Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González
Filosofía elemental
Libro séptimo: Moral. Ética especial

Capítulo tercero
Deberes del hombre para con Dios

La base y la expresión de los deberes del hombre para con Dios es la religión; de aquí la necesidad de tratar de ésta para reconocer y afirmar los primeros.

Artículo I
Consideraciones sobre la religión en general.

La religión, en general, es la relación moral del hombre con Dios, por lo cual decía san Agustín: Religio dicitur es eo quod nos religat omnipotenti Deo.

Esta relación abraza a la vez el entendimiento y la voluntad. Se refiere al entendimiento, porque la primera condición de la religión es poseer la verdadera ciencia, o sea la verdad acerca de Dios; pues, como escribe Lactancio, ni la religión puede separarse de la sabiduría, ni ésta de la religión, siendo uno mismo el Dios a quien debemos conocer, y a quien debemos dar culto (1): se refiere a la voluntad, por cuanto esta, [559] con todas las cosas que de ella dependen, debe someterse y ofrecerse a Dios por el amor, la adoración, el temor, la esperanza, la acción de gracias, con todos los demás afectos y actos por medio de los cuales el hombre da culto a Dios, se perfecciona a sí mismo moralmente, y se aproxima a Dios como a su perfección última y suprema.

{(1) «Non potest religio a sapientia separari, nec sapientia a religione; quia idem Deus est quem scire oportet, quod est sapientiae, et idem quem colere, quod est religionis.»
Séneca escribe también: «Primus deorum cultus, Deos credere: deinde, reddere iis majestatem suam, reddere bonitatem.»}

Los fundamentos racionales de la religión, según esto, son dos principalmente: 1º reconocer y confesar que Dios es ser absoluto o existente a se, infinito, eterno, principio supremo, del cual traen su origen y dependen todas las cosas por medio de la creación y de la conservación, y, entre otras cosas, y especialmente, el hombre, imagen y semejanza suya: 2º reconocer y confesar que Dios es el Bien sumo, término final de nuestros deseos, esperanzas y aspiraciones, perfección y felicidad suprema del hombre, reconociendo y confesando a la vez, que todas las cosas son regidas y gobernadas por su providencia, pero con especial cuidado el hombre, al cual concedió la facultad de conocer y cumplir la ley moral, por medio de la cual se acerca a Dios en la vida mortal y entra en su posesión en la inmortal.

Luego la religión es natural al hombre, al menos en dos sentidos: 1º porque a) lo que la razón le enseña acerca de Dios, b) la ley natural y la inclinación de la naturaleza, c) la debilidad moral y las dificultades de la voluntad para obrar el bien, excitan de consuno al hombre, le aconsejan, persuaden y obligan a cumplir sus deberes religiosos para con Dios: 2º porque las prácticas religiosas relativas a Dios son connaturales y necesarias al hombre, ya se le considere en sí mismo, ya con relación a la sociedad. No cabe duda, en efecto, que sólo la religión suministra al hombre motivos suficientes o bastante poderosos para obrar bien en el fuero interno de la conciencia, del cual trae su origen y razón suficiente la bondad y malicia moral de las acciones externas. La desaparición del freno moral de la conciencia, basada sobre el conocimiento de la voluntad de Dios, manifestada y revelada en las leyes naturales y divina; la desaparición de la sanción divina por medio de los premios y castigos de la vida [560] futura, llevaría consigo la desaparición más o menos completa de la moralidad pública y privada, el desorden de las pasiones y una indisciplina tal por parte de los hombres, que vendría a ser moralmente imposible la conservación y regularidad de la vida social y política.

Reflexiones son estas que conducen a las siguientes consecuencias, tan importantes como lógicas:

1ª La religión es uno de los fundamentos más necesarios de la sociedad, la cual, una vez privada de la verdad religiosa, o entra y cae bajo el látigo del tirano, o se ve destrozada por convulsiones anárquicas. Cuando ha desaparecido de un pueblo el freno moral de la conciencia y de la religión, el hombre queda a merced de sus pasiones, que se transforman y concentran en el egoísmo bajo todas sus formas: la violencia, la lucha y el desquiciamiento social, sólo pueden hallar entonces un correctivo más o menos eficaz en la fuerza y en el terror.

2ª El estado de anarquía sorda, los peligros las crisis, las revoluciones y la perturbación casi constante y permanente de las sociedades modernas, traen su origen y reconocen como razón suficiente principal el ateísmo práctico de los gobiernos que, o prescinden, o menosprecian, o rechazan y excluyen del Estado a la religión verdadera y hasta toda religión, como si su intervención e influencia en la Administración y en las leyes no fuera provechosa a la sociedad, aun en el orden puramente político, civil y económico. La justicia de Dios, que no admite acepción de personas, y que alcanza al poderoso lo mismo que al pobre, ha tocado con su dedo omnipotente a los gobernantes descreídos e irreligiosos, y hácelos temblar a cada instante, al estruendo pavoroso de las revoluciones que hacen astillas los tronos de los reyes, y más todavía a esos ministros y gobernantes salidos de la clase media, los cuales, en medio de su egoísmo sensualista y de su indeferentismo religioso, perciben y escuchan el rumor siniestro de los torrentes de sangre y de ruinas que las clases desheredadas amontonarán sobre ellos como digno y justo castigo de las doctrinas irreligiosas y anticatólicas [561] que en su corazón y en su inteligencia sembraron.

Ahora conviene añadir, que la necesidad y existencia la religión natural no excluye la necesidad de una religión revelada y sobrenatural. Porque ello es indudable que la historia y la experiencia ponen de manifiesto la insuficiencia de la razón humana para dar a Dios el culto debido y establecer una religión pura, santa, inmaculada, perfecta y digna de Dios. El politeísmo, el mahometismo, el budismo, con todos los groseros e inconcebibles errores que los acompañan; la inmoralidad y corrupción de costumbres que se revelan en los pueblos y clases que rechazan o miran con indiferencia las verdades y máximas de la religión cristiana en nuestros días, a pesar de su civilización, formada por las corrientes cristianas; finalmente, los gravísimos errores, así especulativos como prácticos y morales en que incurrieron los más grandes genios del paganismo, e incurren hoy los que rechazan y combaten la verdad cristiana, todo demuestra la impotencia de la razón humana para fundar una religión perfecta y digna de Dios y del hombre, y la consiguiente necesidad de que Dios venga en auxilio del hombre por medio de una revelación positiva y especial.

Luego es ilegítima y contraria a la razón, a la experiencia y a la historia, la pretensión de los deístas y racionalistas al negar la necesidad relativa y la existencia de la religión revelada, representada por el catolicismo, especialmente si se tienen en cuenta los motivos racionales de credibilidad y los caracteres que la distinguen, dando testimonio evidente e irrecusable de su realidad a los ojos de todo hombre de buena fe, y sobre todo, de buena voluntad. Porque la verdad es que hay demasiados motivos para sospechar, como observaron varios escritores (1), que lo que suscita las iras y la [562] repugnancia de los deístas y racionalistas contra la religión revelada, no es tanto la parte relativa al entendimiento, como la parte relativa a la voluntad, o sea la perfección y santidad de la ley moral que contiene.

{(1) Citaremos, entre otros, a Laurentie, el cual se expresa en los siguientes términos sobre este particular: «Le mot de révélation ou de religion revelée leur est un object d’efrroi, et ils se réfugient dan [562] une certaine religion naturelle, qui les met à l’aise. La différence s’explique trop aisément. Dèsque par la révélation Dieu apparait, la morale a une origine assurée, la religion a une sanction éclatante et souvéraine; il n’est pas possible de se soustraire par la raison à un tel empire. Il faut donc flechir; il faut donc corriger la vie; il faut donc ataquer et dompter ses penchants... Ce mot de révélation l’effarouche donc, parce que seul il donne la raison des devoirs qui vont saisir la conscience dans son mystériux silence, et dans ses plus cachés replis. Il n’ y a pas d’autre raison de la résistance philosophique à la religion revelée.» Enciclop. du XIX siècle, t. XXI, pág. 221.}

Hay todavía otra razón no menos convincente y decisiva a favor de la necesidad de una revelación religiosa. Aun cuando conceder quisiéramos que la razón humana representada por algunos filósofos eminentes, pueda reconocer y constituir un sistema religioso-moral completo, cosa inadmisible por cierto ante la enseñanza de la historia (1), siempre sería conveniente y necesaria la revelación para que la inmensa mayoría de los hombres, a quienes ni su razón, ni las necesidades ordinarias y apremiantes de la vida permiten conocer de una manera completa y segura la verdad religiosa y moral, [563] pueda entrar en posesión de esta verdad de un modo fácil, seguro y no ocasionado a error, condiciones que se reúnen en la palabra o revelación divina.

{(1) Después de indicar Drey los errores de todo género, y principalmente en el orden religioso-moral, profesados por los filósofos y legisladores paganos, añade: «Tal es la religión de la naturaleza, que diviniza la naturaleza y las cosas naturales, y que encontramos en la historia de los pueblos, los cuales, o bien se prosternan y tiemblan ante el primer objeto de la naturaleza que se les presenta, según puede servirles y dañarles; este es el fetichismo: o bien adoran los animales, como los egipcios; o bien veneran los grandes cuerpos celestes depositarios de las fuerzas elementales, como los pueblos de Oriente, desde Babilonia hasta Cartago, a través del Asia occidental; o bien finalmente, divinizan al hombre, como hizo la mitología de los griegos.» Diction. Encyclop. de la Theol. cath., tom. II, pág. 90.}

Con razón, pues, y con razón profundamente filosófica, enseña santo Tomás que la revelación divina es necesaria, no solamente respecto de aquellas verdades que superan enteramente al alcance de la razón humana, como son los dogmas o misterios de la Trinidad, la Encarnación, &c., sino aun con respecto a ciertas verdades, que absolutamente hablando, no son superiores a la razón humana. La ignorancia de la mayor parte de los hombres, apartados de las especulaciones científicas por pereza, impotencia, y sobre todo por las necesidades y atenciones de la vida material, sería suficiente para probar la necesidad de esa revelación divina, única capaz de facilitar y asegurar para la generalidad de los hombres las verdades morales y religiosas. A esto se añade: 1º que la razón humana, sólo después de investigaciones largas, difíciles, complejas, y por lo mismo ocasionadas al error, puede llegar al conocimiento cierto y completo de estas verdades: 2º que las pasiones humanas, especialmente durante ciertos períodos de la vida, tienen no poca fuerza para oscurecer estas verdades (1). [564]

{(1) He aquí el notable pasaje de santo Tomás, al que aludimos en el texto: «Sequerentur tamen tria inconvenientia, si hujusmodi veritas solummodo rationi inquirenda reliqueretur. Unum est quod paucis hominibus Dei cognitio inesset. A fructu enim studiosae inquisitionis, qui est veritatis inventio, plurimi impediuntur tribus de causis. Quidam siquidem, propter complexionis indispositionem, ex qua multi sunt naturaliter indispositi ad sciendum... Quidam vero impediuntur necessitate rei familiaris... Quidam autem impediuntur pigrita; ad cognitionem enim eorum, quae de Deo ratio investigare potest, multa praecognoscere oportet, cum fere totius Philosophiae consideratio ad Dei cognitionem ordinetur. Sic ergo, non nisi cum magno labore studii, ad praedictae veritatis inquisitionem perveniri potest: quem quidem laborem pauci subire volunt pro amore scientiae, cujus tamen mentibus hominum naturalem Deus inseruit appetitum.
Secundum inconveniens est, quod illi qui ad praedictae veritatis [564] cognitionem pervenirent, vis per longum tempus pertingerent; tum propter hujusmodi veritatis profunditatem, ad quam capiendam per viam rationis non nisi post longum exercitium intellectus humanus idoneus invenitur... tum propter hoc, quod tempore juventutis, dum diversis motibus passionium anima ffuctuat, non est apta tam altae veritatis cognitioni... meneret igitur humanum genus, si sola rationis via ad Deum cognoscendum pateret, in maximis ignorantiae tenebris, cum Dei cognitio, quae homines maxime perfectos et bonos facit, non nisi quibusdam paucis, et his paucis etiam post temporis longitudem, proveniret. Tertium inconveniens est, quod investigationi rationis humanae plerumque falsitas admixcetur propter debilitatem intellectus nostri... Inter multa etiam vera, quae demonstrantur, sed aliqua probabili vel sophistica ratione asseritur... Et ideo oportuit per viam fidei, fixa certitudine, ipsam veritatem (del orden natural) de rebns divinis, hominibus exhiberi.» Sum. Cont. Gent., lib. I, cap. 4º}

Artículo II
Deberes que nacen de la religión en general.

Lo expuesto en el artículo anterior, conduce a la afirmación de ciertos deberes del hombre para con Dios, bajo el punto de vista de la religión en general.

El primer deber del hombre bajo este punto de vista, es buscar e investigar cuál sea la religión verdadera, en el caso de que no se halle en posesión de ella, o que abrigue dudas racionales sobre esta materia.

En fuerza de las prescripciones de la ley natural, el hombre está obligado a dar a Dios el culto que le sea agradable y [565] conforme con su voluntad cumpliendo todos sus preceptos y los deberes religiosos, en la forma y condiciones por el mismo Dios determinadas. Y como quiera que para cumplir todo esto necesita conocer de antemano cuál sea la verdadera religión, entre las varias positivas que se disputan el imperio del mundo, de aquí el deber estrecho de buscar la verdad acerca de este punto. Contra ese deber y contra la misma ley natural pecan, sin duda, los hombres de ciencia y de cierta ilustración, que profesan el racionalismo, el protestantismo, el indeferentismo o el deísmo, en atención a que es muy difícil y moralmente imposible, que semejantes hombres se hallen con ignorancia invencible acerca de la verdad de la religión católica.

El segundo deber es abrazar la verdadera religión, una vez reconocida como tal. Esta adhesión debe extenderse, no sólo a las cosas que la razón humana comprende, sino también a las que sobrepujan sus fuerzas naturales.

La razón nos demuestra que pueden existir verdades inaccesibles o superiores a la misma, puesto que la razón divina es infinitamente superior a la humana, y posee la verdad infinita y absoluta, de la cual la razón humana sólo percibe algunos destellos entre sombras, dudas y oscuridades. Luego desde el momento que reconoce que la religión A es la expresión y manifestación de Dios, debe abrazarla y conformarse con ella en todos sus extremos, sometiendo su razón y su voluntad a la razón y a la voluntad de Dios.

De aquí el tercer deber, de profesar la religión verdadera, no solamente con la boca y el entendimiento, sino con la voluntad y el corazón, o sea la obligación de conformar y ajustar la conducta moral a los preceptos y máximas en ella contenidas. En realidad, el fin principal porque Dios reveló al hombre la verdadera religión, es precisamente para que el hombre, cumpliendo y observando sus preceptos morales y sus máximas divinas, realice su perfección moral en la vida presente y consiga la perfección y felicidad suprema en la vida futura.

El cuarto deber es tributar a Dios el culto religioso, no [566] según la voluntad, las invenciones o el capricho de los hombres, sino en la forma prescrita por Dios y por los depositarios y órganos de su voluntad. Este culto debe ser, tanto interno, como externo y público, como se dirá en el artículo siguiente.

El quinto deber es conservar, defender y propagar la verdadera religión, una vez conocida y abrazada. Dios, que quiere que todos los hombres se salven y que conozcan la verdad, según la palabra de san Pablo, quiere también, no solamente que el hombre conserve la verdadera religión, si que también la comunique y facilite a los demás en la manera y forma que sus circunstancias lo permitan. Y al cumplir esto, el hombre llena y cumple a la vez un deber de gratitud para con Dios, y de amor y verdadera benevolencia para con los demás hombres, a los cuales nada interesa tanto ciertamente como el conocer y abrazar la verdadera religión.

Corolarios

El indeferentismo religioso, sobre ser absurdo en sí mismo, es indigno del hombre. Es absurdo; porque, o supone que es indiferente a Dios que se le tribute culto verdadero o falso, o supone que todas las religiones son igualmente buenas y verdaderas. Es indigno del hombre; porque indigno es de un ser racional y moral, no cuidarse de conocer y abrazar la verdadera religión, sin la cual es imposible agradar a Dios, y conseguir, ni siquiera conocer su destino en la vida presente y después de la muerte.

Debe rechazarse como irracional el latitudinarismo, según el cual, el hombre puede conseguir la vida eterna practicando cualquier religión, aunque no sea la católica. Salvo el caso de buena fe, no muy fácil entre ciertas clases de las sociedades civilizadas, o de una providencia extraordinaria, el hombre no puede conseguir la felicidad perfecta de la vida eterna fuera de la Iglesia católica, órgano y representante de la religión revelada. Con razón, pues, se halla condenada en el Syllabus la siguiente proposición: «Los hombres pueden encontrar el camino de la salvación eterna y conseguir esta en el culto de cualquiera religión.» [567]

Artículo III
El culto divino.

Hemos dicho antes que uno de los deberes principales que emanan de la religión, es dar a Dios el culto debido: porque, en efecto, el culto puede considerarse como la manifestación religiosa por excelencia por parte del hombre.

Hablaremos primero de la necesidad del culto, y después de la libertad de cultos.

Tesis 1ª
El hombre debe honrar a Dios, no solamente con culto interior, sino también con culto externo y público.

Culto interno.

Que el hombre debe a Dios adoración, honor, reverencia, amor, temor y acción de gracias, en lo cual consiste el culto interno, es una de aquellas verdades que pueden denominarse evidentes y de sentido común, para todo el que admita la existencia de Dios. Sólo, pues, los ateos pueden negar este culto interno, por medio del cual el alma humana se pone en comunicación más o menos íntima con Dios, reconociendo y confesando su dominio y excelencia sobre toda criatura, su bondad suma, su justicia, su providencia y los grandes beneficios que de su Criador recibe.

El culto externo.

a) La razón suficiente del culto divino abraza dos elementos principales, que son: 1º reconocer y confesar el dominio y la superioridad infinita de Dios, por razón de la cual le es debida completa sumisión por parte de toda criatura y con particularidad por parte del hombre: 2º reconocer y [568] confesar su bondad suma y providencia paternal, por razón de la cual se le debe acción de gracias por los beneficios del mismo recibidos; es así que el hombre no está menos sujeto y dependiente de Dios por parte del cuerpo que por parte del alma, y le debe acción de gracias por los beneficios y bienes corporales y sensibles, no menos que por los espirituales e inteligibles: luego así como el hombre debe a Dios culto interno por parte del alma y de los bienes espirituales, se lo debe también por parte del cuerpo y de los bienes que al mismo afectan.

b) La experiencia misma nos demuestra que el hombre, durante la vida presente y en fuerza de las condiciones mismas de su naturaleza espiritual y material, inteligible y sensible a la vez, se eleva al orden inteligible pasando primero por el orden sensible, existiendo relaciones íntimas y múltiples entre la sensibilidad y la inteligencia, entre el cuerpo y el alma, entre las pasiones y la voluntad. Así, pues, como vemos que el alma depende de las cosas materiales y sensibles por parte del conocimiento intelectual y científico, hasta el punto de que éste no podría existir ni desarrollarse en el hombre, si en él no funcionaran los sentidos y la sensibilidad, así también el culto interno desfallecería, si no fuera excitado, mantenido y vivificado por medios externos y sensibles. Luego el hombre necesita hacer uso del culto externo, siquiera no sea más que para mantener vivo y conservar y fomentar el interno. Éste es, sin duda, más principal e importante que el externo, y hasta puede decirse que es el fin inmediato del externo, sin el cual, o desaparecería, o perdería su vigor y eficacia el interno.

El culto público.

Las precedentes reflexiones demuestran también la conveniencia y necesidad del culto público. Y a la verdad

a) Así como el culto interno exige y llama al culto externo por medio de palabras y signos corporales de adoración y reverencia, como un medio connatural para excitar, renovar y afirmar el culto interno del alma, así también el culto externo exige y llama en su auxilio al culto público o colectivo, [569] siendo, como es, incontestable y una verdad de experiencia, que el culto público, solemne y colectivo contribuye poderosamente a excitar, afirmar y hasta engrandecer el culto interno y externo en los particulares.

b) Negar que el culto público es muy a propósito para influir poderosamente en el interno y externo privado, sería lo mismo que negar el principio de imitación en el hombre, la fuerza del ejemplo y el poder del principio de reunión y asociación. Cuando muchos hombres se reúnen, y reuniéndose se ponen en contacto, sus almas se levantan, se engrandecen, se vigorizan en virtud de la influencia recíproca que ejercen sobre otros en fuerza de una acción y reacción misteriosa.

c) Si a esto se añade que el culto público es un corolario lógico de una religión pública; que el culto público sirve para estrechar los lazos morales, sociales y políticos de los individuos; que las ceremonias y ritos del culto público son como símbolos sensibles, externos y sencillos de los dogmas religiosos y morales, preciso será reconocer que el culto público colectivo y solemne es sobremanera útil y hasta necesario al hombre religioso, y que se halla además en completa armonía con los instintos, condiciones y necesidades del mismo en el presente estado de unión del alma con el cuerpo.

Tesis 2ª
La libertad absoluta de cultos o de religiones es ilícita de su naturaleza.

Para evitar equivocaciones, fijaremos el sentido de la tesis con las siguientes observaciones:

1ª Por libertad de cultos no entendemos la libertad de conciencia, o sea la de profesar en el fuero interno esta o aquella religión, sino la que se refiere a la profesión externa y pública de toda clase de cultos y religiones.

2ª Si por libertad de conciencia se entiende que el poder [570] público o la ley humana no tiene derecho para obligar a esta o aquella creencia religiosa, no hay inconveniente en admitirla, porque el fuero puramente interno de la conciencia no está sujeto a legislación humana. Pero si se entiende que el hombre tiene derecho (derecho digo y no facultad o libertad física, como la tiene para cometer un homicidio, sin que por eso tenga derecho) para abrazar y seguir en su interior la religión que quiera, en este sentido es inadmisible la libertad de conciencia; porque la ley natural impone al hombre el deber de buscar y abrazar la verdad, y esto con más razón cuando se trata de la verdad religiosa. Luego el hombre no posee el derecho de abrazar y profesar cualquiera religión, sino que tiene el derecho y el deber de abrazar y profesar la religión verdadera, y la omisión de este deber sólo puede excusarse por la ignorancia invencible acerca de la religión verdadera, ignorancia que es muy difícil que exista en la inmensa mayoría de las sociedades civilizadas, y sobre todo en ciertas clases y personas que rechazan la religión cristiana y revelada.

Esto supuesto, he aquí algunas pruebas de la tesis:

1ª El indeferentismo religioso es ilícito de su naturaleza y contrario a la recta razón y a la ley natural; porque admitir y profesar el indeferentismo religioso es lo mismo que admitir y profesar, o que todas las religiones son igualmente verdaderas, cosa absurda, puesto que contienen dogmas y máximas contradictorias; o que a Dios le es indiferente el ser adorado con culto legítimo o ilegítimo, con la verdad o con la mentira. Luego la libertad de cultos, que envuelve y lleva consigo el indeferentismo religioso, es ilícita y contraria a la recta razón. Luego obran contra la justicia, contra la verdad y contra los intereses de la sociedad, los gobernantes y legisladores que reconociendo y profesando la verdad de la religión cristiana; sabiendo además que es profesada por toda la nación con rarísimas excepciones personales, introducen la libertad de cultos en la sociedad, a la cual y a sus miembros causan gravísimos perjuicios sin necesidad, toda vez que para salvar el derecho problemático de algunos [571] particulares sobre esto, basta y sobra la tolerancia religiosa, o sea el no obligar con penas y castigos a la práctica externa de la religión verdadera.

2ª Es contrario a toda justicia y a la recta razón conceder los mismos derechos y la misma protección al bien y al mal, a la verdad y al error; porque la ley natural y los principios eternos de la moral y de la justicia proclaman que el hombre está obligado y tiene el deber de buscar y abrazar la verdad y el bien moral, rechazando y evitando el error y el mal. Ahora bien: introducir en una nación católica la libertad de cultos, no es otra cosa que cooperar a la introducción del error y del mal, concediendo iguales derechos a éstos que a la verdad y al bien. Crece la fuerza de esta razón, si se tiene en cuenta que la introducción de la libertad de cultos lleva consigo por parte de los partidarios de las religiones falsas, y sobre todo, de los hombres perversos y malvados que existen en toda sociedad, y el derecho y la facultad de seducir a los hombres incautos, sencillos e ignorantes, con errores morales y religiosos, arrebatándoles, por decirlo así, los grandes bienes y consuelos que para la vida presente y futura acarrea al hombre la verdadera religión. Y de estos males, responsables son ante la sociedad, y sobre todo ante Dios, los que a semejante libertad y facultad de propaganda irreligiosa cooperan con sus actos.

3ª Los males gravísimos que consigo lleva generalmente la libertad de cultos, bastarían, a falta de otras razones, para condenar su introducción en una nación que se halla en plena y pacífica posesión de la religión verdadera.

a) Las guerras civiles, las divisiones intestinas, los tumultos y la anarquía, suelen ser las consecuencias y el fruto de la introducción de la libertad de cultos en una nación antes católica, como lo demuestra la historia con respecto a la Alemania, la Suiza, la Francia en tiempos antiguos, y como lo demuestra la experiencia respecto de nuestra patria, entregada a la división, las luchas y el furor de los ciudadanos, y amenazada, por desgracia, de la guerra civil, a causa principalmente de la libertad de cultos, en mal hora introducida, [572] y de la excitación, malestar y perturbaciones profundas por esta introducción ocasionadas.

b) Produce y ocasiona disensiones entre las familias, desobediencia y menosprecio de los padres por los hijos, amarguras, desconsuelos y profundos sentimientos entre las personas allegadas o pertenecientes a la misma familia (1); en una palabra, la libertad de cultos tiende a aflojar y romper los lazos de la familia en todas sus manifestaciones.

{(1) Con razón el Sr. La Fuente, en su excelente obra La pluralidad de cultos y sus inconvenientes, consigna las siguientes reflexiones sobre este punto: «El espectáculo de una familia dividida por opiniones religiosas es muy triste y en España lo sería mucho más. El padre, protestante, va o no va al templo; el hijo, escéptico y racionalista, va al billar o al casino, mientras que la madre con su hija, cual otra santa Mónica, va a la iglesia, arrostrando las burlas del uno y el desdén del otro, a llorar sus extravíos y pedir a Dios los reduzca al buen camino...
¡Oh por más que se quiera decir, debe ser horroroso el padecimiento de un católico al ver morir dentro de su propia casa, dentro de su propia familia, una persona querida a la cual se profesa cariño, y mirar con los brazos cruzados cuál pasan los momentos en que pudiera salvarse, y cuál se acerca la hora de la eternidad para aquella alma que dentro de pocos momentos será quizá por su falta de fe, reprobada, inexorable e irremisiblemente perdida, y perdida para siempre.
Un indiferentista, un librecultista, no puede comprenderlo; ya lo sé, pero cualquier católico medianamente fervoroso lo comprenderá muy bien.
Y luego después, al acompañar sus restos mortales a la última morada, llegar con ellos hasta la puerta del templo o del cementerio, y decir aquellas palabras, que en tales casos pronunciaba el gran O'Connell al acompañar los restos de algún amigo protestante: ¡Mi amistad llega hasta aquí!» Págs. 290-91.}

c) A esto se añade la necesidad de cambiar la legislación de un pueblo en materias numerosas e importantes, lo cual lleva consigo graves perturbaciones sociales.

Y añádese, sobre todo, el gran peligro de desmoralización privada y pública; porque la verdad es, y la experiencia lo acredita demasiado, que la libertad de cultos es en la práctica [573] un pretexto para encubrir y legitimar a los ojos del público, o la ausencia de toda religión, o las malas pasiones y los vicios. ¡Cuán pocos son, si es que hay alguno, los católicos prácticos y morigerados que abandonan el catolicismo para abrazar otra religión! En el orden práctico, la libertad de cultos puede traducirse por libertad del vicio.

Observación.

No debe confundirse la libertad de cultos, proclamada como buena y como un derecho en absoluto, con la tolerancia de esta libertad. Las razones aducidas prueban que es falsa la doctrina que considera esta libertad como buena por sí misma, y como un derecho, al cual los representantes o depositarios del poder público no puedan oponerse en circunstancias normales y generales. Esto no obstante, cuando esta libertad ya se halla establecida, consolidada y como encarnada en las leyes y costumbres de una sociedad, no solamente se puede, sino que se debe tolerar para evitar mayores males, o mientras no sea posible restablecer la unidad religiosa sin peligro ni trastornos graves.

Objeciones

Obj. 1ª Siendo Dios inteligencia infinita, conoce perfectamente las intenciones, afecciones, pensamientos y necesidades del hombre sin necesidad de manifestaciones vocales o de otros signos externos: luego es superfluo e inútil el culto externo.

Resp. Nadie creerá tal vez que esta objeción tan vulgar haya sido renovada nada menos que por el fundador y principal representante del racionalismo transcendental (1); y sin [574] embargo, así ha sucedido. Por lo demás, la solución de esta objeción ya queda indicada en las pruebas de la tesis. En primer lugar, el culto externo es una protestación religiosa y un reconocimiento práctico de que el hombre depende de Dios en cuanto al cuerpo y las cosas sensibles, lo mismo que en cuanto al alma y las cosas espirituales, y es también una profesión explícita de subordinación a Dios por parte del cuerpo y de los sentidos.

{(1) Véanse sino las siguientes palabras de Kant citadas por Oischinger: «La oración, como culto formal e interior, y consiguientemente como medio de gracia, es una ilusión y una superstición, es el fetiquismo; porque no es mas que la expresión de un deseo formulado ante un Ser que no necesita que le hablemos de nuestras necesidades para conocerlas.» Diction. enciclop., t. XIX, pág. 473.}

En segundo lugar, las palabras, las inclinaciones y demás manifestaciones externas, sirven para excitar, fomentar y avivar los sentimientos internos, que languidecen más o menos sin esta excitación, a causa de la relación que en el presente estado de unión del alma con el cuerpo existe entre el orden sensible y externo, y el inteligible e interno. «La mente humana, dice santo Tomás, necesita de la excitación o auxilio de las cosas sensibles para unirse a Dios... y por esta razón, en el culto divino es necesario echar mano de algunas cosas corporales, a fin de que por este medio el alma sea excitada a los actos espirituales, por medio de los cuales se une a Dios {(1) Sum. Theol., 2ª 2ª, cuest. 31, art. VII}.» «Y estas cosas exteriores, añade después, no se presentan a Dios porque él necesite de ellas, sino en cuanto son ciertos signos de las obras espirituales e interiores, que son las que Dios acepta principalmente.»

«Respeto de los hombres, usamos de palabras, dice en otra parte {(2) Ibid., cuest. 91, art. 1}, para manifestarles nuestros conceptos y sentimientos interiores... Mas respecto de Dios, usamos de palabras, no ciertamente para manifestar nuestros conceptos o sentimientos a Aquel que ve y escudriña los corazones, sino para excitarnos a nosotros y a los que nos oyen a su reverencia. Y por esto es necesaria la alabanza de la boca, no ciertamente por Dios o para Dios, sino a causa del mismo laudante.» [575]

Obj. 2ª A un espíritu puro corresponde un culto puramente espiritual: siendo, pues, Dios espíritu sin mezcla alguna de materia, también deberá ser puramente espiritual o interno su culto.

Resp. En primer lugar, ya se ha dicho arriba, que la razón suficiente de la necesidad del culto externo no debe buscarse en Dios, sino en el hombre, como ser compuesto de materia y espíritu. En segundo lugar, la objeción sólo probaría que el culto interno es más principal e importante que el externo, pero no que este último sea inútil, ni que carezca de importancia relativa y de utilidad. «La Religión, dice a este propósito santo Tomás, considera los actos interiores como principales y como los que pertenecen directamente a la religión; mirando a la vez los exteriores, como secundarios y subordinados a los internos.»

Obj. 3ª Contra la segunda tesis puede objetarse que la libertad de cultos o religiones compete al hombre por derecho natural, contra el cual nada puede la ley humana. Y que la libertad dicha corresponde al hombre por derecho natural, se prueba porque el hombre, según su propia naturaleza, tiene libertad para creer esto o aquello acerca de Dios y del culto que dársele debe.

Resp. La afirmación de que la ley natural permite al hombre profesar el culto y religión que se le antoje, es tan falsa como irreligiosa. Lo dicho al demostrar la tesis, prueba que la ley natural, lejos de conceder al hombre el derecho de profesar cualquiera religión, le impone, por el contrario, el deber de profesar la verdadera. De aquí es que la ley humana, en la hipótesis de la posesión de la religión verdadera por parte de la sociedad, al prohibir la introducción y profesión pública de las religiones falsas, lejos de obrar contra la ley natural, más bien favorece su cumplimiento. Lo único a que no alcanza y a que no debe extenderse la ley humana, es a la prohibición penal de la profesión puramente interna de una religión falsa.

El origen de este y otros sofismas análogos sobre esta materia, es que se confunde la facultad o libertad física para [576] hacer alguna cosa, con la facultad o libertad moral; o lo que es lo mismo, se confunde la facultad y potencia de realizar una cosa, con el derecho de ejecutarla. Y es lo mismo que si uno dijera: Yo puedo, es decir, soy dueño y capaz de determinarme a matar a Pedro: luego tengo derecho para hacerlo, es decir, tengo libertad moral para matar a Pedro; lo cual vale tanto como decir que puedo ejecutar esta muerte sin faltar al orden moral.

Obj. 4ª De la solución precedente y de las pruebas de la tesis se deduce que los gobernantes de países infieles o herejes, tienen el derecho de impedir la introducción y predicación del Evangelio en sus territorios.

Resp. Esta deducción es ilegítima, porque supone que la ley natural concede los mismos derechos al error y al mal que a la verdad y al bien: supone también que las pruebas y caracteres de la verdad de la religión católica son iguales a las pruebas y caracteres de los demás cultos: doble hipótesis que ningún hombre sensato admitirá sin duda, si procede de buena fe. Luego los gobernantes de las naciones infieles y heréticas, lejos de tener per se o en virtud de la ley natural, el derecho de impedir la introducción de la religión católica, tienen, por el contrario, el deber de abrazarla ellos mismos y de procurar que sus súbditos la abracen, a no ser que la ignorancia invencible los excuse de esta obligación, ignorancia que es difícil tenga lugar en los gobernantes de naciones más o menos civilizadas, y principalmente en las cristianas heréticas o disidentes.

Obj. 5ª Los partidarios de la libertad de cultos en nuestra patria suelen o solían justificar su necesidad y conveniencia con razones como las siguientes: 1ª que la libertad de cultos atrae los capitales extranjeros, aumentando por este medio la riqueza pública: 2ª que el clero católico se hace más activo y se perfecciona con la lucha y discusión con los ministros de otras religiones: 3ª que los católicos sinceros y verdaderos se hacen más fervorosos en la piedad y más firmes en la fe.

Resp. Contestando brevemente a estas razones, diremos [577] ante todo que, aun cuando fueran reales esas ventajas, nunca serían suficientes para contrapesar los gravísimos males, inconvenientes y peligros que ha producido, produce y producirá la introducción de esa libertad en una nación eminentemente católica, como es la española. Además de esta consideración general, he aquí algunas especiales, relativas a las tres razones de la objeción:

a) Para todo hombre de buena fe, está fuera de duda que la unidad religiosa en nada impedía ni perturbaba la introducción de capitales extranjeros. Aparte de que los capitalistas suelen ser, por lo general, sobrado despreocupados para cuidarse mucho de estas cosas, es lo cierto que a ninguno se molestaba por semejante motivo, en virtud de la tolerancia general y práctica, introducida y como encarnada en las costumbres públicas. Si no acudían, pues, los capitales extranjeros, no era ciertamente por falta de libertad religiosa, sino por otras causas y razones que no es del momento examinar. Baste consignar, en corroboración de todo lo dicho, la experiencia que nos enseña, que ni los capitales extranjeros, ni la riqueza pública han aumentado después de introducida la libertad de cultos con la revolución setembrina. Lo que sí ha aumentado después de ésta es la paralización industrial y comercial, la pobreza y miseria pública.

b) Sin contar que los ministros católicos necesitan aprender de los de otras religiones, ni en el orden moral, ni en el orden científico (1), establecer la utilidad y necesidad [578] de la libertad de cultos sobre semejantes razones, equivale a decir que se debe procurar que haya guerras para que se formen buenos capitanes, que haya muchas enfermedades y grandes pestes para que los médicos se hagan más activos y más estudiosos.

{(1) «¿Si querrán los policultistas, dice con razón el Sr. La Fuente, que el obispo anglicano Colenso, que no admite la divinidad de la Biblia, venga a reformar y enseñar a nuestro clero? Wiliam Cobbet ha demostrado hasta la evidencia que el clero anglicano sólo tiene actividad para hacer dinero, y esto lo ha probado con números y con razones, a las cuales no se ha podido contestar. Y cuando los protestantes mismos se ríen de la actividad de su clero para la vida espiritual, ¿se quiere venir a presentarlo como un modelo para el nuestro?» Obra cit., págs. 376-377.}

c) En primer lugar, en la nación que conserva la unidad católica hay también católicos fervorosos, sinceros y perfectos, en tanto o mayor número, como puede haber en las naciones en que reina la libertad de cultos. A esto se añade la consideración muy poderosa, que mejor es que todos sean católicos, aunque haya muchos tibios e imperfectos; porque al fin éstos están en camino fácil de salud, puesto que mientras conservan la fe, conservan el principio y el germen para volver a Dios y a la práctica de la religión en la vida y en la muerte, ventaja que no alcanzan los que han perdido la fe o han abandonado la religión verdadera.

Artículo IV
De los derechos y deberes anejos y consiguientes a la Iglesia de Cristo, como órgano de la religión verdadera.

Para reconocer los deberes que al hombre incumben con respecto a la Iglesia católica, como órgano de la verdadera religión, preciso es conocer de antemano su naturaleza y constitución, para deducir de aquí sus derechos y los consiguientes deberes del hombre para con ella. [579]

§ I
Naturaleza y constitución propia de la Iglesia.

Tratar con extensión este argumento, pertenece a la teología. Nosotros sólo debemos dar una idea general del mismo, como base racional de los derechos y deberes relativos a la Iglesia; idea que reduciremos a los siguientes puntos:

1º Cuando llegó la plenitud de los tiempos, por los antiguos patriarcas y profetas anunciada, apareció Cristo sobre la tierra y conversó con los hombres; el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros para reparar la gran caída moral de la humanidad, y colocarla de nuevo en condiciones fáciles para conseguir la felicidad sobrenatural de ver a Dios como es y cara a cara: videmus eum sicuti est, facie ad faciem, como dice el Apóstol. Con este objeto y con el de facilitar al hombre el conocimiento y práctica del camino que a este destino final conduce, instituyó sobre la tierra una sociedad religiosa, en la cual tienen cabida todos los pueblos y todos los siglos. Esta sociedad es la que llamamos Iglesia de Cristo, Iglesia católica, porque es la depositaria de la fe y doctrina revelada, de los sacramentos, de la gracia y de los medios proporcionados y necesarios para santificar al hombre, dotándola a la vez de una cabeza suprema e infalible, que la rigiera y conservara perpetuamente bajo el gobierno y acción del mismo Cristo como cabeza invisible.

2º En atención a que todos los hombres están obligados a formar parte de esta sociedad religiosa, fuera de la cual no hay salvación para el hombre, quiso su divino fundador que fuera fácil y accesible a todos su reconocimiento, haciéndola, en consecuencia, visible y como palpable y manifiesta para todo hombre que quisiera buscar de buena fe la verdad divina. Por esta razón la adornó con los caracteres especiales, a la vez que brillantes y de fácil discernimiento, que [580] distinguen a su Iglesia, en la cual resplandecen la unidad, la santidad, la universalidad y el carácter de apostólica o fundada, propagada y continuada hasta nosotros por los apóstoles, por medio de una sucesión perpetua y constante de Pontífices y Obispos, de doctrina, sacramentos y jerarquía.

3º La forma de gobierno en la Iglesia es una teocracia monárquica, con participación aristocrática y democrática. Es teocracia; porque su cabeza suprema es el mismo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, en el cual reside la autoridad plena de regir y gobernar su Iglesia, como lo verifica, conservándola y conduciéndola a su fin a través de todos los peligros, escollos y vicisitudes de la vida humana. Es monárquica, por cuanto el mismo Cristo comunicó a san Pedro y a sus sucesores una autoridad suprema e independiente, para regir y gobernar la Iglesia, con sujeción empero a las leyes fundamentales y divinas, como son los dogmas revelados, los sacramentos, la jerarquía, &c. Es aristocrática, en cuanto que el Sumo Pontífice no puede destruir el orden jerárquico compuesto de obispos, presbíteros y ministros; y además, porque a los obispos corresponde de derecho divino una intervención directa en el gobierno de la Iglesia, habiéndolos puesto el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios: Spiritus Sanctus posuit regere Ecclesiam Dei. Es democrática; a) porque el Sumo Pontífice entra en posesión de su dignidad por elección y no por derecho hereditario: b) porque tanto él como los obispos, sacerdotes y ministros son elegidos y salen de todos los rangos de la sociedad, sin distinción de clases, y lo que es más, sin distinción de pueblos, tribus, lenguas, climas y civilizaciones (1). Téngase presente, sin embargo, que aunque la elección del Sumo Pontífice pertenece a los hombres, no son estos los que confieren al elegido la suprema potestad y jurisdicción de gobernar la Iglesia, potestad y jurisdicción que recibe del mismo Dios. [581]

{(1) «Sous le monarque éternel, escribe a este propósito Rohbacher, et invisible, le Christ, est un monarque visible et mortel, son [581] vicaire, le Pape, qui a reçu de lui la pleine puissance de pâitre et de regir l'Eglise universelle. Par son canal d'autes princes et pasteurs appéles en partage de sa sollicitude, reçoivent à pâitre et à regir des Eglises particulières, non pas comme ses vicaires ou lieutenants, mais comme princes, et pasteurs véritables. En fin, ni la papauté ni l'espiscopat, ni le simple sacerdoce n'est héréditaire. Tout se recrute dans le peuple, qui est toute l'humanité chrétienne. Le dernier peut devenir le premier. Un pêcheur de Gailée será le premier Pape, Saint-Pierre; un thrace deviendra le pape Cênon; le fils d'un charpentier de Toscane, le pape Gregoire VII; le fils d'un domestique anglais, la pape Adrien IV, un petit pâtre le pape Siste V.» Histoire de l'Eglis., t. 1, pág. 366.}

4º El fin de la Iglesia, en cuanto a la vida presente, es la perfección espiritual del hombre, su santificación por medio de la gracia divina y de las obras buenas por esta fecundadas. En cuanto a la vida futura, es la consecución de la vida eterna, consistente en la unión perfectísima con Dios por medio de la intuición de la esencia divina. Los medios principales para realizar y conseguir este doble fin, son la fe, la gracia, los sacramentos, las virtudes y el culto divino.

5º De la doctrina expuesta acerca de la constitución y naturaleza de la Iglesia, se desprenden las siguientes consecuencias:

1ª La Iglesia es una sociedad que goza de completa independencia con respecto a cualquiera autoridad humana y a toda sociedad civil, puesto que el mismo Dios es su autor y legislador, y de él depende por parte de su fundación, propagación, forma, doctrina, culto, sacramentos, jerarquía, conservación, fin y medios; a no ser que alguno quiera negar que el poder de Dios y derecho divino no están sujetos al poder humano, ni a la ley civil.

2ª La jerarquía eclesiástica, como fundada en derecho divino y procedente del mismo Cristo, posee una autoridad de derecho divino, y como tal, independiente de toda autoridad humana. Luego ningún poder humano tiene derecho [582] para limitar, coartar o impedir el ejercicio de la potestad y jurisdicción que al Sumo Pontífice, a los obispos, a los sacerdotes y demás ministros de la Iglesia compete en orden a los miembros de la misma.

3ª La Iglesia de Cristo posee vida propia, autoridad propia, organismo propio y peculiar, con el derecho consiguiente de poner en práctica los medios necesarios para su propia conservación, expansión y propagación. En virtud de este derecho divino y de la voluntad misma de Cristo, corresponde a la Iglesia ejercer libremente.

a) El ministerio doctrinal, o sea el ministerio de la palabra de Dios, cuyas manifestaciones y formas principales son la predicación del Evangelio, las decisiones dogmáticas y disciplinares, la interpretación de la Sagrada Escritura, y la proscripción de los errores religiosos.

b) El ministerio sacerdotal, o sea la administración de los sacramentos, el ejercicio de las funciones sagradas que a estos se refieren, el sacrificio de la misa, con otras análogas, ya sea que estas funciones pertenezcan a los sacerdotes, ya sea que pertenezcan a los demás grados superiores o inferiores de la jerarquía eclesiástica.

c) El ministerio legal, o sea la facultad de establecer y promulgar leyes encaminadas a promover la santidad de las costumbres de los fieles, a conservar y fomentar la unión y subordinación entre los miembros de la Iglesia, a proveer a la misma de ministros idóneos para ejercer en todas partes este triple ministerio que Jesucristo encomendó a su Iglesia.

6º La Iglesia católica constituye, por lo tanto, una sociedad natural y sobrenatural a la vez. Es una sociedad natural: 1º porque sus miembros son hombres, a los cuales se trata de perfeccionar sin destruir su naturaleza ni sus condiciones humanas, pues la gracia no destruye sino que perfecciona la naturaleza: 2º y principalmente, porque realiza y llena mejor que ninguna otra sociedad, la aspiración del hombre al infinito, y es la expresión más elevada del sentimiento religioso que en el fondo del corazón humano se revela. [583]

Es sociedad sobrenatural, en el sentido y bajo el punto de vista de que su fundación, propagación, doctrina, sacramentos, y sobre todo, su fin, sus medios, superan las fuerzas de la naturaleza humana y reconocen como principio el mismo Dios como autor de la gracia, o sea del orden sobrenatural. De aquí es que puede decirse con razón, que la Iglesia es la sociedad más perfecta y admirable de cuantas los hombres han conocido, y viene a ser la realización de aquel ideal de sociedad universal, tan deseada y como presentida por algunos grandes genios de la antigüedad pagana, entre ellos, por Platón y Cicerón.

§ II
Derechos de la Iglesia y deberes del hombre relacionadas con estos derechos.

De la doctrina consignada en el párrafo anterior, no es difícil colegir cuáles sean los derechos principales de la Iglesia y los deberes que en el hombre resultan con relación a ella. Helos aquí:

La Iglesia tiene el derecho de predicar el Evangelio en todo el mundo. Toda vez que Cristo fundó y constituyó la Iglesia como una sociedad religiosa necesaria a todos los hombres para conseguir la vida eterna, compete a esta el derecho divino de propagarse por todas partes, haciéndose visible a todos los hombres, sin lo cual éstos, ni podrían cumplir la obligación que tienen de entrar en esta Iglesia, ni realizar su destino final y perfección suprema. Por otra parte, el mismo Jesucristo concedió a la Iglesia este derecho cuando dijo a los Apóstoles: Euntes docete omnes gentes... docentes eos servare quacumque mandavi vobis: Predicad a todas las naciones, enseñándoles a observar las cosas que os he mandado. La autoridad, pues, divina y suprema de Cristo, [584] el derecho de los hombres a la verdad, y sobre todo, el derecho y necesidad de formar parte de la sociedad religiosa instituida por Cristo para poder realizar su destino y perfección final, todo contribuye a demostrar el derecho que a la Iglesia asiste de propagarse por todas partes por medio de la predicación del Evangelio.

A este derecho corresponde por parte de los hombres

a) El deber de abrazar la fe de Cristo y de observar sus preceptos y máximas, luego que hayan reconocido su verdad.

b) Por parte de los príncipes y gobernantes, el deber de no resistir ni impedir la predicación del Evangelio, y hasta de protegerla y facilitarla; y esta obligación o deber es más grave con respecto a los príncipes y gobernantes de naciones cristianas, aunque sean heréticas, porque es más difícil que los excuse la ignorancia.

c) Los príncipes católicos tienen el derecho de combatir a los no católicos que, o impiden la propagación de la verdadera religión, o la persiguen. Del derecho divino de la Iglesia para propagarse, se deriva en ella y se comunica a los príncipes que son sus hijos, el derecho de proteger en esta materia, y de repeler la violencia o injuria que se le hace al impedirle su ejercicio.

La Iglesia tiene derecho de establecer y promulgar leyes encaminadas al gobierno, dirección y mejoramiento de los cristianos todos, sean superiores o súbditos. Estas leyes tienen fuerza, no solamente obligatoria sino coactiva, por cuanto la Iglesia ha recibido de su divino fundador, no solamente la autoridad legítima para promulgarlas, si que también para sancionarlas por medio de penas espirituales, cuales son la excomunión, el entredicho, &c.

A este derecho de la Iglesia corresponde por parte de los hombres:

a) El deber de la obediencia o sumisión; pues, según la sentencia del mismo Jesucristo, el que no obedece a la Iglesia debe ser considerado como un gentil y publicano.

b) El deber de la libertad por parte de los magistrados [585] y gobernantes civiles, siendo incontestable que si los fieles tienen el deber de obedecer y cumplir las leyes eclesiásticas encaminadas a su bien espiritual y verdadero, con igual o mayor razón los magistrados están en el deber de no impedir la promulgación y observancia de estas leyes, sopena de violar por una parte el derecho de la Iglesia a promulgarlas, y por otra el derecho de los ciudadanos a que no se les pongan obstáculos para su perfección moral y espiritual.

Fácil es inferir de aquí, que obran contra todo derecho y contra toda justicia los príncipes y magistrados que ponen trabas o impiden la publicación de las leyes, decretos, constituciones y bulas relativas a la fe, las costumbres y la disciplina, salvo en los casos y condiciones en que la misma Iglesia les conceda esta facultad.

3º La Iglesia tiene el derecho, y derecho divino, de proponer y declarar las verdades pertenecientes a la fe católica, con respecto al dogma y a la moral; y además, de establecer su disciplina, pues ella es la columna y firmamento de la verdad, y del mismo Cristo ha recibido la autoridad suprema para esto.

A este derecho corresponde por parte de los fieles todos, sean súbditos o superiores:

a) El deber de abrazar y asentir a estas verdades con fe divina, y de conformar su conducta con ellas, si se trata de la moral o disciplina.

b) Por parte de los príncipes y magistrados, el deber de prohibir e impedir, según lo permitan las circunstancias de la sociedad, la publicación y propagación de doctrinas contrarias a estas verdades, ya porque semejantes doctrinas ceden en perjuicio moral y espiritual de los súbditos, cuyo bien deben procurar y cuyo daño y engaño deben evitar, ya porque, como príncipes y magistrados católicos, deben obediencia, protección y auxilio a la religión católica.

La Iglesia tiene el derecho de velar sobre la enseñanza pública y consiguientemente de intervenir en los establecimientos públicos de enseñanza, frecuentados por sus súbditos. La razón es, que sin este derecho, ni puede evitar el [586] peligro de que los fieles sean engañados y pervertidos, ni puede ejercer expeditamente y de una manera práctica y útil para los fieles, el derecho de examinar las doctrinas y condenar los errores contrarios a la religión.

A este derecho corresponde por parte de los gobiernos católicos, el deber de conceder, o al menos no impedir la intervención del Sumo Pontífice y de los obispos en la enseñanza pública. Esto sin contar que esta intervención es de la mayor utilidad para los mismos poderes públicos; pues la experiencia enseña demasiado que la enseñanza de las doctrinas católicas, y por consiguiente la intervención de la Iglesia en la instrucción pública, es el medio más poderoso, más práctico y más eficaz para contener a los pueblos en su deber, para evitar insurrecciones y perturbaciones sociales, para moralizar las masas y para mantener y consolidar el espíritu de orden, de obediencia y sumisión de los gobernados.

A este derecho de la Iglesia se opone directamente ese monopolio universitario y esa enseñanza oficial, en que el Estado se arroga el derecho de dar a los pueblos una enseñanza o doctrina determinada, conculcando los derechos y libertades, no solo de la Iglesia, sino de los padres de familia para educar y enseñar a sus hijos. En esta materia, como en otras muchas, la sociedad moderna retrocede al antiguo paganismo y al despotismo cesarista, proclamando prácticamente el derecho del Estado para educar a su antojo a los ciudadanos, y para ejercer sobre ellos los derechos de rey y de pontífice, reasumiendo en sí todos los derechos, sagrados y profanos, civiles y políticos.

La Iglesia tiene el derecho de adquirir y poseer bienes temporales. Si este derecho es reconocido en otras sociedades y en los individuos, con mayor razón debe reconocerse en la Iglesia de Cristo, sociedad perfecta, si las hay, independiente, autónoma y de un organismo perfecto. Por otra parte, esta Iglesia no puede subsistir convenientemente, ni desarrollarse y propagarse, sin el culto, el cual exige ministros, templos, altares, vestiduras y cien otros objetos, que no pueden obtenerse de una manera digna sin la posesión y dominio [587] de bienes temporales. A esto se añade, que estos bienes son una condición casi necesaria para la independencia y libertad de acción que la Iglesia de Cristo y sus ministros exigen.

A este derecho corresponde por parte de los príncipes y gobiernos, el deber de conservar y proteger los bienes de la Iglesia y sus corporaciones, así como el derecho a su adquisición. Que si alguna vez resultan algunos inconvenientes del ejercicio de este derecho y posesión, o mejor dicho, de la excesiva acumulación de bienes, expedito tienen el camino para remediar estos inconvenientes, no con la violencia y el despojo, ni menos negando a la Iglesia el derecho de adquirir y poseer, sino poniéndose de acuerdo con la Cabeza de la Iglesia, la cual nunca se niega, cuando los inconvenientes son reales, y la demanda de los gobiernos es racional. Excusado es añadir que esa desamortización eclesiástica, tan querida y acariciada por los modernos gobernantes, no es más que una verdadera violación del derecho de propiedad, un despojo inicuo, ya sea que se la considere a la luz de la recta razón y de la ley natural, ya a la luz de la idea religiosa.

Corolarios

1º La base fundamental de las relaciones entre la Iglesia y el Estado debe colocarse en la distinción absoluta, combinada con una dependencia relativa entre los dos. Hay distinción, y si se quiere, independencia absoluta entre la Iglesia y el Estado; porque distintos son completamente el origen, la fundación, el fin, los ministros y los medios correspondientes a la una y al otro. Hay, empero, dependencia relativa; porque así como los católicos y los mismos ministros de la Iglesia, como hombres particulares y miembros de la sociedad civil, están sujetos a las leyes y ministros de la Iglesia en orden a las cosas espirituales.

2º Esta distinción absoluta entre una y otra sociedad, entre una y otra potestad, es el fundamento más sólido y la condición sine qua non de la libertad, así individual como [588] civil y política (1), las cuales no pueden subsistir ni consolidarse sin la distinción y separación de las dos potestades. Negar esto es abrir la puerta al apotegma, expresión lógica y última del despotismo: cujus est regio, illius est religio.

{(1) Afirmación es esta en la que conviene Guizot y los políticos más sensatos e ilustres de nuestros días.
Véase cómo se expresa sobre el particular la Encyclop. du XIX siècle: «On a essayé de nos jours de nier la necesité de cette distiction, et l'on n'a pas vu qu'en le faisant on niait un des progrés les plus positifs, et les plus incontestables des temps modernes. Qué résuterait-il, en effet, de la confusion de deux pouvoirs? En premier lieu, il arriverait, d'un côte, que la societé religieuse perdrait son cacactère d'universalité... De l'autre que les nations privées du bien spirituel, isolées par leurs intérês religieux comme par leurs intérêts politiques, retomberaient dans les sentimients d'hostilité et d'exclusion réciproque propes aux peuples anciens... En fin, la garantie la plus puissance de la liberté de tous serait anéantie... une même domination s'appesantirait sur l'âme, et sur le corps, et tout recours serait enlevé aut droit individuel. Ce que nous venons de dire n'est pas d'alleurs une pure hypothèse fondée seulement sur des deductions logiques et denouée de preuves positives. L'espérience est faite, et le passé offre des exemples nombreux des faits que non signalons; l'histoire du califat surtout en est la demonstration evidente...
Parmi les Etats chrétiens fondés sur des principes analogues, nous citerons la Russie. Si ce pays, le moment de la décadence n'est pas arrivé, si l'expansion conquerante dure encore, la réunion des deux pouvoirs a néanmoins produit déjà un des ses effets, le despotisme barbare, et impitoyable que chaque jour se manifeste à l'Europe par quelque iniquité nouvelle.» Encyclop. du XIX siécle., tom. 20, pág. 286.}

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Zeferino González Filosofía elemental (2ª ed.)
Madrid 1876, tomo 2, páginas 558-588