Filosofía en español 
Filosofía en español

Es realizable el proyecto de una paz general y estable entre las naciones civilizadas

Felipe Picón y García

¿Es realizable el proyecto de una paz general y estable entre las naciones civilizadas?

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Discurso leído en la Universidad Central
por el licenciado D. Felipe Picón y García,

en el acto de recibir la investidura de
Doctor en la Facultad de Jurisprudencia
el día 29 de noviembre de 1852.

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Madrid
Imprenta del Semanario Pintoresco e Ilustración,
a cargo de Alhambra, Jacometrezo 26

1852

 

Excmo. e Ilmo. Sr.:

Al presentarme ante un claustro, por tantos títulos ilustre y digno de respeto, mi primer deber es el de solicitar su indulgencia. Si no creyera obtenerla, renunciaría al honor de examinar una cuestión de derecho, superior bajo todos conceptos a mi limitado talento y escasas luces. Confiado, pues, en el cariño de mis antiguos maestros y en la bondad del auditorio, manifestaré los principios que defiendo, si bien con la pena de no ser tan persuasivo como quisiera para exponer dignamente las verdades de que estoy penetrado. [4]

La cuestión de si puede o no realizarse el proyecto de una paz general y estable entre las naciones civilizadas, pertenece a un orden de ideas altamente filosófico. Su resolución no corresponde al dominio de la historia, porque la experiencia, si algo nos ha enseñado hasta ahora, es que los hombres, según el fatal pronóstico de un célebre escritor, parecen condenados a sucumbir en una lucha sangrienta y estéril. La ciencia que puede resolver el gran problema propuesto es la filosofía, porque en medio de esas escenas de luto y exterminio que nos ofrece la historia de los pasados tiempos, descubre el filósofo el desenvolvimiento progresivo y armónico de la humanidad, como un destello de la luz divina. La verdad se parece al sol, cuyos rayos deslumbran mirándole de frente; pero la razón humana es un vidrio preparado por el artífice Supremo, al través del que podemos examinar la estructura y forma del astro vivificador que alumbra el universo. Por eso antes de afirmar o negar la proposición enunciada, es conveniente resumir las razones en que se fundan sus partidarios y sus impugnadores.

Que la justicia significa el interés inmutable de todos los hombres y de todas las sociedades, es una verdad de sentimiento que no necesita demostrarse. La idea de la justicia existe en la razón de todos los hombres, aunque para que se manifieste claramente a la conciencia de algunos necesite sufrir a veces una elaboración lenta y difícil. Ora se funde en el principio de la armonía, ora se determine por el ejercicio de las virtudes de cada individuo, ora se encuentre en sus necesidades racionales, no es preciso buscarla en las leyes escritas. La ciencia del derecho, nos dice Cicerón, no debe estar consignada en el edicto del Pretor ni en las XII Tablas, sino en la naturaleza íntima del hombre, y antes que el orador romano habían reconocido esta verdad muchos distinguidos filósofos de Grecia.

La experiencia, sin embargo, nos enseña que las naciones antiguas conculcaron más de una vez todos los preceptos de la justicia, todos los sentimientos de amor por la humanidad, todos los deberes que unen al hombre con el hombre. En Grecia y Roma se consideraba a los extranjeros como enemigos, se les [5] condenaba a la esclavitud cuando eran cogidos fuera de las fronteras de su nación, o se les mataba privándoles de sepultura y confiscándoles sus bienes. Los Etruscos, los Persas, los Espartanos y los Atenienses, ejercían la piratería como profesión honrosa. El paganismo consideraba a las ciudades enemigas malditas por los dioses, y establecía como precepto religioso exterminar hasta el último de sus habitantes. Si las mujeres y los niños se libraban alguna vez de la general matanza, era solo para hacer más dura su suerte, formando el mejor botín de los vencedores. ¡Guerra eterna contra los bárbaros! era la divisa que llevaba escrita en sus banderas el pueblo más culto de la antigüedad, y su filósofo más celebrado sostenía gravemente que los demás hombres estaban destinados por la naturaleza a ser esclavos de los griegos, considerando por tanto lícitos cuantos medios se empleasen contra ellos para reducirles a la servidumbre. Error funesto, cuyas terribles consecuencias se apoyaban en este otro principio no menos inmoral: «Para una república nada de lo que es útil puede ser injusto.»

La odiosa conducta de los Espartanos en la toma de Platea, la de los Atenienses en la rendición de Melos, y la de tantos otros pueblos antiguos, testifica que los elementos del derecho público y la teoría del equilibrio de las naciones eran casi desconocidos o no se practicaban. Si el Egipto, la Siria y la Macedonia se hubieran unido con los pequeños estados de Grecia cuando aún conservaban su independencia, hubieran sin duda rechazado al coloso romano. A comprender los aliados de Roma sus intereses, no habrían pasado nunca de independientes a la categoría de provincias tributarias. Las opiniones de Cicerón respecto al derecho de gentes eran sin duda liberales, pero participaban de la injusticia de la época degenerada en que vivió. La ley fecial de los romanos profanaba los objetos más sagrados del enemigo, y en cien ocasiones encadenó a reyes y generales al carro triunfal del vencedor, llevando su crueldad hasta el extremo de entregárselos después al verdugo.

Sin embargo, las poderosas monarquías de los Medos, los Asirios y los Babilonios solían quedar destruidas en una sola batalla. El primer ejemplo de lo que pueden los débiles confederados [6] contra el fuerte, le ofrecieron las ciudades libres de la Grecia, cuya unión contuvo las huestes y humilló el orgullo del gran rey. Por eso los pueblos deben a Grecia la preciosa herencia de la libertad y los fundamentos de la civilización. La república romana, dueña de la mitad del mundo y vencedora en África y en Asia, sucumbió a las irrupciones de los francos, suevos, alemanes y borgoñones. Las vastas monarquías de Clotario, Dagoberto y Carlomagno, fueron destruidas por las hordas independientes de los normandos, sarracenos y húngaros, que obraban unidas por el odio común. Desde el renacimiento de la Europa en el siglo XI, hasta el XV que duró la gran federación feudal, hubo pocas conquistas; pero una vez empeñada la lucha, el principio de pluralidad se sobrepuso al de unidad. Las ciudades federadas de Lombardía humillaron al gran Federico Barbarroja, la unión suiza hizo doblegar la cerviz a la casa de Austria y la liga Anseática humilló una después de otra a todas las coronas del Norte. Algo más tarde, la liga de Smalkalde que obligó a Carlos V a conceder por primera vez la libertad de conciencia, y la liga de los Países-Bajos contra Felipe II, probaron las ventajas que ha obtenido siempre un poder confederado contra un poder central. Últimamente una confederación emancipó a los norte-americanos del yugo de la Gran Bretaña, otra confederación emancipó de su metrópoli a las colonias españolas, otra confederación acabó con los proyectos ambiciosos del capitán del siglo.

Vemos, pues, que el sistema federativo fue en todos tiempos el que con mejor resultado se ensayó para librarse los pueblos de la opresión, el medio más seguro de contener el espíritu de conquista. Tratemos de examinar ahora filosóficamente si los principios de la ciencia social, como en el día la conocen las naciones civilizadas; si la comunidad de intereses, de religión, de artes, de letras, de comercio, de derecho público, de costumbres y de elaciones, pueden equilibrarse de tal manera que se armonicen sus derechos con sus deberes, poniendo los pueblos al abrigo de invasiones extranjeras, bajo la garantía de las virtudes públicas el respeto a la ley y la fe de los tratados.

El hombre no ha venido al mundo para vivir en la ociosidad [7] y en la inacción. Su propia naturaleza le impone el deber de ser activo desde que nace hasta que muere. En su infancia destruye, cuando es hombre edifica, en su edad provecta medita y perfecciona. Estos instintos peculiares al individuo, aplicables a todas las razas y a toda la especie, dan origen a sistemas opuestos, cuya preponderancia es relativa, y varía según los tiempos, los países y las circunstancias. El régimen militar, que es el de la destrucción, corresponde a las naciones más atrasadas en su vida social, a la infancia de las sociedades. El principio industrial es propio de las naciones cultas cuando han llegado a un estado de perfecto desarrollo. El régimen militar, único que conocieron los pueblos antiguos, excluía por incompatibles todos los demás sistemas y negaba toda clase de nobleza que no fuera militar, relegando las profesiones industriales a los esclavos, como indignas de ser ejercidas por hombres libres. La guerra era el estado natural de las sociedades y todo hombre nacía soldado para defender su patria. El régimen militar, en una palabra, absorbía completamente al régimen industrial. La civilización moderna, identificada con el cristianismo, ha preparado un nuevo orden de cosas que se funda en principios más elevados de amor, de justicia y de libertad; que transige con las diversas formas políticas; que admite todas las condiciones sociales. La religión cristianaba sido el soplo divino que ha impulsado a la humanidad por la vía del progreso racional. Considerando a los hombres como emanación del Criador supremo, ha sancionado el sublime principio de la igualdad, fundamento de la justicia, base de todo derecho, origen de todo bien, símbolo de amor recíproco. La sublime doctrina del Evangelio habla a nuestro corazón y nos enseña a no estar siempre en guerra unos contra otros, a no confundir la ligereza de espíritu con la perversidad de alma, a perdonar las injurias, a desterrar de nosotros esas prevenciones, esos odios, esas desconfianzas que tantos y tan funestos males ocasionan. No establece el cristianismo leyes contra los crímenes, pero reprueba los vicios, condena las injusticias, las perfidias y las violencias; execra la falsa probidad, la mentira, la calumnia y todas las viles imposturas que rebajan la especie humana. La religión cristiana no reconoce diferencias de castas ni odiosos privilegios. [8] Dios no ha hecho grandes ni pequeños, señores ni esclavos, reyes ni súbditos: nos ha hecho a todos iguales. Su ley divina penetra en los corazones con la palabra, no con el acero. Mahoma llevaba en una mano el Alcorán y en otra su espada, para significar que no admitía más alternativa que el culto ciego a su religión o la muerte. Jesucristo, penetrado de un espíritu de paz y misericordia, dijo al hombre: no matarás; y los que persiguen en nombre de Dios, los que atormentan el cuerpo para convertir el alma, los que tratan de subyugar la conciencia y oprimir el pensamiento por la fuerza o la astucia, esos son seres desgraciados que profanan el espíritu del Evangelio. No hay en el día un solo hombre ilustrado que desconozca estas verdades.

Pero en medio de todo, pena causa el decirlo, ni la benéfica influencia de una religión de paz, ni las continuas relaciones de mutuo interés, ni la identidad de costumbres, ni el progreso de las ciencias, las artes y el comercio, han bastado para librar a esas mismas naciones cristianas por espacio de muchos años de guerras bárbaras y crueles. ¿Estará la humanidad condenada, como Ixion sobre la rueda, a sufrir eternamente trastornos y calamidades, o llegará un día en que sobre las ruinas de lo pasado sea una verdad práctica la máxima cristiana que declara hermanos a todos los hombres y les ordena amarse unos a otros?

Permitid, Excmo. e Illmo. Sr., que al ver el mundo físico gobernado por una ley infalible y positiva, al observar los uniformes y acompasados movimientos de tantos mundos diferentes, crea que existen también leyes infalibles y positivas en el orden moral. Vosotros que habéis iluminado mi razón enseñándome los eternos principios de la justicia y del derecho, permitid que piense en un porvenir de paz y de perfección ofrecido a la humanidad, representado por aquella sublime alegoría que nos pinta a Mercurio tres veces grande, con alas en los pies, en la cabeza y en el caduceo, volando majestuosamente a las regiones del progreso infinito.

Declárome, pues, defensor de la proposición que sustento, y paso a exponer las razones en que me fundo, no sin enumerar primero los proyectos de paz perpetua concebidos por varios publicistas. [9]

Sully, ministro y confidente íntimo de Enrique IV, concibió el pensamiento de dividir la Europa en quince estados casi iguales: cinco monarquías hereditarias, seis electivas y cuatro repúblicas. Cada potencia enviaría cuatro representantes a un consejo general que, reunido en el centro de Europa, fijase por medio de reglamentos los derechos de los soberanos y los súbditos, para impedir la tiranía de los unos y las rebeliones de los otros. Este plan, aceptado por varios escritores y estadistas, pareció desde luego irrealizable y quimérico en cuanto a sus medios de ejecución. En efecto, repartirse la Europa como si fuera una tierra inhabitada entre colonos que llegan, era naturalizar la guerra para hacerla cesar, acometer una empresa larga y difícil a la cual se oponían obstáculos invencibles.

El abate Saint-Pierre publicó en 1729 su compendio del proyecto de paz perpetua, que descansa en el estado de posesión establecido por los tratados de Utrech, donde propone los medios de perpetuarle y los de conservar el equilibrio de las fuerzas entre las diversas potencias europeas por medios pacíficos. El principal objeto de la liga, según la concibió Saint-Pierre, consistía en librar a los pueblos de las guerras civiles y extranjeras, siempre que los estados renunciasen este derecho unos contra otros, aceptando en todo caso el arbitraje de la asamblea general para terminar sus diferencias. Las ideas del abate Saint-Pierre, calificadas en su tiempo por algunos autores de sueños irrealizables, están copiadas casi literalmente en el acta fundamental de la Confederación Germánica establecida por el Congreso de Viena en 1815.

Rousseau escribió en 1761 un proyecto de paz perpetua, fundado en una confederación de naciones, donde todas quedasen hasta cierto punto en un estado de dependencia tal, que una sola no pudiese resistir a las demás unidas, ni formar alianzas capaces de contrabalancear a la liga general. Consideraba, pues, indispensable que formaran la confederación todas las naciones europeas, que se estableciera un poder legislativo supremo con obligación de fijar los reglamentos especiales para su gobierno, y un tribunal que ejecutase sus órdenes.

El proyecto de paz perpetua que Bentham dejó en sus [10] manuscritos de 1786 y 1789, está basado en estas dos proposiciones fundamentales: disminución de las fuerzas militares y navales de las diversas potencias que forman la comunidad europea, y emancipación de las colonias de cada estado. A juicio del célebre jurisconsulto, la primera nación que diera el ejemplo de desarmar su ejército se cubriría de gloria imperecedera. En cuanto al sistema colonial, cree que es origen de toda rivalidad en el comercio y de la mayor parte de las guerras modernas. Bentham considera a las naciones de Europa bajo el mismo pie que estaban antes del descubrimiento de América: es decir, sin colonias ni ejércitos permanentes. Entonces no se conocían otros motivos de guerra que los abusos del sistema feudal, las disputas religiosas, el deseo de conquista y la incertidumbre de las sucesiones. De estas cuatro causas, la primera no existe felizmente, la segunda y tercera están casi extinguidas, la cuarta podría desaparecer a muy poca costa. Por último, una dieta general tendría facultades de dirimir toda contienda y su fallo dejaría a cubierto el honor de las naciones empeñadas en cualquier cuestión.

Poco después de la paz de Basilea propuso Kant una liga de las naciones de Europa, representada por un congreso permanente; pero el filósofo alemán estableció como fundamento de la paz perpetua, que la constitución de cada estado fuese republicana: quería una forma de gobierno en que cada ciudadano concurriese por medio de sus representantes a la formación de las leyes, para decidir si debía o no hacerse la guerra. Dos años después, en su Metafísica de la jurisprudencia, volvió a insistir en las mismas ideas. «La paz perpetua, dice, que debe considerarse como la última consecuencia del derecho internacional, puede creerse en cierto modo impracticable; pero los principios que deben conspirar a aquel fin, formando entre los diversos estados alianzas cada vez más estrechas, no lo son ciertamente... Un congreso, una liga que tuviera por objeto practicar las máximas del verdadero derecho público, concluiría las desavenencias entre las naciones, como los tribunales terminan los pleitos civiles, sin necesidad de recurrir a la guerra.»

Contra la opinión de estos y otros muchos filósofos, sustentan [11] algunos publicistas ideas diametralmente opuestas. Las razones en que se fundan para negar la posibilidad de una paz general pueden resumirse en pocas palabras. Según ellos, el primer deber del hombre es sacrificar por la independencia de la patria su vida, sus bienes, su voluntad personal: en una palabra, cuanto posee. La guerra no debe considerarse como un mal absoluto, sino como un estado de cosas en que la salud moral de las naciones se conserva por la acción, del mismo modo que el movimiento de los vientos preserva al mar de una calma eterna. La guerra robustece las fuerzas interiores de un estado y dirigiendo su actividad al exterior, conjura por este medio las discordias domésticas. Es además transitoria y supone siempre la posibilidad, la esperanza de restablecer la paz. Si fuera realizable el proyecto de una paz perpetua, los pueblos vivirían en una especie de marasmo. Es un bello ideal, hacia el que la humanidad camina siempre, pero al que no llegará jamás; porque cuando un enemigo cruel devasta nuestros campos, degüella nuestros hijos, viola nuestras mujeres, destruye nuestros templos, escarnece nuestras leyes y amenaza al estado de un trastorno completo, entonces la patria indignada dice a sus hijos: venid a defenderme; y ante el Dios de los ejércitos recibe cada ciudadano en depósito la seguridad de sus campos, el reposo de las ciudades, la vida y la libertad de sus hermanos.

Semejante lenguaje es halagüeño, seductor, capaz de inflamar el corazón más frío. Cuando de repente se nos anuncia que el enemigo toma las armas, salva nuestras fronteras y llama a nuestras puertas: ¡con qué patriótico ardor, con qué generoso entusiasmo se preparan millones de hombres a pelear y morir! Entre tantos, ¡cuán pocos saben la verdadera causa de su ciego furor! Máquinas humanas, corren al combate y a la muerte sin la conciencia del mal que hacen, sin conocer a su enemigo. «¡La guerra es un enorme parricidio!» exclamaba un hombre distinguido cuyo corazón comprendió la verdad de que todos los hombres somos hermanos, pero lo que agrava la crueldad de ese fratricidio es el hecho de que las nueve décimas partes de los que son conducidos al campo de batalla para matar o ser matados, desconocen completamente la causa de la lucha entre sus respectivos gobiernos. [12]

No se comprende cómo autores de nota sostienen que la guerra es el medio legítimo para determinar la justicia entre las naciones. De todos los enemigos de la libertad, el reposo y la riqueza públicas, ninguno más temible que la guerra. Verdadera concentración de las miserias humanas, difunde en el cuerpo social vicios degradantes y pasiones viles. Ella arranca del regazo materno los ciudadanos más útiles; da origen a las contribuciones, las deudas y los impuestos; reviste al poder ejecutivo de una autoridad peligrosa; frustra todos los planes saludables; agota los manantiales de la prosperidad. Entre sus más brillantes trofeos ofrece a los pueblos prisiones llenas de cautivos, ciudades destruidas, campos asolados y yermos. El templo de Marte se ha edificado con lágrimas y sangre; y si la fama de algunos guerreros ha llegado hasta los confines de la tierra atravesando los siglos, ha sido a costa de los penetrantes gritos de la humanidad y de las imprecaciones de aquellos a quienes redujo a la desesperación. La elocuencia, la poesía y las artes consagraron monumentos a los conquistadores; pero solo a la virtud y la justicia se rinden la admiración secreta y las alabanzas sinceras.

No considero preciso demostrar que la guerra se opone al espíritu y doctrina de la religión cristiana, porque esta es una verdad intuitiva; pero sí recordaré, repitiendo las sentidas palabras de un escritor contemporáneo, que «la guerra hace de la caridad el más negro crimen y convierte en héroes a los asesinos». «La guerra es el comercio de los bárbaros» exclamó Napoleón en un impulso de sincero remordimiento, inspirado por una de sus más sangrientas batallas, y esta bella frase lo dice todo.

La máxima de que «si una nación desea la paz debe estar preparada para la guerra», los pretendidos «derechos en la guerra» y hasta la «justicia de la guerra» de que tan comúnmente se habla en los tratados diplomáticos y documentos oficiales, son voces sacrílegas que debieran eliminarse del lenguaje común, por que las rechazan de consuno la religión, el buen sentido y la conciencia. Del prolijo examen sobre las causas de la guerra entre las naciones cristianas, hecho por orden de una sociedad filantrópica, resulta que de veintitrés muchas promovidas [13] por supuestas ofensas de amor propio u otras causas más infundadas, diez y seis no concluyeron por compromiso, y de estas diez y seis, once terminaron en favor de las potencias que habían sido provocadas. Según Channing, desde 1688 hasta 1815, o en poco más de un siglo, las guerras que Inglaterra sostuvo con Francia han costado a la nación británica más de quince millones de duros y muchos millones de hombres, subiendo el interés de aquella deuda nacional a la inmensa suma de ciento treinta millones de duros. Durante los doce años de las últimas guerras europeas, calcula el obispo Watson que han muerto muy cerca de seis millones de hombres. Los franceses aseguran que las guerras de Napoleón les costaron otros seis millones. Por consiguiente el número total de las víctimas ocasionadas por la revolución francesa pasa de once millones. Es inútil acumular ni ampliar más estos datos para convenir con Voltaire, en que todos los vicios de todos los siglos y lugares no pueden igualar las consecuencias de una sola campaña.

Trasformadas las sociedades modernas y con más exacta idea de la justicia y el derecho que los pueblos antiguos, ¿llegará por fin a realizarse el proyecto de una paz europea general y estable?

La paz de Westfalia echó los cimientos al sistema político de Europa, determinando la época más importante en los progresos de la civilización. Sancionado desde entonces el régimen federativo en Alemania y reconocida la independencia de trescientos cincuenta estados soberanos, se consagró al mismo tiempo el derecho que todo pueblo tiene de resistir a los que le oprimen. Consecuencia de esta verdad fue, que por espacio de mucho tiempo las nuevas repúblicas y las ciudades libres de Alemania sirvieron de asilo a las víctimas de la intolerancia política y religiosa, que huyendo de sus temibles perseguidores, demostraron la justicia de su causa por medio de la imprenta libre. Para conocer que la paz de Westfalia fue el acontecimiento en virtud del cual se inauguró en Europa la práctica del derecho público, basta recordar que con aquella época coincide el establecimiento de las legaciones permanentes, causa de utilísimos tratados [14] diplomáticos para todos los países y de provechosas discusiones sobre los puntos más interesantes del derecho internacional.

La paz de Utrech sancionó también el sistema de equilibrio y el principio de intervención, con lo cual se logró impedir que el injusto engrandecimiento de una sola potencia, amenazara la seguridad de las demás y desnivelase sus fuerzas respectivas. La paz de Utrech fue después renovada y confirmada en cuantos tratados continentales y marítimos celebraron las grandes potencias hasta la revolución francesa, y si por la primera vez se omitió en Luneville y en Amiens, el único cambio importante ocurrido en tan largo período, fue el del tratado de Viena de 1738, que trasladó la corona de las Dos-Sicilias a una rama de la casa de Borbón. Por lo demás, el Mediodía de Europa ha reposado y reposa desde entonces en las bases de aquel tratado. Los de París y Hubertsbourg en 1763, que terminaron la funesta guerra de los siete años a costa de nuestra preponderancia militar y marítima, renovaron y confirmaron las paces de Westfalia y Utrech.

Las guerras de la revolución francesa, que de guerras de principios y puramente defensivas degeneraron en luchas sangrientas por el territorio y la independencia de las naciones, rompieron el equilibrio de las potencias y el principio federativo consignado en los tratados anteriores. El inicuo despojo y los crueles repartos de la Polonia entre los tres estados que la rodeaban, la ruina de las antiguas repúblicas de Holanda, Venecia y Génova, la expulsión de la casa de Braganza del reino de Portugal y su establecimiento en la América Meridional, las alteraciones del imperio Germánico, la manumisión forzosa de las colonias españolas y portuguesas en el Nuevo-Mundo y otra serie de acontecimientos gravísimos, produjeron una violación flagrante de los tratados y hasta del derecho de gentes. Con todo, aunque la ambición y el interés fueron causa de luchas crueles y sangrientas, los principios del derecho se han reconocido siempre hasta por los mismos gobiernos que faltaron a sus deberes. Atentos a las ideas de justicia han procurado excusar sus faltas, unas veces alegando el ejemplo de los demás, otras la necesidad de su propia defensa. Es pues evidente que [15] aquellas guerras acabaron por un triunfo completo en honor de la intervención, principio fecundo en buenos resultados cuando de él no se abusa, porque economiza sangre y facilita el camino de las transacciones.

Entre los beneficios de que los pueblos son deudores al derecho internacional moderno, podemos enumerar también la libertad de navegación, comercio y pesca fuera de los límites territoriales de cada estado, hoy generalmente admitida. El paso libre por el Rhin, por el Vístula, el Danubio, el Escalda y otros grandes ríos de Europa y América está ya consagrado como principio de derecho público. Finalmente, la abolición casi completa del monopolio colonial y del tráfico de negros, ha puesto el sello a los progresos de la civilización moderna. El triunfo definitivo del régimen industrial sobre el régimen militar acabará por subordinar en Europa el principio de la fuerza al principio de la razón, y al estado de guerra sucederá naturalmente el estado de paz.

Todo conspira a realizar este gran deseo de las sociedades modernas: por una parte el desarrollo progresivo de las ideas, que se ha ido infiltrando en el espíritu popular; por otra la reciprocidad de intereses, industria y comercio entre las diversas naciones civilizadas. Además, la ciencia, y el cristianismo reclaman de consuno como prenda de amor entre los hombres, la reducción de los ejércitos permanentes, verdaderos instrumentos forjados por la tiranía. La causa de la paz, en cuyo favor abogan los hombres más distinguidos de Europa y América, va ganando terreno en los ánimos y en los corazones de todos. Los pueblos, que en su desarrollo intelectual han hecho rápidos progresos y comprenden cuanto les interesa vivir tranquilos, derriban poco a poco las barreras de su nacionalidad aspirando a ensanchar cada vez más el círculo de sus relaciones exteriores. Cuantas empresas se acometen, cuantas obras emprende el genio y la inteligencia humana en los diversos países de uno y otro continente, participan de la idea de utilidad general. Si se trata de artes e industria, vemos que la nación inglesa levanta un glorioso monumento a la civilización de nuestro siglo, llamando a todos los artistas y artesanos del universo como si fueran hermanos. [16] Si se proyecta un camino, ha de tener más de mil leguas de largo y ha de abrir el paso de la China a las potencias de Europa, atravesando la América del Norte. Si se piensa en un canal, es para unir el Atlántico con el Pacífico, a fin de que todos los buques del globo puedan cruzar el Istmo de Panamá. Si se construye un telégrafo, es para que se hablen al oído París y Constantinopla, Londres y Washington, Madrid y San Petersburgo.

La tendencia de toda civilización es reunir, y en la época actual un año solo puede consumar la obra de un siglo. Acaso la fuerza impulsiva de ciertos acontecimientos retrasará por algún tiempo la paz general; pero al fin llegará día en que reunidas todas las naciones civilizadas por un mismo sentimiento, remitirán sus diferencias al voto de una gran asamblea. Entonces el único campo de batalla donde la humanidad combata será el de la inteligencia y la razón: entonces también veremos cumplida la profecía que nos enseña a esos dos inmensos grupos de los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de Europa, puestos el uno en frente del otro, tendiéndose una mano amiga al través del Océano y jurando paz eterna a los hombres en presencia de Dios.

[Transcripción íntegra del texto de un opúsculo de 16 páginas.]