Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 67-97
Lección IV
De nuestras relaciones con Francia
sumario.– Objeto de esta lección.– Las naciones en el verdadero sentido de esta palabra no se conocieron en Europa hasta el siglo XV.– Origen de la nacionalidad española en las montañas de Asturias.– Lucha de ochocientos años contra el islamismo.– Las grandes empresas nacionales siempre se acometen a nombre de un principio.– El que sirvió de base a nuestra nacionalidad, fue el principio religioso.– A fines del siglo XV se halla ya redondeada y compacta la nación española.– En el siglo XVI es la primera potencia del mundo.– Principia a declinar desde el tratado de Vervins en 1598.– Decaimiento de España en el siglo XVII.– Advenimiento de la dinastía de Borbón en 1700.– Pérdidas considerables en la guerra de sucesión.– Guerras contra la Inglaterra por consecuencia del pacto de familia.– Guerra contra la Francia por efecto de su revolución.– Nuevos quebrantos para la España.– Guerra de la independencia.– Emancipación de nuestras colonias americanas.– Reinado de Isabel II.– Rompimiento con las potencias del Norte.– Situación actual de España.– Elementos poderosos para su futura restauración.– Conclusión.
señores:
Debiendo entrar esta noche en el examen de nuestras relaciones diplomáticas con cada una de las naciones civilizadas , el orden exige que demos principio por la Francia, como quiera que esta nación es la que por su proximidad [68] geográfica y por otras varias circunstancias, ha ejercido siempre mayor influencia que otra alguna en nuestros destinos.
Ya dijimos en otra lección que cumple a la índole de nuestros estudios volver la vista a la historia al examinar nuestras relaciones con cada pueblo, no solamente para poder comprender la política tradicional que se ha ido formando en el curso de los tiempos y a través de guerras y alianzas, sino para sacar de lo pasado enseñanza provechosa para el porvenir.
Conforme a este propósito procuraremos reseñar los sucesos históricos desde el siglo XV y no antes, supuesto que hasta esta época no existieron en Europa, propiamente hablando, relaciones diplomáticas. A pesar nuestro, nos veremos precisados a repetir varios acontecimientos de que ya se ha hecho mérito en las lecciones anteriores. Porque hay en la historia ciertos hechos generales que han afectado la política de todas las naciones; y claro es que no podremos prescindir de ellos, al tratar de las vicisitudes diplomáticas que haya experimentado cada una.
Hechas estas advertencias preliminares, entremos en materia.
La historia de nuestras relaciones internacionales con la Francia nos presenta la política de esta nación, animada siempre de un mismo pensamiento, a saber, el de dominar moralmente a la España. Con ningún pueblo hemos vivido en mas íntimo y frecuente trato, y ninguno nos ha acarreado mayores males y más repetidos quebrantos, ora con sus amistades, ora con sus enemistades. La política francesa se explica en gran parte por la posición geográfica, circunstancia de que generalmente se han resentido siempre las relaciones reciprocas de los [69] Estados. Bien conocido es a este propósito aquel dicho de Federico de Prusia, cuando reconvenido por su conducta con los duques de Saboya, contestó que «la geografía no le permitía ser honrado»: y a la verdad, hallándose la España relegada en el extremo occidental del continente, y siendo la Francia la única nación de Europa que se halla en contacto inmediato con nuestra Península, se comprende su propensión a conservar aquel ascendiente sobre nosotros: lo que no se comprende ni se justifica, es el extremo odioso y vituperable a que comúnmente ha sido arrastrada por aquella tendencia. Cuando hemos sido fuertes, la Francia ha procurado debilitarnos: cuando nos ha visto débiles, ha tenido la pretensión de llevarnos atados a su carro para que sirviésemos exclusivamente a sus propias miras e intereses. Y ya amigos, ya enemigos de aquella nación, siempre hemos experimentado por su causa los más funestos desastres. Tal ha sido generalmente la conducta de la Francia para con la España, sobre todo desde que se organizó políticamente la Europa; conducta que si en sus causas ocasionales pudiera hallar alguna disculpa, no por eso deja de ser inicua a los ojos de la razón y contraria a los principios más obvios del derecho de las naciones. Los hechos vendrán en apoyo de nuestros asertos.
Dejando aparte las relaciones que pudieran mediar entre ambos pueblos en el período de la edad media, encontraremos que cuando en los tiempos modernos, cuando en el siglo XVI compacta ya la monarquía española apareció poderosa e imponente en el mundo, la primera nación que nos salió al encuentro y trató de abatir nuestro poder fue la Francia. Así los primeros protagonistas del gran drama que convirtió la Europa en un campo de batalla por espacio de dos siglos, fueron Carlos V y [70] Francisco I. Veamos el origen y el curso de tan prolongados debates.
Hallábase Carlos V ocupando el trono de España cuando falleció en Alemania en 1519 el emperador Maximiliano dejando vacante la corona imperial. La Dieta de Francfort dio la investidura al rey de España; y Francisco I que a la sazón reinaba en Francia, se declaró pretendiente y se presentó a disputársela, tomando de aquí origen la serie interminable de guerras que se reprodujeron después entre estos dos monarcas y sus sucesores. Más afortunado siempre Carlos que su rival Francisco I, no sólo logró vencerle en la contienda, sino que entre otros lances favorables tuvo la suerte de hacerle prisionero en la célebre batalla de Pavía, trayéndole a Madrid en condición de tal. Francisco I fue tratado en España con todas las atenciones y miramientos debidos a su rango, y hasta consiguió que se le dejase en libertad mediante el tratado de 14 de enero de 1526. Por lo mismo no era de esperar que aquel monarca fuese infiel a los deberes que le imponían la gratitud y el honor, y sin embargo, tan pronto como se vio libre faltó a lo estipulado en el tratado de Madrid bajo el pretexto de que carecía de libertad bastante al tiempo de su otorgación. Semejante conducta hizo que se reprodujese la lucha entre ambos príncipes, convertida ya su antigua rivalidad en el más enconado rencor.
En esta nueva situación Francisco I volviéndose hacia la Inglaterra, contrató con ella una alianza sumamente gravosa para los intereses de Francia, intereses que por entonces sacrificaba aquel monarca en aras de su venganza personal. El rey de Francia a trueque de obtener el apoyo de Enrique VIII se obligó por sí y sus sucesores a pagar a la Inglaterra una pensión perpetua de cincuenta [71] mil ducados; y fuerte con esta alianza, volvió a emprender la guerra contra la España. Nueve años duró esta nueva contienda a que al fin se puso término por la paz de Cambray , llamada comúnmente paz de las damas por haberla negociado Luisa de Saboya, madre de Francisco I, y Margarita de Austria, tía de Carlos V. En ella se ratificó el tratado de Madrid; el rey de Francia cedió al emperador cuanto poseía en Italia, y renunció además a todo derecho de señorío en los condados de Artois y Flandes. Pero Francisco I que no podía calmar fácilmente sus resentimientos, halló pronto motivos para renovarla lucha con su perpetuo y terrible rival.
Habiendo fallecido el duque de Milán Francisco Esforcia, volvió a encenderse por tercera vez la guerra entre ambos contendientes que a un mismo tiempo pretendían aquella herencia, fundándose Carlos V en la ley de feudos y Francisco I en una promesa privada hecha por el emperador al duque de Orleans. Aplazóse esta guerra por una tregua estipulada en Niza en 1538, pero luego se rompieron nuevamente las hostilidades con motivo de la muerte de dos enviados de Francisco I, atribuida por éste al gobernador de Milán, llegando esta vez Carlos V a amenazar con sus ejércitos a París. Al fin terminaron definitivamente tan repetidos altercados por medio del tratado de paz firmado en Crepi en 1544. Tales fueron los principales sucesos que caracterizan el primer período de enemistad y guerra entre la Francia y la España , período en el cual fue por lo común adversa la fortuna al monarca francés.
Esta serie de luchas sostenidas principalmente por odio del rey de Francia, costaron a su nación la pérdida de 200.000 hombres y la ruina de 1.000.000 de familias.
Sucedió a Francisco I en el trono francés Enrique II, [72] heredero de su política hostil a un mismo tiempo que de sus estados. Así es que la paz estipulada por su antecesor no tardó en romperse por parte de Enrique a los pocos años de haber empuñado el cetro. La fortuna abandonó un momento a Carlos V por la primera vez de su vida, habiendo perdido treinta mil hombres delante de Metz , si bien se indemnizó luego de este revés con la victoria de Marciano. Al fin esta guerra quedó suspensa por una tregua firmada en 1555 en Vaucelles, cerca de Cambray.
En este tiempo abdicó la corona Carlos V; la tregua de Vaucelles se rompió a los pocos meses, y Felipe II se vio empeñado en la lucha contra Enrique, protector de los intereses del papa Paulo IV. Abrióse la campaña por un ataque de las armas francesas contra los Países Bajos. Pero la Francia sufrió las famosas derrotas de San Quintín y de Gravelinas, y Enrique II tuvo que entablar negociaciones de paz que dieron por resultado el tratado de Chateau-Cambresus, muy ventajoso sin duda para la España: pues en cambio de solas tres ciudades que restituyó a la Francia, le devolvió ésta cerca de doscientas en Flandes, en el Piamonte, en Toscana y en Córcega.
Felipe II iba a encontrarse pronto en Francia con un enemigo más temible que sus antecesores. Habiendo Enrique IV ascendido al trono francés a fines del siglo XVI, de que nos estamos ocupando, publicó en 1595 un manifiesto contra Felipe II a que éste contestó declarando un rompimiento. En consecuencia se tomaron las armas por ambas partes, y se renovó la guerra en los Países Bajos. Pero después de tres años, abierto un consejo en Vervins, bajo la mediación del papa, se firmó en 2 de mayo de 1598 un tratado en el cual se estipuló la restitución recíproca y completa de cuantas posesiones se [73] habían conquistado respectivamente la Francia y la España desde la paz de 1589. Este tratado fue el primer golpe dado por la casa de Borbón a la supremacía que había ejercido hasta entonces la de Austria, representada por la España; y puede considerarse el límite de nuestra superioridad, y el punto de nuestra declinación.
He aquí, señores, recorrido el siglo XVI, y reseñadas nuestras relaciones con la Francia en este período; de cuya reseña podemos deducir que la España, la nación mas fuerte de Europa, halló en la Francia el primero y más perseverante enemigo de su poder, y que si bien luchamos por lo común con próspera suerte, nuestros monarcas Carlos y Felipe emplearon todas sus fuerzas y gastaron los recursos de su genio en combatir la animosidad de aquella nación, habiéndose detenido nuestras conquistas y nuestra marcha ascendente en el tratado de Vervins.
Durante el siglo XVII, menos fecundo que el anterior en grandes sucesos, fue abatiéndose lentamente nuestro poder y creciendo a su vez el de la Francia. Sin embargo, las rivalidades entre ambos pueblos, lejos de extinguirse, permanecieron siempre vivas, y las guerras se reprodujeron aunque con menos acritud y violencia. Notables pérdidas experimentamos en los primeros años de este siglo habiéndonos sido arrebatado por la Francia el Rosellón y Cerdeña. Pronunciado ya en decadencia nuestro poderío, concibió Richelieu el proyecto de subyugarnos; pensamiento que prohijó su sucesor Mazarini, ministro de Luis XIV, y que no ha abandonado desde entonces ninguno de los monarcas que han ocupado el trono de Francia. Veamos los sucesos ocurridos durante el reinado de Luis XIV.
En el tratado de paz de los Pirineos celebrado en [74] 1659 se había ajustado el matrimonio de Luis XIV con María Teresa, hija de Felipe IV. La infanta al renunciar en aquella ocasión a todos los derechos que pudiera tener a la corona española, prometió al monarca francés satisfacer por vía de dote la cantidad de quinientos mil ducados de oro. Esta cláusula sirvió de pretexto a Luis XIV para hostilizar a la España.
Había ascendido al trono español Carlos II por muerte de Felipe IV, acaecida en 1665, cuando Luis XIV entabló sus reclamaciones de la dote de María Teresa. La corte de Madrid respondió que el estado de sus rentas no le permitía por entonces satisfacer aquella deuda, y tomando pie Luis XIV de esta negativa, dio orden a su mariscal Turena para que al frente de un numeroso ejército invadiese los Países Bajos. Afortunadamente los proyectos de Luis XIV se estrellaron por entonces contra la triple alianza formada por la Inglaterra, Suecia y Holanda , y vióse obligado, bien a pesar suyo, a firmar la paz de Aquisgrán en 2 de mayo de 1668, por la cual restituyó Luis a la España el Franco Condado ; pero conservó varias ciudades conquistadas en Flandes. Sin embargo, poco tiempo después, habiendo logrado disolver la triple alianza, consiguió apoderarse de varias plazas fuertes de los Países Bajos y volvió a arrebatarnos el Franco Condado, objeto de sus miras.
Firme siempre Luis XIV en sus designios de dominación sobre España, y viendo el trono ocupado entonces por un monarca enfermizo e incapaz de sucesión, dirigió todos sus conatos a conseguir que otorgase su testamento en favor de un príncipe de la familia francesa. Sería tarea prolija y embarazosa referir las intrigas y arterías que puso en juego Luis XIV para conseguir este propósito. Después de haber sobornado con dádivas y dinero [75] a los consejeros de Carlos II, y principalmente a Portocarrero, dueño de la conciencia y de la voluntad del monarca, logró al fin arrancar a Carlos su disposición testamentaria en favor del duque de Anjou, y en su virtud vino a sentarse en el trono de España Felipe V, el fundador de la dinastía de Borbón.
Felipe V fue reconocido en un principio por todas las principales potencias a excepción del Austria. Reconocióle la Inglaterra, Portugal, Dinamarca, Holanda y hasta el papa. Pero el Emperador de Austria haciendo creer a los demás monarcas que unidas la corona de España y Francia en la familia de los Borbones peligraba la paz de Europa, consiguió que se coligasen todos y formasen la grande alianza, y dio principio la guerra de sucesión, que sostuvieron la España y la Francia contra las demás naciones, guerra desoladora en que agotamos nuestras fuerzas y perdimos nuestros dominios en Europa. El tratado de Utrech puso término a tan sangrienta lucha, mediante la renuncia que hizo Felipe de todos sus derechos a la corona de Francia, y la cesión de Cerdeña, Nápoles y Milán a la casa de Austria, juntamente con casi todas las ciudades que nos pertenecían en Flandes, habiéndose acordado además que la Inglaterra retuviese para sí a Gibraltar. Pero no por eso se conservaron las relaciones de estrecha e íntima amistad que fuera de esperar entre las cortes de Francia y de España. El cardenal Alberoni, ministro y favorito de Felipe V, y el regente que gobernaba entonces la Francia, vivieron por espacio de muchos años en estado de enemistad y alarma secreta que fomentaron después algunas injurias de familia. Verdad es, sin embargo, que estas disidencias no tuvieron otra consecuencia que un rompimiento pasajero de relaciones entre ambas cortes. [76]
En el año 1733 hallábamonos ya en buena inteligencia con la Francia, merced a la cual, esta nación que necesitaba auxilios para sostener al rey Estanislao en el trono de Polonia, pudo ajustar con la España un tratado de alianza firmado en el Escorial a 25 de octubre de 1733.
Este tratado ha sido conocido con el nombre de primer pacto de familia, y fue sin duda el primer triunfo diplomático de la Francia para unirnos a su suerte. En su consecuencia nuestras tropas unidas a las francesas hicieron la guerra en Italia, cuya expedición esta vez no fue desfavorable a los intereses españoles, pues el infante D. Carlos logró conquistar a la Sicilia y ser coronado rey de Nápoles. Pocos años después, en 1743, con objeto de estrechar más y más la amistad de las casas de Borbón, volvió a celebrarse el tratado secreto en Fontainebleau, que tuvo por objeto ampliar el del Escorial. Tales son los sucesos más importantes que ofrecen nuestras relaciones en el reinado de Felipe V.
Fernando VI subió al trono en 1746, y reinó hasta el 1759. En el período de trece años que tuvo de duración el reinado de este monarca, permanecieron en un estado pacífico nuestras relaciones con la nación francesa. Es muy notable y digna de alabanza la conducta acertada y sabia que observó Fernando VI en orden a sus relaciones con aquella nación. Excitado, rogado, importunado por ella para que entrase en un pacto de alianza contra la Inglaterra, se resistió constantemente a aquella exigencia, encerrándose en la más estricta neutralidad respecto de ambas potencias. Así es que mientras Luis XV y Jorge II consumían sus fuerzas en una lucha sangrienta en Europa y en América, la España, oyendo desde lejos el ruido de las armas, y mostrándose indiferente a esta [77] contienda, florecía a la sombra de la paz, gobernada por la sabia política de un monarca. ¡Ojalá hubiera sabido imitarle en esta parte Carlos III!
Carlos entró a reinar en 1759. Su política para con la Francia en los 29 años de reinado está reasumida en el tristemente célebre pacto de familia, cuya celebración había resistido con tanta prudencia su predecesor Fernando VI.
Veamos los trámites que siguieron hasta la celebración de este tratado. Cuando Carlos empuñó el cetro español, la Francia entrevió en este príncipe mayor predisposición que en su antecesor para plegarse a sus exigencias, y desde luego empleó cerca de la corte todos los medios que le sugería su política. La guerra entre la Francia y la Inglaterra se seguía con furor, particularmente en las regiones de América, llevando la mejor parte las armas británicas. La España temió algún tanto que esta superioridad amenazase la seguridad de sus dominios ultramarinos. Sin embargo, este temor no habría bastado por sí solo para impulsar a Carlos III a adherirse a los intereses de la Francia. Uníanse a esta otras circunstancias. Carlos III se hallaba harto disgustado al ver constantemente desatendidas por la Inglaterra las reclamaciones que se le hacían por la corte de Madrid para que contuviese las usurpaciones de los colonos de Honduras; por otra parte el sensible corazón de aquel monarca no podía escuchar sin conmoverse el elocuente lenguaje de familia que empleaba su primo el rey de Francia implorando su auxilio. Cedió, pues, Carlos III a dar el primer paso, prestándose a interponer su mediación cerca de la Inglaterra para conseguir una paz marítima con el rey de Francia. Pero habiéndose comunicado las órdenes a nuestro embajador en Londres para que ofreciese su mediación, el [78] célebre ministro Pitt la rechazó, acusándole de falta de imparcialidad, y añadiendo con más jactancia que discreción estas palabras: «si el poder de los imperios se aumenta con la guerra, y Francia debe su engrandecimiento a sus usurpaciones , justo es que la Inglaterra, a quien hoy es favorable la fortuna , aproveche sus ventajas para despojar y humillar a su rival».
El tono arrogante de esta contestación causó el mayor disgusto en el ánimo pundonoroso de Carlos III, y dejándose llevar de su primer arrebato, escribió a su embajador de París que manifestase a Luis XV hallarse dispuesto a formar con él una alianza. Llena de júbilo acogió la corte de Francia esta determinación , e inmediatamente dio a su ministro el duque de Choiseul el encargo de redactar las estipulaciones que debían contenerse en el ya citado tratado de alianza. El dictado de pacto de familia con que le denominaba Choiseul, no agradaba del todo a la corte de Madrid, temiendo que este título excitase alarmas o recelos en Europa; pero Choiseul supo vencer esta repugnancia, aduciendo ejemplos de estipulaciones celebradas con igual nombre entre los príncipes de Alemania, y consiguió al fin que asintiese nuestro ministro en aquella época D. Ricardo Wall. Vencidas del mismo modo algunas dificultades relativas al fondo del tratado, se firmó éste en París en 15 de agosto de 1761 por Mr. Choiseul de parte de la Francia, y el señor Grimaldi, nuestro embajador en Paris, de parte de la España. Así logró por fin la Francia el objeto que tanto anhelara.
Los puntos principales que constituyen la esencia del pacto de familia son los siguientes. Los reyes de España y de Francia se prometen amistad perpetua, debiendo considerar en adelante como enemiga común a cualquiera [79] nación que lo fuese de una de las partes contratantes. Los dos monarcas contratantes se aseguran y garantizan recíprocamente la posesión de sus respectivos dominios. Igual garantía se concede al rey de las Dos Sicilias y al infante D. Felipe, duque de Parma, suponiendo por su parte recíproca correspondencia. Cualquiera de las dos coronas contratantes deberá, en caso de verse requerida por la otra para que le suministre socorros, poner a su disposición tres meses después de la requisición, doce navíos de línea y seis fragatas. Además deberán aprestar en aquel caso, la España diez mil hombres de infantería y dos mil de caballería, y la Francia diez y ocho mil de infantería y seis mil de caballería, cuya diferencia dice relación al número de tropas que cada una mantiene. Dichas fuerzas de mar y tierra obrarán según la voluntad de la potencia que las necesite y las haya pedido. La requisición que una de las partes contratantes hiciese a la otra bastará para probar la necesidad de las fuerzas que reclame, sin que la parte requerida pueda eximirse de esta obligación bajo pretexto alguno. Como la guerra que se principie por una de las dos potencias ha de ser personal en la otra, se conviene que cuando ambas estén en guerra contra un mismo enemigo, cese la obligación de los socorros estipulados, y en su lugar emplee cada una todas sus fuerzas, a cuyo fin se establecerán entonces convenciones particulares relativas a las circunstancias. Tanto en guerra como en paz se prometen considerarse ambas naciones como una sola, no pudiendo ejecutar nada en caso de hallarse las dos en guerra sino de común acuerdo y mutuo consentimiento. Por último, se igualan las prerrogativas y títulos de procedencia entre ambas naciones mientras las dos familias reinantes ocupen el trono. [80]
Tal fue en sustancia el pacto de familia, en cuyo análisis hemos creído conveniente detenernos, atendida su triste celebridad, y los fatales resultados que nos ocasionó. Aparte de las circunstancias en que se estipuló y de las causas especiales que le motivaron, se ve que fue un complemento de los tratados de 1733 y 1743.
Comprometido ya Carlos III en una alianza que no podría menos de serle funesta, y que debía principiar a serle desde el momento, supuesto que la Francia se hallaba en guerra con la Inglaterra, principió bien pronto a sentir las aciagas consecuencias de tanta ligereza e indiscreción. El primer paso que dio Carlos III fue pasar una nota al ministerio inglés declarando oficialmente la alianza que acababa de contraer con el rey de Francia, y al mismo tiempo hizo entregar los pasaportes al embajador británico para que saliese de Madrid. En vista de semejantes demostraciones, la Inglaterra publicó un manifiesto declarando la guerra al rey de España, y éste respondió con un contramanifiesto en sentido igualmente hostil, dando además orden para que se apresasen cuantos buques ingleses se encontrasen en nuestros puertos. La Francia por su parte, robustecida con el apoyo español que había sido por tantos años el objeto de sus anhelos, se mostró desde luego más fiera con sus ataques contra la Inglaterra, haciendo que se agriase más y más la contienda. Pronto fueron nuestras colonias blanco de los ataques de Inglaterra, cayendo en su poder la Habana, y Manila, y con ellas muy cuantiosos tesoros. Los españoles a su vez ocuparon la colonia portuguesa del Sacramento, apoderándose de veinte y seis buques ingleses. Al mismo tiempo que en América, se hacía también la guerra en la península, siendo Portugal el teatro de tantas hostilidades. Al fin, cansadas las partes beligerantes [81] de esta estéril contienda, negociaron los preliminares de una paz, y se firmó ésta en 10 de febrero de 1763 entre España, Francia, Inglaterra y Portugal, restituyéndose mutuamente todas las posesiones que se habían arrebatado durante la guerra. Esto no obstante, los gastos y pérdidas de todo género que experimentó la España, ascendieron a seiscientos millones de reales.
Tres años después, resentidas las colonias inglesas de América por las cuantiosas exacciones de su metrópoli, se sublevaron, declarándose independientes.
Gozóse la Francia en este suceso, y arrastrada por su extrema animosidad contra la Inglaterra, principió a facilitar a los insurgentes recursos pecuniarios y de todo género, habiendo comprometido también al rey de España para que protegiese esta causa tan contraria a sus intereses. La Francia fue aún más allá, pues reconoció la independencia de las colonias insurrectas, y celebró un tratado de alianza con ellas.
El resultado fue, como era consiguiente, una declaración de guerra por parte de la Gran Bretaña. La Francia imploró el auxilio de España en virtud del pacto de familia de que tan largamente abusó y solicitó del gabinete de Madrid que le protegiese con fuerzas navales. No se sentía Carlos III en esta ocasión muy propenso a empeñarse en una nueva guerra; ya porque tenía demasiado presentes las pérdidas que acababa de sufrir en la anterior, ya porque conocía que el patrocinar a los insurgentes americanos, era preparar para más tarde la sublevación de sus propios dominios. Penetrado de esta idea se resistió en un principio a auxiliar a la Francia, y a este propósito escribía a la duquesa de Toscana. «Estoy resuelto a no mezclarme ni ahora ni más tarde en las cuestiones entre Francia e Inglaterra: quiero acabar [82] tranquilo mis días, y aprecio demasiado semejante ventura para volver a sacrificarme a mi edad por intereses y opiniones ajenas.» Sin embargo de esta predisposición, creyendo del monarca español que estaba en sus intereses mantener la alianza con el francés, a cuya virtud esperaba que unidas un día sus armas pudiesen recuperar a Menorca y a Gibraltar; y movido por otra parte por las insinuantes cartas del rey de Francia, no pudo mantenerse Carlos en su propósito, y se decidió a ayudarle en la nueva lucha. Al efecto firmó en Versalles un convenio con fecha 12 de abril de 1779, comprometiéndose a obrar contra la Inglaterra; y poco después ordenó a su embajador en Londres que presentase al gabinete inglés un manifiesto, al cual se siguió la declaración de guerra.
No se ocultaba a la sensatez de Carlos III que en aquella lucha iba a sembrar los gérmenes de la emancipación colonial, pero pudieron más en él sus afectos de familia que los verdaderos intereses de la nación.
Rotas ya las hostilidades, la suerte fue propicia a los aliados en las primeras operaciones, en que consiguieron apoderarse los españoles de la capital de la Florida y de la isla de Menorca, pero pronto los triunfos se convirtieron en reveses. D. Juan de Lángara sufrió la derrota de su escuadra frente a Gibraltar, y en los lances sucesivos, la fortuna favoreció por lo común a las armas inglesas.
Después de grandes y recíprocas pérdidas, las naciones contendientes entraron en negociaciones de paz. Presentábanse, sin embargo, dificultades para su avenimiento, particularmente en lo que tocaba a los intereses de España. Pedían los ingleses, como condición indispensable, que se les cediesen las islas de Menorca, Puerto Rico, la Florida , la Dominica y la Guadalupe, obligándose [83] ellos en cambio de estas cesiones, a restituirnos la plaza de Gibraltar. El conde de Aranda, encargado por la España de esta negociación, fluctuó largo tiempo en la alternativa que se le presentaba. Pero halagado con la esperanza de reconquistar fácilmente a Gibraltar, cuando se deparase una ocasión propicia por medio de un bloqueo del estrecho; y conociendo por otra parte que el permitir a la Inglaterra la posesión de las colonias que pretendía era darle armas contra el comercio español, se decidió al fin a ceder a Gibraltar. «Hay lances, exclamó después de una larga meditación en el gabinete del ministro francés, hay lances en que es preciso saber sacrificar su cabeza por la patria; acepto las Dos Floridas en vez de Gibraltar, aunque esto sea contrario a mis instrucciones, y firmo la paz». Y en efecto, vencidas algunas dificultades secundarias, se firmó el tratado de paz en 3 de setiembre de 1783.
Nos hemos detenido en bosquejar este fatal período de nuestras relaciones con la Francia, porque basta por sí solo para caracterizar la política francesa respecto a España. En él pueden observarse los desastrosos resultados que nos produjo la injustificable deferencia de Carlos III, por más que se arrepintiese tardíamente este monarca. Y sin embargo tantos males no eran sino el preludio de los que habían de llover sobre esta infeliz nación en el reinado siguiente.
Habiendo fallecido Carlos III en 1788, le sucedió en la corona su hijo Carlos IV. No principió el reinado de este monarca bajo malos auspicios, pero a poco tiempo vino a turbarse la calma de España, a causa de la revolución que estalló en la nación vecina, y cuyos excesos pusieron en alarma a todas las potencias europeas. La España por su parte se mostró siempre tardía y remisa para [84] separarse de la alianza francesa. Pero al ver los peligros que amenazaban a Luis XVI, salió de su sistemática impasibilidad, y empleó su mediación cerca de la convención nacional en favor de aquel monarca. La convención rechazó con altivo desdén las gestiones del gobierno español, cuya repulsa, unida a las excitaciones que continuamente le hacía la Inglaterra, decidieron a Carlos IV a romper abiertamente con la república francesa. Nuestras tropas invadieron el territorio de esta nación; pero la Francia poseída del vértigo revolucionario que le había inspirado valor para desafiar a la Europa entera, revolvió sus armas contra los ejércitos españoles, y a su vez penetró en nuestro país, posesionándose de varios puntos importantes de nuestra frontera. Entonces el gabinete de Madrid solicitó la paz que se ajustó en el tratado de Basilea, firmado en 22 de julio de 1795, tratado que fue precedido de una negociación poco honrosa para su autor el ministro Godoy, a quien sin embargo valió el título de príncipe de la Paz. Una de las principales condiciones del tratado fue, que la Francia restituiría a la España las ciudades conquistadas, y en cambio la España le cedería en toda propiedad la parte española de la isla de Santo Domingo.
Todavía se hallaban en Basilea los plenipotenciarios que firmaron el tratado de 95, cuando el ministro francés Mr. Barthelemy invitó al español D. Domingo Iriarte para negociar una nueva alianza entre ambas naciones. Porque el gobierno de Francia a vista del estado de humillación en que había quedado la corte de Madrid después del tratado de Basilea, concibió el proyecto de restaurar el pacto de familia bajo una forma todavía más ventajosa para sus intereses. Después de varias negociaciones seguidas al efecto, Godoy que abrigaba ya [85] secretamente miras personales respecto a Portugal, como se comprobó más tarde, accedió a los deseos de la Francia, y en 18 de agosto de 1796 se firmó el vergonzoso y funesto tratado de San Ildefonso. En él se formó una alianza ofensiva y defensiva entre la Francia y la España, obligándose recíprocamente, siempre que se viesen en guerra con otra potencia, a auxiliarse con fuerzas terrestres y marítimas, consistentes en diez y ocho mil infantes y seis mil caballos, con un tren proporcionado de artillería, y en quince navíos de línea y seis fragatas. Por cuyo contexto se ve que el tratado de San Ildefonso fue una reproducción, si bien harto más vituperable, del pacto de familia: no habiéndolo sido menos en las consecuencias que nos hizo sentir muy pronto, pues invocando la Francia su cumplimiento, nos empeñó en 1796, es decir, un año después, en la guerra que sustentaba contra la Inglaterra, durante la cual sufrimos la derrota de nuestra armada naval en el cabo de San Vicente. En vano levantó la España sus clamores al trono, indignada a vista de tantas desgracias y desaciertos de su gobierno. Los ministros Saavedra y Jovellanos que tuvieron el patriotismo de hacerse eco de estas quejas cerca del monarca, incurrieron en el desagrado del príncipe de la Paz, y fueron condenados al ostracismo. Tan triste y lamentable era la dirección de los negocios españoles en esta época.
En octubre de 1801 la paz de Amiens puso término a la guerra que sostenía la Francia con las demás potencias. Pero dos años después quebrantó Napoleón este tratado, erigiendo en reino la república Cisalpina, y coronándose rey de Italia; por cuyo motivo habiéndose encendido nuevamente la guerra, volvió también la Francia a reclamar el auxilio estipulado en San Ildefonso, [86] si bien esta vez redimió su obligación la España, mediante un subsidio mensual de veinte y dos millones.
Por este tiempo perdimos también la colonia de la Luisiana, que habiendo sido cedida condicionalmente a la Francia, la vendió Napoleón a los Estados Unidos sin dar aviso alguno al gabinete español.
En 1807, empeñado Napoleón en la guerra del Norte, sacó de España, invocando siempre el tratado de San Ildefonso, quince mil soldados, que fueron a guerrear al mando del marqués de la Romana. Proponíase Napoleón dejar debilitadas y exhaustas nuestras fuerzas, a fin de realizar más fácilmente los proyectos que secretamente abrigaba de subyugar a la península y colocar a su hermano en el trono español. Con este designio ajustó con el gabinete de Madrid el tratado secreto de Fontainebleau, que no le fue difícil conseguir, lisonjeando la vanidad de Godoy. Celebróse este tratado en 27 de octubre de 1807, y pactóse en él que el reino de Portugal se distribuiría en tres partes, de las cuales se cedía la Lusitania superior al príncipe del Brasil, la Lusitania inferior a la reina de Etruria, a la que había desposeído recientemente, y los Algarves con la provincia de Alentejo a Godoy, que debía tomar el título de príncipe de los Algarves. Para llevar a efecto esta partición, convinieron las partes contratantes en que se permitiese el tránsito por España a un ejército francés, compuesto de veinte y cinco mil hombres de infantería y tres mil de caballería, los cuales unidos a otras fuerzas españolas marcharían a conquistar el Portugal. Además debía permanecer en la explanada de Bayona un cuerpo de cuarenta mil hombres para estar dispuesto a socorrer a la primera expedición en caso de ser hostilizada por los ingleses. Era esta una red en que se envolvía al monarca español [87] para lanzarle del trono, conforme al pensamiento que abrigaba Napoleón y que pronto vinieron a revelar los sucesos. Portugal fue conquistado; pero no se verificó la división estipulada, sino que permaneció aquel reino a las órdenes del general francés, proclamado lugarteniente de Napoleón. Y por lo que hace a España, habiendo penetrado en nuestro territorio el ejército de reserva, se apoderó de varias plazas, y avanzó después hasta el interior de la monarquía.
Conocidas son las consecuencias que trajo esta pérfida invasión. Vejados los españoles, privados de sus monarcas que habían sido llevados dolosamente a Bayona, no pudieron menos de alzarse contra sus invasores, y si bien consiguió Napoleón ver a su hermano José sentado en el trono de Madrid, pronto debió arrepentirse, envuelto, como se encontró, en una guerra desastrosa , en la que vio eclipsarse por la primera vez la estrella de su fortuna.
Arrojados los franceses del suelo español, después de haber sufrido largas y afrentosas derrotas, volvió Fernando VII a ocupar su trono.
Poco después, los repetidos reveses que sufrió en Europa el poder de Napoleón, dieron por tierra con este coloso.
Llegó el congreso de Viena, que tuvo por objeto consolidar la paz general de Europa. Y cuando la España debiera haber obtenido en él una compensación debida a sus esfuerzos, como hemos indicado otra noche, no tuvo quien la representase e hiciese valer los títulos que había adquirido en la más heroica contienda.
Pasemos por alto los sucesos acaecidos en nuestra patria en los ocho años que sucedieron al regreso de Fernando VII. Sabido es que el año 20 se restableció la [88] Constitución de Cádiz que aquel monarca había abolido. Este cambio político alarmó por el pronto a la nación francesa, cuyo trono ocupaba Luis XVIII, y poco después a las demás naciones del Norte. La Francia estableció un ejército de observación en nuestra frontera, aprestándose para ulteriores medidas.
En octubre de 1822 reuniéronse los representantes de las naciones en el congreso de Verona, en el que se ocuparon de la situación de la península. Después de varias conferencias se acordó la invasión en nuestro territorio, habiéndose prestado a ser instrumento la Francia, llevada entre otras miras por el perpetuo anhelo de restablecer su influencia en nuestra patria.
Sin embargo, antes de arrojarse a invadir nuestro suelo, quiso la Francia asegurarse el apoyo material y moral de las potencias del Norte contra cualquiera eventualidad que pudiese sobrevenir. Al efecto presentó al congreso de Verona las tres proposiciones siguientes:
1.ª «Caso que se viera forzada la Francia a retirar de Madrid el ministro que allí la representa y a romper toda relación diplomática con la España, ¿se hallarían dispuestas las altas potencias a tomar igual medida y a llamar a sus legaciones?
2.ª Si estallase la guerra entre la Francia y la España, ¿en qué forma y con qué actos prestarían las altas potencias a la Francia el apoyo moral que había de dar a su acción toda la fuerza de la alianza, e inspirar un saludable temor a los revolucionarios de todos los países?
3.ª ¿Cuál es en fin la intención de las altas potencias en cuanto a la esencia y forma del socorro material que estarían dispuestas a prestar a la Francia, caso que a solicitud de esta potencia se hiciese necesaria su intervención [89] admitiendo una restricción que la Francia declara y que ellas reconocerán imperiosamente reclamada por la disposición de los ánimos?».
En la sesión de 17 de noviembre las potencias del Norte respondieron satisfactoriamente a las preguntas hechas por la Francia, y quedó acordada la intervención.
Pocos meses después atravesaron la frontera española cien mil franceses al mando del duque de Angulema, y fue restablecido en España el régimen absoluto. Con este paso aumentó la Francia su ascendiente en la península, y nuestras relaciones, volviendo a tomar el carácter de familia, no experimentaron alteración en los años sucesivos.
En 1833 falleció Fernando VII, y este acontecimiento hizo tomar una nueva faz a nuestras relaciones con la nación francesa. La revolución de julio y el cambio político y dinástico que trajo consigo, causaron grande inquietud a las potencias del Norte. Así es que en 1833 se reunieron en las conferencias de Munchen-Gratz, con el objeto de estrechar los vínculos entre sí, y oponerse a la invasión del principio liberal. El reverso de esta coalición de las potencias del Norte, fue en 1834 la cuádruple alianza que se celebró entre las del Mediodía. Veamos los trámites que precedieron a la celebración de este famoso tratado.
La guerra civil había estallado en España con el doble carácter de política y dinástica. D. Carlos, pretendiente a la corona española, se hallaba en Portugal a la sazón en que también ardía la guerra civil en aquel país. Nuestro gobierno, considerando peligrosa la presencia de D. Carlos en la nación vecina, ofreció su cooperación al de Portugal para expulsar de la península juntamente a D. Carlos y a D. Miguel, aspirantes a las coronas de los dos reinos. Admitió este ofrecimiento el gobierno [90] portugués, y en su consecuencia pasó el general Rodil la frontera con un ejército español. Ocurrió entonces a la Inglaterra, que había mediado muy activamente en el anterior convenio, negociar un tratado solemne entre las tres potencias, con el objeto de llevar más pronto a cabo la referida expulsión de D. Carlos y D. Miguel. En efecto, principió a tratarse de este asunto, sin que en los primeros pasos se contase con la Francia. Pero esta nación que por entonces sentía la necesidad de entrar en la liga para ser más fuerte contra el Norte, solicitó espontáneamente que se la admitiese como parte contratante, y en efecto se la admitió. Celebróse, pues, entre las cuatro naciones el tratado de la cuádruple alianza que fue firmado en Londres por los plenipotenciarios Miraflores, Talleyrand, Palmerston y Sarmento en 23 de abril de 1834.
Las estipulaciones contenidas en los siete artículos del tratado, son sustancialmente las siguientes. Por el primer artículo se obligaba la reina de Portugal a usar de todos los medios posibles para hacer salir a D. Carlos de los dominios portugueses. Por el segundo se obligaba la reina de España a hacer entrar en Portugal las tropas necesarias mantenidas a costa del tesoro español, con objeto de expulsar a D. Carlos y á D. Miguel del territorio portugués. Por el tercero la Gran Bretaña se obligaba a cooperar al mismo objeto con una fuerza naval. Por el cuarto se obligaba la Francia a hacer con el mismo fin todo aquello que ella y los otros tres estados determinasen de común acuerdo. Por el quinto y sexto declaraban las reinas de Portugal y España que asegurarían respectivamente a los infantes D. Miguel y D. Carlos, luego que saliesen de los dominios portugueses y españoles, una renta correspondiente a su rango y nacimiento. [91]
El resultado inmediato de este convenio fue efectivamente la expulsión de D. Carlos y de D. Miguel: el primero de los cuales fue conducido a Inglaterra a bordo de un buque de la misma nación. Pero a poco tiempo logró fugarse, y después de atravesar de incógnito la Francia se presentó entre sus partidarios en las provincias Vascongadas. Este suceso, y el incremento que cada día tomaban las fuerzas carlistas, hicieron comprender a las naciones signatarias que era necesario acordar una cooperación más eficaz, y en 18 de agosto del año 34 se firmaron por los mismos plenipotenciarios cuatro artículos adicionales al tratado anterior. En ellos se obligó el rey de los franceses a impedir que por las fronteras de su país se enviasen municiones, armas, pertrechos militares, ni otra clase de socorros a las tropas carlistas. La Inglaterra se obligó a dar a la reina de España cuantos auxilios de armas y municiones de guerra necesitase , y a ayudarla además con fuerzas navales. Finalmente, Portugal se comprometió a cooperar con todos los medios que estuviesen a su alcance y acordasen su gobierno y el de España.
De todo esto puede inferirse que la Francia, a la que debemos contraernos en la lección de esta noche, fue la nación que se obligó de un modo más vago en el tratado de la cuádruple alianza, y a una cooperación más limitada en los artículos adicionales. En el tratado se comprometió únicamente a hacer aquello que los otros tres aliados creyesen conveniente, y en los artículos adicionales contrajo la obligación de impedir que por sus fronteras se enviasen socorros de ningún género a las tropas de D. Carlos.
Cinco años mediaron desde la estipulación de estas obligaciones celebradas el año 34 hasta la terminación de [92] la guerra civil española que se verificó en 1839. En este período, si bien nos auxilió la Francia con una legión extranjera, se negó siempre a intervenir directamente, sin embargo de haberlo reclamado desde mayo de 1835 varios de nuestros gabinetes a virtud del compromiso contraído en el tratado. Pero la Francia, que año y medio antes había solicitado con fervor entrar en la cuádruple alianza, buscando en ella un apoyo contra la mala voluntad de las potencias del Norte, había depuesto ya sus temores en esta época. Luis Felipe, guiado siempre por el deseo de asegurar su dinastía, había ya adoptado el sistema de paz, que no abandonó un punto después. Así es que a las primeras reclamaciones de intervención hechas por la España en 1835, contestó el gobierno francés que consultaría con la Inglaterra si podría intervenir, conforme a lo estipulado en el art. 4.º del tratado de la cuádruple alianza. Hecha en efecto la consulta, manifestó el gobierno francés a nuestro embajador en París, que estaba resuelto a no intervenir en España, atendidas las contestaciones que había recibido de Londres y que le puso de manifiesto.
Las preguntas dirigidas por la Francia a la Inglaterra y sus contestaciones fueron las siguientes:
«1.ª ¿Cree la Inglaterra que ha llegado el momento de una cooperación armada pedida por la España?
Respuesta. No ha llegado todavía.
2.ª ¿El casus foederis como consecuencia del tratado de la cuádruple alianza, es aplicable a las actuales circunstancias? ¿La Inglaterra querrá cooperar?
Respuesta. Como no ha llegado el caso de tener que cooperar necesariamente, no puede la Inglaterra tomar parte en la cooperación.
3.ª En el caso de realizarse la intervención, ¿quedará [93] la Inglaterra responsable in solidum con la Francia de todas las consecuencias que aquella pueda traer consigo?
Respuesta. Como no ha llegado el caso de tener que cooperar necesariamente, y en consecuencia del casus foederis, tampoco hay para qué se explique la Inglaterra. Sin embargo, si la Francia juzga conveniente acceder a los deseos del gobierno español, la Inglaterra no opondrá a ello obstáculo alguno.»
Tal fue el principio de la constante negativa de intervención en que se encerró la Francia, a pesar de las diversas solicitudes que se lo hicieron a este efecto, por algunos ministros españoles, en el transcurso de la guerra civil de la península.
Nosotros debemos felicitarnos de que sucediese así; no solo por lo que comúnmente tienen de injusto y odioso las intervenciones, sino porque afortunadamente supimos poner término a nuestras luchas intestinas, sin necesidad de un auxilio, que siempre es humillante y depresivo.
Por lo que hace al cumplimiento de los artículos adicionales, no se mostró la Francia muy escrupulosa, habiendo dado margen a diferentes reclamaciones del gobierno español, dirigidas a que cerrase sus fronteras a todo envío de socorros para las tropas carlistas, reclamaciones que no siempre fueron atendidas.
La guerra civil terminó en Vergara; y habiendo en consecuencia salido D. Carlos del territorio español, caducó, si no su espíritu, el objeto especial e inmediato del tratado de la cuádruple alianza.
Pacificada la España, nuestras relaciones con la Francia no padecieron alteración notable en los cuatro años siguientes, si bien se resintieron por parte de aquella nación [94] de un marcado desvío hacia nuestro gobierno. Mandaba en España en aquella época un partido poco afecto al gabinete francés, y ésta fue la causa de un retraimiento tan injustificable para la Francia como sensible para los españoles amantes antes que todo de su patria.
El cambio político ocurrido en España el año 1843, volvió a estrechar nuestras relaciones con el gabinete francés, de quien creemos lícito conjeturar que ya en este tiempo pensaba seriamente en un enlace dinástico entre ambas familias reinantes. Después de tres años de negociaciones más o menos contrariadas, pudo llevarse a efecto el casamiento de un príncipe francés con la infanta española Doña Luisa Fernanda.
Tratemos ahora de reasumir la política que ha seguido Francia en orden a la España, según resulta de la rápida reseña histórica que hemos hecho esta noche.
La política de Francia hasta mediados del siglo XVII tendió constantemente a abatir nuestra supremacía en Europa.
Desde mediados del siglo XVII, y ya pronunciado en decadencia el poderío español, al propósito de combatir a la España sucedió en los gabinetes franceses el de subyugarla y reducirla a ser un satélite suyo.
Para realizar esta idea, los gabinetes franceses han echado mano constantemente del medio de enlaces dinásticos.
Luis XIV, Napoleón y Luis Felipe han seguido unánimemente esta política, procurando sujetarnos con lazos de familia.
¡Pero cosa singular! Los ensayos de dominación dinástica han sido por lo común tan funestos a la Francia como a la España. La desastrosa guerra de sucesión del siglo pasado, y la sangrienta lucha de la independencia [95] del presente, no tuvieron otro origen, y fueron harto costosas para ambas naciones.
Esto ha consistido en que en la política francesa respecto a España casi siempre ha predominado el interés dinástico sobre el interés nacional, el interés de familia sobre el interés de pueblo; en una palabra, se ha confundido el medio con el fin, y de aquí ha resultado que los gabinetes de Francia hayan comprometido repetidas veces a su propia nación por un mezquino interés de dinastía.
Por lo demás, las tendencias perpetuas de la Francia a mantenernos bajo su influencia, se explican, como hemos dicho al principio, más que por otra causa alguna, por la posición geográfica, porque interpuesta como se halla entre nosotros y las demás naciones, apenas puede surgir cuestión alguna en la que no tenga que volver los ojos a España para saber si cuenta con su amistad. En el caso de una guerra continental necesita la Francia tener asegurada su espalda para poder apoyar después su derecha en los Alpes y su izquierda en el Océano. En el caso de una guerra marítima, ha menester también de nuestro auxilio para ayudarse de nuestros puertos y colonias. He aquí, pues, el origen de la aspiración constante de la Francia a dominar en España.
Pero una nueva era se inaugura en nuestras relaciones con Francia. La revolución de 24 de febrero suprimiendo la monarquía y organizándose en gobierno democrático, ha declarado al mundo un pensamiento y un sistema de política exterior, franca, popular y generosa. Este acontecimiento, cualquiera que sea la manera con que se le juzgue bajo otros conceptos, echa por tierra la diplomacia personal de dinastías, y abre a los pueblos un camino más ancho y fecundo en sus relaciones reciprocas. [96] La política de los gabinetes, la política que se fundaba en testamentos y matrimonios, y en pactos de familia, va a ser reemplazada por otra política que se apoye en el interés, en la conveniencia y en la fraternidad de las naciones.
Sin embargo, aunque la política francesa sea en lo sucesivo una política noble y sincera cual conviene a un pueblo que blasona de estas cualidades, no debemos perder de vista que permanece siempre en pie uno de los motivos que han determinado la conducta de aquella nación en los tiempos pasados, y es su posición particular respecto a España. Y como quiera que las naciones como los individuos no pueden resistir por completo el influjo de ciertas circunstancias inherentes a su constitución, la España debe estar siempre alerta para no admitir las inspiraciones de la nación vecina, y para vivir completamente emancipada de ella, así en su régimen interior como en su política exterior.
No queremos decir con esto que la España deje de conservar jamás buena armonía con la Francia. Si el estado de enemistad con cualquiera potencia es siempre un mal gravísimo, con mayor razón lo será tratándose de una nación inmediata a nosotros y cuya influencia moral y civilizadora, lejos de sernos perjudicial, nos es sumamente beneficiosa. El pueblo francés y el pueblo español deben ser amigos; pero no se opone la independencia a la amistad, sino que por el contrario, sirve para mantenerla y conservarla.
Para vivir en buenas relaciones con la Francia bástanos cumplir fielmente nuestros compromisos, cambiar con ella nuestras ideas y productos, y cultivar el trato de sus individuos. Pero en nuestras relaciones con sus gobiernos no hemos de ir más allá de ciertos límites que marca la prudencia; no hemos de ligar sin restricción [97] nuestra suerte a la suya, como pudo suceder en tiempos de fatal memoria. Alianzas de esta naturaleza entre un pueblo fuerte y otro débil suelen siempre redundar en perjuicio del débil. Y por otra parte la razón y la experiencia nos enseñan que son peligrosas las uniones estrechas de pueblos entre quienes median rivalidades de vecindad.
Así, pues, por mucho que con razón debamos esperar de la nueva política que ha inaugurado la nación vecina , y de la trasformación que en general experimenta la diplomacia, no debemos, sin embargo, olvidar nuestra historia, ni desdeñar en el porvenir los ejemplos que nos ofrece el pasado. Nunca ha necesitado más que hoy la España mantener vivo el espíritu de independencia, que en medio de las conmociones que agitan a la Europa , debe ser el principio que nos guíe y el sentimiento que nos anime para llevar a cabo la obra de nuestra restauración.
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