Filosofía en español 
Filosofía en español

Luis Araquistain, El peligro yanqui, Madrid 1921, páginas 110-113

La hispanofilia · III

Hispanofilia fecunda

Pero sería erróneo suponer –prosiguiendo con nuestras noticias y comentarios sobre el estudio del castellano en los Estados Unidos– que el aprendizaje de nuestra lengua sólo responde a fines de comercio y penetración política en los países del Centro y Sur de América. En gran parte, es también desinteresado. Fuera del interés puramente utilitario, la curiosidad por el castellano y, en general, por la cultura española en la República norteamericana puede clasificarse en tres especies. La primera es una especie de curiosidad de raíces que podríamos llamar mecénicas. En los Estados Unidos –como en todas las naciones muy ricas– hay gran copia de millonarios que, más generosos que la mayoría de sus compañeros de clase, necesitan desprenderse de parte de su fortuna, ya sea por un impulso ético de restitución, ya sea como alivio y distracción del pesado fardo de sus negocios, ya sea por simple vanidad. Unos dedican sus millones a fundar bibliotecas públicas; otros, a dotar universidades; otros, a crear laboratorios de investigación; algunos, a proteger las artes y las letras de un país extranjero. En esta última categoría hay algunos millonarios norteamericanos cuyo mecenismo está consagrado a España. Desgraciadamente, sus consejeros habituales y su gusto, no siempre exquisito, les llevan alguna vez a amparar y realzar valores de escaso prestigio, más transitorios que permanentes. Pero, a caballo regalado... Después de todo, mejor es este linaje de curiosidad por la cultura española que ninguna.

La segunda especie de curiosidad proviene del espíritu de la moda. En los Estados Unidos abunda la clase de los ociosos, sobre todo entre las mujeres. Como los hombres están entregados frenéticamente a sus negocios, no tienen tiempo ni espíritu para entretener a sus mujeres, las cuales, en consecuencia, se ven obligadas a entretenerse por sí mismas. El ocio y la ausencia de hombres las arrastran, como desesperado recurso, a la lectura, a las conferencias públicas, a pasatiempos espirituales de todo género. Y lo que al principio es un arbitrio contra el tedio, se convierte a la postre en afición verdadera y a veces en pasión. La inmensa mayoría de los que escriben y leen libros de ficción en los Estados Unidos son mujeres. En las exposiciones, en los salones de conferencias, apenas se ven más que mujeres. La aristocracia, en su sentido de selección intelectual, está representada allí por la mujer.

El resultado de esto es que la curiosidad es más viva, pero también más inconstante. Cada dos o tres años un nuevo país se pone de moda. Una vez son los escandinavos, gracias sobre todo a Ibsen; otra, la moda se trae a la Rusia literaria y musical; pero ahora todo lo ruso está en baja, por culpa del temido bolchevismo; otra, la moda corresponde a Italia y pasean por toda la República sus conferenciantes.

Últimamente la moda se ha apoderado de España; se traducen nuestros novelistas y dramaturgos, se proclama a Blasco Ibáñez el más grande de los escritores vivos, se toca música española, se difunden nuestras artes, las puras y las industriales, las antiguas y las modernas. Este interés coincide con el auge de la enseñanza del español en Universidades y escuelas secundarias. Los hombres lo aprenden para comerciar; las mujeres, cansadas de otras literaturas, para curiosear en la española. Nos faltaba una figura llamativa, un Ibsen; un Dostoievski, un Anatole France, un Maeterlink, un Annunzio, un Shaw. Pero el público necesitaba un gran nombre, y entre su deseo y las hábiles artes de un editor para el reclamo –aprovechando además, por su relación con la guerra, el interés episódico de Los cuatro jinetes del Apocalipsis–, se crea un Blasco Ibáñez de tamaño colosal, que no podrá reconocer nadie que le conozca.

Queda la última especie de curiosidad, que para nosotros es la más interesante –en rigor, la única interesante–. Entre los nuevos aficionados al español no todos son futuros mercaderes ni lectores o lectoras de la última moda. Hay seguramente algunos, si no muchos, que luego serán escritores, historiadores, investigadores de nuestra literatura pasada y ponderados y sagaces valuadores de la actual. Ya hay algunos. A Ramón Pérez de Ayala le he oído hablar con gran encomio de los muchos conocimientos literarios y perspicacia crítica del profesor de Literatura española en la Universidad de Cornell. Probablemente hay otros además que aspiran a seguir la alta tradición hispanista de Ticknor, de Longfellow y Lowell, los tres profesores clásicos de la Universidad de Harvard.

Esta hispanofilia es de todas la más sugestiva. Corresponde a un profundo anhelo que sienten muchos españoles, quizás los que lo son de manera más cordial, inteligente y fecunda. Durante muchos años se nos ha querido convencer de que España ha sido uno de los pueblos más grandes en empresas donde apenas hizo nada duradero o que más hubiera valido no haberlas intentado. Recuérdese el empeño de Menéndez y Pelayo de elevar a las nubes la llamada ciencia española. Contra tales afanes de extravío nacionalista, agravados en estos últimos tiempos por gentes sin visión ni conocimiento, capaces sólo de la risible alharaca retórica, se han rebelado siempre los españoles mas discretos y sensibles, y en su reacción polémica han llegado a dudar de si a España le debe algo la cultura universal. Pero este problema presupone este otro: si el pueblo español es apto en general para la cultura, o sea para la creación de valores espirituales. Al buscar urna afirmación en nuestra historia, lo que cobra mayor grandeza y atestigua la aptitud creadora del pueblo español es su literatura, más que ninguna de sus otras obras.

La universalidad de la literatura española está probada en la influencia que ejerció en las literaturas vivas de su tiempo. De esta relación, el mejor tributo que podría rendirse a nuestro pasado, en vez de cantarlo huecamente, los españoles se han ocupado poco. Más los ingleses, singularmente Fitzmaurice-Kelly y F. E. Shelling, en lo que se relaciona con la literatura inglesa. Este campo de la investigación literaria está casi en estado virginal, sobre todo en lo que se refiere a la influencia de la literatura española en las del Norte de Europa. Esta rehabilitación de los valores legítimos del pasado es necesaria, porque así recobrarán muchos españoles la fe en el futuro, y para los extranjeros –sobre todo para los americanos de lengua española– renacerá un plausible prestigio. Acaso una buena parte de esta tarea les esté reservada a los hispanófilos universitarios de los Estados Unidos y en sus sabias manos nadie verá móviles de vanagloria nacionalista ni de patriotera jactancia. Esta es la mayor esperanza que sentimos ante la pasión febril de los norteamericanos por la lengua española.