La España de ayer y la de hoy, Madrid 1899, págs. 61-90
Emilia Pardo Bazán
La España de ayer y la de hoy
(La muerte de una leyenda)
Conferencia dada el 18 de Abril de 1899 en la «Sociedad de Conferencias de París»
Señoras, señores:
Solemos censurar los españoles las inexactitudes y erróneos juicios de los viajeros franceses, y en Francia misma, eruditos como Alfredo Morel Fatio se impusieron la tarea de rectificar a los hispanólatras, empezando por Víctor Hugo.
No me propongo unirme a los sabios para corregir a los poetas soñadores: al contrario, he de justificar la conducta de estos últimos, explicando su curiosa enfermedad de la vista. Cierto que contemplan a España al través de la bruma de una leyenda; pero esta leyenda, especie de romancero rezagado y tardío, es creación colectiva de los españoles.
Dijérase que al cruzar los Pirineos se apodera del viajero un espíritu de ilusión y engaño. No es [62] sino la leyenda, que le envuelve y subyuga. Cosa bien natural y sencilla: efectos del contagio. La leyenda se pega; la comunicamos a los extranjeros porque la llevamos en la masa de la sangre; y esa funesta leyenda ha desorganizado nuestro cerebro, ha preparado nuestros desastres y nuestras humillaciones.
No hay más remedio que afrontar la situación; sonó la hora de la verdad. El golpe ha despertado a los durmientes, desatando las lenguas antes mudas; se reconoce la magnitud del problema y llueven artículos, discursos, folletos, libros{1}que sin compasión barren los oropeles legendarios. No obstante, algunos compatriotas míos, sabedores de [que] yo pensaba exponer aquí lo que venía repitiéndose sin interrupción, me preguntaron alarmados si iba a hablar mal de la patria. ¡Ah! La patria tiene hambre y sed de verdad, y por otra parte, es un secreto a voces el que quieren que guardemos. Sábense de sobra en el extranjero nuestras desdichas, y aun no falta quien con mengua de la equidad las exagere; sirva de ejemplo el libro reciente de M. Ives Guyot, que podemos considerar como tipo de leyenda negra, reverso de la dorada. La leyenda negra española es un espantajo para uso de los que especialmente cultivan nuestra entera decadencia, y de los que buscan ejemplos convincentes en apoyo de determinada tesis política. [63] Está en este caso M. Ives Guyot, y en vez de expurgar su obra sobre España, prefiero reconocer que entre errores explicables y a pesar del abuso de las tintas sombrías, encierra ciertas dosis de verdad. Debemos los españoles, en las actuales circunstancias, mirar a M. Ives Guyot como a un amigo… involuntario: porque hoy nuestro verdadero amigo será quien nos fuerce, por cualquier medio, así sea chapuzándonos en un baño de tinta muy negra y acre, a meditar acerca del origen de nuestros fracasos y tribulaciones. De las dos leyendas, es la dorada, la heroica y hermosa, la que más daño nos hizo.
Caracteriza a la leyenda dorada la apoteosis del pasado. El ayer se nos ha subido a la cabeza; hemos creído que bastaba evocar las blancas carabelas de los conquistadores para conservar las conquistas. Y los secuaces de la leyenda; los que han persuadido a la gente honrada y pacífica de que el ideal consiste en no moverse, en detener la evolución, en la completa parálisis de España, se ven en grave aprieto cuando les dirigimos preguntas concretas y categóricas. Cuando les pedimos que fijen el período histórico en que debemos eternizarnos, ya nombra a los Reyes Católicos, que fundaron la unidad nacional, ya a Carlos V y Felipe II, en cuyos dominios no se ponía el sol. Grandezas que velaban la decadencia inminente cuyo rápido desarrollo será siempre para el legendista enigma sin clave. [64]
Esta nación que lograron amarrar a su pasado, cuerpo vivo atado a un cadáver, parece cabalmente predestinada por sus condiciones geográficas y topográficas a tomar parte activísima en la marcha y adelantos de la civilización del mundo. Península que se destaca gallarda y atrevida, adelántase entre el Atlántico y el Mediterráneo, entre el mundo antiguo y las naciones nuevas. Diríase que ha nacido para el comercio, para la navegación y la industria; rico es su suelo, vario su clima: corónase al Norte de bravíos pinos y rudas encinas, y al Mediodía prende en su pecho grupos de palmeras, africanos oasis. La raza española, o más bien las razas humanas que forman el conjunto de la población, son superiores, aunque no arianas todas; la sangre céltica y goda se mezcla con la fenicia, bereber y árabe. Avezada a las luchas por la independencia, pronta a todo glorioso intento, tan rica en dotes y tan personal que apenas romanizada imponía a Roma sus cualidades literarias y conseguía españolizar el arte latino, convengamos en que la raza española ha debido ser víctima de algún maleficio extraño para que al finalizar nuestro siglo se discutan seriamente sus derechos a figurar entre los pueblos cultos.
Verdad que la raza, si posee extraordinarias cualidades, también tiene graves defectos. Verbigracia, el instinto de anarquía individualista, estorbo a toda labor colectiva, sin razón confundido [65] con el instinto de independencia. Si a veces contribuyó a la defensa del territorio, otras muchas hizo ineficaces las leyes, atizó la discordia y dispersó las fuerzas nacionales. Aparte de su indisciplina viva, inclínase el español a no respetar el derecho ajeno y a violentar la conciencia. Levadura semítica, fe musulmana que por la fuerza se impone. Acaso en esto consista que con leyes muy semejantes a las de otras naciones, nuestras costumbres revelan mayor atraso, y haya podido decir con gran exactitud el actual Presidente del Consejo, D. Francisco Silvela, que España posee todas las apariencias y ninguna realidad de nación jurídicamente constituida.
Leyes, más bien nos sobran. Andamos perdidos en un laberinto de disposiciones, anegados en un océano de papel, y el derecho, ciencia, como la teología, profundamente española, ha caído en tal descrédito, que el nombre de justicia engendra recelo o desconfianza invencible, y no es aventurado decir que en España se teme más a la justicia que a los malhechores. No hay lucha legal, porque se la cree ociosa; la indisciplina se transforma en estoico fatalismo o en cautelosa astucia; hecha la ley, hecha la trampa; a ver cómo se elude lo que no puede cumplirse; contra ley de estuco abuso de piedra; venga el contrabando, venga la influyente recomendación, gire la mecánica política, enrédese el pleito y mañana Dios dirá.
No niego el atractivo que ejerce sobre la imaginación [66] la España de ayer, la de los Reyes Católicos. Aquel deslumbrante reinado fue base de la unidad confirmada y reconocida, pero atacó nuestra espontaneidad. Antes de Isabel y Fernando, éramos un pueblo ligado por intereses comunes; después, una nación, pero el pueblo rebosaba savia y fuerza, la nación iba a debilitarse prontamente. Antes de Isabel y Fernando, España había producido dos florecimientos magníficos, el de la civilización hispano-romana y el de la hispano-árabe en la Edad Media: hallábase entonces poblado el territorio con más de cuarenta millones de habitantes, y cubierto de ciudades y villas, cuyos escombros dan todavía asunto a la admiración; éramos fuertes, temidos, estudiosos, poseíamos industria y agricultura, y son los restos de aquella vida intensa los que en parte sostienen la actual. –Dos siglos después de los Reyes Católicos, quién ignora como quedó España, solitaria, exhausta, famélica; cuatro siglos y medio después nada nos resta de las grandezas de antaño, y tristemente repetimos: «de todo apenas quedan las señales».– Entre adelfas, esbeltos álamos, arrayanes y surtidores moriscos, álzase hoy, fino encaje tejido por los genios, la incomparable Alhambra. Al lado de la joya oriental, ocurriéndosele a Carlos V erigir un palacio del Renacimiento, de arcadas y medallones. Más ruinoso en el día que la Alhambra, jamás llegó el palacio a concluirse. Son un símbolo estos dos edificios. El poder cesáreo, el imperialismo [67] de la dinastía austriaca, tampoco coronaron su obra, apenas iniciada cuando deshecha.
Asómbranse los historiadores viendo una nación que empieza a decaer con rapidez vertiginosa cabalmente cuando llega a la cúspide de sus destinos, y descubre un nuevo mundo y lo conquista; tratan de explicarlo de mil modos, y quizás cada explicación encierra partículas de verdad. Unos hablan de anemia debida a tanto desangrarnos en el titánico esfuerzo de ganar a América después de señorear a Europa; otros, de errores políticos, de moriscos y judíos expulsados, que se llevaron consigo el comercio y la riqueza. Ya es la Inquisición y el fanatismo religioso, ya el teutonismo y despotismo de Carlos V, que anularon nuestras tradiciones de libertad y de justicia popular. Repito que cada explicación puede ser discutida, pero hay un hecho innegable, la decadencia. No concibo condenación más elocuente de un estado social que el cuadro de España yerma y desierta, seca y árida, semejante a una mendiga que se tiende al sol, ni señal más clara de nuestro decaimiento profundo que estas siluetas con tanta frecuencia trazadas por los poetas satíricos del siglo XVIII –el hidalgo palillo en boca, esparcidas las migas de pan sobre el coleto, porque crean que ha comido, o el pícaro fértil en trazas, injerto en pordiosero o en bandolero. Tanto como las letras expresa el arte: mirad los cuadros de Velázquez y Murillo: el primero retrató a los altivos magnates de [68] guante de gamuza, pero más abundan en sus lienzos enanos y bufones, bobos e insensatos; si el segundo nos sube al cielo con la Concepción, también nos hace adivinar en sus granujillas y piojosos la situación de la gente humilde y la educación de la infancia. Habló Quevedo de cosas que parecen tener ser, y sólo son ya sombra y figura. Así España quedó convertida en fiel amante del pasado, en patria de los aparecidos. Otro poeta moderno, Gaspar Núñez de Arce, es quien afirma que en España sólo están vivos los muertos. Desde entonces nos rebozamos en el sudario de nuestra leyenda.
Leyenda digo, y no historia. La pereza y la rutina han encontrado cómodo atenerse a la leyenda, y ésta ha falseado nuestro sentimiento y nuestro juicio. No se ha buscado bien el verdadero espíritu de nuestras tradiciones, ni hemos sabido entender que cuanto más ahondásemos en ellas más descubriríamos los gérmenes de progreso, de libertad, de tolerancia, de fe, de trabajo y de esfuerzo viril, –claro es que según cada siglo puede comprender y practicar esas virtudes.– Reconozco que no habíamos de estacionarnos en la filosofía de Séneca, ni en la civilización de los Califas, ni en la ciencia de San Isidoro; pero tampoco debimos pararnos y atollarnos en las épocas siguientes, sino continuar avanzando, cambiando si era preciso, ya que poseíamos el sólido apoyo, la cepa robusta de la tradición. Hubiese bastado con no estacionarse en el siglo XVII, con aceptar el [69] espíritu nuevo mientras es nuevo, porque a su vez llegará a no serlo, y otras corrientes arrastrarán a la humanidad hacia el porvenir.
La dinastía de Borbón, a su advenimiento, trató de mejorar algo la situación de España: hubo una cruzada por la cultura, cruzada de grandes y señores de empolvada peluca, de casaca tornasol, de medias de seda: pero la leyenda pudo más: había echado en el pueblo hondas raíces: ya se detestaban las innovaciones, ya se creía que tocar a España era profanar una reliquia. Ocurrió entonces una cosa digna de notarse, y fue que cierto monje benedictino, anciano estudioso, de enciclopédico saber, de vida pura y sin tacha, creyente y ortodoxo como el que más, y escritor de fácil y persuasivo estilo, especie de periodista con cogulla, quiso combatir y extirpar los errores comunes, las supersticiones del vulgo, y tornó contra la ciencia increíblemente atrasada, contra los falsos milagros, contra la hipocresía y la necedad; señaló con ademán enérgico hacia la negra cueva de las brujas donde había sido maleficiado el último rey de la dinastía austriaca. El monje tuvo partidarios y lectores y admiradores, pero se hizo sospechoso; llovieron sobre él libelos e impugnaciones, y hasta se le acusó de impiedad y herejía y se le comparó a Voltaire. Fue preciso que el monarca en persona, por medio de un decreto, prohibiese atacar al Padre Feijóo; así se trataba de reformar a España, de real orden, [70] cuando sería indispensable que la reforma comenzase por las capas profundas. Y aun por eso, a despecho de excelentes intenciones y de resultados positivos que no quiero desconocer, no consiguieron los primeros Borbones modificar radicalmente el estado del país. Al españolizarse, los Borbones se pusieron de parte de la leyenda, y el decaimiento de la Inquisición contribuyó a reforzar el absolutismo monárquico, sin beneficio alguno para la vida nacional.
La guerra llamada de la Independencia cristalizó nuestra leyenda y la acreditó en el extranjero. De hoy más, todo viajero francés probará delicioso escalofrío al hollar el suelo donde el épico ejército de Napoleón encontró enemigos tan indomables y románticos. Ayudó la literatura, siempre cómplice de las idealizaciones, a que se creyese encontrar nuestra nota característica, que fue como sigue: la improvisación, la súbita centella de valor, lo pueden todo: para detener y tomar cañones a la carrera, bastan las navajas; y obedeciendo a tal criterio ha podido exclamar en la Cámara española un ministro de la Guerra que los yankis no nos quitarían nuestras colonias, porque los detendrá un baluarte de pechos españoles; sistema de fortificación que facilita en extremo las tareas del cuerpo de artillería y de los ingenieros militares.
El romanticismo legendista es quien sostiene la mesiánica esperanza de ese partido carlista [71] cuyas intentonas han desgarrado a España durante todo el siglo que en otros países ha visto apaciguarse las luchas originadas por intereses de dinastía. Un ejército tienen los liberales, pensaron los carlistas; bueno, ya improvisaremos otro. Y he aquí que una mañana, el guerrillero, que puede ser cura o hidalgo campesino, sacristán o destripaterrones, se levanta, coge su escopeta, la carga con bala y sale decidido a cazar liberales en vez de perdices. Un mozo de la aldea se les une: ya está Sancho con Don Quijote, ya está formada la partida. Y crece y llega a ser muchedumbre armada: recibe fusiles de contrabando por la frontera; la boina le sirve de uniforme; una cuantas correrías, una escaramuza afortunada, dos o tres pueblos que abren sus puertas, y el pretendiente se jactará de tener su ejército, que no tardará en organizarse en toda regla, con sus oficiales técnicos, su maestranzas y sus fábricas de armas. Y D. Carlos acuñará moneda, y sellos con su efigie autorizarán las cartas a circular, y creará generales y condes que acaso, extinguida la insurrección, seguirán llamándose condes y generales, porque el gobierno ha solido reconocer tales grados y títulos. ¡Y que vengan a inculcarles a los españoles la estricta necesidad de vivir prevenidos para la guerra! No, basta con ser valiente, basta un tronera resuelto para salvar a la patria. Y un general carlista, no menos impávido que el ministro de la Guerra que antes [72] cité, pedirá, al romperse las hostilidades entre España y los Estados Unidos, que le den un hacha de abordaje para esgrimirla contra el acorazado Yowa…
Harto sé que la leyenda del valor excepcional es la leyenda de la vanidad de muchas naciones. Sólo que no a todas ha cegado e hipnotizado como a España; no a todas las ha arrastrado a su perdición, embelesándolas con la esperanza de repentino milagro.
Hace un año, en Madrid, doy fe de que el pueblo creía aún en la posibilidad del milagro susodicho. No había que preguntar cómo iba a realizarse, ni menos objetar que siendo los hechos resultado natural de otros hechos anteriores, infaliblemente nos aplastarían del más humillante modo. Allí estaba la leyenda: siempre salvaríamos el honor; cuando menos, sabríamos dar a la fiera enemiga elegante quiebro. Nadie ignora lo sucedido: el dolor impone el silencio: no quiero insistir en ciertos aspectos muy sombríos en nuestra tragedia.
Trataré de fijar los caracteres de la leyenda española al punto y hora en que se disipa. Según la leyenda, España es, no sólo la más valerosa, sino la más religiosa, galante y caballeresca de las naciones. Según la leyenda, nos preciamos de ardientes patriotas, desdeñamos los intereses materiales y nos hincamos de rodillas ante la mujer. Esto afirma la leyenda de oro, y son afirmaciones [73] insidiosas, porque encierran cierta dosis de verdad que conviene reconocer desde luego.
No cabe duda; individualmente somos valientes: nuestros pobres soldaditos han marchado a la muerte con heroica bizarría, y en una lucha sin esperanza a miles de leguas de la patria, invadidos por la anemia y la fiebre, han sabido pelear; mas no basta este género de valor en las lides modernas; requiérese sobre todo organización, previsión, armamento; el desbarajuste de nuestra política ha contaminado al ejército; ya los ricos y los nobles no envían a sus hijos a los colegios militares; redímenlos por dinero si les toca la suerte; no tenemos servicio obligatorio, y con justa causa se ha dado a nuestras altas clases en ejemplo a esos rough ridders, hijos de millonarios norteamericanos, que desembarcaron en Cuba y fueron voluntariamente a arrostrar el fuego de nuestras tropas.
En cuanto a nuestra religiosidad, también engaña la leyenda. Ya no somos un pueblo religioso, ni siquiera un pueblo que practica. Bien mirado, detrás de los restos del fanatismo y del misticismo, de la acción exaltada y la ensoñadora poesía que constituyeron nuestra hermosa fe de antaño, hallaremos en la burguesía más bien la indiferencia, en el pueblo el asentamiento maquinal o la irreverencia inculta. La blasfemia es un hábito, el robo sacrílego un caso cotidiano. No hay día en que no sea robada alguna humilde iglesia [74] de aldea. Tenemos, sí, la centella de religiosidad como tenemos la de valor; sólo que la centella de religiosidad surge de los arcanos braseros; nuestros accesos de fe son accesos de persecución. Un hecho bien reciente demostrará la escasa influencia moral del clero. Al saberse nuestros últimos desastres, algunos obispos dieron pastorales condenando los regocijos públicos y excitando a los fieles a respetar el luto de la patria. Nadie hizo caso: la voz cristiana y patriótica de los obispos fue ahogada por el cascabeleo de los coches que llevaban inmensa muchedumbre a la plaza de toros.
Señores, recuerdo haber venido a París por primera vez un año después de la guerra francoprusiana: vestía un traje de camino gris; me apresuré a ponerme de negro, porque de negro iban las mujeres todas. No dudéis que es mi corazón patriota, ulcerado y afligido, el que trae a mis labios verdades tan amargas. Hablo como el que aplica botones de fuego a un enfermo de la médula. A pesar de este detalle tan significativo, –las pastorales de los obispos cayendo en medio de la general indiferencia,– no supongáis que esté del todo muerto el sentimiento patrio de España: lo creo sólo dormido; por eso intento despertarlo. Otro hecho reciente. Sospechando que Alemania quería arrebatarnos unos escollos de mala muerte, llamados las Carolinas, alzóse amotinado ese mismo Madrid donde el día de la pérdida de [75] una escuadra y un continente hirvió la muchedumbre en la plaza de toros y no se cerraron los teatros. Quizá el español, engañándose a sí mismo, es sincero al encomiar su valentía, su patriotismo, su fe. Hasta advierto una sencillez infantil y conmovedora en sus tenaces ilusiones. La idea de que somos la nación católica por excelencia, la hija predilecta de la Iglesia, nos ha persuadido de que si nuestros asuntos se enredasen, el Santo Padre lo arreglaría todo a nuestro gusto. Bastaba con que el Pontífice extendiese la mano. Y parecían descreídos los que se atrevían a insinuar que en los tiempos de la fe grave y viril, los españoles nos entendíamos solos para los asuntos políticos, y que sería de ver la cara de Felipe II o de Carlos V si les propusiesen que los arreglase Roma. Y parecíamos escépticos los que decíamos que el Padre Santo no nos pertenece por juro de heredad, que no es nuestro tutor, que es Padre común de los fieles, que justamente el catolicismo no es cosa nacional, sino universal, y que el Papa no iba a excomulgar a los ocho millones de católicos yankis y llenos de energía, para bendecir a los diez y siete millones de inertes católicos españoles. Todavía a estas horas, gran parte de mis compatriotas no se han desengañado, y sigue firme en que, a poder, el Padre Santo hubiese sostenido a su querida España contra todas las demás potencias del mundo.
Antes de dejar a un lado la cuestión religiosa, [76] tan importante y significativa, conviene advertir que nuestro modo de comprender la religión no debe ser imputado al catolicismo. Me estremezco de pensar lo que en España hubiese pasado, si fuésemos protestantes a la manera que somos católicos. Aunque la Inquisición ahogó en España los gérmenes de la propaganda reformista, poseemos en nuestra historia ejemplares de reformadores, cien veces más ardientes, más implacables, más cerradamente fanáticos que los inquisidores mismos. El catolicismo, con sus dogmas tan humanos, con su misticismo artístico y tierno, con su alto sentido cosmopolita, pudo al contrario dulcificarnos, suavizar nuestro carácter. No fue el catolicismo quien nos echó a perder; fuimos nosotros quienes lo desquiciamos. Pues qué, ¿acaso no hemos visto recientemente a parte de España esperando la señal o pretexto para encender otra vez la guerra civil, y al gran León XIII, al augusto anciano que ama la paz, negando el pretexto, predicando la concordia, tratando de evitar que el catolicismo militante español sea lo que por desdicha ha llegado a ser en estos últimos tiempos un partido político y no más?
A fin de demostrar que el patriotismo español, hoy dormido, procede por súbitos accesos, recordaré el episodio del Peral. Hará cosa de diez años, corrió la voz de que un marino, Isaac Peral: había encontrado el secreto de la navegación submarina. Fue una explosión de júbilo y un endiosamiento. [77] No faltó quien opinase que debía esperarse el resultado de las pruebas definitivas, pero a éstos se les tuvo por gentes apocadas y suspicaces, por espíritus faltos de noble calor. Peral se vio llevado en triunfo, hasta tal el extremo que, según decían, le fue preciso delegar en un joven marino amigo suyo la tarea de recibir abrazos. He visto pasar al ídolo: delirante multitud rodeaba su coche. Y no era sólo la plebe: eran las gentes de fuste, los hombres políticos, las Cortes, quienes saludaban vencedor a Peral. Al salir de Palacio, donde la reina acababa de entregarle un sable de honor, Peral tartamudeaba: se le iba la cabeza. Mas las pruebas no salieron bien; el invento fue primero discutido, luego negado, y a vuelta de poco tiempo, el hombre en quien España había encarnado su ensueño milagroso, el que queríamos hacer almirante y duque, ganaba humildemente su vida instalando el teléfono y la luz eléctrica. Mis conversaciones con Peral me convencieron de su buena fe: parecióme tan sincero como Don Quijote al punto de cabalgar en Clavileño, con el cual gráficamente ha sido comparado el famoso submarino. También España entera creía cruzar el quinto cielo a lomos del fantástico bridón. En cierto sentido era profético el instinto de España; en lo que respecta a la importancia capital de cuanto se relaciona con la defensa de las costas y preparativos de una guerra marítima. No es caso raro que el instinto popular español pueda guiar [78] al gobierno inepto o negligente. En la desastrosa campaña que acabamos de sufrir, el olfato del pueblo era seguro, y si nuestras escuadras hubiesen ido por donde la gente suponía, quizá no comprase el enemigo tan barata la victoria.
Respecto a las otras afirmaciones de la leyenda, diré que el español no desdeña los bienes materiales, sino los medios de adquirirlos, si requieren de asiduo esfuerzo. Siempre la improvisación, siempre el escopetazo: por eso prospera tanto la lotería. Se puede afirmar que por la apatía industrial de la mayor parte de los españoles (exceptúo a vizcaínos y catalanes) se ha cerrado la era de los pronunciamientos y algaradas políticas, pues los capitales se emplean en valores del Estado y hay mucha gente interesada en cortar el cupón sin susto.
Otro efecto deplorable de la misma apatía industrial es la conocida empleomanía; los gobernantes crean sin descanso plazas inútiles con el fin de colocar a parientes y ahijados, y por entenderse así la cuestión de personal roen nuestra administración la inmoralidad y el abuso. El desinterés español, sólo en la leyenda existe. Sin ir más lejos, estos días los periódicos de Madrid remueven un charco de cieno, que obliga al ejército a constituir tribunales de honor para juzgar a los acusados. El español sucumbe como los demás hombres a la tentación de enriquecerse pronto y sin gran molestia; no por eso es menos cierto que [79] si para enriquecerse hace falta esforzarse mucho, prefiere el español pasarlo mal. Nos acusa nuestra leyenda negra de haber estrujado las colonias. Cualquiera que venga detrás las estrujará el doble, sólo que con arte y maña.
En cuanto a la galantería española y al culto de la mujer, ¡leyenda y más leyenda! No son las leyes españolas –excepto en lo relativo a la constitución de la familia– desfavorables a la mujer; las costumbres sí, y a menudo, en lo consuetudinario, la mujer española no encuentra, no diré galantería, ni aun cortesía y respeto. La mujer, en España, está desautorizada para cursar en Institutos y Universidades; mas si lo hace, causa extrañeza e incurre en reprobación tácita o explícita; las familias no se atreven a desafiar el criterio general, y no queda a la mujer más salida que el matrimonio, y, en las clases pobres, el servicio doméstico, la mendicidad y la prostitución. Millones de mujeres españolas no saben leer ni escribir.– He hablado de la estabilidad, o mejor dicho, estratificación social que tienen por ideal difuso tantos españoles: tratándose de la mujer, se acentúa la tendencia: toda evolución escandaliza en la mujer. Para el español, la mujer es el eje inmóvil del planeta. Curioso estudio el de las ideas de los pensadores españoles más avanzados cuando de la mujer se trata; curioso ver lo ridículo y lo absurdo que les parece concederla derechos. Sólo para el hogar, exclaman, ha nacido la mujer. Caso notable: [80] las luchas por sostener el derecho de una mujer a regir el Estado, ensangrentaron a España durante medio siglo: en el momento presente, otra mujer ciñe la corona: la mujer, por consiguiente, puede en España, hacer y deshacer ministerios, declarar la guerra y sancionar la paz –pero no despachar un expediente en una oficina. Error profundo, imaginar que adelantará la raza mientras la mujer se estacione. Al pararse la mujer, párase todo; el hogar detiene la evolución, y como no es posible estancarse enteramente, vendrá el retroceso. En muchos sentidos ha sido regresivo el movimiento de España.
Funestísima considero nuestra leyenda dorada, porque al persuadirnos de que no nos faltaba cualidad ni virtud, nos sugirió que no debíamos variar, e impidió que aprendiésemos con el ejemplo de otras naciones más activas y prósperas. Nuestra pereza –acaso la fatiga que sigue a largos combates y espléndidas victorias– se avino bien con la quietud, y la literatura, donde la voluntad latente de la raza se expresa y se reconoce a sí misma, ofreció complaciente su mágico espejo en que el pasado refléjase envuelto en luminosa aureola. Ya nuestro romanticismo, con Zorrilla y el duque de Rivas, había sido más épico y tradicional que lírico e innovador: después la insigne novelista Fernán Caballero se alzó contra toda novedad y cambio, encontrando la verdad y la sana filosofía en las preocupaciones y en las [81] sencillas ideas populares. La revolución que destronó a la hija de Fernando VII, no hizo más que exaltar, por acción y reacción, el espíritu legendista en escritores y lectores; y la misma prensa liberal, fiel agradadora del público, ensalzó a los autores que nos ofrecen por modelo las costumbres y el espíritu de antaño. Fue bueno y simpático el escritor cuando se hizo apologista de la inmovilidad española contra el movimiento europeo: renegar de la cultura extranjera, alardear de españolismo exclusivista y celoso, era camino para abrir a los libros el hogar, y al escritor los salones y la Academia: y he oído alabar en un novelista que posee ciertamente otros méritos, el mérito de ignorar los idiomas extranjeros más usuales y de no haber abierto en su vida una novela francesa. No por eso deja de ser España un país donde las novelas francesas se leen bastante, sobre todo cuando meten ruido, y donde se imita, arregla y adapta sin cesar del francés: lo que pasas es que nadie reconoce que ha bebido en las fuentes malditas.
Entre los síntomas del pacto de la literatura con el pasado, cuento las numerosas obras dramáticas enderezadas a condenar los negocios y la industria, bajo el nombre de usura, agio y grosero positivismo. En defender esta tesis coincidieron autores reaccionarios y liberales: cierto que los liberales españoles, cuando cultivan las letras, son los primeros que se dejan influir por la leyenda y la pseudo-tradición. [82]
Sería poco leal acusar a todos sin acusarme a mí misma explícitamente. Sí, he sido legendista, sobre todo en mi juventud, en los años entusiastas. He visto pasar el fantasma de la tradición que se aparece a los españoles, y he seguido sus huellas. No sin lucha, no sin hondo sufrimiento he tenido que discernir al cabo la verdadera situación de la patria, y sólo en virtud del imperativo mandato de la conciencia he llegado a mi actitud presente; a condenar, no la tradición propiamente dicha, sino la mentira convencional disfrazada de tradición.
Prefiero la inconsecuencia a la impenitencia, y no conozco más medios de rectificar ideas erróneas sino los que he empleado; la lectura, los viajes, la observación diaria, la vida, en suma. Tiempo hacía ya que había comprendido la vanidad de la leyenda; pero al atreverme a decirlo, me maltrataban: hace años, un párrafo acerca del estado de nuestro ejército y los probables resultados de una guerra amotinó contra mí a los patrioteros y a los legendistas belicosos, aunque supe después que ilustres estadistas y pundonorosos militares eran enteramente de mi parecer. ¿Hay que decirlo todo? A veces, en tal atmósfera, he llegado a dudar de la realidad que palpaba, del testimonio de mi razón. Cansada y desalentada solía volver al legendismo. Cerraba los ojos por no ver la España actual; miraba únicamente hacia el pasado; el pasado era estético, y la estética consuela. [83] Llega, sin embargo, un momento en que aflige renegar del presente, en que la leyenda palidece y la realidad se impone; y en ese momento me veía obligada a reconocer mal de mi grado que mi patria, no obstante ciertos pujos de progreso, –al cabo una nación nunca permanece del todo refractaria a la vida moderna– era cada día más africana.
Quien se empeña en permanecer estacionario, por ley natural llega a despreciar el movimiento científico y la cultura. No hay que extrañar el estado de la instrucción pública en España, ni es maravilla que todo nuestro presupuesto de instrucción pública sea muy inferior al que la ciudad de París destina a los mismos fines. Un municipio francés gasta más en enseñanza que toda la nación española. Consagramos a la instrucción pública un 1½ por 100 del presupuesto nacional: menos que Portugal, por consiguiente, pues este diminuto reino consagra el 2½ por 100.
La estadística registra doce millones de súbditos españoles enteramente analfabetos. Cierto que los ayuntamientos sufragan las escuelas públicas; pero ¡qué escuelas y qué material de enseñanza! Harto sabido es, además, cómo se paga a los maestros: los periódicos festivos y los saineteros y zarzueleros hallan tema inagotable en la crónica gazuza de infelices a quienes se ha visto mendigar en calles y plazuelas. Tenemos bastantes Universidades, demasiadas quizá, pero ya [84] no se estudia por lo serio ni existe la fraternidad escolar antigua: la juventud aspira a graduarse y licenciarse de prisa y corriendo, y sepa o no sepa las asignaturas; los estudiantes libres peregrinan de ciudad en ciudad en busca de profesores renombrados por su indulgencia; los de enseñanza oficial se pasan el año pidiendo vacaciones y puntos; todo sirve de pretexto para no asistir a clase; la Navidad cierra durante un mes las aulas. Los métodos de enseñanza son inestables, atrasados y defectuosos; no se aprende más que por libros, sobre cuya calidad habría mucho que decir; ya no se cultivan las humanidades, ya no hay latinistas y todavía no hay ciencia experimental: en la enseñanza, como en todo, España ha perdido las adquisiciones del tiempo viejo y rechazado las del nuevo. Bien sé que podrían citarse excepciones honrosas y hasta gloriosas: acude a mis labios el nombre de Ramón y Cajal: pero la excepción, en nuestra raza, donde el individuo superior apenas influye sobre la colectividad, no sirve más que para confirmar la regla.
El recio valladar de ignorancia y también de odio que se opone a la cultura sofoca todo hálito intelectual y no le permite llegar hasta el fondo del alma española. Dormidas las energías intelectuales por falta de estímulo, hállanse pervertidas las del sentimiento y de la voluntad por el desastroso influjo de una política egoísta y mezquina que se desenvuelve sin obstáculos y que ha llegado [85] a inficionar totalmente el organismo de la nación. Hay unanimidad en maldecir de esta política asfixiante; nadie sabe qué hacer para desterrarla. Es una máquina de múltiples ruedas que nos tiene cogidos en sus engranajes; la ponen en movimiento desde Madrid; el resorte está en el despacho del ministro y a su impulso se agita hasta el último español, ajeno de seguro a tales manejos, pero obligado a votar y proceder según ordene el omnipotente cacique, nombre que se da familiarmente a los tiranuelos de la política local. Dirigida por fuerzas fatales, persuadida de la inutilidad de la lucha, la masa popular española llega a mirar con criminal indiferencia los más graves sucesos; que nos arranquen nuestras colonias, que no nos quede una pulgada del mundo que descubrimos, que cruja siniestramente la unidad nacional, no habrá de alterarse la fúnebre serenidad del pueblo, y el monstruoso fenómeno de una nación convertida en estatua, será corolario y complemento de la resignación y pasiva obediencia con que esa misma nación infeliz suministró el contingente de reclutas, los trescientos mil muchachos que fueron a temblar y a morir de hambre bajo el tórrido cielo de las Antillas. Tan apática obediencia acusa, delata la falta de espontaneidad para reaccionar, la fibra profunda del sentimiento que se atrofia en todo pueblo cuando se convence de que su esfuerzo es inútil. [86]
Haga lo que haga el labriego, el obrero, el artesano, no se libertará del cacique, de las tiranías locales, del fisco, del Estado, de los poderes misteriosos y maléficos que le envuelven por doquiera. No hay sino ofrecer la garganta al cuchillo, pagar los onerosos impuestos repartidos como place a la arbitrariedad política, dar el hijo o quedarse en camisa para redimirle; alzar los hombros si nos vence el enemigo, y cuando la paciencia se acabe y la necesidad apriete, embarcarse para América del Sur. La emigración, una de nuestras grandes plagas, es obra de la impía política que crea el desastroso estado económico. Emigran los españoles con el corazón lleno de nostalgia, pero al fin emigran, y España que, digámoslo en honra suya, no se despuebla por el maltusianismo, se despuebla por la política de maldición, sin ideales y hasta sin programa, que padece.
Muchas páginas llenaría si quisiese explicar las contradicciones de nuestra política interior. No conozco otra más dañina, y sin embargo debo declarar que por lo común los grandes estadistas y políticos españoles no son prevaricadores ni explotadores de oficio como el vulgo cree. Rara vez hemos visto que con la política se labren fortunas; lo más que sucede es que a la sombra y amparo de la política se hagan negocios. Hombres políticos que han ejercido alta influencia mueren pobres, después de vivir con modestia suma; y el caso de Castelar, árbitro un día de los destinos de [87] España y a quien mantiene su pluma con diaria labor, no es el único que podría citarse.
Los que sacan fruto de nuestro desastroso sistema de oligarquía, son los agentes subalternos; la inmoralidad empieza más debajo de la frente e invade el cuerpo todo. Como lo que el pueblo ve de cerca y sufre, es precisamente la caterva de agentes secundarios, más codiciosos que ambiciosos, juzga a todos iguales, no cree en nadie ni en nada, y los dos estados del alma española son, de un lado, el romántico optimismo legendista, de otro, el pesimismo estéril y devastador. Así se explica la mezcla de patrióticas ilusiones y de sacrílega indiferencia que se produjo antes, durante y después de la guerra; así se comprenden las balandronadas de la patriotería que pensaba llegar a New York en triunfo, y las rachas separatistas de Vizcaya y Cataluña.
Si me propusiese encarnar los dos estados del alma española en dos eminentes personajes que los representan, nombraría a Emilio Castelar y a Cánovas del Castillo. El inimitable artista que se llama Castelar, embelesado con las bellezas de nuestro suelo y los prestigios de nuestra historia, satisfecho con haber conseguido, en galardón de sus combates juveniles, el establecimiento de ciertas instituciones democráticas, entre ellas el sufragio y el jurado, ha sido optimista y legendista hasta el año terrible de 1898, que disipó la dorada neblina y mostró a sus ojos una España más infeliz [88] que en los días del Guadalete.– En cuanto a la ilustre víctima del anarquista Angiolillo, fue el pesimista que juzgaba a sus contemporáneos y a su país con tinte de desencanto incurable. Sabía mejor que nadie distinguir y estimar a los individuos superiores, pero en la masa no creía: cerebro potente, veía debilitarse el pensamiento de la raza a medida que decaían los estudios y la disciplina intelectual; Presidente del Consejo, con casi ilimitadas atribuciones, veía de muy cerca la bajeza y la adulación, y a pesar suyo probaba el amargor del menosprecio. Entendía Castelar que en España estaba hecho todo; suponía Cánovas que en España nada se puede hacer. Y nótese que, cada cual a su modo, eran ambos acérrimos patriotas; que se les saltaban las lágrimas ante la perspectiva de los desastres que sobre España se cernían. Nótese que Cánovas pagó con su vida y Castelar con su salud el terrible momento que atravesamos. Sólo Dios puede saber lo que hubiesen hecho en pro de su país, a tener Cánovas esperanza y fe, Castelar escepticismo y frío análisis.
Para resumir: España, desde esta deshecha borrasca en que lo ha perdido todo, también ha perdido su leyenda; y sorprende descubrir la verdadera fisonomía de una nación a quien creímos pronta a los arranques del heroísmo desesperado, y, por el contrario, se nos presenta como anestesiada y atónita, semicontenta de haber salido del [89] paso, inclinada a dar gracias porque la libertan, sea como fuere, de colonias que, –ahora está en moda esta inclasificable opinión,– nada valían y sólo reportaban beneficios a los productores catalanes.
Y aquí del problema: ¿qué va a ser de una España tan diversa de la que fantaseábamos; una España de empobrecida sangre, de agotados nervios de mal cultivada inteligencia? ¿A qué nos asiremos para salvarnos, nosotros que sólo vivíamos por nuestros heroicos muertos, ahora que por fuerza hemos de enterrarlos y buscarnos a nosotros mismos? Una exigua minoría, llena de celo, arrostrando la general indiferencia, aspira a despertar las energías españolas, exponiendo sin temor la extensión del daño, y de reemplazar el ideal legendista por el ideal de la renovación, del trabajo del esfuerzo. No sé si algo conseguirá esta minoría; sé que cumple su deber, y que por medio de esta Conferencia me asocio a su tarea patriótica.
He supuesto que la leyenda se desvanece y disipa hoy; temo, sin embargo, que aún subsista, y hasta se levante amenazadora –como los dragones de boca flamígera que vemos pintados en los retablos– queriendo tragarse a los que osamos ser veraces. Requiérese cierto valor cuando hay que hablar en el extranjero de la patria española. No ha de faltarme este valor profesional, ya que otra clase de valor no es a mí a quien España podía exigirlo. [90]
Y pues mi sinceridad me autoriza, tengo derecho a afirmar que la contraleyenda española, la leyenda negra, divulgada por esa asquerosa prensa amarilla, mancha e ignominia de la civilización en los Estados Unidos, es mil veces más embustera que la leyenda dorada. Esta, cuando menos, arraiga en la tradición y en la historia; la disculpan y fundamentan nuestras increíbles hazañas de otros tiempos; por el contrario, la leyenda negra falsea nuestro carácter, ignora nuestra psicología, y reemplaza nuestra historia contemporánea con una novela, género Ponson du Terrail, con minas y contraminas, que no merece ni los honores del análisis. El tal novelón nos ha perjudicado, pues por absurda que sea la calumnia, siempre habrá quien la crea y propale; pero nada hubiese podido la calumnia contra nosotros, si nuestros yerros no colaborasen con nuestros calumniadores para llevarnos al abismo.
El día en que la historia se escriba imparcialmente; cuando acaben de despojarnos y el denigrarnos no tenga objeto alguno, reconocerá el mundo que si hemos sido colonizadores inhábiles, no hemos sido ni más crueles ni tan rapaces como esos anglo-sajones, cuyo ejemplo, propuesto ahora a las naciones mediterráneas, puede enseñarnos la adquisividad y el instinto de apropiación, pero no la lealtad y la humanidad.
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{1} Véase al final una nota bibliográfica sobre las fuentes de esta Conferencia