Filosofía en español 
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[ Juan Sánchez-Rivera de la Lastra ]

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El mayor patriotismo: la cultura

Ha poco, el Gobierno habló de su propósito de fomentar la cultura de los ciudadanos, para lo cual procuraría que «hasta los lugares más pequeños tuvieran escuela». Esta resolución, si fuera llevada enérgica y firmemente a la práctica, merecería, por su justicia y por razones de pública conveniencia, el aplauso de cuantos verdaderamente desean la regeneración de la vida pública y el progreso de España.

Es va un lugar común, desde ha muchos años, la propaganda contra la incultura. Hombres insignes como Costa, como Ganivet, como Macías Picavea, han predicado con noble tesón contra la ignorancia popular, han flagelado con dureza la política caciquil del Estado español, que, lejos de acrecentar la cultura, intensificaba la ignorancia popular, base la más sólida de sus tinglados electorales y sus cacicatos. La política española temía la cultura por miedo a que con ella cayeran sus artificiosos organismos de opresión. A un pueblo ignorante se le somete más fácilmente que a un pueblo culto.

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Por propia conveniencia, el Estado español, sojuzgado par una política funesta, impedía la realización de cuanto pudiera contribuir a disipar la ignorancia y a fomentar la cultura del pueblo. Las estadísticas acreditan la enorme falta de escuelas y, por añadidura, al maestro se le paga peor que a un peón caminero, por lo que, salvo las excepciones de los que tienen vocación de mártires, los hombres de valía buscan otras profesiones u ocupaciones más lucrativas que la del Magisterio. Y como complemento de la falta de escuelas; la política caciquil que secularmente ha imperado en España ha obstaculizado la realización de cuantas obras públicas pudieran contribuir indirectamente al aumento de la cultura. Producto de esta política «destructiva» es la existencia de miles de pueblos sin caminos que merezcan ese nombre, la falta de carreteras, de ferrocarriles, de canales, de teléfonos, de servicio telegráfico, de todo aquello que, por relacionar a unos pueblos con otros, a aldeas insignificantes con grandes centros de población, no sólo permite la circulación e intensificación de la riqueza del país, sino aumenta de manera extraordinaria la cultura de los labriegos al ponerlos en contacto con el mundo y al hacer posible que, mediante la facilidad de las comunicaciones, lleguen hasta sus lugares y villorrios personas representativas de una «cultura» para ellos desconocida.

Pero, por desgracia, todo esto está «por hacer». En todas las provincias existen numerosos pueblos que carecen de vías de comunicación. Y no sólo faltan ferrocarriles y carreteras, sino hasta caminos de los más modestos. Hay en España más de mil pueblos enclavados en lugares casi inaccesibles, en peñascales o serranías, cuyo acceso es más propio para cabras que para personas.

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La «cultura» en estos pueblos españoles, aislados par falta de vías de comunicación, está reducida a extremos inconcebibles. Si los habitantes de las grandes urbes pudieran darse cuenta de la magnitud de la ignorancia de estos pobres hombres, condenados a vivir en míseras casuchas de aldeas aisladas, se asombrarían, «se indignarían» contra un Estado que ha permitido y permite que existan por cima de tres millones de españoles que vegetan más cerca de los linderos de la «animalidad» que de la «humanidad».

Decir que un hombre es «analfabeto» es nada comparado con la incultura de ciertos labriegos de las serranías de Castilla, de Aragón, de Andalucía, de Extremadura. En el analfabetismo hay gradaciones y categorías. Así, la ignorancia del analfabeto de una gran ciudad está limitada a no saber leer y escribir. En cambio, el analfabeto de ciertas aldeas aisladas no sólo ignora, como es lógico, la lectura y la escritura, sino que carece hasta de los más elementales conocimientos. Su ignorancia llega, como decía el gran Costa, a desconocer «si en nuestra patria impera el régimen republicano, o recibe todavía obediencia doña Isabel II, reina de España y de sus Indias».

Esta enorme ignorancia tiene por causa fundamental la falta de vías de comunicación. Si las carreteras, los ferrocarriles y los caminos se hubieran multiplicado en la medida que su alta misión social requiere, las escuelas habrían surgido «inmediatamente». Pero el Estado español, que tiene en tal grado de abandono a tantos millones de labriegos, se ha cuidado, sin embargo, de exigirles la contribución y de disponer que «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento», sarcástico precepto que obliga por igual al letrado y al más ignorante campesino.

A este respecto, y para que se vea hasta dónde llega la ignorancia de algunos labradores, y lo absurdo del precepto legal citado mientras no se fomente la cultura, vamos a transcribir un sucedido que expuso un ilustre escritor. Se trata de lo siguiente: Una vez, un labriego fue a exponer a un abogado sus cuitas porque había aceptado una herencia y se había encontrado con que, ascendiendo a mayor cantidad las deudas de la misma que el valor de los bienes heredados, no sólo había perdido éstos, sino que había tenido que responder con su fortuna, que recibió considerable quebranto. El abogado, al oír esta exposición, le dijo al consultante: —¿Y cómo no aceptó usted la herencia «a beneficio de inventario»? —Porque no sabía que existiera «eso» –dijo el campesino. —Pues debiera usted saberlo –arguyó el abogado–, porque «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento». —Pues mire usted –replicó el pobre hombre–, «eso tampoco lo sabía».

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Como este caso podrían citarse muchos. La incultura de nuestros labriegos es formidable, y cuanto se haga por disiparla será hacer obra esencialmente «patriótica», de un patriotismo hondo y trascendental. Y es preciso convencerse de que, por muchos que sean los problemas esenciales de un país, España tiene uno por cima de todos: «este problema de la cultura». Creer que con resolver el problema de la cultura en unas cuantas grandes urbes se ha hecho todo, es engañarse.

J. Sánchez-Rivera