilenas en que aun es dable notar indicios de sangre africana pertenecen a las ciudades; los campos están en absoluto indemnes de ella.

No estará de más recordar aquí que la sangre negra tiene un poder de absorción mucho mayor que la blanca. Así, mientras del blanco no queda ningún rastro a la cuarta generación unilateral con el negro, esto es, cuando aun queda en el mestizo [58] un 6.25% de sangre blanca, la naturaleza del negro es posible constatarla hasta la sexta generación, cuando sólo está representada en el mestizo por el 1.05% del total; y las cualidades cerebrales propias del negro: la falta de control mental, el predominio de la imaginación y la poca elevación de ideales, persisten aún mucho más.

Por el modo como usted habla del roto, parece que participara de la idea, muy común a la fecha, de creer que el roto chileno es algo como una raza aparte, inferior en Chile, como si nuestra patria encerrara dos razas distintas, rotos y no rotos. Felizmente no hay nada de eso.

Desde el chileno más infeliz al más encumbrado, todos poseemos, en proporciones diversas, las mismas sangres europea y americana que hemos visto. El cálculo de los cuatro quintos de mestizos de que hablé en mi anterior, refiriéndome a la época del siglo XVIII en que llegaron al país algunas familias latinas, debe tenerse como el más moderado. Desde entonces acá, especialmente después de la independencia, no hay familia que no haya incorporado en sus venas algo de sangre genuinamente chilena.

Lo que ordinariamente llaman roto, esto es, la clase pobre de Chile, es lo que los entendidos llaman base étnica de una nación, y que no poseen sino las que tienen la suerte de contar con raza propia.

Es de esa base, la más numerosa, sana y prolífica de los países, de donde se elevan por selección las clases media y superior de la sociedad, pero sin que exista una línea determinada de separación entre una y otra clase, pues tal división es ideada solamente para procurarse facilidades descriptivas.

Ese fundamento de las razas ha merecido en todos los tiempos y en todos los países especiales atenciones de los verdaderos estadistas, pues la miran, con razón, como la base de todo el edificio social, y tienen por ella igual solicitud y el mismo cuidado que presta el arquitecto a los cimientos de sus construcciones.

Entre nosotros, generalmente es el inquilino el que produce el pequeño propietario y luego el agricultor; del jornalero nacen el artesano que llega a poner taller y hacerse industrial, o el pequeño mercachifle, el buhonero, el comerciante, el dueño de almacén; y son los agricultores, los industriales, los comerciantes los que logran educar a sus hijos, herederos de sus aptitudes, que adquieren títulos profesionales, son jueces, diputados, ministros, presidentes.

Lo que oscurece estas investigaciones es el tiempo en que los hechos se efectúan. Muchas veces no bastan una ni dos generaciones [59] para que se realice la evolución completa; en otras la evolución comenzada se detiene y aun retrocede; pero para el aficionado a la comprobación experimental de estos problemas, aquel no es un inconveniente. En Chile, donde por nuestra corta historia de raza y escasa población, las estirpes que han producido hombres superiores son todavía poco numerosas, y donde la documentación histórica es abundantísima, ese trabajo es relativamente fácil. Aquí, como dicen, todos nos conocemos.

Pero es efectivo que hay personas que se creen de raza privilegiada y superior a la chilena. Ambas creencias son erróneas. Hay otros que para creer en esa selección gradual que he diseñado, y que vincula por la sangre la clase inferior a la superior, necesitarían ver a un chileno con una pala en una mano y una cartera de ministro en la otra. Es a éstos a los que principalmente me dirijo, por lo que ha de disculparme que haga a menudo observaciones que serán para Ud. bien sabidas.

Y con ser tan corta nuestra historia, hemos tenido el hermoso hecho social de la elevación del mismo individuo desde la clase desheredada a los más altos puestos, merced a su talento y patriotismo esclarecidos.

A los mestizos se les miró desde los primeros tiempos con cariño y consideración, por más que algunos se «pasaron a los indios» como hemos visto. Mestizos fueron los primeros hombres ricos de Chile: eran estos los «lenguas» o «farauntes», como llamaban los conquistadores a los intérpretes entre ellos y los Araucanos, los cuales supieron sacar gran partido de su situación, según un cronista que los conoció personalmente, el cual dice «se ve que están ricos de esclavos, ganados, posesiones y alquerías, y sobre todo de tejos y barras de oro, al tiempo que casi en todos los españoles de aquel reino se ha acabado por haber perdido las tierras de las minas». Añade que los tales «lenguas» se dejan para sí las mejores «piezas» femeninas, y que el oficio resulta más importante y lucrativo que el de gobernador.

Solo se hacía distinción entre mestizo legítimo e ilegítimo en los primeros años, antes que la primera generación proporcionara mestizas para esposas. Cuando las hubo en abundancia y los matrimonios se hicieron frecuentes, los hijos de la segunda o tercera generación eran considerados como los de europeo y europea, como «criollos», y usaban el don y títulos paternos sin que a nadie causara extrañeza.

En 1591 el capitán general de Chile don García Hurtado de Mendoza publicó el real decreto de Felipe II en que, atendiendo [60] el clamor general de sus lejanos y fieles súbditos, permitía legitimar a los hijos naturales mestizos.

Además, al lado de los hijos ilegítimos crecían numerosos los de las uniones matrimoniales desde los primeros años, estimulados por los sacerdotes y por los mismos gobernadores. El gobernador don José de Garro se ocupó especialmente de que sus hombres contrajeran relaciones legítimas. «Casó muchas hijas de caciques y de otros indios principales con españoles, y para estimular a otros, y empeñarles en semejantes enlaces, les acomodó en empleos políticos y militares, con respecto a la más o menos hidalguía de sus mujeres» (Carvallo y Goyeneche, Colección, tomo 9, pág. 181). Es sabido que el capitán Gómez, compañero de Valdivia, se casó con una hija del wulmen de Talagante, de cuya noble estirpe quedan a la fecha numerosos vástagos en Chile.

La raza chilena nacía así sin obstáculos, sin prevenciones, y se desarrollaba al través de los tiempos sin desmentir ni una sola vez sus orígenes, hasta nuestros días. Porque sólo desde ayer se nota cierto alejamiento de la clase dirigente respecto del pueblo.

¿Cual es la causa de fenómeno tan extraño? ¿Qué influencia ejercieron, si es que hubo alguna, en nuestra clase superior, aquellos Iberos llegados a mediados del siglo XVIII? ¿Han tenido alguna culpa en esta disociación del alma chilena alianzas de nuestras familias distinguidas con personas de raza de psicología diferente de la nuestra, efectuadas durante las últimas generaciones? ¿O es sólo una consecuencia del fracaso moral de nuestra clase dirigente producido por las riquezas de Tarapacá, como cree Mac-Iver? ¿O son estas causas aunadas? Poseo al respecto documentos muy interesantes.

(segunda edición, Santiago de Chile 1918, tomo I, páginas 33-60)