Emeterio Valverde Téllez (1864-1948) · Crítica filosófica o Estudio bibliográfico y crítico de las obras de Filosofía escritas, traducidas o publicadas en México desde el siglo XVI hasta nuestros días (1904)
Capítulo XVI
Una sociedad de libres-pensadores
RGUIENDO el cuerpo, retorciéndose el bigote, mirando a todo el mundo de soslayo y con torvo ceño, danse algunos a sí mismos el hidrópico mote de libres-pensadores. «Piensan que piensan» libremente, y son, por lo común, los liberales más exaltados, los llamados jacobinos. Pero, ¿qué es en sí el libre pensamiento? ¿Es racional, o es absurdo? Veámoslo.
El libre pensamiento es una de las fases del racionalismo: es el racionalismo individual, llevado hasta sus más avanzadas consecuencias por absurdas que parezcan. Pavonéase con humos de filosofía, sin embargo de que en realidad no puede haber sistema menos sujeto a principios positivos, ni más expuesto a las humanas veleidades; porque cierto es, que cada cabeza es un mundo, y rarísima vez es un mundo bien organizado. Sobre Religión niega rotundamente el orden sobrenatural, y aún todo orden suprasensible. Entroniza el examen individual y reniega de toda autoridad; por consiguiente, es un error en que tienen cabida todos los absurdos.
Los católicos proclamamos una racional y verdadera libertad de pensar. Esta libertad es la misma libertad humana aplicada al pensamiento: libertad de necesidad y libertad de coacción, según que el pensamiento esté inmune de una y de otra a su vez: libertad de contradicción que es la [194] que se ejercita al elegir entre pensar o no pensar: libertad de contrariedad, que se emplea eligiendo entre pensar bien o mal, sea lógica, sea moralmente: libertad de elección propiamente dicha, que se verifica cuando se escoge entre dos o más bienes. Es evidente que, a pesar de toda coacción, inclusive el divino impulso de la gracia, como expresamente lo define el Santo Concilio Tridentino al tratar de la justificación,{129} puede el hombre, aunque no impunemente, creer o no creer; pues el obsequio de nuestra fe es racional, libre, meritorio, como práctica de una virtud teológica.
Aquí diremos de paso, que si la Santa Iglesia ha castigado y de alguna manera castiga la herejía externa, es porque esta, no sólo es un grave pecado contra Dios, sino un grave escándalo y atentado contra los inocentes, ignorantes o sencillos: la caridad bien ordenada exige que al extraviado se le traiga al buen camino, empleando, si necesario fuese, los medios coactivos; es el principio en que se funda toda legislación penal. Hasta la naturaleza misma tiene su coacción bien dolorosa para el que se atreva a violentarla. La inquisición en particular fue obra de circunstancias, y se quiso, con ella, impedir que el error se propagase; contener los horrores de las guerras religiosas: fue en el orden moral lo que las medidas extremas que se toman en el orden físico, para evitar los avances del cólera o de la peste bubónica, aunque parezcan crueles son necesarias y oportunas.
Pero, por más vuelo que queramos dar a la libertad de pensar, la vemos detenida por leyes necesarias e inmutables, cuya observancia es imprescindible, si hemos de pensar rectamente. Hay leyes que gobiernan el hecho psicológico del pensamiento, y le combinan con la volición y demás facultades: hay leyes que deben observarse para que el pensamiento resulte lógicamente verdadero: hay criterios que sujetan [195] con mano de hierro a la razón; hay, en fin, leyes que regulan la moralidad de los actos intelectuales; luego el pensamiento no es tan libre como a primera vista parece y lo creen los libres pensadores. El libre pensador que conculcara las primeras de esas leyes, sería un imbécil; el que desdeñara las segundas y terceras, sería un desequilibrado, un loco; el que conscientemente, o por ignorancia vencible quebranta las ultimas, es más o menos, ante Dios y ante la propia conciencia, un criminal; el que blasfema contra las sagradas leyes que relacionan al hombre con su Criador, es un impío. Y todo esto aunque lo nieguen, aunque se pongan mohínos; porque la verdad es la verdad, el libre o libertino pensamiento y el lenguaje desvergonzado, no destruyen la esencia de las cosas.
Por libre que sea nuestra vista tiene forzosamente que sujetarse a leyes anatómicas, fisiológicas, ópticas y hasta morales.
Además, la autoridad, bajo ciertas condiciones, es un criterio infalible; la hay divina y humana, existe en la Religión, en la Filosofía, en la historia, en todas las ciencias, y aún en las mismas matemáticas; no hacemos injuria a los libres pensadores si aseguramos que no hay uno por millón que raye a la altura de Newton, y que al paso que admire al genio no tenga que creerle bajo su palabra. ¿Y qué diremos de la vida social?, suprimid la autoridad, es decir, la fe en el testimonio ajeno, y os veréis envueltos en un caos más espantoso que el que precedió a la formación del mundo.
¡La demostración!, ¡la demostración!, existe; la damos, pero cerráis voluntariamente los ojos y negáis a priori por aversión, no por convicción. Además, en buena Filosofía, ni todo puede demostrarse, ni todo necesita demostración, comenzando desde los primeros principios o ideas más fundamentales de las ciencias; y, al fin, tanta demostración se necesita para negar como para afirmar. [196]
Concretándonos ahora a la revelación, veamos la absoluta carencia de criterio en los libres pensadores, desde el momento en que a los católicos no se nos exige creer absurdos. Nosotros pensamos así: las verdades de nuestro credo religioso pueden ser conocidas de diversos modos. Hay muchas que son accesibles en general a las fuerzas de la razón: hay otras, como los misterios, que superan el alcance natural de nuestro entendimiento. En cuanto al modo de conocerlas, puede ser, 1º por la fe, o sea, creyendo en ellas porque nos las propone la Iglesia, dotada de autoridad infalible en materia de fe y costumbres por su divino Fundador: 2º científica, pero teológicamente, demostrando la verdad por principios revelados: 3º científica, pero filosóficamente, probando la verdad con argumentos humanos. Debemos advertir que esta última demostración, cabe sólo en puntos que no traspasan los límites de la razón. En los misterios la demostración es indirecta, pues si no son evidentes en sí, son empero evidentemente creíbles y eso nos basta; porque no olvidamos que hay diferencia infinita entre que una cosa sea sobre la razón y que sea contra la razón.
La fe divina, así en el hombre sabio, como en el ignorante, descansa esencialmente en la autoridad de Dios que revela y de la Iglesia que propone; y ¿cómo pudiera ser de otra manera, siendo que la mayor parte de los individuos carecen de penetración, de erudición, de criterio, de tiempo, o de alguna otra circunstancia para engolfarse en abstrusas especulaciones? Por eso Dios ha sido infinitamente misericordioso al revelarnos las verdades, y ha sido providente al exigirnos la fe, que por otra parte es corto obsequio en honor de Aquél que no puede engañarse ni engañarnos.
Es una torpísima calumnia, un bruto no la dijera, que la fe y la razón, o la fe y la ciencia estén reñidas o sean inconciliables. Repugna intrínsecamente tal oposición. Si alguna vez hay contradicción aparente, es, porque en realidad se [197] procede con ignorantia elenchi, en aquel caso concreto, o se toma por ciencia lo que no es ciencia, sino sólo alguna opinión o hipótesis; o se toma por verdad revelada lo que quizá no sea más que opinión de algún teólogo. Requiérese el más sano y elevado criterio, para saber conciliar ambos órdenes de verdades.
Mas, en el campo contrario se han fosilizado ya desde el siglo XVIII algunas declamaciones, burlas, blasfemias y calumnias que vienen repitiéndose diariamente sin más aditamento que el encono de quien las profiere: eso, sin embargo, no es argumentar, es injuriar, y en ese terreno nos damos por vencidos desde el principio de la contienda.
Sirvan estas reflexiones para juzgar rectamente de un libro de 400 páginas y cuya portada es como sigue: El Libre Pensador. | Periódico político, filosófico, literario. | Órgano de la Sociedad de Libres Pensadores de México, instalada el día 5 de Mayo de 1870. | México. Imp. de V. García Torres, a cargo de M. Escudero. Calle de San Juan de Letran número 3. | 1870.
Ignoramos si además del expresado volumen se publicó algún otro; pero basta por sí solo para darnos idea de aquella Sociedad y de sus furibundos organizadores, Aparecen en el libro como miembros de la Sociedad los CC. Ignacio Manuel Altamirano, intransigente demagogo a la usanza de Ramírez (el Nigromante); Justo Sierra, actual Subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública; Santiago Sierra, que poco después pereció en un duelo; Julián Montiel y Duarte; Francisco Bulnes, celebre ya por sus extravagantes ideas acerca de la patria y de otros puntos sociológicos; Emilio Ordaz; Manuel Martínez de Castro; José G. Zamora. Hay también artículos firmados con pseudónimos, a saber, Omega, Eleutheros, Leunam (Manuel), Crysophoro, Delta, Bag o Gab; no sabemos qué soldados ocultaron el bulto en las almenas. En esa batalla esgrimieron la ardiente espada [198] V. G. Gostkowski; Manuel M. Flores, Agustín F. Cuenca y Manuel M. Acuña, épicos cantores de los descomunales encuentros; José Patricio Nicoli; Sixto Moncada; José María Vigil; Juan González Alcázar; G. T. (oaxaqueño); Julio Zárate; Manuel María Romero; Luis Hahn; Severo Cosío; J. Sinear; J. A. S. y R.; F. Herrera; Manuel de la Revilla; Gustavo A. Baz y Juan B. Marmolejo.
Si queremos penetrar al fondo del libro, y si honradamente hemos de expresar lo que pensamos y sentimos, tenemos que confesar que de lo poco que hemos leído, esto es lo más impío, blasfemo y soez que ha caído en nuestras manos. Una persona que se estime en algo se avergonzará de pasar los ojos por esas páginas escritas muchas de ellas con odio nada velado, y que no son ni pueden ser la manifestación de una escuela filosófica.
En tal libro no hay juicio sereno, no hay libre pensamiento, no hay más que furor satánico contra el catolicismo. Hacen ahí causa común los incrédulos y los protestantes, lo cual no deja de ser un contrasentido. Se blasfema contra Dios nuestro Señor y sus divinos atributos; se niega la divinidad de Jesucristo, la inspiración sobrenatural de las Sagradas Escrituras; se desconoce con negra ingratitud la obra civilizadora de la Iglesia; acógense en cambio con innoble fruición, sin crítica ni discernimiento, las calumnias inventadas por los enemigos de nuestra adorable Religión; se exageran hechos punibles de algunos individuos, que al cabo fueron hombres, y se deducen de todo las más absurdas consecuencias.
Era tan grande el extravío de razón, la ceguedad de algunos libres pensadores, que tomaban por Iglesia lo que no es la Iglesia; por Teología, lo que ni etimológica ni científicamente es Teología; por Filosofía, lo que no es ni puede ser Filosofía; por ciencia, lo que no es ciencia; por historia, lo que no es historia, sino lo que por el momento venía a [199] las mientes a cada libre pensador, lo cual implica negación del carácter absoluto de la verdadera Iglesia, de la verdadera Teología, de la verdadera Filosofía, de la verdadera ciencia y de la verdadera historia. Es tan burdo el procedimiento, que a primera vista se ve cómo forjan al capricho un enemigo fantástico, para tener el gusto de desbaratarlo.
La decantada inquisición y la persecución a los sabios, se pondera para abusar de la ignorancia; porque los dos o tres sabios perseguidos no lo fueron bajo el respecto de sabios, sino porque se metían a teólogos o pretendían conciliar opiniones nuevas, quizá entonces no evidentemente demostradas; los otros sabios son en su mayor parte mentiras de Llorente y compañía; pero en realidad no pocos fueron brujos, hechiceros, judaizantes, iluminados, lascivos, &c., &c., &c., librepensadores y libres facedores.
Y qué, ¿no habrán sido más las inocentes víctimas de la persecución liberal, a contar desde la revolución francesa?, ¿no habrá sido mayor el número de sabios aherrojados en inmundas cárceles, desterrados, guillotinados, o fusilados, que el de los quemados vivos por la inquisición? «Eso les toca decirlo a los ciegos de Madrid.»
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{129} Si quis dixerit, liberum hominis arbitrium a Deo motum et excitatum... neque posse dissentire, si velit... anathema sit., Sess. VI, can. IV.