Filosofía en español 
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El último libro

Rufino Blanco-Fombona

Dionisio Pérez e Isaac Peral

La paridad de estos dos nombres en el momento actual tiene la relación de biógrafo a biografiado, y unidos quedarán mientras se lea la historia de Isaac Peral –o mejor dicho, la de su invento– por Dionisio Pérez, el gran gaditano que acaba de morir.

¡Que acaba de morir y de qué modo sorpresivo! El viernes, en la prima noche, estuvo con muchos de nosotros, sus amigos, en el Palacio del Hielo. Se despidió dicharachero, y alegre como siempre, emplazándonos para vernos pronto. El sábado en la tarde moría súbitamente. El domingo lo enterramos.

Con Dionisio Pérez desaparece uno de los mejores periodistas de España, de la antigua escuela liberal; uno de los espíritus más abiertos, generosos y –aborrecedor del patrioterismo– uno de los más patriotas. Nadie, en efecto, amó más a España que Dionisio Pérez, aunque nadie le expuso con más ruda franqueza lo que creyó que España necesitaba oír. Porque su patriotismo no consistía en encontrarlo todo bueno dentro de su país, sino en procurar que lo fuese. Para él no habían sido héroes y santos todos los españoles. Se contentaba con que hubieran cumplido con su deber. Y como hubieran logrado de veras las sublimidades de la santidad o del heroísmo, tanto mejor. Jamás dejó de encarar los problemas de España con espíritu crítico y a veces acerbo.

Su último libro, Isaac Peral, es prueba de ello. Es prueba de ello y de que le dolía la injusticia humana y de que le dolían aún más los desaciertos del propio terruño.

* * *

Así, la biografía da Isaac Peral por Dionisio Pérez es la historia de un descubrimiento científico, la historia da las angustias y torturas por las que hicieron pasar a un hombre ilustre –cuya única falta había consistido en descubrir el secreto de la navegación submarina–, la envidia, la incapacidad, la ignorancia, el escepticismo político, la estupidez burocrática y la dinastía imperante, cómplice y víctima a la vez de las peores pasiones.

Época menguada, en efecto. Un español de genio descubre y realiza la navegación submarina. Rechaza además, abnegado, las ofertas seductoras de Inglaterra, y sólo quiere dotar a su país con el arma que inventa. ¿Cómo le pagan el descubrimiento y la abnegación los Poderes públicos? Le niegan apoyo o se lo dan misérrimo, desconocen la trascendencia del invento y no creen en la grandeza y eficacia del hombre genial. Los técnicos desean que fracase; los burócratas lo esclavizan a sus trámites de covachuelistas; la Reina le hace ofertas que no cumple; el ministro de Marina lo regaña y lo obstaculiza; el presidente del Consejo llama “cacharro náutico” al submarino. Por último, se le mete en la cárcel. Se le mete en la cárcel como a Colón, que también había descubierto algo útil.

El biógrafo, honrado y adolorido, no perdona a su país el largo calvario de Isaac Peral. Refiere con minuciosidad todas las ciegas penalidades de que éste fue víctima. De hoy más, gracias a Dionisio Pérez, no quedarán aquellas tristísimas realidades relegadas a anécdotas extranjeras de leyenda negra.

Lo que en otra pluma pudiera creerse una detractación, mero regodeo antiespañol, o siquiera antidinástico, es, en la pluma de Dionisio Pérez, obra pura de sentimiento patriótico, y si la ignominia cae sobre los políticos de entonces, cae más sobre los ministros que sobre los Reyes, aunque éstos, naturalmente, no queden exentos de culpa.

Al principio –seguimos al biógrafo– los ministros no hacían caso del inventor. Cánovas del Castillo, presidente del Consejo, se permitía chistes sobre Peral, suponiéndolo chiflado por haber leído la novela de Julio Verne. Después, pensó el Gobierno que si España poseía un arma capaz da destruir las escuadras extranjeras, el pueblo español, por su parte, se iba a ensoberbecer, y los extranjeros, por la suya, podían atacar a España. Más tarde, el Gobierno, generoso, subvenciona al ingeniero Isaac Peral con cinco mil pesetas para que burle a la Naturaleza y descubra el medio de navegar bajo el agua. ¡Los frailes, que poco después perdieron las Filipinas, disponían de algo más hasta para comprar tabaco!

La importancia que se concedía oficialmente a la obra de Peral y la imbecilidad crónica da la burocracia española, queda de manifiesto con sólo decir, repitiendo al biógrafo, que a los constructores ingleses se les permitió conocer los planos de Peral, y que el Consejo Superior de Marina, ya inventado y probado el sumergible, le quitase importancia al invento desde la “Gaceta Oficial” (Documento de Peral, extractado de la “Biografía”, pág. 179.)

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Pero las estupideces no serían lo peor cuando sólo fueran estupideces. Las inquinas y las maldades las sobrepesan en daño para el inventor y para España. De la “Biografía” de Peral por Dionisio Pérez se desprende que se procuró por todos los medios que el inventor y el inventor fracasaran. Lo procuraron los técnicos del ministerio de Marina, por adocenamiento, por inquina y por envidia, y la procuraron los políticos por escepticismo, por ceguera y porque no existía una sanción a la que temer. Sólo el pueblo, y principalmente en Andalucía, y sobre todo en la región de Cádiz –fuera de algunos centenares de espíritus superiores en toda España– auspiciaba moralmente con generoso entusiasmo al hombre de genio Isaac Peral. La lucha quedaba establecida entre un hombre genial con el pueblo entusiasta a la zaga y una minoría selecta, contra la España oficial. Entre ambos, la España indiferente.

Aquellos buenos señores del Consejo Superior de Marina, rebosantes de suficiencia, de inconciencia y de envidia, han dejado un documento revelador. Suponían los caballeros del Consejo que un hombre de genio como Peral debía estar de rodillas ante tan doctas mediocridades, y no le perdonaban a un pobre ingeniero, a un pobre oficial de la Marina española, que se levantase cien codos por encima de la Corporación y de todos y cada uno de sus miembros, así estuvieran condecorados con cien medallas palatinas y tuviesen más hilo de oro en el uniforme que paño. Había que hacerlo fracasar.

Le niegan a Peral aquellos ilustres desconocidos hasta la paternidad del invento (pág. 178). Quería el Consejo que el inventor realizase su invento y construyese otro nuevo submarino, no con las adivinaciones de su propio genio, los cálculos de su propio estudio y las observaciones de su propia experiencia, sino siguiendo las recomendaciones, absurdas o no, de los indoctos consejales. El oficial rechaza la proposición. Los consejeros se amostazan de que no haya caído en el garlito y llegado al fracaso, que es lo que pretenden.

¿No haber admitido las observaciones de mediocridades mal intencionadas? ¡Qué osadía! “El Consejo condena esta arrogancia, ajena siempre al verdadero mérito del hombre científico...” (página 180).

Nos parece asistir a alguno de aquellos procesos secretos de la inquisición, en que los inquisidores, entre preguntas y consideraciones capciosas, iban empujando al inocente hacia la hoguera. Yo respeto y escucho a mis superiores, decía el pobre oficial; pero “ésta no es una cuestión de milicia”. Y como el ministro de Marina se convirtiese en uno de los más adversos al inventor, el inventor, harto de “chinchorrerías” y de oírse tildar de presuntuoso, se yergue con la razón del hombre docto y la altivez del hombre digno.

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¿Adonde llega ese ministro en el propósito de que fracase el inventor? Llega a lo increíble. Se condena el invento porque no sirve para cosas para las que no fue inventado. Es como si se declarase que las grúas no sirven –dice el biógrafo– porque una grúa hecha para levantar cien kilos no levantase doscientos. Conviene conocer detalles. Se han realizado con éxito las pruebas del submarino. Estas pruebas han sido perfectas, hasta donde cabe, en un primer ensayo. Desde luego, queda probado el hecho de haberse realizado la navegación submarina, hundiéndose el barco en el sitio señalado por los técnicos, permaneciendo bajo el agua el tiempo prescrito y apareciendo en el sitio de antemano escogido. También se habían logrado los disparos sobre blancos móviles. Lo esencial, conseguido.

A los técnicos oficiales –al revés de España entera– no satisfizo la prueba. El barco había salido a flote a la hora en punto, pero con un cuarto de milla de diferencia del punto matemático. Cuando se propone la construcción de otro aparato, los doctos técnicos, que no han inventado nada, corrigen al inventor y quieren que el inventor se someta a ellos. “Muy bien –contesta Peral al famoso ministro de Marina, famoso sin que necesitemos conocerlo por su nombre, sino por sus hechos– que el señor ministro me permita conocer los informes de la Junta técnica y el Consejo de Marina, para saber las condiciones que piden para el nuevo barco, y entonces contestaré si puedo adquirir ese compromiso.” (Página 184.) El compromiso de construir un submarino eficaz. El ministro se indigna con la respuesta de Peral. Airado, le pregunta “si iba a tener la pretensión de hacer observaciones ni réplicas a lo que el Consejo había acordado” (pág. 185). Y lo echó, puede decirse, del despacho. A eso llegó aquella excelencia. Y así respetaba un hombre que no es más que ministro al hombre que, además de ser un oficial, es un inventor de genio. De seguro creía el ministro que entre los dos el superior era él, ilustre desconocido, pobre excelencia.

No sólo quería el ministro que Peral realizase un descubrimiento con las ideas de otros; quería además que se comprometiera a construir un navío con una finalidad determinada, que debía obtenerse sin que previamente se le permitiesen estudiar las modificaciones que introducían los señores técnicos. Por fortuna. Cánovas, presidente del Consejo, y mucho más sensato que su ministro de Marina, dijo que Peral tenía razón, y ordenó que se le entregasen los documentos que exigía.

¡Cualquiera es inventor con semejantes Consejos y con semejantes ministros! Y ¿por qué tanta incomprensión y tanta inquina? Se sospechaba que Peral fuese republicano. ¡Y se llamaba Isaac!

El resultado final de todo esto no es necesario recordarlo. El biógrafo de Isaac Peral comunica a cuantos lo leen su indignación patriótica y humana. Dionisio Pérez ha unido para siempre su nombre al de Peral. De este libro magnífico se desprende una grave enseñanza. Hay que leerlo. La reivindicación de Peral se impone. Y se impone por la República. Y la impone desde la tumba, con su obra de justicia, Dionisio Pérez.

Si hoy lamentamos la muerte inesperada de Dionisio Pérez, nuestro amigo e ilustre compañero en la Prensa, nos mitiga un poco el dolor de tal pérdida el que nos haya legado, junto con sus novelas, sus ensayos, sus retratos políticos y sus mil páginas dispersas –que habrá que recopilar un día– esta biografía, que, es más bien –como el mismo biógrafo la subtitula–, “la tragedia del submarino Peral”.

R. Blanco-Fombona