Filosofía en español 
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Berlín, sinfonía de una gran ciudad · Berlin, Die Sinfonie der Großstadt

Walter Ruttmann · 1927

 

Película dirigida por Walter Ruttmann, terminada en junio de 1927 y estrenada en Berlín el 23 de septiembre de 1927, en el Tauentzien Palast, interpretando una orquesta mientras se proyectaban las imágenes su música propia, una sinfonía escrita por Edmun Meisel (1894-1930), acorde al montaje de las imágenes. De tal música sólo se conserva una versión para piano. (Edmun Meisel había compuesto también, un año antes, la música para El acorazado Potemkin de Eisenstein.) Es una película musicada de cine no parlante, no es cine silente y solo algunos talibanes maniqueos desinformados se empeñan en simplificar diciéndole “cine mudo”. Desaparecido el acompañamiento original el espectador actual podrá imaginar a su gusto tales músicas al recrear la parte visual que se conserva. Aunque, como se dice más abajo, si ese espectador siente horror vacui sonoro, podrá buscar por ahí varias versiones hodiernas que colorean acústicamente esta obra a su manera.

Presenta un día en la vida de Berlín, la capital de la emergente Alemania, ciudad que cual organismo vivo se va despertando lentamente mientras el tren llega a la estación Anhalter, puerta para los viajeros que llegan del sur. Las calles vacías, dominadas por la torre del reloj del ayuntamiento de Berlín, se van llenando poco a poco de ajetreo, en un ritmo cada vez más rápido, hasta el agobio del mediodía. Tras la pausa del almuerzo nueva agitación y trajín de personas por la tarde, hasta que la felicidad del ocio inunda el anochecer, sus fiestas, fuegos artificiales, y ya cerrada la noche queda la ciudad durmiente iluminada por el faro de la torre de la radio de Berlín, recién levantada en 1926.

Parece que esta película de Walter Ruttmann ya se había podido ver en Argentina en 1930, de la mano del Cine Club de Buenos Aires, como informa y glosa Guillermo de Torre Ballesteros (1900-1971), madrileño allí radicado desde 1927, en su “Obertura a la Sinfonía Metropolitana de Walter Ruttmann” que publica La Gaceta Literaria (Madrid, 1 julio 1930, número 85). ¿Por qué redenomina Guillermo de Torre a “Berlin, Die Sinfonie der Großstadt” como “Sinfonía Metropolitana”? Probablemente para elevar tal obra a la condición de símbolo válido para toda gran urbe, pero también, sin duda, para evitar reconocer el sorprendente desarrollo económico y social de un Reich derrotado y destruido hacía menos de diez años, al anegar a Berlín como una metrópolis más… No hay que olvidar que el precoz Guillermo de Torre estudiante de Derecho en Madrid, había firmado con 17 años, en calidad de secretario del Comité Estudiantil Central de la Liga Antigermanófila, las instrucciones que esos aliadófilos dirigen en mayo de 1917 “A los estudiantes españoles”. (Años después, muerto ya en combate el nazi Walter Ruttmann en 1941, el joven activista aliadófilo antigermanófilo reaparecerá como maduro activista anticomunista durante la Guerra Fría, de la mano del Congreso por la Libertad de la Cultura, tan generosamente amamantado por la CIA.)

Obertura a la Sinfonía Metropolitana de Walter Ruttmann

Una de las más interesantes novedades ofrecidas por el Cine Club de Buenos Aires en la sala de Amigos del Arte, durante su primera temporada –y después como ilustración de una conferencia mía en la Universidad de Paraná–, fue la Sinfonía Metropolitana, “film” alemán original de Walter Ruttmann. Tengo motivos para creer que esta obra es aún desconocida en Madrid, ya que su carácter de documento artístico y su ausencia de ilación argumental le tornan inadecuada para las salas corrientes. Por ello mismo, sospecho que la Sinfonía Metropolitana interesaría sinceramente a los socios del Cine Club madrileño y preveo que algún día figurará en sus programas. Así, pues, y como una presentación a distancia, no juzgo inoportuno dar a conocer a los lectores españoles de La Gaceta Literaria, la presentación –u obertura más bien–, que compuse para anteceder la exhibición de la Sinfonía Metropolitana en el Cine Club bonaerense.

Si he accedido, por esta noche, a las amables y reiteradas solicitaciones de los directores del Cine Club, poniéndome ante esta pantalla, no ha sido porque estime indispensable ninguna glosa previa a la Sinfonía Metropolitana, ya que ésta, como todo verdadero “film”, se basta a sí mismo. Ha sido porque habiéndome interesado desde siempre la poesía objetivada sobre motivos modernos y, en especial, aquella que se vierte sobre las ciudades tentaculares –para decirlo con una expresión del primero que acertó a intuirla, de Verhaeren–, no podía negarme a subrayar los valores de esa índole que contiene la magnífica realización cinemática de Walter Ruttmann.

Pocas veces la cámara tomavistas ha enfocado un tema tan singular y privativamente cinematográfico como el que registra la Sinfonía Metropolitana, es decir, la vida de una ciudad, las veinticuatro horas cotidianas de una gran urbe, reflejadas no en unos personajes determinados, sino en la gran masa anónima, no en un argumento coherente, sino en su fragmentarismo multitudinario. Ningún otro arte, en efecto, podría darnos una traducción tan veraz de esa vida multánime como el cinema. Su objetivo acierta a captar con agilidad y relieve todo lo que hay en ella de vivo y mecánico, de reglamentado y caótico, de ímpetu individual y colectiva, de acre belleza y de cruel uniformidad; en suma, todo lo que encierra de trepidante y contradictoria. Un escritor yanqui, John Dos Pasos, en su libro Manhattan Transfer, nos ha dado la versión descosida y novelística de esta vida pugnaz, referida a Nueva York. Pero este “film” que vamos a contemplar, aunque atañe a Berlín, refleja de un modo más abstracto y general la universal contorsión metropolitana. Este “film” es como un espejo impasible que recoge en su lámina bruñida el rostro proteico de la gran ciudad; es una “summa” de motivos urbanos que deja a un lado los destinos individuales de sus habitantes y pone en primer término, en “gros plan”, su vibración colectiva, con la vida, no por inorgánica menos imponente, de su fauna maquinística.

El maquinismo es la grandeza y es la miseria de nuestros días ciudadanos. He ahí quizá una fatalidad a la que estamos encadenados los hombres de ciudad, pero cuya intacta y estremecedora belleza no puede dejar de herir agudamente nuestras fibras nunistas. Las máquinas que nos desplazan vertiginosamente en el espacio, que taladran nuestros minutos de trabajo y de placer, que pespuntean nerviosamente el borde de nuestras vidas, nos sujetan a su imperio con una fuerza indeclinable. Por ello, y para evadirse de su dominio, no es ingrato recordar que quizá llegue el día quimérico entrevisto por Samuel Butler en su maravillosa utopía Erewhon, día en el cual las máquinas serán destruidas y confinadas a los museos por los hombres rebelados contra el animismo que aquéllas llegaron a adquirir. Recuérdese el “film” Metrópolis y se verá cómo su argumento refleja otra variante de ese drama moderno.

Pero, por el momento, mientras se establezca o no un pacto entre la máquina y el hombre, a los espíritus de esta época que postulamos un arte genuinamente coetáneo sólo nos toca reconocer a la fauna metálica en toda su magnitud, dándola cabida entre nuestros elementos familiares. Ya desde hace años, con anterioridad a su traslación cinematográfica, algunos poetas y pintores habían hecho entrar el influjo maquinístico en sus obras, confiriéndole una significación estética. Nadie quizá lo ha conseguido mejor que Blaise Cendrars en las páginas elípticas y contorsionadas de su poema “Profond aujourd'hui”.

La significación de dicho poema encuentra su mejor equivalencia pictórica en los cuadros de uno de los primeros cubistas, de Fernand Léger, en los cuales unas simples agrupaciones de cilindros y ruedas, o el corte transversal de una maquinaria producen una armonía plástica insospechada. Ratificando su continuada devoción a este tema, que constituye casi el único sujeto de sus cuadros, Léger ha sostenido que él inventa máquinas lo mismo que otros hacen paisajes con la imaginación. “El elemento mecánico –agregó en su conferencia “Esthétique de la machine”– no es para mí una convención ni una actitud, sino un medio de llegar a dar una sensación de fuerza y de potencia.”

No sólo en sus cuadros y teorías, sino también en algún “film” ha tenido ocasión Léger de explayar esta tendencia. Así recordemos que es autor de los decorados para una cinta de Marcel L'Herbier, L'Inhumaine, y que además ha compuesto una película titulada Ballet mécanique, sin asunto y ni siquiera personajes, a base de objetos fijos y animados, máquinas, utensilios usuales que se suceden en la pantalla siguiendo ritmos mecánicos.

La referencia a este “film” me llevaría fácilmente hacia el campo de lo que se ha denominado cine puro, abstracto o absoluto, y algunos de cuyos ejemplos más característicos hasta la fecha son los ensayos realizados por el mismo Ruttmann, y por Hans Richter, Henri Chomette y Man Ray. Pero estudiar este género de “films” me obligaría a rebasar los límites de esta “obertura”. He de limitarme, pues, solamente, a “filiar” y enmarcar la Sinfonía Metropolitana.

Prescindiendo de su parcial semejanza, ya mencionada, con Metrópolis, de Fritz Lang, y de la que, en otros aspectos pudiera buscársele con La rueda, de Abel Gance, el “film” de esta noche se emparenta más de cerca con uno de Alberto Cavalcanti, titulado Rien que les heures: “Nada más que las horas”. Allí también el argumento se reduce simplemente a reflejar la vida de una gran ciudad –en aquel caso, es París–, pero en el desarrollo se atiende, más que a su expresión humanamente colectiva, a descifrar su alma íntima y menuda, reflejada en minúsculas peripecias y en curiosas observaciones de la vida de los objetos.

Por el contrario, en la Sinfonía Metropolitana o las veinticuatro horas de Berlín, lo que importa y prevalece es la expresión del alma total de la ciudad, hecha por medio de visiones velozmente yuxtapuestas y con una agudísima facultad perceptiva, al mismo tiempo que con una técnica moderna y eficaz, merced a la cual las imágenes se agrupan y ensamblan sus contrastes de una manera bellísima. Así, pues, viendo la Sinfonía Metropolitana asistimos a la proyección de todo lo más esencial y característico en la vida de una gran ciudad, modulada “in crescendo” sinfónico. Desde el amanecer: las persianas de las casas se abren como parpados aún soñolientos; los obreros desgarran violentamente el camisón del alba; los primeros tranvías, los subterráneos, los trenes aéreos se desperezan llevando aún en sus “trolleys” chispas de estrellas nocturnas...

Pero... creo que sobran ya las imágenes verbales. Les llega su turno a las imágenes de la pantalla.

Guillermo de Torre

(La Gaceta Literaria, Madrid, 1 de julio de 1930, año IV, número 85, página 6.)

Por los años de la desnazificación, un autor tan proyanqui como Ángel Zúñiga, al mencionar esta película del mentor de Leni Riefenstahl y del autor de Deutsche Panzer, también lo hace recurriendo al supuesto “espíritu universal” de esa cinta por el que Ruttmann habría cantado al mito moderno de la gran ciudad “involucrando en Berlín a todas las demás”. Interpretación salvífica desnazificadora de la película, que no resiste el hecho de que Ruttmann dirigió después películas similares dedicadas a las ciudades de Düsseldorf, Stuttgart y Hamburgo.

1948 «También vale la pena señalar que Ruttmann emplea en esta parte [de Melodía del mundo] algunos de los temas principales de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, con lo que el espíritu universal de esa cinta queda casi aclarado. Ruttmann había cantado entonces uno de los mitos más modernos, el de la gran ciudad, involucrando en Berlín a todas las demás.» (Ángel Zúñiga, Una historia del cine, Ediciones Destino, Barcelona 1948, tomo primero, págs. 404.)

Convenientemente filtrado y “desnazificado” el recuerdo de Ruttmann, quedaba disponible esta película para ser reutilizada. Lejana ya la música original de la banda sonora dispuesta por Edmun Meisel, sucesivos músicos e ideólogos irán rebañando dineros para reutilizar una y otra vez las imágenes de esta película, al punto de convertirla en tópico, entre añorante y decadente, del circuito cultural yanqui europeo.