Filosofía en español 
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Comentarios críticos al Diccionario soviético de filosofía

David Hume

David Hume en el Diccionario soviético de filosofía


 

David Hume · Daniel López Rodríguez · 15 de mayo de 2019

David Hume (1711-1776)

1. El burgués agnóstico

Lo primero que señala el diccionario es que Hume era un «Filósofo burgués» y un «agnóstico». La edición abreviada de 1955 añade que era un «idealista subjetivo», y observa que en el terreno social nuestro filósofo era «idealista y metafísico» al ser partidario de un compromiso entre la burguesía y la nobleza, además de ser un apologeta del capitalismo al desplegar éste un gran progreso en Gran Bretaña (pero más apologetas fueron los mismísimos Marx y Engels en el Manifiesto comunista y otros escritos).

2. Hume y el agnosticismo

«Agnosticismo» fue un término que acuñó Thomas Huxley, el Bulldog de Darwin, contra los teólogos místicos y los filósofos metafísicos. Huxley consideró que Hume, precisamente, fue el verdadero precursor del agnosticismo. Pero –como se ha dicho– Huxley se refiere a Hume como agnóstico seguramente «de un modo muy impreciso, porque las posiciones de Hume se aproximan más a las del escepticismo global (el quod nihil scitur de Francisco Sánchez) que al agnosticismo en el sentido estricto de Huxley. En efecto, el agnosticismo, tal como Huxley lo determinó, no es, en modo alguno, un escepticismo total, no es la posición de quien está dispuesto a suspender el juicio ante cualquier proposición que se le presente, considerando todo asenso como dogmatismo. El agnosticismo se define, por el contrario, en función de las evidencias muy firmes que (se supone) deben considerarse adquiridas a través del desarrollo de la ciencia moderna. Es precisamente la ciencia moderna –sobre todo la Mecánica newtoniana y su extensión laplaciana, pero también la Termodinámica o la Biología evolucionista– la que abre la posibilidad del agnosticismo. Pues ya no se trata ahora de defender, como única alternativa filosófica, la necesidad de dudar “sobre el conocimiento en general”, sino precisamente sobre el conocimiento no científico. Del conocimiento científico no cabe en realidad dudar» (Gustavo Bueno, «Ignoramus, Ignorabimus!», El Basilisco, Oviedo 1990, pág. 69).

Aunque el escepticismo de Hume no era el escepticismo radical al estilo de la secta de los «pirrónicos», que dudaban incluso de la vida práctica, sino más bien se aproximaba al escepticismo de los «académicos», que era más moderado; de ahí que él mismo acuñase la expresión «escepticismo mitigado». La filosofía –dice Hume– nos convertiría en pirrónicos completos si las naturaleza no fuese demasiado fuerte para impedirlo.

Para el diccionario Hume era un agnóstico en el sentido de que consideraba «insoluble el problema acerca de si existe o no una realidad objetiva». Según el criterio de Hume, nosotros no sólo desconocemos la esencia de las cosas en sí sino que también desconocemos su existencia (si existen o no cosas en sí mismas al margen de toda percepción y toda conciencia). Como escribía Lenin, «Hume no quiere saber nada sobre las ‘cosas en sí’, el propio pensamiento sobre ello lo considera filosóficamente inadmisible». Hume era, pues, un agnóstico (un escéptico) más consecuente que Kant (el cual reconoció que el filósofo escocés le despertó de su «sueño dogmático»), pues el filósofo de Königsberg afirmaba la existencia de las cosas en sí aunque admitía desconocer su esencia (porque tales cosas rebasan toda experiencia posible y están en un contexto supracategorial que desde el materialismo filosófico ponemos en correspondencia con la Materia ontológico-general, sobre la cual sólo podemos decir lo que no es, pero sobre lo que realmente sea ignoramus, ignorabimus!). Como se ha dicho, «la reconocida influencia que Hume ejerció en Kant no la reduciríamos a la influencia directa de unas lecturas o pensamientos literarios, sino a la ocasión que aquellos tuvieron para hacer que Kant “despertase de su sueño dogmático” (escolástico-abstracto), poniendo el pie en el suelo de la psicología empírica (y no, por ejemplo, en el suelo de la Geología, de la Química o en el de la Zoología)» (Gustavo Bueno, «Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico», El Basilisco, nº 35, Oviedo 2004, pág. 13).

Hume dudaba, pues, de la existencia de las cosas en sí y admitía el desconocimiento de sus esencias. En resumen: el agnosticismo de Hume duda de la existencia de las cosas en sí, desconoce la esencia de las mismas (si es que existen) y –como veremos– niega el carácter objetivo de la causalidad (así como también cuestionaba las nociones de existencia y sustancia).

Hume, en tanto agnóstico (o diagnosticado así por el diccionario), es considerado como idealista y subjetivista («idealista subjetivo»); porque –como leemos en la entrada «Agnosticismo» en la edición de 1939– los agnósticos consideran que «el mundo que vemos y con el que tratamos en nuestro conocimiento, no es una realidad objetiva, sino sólo el producto de la actividad de nuestros órganos de los sentidos y de nuestra razón». En la edición abreviada de 1955 de tal entrada leemos: «El agnóstico es un escéptico pues pone en duda la posibilidad de conocer las “cosas en sí”, el carácter objetivo del conocimiento, la existencia del mundo exterior, &c.». En la entrada de 1971 leemos: «Elemento fundamental del agnosticismo es también su negación del nexo existente entre esencia y fenómeno. Escudándose en el hecho de que la esencia del objeto no aparece en la superficie, de que no coincide con el fenómeno, el agnosticismo establece una barrera infranqueable entre ambos». Y la entrada de 1980 concluye: «el conocimiento es un proceso complejo, en cuyo curso es legítima la duda. La absolutización de este elemento es la causa del agnosticismo de algunos científicos contemporáneos». Pero, como hemos advertido, la duda de los agnósticos –tal y como definió el concepto Huxley– era para todo conocimiento no científico; lo cual es muy legítimo, siempre y cuando la ciencia no tenga el monopolio del conocimiento y se vaya hacia la deriva del fundamentalismo científico.

Como decía Lenin en Materialismo y empiriocriticismo –citado en la entrada «Agnosticismo» de la edición abreviada de 1955– lo esencial del agnosticismo es «que no va más allá de las sensaciones, que se detiene más acá de los fenómenos, negándose a ver nada que sea ‘cierto’ más allá de las sensaciones. De estas cosas mismas (es decir, de las cosas en sí, de los ‘objetos de por sí’, como decían los materialistas con los que discutía Berkeley) nosotros no podemos saber con certeza nada: tal es la declaración terminante del agnóstico [pero como sabemos esa sería más bien la línea del escepticismo global del quod nihil scitur de Francisco Sánchez, estando el escepticismo de Hume «mitigado»]. Así, pues, el materialista… afirma la existencia y la cognoscibilidad de las cosas en sí. El agnóstico no admite la idea misma de las cosas en sí, declarando que no podemos conocer nada de cierto acerca de ellas».

Pero, desde el Diamat, es la propia praxis humana la que refuta el escepticismo de Hume (que en última instancia sería un subjetivismo, y si se profundiza acaba en el solipsismo o el individualismo más absurdo), pues la acción sobre la naturaleza llevada a cabo por los seres humanos a lo largo de siglos hace que esta se modifique. Con esto se demuestra la existencia y la esencia objetiva del mundo, puesto que éste no es un enigma indescifrable sino algo perfectamente cognoscible e inteligible. En la edición de 1980 de la entrada «Escepticismo» se afirma que «El materialismo dialéctico reconoce el escepticismo como elemento del conocimiento (duda, autocrítica, &c.) sin absolutizarlo hasta el rango de concepción filosófica que deviene en agnosticismo»). Pero el agnosticismo radica en dudar sobre el conocimiento no científico y no en el conocimiento en general que, ya de forma radical como el pirronismo o ya de forma mitigada como en Hume, duda del conocimiento en general (aunque, como vamos a ver, Hume no dudaba del conocimiento matemático; y, si tenemos esto en cuenta, en cierto sentido, Hume era un agnóstico ya que no veía el conocimiento posible nada más que en las matemáticas, lo que en cierto sentido le aproximaría al fundamentalismo científico de las matemáticas).

Por tanto, «la práctica de la humanidad no sólo tiene una significación fenoménica (en el sentido que Hume y de Kant ponen en la palabra), sino también una significación objetiva real» (Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, Planeta-Agostini, Barcelona 1986, pág. 100).

El materialismo filosófico, que sostiene la teoría constructivista de la ciencia desde la teoría del cierre categorial, afirma (y no ya de modo dogmático sino apagógico o por reducción al absurdo frente a otras alternativas que salgan al paso) que, efectivamente, existen conexiones materiales entre los términos a través de las relaciones establecidas por las operaciones en el eje sintáctico –así como los referenciales fisicalistas, los fenómenos y las esencias en el eje semántico–, que se llevan a cabo en un determinado campo científico que presupone autologismos, dialogismos y normas en el eje prágmático. Y esto posibilita la verdad científica en tanto identidad sintética sistemática. Por tanto las verdades en tanto identidades sintéticas sistemáticas son posibles y por consiguiente cognoscibles (si hay identidades sintéticas no cabe el ignorabimus). Por eso se trata de una filosofía antiescéptica, esto es, una filosofía con el potencial suficiente para enfrentarse a la hipercrítica del escepticismo. No es cierto «que nada se sabe». No cabe decir quod nihil scitur.

Asimismo, tampoco se trata de una filosofía agnóstica ya que no duda de otros conocimientos que no sean científicos (el principio de symploké es una muestra del saber filosófico; un saber a filosofía cierta, por así decir). No se trata, entonces, de un agnosticismo pero sí de un antignosticismo, pues niega con contundencia toda impostura que pretenda pasar por revelaciones divinas o de númenes equívocos a unos sujetos supuestamente iluminados que han gozado del privilegio de ser guiados por la voz de la verdad absoluta desde las Alturas. Pero la verdad (las múltiples verdades en proceso dialéctico y symplokético, si nos situamos desde un pluralismo de la verdad) es potencialmente universal para todos los sujetos operatorios humanos y no exclusivamente patrimonio de unos pocos que se creen con más derecho a la verdad que nadie. El materialismo filosófico ni es omnisciente ni es nesciente, y por ello está pensado contra el dogmatismo y contra el escepticismo.

3. El problema de la causalidad

Antes de Hume nadie puso en cuestión la máxima en la que se afirma que todo lo que comienza a existir debe tener una causa de su existencia; es decir, nadie puso en tela de juicio la idea de causa y el consecuente efecto de la misma. La máxima parecía tan evidente al sentido común que nadie pidió ni dio pruebas o explicaciones sobre la obviedad de la misma. Al parecer, la certeza de la máxima se debía a la intuición y nadie podía negarla porque a la vista de todo el mundo estaba. O eso es lo que parecía.

Pero –afirma Hume– si la citada máxima es examinada con rigor no se hallará en ella la certeza inmediata de la intuición, siendo más bien todo lo contrario; pues, tras los agudos y difíciles análisis del filósofo inglés, la relación de causa y efecto queda como algo oscuro y confuso a más no poder; hasta tal punto que la relación causa-efecto queda negada para las entendederas del filósofo escocés, considerando falaces y sofísticos los argumentos de los filósofos que afirman su existencia. La dificultad que plantea Hume a este argumento en pro de la existencia de las causas es cómo en una existencia donde el espacio y tiempo no están determinados por una causa que fije su rumbo pueden surgir las causas, y «cuándo» y «dónde». (Dicho sea de paso, la causalidad a la que somete a juicio Hume es la causalidad referida a la causa eficiente).

Afirmar que algo se ha producido sin causa eso no quiere decir que ese algo sea causa de sí mismo como objeto autodeterminante, al modo del barón de Münchhausen, el cual –como decía Schopenhauer– se agarraba de sus propios cabellos para no caerse. Además, decir que una causa es causa de sí misma no es negar la idea de causa. Así, para Hume un objeto incausado no es fruto de su propia causa, no se autodetermina causalmente, como si se diese la existencia a sí mismo por mediación de la noción de causa (causa sui o autodeterminación, palabra que lleva el prefijo griego «autos», el principio de todas las sustantificaciones).

Hume considera que es una frivolidad cuando se afirma sin más que la idea de efecto lleva implícita la idea de causa, porque un efecto siempre está necesariamente relacionado con una causa; pero esto no es suficiente para demostrar que todo ser está determinado para existir por una causa, ya que la relación causa-efecto no se puede mostrar ni demostrar, pues si de dicha relación no tenemos impresiones no podemos tener, por consiguiente, ideas que broten de las mismas. (Sorprendentemente, la distinción humeana entre impresiones e ideas es silenciada por el diccionario en todas sus ediciones, y sólo se mencionan muy de pasada las impresiones pero sin hablar de sus derivaciones como ideas).

Nadie, al entender de Hume, ha tenido impresión de una causa y, por tanto, nadie tiene idea de la misma. En última instancia –piensa Hume–, no podemos mostrar ni demostrar que la existencia de las causas sea algo necesario; ya que el estatus ontológico de las mismas queda en entredicho, siendo algo ajeno a la claridad de la certeza. (Mutatis mutandis la idea de Sustancia y la idea de Existencia).

Leemos en el Tratado de la naturaleza humana (Libro I, Parte III, Sección III): «Nunca podremos demostrar la necesidad de una causa para toda nueva existencia, o nueva modificación de existencia, sin mostrar al mismo tiempo la imposibilidad de que una cosa pueda empezar a existir sin principio generativo; y si no puede probarse esta última proposición deberemos perder toda esperanza de probar en algún caso la primera. Ahora bien: podemos convencernos de que es absolutamente imposible probar de forma demostrativa la última proposición, considerando que, como todas las ideas distintas son separables entre sí, y las ideas de causa y efecto son evidentemente distintas, nos resulta fácil concebir cualquier objeto como no existente en este momento, y existente en el siguiente, sin unirle la idea distinta de causa o principio productivo. Por tanto, la imaginación puede hacer una clara separación entre la idea de causa y la de comienzo de existencia. Y, por consiguiente, es de tal modo posible la separación real de estos objetos, que ello no implica contradicción ni absurdo alguno, por lo que dicha separación no puede ser refutada por ningún razonamiento efectuado en base a meras ideas; y sin esto es imposible demostrar la necesidad de una causa».

Como leemos en la entrada «Escepticismo», Hume «niega el valor objetivo de las categorías filosóficas más importantes: la sustancia y la causalidad». Según Hume, la causalidad es un hábito que se ha ido forjando a base de reiterar una y otra vez los mismos fenómenos, es decir, la causalidad es algo que radica en la costumbre del sujeto cognoscente y no en la naturaleza de las cosas en sí mismas (cosas que Hume desconoce siquiera su existencia, cuanto si más su esencia). Por tanto, como advierte el diccionario, Hume niega la base material de las cosas y la causalidad entre las mismas. No obstante, como señala la edición de 1955, si bien la causalidad no tiene fundamento en la naturaleza, tampoco lo tiene «en las representaciones humanas». Dicho en términos de Locke: la causalidad no tiene fundamento ni en calidad de cualidad primaria ni en calidad de cualidad secundaria.

La edición de 1963 observa que la relación causa-efecto no se deduce ni por intuición ni por análisis lógico demostrativo. «Del hecho de que un fenómeno precede a otro no puede deducirse que el primero es la causa y el que le sigue, el efecto. Ni siquiera la repetición más frecuente del nexo de los acontecimientos en el tiempo nos proporciona el conocimiento de la fuerza oculta en virtud de la cual un objeto produce otro. Sin embargo, el hombre se siente inclinado a deducir, de las acciones de ciertos objetos observadas en el pasado, que tales objetos realizarán también acciones análogas en el futuro. Razona de este modo sólo por la fuerza de la costumbre». Así pues, «todos nuestros razonamientos concernientes a causas y efectos no se derivan sino de la costumbre, y que la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva de nuestra naturaleza que de la cogitativa» (Tratado de la naturaleza humana, Libro I, Parte IV, Sección I).

La relación causa-efecto se asienta, pues, «sólo por la fuerza de la costumbre», aunque la repetición de la experiencia aporta la certidumbre, pero el conocimiento de la naturaleza sólo es probable (y en última instancia inescrutable).

Hume reduce la relación causal a una asociación, según determinadas condiciones, de términos por lugares y tiempos. A nuestro juicio, la teoría asociacionista de la causalidad de Hume peca de formalismo segundogenérico aunque también de formalismo terciogenérico; de hecho en el Tratado de la naturaleza humana Hume habla de «lógica de la causalidad», lo que supone eliminar la relación causal si entendemos ésta como la conexión material de los contenidos. Siendo así formalista podemos compartir con el Diamat, aun con nuestras reservas, el diagnóstico de Hume como idealista subjetivo; aunque Hume como escéptico –o como agnóstico si entiende que las matemáticas es el único conocimiento seguro y que de todo lo demás hay que dudar– duda y por tanto no niega radicalmente la existencia de las cosas en sí.

4. Torrente de percepciones

A juicio de Hume, señala el diccionario, en la conciencia humana «Sólo hay un torrente de percepciones psíquicas», de ahí que «la ciencia se reduce solamente a la simple descripción de este torrente, sin posibilidad de concebir ley alguna». La «ciencia» se reduce a eso, pero no dice que la realidad se reduzca a eso, pues en tal cuestión se suspende el juicio.

A juicio de Hume, no se pueden concebir leyes naturales objetivas, y lo único que se puede hacer es describir la corriente de percepciones psicológicas. De modo que para Hume –como se anota en la edición de 1963– el saber no consistía en el conocimiento del ser, porque éste de suyo es incognoscible, sino en una guía para la vida práctica.

La edición de 1963 matiza que, según Hume, el torrente de las percepciones psíquicas no es un caos absoluto: «algunos objetos se nos aparecen separados, vivos, estables, y esto –cree Hume– basta por completo para la vida práctica». Pues para Hume la ciencia del hombre es el fundamento sólido de las demás ciencias, de ahí que la investigación del entendimiento humano fuese para Hume la verdadera metafísica. En la introducción del primer libro del Tratado de la naturaleza humana Hume afirma: «Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque alguna parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta regresan finalmente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas según cualidades y facultades de éstos. Es imposible predecir qué cambios y progresos podríamos hacer en las ciencias si conociéramos por entero la extensión y fuerzas del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como de las operaciones que realizamos al argumentar. Y es sobre todo en la religión natural donde cabe esperar progresos, ya que esta disciplina no se contenta con instruirnos sobre la naturaleza de las facultades superiores, sino que lleva mucho más lejos sus concepciones: a la disposición de éstas para con nosotros, y a nuestros deberes para con ellas; de manera que no somos tan sólo seres que razonamos, sino también uno de los objetos sobre los que razonamos».

Aunque para Hume las proposiciones posibles son las que la lógica y las matemáticas (que proporcionan razonamientos demostrativos) y la experiencia (que proporciona razonamientos probables). Los libros de metafísica sólo aportan proposiciones falsas, de ahí que Hume proponga arrojas tales libros «a las llamas».

La edición de 1963 critica que Hume comprende la experiencia de un modo idealista, pues en tal experiencia la realidad queda reducida a un torrente de impresiones cuyas causas son desconocidas y además son incognoscibles. Hume no es capaz de ver nada fidedigno más allá de las sensaciones. El mundo en Hume no es más que una cierta intensidad o vivacidad de las sensaciones. Vemos, pues, que Hume planteó en toda su crudeza el problema de la trascendencia.

Para Hume –añade la edición de 1963– el único conocimiento fidedigno es el matemático; «todos los demás objetos de investigación conciernen a hechos que no pueden ser demostrados lógicamente y se infieren sólo de la experiencia». Para Hume sólo la matemática es ciencia, lo demás es opinión: salvo las matemáticas «todo conocimiento se reduce a probabilidad» (Tratado de la naturaleza humana, Libro I, Parte IV, Sección I). Luego Hume podría decir que en matemáticas no cabe el ignorabimus, pero sobre todo lo demás ignoramus, ignorabimus!

Cuando Hume admite a las matemáticas como ciencia exacta e independiente de la experiencia evita el psicologismo (lo que en nuestro términos viene a ser un formalismo segundogenérico). Y llega a decir con cierto aire de formalismo terciogenérico: «Aunque en la naturaleza no hubiera jamás un círculo o un triángulo, las verdades demostradas por Euclides siempre conservarían su certeza y evidencia» (Investigación sobre el entendimiento humano, Sección IV, VIII).

5. Hume contra la religión

Para Hume la fuente de la vida práctica no está en el conocimiento teórico (que Hume, como buen escéptico, cuestiona) sino en la fe. Una fe natural, pues no se trata de una fe sobrenatural o religiosa; pues –como anota la edición de 1980– Hume consideraba que la religión es algo nocivo para la moralidad y la vida cívica. Asimismo Hume negaba los milagros, aunque –como buen escéptico– suspendía el juicio sobre la existencia de Dios y sobre la inmortalidad del alma. Aunque –como dijo en una carta un caballero de la época– el «pobre Hume» era señalado en Inglaterra por un excesivo ateísmo y a su vez lo era en Francia por su falta de ateísmo.

En la edición de 1971 de la entrada «Agnosticismo» se dice que, al sembrar la duda en la fuerza de la razón, tal tendencia «abre amplio cauce a la fe, se convierte en peculiar sostén de la religión». Pues el escepticismo puede desembocar en un fideísmo. Pero ese no era el caso de Hume, y su caso significa más bien todo lo contrario.

Daniel López Rodríguez

 
→ Edición conjunta del Diccionario soviético de filosofía · índice de artículos del DSF
Las cuatro versiones soviéticas del Diccionario filosófico de Rosental e Iudin
Diccionario filosófico marxista · Rosental & Iudin · Montevideo 1946
Diccionario de filosofía y sociología marxista · Iudin & Rosental · Buenos Aires 1959
Diccionario filosófico abreviado · Rosental & Iudin · Montevideo 1959
Diccionario filosófico · Rosental & Iudin · Montevideo 1965
Diccionario marxista de filosofía · Blauberg · México 1971
Diccionario de comunismo científico · Rumiántsev · Moscú 1981
Diccionario de filosofía · Frolov · Moscú 1984