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  El Basilisco (Oviedo), nº 21, 1996, páginas 73-75
  Actas de las II Jornadas de Hispanismo Filosófico (1995)

María Zambrano
y la tradición mística española


Luis Llera Cantero
San Lorenzo de El Escorial
 

Vivimos dentro del acto del discurso y, sin embargo, no podemos pretender reducir toda nuestra realidad intelectual o emocional a esa matriz verbal; hay acciones de nuestro espíritu que requieren para su manifestación una estructura sonora no lingüística, o bien, se enraizan simplemente en el silencio. Es, en este último caso, cuando nos vemos obligados, para lograr su interpretación, a incurrir en las paradojas propias de lo inefable; ya que, por un lado, esa silenciosa manifestación del espíritu expresa la limitación, la insuficiencia propia de nuestro lenguaje y, por otro, abre al hombre el horizonte de una indefinida posibilidad. Tiene, pues, el silencio, tal y como aquí lo estamos considerando, el carácter de un límite.

Lo que parece indudable es el hecho de que en los últimos tiempos hemos asistido a un resquebrajamiento de la palabra que tiene, no obstante, antiguos precedentes tanto en la tradición mística occidental como en las viejas sabidurías orientales. En estas tradiciones el acto contemplativo exige, de algún modo, el abandono de la palabra. Sólo al derribarse las murallas de la palabra se puede acceder a un entendimiento total e inmediato. «Cuando se logra ese entendimiento, la verdad no necesita sufrir ya las impurezas y fragmentaciones que el lenguaje acarrea necesariamente.» No tendría, por ejemplo, esa visión que adecuarse a la concepción lógica y lineal del tiempo que impone la sintaxis. «En la verdad última, pasado presente y futuro se abarcan simultáneamente.»{1}

Pero no basta sólo con reconocer la imposibilidad del lenguaje para acceder a esa verdad última, que parece reclamar para su desvelamiento una palabra perdida, una palabra de verdad sobre la que se articulase todo el lenguaje humano{2}; el silencio pone, a su vez, de manifiesto el hecho de que si pretendiésemos habitar sólo dentro del régimen del lenguaje, el habla humana se precipitaría en una muchedumbre de palabras sin eco alguno, sin posibilidad, tan siquiera, de respuesta. En ese régimen el silencio habría sido desalojado de la palabra y serían éstas las que pretenderían ocuparlo todo. Un mundo, es cierto, descifrado mediante el artificio de los signos lingüísticos, representado; pero no propiamente mostrado; es decir, hecho presente al hombre{3}. El lenguaje es, pues, la figura, el armazón lógico de los hechos que configuran el mundo; pero el lenguaje, al menos en su uso denotativo, no proporciona ningún acceso a esta auténtica pulsación del ser; al menos a aquello que pudiéramos considerar la verdad viva{4}. El propio Wittgenstein lo reconocía, a propósito de su Tractatus, en una carta dirigida a su amigo Ludwig Ficker, fechada a finales de Octubre o principios de Noviembre de 1910: «Mi obra tiene dos partes: la que aquí ha sido presentada y todo lo que no he escrito. Y es precisamente esta segunda parte la que más me importa.»

La palabra despojada del silencio olvida la palabra de la que brota; pretende fijar la realidad relegando al silencio a todo aquello que, por su condición, es inexpresable.

En un bello articulo del año 1967, publicado en la revista Asomante de Puerto Rico, habla Zambrano de los dos polos del silencio; es decir, de la positividad del silencio que crea la palabra, convirtiéndose en condición de toda desvelación o descubrimiento; permitiendo que la palabra, inspirándose en el silencio, nos haga presente el mundo; y, también, de su negatividad, cuando el silencio se ejerce coactivamente sobre la palabra, como expresión de poder. Pero, en verdad, en este último caso son ciertas palabras, determinados discursos, los que pretenden silenciar otras voces.

Imponer el silencio, en estos casos, supone impedir que el propio silencio hable. Pretender, pues, acabar con el silencio supone querer abarcarlo todo de una vez para siempre; son las palabras contenidas en las proclamas de los poderosos, en los lenguajes totalitarios.

El olvido de la palabra perdida, del lógos primigenio, ha llevado al hombre a querer suplantarlo. Y, así, nos dice nuestra pensadora, el hombre no rechaza el poder de esa palabra, de ese saber absoluto inmerso en el lógos; antes bien, lo postula «ya que lo necesita, ya que con él tendría el dominio sobre todas las demás presencias, cuya manifestación conocería y aún dictaría, que es lo que apetece»{5}.

El silencio viene, por tanto, a hacer explícita una imposibilidad, aquella que reconoce la incapacidad de crear con la sola palabra; el hombre al pretender arrogarse el Fiat del Creador se ha limitado, simplemente, a reduplicar la creación, reproduciéndola en el interior de su mente. Desde esta perspectiva la palabra pierde su vitalidad para transformarse en un espejo en el que se refleja un mundo deformado.

Palabra, pues, superpuesta que desea encubrir o suplantar la presencia del lógos.

Busca, pues, el hombre dictar la presencia del ser, «más este dictado únicamente en el silencio positivo puede producirse»{6}. Sólo entonces la palabra quebrada por el silencio nos remite al ser, al orden del mundo al que la propia palabra pertenece. «El quebrantarse de la palabra hace aparecer el ser como el darse de la cosa misma, pero de una manera paradójica ya que el ser no se da como algo que está más allá de la palabra, como algo anterior a ella e independientemente de ella, sino que se da como 'efecto de silencio'. Heidegger no pierde de vista lo que la fenomenología concibe como un encuentro con la cosa misma, sólo que lo ve como un efecto de silencio. Tener acceso a las cosas mismas no significa tratarlas como si fueran objetos sino que es encontrarlas en un juego del naufragio del lenguaje en el que el ser experimenta ante todo su propia mortalidad.»{7}

También nuestra pensadora afirma que la verdad necesita de un gran vacío, de un silencio donde pueda aposentarse, sin que ninguna otra presencia se entremezcle con la suya desfigurándola{8}. El fundamento de esa verdad pertenece a la zona silenciosa de lo inexpresable, y sólo podría dársele alcance en una «dimensión no separadora, más allá de la palabra»{9}.

El silencio, que constituye un límite, es, a sí mismo, una invitación. María Zambrano se atreverá a traspasar la frontera de lo decible, de lo lógicamente expresable, en aras de una razón poética; para ello deberá contar con los recursos que le brinda la propia inefabilidad. Sólo estos recursos, cercanos al misticismo, posibilitarán la fe y el sueño creador de la poesía, «la sabiduría del silencio».

La inefabilidad dará lugar, en ocasiones, a la ruptura de las condiciones lógicas dentro de las cuales se sitúa el discurso y así, por ejemplo, San Juan de la Cruz llevará a cabo la imposible superposición de contrarios en un mismo sujeto para mostrar cuán violenta, cuán total y clamorosa es esa ruina del conocer. Denegando así, afirma Baruzi, en el trasunto de su experiencia, su básica formación doctrinal; y la destructora atribución de contrarios en un mismo sujeto le sirve de aniquiladora fórmula de expresión de lo inefable{10}.

Pero no sólo la cancelación del principio de identidad, sino también, el balbucir será un recurso estilístico de quienes, como Zambrano, se adentran en ese terreno de lo indecible. Del no saber vine el balbucir, el estar embebido, «en tenebrosa nube».

Son los efectos del entender no entendiendo, de esa ignorancia con la que se transciende toda ciencia. El santo carmelita ha condensado los medios expresivos de la vaguedad y la ignorancia, así como de la trascendencia que nos invade, en esas Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación: Entréme donde no supe,/y quedéme no sabiendo,/toda ciencia transcendiendo. A su vez, nuestra pensadora se pregunta si no será «ese no sé que» la señal de identidad propia de toda criatura; su lugar natural, su atmósfera. «La Aurora misma balbucea, al par que todas las criaturas, un reino de luz y color, de espacios no habidos, de tiempos poblados por no se sabe qué.»{11}

La propia inefabilidad reclama un intelligere incomprehensibiliter, ya que la forma de ese decir remite esencialmente al indecible en que se funda.

Empieza la palabra del místico o del poeta en el punto o límite extremo en que se hace imposible todo decir. «Postula un imposible, decimos, la palabra del místico. Pero también decimos que tal es, y no otra, la raíz última o cierta de la palabra poética en cuanto decir de lo imposible, de lo indecible, que lleva la palabra a su tensión máxima -arco infinitamente tendido que contiene su flecha y su blanco- al forzarle a decir en su misma precariedad, y sólo ella la imposibilidad del decir.»{12}

Como en el Cántico, la palabra de María Zambrano se resiste a la fijación del sentido, hasta el punto de que los elementos más triviales del significante, más aún las imágenes de las que está plagada su obra, son portadores de una sobrecarga semántica que los desborda. Es un lenguaje polivalente en su significación y discontinuo en su formalización; emerge de él una equivalencia de lo contradictorio o paradójico y no una equivalencia de lo idéntico. De lo que se quiere hablar no es algo que pueda ser fácilmente albergado en un término, por el contrario es algo que carece de término; es el suyo un lenguaje que se entreteje como la narración de una experiencia luminosa que, tal y como asevera Ramón Xirau, se dirige al aparecer visto, no como apariencia, sino como aparecer{13}.

«Parece natural que toda locución explicativa o declarativa o de continuidad argumental se quiebre en el preciso punto en el que trata de reducir o retrotraer al sentido lo que por naturaleza le excede, lo que sólo o precisamente se produce en el exceso del sentido. 'Excessus mentis', estados de conciencia dilatada, que no cabe abreviar, pues sólo existen en su natural anchura.»{14} Por tanto, el recurso a la inefabilidad debe entenderse no como una trivial manifestación de impotencia, sino como una experiencia lingüística del límite. Así, cuando San Juan de la Cruz, en sus comentarios a la Llama, logra analizar altísimos estados místicos casi no desea ya dar con una traducción verbal para que «no se entienda que aquello no es más de lo que se dice», añadiendo que «el propio lenguaje es entenderlo para sí y sentirlo y gozarlo y callarlo el que lo tiene».

Se trataría, pues, de narrar esa experiencia desde el propio silencio de la palabra, anterior a cualquier manifestación verbal, sin que hubiese sido todavía circunscrita al cerco del discurso. La palabra vendrá luego, cuando el místico sienta el deseo de comunicar lo vivido, pero siempre precedida y como envuelta por su inefabilidad originaria.

Paralizado por el hiato que existe entre la naturaleza de su contemplación y las «heladas generalidades del habla», el poeta o el místico caen en el silencio. Ese mutismo puede ser leído como demostración de los límites de la palabra; pero, también, como constatación de una profundidad difícilmente expresable mediante signos. Es ese fondo estable, al que se alude con el término Einfühlen, que ha de concebirse como reino de comunión.

Ya anunciaba Abenarabí que no alcanzaría el grado supremo de la contemplación quien pretendiese llegar a él a través del mundo. Y Molinos advertía que ese camino de contemplación era de pocos puesto que supone la muerte de los sentidos y no son muchos los que así quieren vivir; sólo aquellos que se recogen en el interior de la soledad y de su silencio podrán recorrerlo: «Tres maneras hay de silencio. El primero es de palabras; el segundo, de deseos, y el tercero, de pensamiento. En el primero, de palabras, se alcanza la virtud; en el segundo, de deseos, la quietud; en el tercero, de pensamiento, el interior recogimiento. No hablando, no deseando, no pensando, se llega al verdadero y perfecto silencio del místico, en el cual habla Dios con el ánima, se comunica y le enseña en su más íntimo fondo la más perfecta y alta sabiduría.»{15} Nombra con frecuencia Zambrano a Miguel de Molinos y es en este escritor en el que acaso pueda observarse con mayor nitidez lo que ella llama el desierto de la palabra. «En el texto sin paréntesis, sin puntos suspensivos, sin subrayados, adquiere transparencia y fluidez precisamente a partir de una particular sintaxis sobre fondo desértico, sobre un claro o un vacío.»{16}

Pero esta vía interior dio, curiosamente, lugar a la más valerosa afirmación de las cosas y de las criaturas; partiendo humildemente de la inefabilidad de la experiencia íntima se consigue uno de los grandes triunfos del hombre sobre el lenguaje. Todo un orbe, en palabras de Jorge Guillén, se alzará dentro del alma en la mayor plétora de intimidad que se haya sentido.

Ahora bien, una vez que se trata de establecer un modelo de lenguaje, el silencio es, a todas luces, un callejón sin salida. Debemos, por tanto, buscar una solución que pase inevitablemente por la creación de un nuevo lenguaje, tal y como han pretendido los novísimos de todas las vanguardias literarias; o bien, dotar al lenguaje ya existente de recursos estilísticos que le otorguen una mayor riqueza, una más honda imaginación simbólica. Es decir, someterlo a un proceso de sacralización o de trascendencia de tal modo que las palabras puedan quedar refundidas o metamorfoseadas hasta el punto de permitir trasladar a lo divino lo meramente humano.

Hofmannsthal anhelaba conocer el vocabulario de una lengua mediante la cual le pudiesen hablar las cosas mudas, una lengua que le llevara a su propio ser y al sosiego más profundo. Esta empatía no es ajena, tampoco, a la escritura zambraniana; aunque resulte difícil, en ocasiones, distinguir si se trata de un lenguaje totalmente privado o bien es el lenguaje propio del silencio.

«Todo lo que la palabra dice dentro de los confines, y lo que queda más allá del confín último, del silencio y de lo indecible, por ella, al fin, revelado como tal. Ya que la derrota de la palabra viene a ser, al cabo, su más resplandeciente victoria; patentizar lo no dicho todavía, y lo indecible. Y al que esto siente, aunque otro religioso sentir no tenga en principio, se le revela ya un más allá del verbo, de donde parece llegar el verbo mismo. (...) Pues que el dado a la palabra la encuentra brillando en la oscuridad, y a veces la arranca de ella como un diamante de su yacimiento. Ya que la palabra que es en sí misma don, gracia, acarrea lucha, con la palabra y su sombra; con la oscuridad que la envuelve y con el silencio que tiembla cuando se le arranca y luego resiste.»{17}


{1} George Steiner, «El abandono de la palabra», en Lenguaje y silencio, Gedisa, Barcelona 1982, págs. 34-35: «El Koan zen -conocemos el sonido de dos manos que dan palmas: ¿cual es el sonido de una sola?- es un ejercicio de verdaderos principiantes en el abandono de la palabra. La tradición occidental sabe también de trascendencias del lenguaje hacia el silencio. El ideal trapense se remonta a abandonos del habla tan antiguos como lo de los estilistas o los Padres del desierto. San Juan de la Cruz expresa la austera exaltación del alma contemplativa al romper las ataduras del entendimiento verbal común.»

{2} «La palabra de verdad es la palabra perdida, que es el vacío en torno del cual se articula todo el lenguaje humano. La palabra de verdad así sería el instante de la epojé entre una palabra y otra palabra. (...) La perdida palabra de verdad, pues, en el instante de la epojé del silencio engendrador de todo lenguaje, lo que misterioso y místico sólo es en el sentido estricto de la palabra 'myo' - mudez en el centro de todo hablar. El inicio, pues, se da como epojé, como instante de la epojé de uno y otro, y por eso siempre queda perdido, imposible de recuperar porque nunca llegó a ser otra cosa que interrupción, pausa. Instante de discontinuidad en el centro de toda continuidad, discontinuidad engendradora de continuidad.» Gerhard Poppenberg, «Prefacio al inicio. El pensamiento auroral de María Zambrano», en Philosophica malacitana, vol. IV, Málaga 1991, pág. 227.

{3} «Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico.» Wittgenstein, Tractatus 6.522, Alianza, Madrid 1979, pág. 203.

{4} «Es como si al irme involucrando en la literatura, hubiese utilizado todos los símbolos posibles sin haber penetrado realmente su significación. Ha dejado de tener cualquier significación vital para mí. Las palabras han matado a las imágenes o las está ocultando. Una civilización de palabras es una civilización perpleja. Las palabras crean confusión. Las palabras no son la palabra. El hecho es que las palabras no dicen nada, si lo puedo expresar de ese modo... No hay palabras para la experiencia más profunda. Cuanto más trato de explicarme a mí mismo, menos me comprendo. Por supuesto, no todo es indecible en palabras, solamente la verdad viva.» Fragmento del diario de Ionesco, citado por Steiner en «Privacidad del habla», Lecturas, obsesiones y otros ensayos, Alianza, Madrid 1990, pág. 518.

{5} María Zambrano, «La palabra y el silencio», en Asomante, San Juan de Puerto Rico, octubre-diciembre de 1967. Recogido en Anthropos, marzo-abril de 1987, pág. 116. Entresacamos, así mismo, de este artículo el siguiente fragmento por creer que expresa adecuadamente el sentido de nuestro comentario: «Condensa el silencio y lo rompe violentándolo con palabras que van cargadas con la pretensión de ser una, una sola palabra que acabe con todas las demás, y aun con el silencio mismo, ocupándolo de una vez para siempre.»

{6} María Zambrano, art. cit., pág. 116.

{7} Gianni Vattimo, El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona 1987, pág. 67. Vattimo alude a la obra de Heidegger, Unterwegs zur Sprache (1959), traducción italiana de A. Caracciolo y M. Caracciolo Perotti, In cammino verso il linguaggio, Mursia, Milán 1973. Ese efecto de silencio es lo que Heidegger llama «Gelaut der Stille», «El sonido del silencio».

{8} María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, pág. 126.

{9} Chantal Maillard, «Ideas para una fenomenología de lo divino en María Zambrano», en Anthropos, nº monográfico 70-71, María Zambrano. Pensadora de la Aurora, marzo-abril 1987, pág. 126. Véase asimismo Ortega Muñoz, «Fenomenología y poética en María Zambrano», Philosophica Malacitana, vol. II, págs. 177-178.

{10} Baruzi, op.cit., págs. 289-290.

{11} María Zambrano, De la Aurora, pág. 78.

{12} J.A. Valente, «Verbum absconditum», Variaciones sobre el pájaro y la red. Precedido de La Piedra y el Centro, Tusquets, Barcelona 1991, pág. 203.

{13} R. Xirau, «María Zambrano: en torno a lo divino», Philosophica Malacitana, vol. IV, 1991, págs. 263-269.

{14} J.A. Valente, «Verbum absconditum», op.cit., pág. 216. Y en otro articulo, que lleva por título «Sobre la lengua de los pájaros» en clara alusión a un texto del Corán (Azora XXVII, 15), expone que esa palabra mística o poética, de la que hablamos, lo es del límite, del borde o de la inminencia, «la palabra poética no es propiamente el lugar de un decir, sino de un aparecer. El poema, al igual que el Señor del Oráculo, no dice, no afirma ni niega, sino que hace signos; significa, pues, lo indecible, no porque lo diga, sino porque lo indecible en cuanto tal aparece o se muestra en el poema, lugar o centro o punto instantáneo de la manifestación. Por eso el poema, la palabra poética o el lenguaje poético no pertenecen nunca al continuum del discurso, sino que supone su discontinuidad o su abolición radical. Y de ahí que sea propio de la palabra poética quemarse o disolverse en la luz o en la transparencia de la aparición. Lugar el poema donde se cumple la nostalgia de la disolución de la forma, donde el lenguaje queda en suspenso (un no sé que quedan balbuciendo), detenido o deslumbrado por lo que en él se manifiesta, y donde, junto con el lenguaje, entran en su disolución las nociones de espacio, tiempo o la noción del sí mismo o del yo.» op.cit., pág. 241.

{15} Miguel de Molinos, Guía Espiritual, Espasa Calpe / Imprenta de Galo Sáez, Madrid 1935, libro I, cap. XVII (129), pág. 65.

{16} Sánchez Robayna, «En el texto de María Zambrano», en La luz negra, Júcar, Madrid 1986, pág. 117. «En este desierto y paraíso, nos dice Molinos, se deja Dios tratar, y solamente en este interior retiro se oye aquella maravillosa, eficaz, interior y divina voz. Si quieres entrar en este cielo de la tierra, olvida todo cuidado y pensamiento, desnúdate de ti mismo, para que viva el amor de Dios en tu alma.» Guía Espiritual, libro III, cap. XII (115), pág. 149.

{17} María Zambrano, «La sabiduría poética de Unamuno», en España, sueño y verdad, EDHASA, Barcelona 1965, pág. 130.

 

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