Filosofía en español 
Filosofía en español


Patricio de Azcárate

La filosofía y la civilización moderna en España

I

Nacido hace setenta y nueve años con un instinto que me ha llevado naturalmente a los estudios filosóficos, debido en gran parte a circunstancias de localidad, he presenciado el movimiento filosófico que ha tenido lugar en todo este transcurso desde el antiguo régimen, tan apegado a los hábitos de una sociedad envejecida, aun estado tan vario, tan innovador y tan revolucionario como en el que vivimos. Supuse siempre que nuestro modo de ser tenía que experimentar una modificación notable, y creía que todo español que tuviera conocimientos filosóficos, y estuviera dotado de buena voluntad, debía hacer un esfuerzo para propagar, dentro de la misma filosofía, ideas que, lejos de ser hostiles a la religión, le fueron afines, y con este propósito publiqué mi Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos,{1} sosteniendo el [320] espiritualismo; y con este pequeño esfuerzo he creído satisfacer las aspiraciones que, durante los treinta años que viví bajo el régimen absoluto, me atormentaban, quedando así tranquilo y con ánimo de dar por terminada mi carrera de autor, contentándome con dedicarme a traducir las obras de los grandes filósofos.

Mas cuando en el verano que acaba de pasar me retiré a gozar del campo y de la soledad, llevé conmigo algunos libros, y entre ellos la Historia de la Filosofía, del Rdo. P. Ceferino González, que no había leído; y la leí con tanto más gusto, cuanto que vi en ella una obra que por su fondo ortodoxo está en el corazón de los verdaderos católicos, y por su forma merece bien la aprobación, lo mismo de los literatos que de los hombres científicos. Para defender el catolicismo, se vale de las poderosas armas que suministra la religión misma, con su dogma, su moral y su disciplina; pero se auxilia de la filosofía además, buscando en el seno de ésta a sus adversarios para rebatirlos; se reviste del carácter de filósofo, porque este es el camino que debe tomarse contra los que luchan fuera de la fe; llega a tal punto su decisión por la filosofía, que no duda en proclamarse partidario de uno de los sistemas de antiguo conocidos; combate los errores de la filosofía con la filosofía, probando ser uno de nuestros primeros pensadores, y por último, rechaza como una vulgaridad el triste recurso del tradicionalismo, indigno de la grandeza de nuestra religión católica.{2} [321]

Esta obra causó en mí una impresión extraordinaria; había visto que la polémica que hasta la publicación de este libro se había suscitado, era pobre, mezquina e indigna de la grandeza de la cuestión; y cuando leí tan preciosa producción, era tal mi entusiasmo, que me parecía que me rejuvenecía y volvía a mis treinta años. Veía en ella un sentimiento noble, una instrucción vasta y una especie de unción evangélica, que hacía hasta agradables por su forma a los adversarios las objeciones que se les dirigía. Pero no era esto lo que más me preocupaba, porque como durante mi vida, así como Hume cuenta en el prefacio de la Historia de Inglaterra, que cuando estudiaba leyes, mientras su padre creía que leía los Vinios, estaba leyendo a Cicerón o a Epitecto, lo mismo me aconteció a mí con la filosofía, y confieso francamente que tan enamorado estoy ahora de viejo como lo estuve toda mi juventud. Cuando vi en la historia del Rdo. P. Ceferino presentar la religión con grandeza, la filosofía con dignidad y las objeciones fuertes, pero decorosas, exclamé: este es un verdadero filósofo.

Se ha creído que la filosofía era incompatible con la religión católica, y el obispo de Córdoba, no sólo ha demostrado que es compatible, sino que se ha acogido a uno de los sistemas más antiguos, al peripatético, sostenido por la admirable pluma del doctor angélico, y proclamándole sistema filosófico, ha hecho que la cuestión religiosa entre en el terreno filosófico, y de esta manera ha engrandecido la filosofía, haciendo ver que este elemento racional es convenientísimo para defender la creencia católica. Pero aún ha hecho más; con un celo exagerado se ha llevado el extravío, no de ahora, aunque no ha faltado quien lo haya reproducido, hasta el punto de provocar un divorcio entre la fé y la razón, comprometiendo la realidad de una y de otra con el nombre de tradicionalismo; y el Rdo. P. Ceferino ha cegado esta horrible sima para siempre. Más aún; ha sacado a luz de nuevo un sistema filosófico que, por espacio de siglos, ha estado cultivándose en el seno de las comunidades religiosas, y su gran mérito consiste en presentarle, faz a faz, de todos los demás sistemas con la frente erguida, sosteniendo la religión católica en el terreno de la razón. Y, por último, esta obra, por su pensamiento, por su plan de ejecución, por la publicidad que se le ha dado [322] por la aceptación que ha merecido, y por su mérito intrínseco, constituye la base de una propaganda del espíritu filosófico, beneficiosa, sobre todo, en un país como el nuestro, en el que se ha visto proscrito absolutamente. Es lástima que esta idea sea un resultado de la publicación, y que no haya sido un propósito preconcebido del autor.

La marcha natural de los sucesos humanos no hay quien la contenga, porque es obra de la Providencia; y en el cambio de instituciones que ha tenido lugar entre nosotros, es irremediable, y hasta un acto de conciencia en todo filósofo de buena fé, el aprovechar la coyuntura que presenta la publicación de esta Historia de la Filosofía, para que, bajo sus auspicios, se generalice el espíritu filosófico, no precisamente en obsequio a los mismos sistemas, por buenos que sean, sino por sus grandes frutos, por el desenvolvimiento de la filosofía en toda su extensión y grandeza, que es lo que constituye la civilización moderna, principal punto que me propongo tratar, para lo cual me veré precisado a desenvolver los principios más indispensables. Si no lo hiciera, llevaría este remordimiento hasta la tumba, que veo ya entreabierta, y prefiero trabajar, a pesar del peso de los años, para que, a la par que el Rdo. P. Ceferino ha fortificado el sentimiento católico, contribuir por mi parte a fortificar el espíritu filosófico, o más bien a extenderlo y propagarlo en nuestro país, desterrando la funesta intolerancia que por desgracia reina en todos rumbos, para que con una teología sana y una sana filosofía arribemos, en el seno de la libertad, a la permanencia y fijeza de nuestra religión, y al cultivo sólido de la filosofía, o lo que es lo mismo, de las ciencias y de las artes.

Esta aspiración de crear espíritu público filosófico, sólo puede ocurrir en España; porque sólo España hizo estudio en proscribir las ciencias profanas. Es cierto que en los cuarenta y siete años que están rigiendo las nuevas instituciones, han aparecido dos o tres filósofos entre nosotros; pero no han sido más que meteoros que pasaron, sin dejar ningún rastro. Lo que realmente sucede es, que cunde entre el común de las gentes la idea de que, para mantener la santidad y pureza de nuestra fe católica, basta atenerse al tradicionalismo, y que para no correr el peligro de tropezar con filósofos racionalistas, que en el mal sentido de la palabra quiere decir [323] enemigos de nuestra religión, debe exhortarse a los jóvenes a que huyan de la filosofía, porque es una calamidad.

Aún podría apurarse más el argumento diciendo a los jóvenes: «huid y no leáis a esos detestables racionalistas y en su lugar estudiad y aprended el Catecismo, y para recreo tened a mano a Amadis de Gaula y demás caballeros andantes; así os pondréis al nivel de nuestros antiguos españoles, especialmente los del siglo XVII, y tendréis el entendimiento virgen y la conciencia tranquila.» Mi pensamiento es muy distinto; quiero honrar a la filosofía, como la ha honrado el Rdo. P. Ceferino González; quiero que la filosofía ocupe el lugar que le corresponde; quiero que en su conjunto, y en su carácter general, se la considere como la gran ciencia que Dios ha concedido al hombre, a la que son colaboradores los paganos, los árabes, los judíos, los protestantes, los católicos y todos los hombres.

II

La Filosofía es el estudio de las propiedades, causas y efectos de las cosas en el orden natural, que hace el hombre con el uso de su razón, como lo piensan todas las naciones cultas, de conformidad con el juicio de todos los sabios de la tierra. Es el elemento que está entregado a las disputas de los hombres. ¿Se quiere mayor claridad? Pues ahí está, por el testimonio del Rdo. P. Ceferino González, lo que dice Santo Tomás, quien afirma que el hombre puede adquirir conocimientos científicos sin especial ilustración de Dios, y que los que lo contrario afirman, desconocen la dignidad de la naturaleza humana: Contrarium enim dicere, multum derogat dignitati animae et naturae humanae.

Y si aun puede caber algún escrúpulo, ahí está la Sagrada Escritura que lo dice minuciosamente:

Deus creavit de terra hominem et secundum imaginem suam fecit illum: creavit ex ipse adjutorium simile sibi: consilium et linguam et oculos et aures et cor dedit illis excogitandi: et disciplina intellectus replevit illos: creavit illis scientiam spiritus, sensu implevit cor illorum et mala et bona ostendit illis. Eclesiastés, cap. 17 v. 8, 5 y 6.

No puede darse una demostración más clara ni más terminante. [324] El hombre, en el orden natural, con el uso da su razón puede crear teorías, presentar sistemas sobre Dios, sobre nuestro espíritu, sobre todos los objetos de la naturaleza, porque así lo dicen todos los pueblos, así lo entienden todos los sabios del mundo; porque el hombre tiene ojos, lengua, oídos, consejo y corazón para discurrir; tiene la disciplina de la inteligencia, tiene la ciencia del espíritu y tiene lleno su corazón de buen sentido y del conocimiento del bien y del mal, y los que nieguen al hombre estas cualidades naturales para adquirir conocimientos científicos sin tener necesidad de una especial ilustración de Dios, ofenden a la dignidad de la naturaleza humana. El hombre tiene este derecho. Es cierto que está expuesto a incurrir en abuso, efecto de nuestra condición limitada, pero el abuso no es razón para suprimir el uso, cuando el uso es permitido, como sucede en este caso. Porque por este principio sería preciso suprimir la teología, en cuanto es causa ocasional de las herejías. Y de todos modos, el ejemplo brillante que el Rdo. obispo de Córdoba nos acaba de dar saliendo a la palestra, es la solución lógica que tienen semejantes conflictos.

Inspirada mi alma desde un principio en los profundos sentimientos de Platón, hice profesión solemne de espiritualista, obligándome la lectura de los demás sistemas a insistir y persistir en mi pensamiento. Con esta arma combatí en mi obra los sistemas idealistas, empíricos, materialistas y panteístas con todo el ardor que me fue posible, y con la templaza que requieren las discusiones científicas, estando en la convicción de que, al paso que el espiritualismo tiene de su parte el común asentimiento de la humanidad y está en el fondo de todas las religiones progresivas, ninguno de los otros puede llegar a la verdad completa, y así, después de siglos y siglos, tan divididos y desconcertados están hoy como en el primer día. Pero si es irrealizable el pensamiento preconcebido de cada uno de sus autores, son todos en lo demás un manantial de instrucción y de ciencia en el vasto campo que abraza la filosofía.

Porque en el terreno filosófico no aparezca un sistema en su conjunto metafísicamente verdadero, ¿han de desconocerse los inmensos servicios que la filosofía racional ha prestado y está prestando a la religión y a la ciencia? ¿No le deben estas eterna gratitud? [325] Son tales los desenvolvimientos, tales las riquezas que acumulan todos ellos a la ciencia, tan delicados sus análisis en las cuestiones incidentales y tales los servicios que han hecho y hacen a la cultura general del mundo, que a ellos se debe el estudio íntimo de la razón con aplicación a todas las ciencias y a todas las situaciones de la vida. Si se consulta la historia, bajo el punto de vista de la influencia general que los sistemas filosóficos han ejercido sobre la civilización, se ve que, en medio de su infinita variedad e incertidumbre, resaltan y predominan en ellos los buenos principios metafísicos. Si Platón incurrió en graves extravíos como político, la humanidad le ha proclamado legítimo representante de la revelación natural sobre la existencia de Dios y sobre la espiritualidad e inmortalidad del alma, y si lo hizo bajo un velo mitológico, la ciencia y la religión han probado su fondo de realidad. Si los estoicos se entregaron a un fatalismo exagerado, también profesaron una moral precursora de la del Sermón de la montaña, personificada en los caracteres severos de un Marco Aurelio y de un Epitecto. Si Epicuro proclamó el placer como origen de la moral, precisamente sentía en sí mismo cierta exigencia que le hacía conocer que algo más que eso se necesita para arribar a la virtud, cuando daba reglas para impedir el abuso en los placeres mismos, como lo acreditó con una conducta irreprensible de que nos da testimonio la historia. Si Aristóteles presenta los primeros gérmenes del sensualismo en el estudio de la naturaleza, se le ve que prohijado, por decirlo así, por los doctores del Occidente en los siglos medios, proporcionó a la Iglesia católica, con sus severas formas didácticas, los elementos científicos de organización y de orden que son la admiración del mundo. Si la escolástica, sin influencias ya en el siglo XVI, con la multiplicidad de almas sensitivas, irascibles, concupiscibles, &c., &c., y sus intelectos activos y pasivos de mil géneros, tenía completamente oscurecida la cuestión de la espiritualidad del alma, teniendo más el aire de sensualista aristotélica, que de espiritualista platoniana, ella dio lugar a que apareciera después en el campo filosófico Descartes, quien con su fórmula severa, clara y terminante, de que el hombre no es más que espíritu y materia, aunque algo exagerada en alguna de sus aplicaciones, imprimió al siglo XVII un carácter eminentemente espiritualista, [326] que subyugó las primeras inteligencias de aquella época, y cuyo sentido subsistirá siempre. Si se vio al gran Leibnitz poco afortunado en la exposición de su sistema de la armonía preestablecida, también hizo una vigorosa defensa de la personalidad de Dios, de la espiritualidad del alma y del principio moral. Y más aún; si Spinosa proclamó el más atrevido panteísmo, no pudo menos de reconocer en el hombre un principio psíquico, sostén de sus ideas adecuadas, y hasta le dispensó la inmortalidad, aunque limitada a los sabios.

Este mismo fenómeno se repitió después en el siglo XVIII y principios del XIX, aunque con elementos enteramente distintos. Si se vio desvanecido el sistema cartesiano, debido a la influencia que ejerció sobre los ánimos el sistema empírico de Locke y Condillac, que llegó a adquirir una preponderancia al parecer invencible, vinieron después las rectificaciones espiritualistas sobre los principios fundamentales: Dios, la naturaleza del espíritu y el principio moral, de Royer-Collard, Jouffroy, Cousin y otros, y renació dentro de la filosofía un sistema eminentemente espiritualista. Para conocer el poder de estas primeras verdades de la razón, basta ver lo que pasa con los sistemas que privan en la actualidad. Los partidarios del positivista, que se encierra en los hechos y en las leyes que los gobiernan, declaran a voz en grito que no por que huyan de entrar en el estudio del espíritu, son materialistas, y esta protesta disimulada es una confesión tácita de que en el hombre se encuentra algo que está por encima de la materia, algo que pertenece al reino de los espíritus. Pero este sistema, como todos los sistemas empíricos, presta un gran servicio a la ciencia, porque llama al hombre al estudio de la naturaleza exterior, corrigiendo los vicios de un misticismo exagerado, así como los sistemas idealistas, elevándose a la pura inteligencia y al estudio del infinito, corrigen los vicios de un grosero materialismo. Y al mismo tiempo que con su misma oposición hacen ver que ni unos ni otros arriban a la verdad absoluta, unos y otros, con sus aplicaciones de mil géneros en el mundo de la materia y en el mundo del espíritu, han llevado, lo mismo a los individuos que a las instituciones humanas, al grado de progreso a que actualmente puede arribar la humanidad; sobrenadando por encima del conjunto de todos los sistemas filosóficos, tres verdades irrecusables: Dios, el espíritu y el sentimiento moral. [327]

III

Pero antes de pasar adelante, conviene recordar lo que manifesté en un principio, cuando dije que la tarea que me imponía era contribuir a que se creara espíritu filosófico en nuestro país, el cual, en este punto, está en un caso tan excepcional, como que hace cerca de tres siglos que no se cultiva la filosofía. Si en Francia, Inglaterra o Alemania, intentara un autor publicar una obra con un fin semejante, sería un objeto risible, tratándose de países en que tiene su asiento la ciencia; mas aquí, donde se mira la filosofía hasta con horror por la inmensidad de nuestro pueblo, debo considerarse que prestan un servicio los que trabajan en desvanecer las nubes que nos impiden ver radiante el sol de la ciencia.

Para hacer patente esta demostración, conviene, antes de dar a la palabra filosofía su verdadero valor, poner en claro dos hechos del mayor interés: primero, hacer ver cuál era la cultura nuestra durante los tres siglos últimos en el gobierno absoluto, para lo cual, teniendo presente el refrán antiguo: ab uno disce omnes, basta poner de manifiesto lo que pasaba en cualquiera capital de provincia, y como precisamente yo nací y me crié en León, la he preferido a este fin; y segundo, averiguar cómo estaba constituida aquella sociedad, y qué trasformación ha sufrido con el nuevo orden de cosas. De este modo resultará patente la comparación entre el régimen antiguo y el moderno.

Respecto a lo primero, diré que nací en el año de 1800 en León, ciudad que por su antigüedad y buenos recuerdos en nuestra historia, y por su cualidad de ser cabeza de uno de los reinos antiguos merece cierta consideración. Algún título necesito para que se me crea, y este consiste en que por la circunstancia de haber desempeñado D. Juan Lorenzo de Azcárate, tío carnal de mi querido padre, ambos navarros, el cargo de contador principal de rentas reales del reino de León por más de cincuenta años, y haber mi padre, empleado a las órdenes del tío, vivido allí veintinueve, y yo mismo treinta, bajo el gobierno absoluto, resulta que soy depositario de una tradición respetable y larga. Pues bien, León en los siglos anteriores, y muy al principio de éste era lo siguiente. [328]

Tenía sólo la capital cuatro mitras, que eran: el obispo diocesano, el obispo prior de San Marcos, que vivía en el convento del mismo nombre, perteneciente a la Orden de Santiago, el abad bendito de San Isidro que vestía capisayos y echaba bendiciones, y el abad benedictino que gastaba mitra.

Había además seis congregaciones eclesiásticas, que eran: el cabildo catedral, compuesto de cuarenta canonjías; el cabildo de San Marcos de número eventual; el cabildo de San Isidro, de veinte a treinta plazas; la comunidad del sábado, a la que pertenecían todos los que hubiesen nacido en la ciudad, llamados por esto pilongos; la comunidad del ciento, de número eventual; y las Memorias de Reyero cuyos capellanes estaban al servicio de la capilla del fundador. Había también cuatro conventos de religiosos: gilitos, dominicos, benedictinos y franciscanos con su Orden Tercera, y cinco de monjas: catalinas, franciscanas, recoletas, benedictinas y concepcionistas. Además tenía catorce parroquias, igual número de cofradías, un seminario conciliar, en el que se enseñaba filosofía teológica y teología, una biblioteca en el mismo para servicio de la casa, y otra en el convento de San Marcos, que era de la que decía Quevedo, cuando estuvo allí preso, que el que quisiera ocultar seguro su dinero, lo llevara a la biblioteca de San Marcos. Todo esto tenía lugar en una población que puede graduarse de ciudad de tercer orden, y cuya mayor parte la componían beneficiados, serviciales, dependientes de los prelados y cabildos, curiales eclesiásticos, sacristanes, demandaderos, salmistas, &c., &c.

Luego que oscurecía, al toque de la oración, el enterrador, con una campanilla y un farol encendido recorría toda la ciudad pidiendo para las ánimas; y los jóvenes de ocho a quince años, llevando un estandarte con la Virgen y dos faroles encendidos, cantaban salves a las puertas de las casas donde había enfermos o lo solicitaban. Después todo el mundo se retiraba a rezar el rosario, y si algunos antes o después querían visitar a un amigo, encendían su linterna y emprendían su expedición para volver generalmente a las nueve en invierno y a las diez en verano, que eran las horas en que el sacristán de San Marcelo tocaba la queda, y por cuyo servicio el Ayuntamiento le retribuía con una onza de oro anual. Novedades de gravedad no ocurrían nunca, [329] salvo si se presentaba alguna mujer de la aldea a los gilitos, como yo mismo lo vi en una ocasión, alegando que tenía los enemigos en el cuerpo.

Otra novedad tenía lugar en el mes de Agosto de cada año, que era la función que titulaban de las Cantaderas, o por otro nombre del Feudo de las cien doncellas, las que León redimió cuando se daban en feudo a un rey moro. La función se celebraba en la iglesia catedral; a ella concurrían las niñas de menos de diez años, de las principales familias, perfectamente vestidas, en medio de las que iba una mujer del pueblo de treinta o más años, que se llamaba la sotadera, la cual llevaba sobre la cabeza una criba, de cuyo aro pendía en redondo una tela que la llegaba hasta la cintura, de modo que quedaba oculto medio cuerpo, y nadie la conocía. El mayordomo de la parroquial de San Marcelo buscaba y pagaba a este singular personaje, teniéndola la víspera de la función oculta en su casa. Las niñas que representaban las cien doncellas del feudo, la sotadera, un carro de fruta, el ayuntamiento acompañante, los gigantones, las aleluyas que se arrojaban al pueblo en el exterior del templo, y que eran unas tarjetitas con el nombre de algún santo, formaban el conjunto de esta función religiosa. Pagar los leoneses, cristianos viejos, un feudo de cien vírgenes, cien inocentes, a un rey moro, es la leyenda más peregrina de cuantas pueda presentar nuestra historia, y la aparición en el templo de aquella mala mujer velada es verdaderamente inexplicable. Cuando las ventas de Godoy, al final del último siglo, sólo había muy contadas casas libres, que algunos reducían a dos, pues las demás pertenecían a cofradías, comunidades y mayorazgos, y las más de esta última clase estaban ruinosas, lo cual me recordaba a Palacios Rubios, uno de los legisladores de las leyes de Toro, que llamaba bárbara la ley 46 que habla de las casas y fortalezas de los mayorazgos. Siendo yo muy joven tuvo lugar una agitación muy grande en la ciudad, promovida porque corrió la voz de que había una leva, que, como todos saben, era un remedo de la caza que hacían los buques negreros en las costas de África para coger bozales y llevarlos a América, con la diferencia de que allí los cazados eran bozales, y aquí cristianos viejos, inocentes o culpables, obedeciendo a veces la autoridad, al hacerlas, a influencias malignas, de donde nació el horror [330] que se tenía al servicio de las armas. Muy a los principios de este siglo se mandó que en las ciudades se hicieran cementerios, y que cesaran los entierros en las iglesias y la conducción a cuerpo descubierto. En León se hizo el cementerio; pero cuadró, por desgracia, que el primero que le estrenó fue un escribano llamado Gutiérrez, conocido por el apodo de Barrabás, y esto creó una situación horrible, porque nadie quería, cuando se muriera, tener de compañero a Barrabás; pero el prelado, Sr. Blanco, tranquilizó las conciencias y cesó la conmoción. Entre las familias acomodadas, los hijos, al retirarse por la noche, no sólo besaban la mano a sus padres, sino que inclinaban la rodilla. Las madres colgaban de la cintura de los pequeñitos la regla de San Benito y otros relicarios para librarles de los maleficios, y a los más grandecillos les vestían con hábito religioso con el mismo objeto.

En León había en lugar de teatro, una cosa que las gentes llamaban patio de comedias, que debió conservarse ad eternam rei memoriam. Las reglas de policía urbana no se conocían, y así la inmensa mayoría de las casas estaban construidas de tierra, tierra pura, que aparecía en sus fachadas; no había más luces que las pocas que alumbraban de día o de noche a algunas imágenes, puestas no siempre en lugar decoroso, a capricho de cualquier devoto; y además, dados los defectos en las calles, propios de una ciudad antigua, era poco vistoso el cuadro que presentaba León; pero esto es poco, cotejado con lo que voy a decir. Entre dos conventos había una localidad llamada Campo de San Francisco, cuyo destino era el ser el sitio de desahogo de los animales de vista baja, los cuales, después de recrearse, se retiraban en tropel al oscurecer a sus respectivos domicilios. Mi querido padre achacaba a esto, y a otras cosas parecidas, el que la mitad de la población estuviera atacada constantemente de tercianas y cuartanas.

En una ciudad donde se vivía en estado patriarcal, el comercio se reducía, como la Nao de Acapulco, a las ferias de San Juan y los Santos, en las que tenderos forasteros suministraban lo poco que podía necesitarse. En cuanto a artistas, baste decir que la verja que el venerable cabildo catedral acordó poner en 1800 en una parte del atrio exterior, la encargó fuera, porque en León no había quien pudiera hacerla. Los leoneses apenas viajaban, [331] porque los caminos para la corte y las demás ciudades de Castilla eran de herradura, y el temor a que se atollara la galera y el espanto que infundía el monte de Torozos, guarida de bandidos, les hacía ser cautos. A las dos leguas de León, en un pueblo que llaman Arcabueja, camino de la Chancillería de Valladolid, había un barranco que llamaban Matacaballos, que en un invierno crudo era absolutamente intransitable.

Había un tribunal laico que se llamaba del Adelantamiento de León, de que habla la Novísima, el cual se confería a un corregidor, que tenía que ser un capitán a guerra, y efectivamente era siempre un militar. Tenía por asesor un alcalde mayor, al que venían en apelación los pleitos que se instruían en más de ochenta pueblos de la redonda, por jueces, o por merinos, o por alcaldes, unos realengos, otros abadengos, otros señoriales y otros de behetría; unos nobles, otros del estado llano, pero todos legos, que se regían en el procedimiento por leyes consuetudinarias, siendo cada uno de los litigios un galimatías, en el que casi siempre se gastaba más en espórtulas y asesorías, que lo que valía el negocio que se ventilaba. El tribunal eclesiástico era otra cosa; los diezmos, los bienes eclesiásticos, los concursos, los patronatos, las capellanías, las cuestiones jurisdiccionales y el fuero, que se extendía hasta a los tonsurados de quince años, atraían al mismo los negocios más graves y más granados; y debo decir, en obsequio de la verdad, que era un tribunal formal, serio y justo. Una observación notable; en los centenares de expedientes eclesiásticos que tuve precisión de examinar, noté que los del siglo XVI tenían un objeto piadoso y benéfico, y hacían relación ya a la enseñanza, ya a la beneficencia, mientras que los de los siglos XVII y XVIII sólo eran piadosos respecto da las almas de los fundadores. En León la vida política no existía; la vida civil estaba absorbida en la religiosa, y la vida científico-racional se había marchado al cielo, como Astrea, o a otros países más afortunados que el nuestro. En León no había ningún sabio lego, ningún literato lego, ningún filósofo lego, y sólo había teología, la cual no quedaba sin cultivo, porque en el Seminario conciliar se verificaban actos públicos a que concurrían invitadas las notabilidades de los conventos, y donde se discutían graves cuestiones en forma silogística, que yo, joven entonces, oía con particular complacencia, porque me interesaban por su [332] fondo y por su forma. Los leoneses de entonces vivían consagrados sólo a Dios; los leoneses de ahora pertenecen al mundo, a este valle de lágrimas, sin dejar de pertenecer a Dios, que es el destino del hombre en esta tierra y que es la senda que estuvo casi abierta en el siglo XVI, aunque ya con síntomas de la triste suerte que a la ciencia esperaba en los siguientes.

Sin embargo, no todos los siglos fueron iguales. La primera mitad del siglo XVI fue brillante para aquella. La segunda mitad y todo el siglo XVII, que comenzó por los terribles escarmientos de Valladolid, Sevilla, Aragón y otros puntos y concluyó con el auto general de 3 de Junio de 1680, en el que Carlos II llevó el hatillo de leña para la hoguera, fue terrible. A esta época, sin duda, se refería Montesquieu en el siguiente siglo, cuando decía que en España no había más que un libro bueno (Don Quijote), que condenaba todos demás (los libros de caballería). En el siglo XVIII, debido a la nueva dinastía de los Borbones, entramos en comunicación con el gran siglo de Luis XIV. Nuestro clero entró en relación con el galicano, que contaba en su seno a Bossuet, Fenelon, Massillon, Fleury, que en su historia eclesiástica combate la Inquisición. Además, tuvimos reyes prudentes y tolerantes, ministros sabios, y por todas partes literatos y reformistas en el reinado del gran Carlos III. En León se notó esto mismo, y con motivo de fundarse por aquel tiempo las sociedades económicas, fueron eficaces promotores de la de esta ciudad varios individuos del cabildo de la catedral, según resulta de las actas; y además cuadró ser obispo el Sr. Cuadrillero, dignísimo prelado que eternizó su memoria con la creación de nueva planta de una Casa- Hospicio vastísima, que llena todo su objeto, que levantó a sus expensas, y está prestando un servicio incalculable. Pues bien, volviendo a tomar el hilo, en esta misma época vino a León un corregidor que, si no me engaño, se llamaba Bernaz y Vargas, ya impregnado en este espíritu innovador, y consiguió del común de vecinos que un dinero que retenían hacia años, lo destinaran a mejorar el pueblo, y en su consecuencia se hicieron la mayor parte de las aceras, se construyeron cuatro buenas fuentes y se abrieron algunas calzadas para cegar varios pantanos. En este siglo XVIII ya no hubo autos generales de fe, y en su final debió suceder a los inquisidores lo que se cuenta de los augures de Roma, que no [333] podían encontrarse dos sin mirarse y reírse. Tan de muerte estaba semejante institución, que Fernando VII, en la segunda parte de su reinado, fue el cumplidor del pronóstico que un virtuosísimo sacerdote católico, impugnando la Inquisición, hizo en la época de 1812: «Omnis plantatio quam Pater meus coelestis non plantavit, eradicavitur.

Todas estas ligeras reformas del siglo XVIII no fueron más que precursoras de lo que venía detrás, pues el mal, respecto a cultura general, estaba profundamente arraigado, como lo prueba la siguiente observación. En los siglos sometidos al gobierno absoluto, mientras la teología era cultivada en las Universidades y en todos los seminarios conciliares, que eran tantos como los obispados, dedicados sólo a la carrera eclesiástica, las ciencias y las artes profanas no tuvieron en todas las provincias un sólo establecimiento científico público de los que se llaman hoy de segunda enseñanza, y sólo se toleraron en las Universidades los estudios de leyes y medicina, con el objeto de tener abogados y médicos para satisfacer las necesidades materiales de la vida. Esta gloria estuvo reservada al reinado de Doña Isabel II, en el año 1845, en que se reformaron las Universidades, y se crearon los Institutos provinciales, puramente laicales, dependientes sólo del poder civil en su sostenimiento, y bajo el principio de la libertad constitucional para el profesorado.

Haec facies Troiae, dum caperetur, erat.

Ahora indaguemos cómo estaba constituida esta sociedad en el gobierno absoluto, y qué trasformación ha sufrido con el nuevo orden de cosas. Nuestros reyes, fieles servidores de la Silla Apostólica, con su título de católicos, hacían una abdicación de la fuerza moral del Gobierno en favor del clero, en concepto de que para la sociedad española no había otra moral, ni pública ni privada, que la católica; mientras los reyes se reservaban ser representantes de la fuerza física, de la fuerza material, y por esta razón muy de antiguo, sólo tenían silla presidencial en el ministerio de la Guerra, y no en ninguno de los otros. El resultado inmediato era, que en los gobiernos de España dos fuerzas solas gobernaban esta sociedad: la fuerza física y la fuerza moral, únicas que aparecían en las provincias, representada la primera por los [334] capitanes generales, que eran presidentes de las Chancillerías en sus respectivos distritos, y representada la segunda por los reverendos obispos en sus respectivas diócesis. No se entienda esto en un sentido material, porque los reverendos prelados no habían de nombrar alcaldes ni otras autoridades laicas, sino en sentido moral, en el sentido de la influencia eficaz y decisiva, propia de un gobierno teocrático, de entender en todos los actos lo mismo en los de su exclusiva competencia, que en aquellos que pertenecen al poder civil, como por ejemplo, las diversiones públicas, y ¡ay! del alcalde que autorizara en aquel tiempo en una ciudad representaciones teatrales en cuaresma sin licencia del prelado, y del alcalde de pueblo rural que autorizara el trabajo en día festivo sin licencia del párroco{3}; y lo mismo sucedía en cuanto en el orden público pudiera tener el más remoto viso de pecaminoso, según la moral católica. Otro resultado también inmediato era, que en España no existía poder civil, porque el poder civil estaba absorbido en el poder moral de la Iglesia, con cuyo conocimiento se arreglaban todos los negocios internacionales, todo lo relativo a las buenas costumbres públicas o privadas, los matrimonios, la enseñanza laica y eclesiástica, todo lo temporal y eterno, &c. De esta manera se ha gobernado nuestra sociedad por espacio de siglos; es decir, un gobierno teocrático; una religión, una moral y una teología y nada de ciencias profanas; una sola cabeza, la Iglesia; la fuerza física reservada al rey, y a los tribunales civiles y eclesiásticos la administración de justicia.

Veamos ahora cómo ha tenido lugar la transformación, el cambio que no ha podido menos de ser radical, tanto respecto a la Iglesia como respecto al Estado. En el Estado hemos pasado de un Gobierno absoluto a un Gobierno constitucional, o lo que es lo mismo, a un Gobierno libre. Respecto a la Iglesia, hemos pasado de un clero que en el régimen antiguo tenía a su cargo el poder moral en que iba embebido todo el poder civil del Estado, [335] a un clero que, encerrado en las funciones propias de su sagrado ministerio, ha abdicado todo lo que es extraño a las mismas. Cuando los primeros políticos liberales intentaron esta revolución, se propusieron establecer una base de gobierno civil, puesto que en el gobierno absoluto no existía, por estar absorbido en el ilimitado poder moral del clero; y al efecto crearon el ministerio de la Gobernación y los gobiernos civiles de las provincias a la par que el gobierno constitucional, y destruyeron todo el exceso de mando que disfrutaba el clero y que era propio del poder civil, acabando así con el gobierno absoluto. En esta revolución sólo quedó a salvo la religión con su moral propia y sus atributos propios. Los españoles, en el gobierno absoluto, no tenían más dictado que el de católicos, es decir, miembros de una sociedad religiosa que era la católica España; ahora tienen dos dictados: católicos y ciudadanos de un Estado libre.

Por el primero dependen de la Iglesia, y por el segundo dependen del Estado. Con la revolución reaparece lo que fue obra de J. C., la independencia del Estado y de la Iglesia, porque Jesucristo no se metió con el Estado o vida civil de los pueblos, no quiso erigirse en emperador ni rey, no alteró el modo de ser de aquél, y sólo se propuso regenerar la condición moral del hombre. Estos elementos, el Estado civil en el orden natural, y la Iglesia en el orden sobrenatural, ambos son obra de Dios, ambos independientes, y ni la Iglesia regentea al Estado, ni el Estado regentea a la Iglesia, como que cada uno tiene funciones que no se contradicen, y ambos conspiran a realizar el pensamiento de Dios sin mezclarse ni confundirse, y sólo sosteniendo entre sí las relaciones indispensables para mantener la mayor armonía.

Debo advertir, al concluir este punto, que en él no se ventila ninguna cuestión interna o externa religiosa, y que nadie tiene derecho a sacarle del sentido limitado y taxativo que le doy, que es la extinción del Gobierno absoluto y el restablecimiento del derecho y del poder civil a sus condiciones naturales, como resultado del cambio político que ha tenido lugar entre nosotros.

IV

Ha llegado ya el caso de dar al término filosófico el verdadero sentido que tiene hablando científicamente. Además del conocimiento [336] que nos dan las sensaciones corporales y el que nos suministra la conciencia, tenemos, respecto a nuestro espíritu, dos orígenes de ideas muy distintos: la revelación y la razón; por la primera nos da Dios a conocer las verdades sobrenaturales y misterios que merecen todo nuestro respeto; por la segunda, adquirimos en el orden natural los conocimientos a que podemos arribar sobre Dios, sobre el hombre, sobre la naturaleza, como he procurado demostrar en otra parte, qué es lo que constituye todas las ciencias metafísicas, psicológicas y cosmológicas; y el conjunto de todas ellas es la filosofía, porque el hombre no tiene un tercer conducto por donde puedan venirle las ideas que los dos que quedan expresados, siendo las empíricas puramente auxiliares. Nuestro Gobierno absoluto, al proscribir en los siglos últimos la filosofía, secó el tronco del árbol, y con él secó todas sus ramas, que son todas las ciencias metafísicas, psicológicas y cosmológicas, y de esta manera nos quedamos sin filosofía, sin ciencias, sin artes y sin aspiraciones, porque todo esto constituye un conjunto compacto que se llama filosofía. Prueba de que esta doctrina es verdadera, es que todas las artes, todas las ciencias, todas las aspiraciones van a buscar su legitimidad, o, como quien dice, su ejecutoria, a la filosofía, y así se dice, filosofía de las bellas artes, filosofía de la historia, filosofía del derecho, filosofía natural, filosofía de todo, &c., &c.; y hasta por instinto el que en una cuestión, sea la que sea, apura las razones íntimas, exclama como por máquina; ¡hé aquí probada filosóficamente la verdad! Y porque no fuimos filósofos, no fuimos científicos, no fuimos artistas, como que todas las leyes y principios especiales por que se rigen las ciencias, todas las artes, todas las aspiraciones, tienen por fundamento el cultivo de la razón en todas las esferas, bajo el riguroso principio de la unidad orgánica, que se halla en el centro de la existencia armónica de la realidad, regida por la mano de un Dios personal. Y este foco, que constituye la grandeza de la creación, es lo que estudia la filosofía, madre de todas las ciencias metafísicas, psicológicas y cosmológicas: Dios, el hombre, la naturaleza, y todo cuanto se descubre por el solo uso de la razón. Desde el estudio de una miserable planta hasta el del Universo en toda su magnificencia, desde los astros hasta la profundidad de la tierra, desde el del insecto más [337] imperceptible hasta el del hombre, su organización, su espíritu, sus instituciones, y desde la vista de un trozo de materia hasta la contemplación de un Dios omnipotente, todo es objeto de la filosofía en el orden natural. La filosofía es el género; las ciencias, con sus nombres, no son más que las especies en que aquel se divide; no son más que secciones en que se divide la filosofía con nombres particulares; no son más que las piezas de un gran organismo, cada una con un nombre distinto del que tiene el total organismo. Los que no elevan a esta altura su pensamiento en medio de esa infinita variedad, no conciben la unidad del mundo, desconocen aún más la poderosa unidad del pensamiento de Dios que resplandece en su obra, y hacen suyo el lema que Montesquieu puso a otro propósito en su gran obra del Espíritu de las leyes: Prolem sine matre creatam.

En este supuesto y en este sentido claro, porque es verdadero, la filosofía ha realizado inmensas reformas, y si el Cristianismo supo inspirar en los siglos medios el sentimiento religioso a las hordas incultas procedentes del Norte, la filosofía ha desvanecido desde el Renacimiento muchas sombras fantásticas y supersticiosas que oscurecían la realidad; si el feudalismo, importación bárbara, sentó sus reales entre nosotros en los siglos medios, la filosofía le destruyó después hasta en sus bases fundamentales. Si la esclavitud tenía tal fuerza que San Pablo aconsejaba, atendidos aquellos tiempos, al esclavo la conformidad y la paciente obediencia, vino después la filosofía combatiendo tan inicua institución, hasta haber asegurado el triunfo de la justicia en nuestros días. Si en los siglos que han precedido al actual se ha derramado tanta sangre en las guerras de religión, se han levantado cadalsos y se han encendido hogueras, fomentado todo por odios religiosos, la filosofía ha demostrado que los errores del juicio en estas materias, que no nacen de la voluntad sino del entendimiento, hijos de nuestra condición finita y limitada, no son justiciables ante la ley civil, y menos punibles por la justicia humana: los crímenes se someten al juicio de los hombres, los errores se someten sólo al juicio de Dios, y el razonable principio de la infalibilidad de la Iglesia, fundamento del tribunal de la fe, no puede autorizar el que, valiéndose de formas hipócritas, se derrame la sangre de los que no piensan lo mismo, porque esto barrena [338] por su base la doctrina de Jesucristo, barrena el principio fundamental del cristianismo, que es la caridad: In omnibus charitas, decía San Agustín. Si en los siglos anteriores y a principios del presente estaba aún en práctica en las escuelas la horrible máxima de que la letra con sangre entra, rebajando la condición moral de criaturas inocentes, la filosofía ha desterrado semejante castigo, tan injusto como brutal. Si subsistió hasta mediados del siglo XVIII la maquinaria horrible de tormentos que acompañaba a los tribunales de justicia y al de la fe, que se aplicaba lo mismo a culpables que a inocentes, cosa que sólo se concibe en corazones endurecidos, la filosofía, suavizando las costumbres y fomentando la general cultura, puso a los Gobiernos en la necesidad de suprimir tan inhumanas pruebas en la persecución de los delitos. Si en tiempo de San Agustín eran sospechosos de herejía los que creían que debía haber antípodas, vino la filosofía después e hizo ver que era inexacta semejante doctrina. Si una prohibición lanzada en el siglo XVII nos obliga a continuar creyendo que el universo entero gira cada veinticuatro horas alrededor de la tierra, suponiéndola fija a esta en el centro, la filosofía insiste en que es la tierra la que gira sobre su eje, que no está en el centro, y que sólo es un planeta de nuestro sistema solar. Si se han acumulado inmensos descubrimientos químicos, físicos y astronómicos, que muestran el carácter progresivo de nuestra naturaleza racional, ensanchándose así la esfera de acción del hombre sobre la naturaleza, ¿a quien se debe, sino a la filosofía, que se ha erigido en reina del mundo, haciendo más aceptable nuestra existencia y mejorando las condiciones de la vida?

Si se han estrechado las relaciones de los jefes de los Estados con sus pueblos, y las de los pueblos entre sí sin diferencia de razas y creencias, cuando en los siglos precedentes bastaba que fueran vecinos o de color distinto, o de distinta religión, para aborrecerse, el estudio profundo que la filosofía ha hecho sobre la unidad del género humano, ha causado esta revolución. Si las artes estaban cohibidas con gremios y privilegios, la propiedad territorial con la amortización y las vinculaciones, y la ciencia con prohibiciones ridículas que la petrificaban, impidiendo todo progreso, la filosofía ha destruido estas barreras, y ha proclamado el trabajo libre, los bienes raíces vendibles y libre también la [339] circulación del libro. Si los defensores de las nuevas ideas han opuesto la libertad a la tiranía, la igualdad al privilegio, la fuerza moral en el orden político a la fuerza física, la tolerancia civil a la intolerancia religiosa, las instituciones libres a los Gobiernos absolutos, la soberanía de los pueblos a la soberanía de derecho divino, que sólo estuvo reservada al pueblo escogido, ha sido porque la filosofía ha reconocido en el individuo una existencia jurídica de que carecía, y de la que no se le puede privar, porque está en su naturaleza íntima y racional.

Si la moral católica tiene el poderoso apoyo de la revelación, el estudio que los filósofos han hecho de la ley natural ha demostrado que el sentimiento moral además está grabado en nuestros corazones y que debemos tributar un culto eterno a la idea grandiosa del deber. Si cada siglo presenta en filosofía un color determinado, según la preponderancia de las opiniones reinantes, hemos visto a los Gobiernos más reaccionarios rendirles culto hasta el punto de haber suprimido la monarquía absoluta, el tribunal de la fe y las jurisdicciones señoriales. En fin, la aparición en el Renacimiento de toda la cultura griega y romana, llena de tantos hechos heroicos que ensalzaron la dignidad personal y la de las instituciones humanas, fue un elemento que aprovecha la filosofía para aspirar a la creación de sociedades que se gobiernen a sí mismas en el orden político. Todos estos adelantos y otros muchos que se deben a la filosofía, al trabajo individual acumulado de todos los siglos, de todas las naciones, de hombres de todos los cultos y de todas las creencias, han dado una existencia imperecedera de prosperidad y de progreso, que es la bandera que afortunadamente, aunque sin nuestro concurso, ha levantado el siglo XIX.

Las ciencias son fecundísimas en sus resultados de aplicación práctica y sólo pueden infundir temor a gentes pusilánimes, recelosas de que dañen a nuestra unidad católica. Esto indica buen corazón, pero no aboga mucho en favor de la inteligencia. Si la verdad es una, como justamente sostiene el catolicismo, el mal no viene de los filósofos, sino de otra parte. Un teólogo puede hacer de un solo arranque más daño que todos los filósofos del mundo. Lutero, teólogo, acabó con la unidad católica en casi todos los Estados del Norte, y tan distante estaba de ser filósofo, que si no [540] le contiene Melanchthon, proscribe absolutamente la filosofía. Enrique VIII, que se tenía por un profundo teólogo (dígalo Tomás Moro), destruyó la unidad católica en Inglaterra, adhiriéndose al cisma todos los obispos y arzobispos, menos tres, todos teólogos; y lo mismo sucedió con el teólogo Calvino, que aborrecía la filosofía. ¿Son filósofos o son teólogos los que insisten y persisten en rechazar la unidad católica en los patriarcados de Constantinopla y San Petersburgo? Fijándonos en Alemania, vemos que mientras los sistemas filosóficos en aquel país han nacido y han muerto destruyéndose unos a otros, los teólogos protestantes, divididos en supernaturalistas y naturalistas, han emprendido estos últimos sus trabajos exegéticos, minando por su base los libros santos, poniendo en pugna la crítica histórica con la crítica teológica, y cuyos resultados, que se hacen ya sentir en Suiza, Alemania y Estados-Unidos, afectan a la unidad católica más de lo que parece.

Conozco pueblos católicos, pueblos protestantes, pero no conozco un pueblo filósofo. Los filósofos no tienen iglesia, ni parroquia, ni congregación. Los filósofos conciben un sistema en su gabinete, estudiando la realidad con el uso de su razón, le dan a luz sin saber quiénes le aceptarán o le rebatirán, y podrán no acertar dentro de la ciencia, y ser fruto, aquel de una convicción equivocada, de un error, de una creencia que se impone al entendimiento, sin mezclarse en ello la voluntad, pero en todo caso siempre dejan en sus detalles rastros indelebles de instrucción y de cultura, por lo mismo que se producen en medio de una absoluta libertad de pensamiento, porque la libertad es como la lanza de Aquiles que curaba las heridas que hacía. Cuando el clero católico de Francia, inspirado en el espíritu del siglo, invoca el principio de libertad de enseñanza; cuando, en vez de los antiguos odios de que eran objeto los llamados papistas, se ve en Inglaterra una tolerancia absoluta y digna de un pueblo culto, a cuya sombra se propaga el catolicismo, hasta el punto de levantarse magníficas basílicas y formarse numerosas congregaciones; cuando por el mismo principio el catolicismo ha tenido fuerza para implantarse en los Estados Unidos, donde apenas había católicos en los comienzos de este siglo, hasta el punto de aparecer hoy el segundo en la estadística, después de los metodistas, entre las sesenta y cinco creencias cristianas que se cuentan en aquel país; cuando, por fortuna, [341] se ha disipado por entero aquella atmósfera sombría y tenebrosa que pesaba sobre el genio español y era el baldón de nuestra historia; cuando todo esto pasa en el mundo, nuestro pueblo tiene títulos para gozar de la libertad de pensamiento, que es el credo fundamental de las instituciones liberales. Fuera de esto, es tiranizar la conciencia, que es la peor de todas las tiranías, al paso que la libertad de conciencia es la primera de todas las libertades.{4}

En fin, entre nosotros no se acaba de desarraigar, en punto a las ideas filosóficas, ese temor femenil y supersticioso que, como una enfermedad crónica heredada de nuestros mayores, aqueja a algunos hombres que se tienen por instruidos. En el siglo XVII se decía, hablando del mordaz Bayle: Quando bene, nemo melius; es decir, que cuando hablaba en razón, ninguno lo hacía mejor. Pues esto mismo puede decirse de todos los filósofos, buenos o malos, porque siempre son hombres de talento, que tienen lúcidos intervalos que los lleva sin sentir por el camino de la razón, y es preciso obrar con ellos a la manera de los teólogos, que leen las obras de Tertuliano y de Orígenes, a pesar de sus herejías, y aprovechan en ellos todo lo bueno y rechazan lo malo. Prácticamente se ve, que cada filósofo pinta la virtud como le parece, pero ninguno quiere pasar por inmoral, hasta el punto de que el panteísta Spinosa, que en su sistema de hierro destruye la libertad del hombre, primera base de la moral, sienta muy formalmente reglas de una buena moralidad, y la razón es, que en nuestra condición de seres finitos, no se concibe ni una bondad absoluta, ni una perversidad absoluta en las criaturas, y con razón había dicho el P. Buffier, jesuita, y repitió después Mad. Stael, que no hay libro malo como se lean todos, y Bacon reconocía esto mismo cuando sienta esta máxima: que un poco de filosofía inclina a los hombres al ateísmo, y que un conocimiento más profundo los vuelve a la religión; porque es infalible que una vasta instrucción fija sólidamente las creencias [342] de todas clases, sin encerrarse, como hacen algunos, en una jaula de la que no aciertan a salir.

Los acontecimientos generales de la historia deben examinarse, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la inteligencia. Cuando el cardenal Cisneros en el siglo XV, estando en una galería, dijo a unos señores feudales que se quejaban de que se atropellaba sus privilegios «ahí están mis razones,» y lo decía apuntando a los cañones que estaban en los alrededores de palacio, no era precisamente la fuerza material con la que les amenazaba, sino que era una fuerza más poderosa, era la fuerza providencial, porque estaba en los destinos de la Europa en aquel momento el tránsito del feudalismo a la monarquía absoluta, o lo que es lo mismo, de la anarquía feudal al orden centralista; y el cardenal, que con su ojo perspicaz lo veía con claridad, creyó cumplir una ley providencial irresistible al amenazar con la fuerza, como así realmente era. En la misma situación en que estaban los reyes absolutos respecto del feudalismo, están ahora los pueblos con los reyes absolutos; porque la humanidad no se detiene, y por lo tanto, una buena política debe dispensar una mayor protección a los pueblos que a los reyes, al modo que en el siglo XV dispensaba el cardenal mayor protección a los reyes que a los señores feudales; o lo que es lo mismo, mayor protección a lo que viene impuesto por la lógica de la historia que a lo que tiene que dejar de existir, y sólo así se verifican los cambios sin sacudimientos violentos. Tan providencial es la crisis del siglo XV, como es la que ahora atravesamos en el XIX; y tan revolucionario fue el cardenal Cisneros en el primero, como lo fueron las Cortes de Cádiz en el segundo, al iniciar por primera vez el pensamiento liberal. La idea nueva, como nueva, ansía vivir y propagarse, y como joven es exigente y emprendedora, y tiene el presentimiento de un triunfo seguro. Los que artificiosamente contraríen este movimiento poniendo un veto a la marcha natural de los sucesos humanos, como si fueran átomos de Epicuro entregados al azar y al acaso y como si la humanidad estuviera dejada de la mano de Dios, son almas pequeñas que no tienen fe en las promesas y en las miras ocultas de la Providencia, y son víctimas de una lamentable imprevisión, causa de violentas sacudidas y de tardíos arrepentimientos, de que no faltan ejemplos en nuestra historia. A los meticulosos de ahora es preciso recordarles [343] lo que a otros meticulosos respondía un príncipe elector de Alemania cuando la Reforma, porque se lamentaban de la agitación que consentía en sus Estados: Malo periculosam libertatem quam quietum servitium: quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre pacífica.

V

En resumen, la falta de instrucción en el fondo de nuestra sociedad desde la segunda mitad del siglo XVI; el recelo que ha subsistido durante este tiempo contra los conocimientos filosóficos; la afección íntima a nuestra religión, y el estado anárquico en materia de ciencia que se nota en la crisis política por que estamos pasando, han creado la necesidad de sentar ciertos puntos cardinales, que den dirección a las ideas y a los juicios sobre la cuestión religiosa.

El Rdo. P. Ceferino González ha destruido victoriosamente dos errores que estaban causando una perturbación en los espíritus de los que sólo conocen someramente la ciencia. Ha hecho ver; 1.°, que la religión católica se defiende en el terreno de la filosofía, fijándose en uno de los sistemas conocidos, y, sin abandonar el dogma, desenvuelve un poder de razonamiento en el terreno filosófico, que ciertamente sorprende; y 2.°, lo vano de los escrúpulos de los hombres de buena fe que apegados a hábitos viejos se fiaban en un tradicionalismo que no tiene sentido. Tengo el íntimo convencimiento de que, bajo el punto de vista en que el Rdo. P. Ceferino González ha colocado la cuestión, ha consolidado el sentimiento católico, que es una de las afecciones más vivas de la vida, que tiene por apoyo la tradición de siglos, los recuerdos de nuestra historia, el respeto a la memoria de nuestros padres, el cariño al país y a la religión en que se nace, y el poder inmenso que ejerce sobre el espíritu la gran idea de la inmortalidad.

Si el reverendo prelado ha sentado las bases para llevar la tranquilidad a las conciencias en el terreno religioso, yo, más modesto, no me considero capaz de subir a tanta altura, pero como gracias a mis setenta y nueve años tengo la tradición de una época en que los jóvenes estudiaban con dómines que [344] no conocían el castellano y enseñaban a secas el latín en latín, que con esta virginal preparación iban a las Universidades de donde salían peor que habían entrado, si no seguían la carrera eclesiástica, y en las que el profesorado, si sabía algo, lo ocultaba cuidadosamente, cobré un odio horrible a la ignorancia y juré no transigir jamás con ella, he creído conveniente ponerla en evidencia en cuanto me es posible para que la juventud moderna tenga presente este escollo, y procure a todo trance evitarlo. Y respecto al porvenir he procurado deshacer la vulgar opinión de que la filosofía, en el simple hecho de ser filosofía, es enemiga de la religión, olvidando los que tal dicen, que los sistemas filosóficos, si bien son una parte de aquella, son nada cotejados con la inmensidad que abraza todas las ciencias, todas las artes, todas las aspiraciones filosóficas y legitimas, que constituyen realmente el todo de la misma. Y si, como dice Plutarco, primero se encontraría una ciudad fundada en el aire que una ciudad sin religión, así es imposible encontrar un pueblo culto sin filosofía, o lo que es igual, sin el ejercicio de las ciencias y de las artes. Deseo que mi país sea católico, pero que sea también científico, para que entre en la comunidad de los demás pueblos que marchan al frente de la civilización del mundo. Este ha sido siempre el desideratum de toda mi vida, para que por derecho de postliminium entre España otra vez en el campo científico que en la primera mitad del siglo XVI cultivaron con tanta gloria nuestros progenitores.

Patricio de Azcárate.
Villimer (León) Octubre de 1879.

——

{1} El primer ensayo que hice para dar a conocer mis estudios filosóficos merece referirse. En 1853 tenía escrito un libro, que yo mismo llevé al establecimiento del Sr. Rivadeneira, y al leer este señor el título que decía: Veladas sobre la filosofía moderna, me dijo: «Le imprimirá Vd. para Vd. y para sus amigos.» Le repliqué: Y para vender. Y entonces me dijo: Dudo que tenga salida, porque en España no hay filosofía. En efecto, se imprimió, se puso a la venta, no hubo un comprador, y a petición del librero recogí de su poder los ejemplares. El dicho de este hombre entendido y práctico, y la derrota de mi libro, lejos de desanimarme, fueron un aliciente para continuar trabajando, y con motivo de haberme nombrado por segunda vez Gobernador de mi provincia en el año siguiente de 1854, que desempeñé hasta fines de 1856, y de haberlo sido después en los cinco años de la unión liberal, refundí durante este tiempo las Veladas, y publiqué una nueva obra titulada: Examen histórico-crítico de los sistemas filosóficos modernos y verdaderos principios de la ciencia, que remití desde Murcia en 1861, y se imprimió en el establecimiento del Sr. Mellado, en cuatro tomos, edición que se ha agotado en los años siguientes, sin haber un solo ejemplar a la venta. Este cambio en tan pocos años me causó asombro, porque el dicho del Sr. Rivadeneira era entonces la pura verdad.

{2} Retirado de la vida pública mediante la dimisión del cargo de Gobernador que hice a mediados de 1863, y persistiendo en mi idea de contribuir al sólido arraigo de la filosofía en España, me consagré a la traducción de las obras de Platón, en once tomos, las de Aristóteles en diez, y las de Leibnitz, en cinco, que están publicadas, y no traduje las de Descartes y Kant, como lo había anunciado en mi prospecto, porque dos personas muy competentes se adelantaron anunciando su publicación, con cuyo motivo suprimí mis trabajos. Además tengo traducidas las de Bacon, en cuatro tomos, pero no están publicadas.

{3} La rigidez clerical que había en las poblaciones rurales en sus diversiones campestres y las cuestiones sobre si las mozas habían de bailar solas o con los mozos, si de noche o de día, si en día festivo o no festivo, si había rondas o no debía haber, &c., &c., dio origen a un precioso escrito del Sr. Jovellanos, en el que se lamentaba de que no se permitiera a un novio, después de anochecido, cantar unas jácaras a la puerta de su novia.

{4} Es mi íntima opinión que la libertad es el primer elemento para la creencia religiosa. En mis Veladas, abogué por la unidad católica en nuestro país, y dije: como fruto del sentimiento que da verdaderos creyentes, y no de la fuerza, que sólo da hipócritas. Las guerras de religión no son de este siglo: su época ha pasado ya, y nuestra unidad católica durará tanto como nuestra nacionalidad, porque está íntimamente ligada a nuestra historia.