Isidro Gomá Tomas, El caso de España, 1936

 
El caso de España

 
Instrucción a sus diocesanos
y respuesta a unas consultas
sobre la guerra actual

 
por el

Emmo. Sr. Dr. D. Isidro Gomá Tomas

Cardenal Arzobispo de Toledo
 
 
 
 
 

 
 
 
Pamplona 1936


«Hay un escudo y abajo la siguiente inscripción: El Cardenal Arzobispo de Toledo. = A la Excelentísima Diputación Foral de Navarra. = A nadie mejor que a esa respetabilísima Corporación podría ofrecer esta segunda edición de mi folleto El caso de España. Poquísimo vale. Pero aun así, y no pudiendo hacerlo con don mejor, quisiera que la pobre ofrenda fuese el índice de la admiración que siento por una Institución que con tal sentido de tradición y progreso a un tiempo, con autoridad tan fuerte y respetada, tan cristiana y paternal, sabe regir a través de toda vicisitud política el pueblo navarro.= El verdadero Caso de España sería este: Que dentro de la unidad, intangible y recia, de la gran Patria, se pudieran conservar las características regionales, no para acentuar hechos diferenciales, siempre muy relativos ante la sustantividad del hecho secular que nos plasmó en la unidad política e histórica de España, sino para estrechar, con la aportación del esfuerzo de todos, unos vínculos que nacen de las profundidades del alma de los pueblos íberos y que nos impone el contorno de nuestra tierra y el suave cobijo de nuestro cielo incomparable. Así los rasgos físicos y psicológicos distintivos de los hijos traducen mejor la unidad fecunda de los padres. Y así sería España, una de substancia y rica de matices, si se copiaran, de arriba y de abajo, los ejemplos de esta Navarra, tan española y tan «ella». = Pamplona 8 de diciembre de 1936. = El Cardenal Arzobispo de Toledo. Rubricado.»
= Es copia =
Excma. Diputación Foral de Navarra. [3]


Lector:

Ibamos a mandar las cuartillas de este folleto a Toledo para que se insertara su texto en el primer número de nuestro Boletín Eclesiástico, después de más de cuatro meses de interrumpida su publicación, cuando se nos ha ocurrido que su lectura podría hacer algún bien, fuera de nuestra Diócesis, en orden a orientar los espíritus en estos momentos de dolor y de zozobra. La oportunidad de unas comunicaciones que hemos recibido casi a la misma hora nos ha inclinado a dar a este pobre escrito mayor difusión.

Porque nos dicen, cosa que se nos hace difícil creer, que unos españoles, a lo menos poco escrupulosos, se ocupan en tergiversar los hechos de esta guerra fuera de España, al par que, junto con la deplorable información extranjera que llega estos mismos días, se nos requiere para que digamos nuestro parecer sobre la naturaleza del conflicto en que España perece o se redime.

Poco vale nuestro parecer, y tal vez menos el folleto que lo contiene y que hoy damos a luz. Aun así, y aun tratándose de un trabajo ligerísimo escrito en horas, no hemos titubeado en darlo a la prensa. No renunciamos a [4] tratar el tema otro día con mayor sosiego e información. Nuestra guerra dará origen a muchas elucubraciones.

Ha influido no poco en nuestro ánimo el deseo de tener, entre nuestra variada producción literaria, algo, aunque insignificante, que lleve nuestra firma y el pie de imprenta en esta heróica y hospitalaria ciudad de Pamplona, dulce remanso de la agitada España en que hemos pasado los meses de nuestro forzoso ostracismo. Será un recuerdo que renovará en nuestra memoria, mientras vivamos esta pobre vida, las bondades inagotables que han tenido para con nosotros estos bravos y nobles navarros, que están dando al mundo un ejemplo admirable de fe y patriotismo.

Pamplona, 23 de Noviembre de 1936.

El Cardenal Arzobispo de Toledo. [5]


Cuando en julio pasado estalló el movimiento militar contra el Gobierno de la Nación española, nadie pudo pensar que llegara a revestir los caracteres de gravedad que hoy tiene, en el orden nacional e internacional. Es tan vasta y profunda la corriente que ha determinado esta guerra –que en un principio ofreció los rasgos comunes a toda guerra civil– que no sólo ha sacudido todo en España, sino que ha apasionado y conmovido al mundo entero.

Como ocurre en estos casos, especialmente en este, en que se han producido hechos deplorabilísimos que desdicen de nuestra tradición y de nuestra Historia y hasta de nuestro temperamento racial, se ha dividido la opinión en el mundo al enjuiciar los hechos culminantes de la durísima guerra.

Nos place hacer el honor debido a los Obispos y fieles de muchas naciones que por nuestro conducto han querido expresar al pueblo español su admiración por la virilidad, casi legendaria, con que gran parte de la nación se ha levantado para librarse de una opresión espiritual que contrariaba sus sentimientos y su historia, al par que algunas de ellas socorrían con largueza nuestras necesidades creadas por el terrible azote. Es la expresión del vínculo de caridad cristiana que, como une entre sí a individuos [6] y familias y los acerca más en días de tribulación, así lo hace en este orden del internacionalismo católico, en que todos formamos el gran cuerpo místico cuya Cabeza es Jesucristo, nuestro Padre y Señor.

Nos hemos correspondido, en representación de las Iglesias de España, a estas generosas y espontáneas pruebas de fraternidad, que han llevado a todos el aliento y consuelo en la tribulación, transmitiendo a nuestros hermanos de fuera de España nuestra gratitud y encareciéndoles sus oraciones para la salvación de los altísimos intereses que hoy se ventilan en nuestra querida patria.

Pero junto con el testimonio de la cordial adhesión de los Hermanos de fuera de España y de los católicos a quienes rigen y representan, nos han llegado dudas y consultas sobre la naturaleza de los hechos que entre nosotros ocurren, mientras que una parte de la prensa extranjera trata con frivolidad notoria las incidencias de la guerra, inventa hechos calumniosos o falsea los verdaderos, con peligro de desviar la opinión internacional y tal vez con el daño que a nuestro país podría importar un concepto inexacto o falso de la contienda que hoy tiene divididos a los españoles.

Por esto Nos, creyendo interpretar el sentir del Episcopado y del verdadero pueblo español, hemos juzgado oportuno este sencillo Documento en que reflejamos sintéticamente el perfil histórico de esta guerra y su sentido nacional, con las conclusiones que de los hechos derivan. Dándole la publicidad debida, por los mismos medios por donde se nos interrogó y por los que se ha desvirtuado y torcido la significación de nuestra guerra, tal vez hagamos un servicio a la Iglesia y a la Patria, que exigen hoy el esfuerzo y la colaboración de todos. [7]

¿Guerra Civil?

La guerra que sigue asolando gran parte de España y destruyendo magníficas ciudades no es, en lo que tiene de popular y nacional, una contienda de carácter político en el sentido estricto de la palabra. No se lucha por la República, aunque así lo quieran los partidarios de cierta clase de República. Ni ha sido móvil de la guerra la solución de una cuestión dinástica, porque hoy ha quedado relegada a último plano hasta la cuestión misma de la forma de gobierno. Ni se ventilan con las armas problemas inter-regionales en el seno de la gran patria, bien que en el período de lucha, y complicándola gravemente, se hayan levantado banderas que concretan anhelos de reivindicaciones más o menos provincialistas.

Esta cruentísima guerra es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra. Es la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que quisiera fundir todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista. De una parte, combatientes de toda ideología que represente, parcial o integralmente, la vieja tradición e historia de España; de otra, un informe conglomerado de combatientes cuyo empeño principal es, más que vencer al enemigo, o, si se quiere, por el triunfo sobre el enemigo, destruir todos los valores de nuestra vieja civilización.

Ignoramos cómo y con qué fines se produjo la insurrección militar de Julio: los suponemos levantadísimos. El curso posterior de los hechos ha demostrado que lo [8] determinó, y lo ha informado posteriormente, un profundo sentido de amor a la patria. Estaba España ya casi en el fondo del abismo, y se la quiso salvar por la fuerza de la espada. Quizás no había ya otro remedio.

Lo que sí podemos afirmar, porque somos testigos de ello, es que, al pronunciarse una parte del ejército contra el viejo estado de cosas, el alma nacional se sintió profundamente percutida y se incorporó, en corriente profunda y vasta, al movimiento militar; primero, con la simpatía y el anhelo con que se ve surgir una esperanza de salvación, y luego, con la aportación de entusiastas milicias nacionales, de toda tendencia política, que ofrecieron, sin tasa ni pactos, su concurso al ejército, dando generosamente vidas y haciendas, para que el movimiento inicial no fracasara. Y no fracasó –lo hemos oído de militares prestigiosos– precisamente por el concurso armado de las milicias nacionales.

Es preciso haber vivido aquellos días de la primera quincena de Agosto en esta Navarra que, con una población de 320.000 habitantes, puso en pie de guerra más de 40.000 voluntarios, casi la totalidad de los hombres útiles para las armas, que dejando las parvas en sus eras y que mujeres y niños levantaran las cosechas, partieron para los frentes de batalla sin más ideal que la defensa de su religión y de la patria. Fueron, primero, a guerrear por Dios; y hará un gran bien a España quien recoja, como en antología heróica, los episodios múltiples del alistamiento en esta Navarra que, como fue en otros tiempos madre de reinos, ha sido hoy el corazón de donde ha irradiado a toda nuestra tierra la emoción y la fuerza de los momentos trascendentales de la historia.

Al compás de Navarra se ha levantado potente el espíritu español en las demás regiones no sometidas de primer [9] golpe a los ejércitos gubernamentales. Aragón, Castilla la Vieja, León y Andalucía han aportado grandes contingentes de milicias que, bajo las diversas denominaciones de las viejas organizaciones políticas, se han solidarizado, en un todo compacto, con el ejército nacional. Y en todos los frentes se ha visto alzarse la Hostia Divina en el santo sacrificio, y se han purificado las conciencias por la confesión de millares de jóvenes soldados, y mientras callaban las armas resonaba en los campamentos la plegaria colectiva del Santo Rosario. En ciudades y aldeas se ha podido observar una profunda reacción religiosa de la que no hemos visto ejemplo igual.

Es que la Religión y la Patria –arae et foci– estaban en gravísimo peligro, llevadas al borde del abismo por una política totalmente en pugna con el sentir nacional y con nuestra historia. Por esto la reacción fue más viva donde mejor se conservaba el espíritu de religión y de patria. Y por esto logró este movimiento el matiz religioso que se ha manifestado en los campamentos de nuestras milicias, en las insignias sagradas que ostentan los combatientes y en la explosión del entusiasmo religioso de las multitudes de retaguardia.

Quítese, si no, la fuerza del sentido religioso, y la guerra actual queda enervada. Cierto que el espíritu de patria ha sido el gran resorte que ha movilizado las masas de combatientes; pero nadie ignora que el resorte de la religión, actuando en las regiones donde está más enraizada, ha dado el mayor contingente inicial y la máxima bravura a nuestros soldados. Más; estamos convencidos de que la guerra se hubiese perdido para los insurgentes sin el estímulo divino que ha hecho vibrara el alma del pueblo cristiano que se alistó en la guerra o que sostuvo con su aliento, fuera de los frentes, a los que guerreaban. [10] Prescindimos de toda otra consideración de carácter sobrenatural.

Quede, pues, por esta parte como cosa inconcusa que si la contienda actual aparece como guerra puramente civil, porque es en el suelo español y por los mismos españoles donde se sostiene la lucha, en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica, cuya savia ha vivificado durante siglos la historia de España y ha constituido como la médula de su organización y de su vida.

Este fenómeno –que otros llamarán explosión de fanatismo religioso, pero que no es más que el gesto, concienzudo y heroico, de un pueblo herido en sus más vivos amores por leyes y prácticas bastardas y que suma su esfuerzo al de las armas que pueden redimirle– nos ofrece la firme esperanza de que vendrán días de paz para las conciencias y de que en la organización del futuro Estado español habrán de tener Dios y su Iglesia a lo menos los derechos de ciudadanía que tienen en todos los pueblos civilizados y aquella libertad y protección que se merece lo que hasta hace pocos años había sido el primer factor de la vida espiritual de nuestro pueblo, el soporte de nuestra historia y la llave única para interpretarla. Los efectos siguen a las causas. ¿Cómo no germinaría en católico la semilla echada en los campos de España en el surco abierto a punta de espada por el esfuerzo de católicos y regada con su sangre?

Deshagamos, con todo, una prevención que podría ser funestísima para los tiempos futuros. Guerra contra el comunismo marxista como es la actual, no lo es contra el proletariado, corrompido en gran parte por las predicaciones marxistas. Sería una calumnia y un crimen, germen de una futura guerra de clases en la que forzosamente se [11] vería envuelta la religión, atribuir a ésta un consorcio, con la espada para humillar a la clase trabajadora, o siquiera para amparar viejos abusos que no debían haber perdurado hasta ahora.

No teman los obreros, sean quienes fueren y hállense afiliados a cualquiera de los grupos o sindicatos que persiguen el fin de mejorar la clase. Ni la espada ni la religión son sus adversarios: la espada, porque se ocupa en el esfuerzo heroico de pacificar a España, sin lo que es imposible el trabajo tranquilo y remunerador; la religión, porque siempre fue el amparo del desvalido y el factor definitivo de la caridad y de la justicia social. Si está de Dios que el ejército nacional triunfe, estén seguros los obreros que, dejando el lastre de una doctrina y de unos procedimientos que son por su misma esencia destructores del orden social, habrán entrado definitivamente en camino de lograr sus justas reivindicaciones.

Por lo que toca a la Iglesia, y como representante que somos de ella, aseguramos nuestro concurso, en el orden doctrinal y en la vida social, a toda empresa que tenga por fin la dignificación de la clase obrera y el establecimiento de un reinado de equidad y justicia que ate a todos los españoles con los vínculos de una fraternidad que no se hallarán fuera de ella.

Y que no se diga más que una guerra que ha tenido su principal resorte en el espíritu cristiano de España haya tenido por objeto anquilosar nuestra vida económico-social. Es guerra de sistemas o de civilizaciones; jamás podrá ser llamada guerra de clases. Lo demuestra el sentido de religión y de patria que han levantado a España contra la Anti-España. [12]

Contra Dios y España

La actuación de la parte contraria ofrece, por contraposición, el mismo resultado. Nadie ignora hoy que para los mismos días en que estalló el movimiento nacional había el comunismo preparado un movimiento subversivo. Un golpe de audacia en que debía sucumbir todo cuanto significase un apoyo, un resorte, un vínculo social de nuestra vieja civilización cristiana. La religión, la propiedad, la familia, la autoridad, las instituciones básicas del antiguo orden de cosas debían sufrir el tremendo arietazo de la revolución, organizada para destruirlo todo y para levantar sobre sus ruinas el régimen soviético. Cinco años de propaganda, de tolerancia inconcebible, de organización, de acopio de material de guerra permitían presagiar el estallido casi a plazo fijo.

El hecho ha demostrado la realidad del propósito en las regiones no dominadas por el ejército nacional. El primer empuje de la revolución fue contra este gran hecho de la Religión que, si lo es en toda civilización y en todo pueblo, tenía todavía en España un exponente social no superado por ninguno. La religión es el soporte de todas las civilizaciones, lo que les da su fuerza y matiz. La religión católica es la forma de nuestra civilización, y aquí se dirigió principalmente el empuje de nuestros enemigos. Y con la religión sufrió todo cuanto ella soporta o de ella se alimenta.

Jamás se ha visto en la historia de ningún pueblo el cúmulo de horrores que ha presenciado España en estos cuatro meses. Millares de sacerdotes y religiosos han sucumbido, entre ellos diez Obispos, a veces en medio de vergüenzas y tormentos inauditos. El sacerdote es el «hombre de Dios»; para aniquilar a Dios, los que a si mismos [13] se llaman los «sin Dios» y «contra Dios» debían eliminar de la sociedad a sus representantes. Cuando lo sepa el mundo, porque hoy es todavía un secreto que se oculta en las regiones no reconquistadas, causará espanto esta hecatombe de los ungidos del Señor.

Con los «ministros de Dios» han sufrido las «casas de Dios». Un sinnúmero de templos, muchos de ellos orgullo del arte, síntesis de nuestra historia, cargados todos con las preseas de la piedad que los siglos acumularon en ellos, centros vivos de la fe tradicional de nuestros pueblos, han sido incendiados, destruidos a ras de tierra no pocos de ellos. El arte español ha sufrido quebranto irreparable al desaparecer de nuestros templos obras famosas, con las que se hubiese podido formar todavía la mejor colección del mundo.

La destrucción de bibliotecas y archivos, la profanación de sepulturas, los atropellos contra las vírgenes consagradas a Dios, la matanza de inocentes niños, las formas de la ferocidad más repugnante en los millares de asesinatos cometidos, el instinto sacrílego que ha guiado a estos hombres sin Dios ni ley en la destrucción de lo más representativo de nuestra religión cristiana, especialmente las venerandas imágenes de Jesucristo y María Santísima, han dado la nota antihumana de esta explosión de bastardas pasiones que han azotado la sociedad española desde que estalló la guerra.

Y junto con ello, esta decapitación del estado mayor cristiano, estas matanzas de «derechistas» calificados, es decir, cristianos conspicuos, jefes de las instituciones religiosas de todo matiz, que han sucumbido a millares sin más delito que la profesión de la fe de sus mayores y sus trabajos de apostolado, sin más juicio que el capricho de los enemigos de nuestras organizaciones cristianas. [14]

No omitamos un hecho terrible; la destrucción sistemática de la riqueza, privada y nacional, y de sus fuentes. La riqueza es fuerza y vínculo en todo sistema social y político. Lo era, con todos los defectos de nuestra montura económica, de la España tradicional. Era preciso destrozarla, y más en la concepción marxista o comunista del Estado, que no tiene más filosofía ni más alma ni más valor que la riqueza material. De aquí el sistemático e inmenso espolio que hemos sufrido. La riqueza privada y pública, cuanto ha sido posible, ha pasado a manos de los dirigentes.

Véase el hecho: abolición de la propiedad privada, confiscación de bienes, intervención de cuentas, sovietización de explotaciones e industrias, enajenación de los depósitos de oro del Estado, persecución sistemática –asesinato, no pocas veces– de los dirigentes de grandes industrias, sustracción de inmensos tesoros de arte. Así se ha quitado al viejo régimen uno de sus recios soportes; así, llenos los huecos abiertos por la ambición personal, podrá verterse un caudal enorme en las arcas del futuro estado soviético.

Y así se ha deshecho el alma y el cuerpo de España, cuanto ha cabido en la intención de los revolucionarios.

Demos a la claudicación de la autoridad, a la ignorancia de las masas, a la exacerbación producida por el fenómeno de la guerra, al espíritu de venganza y de rapiña cuanto les corresponda como causas de la espantosa hecatombe. Aun exagerándolas, no igualarán el efecto producido. Lo que ha causado esta subversión del espíritu cristiano en nuestro país y ha hecho posible la catástrofe ha sido la labor tenaz de varios años de inoculación de doctrinas extranjeras en el alma del pueblo; la legislación impía, determinada por la presión de las sociedades [15] secretas de carácter internacional; el proselitismo de Moscú, auxiliado por la corriente de oro que sin cesar llegaba a España, produciendo la prevaricación de los dirigentes y la perversión de las masas; la mística fascinadora del comunismo exótico.

Ha sido el alma tártara, el genio del internacionalismo comunista el que ha suplantado el sentido cristiano de gran parte de nuestro pueblo y le ha lanzado con frenesí contra la España que, forjada en los Concilios Toledanos y robustecida en sus luchas contra los enemigos de su fe, había llegado hace tres siglos a las más altas cumbres a que puede aspirar una nación, y que aun conservaba la fragancia de sus esencias en el fondo del alma nacional.

Y, so pena de sucumbir sin remedio nuestra patria, ha debido llegar el momento del choque entre las dos Españas, que mejor diríamos de las dos civilizaciones; la de Rusia, que no es más que una forma de barbarie, y la cristiana, de la que España había sido en siglos pasados honra y prez e invicta defensora.

Esto es lo que representa la lucha entablada en el suelo español, tinto en sangre de hermanos, es verdad, pero más bien teatro de una guerra en que la vieja España soporta la tormenta desencadenada sobre ella por esta barbarie internacional que se llama comunismo.

Al escribir estas líneas, mientras miles de soldados procedentes de las estepas de Rusia desembarcan en Barcelona, junto con material copiosísimo de guerra, se constituye un Kremlin barcelonés, sucursal del Komitern ruso, cabeza de la República soviética del Mediterráneo y centro de bolchevización de los países occidentales de Europa. El proyecto que, por providencia especialísima de Dios, no pudo ejecutarse en Madrid, capital de España, se ha realizado en la bella y desgraciada capital de la región catalana. Es la demostración de nuestra tesis. Cuanto cabe en la intención de Moscú, el pabellón comunista se ha plantado en España frente a su cristianísima bandera. Aquí se han enfrentado las dos civilizaciones, las dos formas antitéticas de la vida social. Cristo y el Anticristo se dan la batalla en nuestro suelo.

Se ha acusado, como siempre, de fanático al pueblo español. La lucha fratricida, emplazada en el terreno religioso, se debería a la intransigencia de unos contra la intransigencia de otros. Hasta al ejército ha llegado la calumnia, afirmando algún periódico extranjero que se han destruido templos protestantes y causado víctimas entre los que no profesan la religión católica. ¿No debía haberlas, de estas últimas, cuando en las milicias rojas y a su retaguardia se cuentan por miles los europeos de todo país y religión?

La fantasía de los informadores, aquí y fuera de España, ha inventado cuentos terribles para desprestigio del sentimiento religioso de nuestro pueblo. Del extranjero se nos ha pedido información sobre este punto, para vindicar el nombre de España católica. No se necesita. Quien acusa debe probar. No se demostrará un solo hecho que importe para el ejército nacional un crimen por motivo religioso. Si lo hubiese, debería imputarse a un error particular o a un celo reprobable.

Pero no; ni aún esto; la guerra va contra los que hacen armas en favor del materialismo marxista, corrosivo de todas las piezas de la montura magnífica de la civilización occidental, y combaten el espíritu cristiano y de patria, de jerarquía y respeto, sin el cual Europa y España retrocederían veinte siglos en su historia. [17]

El ejército español
y el frente rojo

Una observación más. En este momento culminante de la guerra en España nos es dado observar este fenómeno del internacionalismo que denunciamos, no ya en la corriente subterránea del movimiento espiritual de estos últimos años y que ha producido esta explosión sangrienta; ni siquiera en la forma de conducirse los ejércitos en pugna y los respectivos sectores de opinión que representan, sino en los mismos campos de batalla.

Gente advenediza de toda Europa ha acudido a España a guerrear contra el ejército nacional. Un general ruso es el que maneja el núcleo más poderoso del ejército comunista. Chamarileros rusos son los que han dirigido el espolio de nuestras obras de arte, especialmente en nuestra Catedral de Toledo. Rusos y rusas son, estos días, los que han levantado con soflamas revolucionarias, en el mitin y por la radio, el espíritu de los ejércitos marxistas. Técnicos de todo país, reclutados en los Frentes Populares o en los ejércitos soviéticos, son los que dirigen las obras de defensa de los frentes de batalla. Los gritos de ¡Viva Rusia! y ¡Viva España rusa! son, para nuestra confusión y vergüenza, digno colofón con que los oradores cierran sus discursos en las asambleas revolucionarias, a los que siguen las notas de la Internacional, himno cachazudo y frío, como de origen norteño, en contraste con las del himno de Riego, que hizo estremecer antaño el alma de los pequeños revolucionarios nacionales. Y como la balcanización, es decir, la división política de las naciones, es táctica que place al comunismo internacionalista, en [18] España se ha producido ya el fenómeno de esta serie de pequeñas repúblicas o estados soviéticos que, si una mano militar y española, prudente y sabia, no redujese a los justos moldes de la unidad nacional, serían el mejor camino para llegar a la descomposición definitiva de nuestra patria.

Es la demostración, a la faz del mundo, del internacionalismo de la guerra de hoy en España. Sostenida con el valor tradicional de nuestros soldados y llevada con el honor que es timbre de nuestras armas y que tiene su expresión y su garantía en el generalísimo de los ejércitos nacionales, creemos que, como en otros tiempos, puede esta guerra ser la salvación de Europa, aun quedando en la contienda desangrada y empobrecida nuestra nación, que por su misma situación geográfica ha tenido que ser el castillo de defensa de las avanzadas del viejo continente.

No será la primera vez que España lleve su frente a un tiempo marchita por el dolor y nimbada por la gloria; ella que supo contener con rudo esfuerzo las invasiones del sur y mantenerse indemne de las herejías del norte; que se desangró al alumbrar para la civilización y para Jesucristo un Mundo Nuevo; ella, que ha engendrado héroes sacrificados y gloriosos como los de Tarifa y el Alcázar toledano.

¡Quién sabe si el gesto heroico de nuestra España, que ha sacado del relicario de su alma y de los viejos cofres de su historia la fe y las armas que son hoy la admiración del mundo, se adelantó al gesto trágico, destructor, preparado por la diplomacia moscovita contra la Europa occidental! ¡Quién sabe si la operación quirúrgica, cruentísima, que se obra en nuestro país, miembro de Europa, será el remedio que expela del cuerpo del viejo continente el humor pestífero que lo tiene en gravísimo [19] peligro! Las señales del cielo consienten presagiar las tormentas; no faltan signos de mal tiempo en el cielo de Europa. Y España es la nación de los grandes destinos.

Quiera Dios que nos hagamos dignos de ellos. Los hombres se mueven y Dios los dirige. Su voluntad triunfa de todas las armas, y ante la diplomacia de sus inescrutables designios sobre el mundo humano son castillo de naipes todos los proyectos y combinaciones de las cancillerías.

Aprendamos...

Al cerrar estas consideraciones, nuestro carácter sacerdotal y nuestro amor inextinguible a España Nos autorizan para formular unas exhortaciones de orden moral Y social.

A los españoles, les decimos que rueguen a Dios que se cumpla en nosotros su voluntad, que es la de salvarnos.

Que en la balanza de su justicia no pese más la tremenda iniquidad social de que hemos sido testigos que el sacrificio heroico de la sangre de sus mártires y de los soldados, que la han dado abundante y generosa en defensa de los grandes ideales de religión y patria.

Que si está en sus designios inescrutables que lo nacional supere a lo internacional, dando a nuestros ejércitos el triunfo en los campos de batalla, sepamos aprovechar el beneficio de la victoria para que en la España vieja, roturada dolorosamente por el duro arado de la guerra, podamos sembrar la semilla de la España nueva, grande y cristiana con que hoy soñamos todos, como se sueña en la herencia que haya de legarse a los hijos.

Y que para ello nos dé el espíritu de concordia que funda el esfuerzo de todos en el troquel de un mismo ideal [20] y polarice pensamientos y corazones en el sentido de la España grande e inmortal. No lo será si no vuelve a ser profundamente cristiana.

Corrijámonos. Al denunciar el factor principal que, a nuestro juicio, ha producido la tremenda conflagración actual de España, no hemos querido señalar los vicios nacionales que paulatinamente han hecho de nuestra patria fácil presa del comunismo. Nadie se hace bruscamente bueno o malo. Los vicios de constitución o las infecciones paulatinas son el plano inclinado por donde se va a la ruina y a la muerte.

Indicar los de nuestra raza y de nuestras costumbres sociales no es de este lugar. No quisimos más que fallar según nuestro juicio sobre la causa inmediata del desastre. El olvido de nuestra tradición e historia; el prurito, ya viejo de dos siglos, de copiar servilmente lo de fuera, en letras, leyes y costumbres; la incomprensión de los problemas de cada momento; la inconstancia de las situaciones políticas; el sentido plebeyo de nuestras democracias; la farsa del parlamentarismo y la mentira del sufragio; la falta de formación de una conciencia nacional y la desorientación en lo internacional; el ventajismo y la cuquería en política; el morbo de los nacionalismos particularistas y su opuesto de un Estado-cuadrícula, desconocedor de contornos y relieves del cuerpo nacional: todo ello podría ser capítulos de un libro sobre nuestra decadencia.

Añádase nuestra rígida estructura económica, que no ha querido flexionarse un ápice al empuje de las fuerzas de un proletariado desnivelado con el del resto de Europa, a lo menos en nuestros campos, haciendo de él fácil presa de predicaciones paradisiacas; la falta de adaptación, de actividad y de estrategia en nuestro mismo apostolado [21] sacerdotal; la corrupción enervadora de las costumbres; la otra corrupción, peor tal vez, del pensamiento por las locas libertades de cátedra, tribuna y prensa; la formación, defectuosísima, de la conciencia popular sobre los problemas de la vida social y los deberes que importan; y, sobre todo, la falta de autoridad política, tal vez el problema más grave de nuestra vida nacional. Egoísmos y rivalidades han arrinconado sistemáticamente a los hombres de valía, mientras la ambición y la audacia han levantado sobre el pavés a otros escasos de talento, que si han carecido de cabeza y puño para los menesteres de un gobierno paternal y severo a un tiempo, han sido magníficos peones de un internacionalismo que es la antítesis de nuestro espíritu racial.

Curémonos de nuestros males, de orden personal y social. No son mayores que los de otros pueblos, antes creemos que son sanables con la tenacidad de un esfuerzo inteligente, y que en la sustancia de nuestra idiosincrasia nacional los rectores del pueblo, en toda la cromática de una autoridad sabiamente ejercida, podrían hallar recursos para reconstruir un Estado émulo de nuestra pasada grandeza.

Y a los extranjeros que quieran oírnos y que hoy contemplan, curiosos o interesados, el tablero de España en que se juega tal vez la suerte de la Europa civilizada, les recomendamos la máxima serenidad al enjuiciar los hechos de nuestro país. Es difícil tamizar la verdad a través de informaciones de una prensa tendenciosa, o de seculares prejuicios. La historia de cada momento se teje con el hilo con que se tejió la trama del pasado; y es preciso penetrar en el proceso espiritual de un pueblo para [22] darnos razón del fenómeno presente, más si es tan extraordinario como el actual de España.

A los dirigentes, a los que ejercen altas magistraturas, les decimos las palabras del Profeta: «Aprended los que regís a los pueblos.» Aprended a conservarlos inmunes de todo contagio espiritual que pueda pervertirlos o lanzarlos fuera de las rutas de su genio o de su historia.

No consintáis que se debilite en ellos la fuerza de Dios, que es el vigor inmortal de todas las cosas. No pactéis con el mal, ni a título de las exigencias de la libertad social; concederle los derechos de ciudadanía, y más admitiéndolo en el santuario de las leves, será pactar la ruina, a plazo más o menos largo, del pueblo que dirigís.

En las ruinas de España ved, más que la obra destructora de los cañones, la labor insensata de unos gobernantes que no supieron regir el pueblo español; que no interpretaron su alma y su historia. Abrieron las compuertas del comunismo, que nos invadió como las aguas de un dique roto, y de la mezcla de lo nacional con lo exótico ha resultado la tremenda conflagración. Oíd la voz del Papa, que poco ha os señalaba el peligro universal y el remedio eterno, que no puede ser otro que Jesucristo y el espíritu de su Evangelio.

Y a los pueblos hermanos, a los que se conduelen de nuestros males, a los que corren iguales peligros que nosotros, decimos que escarmienten en cabeza de España. No se crean inmunes contra el mal que ha atosigado el alma de nuestro pueblo y que la ha puesto en trance de muerte: toda sociedad es cultivo en que el comunismo prolificará si falta en ella Dios, que es vida y vínculo de los espíritus, y la autoridad que de El dimana, que es garantía de la justicia y del orden social; y Dios y la autoridad están hoy en crisis en casi todos los pueblos.

Hemos leído cosas peregrinas a propósito de la revolución española. El temperamento belicoso español; su sangre ardiente, como de raza colindante con el Africa; las inquietudes de un atavismo que no ha logrado fundir el alma compleja de las viejas civilizaciones que florecieron en Iberia, romanos y godos, judíos y árabes que se mezclaron sin soldarse en un bloque espiritual; la fuerza centrífuga de los nacionalismos que tiende a destrozar el todo nacional; el espíritu de aventura caballeresca que se traduce en el gesto de unos generales que se han «pronunciado» a lo largo de nuestra historia, produciendo estas hecatombes periódicas señaladas por los nombres de capitanes famosos... Todo ello explica, dicen, el raro fenómeno de una guerra civil que está desplazada de la historia moderna.

No, respondernos. Nuestra guerra no la ha originado nuestro temperamento ni nuestra historia aun reconociendo todos los defectos de nuestra raza y de nuestra vida social; sino que es producto del choque con un temperamento forastero, con factores que quisieron lanzarnos del camino de nuestra historia.

«No hay pecado que cometa un hombre que no pueda cometerlo otro hombre si falta Aquel por quien ha sido hecho el hombre», dice San Agustín. Y no hay nación, añadimos glosando este gran principio de ascética, en que no pueda repetirse la deplorable experiencia de España, si se le quita a Dios de la entraña y se le sustituye por el materialismo de los sin Dios o contra Dios.

Esto es lo que nos ha ocurrido por nuestros defectos incorregidos, por la pasividad de quienes debían vigilar el coto en que vivíamos pacíficamente nuestra historia y [24] por la irrupción en él, taimadamente primero, con los recursos y prestigios de la autoridad, después, y luego con las milicias y las máquinas de guerra, cuando había llegado la hora de coger por la violencia el fruto madurado por un esfuerzo enorme de proselitismo y por la eficacia de leyes antiespañolas. Sólo que surgió el viejo espíritu de España, que también tenía sus ejércitos y sus arsenales. Y estalló la guerra, sin necesidad de otras fantasías para explicarla.

Que aprendan las naciones y los que las conducen. Y que aprendamos nosotros, españoles, esta durísima lección, que nos entra con la sangre de millares de hermanos, a la luz siniestra de los incendios y entre el crepitar de las máquinas de guerra y de las ciudades que se hunden.

Transcripción del texto contenido en un opúsculo impreso, de 24 páginas.


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Isidro Gomá Tomas Hispania